Puerto Rico entre siglos: Historiografía y cultura

mayo 16, 2023

Jíbaros, criollos, puertorriqueños: miradas estadounidenses

  • Mario R. Cancel-Sepúlveda
  • Catedrático de Historia

Un perfil de Van Middeldyk

En 1903 Rudolph Adams van Middeldyk (1832-¿?) publicó para la editorial D(aniel) Appleton and Company el volumen The History of Puerto Rico, primero en elaborar la historia del país como un relato unitario.[1] La obra previa de Myddeldyk que he podido ubicar se reducía a un panfleto titulado Guatemala. Some facts and figures for the information of visitors (1895) auspiciada por la Guatemala Central Railroad Company. Aquella compañía, organizada en 1878 conforme a las leyes de California, estaba encabezada por el empresario de origen alemán Henry F.W. Nanne (1830-¿?).  La firma había adquirido la concesión para la construcción y administración del tren entre Escuintla, cerca de Ciudad de Guatemala y el Pacífico, obra que entró en operaciones en 1880.[2] Aquella era una ruta crucial para el tráfico mercantil en un momento en que el capital foráneo penetraba la república.

Como se sabe, el coco fue uno de los productos tropicales más apetecidos por las fruteras que arribaron al territorio después de 1898. La valoración de aquel bien fue inmediata. En 1899, William Dinwiddie (1867-1934), periodista y fotógrafo, llamó la atención sobre las propiedades de suelo costero insular para el producto y aseguraba que era un renglón de inversión que prometía excelentes márgenes de ganancia.[3] Frederick A. Ober (1849-1913), naturalista y escritor, lo definía como un “poor man’s tree”[4] por la diversidad de recursos que obtenía el nativo en su “primitive domestic economy” de aquel árbol desde la madera para la tablas de su residencia y la cobertura de los techos de sus bohíos, hasta el alimento que representaba su pulpa y su agua e incluso remedios para las fiebres a base de sus raíces. No faltaba, claro está, la copra recomendada por Van Middeldyk.

En Puerto Rico publicó El coco y la producción de copra: una industria agrícola nueva, fácil y remunerativa para los habitantes de la costa: datos prácticos recopilados (1899), impresa en el San Juan News Power Print, firma que difundía información útil para los interesados en invertir en el territorio recién adquirido. La copra o fibra del coco era utilizada para la elaboración de aceite mientras que los desechos servían como alimento para el ganado, para elaborar abonos y materiales que protegían los frutos de ciertas plagas y de las inclemencias del clima. Monetizar la naturaleza fue una de las respuestas de los estadounidenses al enfrentar la temida pero siempre deseada naturaleza tropical.

Nuestro autor no tenía el pasado de un humanista sino el de un facilitador empresarial que escribió con el propósito de orientar a los nuevos carpetbaggers e inversionistas en escenarios desconocidos para ellos. Su obra prefiguraba la del asesor financiero y el promotor empresarial como tantos otros escritores en aquel contexto innovador. El dato me parece importante para comprender mejor su representación de los puertorriqueños a lo largo de su libro de historia. Su conexión con el mundo académico derivaba de su trabajo como bibliotecario de la Free Public Library o Biblioteca Insular. Aquel proyecto había sido promovido desde 1901 por el comisionado de educación Martin G. Brumbaugh (1862-1930), primer Comisionado de Educación bajo la soberanía estadounidense y gobernador de Pensilvania entre 1915 y 1919, con el respaldo del gobernador Charles H. Allen (1848-1934), funcionario y empresario vinculado a las finanzas y a la American Sugar Refining Company desde 1907. Una aportación de $ 6,000 anuales del Consejo Municipal de la capital y un donativo de $100,000 del empresario del acero y filántropo  Andrew Carnegie (1835-1919), aseguró la consolidación del proyecto que entre 1914 y 1916 sirvió de base a lo que en 1917 sería la Biblioteca Carnegie.[5]

La D. Appleton and Company solicitó un manuscrito de historia de Puerto Rico a Van Middeldyk y otro a Salvador Brau Asencio (1842-1912) el historiador de Cabo Rojo. Aquella era una firma con centro en Boston y luego Nueva York fundada en 1831, interesada en la difusión de textos científicos y educativos a un costo razonable. A la altura de 1898, la editorial celebraba la expansión imperialista estadounidense en la serie “Expansion of the Republic” en la cual el texto sobre Puerto Rico de Middeldyk seguía a otro sobre la compra de Louisiana.

Todo sugiere que el libro de Brau y el de Middeldyk debían salir el mismo año, meta que no se consiguió. Una memoria de un nieto de Brau, el poeta y genealogista Enrique Ramírez Brau (1894-1970) así lo certifica. El hecho es importante porque indica que el editor planeaba publicar una versión estadounidense en inglés y otra puertorriqueña en castellano. Quien haya leído la obra de Brau reconocerá que este no era un escritor de pocas palabras. El historiador positivista redactó una “amplia, completa Historia de la Isla” que la Appleton devolvió indicándole que lo que necesitaban era “una historia compendiada para uso de las escuelas públicas”[6].

Según su nieto, durante largo tiempo Brau, después de la cena y hasta la madrugada, se sentaba “en la mesa de comer” a resumir su manuscrito. Brau, “de una constitución endeble, falto de carnes”, quien vivía en el 75 de la Calle San Francisco de San Juan, era vigilado por su nieto sentado en la base de una escalera. El texto original, con toda probabilidad irrecuperable, se perdió por aquella comprensible exigencia editorial. Brau pudo haber sido, según una vieja discusión ateneísta, el “historiador moderno” del cuál carecía Puerto Rico. El prólogo firmado por Van Middeldyk en su libro sugería otra cosa. La intención era que la figura del “historiador moderno”, ligada a la conferencia “Una relación de la historia con la literatura” dictada por Manuel Elzaburu Vizcarrondo (1851-1892) en el 1888 en el Ateneo Puertorriqueño, se asociara al bibliotecario de la Free Public Library.[7]

Los puertorriqueños en la retórica de Van Middeldyk

La representación de Puerto Rico en The History of Puerto Rico es paternal y devastadora. Los criterios utilizados por Van Middeldyk en su figuración se apoyaban en los principios de organicismo positivista propio de la mirada de la intelectualidad burguesa de la era de la industrialización. Aquella mirada no era sino una reformulación secularizada del organicismo providencialista cristiano. Su discurso reproducía las teorías progresistas instrumentalizadas y vulgarizadas que se habían impuesto en el discurso historiográfico académico y popular desde mediados del siglo 19.  En ese sentido, su plataforma filosófica no difería de la de Brau o de Eugenio María de Hostos (1847-1903). De lo que carecía era de la densidad intelectual de aquellos.  Es probable que la naturaleza del libro que le requirió D. Appleton, uno para la difusión entre no expertos, influyera en ello.

