Puerto Rico entre siglos: Historiografía y cultura

mayo 17, 2023

Otros Betances: pensar e imaginar una figura

  • Mario R. Cancel Sepúlveda
  • Catedrático de Historia

La representación de Ramón E. Betances Alacán (1827-1898) en la historiografía y la discusión cultural puertorriqueña siempre ha sido incómoda. Los Betances imaginados confligen. Una versión, la de las autoridades políticas y culturales hispanas y los liberales autonomistas antes y en el contexto de la guerra del 1898, lo censuró como un enemigo. En efecto lo era. Otra versión, formulada por las autoridades políticas, culturales y mediáticas estadounidenses y sus intermediarios en Puerto Rico durante y después del conflicto entre España y Estados Unidos, lo rescató como un aliado tácito de la desespañolización y americanización de la cultura del país. La postura era discutible. Aquellas representaciones fueron fragmentarias y se articularon con propósitos utilitarios en el marco de luchas concretas.

En el tejido del cambio del siglo 19 al 20, ciertas explicaciones enfatizaron en su republicanismo radical, otras en su abolicionismo filantrópico y solidario y algunas en su separatismo confederacionista persistente. Todas aquellas interpretaciones canónicas aludidas tenían los días contados. Una vez rota la relación con una monarquía, abolida la esclavitud y convertida en una figura retórica del pasado y diluido el discurso del antillanismo confederado al interior del antillanismo hispanófilo de José de Diego Martínez (1866-1918), aquellas figuras retóricas ya no le decían mucho a la gente común. Ese divorcio entre los conceptos y sus contenidos concretos, común al paso del tiempo, no hicieron más que ahondarse a lo largo del siglo 20 y 21.

Betances había sido todo eso y mucho más. Por eso fue una posesión compartida por los muchos herederos de separatismo independentista, confederacionista y anexionista que sobrevivieron el 1898 y elaboraron sus peculiares ajustes a la nueva situación en tierras de Cuba, Puerto Rico y Estados Unidos, entre otras. Tanto lo recordaba con afecto y respeto la amiga de la independencia residente en Cuba Lola Rodríguez de Astudillo (1843-1924), como el estadoísta convencido Roberto H. Todd Wells  (1862-1955) alcalde republicano de San Juan y su principal comentarista y archivista. El futuro de aquella ambigua situación tampoco duraría para siempre una vez el sentido de lo que había sido el separatismo decimonónico,  un intento de frente amplio antiespañol entre independentistas y anexionistas con fines modernizadores,  se diluyera durante los primero años del siglo 20.

Lo que quedaba fuera del radar de aquellas interpretaciones canónicas era mucho. Betances el polímata extraordinario no fue construido con precisión. Con aquellos elementos fragmentarios, el estado, el discurso cultural y el independentismo estaban conformes. El costo de su reducción a fórmulas fue significativo. Superar la simplificación y el emborronamiento era un asunto propio de intelectuales y las luchas políticas poseían otras prioridades. La representación excluía al poeta y el narrador, al traductor del latín y del francés, al periodista y analista político, al diplomático y, sobre todo al médico y cirujano, al investigador científico, el empresario y alguna otra faceta que se me escape. Ocultaba también al maestro del humor cáustico, al escritor furioso, al elegante e informado observador de la situación internacional o al cariñoso interlocutor de sus parientes que amaba el arte en todas sus manifestaciones, las calles de París  y a su perro “Nicolás”, un “documento canino… de convicciones democráticas”  pero con gusto de noble por su pasión por los carruajes, según afirmaba en un texto de junio de 1891.

Ramón E. Betances por Mario Brau Zuzuárregui

La incorporación de sus restos físicos al suelo de Cabo Rojo en 1920 produjo una fuerte impresión política y cultural que animó el nacionalismo de nuevo cuño, aquel que buscada florecer más allá de la retórica de De Diego Martínez, (1866-1918), pero el efecto fue de corta duración. En cierto modo, su regreso introdujo al separatista decimonónico en la discusión política puertorriqueña en el momento en que la promesa de progreso y democracia emitida en 1898 en una proclama militar estaba desacreditada. Las fragilidades de las promesas que viene del norte son bien conocidas. Después de todo, quienes trajeron a casa sus restos de la mano de su viuda Simplicia Isolina Jiménez Carlo (1842-1923), lo hicieron violando una última voluntad suya. Los encargados no habían sido los independentistas y los nacionalistas sino los colaboradores de los invasores del 1898 y, por entonces, los cautos administradores de la colonia: los unionistas y algunos republicanos marcados por el sucio difícil de los hábitos políticos del siglo 19 y animados por la confianza en la buena fe de las autoridades estadounidenses.