Para Van Middeldyk Puerto Rico era una “infant colony” (155)[8] que comenzó a crecer o sólo después de 1815.  La infantilización del periodo anterior a la Cédula de Gracias, un lugar común incluso entre los historiadores puertorriqueños, reducía los 300 años que la precedieron a una oscura premodernidad en la cual el territorio y su gente vivieron al margen de la Historia. La Historia, es decir los actos de los seres humanos en el tiempo y el espacio, era interpretada como un proceso autónomo que guiaba en general las acciones de sus actores en una dirección particular. La salida del país de la infancia hacia la pubertad, se asociaba en el texto a la administración de Miguel de la Torre (1786-1843), gobernador autoritario, moralista, antiseparatista y antianexionista por antonomasia pero eficaz administrador, que gobernó a Puerto Rico entre 1822 y 1837, una época de crecimiento material en el marco de la apertura que significó la Cédula de Gracias.

La tesitura progresista y organicista de su discurso es obvia. Para Van Myddeldyk el motor y el freno de todo progreso o retroceso de Puerto Rico había sido aquella España que vacilaba entre la regresión y la progresión. El Puerto Rico de Van Middeldyk era inocente:  no había sido responsable de su situación por su dependencia colonial. Con aquel argumento, común en la época entre los observadores estadounidenses y puertorriqueños, se solidarizaba con la clase política del pueblo recién conquistado que, ansiosa por ganar la confianza de los invasores,  animaba la hispanofobia, actitud cultural compartida por los estadoístas durante la primera década del siglo 20 y por los separatistas anexionistas e independentistas de todo el siglo 19.

La marginalidad o destierro del progreso explicaba la “evil reputation” de Puerto Rico cuando se le evaluaba desde las Antillas Francesas e Inglesas:   “an island where rape, robbery,  and assasination were rife” (159). Usando la autoridad de Brau Asencio, dejaba claro que aquella opinión no estaba equivocada. Del ostracismo y el aislamiento derivaba también la indolencia, la pasividad y las pocas ambiciones que manifestaban los insulares (160). Su fórmula para superar la flema o lo incuria puertorriqueña, metaforizada en el hábito de pasarse el día “swinging in a hammock” en un entorno cercano al salvajismo (160-161), hábito que lo convertía en un pueblo ingobernable, había sido el autoritarismo y la disciplina militar practicada por España en la Capitanía General.

Entre 1837 y 1874, desde la promesa de leyes especiales hasta la caída de la España republicana, Puerto Rico había estado dominado por el caos y el desorden. La situación formó un pueblo en el cual la disolución moral tolerada e incluso auspiciada por las autoridades hispanas para evitar la oposición política, era la orden del día. Los ejemplos utilizados para significar aquella vida corrompida eran las carreras de caballos y las peleas de gallos, en especial por las apuestas que generaban.

El emblema más significativo de la existencia inmoral del puertorriqueño bajo España no era otro que la fórmula de la Tres B’s: “Barraja, Botella, and Berijo” (166), que en una nota al calce aclaratoria traducía para el lector estadounidense como “Cards, rum, and women”, olvidando el “baile” que tradicionalmente ocupaba su lugar en las versiones más conocidas de la triada. La sexualidad tratada como un vicio fue otro lugar común entre numerosos observadores españoles, estadounidenses y puertorriqueños a la hora de evaluar el abajo social. La poca privacidad que aseguraban los bohíos, la numerosa prole de los campesinos y la precocidad sexual de los jóvenes, era traducida en un apetito sexual desmedido que correspondía con el primitivismo y el clima tropical. Para Van Middeldyk el puertorriqueño debía ser moralizado paternalmente por un mentor legítimo a fin de que superase el peso de su pasado hispano y su retraso y se convirtiese en un pueblo productivo capaz de aspirar al gobierno propio.

El jíbaro o campesino en la retórica de Van Middeldyk

En el capítulo 29 “The Jíbaro, or Puerto Rican Peasant” (195-200) Van Middeldyk expone sus ideas sobre el habitante de la ruralía siempre sobre la base de fuentes secundarias. Nada en su retórica sugiere que haya sido testigo de las situaciones que anota. Las observaciones provienen de fuentes españolas, inglesas y puertorriqueñas y, en general, evita involucrarse en debates o polémicas. La selección de datos y el acomodo de aquellos en una narrativa coherente, sin embargo, ratificaba sus profundos prejuicios ante clima tropical como un hábitat amenazante e insalubre pero potencialmente próvido. Todo convergía en el desprecio al pasado hispano como algo que debía ser dejado atrás en nombre del progreso que se vivía después del 1898.

El jíbaro era el descendiente de un segmento de la población que se había refugiado al interior del territorio que, con la asistencia de un indio o algún negro esclavo, se dedicaba al cultivo su un predio de tierra (195). Se trataba de gente blanca de ascendencia europea que vivía en los márgenes. Los mestizos, mulatos y negros, aunque numerosos, no encajaban en la figura social y cultural que describía (196). Sus observaciones al respecto provenían de un escrito de Francisco del Valle Atiles (1852-1928) quien describía al jíbaro con rasgos que “generally be found to be of pure Spanish descent” (197). Bien formado, delgado, de constitución delicada, lento, taciturno y de aspecto enfermizo y anémico pero, en algunos casos, capaz en la ancianidad de montar un caballo en pelo con facilidad.[9]

Aquella fragilidad era resultado de la mala alimentación, la falta de higiene y las terribles condiciones de vida. Una interesante nota racista es la observación de que aquel tipo de dieta si bien sostenía a un indio, podían ser letales para la gente blanca. El hambre, aseguraba, se suplía con tabaco y ron (197). Para Middeldyk, no todo estaba perdido. Aquel jíbaro insalubre, sucio e inmoral “can display remarkable Powers of endurance” (198) y, a pesar de su fama de vago, era capaz de trabajar 10 a 11 horas diarias.

Para el autor la gran contradicción del jíbaro era que la naturaleza tropical, que ofrecía todas las posibilidades para una vida plena, había sido desaprovechada lo que explicaba que siguiera viviendo en la precariedad.  Lo que afirmaba con ello era la inhabilidad del puertorriqueño para desenvolverse en el marco de esa ética burguesa de la productividad y su curiosa capacidad para tolerar todas las carencias. Aquella actitud poco laboriosa y ausente de emprendimiento tenía que ver con el trópico y con la haraganería e indolencia heredada, a través de España, del retrógrado orden señorial o medieval. 

Por último, el jíbaro era intelectualmente tan pobre como lo era física y socialmente: un ser iletrado, incapaz de articular la palabra con coherencia y practicante de un catolicismo fetichista que chocaba al estadounidense. En sus expresiones artísticas creaba unas canciones “if not of a silly, meaningless character, are often obscene” (199). Con una suerte de guitarra artesanal y un güiro que producía un ruido que alteraba los nervios de quien no estaba acostumbrado a escucharlo, expresaban sus emociones colectivas. Aquellos seres simples se consideraban felices con la posesión de una vaca y un caballo, afirmación que acreditaba a George D. Flinter (¿?-1838)[10] .