Los intelectuales del 1930 y el 1950, independentistas y nacionalistas incluso, lo reinventaron por medio de numerosos recursos enraizados en el romanticismo edulcorado común a las mitologías de la biografía laudatoria. Betances iba camino a convertirse en un signo más de la identidad mestiza y trinitaria de columna vertebral hispano-caucásica, claro está, que se iba consolidando en el discurso oficial como fundamento de una puertorriqueñidad válida para sus tiempos.  La leyenda del rebelde bohemio, el médico de pobres y el aventurero político, perfiles poco documentados y problematizados, se impuso.

Ya no se le representaba como una amenaza al orden instituido sino como una herencia remota bastante diluida que había que recordar de vez en preferiblemente, como lo impuso el Partido Nacionalista desde 1930, cuando se hablaba de Lares o se conmemoraba su natalicio. La imagen de cruzado o mártir de una guerra santa que el nacionalismo católico manufacturó era una máscara que no le ajustaba bien al pensador secular. La distorsión hecha de buena fe, sin duda,  era y el precio que había que pagar a la autoritaria memoria oficial y a la no menos autoritaria memoria de la resistencia para que se recordara a un revolucionario. La autopsia y la momificación ideológica, en la que todos los sectores pusieron su grano de arena, estaba por completarse.

Soy de la impresión de que la elaboración reverencial acrítica de una figura o una gesta, en la medida en que congela su imagen y poda sus filos,  tiene el efecto de aniquilar su potencial como modelo de cambio revolucionario para el presente que lo imagina. Puedo equivocarme al respecto pero la experiencia investigativa me ha convencido de que es más fácil levantar un culto que conocer con precisión crítica el objeto que se reverencia. Los monumentos que significan a Betances, las calles o las edificaciones con su nombre, los bustos y las placas de bronce, son indicadores o pestañas emocionales que puntean el mapa de las ciudades que, en la medida en que ordenan una interpretación del pasado, lo anquilosan de forma autoritaria y frenan las miradas inquisitivas al exigirnos un respeto canónico (o anticanónico) a la larga inofensivo.

Por ello durante los primeros años de la segunda posguerra la figuración betanciana dejó de ser importante para la cultura oficial y su recordación se encapsuló en ciertas grupos. Aquella era la mejor manera de olvidarlo un poco más. A lo largo del proceso de transformación económica, política y social producto del giro reformista que vivió el país entre 1946 y 1954 el poder, lo que eso signifique en lo político y lo cultural es indistinto, no necesitaba de aquella huella incómoda cada vez más distante. Sobre la base del Betances oficial, el republicano, abolicionista y separatista, su memoria era de poca utilidad práctica alrededor del 1950. No le servía al alucinante e iluso reformismo muñocista el cual no hacía otra cosa que culminar el sueño de los autonomistas moderados de fines del siglo 19 que Betances había conocido y condenado enfáticamente por el consistente reproche de aquellos a su separatismo independentista como un acto de locura.

Vuelto a formular por la intelectualidad del 1960 durante el período de antagonismo oscilatorio (1953-1969) y la distensión (1969-1979) de la Guerra Fría, su representación lo transformó en un icono de la nueva lucha por la independencia y las izquierdas socialistas emergentes. La vinculación de la Cuba de fines del 1895 y la de 1959, práctica que resolvió la Guerra Necesaria como un episodio o prolegómeno de la Revolución Cubana, equiparó la solidaridad antillana y el internacionalismo podando otra vez todos los filos que impidieran hacerlo. El problema no fue que lo hicieran sino que no explicaran porqué lo hacían: los socialismos de fines del siglo 19 y los de la última parte del siglo 20 eran cosas distintas. Fue en aquel contexto que se precisaron los parámetros del Betances Alacán que conocen muchos hoy. La Segunda Guerra Fría (1980-1989) nos dejó un prototipo del rebelde al estilo de 1968 que persiste todavía en numerosos observadores.

Ese Betances polimorfo y polisémico inventado una y otra vez por las elites políticas e intelectuales y con escaso arraigo en el pueblo común se estancó tras el fin de la Guerra Fría. Su vida y personalidad, su discursividad y su proyecto revolucionario, salvo contadas excepciones, no llamó mucho la atención de la nueva historia social o la historiografía materialista de las décadas del 1970 al 1990. Tampoco conmovió la de los postmodernistas del 1990 al 2005.

El interés en el siglo 19 de la llamada nueva historia, se concentró en ciertos personajes colectivos sobre la base de la presunción teóricas de que cualquier interés en las individualidades era un pecado de la historiografía tradicional o pequeño burguesa. Para algunos las luchas nacionales y las de clase eran excluyentes. Betances, había enfrentado esa ortodoxia en París a fines del siglo 19 cuando su separatismo era excluido por las izquierdas francesas. Para otros no resultó difícil convertirlo en un icono de otras izquierdas. La riqueza alegórica de ello no tiene precio.

De otra parte, las aproximaciones lingüísticas, conceptuales culturales de los llamados posmodernistas y del giro lingüístico, olvidaron el universo del siglo 19. La arquitectura de la primera modernidad puertorriqueña y sus protagonistas, fracasados o triunfantes, no llamaba su atención. Ni siquiera, otra vez salvo contadas excepciones, evitaron el análisis de la discursividad de los diversos Betances y no mostraron interés en el estudio de la representación de sus imágenes.   ¿Es posible otro Betances en el siglo 21? Siempre lo será. ¿Podemos imaginarlo? La historiografía sería una disciplina por completo inútil si se dijera lo contrario. También es posible imaginar, mi selección es política,  otro Luis Muñoz Marín otro Pedro Albizu Campos u otro José Celso Barbosa. Menos encono y halago infundado siempre vienen bien. En ninguno de estos casos la reinvención debería interpretarse como una invitación la tolerancia liberal vulgar de la diferencia: aquella figuras representaron posturas en muchos sentidos antinómicas. Pero la representación que se construyó de cada uno de ellos durante el siglo 20 tiene poco que decirle a quienes los enfrentan en el siglo 21. El reto es a que se imaginen otros Betances, los posibles y los imposibles. Los menos que ganaremos será el goce de volver a pensarlo una vez más.

Publicado originalmente en Claridad-En Rojo el 12 de abril de 2023.

abril 29, 2023

Jíbaros, criollos, puertorriqueños: identidad y raza

La identidad y un antecedente ficcional

Para contrastar las certidumbres del positivista Salvador Brau Asencio en “Así somos nosotros” (1883) voy a elaborar un contrapunto remoto que ratifica la liquidez o historicidad de la identidad. Me refiero a un texto de Carlos de Sigüenza y Góngora (1645-1700), historiador y novelista de la Nueva España, quien aludió al San Juan Bautista del Puerto Rico de fines del siglo 17. En un sentido estricto, si se acepta el carácter moderno del discurso regional o nacional, aquel era un entorno pre identitario por lo que la concepción de yo colectivo debía elaborarse sobre la base de premisas distintas a las del siglo 19.

En Infortunios de Alonso Ramírez, publicada en 1690, el personaje afirma “mi patria (es) la ciudad de San Juan de Puerto Rico” (95). Alonso, el protagonista y voz narrativa indirecta de la narración de aventuras de tono picaresco, era un colono pobre con voluntad aventurera que, probablemente, poseía ancestros judíos. Había nacido en el Puerto Rico de San Juan Bautista que el Obispo Fray Damián López de Haro en una relación de 1644, había descrito como “muy pobre”, sin “una tienda donde poder enviar por nada” y donde los consumos básicos y “todo lo que es necesario para vestirse, viene por el mar, de Castilla o la Nueva España”.[1]  El marasmo era tal que la colonia todavía no se había recuperado de un innominado huracán ocurrido en 1642.[2] Aquel era un territorio del cual se justificaba emigrar a cualquier parte del mundo. Infortunios… narraba episodios que comenzaban hacía 1675.

La transcripción de Infortunios… que utilizo es la versión moderna de la Dra. Estelle Irizarry (1937-2017) publicada en 1990[3] con el respaldo de la Comisión Puertorriqueña para la Celebración de Quinto Centenario del Descubrimiento de América y Puerto Rico. Mi relación con esa edición oculta una historia que atesoro. En 1989 me encontré casualmente con Estelle en San Juan Antiguo mientras miraba al Atlántico que servía de fondo al castillo de San Felipe. El “tótem” no estaba allí, la Plaza del Quinto Centenario aún no había sido inaugurada. Aquel día conversamos largo rato. Ella llevaba consigo el manuscrito de aquel volumen para discutir su publicación como parte de los actos de recordación.