En general el puertorriqueño era el producto de la mezcla de dos razas física, ética e intelectualmente diferentes, españoles e indios: un híbrido inferior caracterizado por las peores cualidades de sus dos ancestros (201). Sólo el cruce constante a lo largo del tiempo aseguraría la preponderancia de los atributos de la raza superior: la blanca. La salida de aquella trampa biológica resultaba esperanzadora. En cuanto al jíbaro Middeldyk aseguraba que no todo estaba perdido: la educación, la actividad industrial, el cuidado de la salud y la higiene, combinadas con la rectificación moral, acelerarían su destino inevitable: “in ten years the Puerto Rican jíbaro will have disappeared” (200). Su lugar sería ocupado por un tipo de “hombre nuevo” industrioso, correcto, educado y poseedor de una renovada concepción de la felicidad más allá de la posesión de una vaca y un caballo. Ese ser humano moderno y civilizado estaba a la vuelta de la esquina. La idea del 1898 como el principio regenerador o principio destructivo y constructivo a la vez  necesario para dejar atrás un pasado atroz, estaba completa. El “historiador moderno”, y esta es una ironía calculada, había nacido. Sin duda.

Publicado originalmente en Claridad-En Rojo el 14 de marzo de 2023.


[1]Ver mi ensayo “La arquitectura historiográfica en The History of Puerto Rico (1903) de Rudolph Adams Van Middeldyk” en José Anazagasty Rodríguez y Mario R. Cancel (2011) Porto Rico: Hecho en Estados Unidos (Cabo Rojo: EEE): 51-67.

[2] Wikiguate. Una enciclopedia en línea de Guatemala (2016) “Guatemala Central Railroad”   URL: https://wikiguate.com.gt/guatemala-central-railroad-company/

[3] William Dinwiddie (1899) Puerto Rico. Its Conditions and Possibilities (New York/London: Harper & Brothers Publishers): 135

[4] Frederic A. Ober (1899) Puerto Rico and its resources (New York: D. Appleton and Company): 47, sobre la copra 49.

[5] Ver Martin Brumbaugh, “Chapter VI. Report of the Commissioner of Education” en Charles Allen (1901) First Annual Report (Washington: Government Printing Office): 359-360; y Martin Brumbaugh (1903) “Editors Preface” en R. A. Van Middeeldyk, The History of Puerto Rico (New York: D. Appleton and Company) : v-ix.

[6] Véase Enrique Ramírez Brau (1957) Mi abuelo Salvador Brau (San Juan: s.e.): 4-5. Agradezco al escritor Luis Asencio Camacho, otro descendiente de Brau, el rescate de este texto en la Colección Álvarez Nazario de la Biblioteca general del RUM a petición mía.

[7] Manuel Elzaburu Vizcarrondo (1971) Prosas, poemas y conferencias. Luis Hernández Aquino, ed. (San Juan: Instituto de Cultura Puertorriqueña): 214.

[8] Todas las citas directas del libro se incluirán entre paréntesis dentro del texto.

[9] Francisco del Valle Atiles (1889) El campesino puertorriqueño (Puerto Rico: Tipografía José González Font), obra premiada  en Ciencias Morales por el Ateneo Puertorriqueño en el certamen de 1886.

[10] George D. Flinter (1838) An Account of the Present State of the Island of Puerto Rico (London).

abril 29, 2023

Jíbaros, criollos, puertorriqueños: identidad y raza

La identidad y un antecedente ficcional

Para contrastar las certidumbres del positivista Salvador Brau Asencio en “Así somos nosotros” (1883) voy a elaborar un contrapunto remoto que ratifica la liquidez o historicidad de la identidad. Me refiero a un texto de Carlos de Sigüenza y Góngora (1645-1700), historiador y novelista de la Nueva España, quien aludió al San Juan Bautista del Puerto Rico de fines del siglo 17. En un sentido estricto, si se acepta el carácter moderno del discurso regional o nacional, aquel era un entorno pre identitario por lo que la concepción de yo colectivo debía elaborarse sobre la base de premisas distintas a las del siglo 19.

En Infortunios de Alonso Ramírez, publicada en 1690, el personaje afirma “mi patria (es) la ciudad de San Juan de Puerto Rico” (95). Alonso, el protagonista y voz narrativa indirecta de la narración de aventuras de tono picaresco, era un colono pobre con voluntad aventurera que, probablemente, poseía ancestros judíos. Había nacido en el Puerto Rico de San Juan Bautista que el Obispo Fray Damián López de Haro en una relación de 1644, había descrito como “muy pobre”, sin “una tienda donde poder enviar por nada” y donde los consumos básicos y “todo lo que es necesario para vestirse, viene por el mar, de Castilla o la Nueva España”.[1]  El marasmo era tal que la colonia todavía no se había recuperado de un innominado huracán ocurrido en 1642.[2] Aquel era un territorio del cual se justificaba emigrar a cualquier parte del mundo. Infortunios… narraba episodios que comenzaban hacía 1675.

La transcripción de Infortunios… que utilizo es la versión moderna de la Dra. Estelle Irizarry (1937-2017) publicada en 1990[3] con el respaldo de la Comisión Puertorriqueña para la Celebración de Quinto Centenario del Descubrimiento de América y Puerto Rico. Mi relación con esa edición oculta una historia que atesoro. En 1989 me encontré casualmente con Estelle en San Juan Antiguo mientras miraba al Atlántico que servía de fondo al castillo de San Felipe. El “tótem” no estaba allí, la Plaza del Quinto Centenario aún no había sido inaugurada. Aquel día conversamos largo rato. Ella llevaba consigo el manuscrito de aquel volumen para discutir su publicación como parte de los actos de recordación.

Estelle, un ser extraordinario, compartió sus hallazgos y especulaciones conmigo como si hubiésemos sido viejos colegas y amigos. La condición histórica o ficcional de Alonso, la posible coautoría del persona(je) de la autobiografía novelada y su ascendencia judía eran los temas más candentes del diálogo. En 1990 el libro fue difundido, recibí un ejemplar en Hormigueros y no volví a conversar con la editora por años. El 6 de febrero de 2009, recuerdo la fecha porque ella la anotó en su dedicatoria en la hoja de bitácora, me la encontré en una actividad en la Universidad del Sagrado Corazón. Le traje a la memoria aquella conversación y volvimos sobre el tema con el mismo entusiasmo que en 1989.

El otro asunto que apasionaba a Estelle en 1989 era la condición nacional de Alonso y la conciencia que tuviese de ella. Su esfuerzo por puertorriqueñizar al personaje era intenso, actitud que debería comprenderse en el contexto de dos condiciones. La primera tenía cimientos en el pasado. Me refiero a la estrecha relación de dependencia que tuvo San Juan Bautista con la Nueva España durante tres siglos. La segunda tenía cimientos en el presente inmediato en el cual se emitía. La conmemoración de quinto centenario del encuentro de 1492 realizó un esfuerzo enorme por re hispanizar la cultura puertorriqueña y monetizar la relación de la identidad nacional con la hispanidad con la tesitura de una innovadora post hispanofilia mercadeable.