Estelle, un ser extraordinario, compartió sus hallazgos y especulaciones conmigo como si hubiésemos sido viejos colegas y amigos. La condición histórica o ficcional de Alonso, la posible coautoría del persona(je) de la autobiografía novelada y su ascendencia judía eran los temas más candentes del diálogo. En 1990 el libro fue difundido, recibí un ejemplar en Hormigueros y no volví a conversar con la editora por años. El 6 de febrero de 2009, recuerdo la fecha porque ella la anotó en su dedicatoria en la hoja de bitácora, me la encontré en una actividad en la Universidad del Sagrado Corazón. Le traje a la memoria aquella conversación y volvimos sobre el tema con el mismo entusiasmo que en 1989.

El otro asunto que apasionaba a Estelle en 1989 era la condición nacional de Alonso y la conciencia que tuviese de ella. Su esfuerzo por puertorriqueñizar al personaje era intenso, actitud que debería comprenderse en el contexto de dos condiciones. La primera tenía cimientos en el pasado. Me refiero a la estrecha relación de dependencia que tuvo San Juan Bautista con la Nueva España durante tres siglos. La segunda tenía cimientos en el presente inmediato en el cual se emitía. La conmemoración de quinto centenario del encuentro de 1492 realizó un esfuerzo enorme por re hispanizar la cultura puertorriqueña y monetizar la relación de la identidad nacional con la hispanidad con la tesitura de una innovadora post hispanofilia mercadeable.

El capítulo primero de la novela,  “Motivos que tuvo para salir de su patria: Ocupaciones y viajes que hizo por la Nueva España: su asistencia en México hasta pasar a Filipinas” contiene dos detalles interesantes. El primero es una defensa del acto de narrar sobre la base de que ese ejercicio entretiene y moraliza (95); y el segundo es el uso del concepto  “patria” (95) para nominar su lugar origen. En la presentación se expone la impresión del personaje sobre su “patria”, su vinculación con la Nueva España y las razones para su huida de aquella en 1675 sin haber cumplido los 13 años (96), es decir siendo niño aún. Fíjese el lector que la “patria” es la ciudad de San Juan de Puerto Rico, llamada “Borriquen (sic) en la antigüedad” (95-96). Aquella era la tierra de su “padres”, sin duda, con el sentido pre moderno que se señaló en otra parte de esta reflexión. La razón para su salida fue la pobreza y el hambre (97).

El discurso no desdice al de López de Haro sino que lo reafirma: todo sugiere que la colonia era improductiva producto de la mala administración española. La alabanza de los pobladores por su “pundonor y fidelidad” (96) es un lugar común que se ha reiterado a lo largo de los siglos incluso en el citado texto de Brau Asencio. El hecho de que Ramírez se identificara como “español” en todo el resto del texto me parece significativo. También lo es que, una vez fuera del territorio, la novo hispanidad o mexicanidad de la narración, atribuible a Sigüenza y Góngora,  se confirmara. Un modelo de ello es el cálido elogio a Ciudad de México, hecho que contrasta con la parquedad de las observaciones sobre La Habana, Puebla e incluso Puerto Rico. El capítulo cierra con la salida, contra su voluntad y casi como castigo, hacia las Filipinas en 1682.

Los capítulos 2 “Sale de Acapulco para Filipinas…” y 3 “Pónense en compendio los robos y crueldades que cometieron estos piratas…”, relatan las aventuras de Alonso en el Pacífico e introducen el tema del espíritu anti sajón de los españoles (105, 107 ss.). La hispana es una cultura nacional que se forjó ante dos poderosos adversarios: Inglaterra durante los siglos 17 y 18, poder que penetró su imperio desde fines del siglo 16 con la bandera del Mare Liberum; y Francia a principios del siglo 19 que destruyó de forma temporera el poder de los borbones en 1808 por primera vez desde 1713 tras la invasión napoleónica.

La narración confirma que Alonso pensaba y sentía como un español e incluso se distinguía del sajón por sus afinidades con el catolicismo (128). La codificación de los ingleses como “piratas” (107, 119 entre otras)  y “herejes” (121), así como la documentación del maltrato sádico que sufrió en sus manos durante el cautiverio es muy valiosa a la hora de enjuiciar “la identidad de Ramírez”. El aventurero no vacilaba en afirmar su hispanidad. “Sabiendo de mí ser español” (128), dice cuando se topa con algunos franceses de vuelta ya en el Caribe. De hecho, a pesar de la desconfianza en todo aquel que no fuese español su opinión sobre los franceses, por católicos, era más llevadera que la que tenía de los ingleses (129).