El capítulo primero de la novela,  “Motivos que tuvo para salir de su patria: Ocupaciones y viajes que hizo por la Nueva España: su asistencia en México hasta pasar a Filipinas” contiene dos detalles interesantes. El primero es una defensa del acto de narrar sobre la base de que ese ejercicio entretiene y moraliza (95); y el segundo es el uso del concepto  “patria” (95) para nominar su lugar origen. En la presentación se expone la impresión del personaje sobre su “patria”, su vinculación con la Nueva España y las razones para su huida de aquella en 1675 sin haber cumplido los 13 años (96), es decir siendo niño aún. Fíjese el lector que la “patria” es la ciudad de San Juan de Puerto Rico, llamada “Borriquen (sic) en la antigüedad” (95-96). Aquella era la tierra de su “padres”, sin duda, con el sentido pre moderno que se señaló en otra parte de esta reflexión. La razón para su salida fue la pobreza y el hambre (97).

El discurso no desdice al de López de Haro sino que lo reafirma: todo sugiere que la colonia era improductiva producto de la mala administración española. La alabanza de los pobladores por su “pundonor y fidelidad” (96) es un lugar común que se ha reiterado a lo largo de los siglos incluso en el citado texto de Brau Asencio. El hecho de que Ramírez se identificara como “español” en todo el resto del texto me parece significativo. También lo es que, una vez fuera del territorio, la novo hispanidad o mexicanidad de la narración, atribuible a Sigüenza y Góngora,  se confirmara. Un modelo de ello es el cálido elogio a Ciudad de México, hecho que contrasta con la parquedad de las observaciones sobre La Habana, Puebla e incluso Puerto Rico. El capítulo cierra con la salida, contra su voluntad y casi como castigo, hacia las Filipinas en 1682.

Los capítulos 2 “Sale de Acapulco para Filipinas…” y 3 “Pónense en compendio los robos y crueldades que cometieron estos piratas…”, relatan las aventuras de Alonso en el Pacífico e introducen el tema del espíritu anti sajón de los españoles (105, 107 ss.). La hispana es una cultura nacional que se forjó ante dos poderosos adversarios: Inglaterra durante los siglos 17 y 18, poder que penetró su imperio desde fines del siglo 16 con la bandera del Mare Liberum; y Francia a principios del siglo 19 que destruyó de forma temporera el poder de los borbones en 1808 por primera vez desde 1713 tras la invasión napoleónica.

La narración confirma que Alonso pensaba y sentía como un español e incluso se distinguía del sajón por sus afinidades con el catolicismo (128). La codificación de los ingleses como “piratas” (107, 119 entre otras)  y “herejes” (121), así como la documentación del maltrato sádico que sufrió en sus manos durante el cautiverio es muy valiosa a la hora de enjuiciar “la identidad de Ramírez”. El aventurero no vacilaba en afirmar su hispanidad. “Sabiendo de mí ser español” (128), dice cuando se topa con algunos franceses de vuelta ya en el Caribe. De hecho, a pesar de la desconfianza en todo aquel que no fuese español su opinión sobre los franceses, por católicos, era más llevadera que la que tenía de los ingleses (129).

Fuera de una mención casual de San Juan de Puerto Rico, la percepción de aquella localidad como “patria” se ha disuelto.  Un último detalle. En su viaje por las Antillas la nave de Ramírez evade San Juan de Puerto Rico a pesar de que lógicamente tenía que bojearlo para transitar hacia La Española y Jamaica. Las razones para ello no están claras pero no son difíciles de imaginar: no deseaba regresar. Ser de Puerto Rico y ser puertorriqueño son asuntos semánticamente distintos.

Criollos en el siglo 18: la imaginación social de Abad y Lasierra

¿Y qué papel le adjudicaban los insulares, criollos o puertorriqueños a la cuestión racial? ¿Cuánto debía el imaginario racial a la hispanidad que se cultivaba con tanto respeto? El tema de la raza y el color de piel poseía un pasado problemático inseparable del de la identidad. Agustín Iñigo Abbad y Lasierra, uno de los primeros en reconocer la existencia de un discurso diferenciador entre los insulares secos o de la banda de acá, y los peninsulares mojados o de la banda de allá, no dejó lugar a dudas al respecto. El fraile benedictino, considerado modelo del historiador regional por la intelectualidad criolla o puertorriqueña durante la segunda parte del siglo 19[4], nada tenía que perder con sus comentarios. Después de todo era peninsular por lo que sus observaciones sobre la identidad emergente y las tonalidades de la piel en Puerto Rico poseen un valor particular. La relación entre ambas esferas no se discutía de manera directa pero su argumentación dejaba abiertas varias puertas.

En su volumen de 1788, sin confesarse con los criollos blancos,  incluía bajo aquel concepto a los negros y mulatos descendientes de bozales africanos. Criollo era un código inclusivo que definía a quien nacía en este suelo y tenía a Puerto Rico por “patria” como en el caso de Alonso. El rechazo universal del español al criollo blanco poseía otro rostro ominoso relacionado con las tensas relaciones interraciales dentro de la emergente puertorriqueñidad. Todo sugiere que, para los criollos puertorriqueños blancos, los pardos, como se denominaba a los no blancos desde fines del siglo 18, no merecían el título de criollos. Abbad decía que para quien no era negro o mulato (pardo) en Puerto Rico: “no ha(bía) cosa mas afrentosa en esta Isla que el ser negro, ó descendiente de ellos”[5]. Una “afrenta” no es otra cosa que una vergüenza o deshonor como la que se siente tras haber cometido una falta o delito. Ser negro o mulato era equivalente a un error o una carencia en este caso de honra, dignidad o decoro. 

La presunción racista de los insulares criollos se reafirmaba con actos. El insulto de los blancos y “su vara de tiranos”  era la nota dominante ante los negros y mulatos y, aunque ciertas excepciones había que los trataban con “sobrada estimación y cariño” (270), ello no impedía que otros blancos los vejaran y maltrataran. Esto sugiere que la batalla por la validación de la condición criolla y la emergente puertorriqueñidad estuvo llena de crueldades, violencia y exclusiones. En ese aspecto, valga la ironía, el insular, criollo o puertorriqueño blanco debía mucho a las glorias de la hispanidad católica racista.

La actitud discriminatoria no dejaba de ser paradójica. La llevada y traída “escasez de indios” de la que se quejaban los colonos desde 1510 y la exigua inmigración blanca a la isla, producto de la pobreza y las pocas posibilidades de crecimiento económico en un mercado que la relegó hasta el siglo 19, no dejaban dudas respecto a que la mayor parte de los insulares debían ser negros o descendientes de aquellos. La criollidad y la puertorriqueñidad, bases de la identidad moderna, se derivaban del rechazo y la invalidación de los grupos subalternos sobre la base de cuya explotación aquellos habían construido su poder. Lo cierto es que el punzante rechazo al “otro” por su color de piel debería ser considerado uno de los componentes de la emergente identidad regional, nacional o puertorriqueña.

Los historiadores del siglo 20, tradicionales y nuevos, acabaron por afirmar que modernizar a Puerto Rico, es decir, el escenario apropiado para una identidad nacional, tuvo un componente social y un componente racial básicos. El primero fue la transformación de los hateros libertarios, agrestes y adictos a la ilegalidad, en agricultores sumisos y fieles bajo el control de la legalidad, los comerciantes y los prestamistas.  El otro fue el supuesto “blanqueamiento” de la sociedad y de la producción cultural y la imaginación del “qué somos nosotros” claro está, como sucedáneo de la inmigración de gente blanca con capital entre 1815 y 1845 y de la inserción de la economía colonial en el mercado internacional. El crecimiento de las relaciones con Estados Unidos por medio del mercado azucarero no debe ser pasado por alto.

El ambiguo “blanqueamiento” no fue cuantitativo sino cualitativo. Las elites blancas hispanas, extranjeras y puertorriqueñas crecieron, se visibilizaron y politizaron con voluntad hegemónica, vacilando entre el liberalismo y el conservadurismo líquido propio de los criollos y sus aspiraciones a la igualdad con España. La premisa básica de aquellos era “todo por España y con España”. Separarse para la independencia o la anexión a otro país como Gran Colombia o estado Unidos, no era propio de criollos o puertorriqueños, argumento que se sigue utilizando en el presente como un fetiche para defender causas análogas.  Pero a pesar de la inmigración blanca las poblaciones negras y mulatas (pardas) consideradas inferiores, siempre fueron significativas en el país. Todavía recuerdo con extrañeza una valoración de Puerto Rico que se repetía entre historiadores tradicionales de principios de los 1980: “Puerto Rico es la más blanca de la Antillas”. Yo recordaba a las gentes de mi barrio y de la bajura de Hormigueros y el asunto me causaba extrañeza.

Claro que aquellas opiniones de Abbad y Lasierra sobre el racismo de criollos y puertorriqueños eran difíciles de sostener públicamente a mediados del siglo 19 tanto o más como lo son hoy en el siglo 21. Los liberales reformistas, separatistas independentistas y anexionistas de tendencia abolicionista que penetraron la opinión en España y Puerto Rico durante la década de 1860, si aspiraban a la credibilidad, debían ser cuidadosos a la hora de referirse a los negros y mulatos, esclavos o libres, y a los pardos en general. Los argumentos éticos, jurídicos, políticos y económicos, tan bien resumidos en el abortado proyecto de abolición de Segundo Ruiz Belvis, José Julián Acosta y Calbo y Francisco Mariano Quiñones en 1867, no ofrecían ninguna pista concreta sobre el problema del racismo.[6] Sólo elaboraban el problema de la institución de la esclavitud y sus choques con los fundamentos del mercado libre, el derecho liberal y la ética en general.

Los jíbaros españoles a fines del siglo 19: la imaginación liberal reformista

Una forma de enfrentar el espinoso dilema de la raza por los criollos y puertorriqueños de tendencias liberales fue suavizar el conflicto por medio del humor reflexivo o la comicidad evasiva. Ejemplo de ello es un texto periodístico de 1876 titulado “Jíbaro, una definición” firmado por “Un Jíbaro”. He tomado el mismo de la recopilación de José Pablo Morales (1828-1882), periodista liberal reformista y autonomista moderado de Toa Alta, titulada Misceláneas históricas publicada en San Juan en 1924.[7] El tema del jíbaro había estado allí desde mediados del siglo 19. La lectura de El Gíbaro de Manuel Alonso Pacheco publicado en 1849, traduce bien la voluntad de las elites de ilustrar y modernizar a ese sector social censurando algunas costumbres, tales como la lidia de gallos, que el “Gíbaro de Caguas” consideraba pocos edificantes[8].

El artículo de Morales es una demostración de la forma en que se discutió la cuestión jíbara en la última parte del siglo 19 en Puerto Rico. Partiendo de la octava edición del Diccionario de la Real Academia (1846), el autor establecía en tono joco-serio el hecho de que el vocabulario indo-antillano de la era de la colonización y conquista era incomprendido por los lingüistas europeos. El ejemplo de las palabras jíbaro y totumo, le servían para documentar el hecho. La definición oficial de jíbaro, que es la que me interesa, concordaba con la de John Layfield en el testimonio de 1598 publicado en 1625: “Se dice (…) de los animales domésticos que se hacen montaraces y particularmente de los perros. En sentido figurado agreste, grosero”.

Morales, molesto con la definición, alegaba con sorna sexista que si los autores del disparate “hubieran visto esta jibarita de talle gentil, ojos negros y pelo de ala de cuervo, leída y escribida, de seguro que confesarían, si vivos estuviesen, que jíbaro en Puerto Rico no quiere decir agreste ni montaraz.” En el artículo responsabilizaba al adicionador o editor Vicente Salvá (1786-1849) y a su asesor el venezolano Domingo M. del Monte y Aponte (1804-1853) por el desatino. La definición de jíbaro, por cierto, cambió el tono en la edición de 1884: “Campesino, silvestre. Dícese de las personas, los animales, las costumbres, las prendas de vestir y de algunas otras cosas”.

La definición alternativa del jíbaro propuesta por Morales se elabora mediante un procedimiento basado en la tesis del origen trinitario de la que somos, perspectiva que Brau Asencio también compartía y uno de los prejuicios intelectuales más permanentes que conozco. El “glorioso descubrimiento” de 1492, según le llama, había posibilitado la integración de tres razas presumidas puras: la blanca, la india y la negra. La negación de la heterogeneidad y complejidad de cada uno de esos conjuntos ha sido común a lo largo del tiempo.

De aquella mixtura salieron unas 16 castas “inferiores a las razas primitivas”: el mestizaje era interpretado como una desventaja biocultural.  La diversidad, sin embargo, no había desembocado en el apartheid o segregación voluntaria ni en la endogamia sino todo lo contrario. Morales suavizaba las relaciones interraciales, en efecto tensas, a fin de que el colectivo imaginado concordara con el perfil de la “gran familia puertorriqueña” que los criollos de ideas liberales cultivaban para fines políticos, económicos y sociales concretos.

La clasificación, que el autor achacaba al lenguaje de las Leyes de Indias, no deja ser una curiosidad por lo que la reproduzco en su totalidad:

  • Español con india, sale mestizo.
  • Mestizo con española, sale castizo.
  • Castizo con española, sale español.
  • Español con negro, sale mulato.
  • Mulato con española, sale morisco.
  • Morisco con española, sale salta-atrás.
  • Salta-atrás con india, sale chino.
  • Chino con mulata, sale lobo.
  • Lobo con mulata sale jíbaro.
  • Jíbaro con india, sale albarrazado.
  • Albarrazado con negra, sale cambujo.
  • Cambujo con india, sale sambaigo.
  • Sambaigo con mulata, sale calpan-mulato.
  • Calpan-mulato con sambaigo, sale tente en el aire.
  • Tente en el aire con mulata, sale no te entiendo.
  • No te entiendo con india, sale ahí estás.

Su matemática racial le conducía a elaborar una fórmula cultural joco-seria para comprender cuantitativamente al jíbaro y, a la vez, criticar el lenguaje de los españoles respecto al asunto. Aunque la lógica de Morales lo define como distante de la pureza racial ideal, le salva y le acepta. Dado que  “el jíbaro tendría 31/64 de español, 25/64 de africano y 8/64 de indio”, representaba la síntesis más lograda de cuatro siglos de relación colonial con España.

El juicio moral y social del jíbaro es por demás interesante. Ese es el “principal núcleo de la población de nuestros campos”. Lo más importante del documento es su conclusión de que “hoy los jíbaros somos españoles enteros y completos por deber, por derecho, por conveniencia y por afección: ciudadanos españoles por todos cuatro costados, a pesar de los matices de este u otro color físico o político”. La condición criolla del pardo que imponía Abbad y Lasierra a pesar del reconocido racismo de los insulares blancos, se había consagrado en la retórica de Morales.

Recuerden que escribe en 1876. Los logros de la Revolución Gloriosa de 1868 y de la República de 1873 a 1874 estaban muy vivos en la memoria de los intelectuales puertorriqueños liberales de aquel momento. El jíbaro ya no se proyectaba como un potencial rebelde según lo imaginó el lenguaje de la Insurrección de Lares de 1868, sino como un buen español acorde con el mito de la siempre fiel isla de Puerto Rico. Ahora habría que preguntarse ¿dónde quedó ese discurso tras la invasión de 1898? ¿Cómo interpretaron los observadores estadounidenses el fenómeno del puertorriqueño y el jíbaro? Esa será materia de otra reflexión.

Publicada originalmente en Claridad-En Rojo el 23 de enero de 23 de enro de 2023


[1] Mario R. Cancel Sepúlveda, notas (24 de junio de 2009) “Documento y comentario: Carta de Fray Damián López de Haro, a Juan Diez de la Calle…(1644)” en Puerto Rico su transformación en el tiempo. URL: http://historiapr.wordpress.com/2009/06/24/documento-y-comentario-damian-lopez-de-haro/

[2] Sobre este y otro huracán de 1615 refiero a Pío Medrano Herrero (2002) “Angustia, destrucción, pobreza y muerte: los huracanes de 1615 y 1642 en Puerto Rico” en Focus 7.1: 19-32.

[3] Estelle, nacida en Patterson, New Jersey, fue Profesora Emérita de literatura hispánica en la Universidad de Georgetown, autora de numerosos libros sobre la textualidad colonial y la literatura hispanoamericana y una adelantada en la aplicación de las tecnologías y la computación al estudio de la literatura. La obra a que me refiero es Estelle Irizarry, ed. (1990) Carlos Sigüenza y Góngora, Infortunios de Alonso Ramírez (San Juan: Comisión Puertorriqueña para la Celebración del Quinto Centenario del Descubrimiento de América y Puerto Rico). La citas de la novela aparecerán dentro del texto entre paréntesis.

[4] Manuel Elzaburu Vizcarrondo (1971) “Una relación de la historia con la literatura” en Prosas, poemas y conferencias. Luis Hernández Aquino, ed. (San Juan: Instituto de Cultura Puertorriqueña):

[5] Abbad y Lasierra (1788) Historia geográfica, civil y política de la Isla de S. Juan Bautista de Puerto Rico. Madrid: Imprenta de Antonio de Espinosa p. 269

[6] Refiero al lector a Segundo Ruiz Belvis, José Julián Acosta y Calbo y Francisco Mariano Quiñones (1867) “Capítulo VII” en Proyecto para la abolición de la esclavitud (Madrid: Establecimiento Tipográfico de B. Vicente).URL:  https://documentaliablog.files.wordpress.com/2016/05/ruiz-belvis-segundo-proyecto-de-abolicic3b3n-1867.pdf

[7] José Pablo Morales (1924) Misceláneas históricas (San Juan: Tipografía de «La Correspondencia de Puerto Rico») . Versión digital en Mario R. Cancel Sepúlveda, notas (27 de febrero de 2010) “José Pablo Morales. Documento y comentario: jíbaro, una definición» en Puerto Rico su transformación en el tiempo. URL: https://historiapr.wordpress.com/2010/02/27/jibaro-una-definicion/

[8] Manuel A. Pacheco (1848) El Gíbaro (Barcelona: D. Juan Oliveras, Impresor de S.M.): 87.

diciembre 4, 2022

COLOQUEO – El Caribe en la Guerra de Independencia de los Estados Unidos

Un diálogo en torno al volumen del Dr. José E. Muratti Toro, «El Caribe en la Guerra de Independencia de los Estados Unidos» (San Juan: 360 Grados) con el Dr. Jorge Rodríguez Beruff y el Prof. Mario R. Cancel-Sepúlveda.

Coloqueo es un proyecto producido y moderado por el Dr. Pablo L. Crespo Vargas con el apoyo del Instituto de Cultura Puertorriqueña

Para ver la actividad pulse aquí: https://www.youtube.com/watch?v=WDqPrLgwqgQ

El estado de la historiografía puertorriqueña: un diálogo

Comparto el diálogo del 16 de noviembre de 2021 auspiciado por la Biblioteca Jesús T. Piñero de la Universidad Ana G. Méndez en torno a estado actual de la historiografía puertorriqueña la reflexión histórica y sus perspectivas futuras.

Una rica conversación con los/las colegas la Dra. Mayra Rosario Urrutia, el Dr. Josué Caamaño-Dones y la Dra. Cristina Maldonado Caro. Al Dr. Javier Aleman Iglesias mi agradecimiento por la invitación.

Para ver la actividad pulse aquí: https://fb.watch/aDNT1YKeBM/

 

octubre 25, 2022

De Laberintos, Centro Vacilantes y Objetos Esquivos: Un Comentario sobre El Laberinto de los Indóciles

  • José Anazagasty Rodríguez

El Laberinto de los Indóciles es el fruto de un metódico y minucioso análisis de muchos años. Este manifiesta, con gran éxito, el tremendo compromiso y dedicación de Mario R. Cancel con el estudio de lo que él describe como un esquivo objeto de estudio: la historiografía puertorriqueña del siglo 19. No podíamos esperar menos de un historiador de la altura de Cancel, a quien Gary Gutiérrez llamó recientemente el “maestro Cancel”.  Y qué mucho hemos aprendido del historiador-maestro, en este caso mucho acerca de la historiografía, la historia, la política y las identidades colectivas puertorriqueñas del siglo 19.

El libro expone que los integristas y los separatistas, y las historiografías que inspiraron, pretendían liberar a Puerto Rico de un orden que pensaban retrógrado para encaminarlo hacia el progreso. Por esto concluye que estos compartían las metas, pero diferían en la selección de los medios o tácticas para realizarlas. Divergían, por supuesto, en cuanto a su posicionamiento en relación con España, con los reformistas y los autonomistas en el campo integrista, y los independentistas y anexionistas en el campo separatista. Estos grupos, aparte de sus diferencias sobre si querían separarse o integrarse a España, discrepaban también respecto al papel de la violencia en el proceso de liberación. Sólo los separatistas estaban dispuestos a la violencia revolucionaria. También diferían en su articulación de la identidad puertorriqueña. Estas posturas político-ideológicas eran, a pesar de sus convergencias, posiciones enfrentadas.

El integrismo ganó la contienda. Cancel revela en su nuevo libro el dominio de la historiografía y proyecto político integrista, cuyas corrientes—asimilismo, especialismo, y autonomismos moderados y radicales—mantenían posiciones teóricas y políticas similares. Estos eran integristas pro-españoles que pretendían con sus discursos y relatos disminuir las tensiones que producía una relación política y cultural que valoraban mucho, pero cuya fragilidad admitían. Este consenso estaba, por supuesto, presente en la historia regional del siglo 19, pues como explica el autor, los integristas, en todas sus variantes, y quienes trazaron la “historia regional,” coincidían en ver la relación con España como una garantía para la modernización de la colonia. Se trata del predominio y hegemonía de eso que Cancel llama el “centro vacilante”.

En efecto, los integristas fueron relativamente efectivos en su desplazamiento de “los proyectos políticos e ideológicos derrotados,” los de los separatistas anexionistas o independentistas. El carácter hegemónico de la historia y política integrista no se debe únicamente a su condena efectiva del separatismo, sino además a su fijación y afianzamiento de la integración misma como fin político, no importa a que cuerpo político, fuese a España, la Confederación Antillana o más tarde a los Estados Unidos. Incluso algunas corrientes separatistas anhelaban tras la separación de España integrarse a otras comunidades, como a Estados Unidos después de 1898, por ejemplo. El integrismo dominó la cultura política del siglo 19, aunque en contienda con el separatismo.

El Laberinto de los Indóciles es una extraordinaria y relevante reflexión de la cultura política del siglo 19, particularmente de la expresada en la escritura histórica de entonces, expresiones que, entre el consentimiento y la resistencia, debatieron el frágil e irresoluto concepto de la identidad puertorriqueña. Pero si esta es una aportación importantísima del libro también lo es su método, técnica o modo de investigar el elusivo objeto de estudio.

El texto de Cancel, un análisis textual y discursivo profundo, implicó el análisis de las fuentes usadas por los historiadores del siglo 19, su marco de referencia, lo que le permitió identificar las bases intelectuales de su legitimación ideológica. El registro de esas fuentes, de las autoridades intelectuales a las que estos apelaron, es una valiosa aportación de El Laberinto de los Indóciles. Entre estas fuentes está Historia geográfica, civil y natural de la isla de San Juan Bautista de Puerto Rico del fray Agustín Íñigo Abbad y Lasierra, si se quiere un texto fundacional de la historia regional puertorriqueña. Cancel le dedica varias páginas a la relación entre ese texto y la historia regional puertorriqueña.

Cancel también revela la relación entre las justificaciones ideológicas de los historiadores del siglo 19 y su trasfondo social. El propósito de esto último era conocer desde cual posición social en la nación imaginada o anhelada, puertorriqueña o española, hablaban. Otro propósito era conocer qué aspectos de la identidad nacional o comunidad imaginada sirvieron de fundamento para sus planteamientos políticos y narraciones históricas. Esto le permitió además a Cancel examinar sus pericias ideológicas y discursivas y sus estrategias retóricas, así como su manipulación de la memoria y la historia, en nombre de sus respectivos proyectos políticos y sociales. Es precisamente la identificación de esas pericias, estrategias y manipulaciones uno de los grandes logros de El Laberinto de los Indóciles.

Cancel establece y comprueba los matices y gradaciones del integrismo y del separatismo en el Puerto Rico del siglo 19, vinculados, pero no iguales, a las modalidades y gamas políticas de hoy. También ubica esos matices en un continuo desde el asimilismo y las propuestas de integración, como el especialísmo y los autonomismos moderados y radicales, hasta a los distintos separatismos independentistas, anexionistas y confederacionistas.  El reconocimiento de esa diversidad contrarresta la tendencia a homogenizar y comprimir las corrientes políticas del país, a ocultar sus deviaciones y heterogeneidad interna.

Además, el autor se aproxima a la historia e historiografía del siglo 19 desde los extremos de ese continuo político-ideológico, disolviendo el centro, contrarrestando la tendencia dominante a narrar la historia puertorriqueña desde el “centro vacilante.” Para este, como ya indiqué, el relato histórico, tanto en el campo de la historia oficial como en el de la académica, ha sido acoplado y narrado desde ese centro inestable. Desde ese centro irresoluto los extremos han sido construidos como parciales y subjetivos, y por esto marginalizados y despachados. Pero la mirada de Cancel, desde los bordes de la historiografía y del centro político contribuye a la disolución de esa médula, a la descentralización de la historiografía integrista. Ubicarse en los extremos le permite al autor dilucidar las vacilaciones, ambigüedades, omisiones y contradicciones del centro y articular un relato alternativo y contestario respecto al centro, sin que esto implique obviar las indecisiones, rodeos, contradicciones y mutismos de los extremos derrotados.

El método de Cancel también indaga las ideologías y discursos historiográficos y políticos en términos de identidades relacionales. El autor demuestra que la historia regional, y con esta sus ideologías políticas, fueron articuladas en términos de identidades puertorriqueñas definidas en relación con España, de la relación imaginada y anhelada con la metrópolis. Así demuestra que la historia regional diferenciaba a los puertorriqueños de los españoles a la vez que recurría a equivalencias entre ambos grupos. El reclamo de una hispanidad compartida, típico de los integristas, implicaba una paridad con los españoles, cierta simetría política y cultural entre los españoles y los puertorriqueños, estos últimos imaginados como parte de la comunidad española. Los separatistas, por su parte, afirmaron las diferencias para justificar la separación, aunque algunos independentistas y nacionalistas del siglo 20 afirmarían las equivalencias culturales con España.  Los asimilistas afirmaban la equivalencia entre las identidades. Así, estas y las otras corrientes políticas examinadas por Cancel, incluyendo a los anexionistas, involucraron juicios de equivalencia y diferenciación al justificar sus proyectos.

La aproximación de Cancel es además comparativa en tanto que contrasta las corrientes historiográficas y políticas develando sus convergencias y divergencias. Por ejemplo, podemos encontrar consensos teóricos y políticos entre los diversos integrismos, manifiestos en la historia regional del siglo 19. Estos convenían en la necesidad de la modernización en el marco de la relación con España, definiendo esa unión como un resguardo necesario para el progreso de la colonia. Estos inclusive profesaban que Puerto Rico había avanzado como consecuencia de las políticas del reformismo ilustrado del siglo 18. Y todos concordaban en el protagonismo que le achacaron a la industria azucarera. Por otro lado, Cancel señala convergencias entre todas las corrientes políticas. Los liberales reformistas, los autonomistas, los separatistas independentistas y los anexionistas aspiraban todos a liberar a Puerto Rico de un orden anticuado para encaminarlo hacia el progreso. Coincidan asimismo en muchos de sus fundamentos filosóficos y compartían sus intereses de clase. Pero, también divergían en otros asuntos. Discrepaban, como mencioné antes, con respecto a la identidad colectiva y con relación a las tácticas políticas.  Sus relatos históricos reflejan además diferentes interpretaciones de eventos y procesos históricos, como el Grito de Lares. Cancel le dedica varias secciones de su libro a las distintas interpretaciones de ese evento.

El análisis del autor también subraya la inconsistencia de los discursos historiográficos, develando sus fisuras y contradicciones.  Por ejemplo, la presencia histórica de Sotero Figueroa, que ofreció, nos dice el autor, lo más cercano a una historiografía separatista, encierra una contradicción: que fuese un autonomista radical el que esparciera la semilla de la historiografía del separatismo independentista. Cancel también apunta a lo contradictorio de la pasividad de los liberales reformistas y autonomistas, quienes toleraron, a pesar de sus reclamos de libertad, la severidad de una relación desigual y autoritaria con España porque confiaban en mejorarla sobre la base de su culto a la hispanidad. Como nos demuestra, era asimismo paradójico o contradictorio que Salvador Brau Asencio recurriera a la racionalidad de la sociología positivista para evaluar la Hispanidad, pero que apelara a economías morales, ciertamente subjetivas, para describir a los puertorriqueños.

Cancel nos provee además una interpretación o lectura sintomática de las fuentes examinadas. Señala sus silencios, omisiones y ocultaciones. Su intención, la que logró, era elaborar un registro de esos silencios para examinar las intenciones y estrategias retóricas de los historiadores del siglo 19. Cancel notó, por ejemplo, el curioso silencio de Betances con respecto a varias protestas de la sociedad civil y acerca de las injusticias sufridas por los trabajadores, producto de una formación colonial que este pretendía erradicar. El historiador también encontró omisiones reveladoras en la obra de Salvador Brau Asencio, quien pasó por alto la esclavitud y el trabajo forzado, así como la desigualdad que emanó de las condiciones vinculadas al momento posterior a la Real Cédula de Gracias de 1815.  Cancel también notó que este obvió mencionar que el reclamo de abolición firmado por Segundo Ruiz Belvis, José Julián Acosta Calbo y Francisco Mariano Quiñones había sido la antesala de la insurrección de Lares.

Esos silencios apuntan, en efecto, a la retórica o la persuasión, y más aún hacia las cualidades ideológicas de la escritura histórica del siglo 19. El autor de un relato histórico, por ejemplo, y al que Cancel le reconoce cierto “espacio de autonomía”, escoge como representar una condición ideológica desde cierta perspectiva en un contexto histórico-social específico, entrelazando compromisos, interpretaciones y su imaginación. Esto es lo que Dominick LaCapra, inspirado en Martin Heidegger llamó, los aspectos “worklike” de un texto, una labor que, aunque reproduce ideologías y discursos también introduce variaciones, alteraciones, y transformaciones de estas, lo que muchas veces requiere silencios y omisiones. Se trata de cierta poiesis, lo que César A. Salgado, basado en Severo Sarduy, describe como la “capacidad creadora para imaginar, forjar y formar otros mundos.” Hacer historia es, al final, y como dirían los críticos marxistas, un modo de producción. La representación de la condición ideológica es entonces un producto relativamente singular. Estas variaciones también responden al hecho de que como afirmaba Pierre Macherey es imposible para un relato cualquiera reproducir la totalidad de una ideología; solo una aprensión parcial de esta es posible. La representación de la ideología en un texto es siempre inacabada, imperfecta, es decir, una variación. Los silencios, decía este crítico literario, muchas veces parten de allí, de la aprensión y producción parcial de la ideología. Se trata de la articulación insuficiente de lo que es una relación imaginaria con la ideología y con la historia, y que puede ser incluso contradictoria, a lo que apuntaba no solo Macherey sino además Louis Althusser, Terry Eagleton y Frederic Jameson. Cancel apunta precisamente a la importancia de advertir y evaluar esos silencios, omisiones y contradicciones en la escritura histórica del siglo 19.

La aproximación de Cancel a las diversas fuentes que examinó presupone la porosidad de los textos respecto a su con-texto. Esto le permite dos cosas: no perder de vista las relaciones dinámicas entre la cultura material y la inmaterial y visibilizar la relación, también dinámica, entre las normas y convenciones que rigen la elaboración de los textos, discursos e ideologías, muchas institucionales, y la agencia o autonomía del sujeto. Esas relaciones facilitan, pero igualmente regulan la producción y reproducción de textos, o lo que se expresa o no en estos. Esto, por supuesto, nos ayuda también a indagar los mencionados silencios y omisiones. Por otro lado, la ubicación social de los narradores, como su posición de clase, vinculada a cierto habitus, como diría Pierre Bourdieu, y su identificación como criollos, influenció sus relatos históricos. Los casos discutidos por Cancel, incluyendo los de Betances y Brau, son ilustrativos de esa relación.

Finalmente, el método de Cancel es reflexivo, lo que es ciertamente refrescante. Reconoce que esos sujetos relativamente autónomos, incluyendo a los historiadores, y entre estos él mismo se incluye, también oscilan, dependiendo de las circunstancias contextuales, entre la racionalidad y objetivación de un fenómeno y la irracionalidad y la subjetividad.  Esto requiere que el investigador, el historiador en nuestro caso, se monitoree a sí mismo y admita no sólo sus sesgos sino además la singularidad del lugar desde el que habla o escribe. Al historiador esto le requiere, entre otras cosas, la dificilísima tarea de no confundir el presente y el pasado. Cancel, por ejemplo, evita presuponer que las aspiraciones de los movimientos a favor de la independencia o la anexión en el siglo 19 sean iguales a los del siglo 20 o los del siglo 21.

El método propuesto por Cancel constituye a su vez la base metodológica de su propuesta para una nueva historia política, otra contribución importante de su nuevo libro. Se trata de una historia cultural de la política. Con esta nueva historia política-cultural Cancel continúa, pero renueva y extiende, desde una perspectiva mucho más crítica, y desde la historia cultural, la historia política propuesta por Fernando Picó y que respondía a su vez a las propuestas para la historia política puertorriqueña de Gervasio García. En efecto, la historia cultural de la política propuesta por Cancel precisa los compromisos con la modernidad de las corrientes políticas del país, a lo que exhortó Picó, anhelos de modernidad presentes en las corrientes historiográficas del siglo 19, como bien demuestra Cancel, y que eran parte de su cultura política.

Aunque Cancel no lo propone así, me parece, que este también ha echado las bases no únicamente de una historia cultural de la política sino además de una historia cultural de la intelectualidad, una renovada historia intelectual puertorriqueña, una que escapa el culto a las personalidades de la tradicional historia política e intelectual.  El libro de Cancel es de muchas formas una historia de las ideas liberales y del pensamiento político y social moderno en Puerto Rico. Y es ciertamente una historia cultural-intelectual de la historiografía puertorriqueña del siglo 19.

En fin, El Laberinto de los Indóciles es otro excelente libro de Cancel, un estupendo y excepcional mapa del laberinto historiográfico y político del siglo 19, una elusiva y confusa maraña afortunadamente desentrañada por Cancel. Pero ese laberinto es uno de los muchos laberintos alojados dentro de ese aún más amplio, enmarañado e inconstante laberinto de nuestra historia. Esos otros laberintos contienen sus propias historias políticas, culturales e intelectuales que aún tenemos que comprender. Aceptemos la exhortación de Cancel y examinemos la historia de sus culturas políticas e intelectuales.

Publicado originalmente en 80 Grados-Cultura-Historia

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