Fuera de una mención casual de San Juan de Puerto Rico, la percepción de aquella localidad como “patria” se ha disuelto.  Un último detalle. En su viaje por las Antillas la nave de Ramírez evade San Juan de Puerto Rico a pesar de que lógicamente tenía que bojearlo para transitar hacia La Española y Jamaica. Las razones para ello no están claras pero no son difíciles de imaginar: no deseaba regresar. Ser de Puerto Rico y ser puertorriqueño son asuntos semánticamente distintos.

Criollos en el siglo 18: la imaginación social de Abad y Lasierra

¿Y qué papel le adjudicaban los insulares, criollos o puertorriqueños a la cuestión racial? ¿Cuánto debía el imaginario racial a la hispanidad que se cultivaba con tanto respeto? El tema de la raza y el color de piel poseía un pasado problemático inseparable del de la identidad. Agustín Iñigo Abbad y Lasierra, uno de los primeros en reconocer la existencia de un discurso diferenciador entre los insulares secos o de la banda de acá, y los peninsulares mojados o de la banda de allá, no dejó lugar a dudas al respecto. El fraile benedictino, considerado modelo del historiador regional por la intelectualidad criolla o puertorriqueña durante la segunda parte del siglo 19[4], nada tenía que perder con sus comentarios. Después de todo era peninsular por lo que sus observaciones sobre la identidad emergente y las tonalidades de la piel en Puerto Rico poseen un valor particular. La relación entre ambas esferas no se discutía de manera directa pero su argumentación dejaba abiertas varias puertas.

En su volumen de 1788, sin confesarse con los criollos blancos,  incluía bajo aquel concepto a los negros y mulatos descendientes de bozales africanos. Criollo era un código inclusivo que definía a quien nacía en este suelo y tenía a Puerto Rico por “patria” como en el caso de Alonso. El rechazo universal del español al criollo blanco poseía otro rostro ominoso relacionado con las tensas relaciones interraciales dentro de la emergente puertorriqueñidad. Todo sugiere que, para los criollos puertorriqueños blancos, los pardos, como se denominaba a los no blancos desde fines del siglo 18, no merecían el título de criollos. Abbad decía que para quien no era negro o mulato (pardo) en Puerto Rico: “no ha(bía) cosa mas afrentosa en esta Isla que el ser negro, ó descendiente de ellos”[5]. Una “afrenta” no es otra cosa que una vergüenza o deshonor como la que se siente tras haber cometido una falta o delito. Ser negro o mulato era equivalente a un error o una carencia en este caso de honra, dignidad o decoro. 

La presunción racista de los insulares criollos se reafirmaba con actos. El insulto de los blancos y “su vara de tiranos”  era la nota dominante ante los negros y mulatos y, aunque ciertas excepciones había que los trataban con “sobrada estimación y cariño” (270), ello no impedía que otros blancos los vejaran y maltrataran. Esto sugiere que la batalla por la validación de la condición criolla y la emergente puertorriqueñidad estuvo llena de crueldades, violencia y exclusiones. En ese aspecto, valga la ironía, el insular, criollo o puertorriqueño blanco debía mucho a las glorias de la hispanidad católica racista.

La actitud discriminatoria no dejaba de ser paradójica. La llevada y traída “escasez de indios” de la que se quejaban los colonos desde 1510 y la exigua inmigración blanca a la isla, producto de la pobreza y las pocas posibilidades de crecimiento económico en un mercado que la relegó hasta el siglo 19, no dejaban dudas respecto a que la mayor parte de los insulares debían ser negros o descendientes de aquellos. La criollidad y la puertorriqueñidad, bases de la identidad moderna, se derivaban del rechazo y la invalidación de los grupos subalternos sobre la base de cuya explotación aquellos habían construido su poder. Lo cierto es que el punzante rechazo al “otro” por su color de piel debería ser considerado uno de los componentes de la emergente identidad regional, nacional o puertorriqueña.

Los historiadores del siglo 20, tradicionales y nuevos, acabaron por afirmar que modernizar a Puerto Rico, es decir, el escenario apropiado para una identidad nacional, tuvo un componente social y un componente racial básicos. El primero fue la transformación de los hateros libertarios, agrestes y adictos a la ilegalidad, en agricultores sumisos y fieles bajo el control de la legalidad, los comerciantes y los prestamistas.  El otro fue el supuesto “blanqueamiento” de la sociedad y de la producción cultural y la imaginación del “qué somos nosotros” claro está, como sucedáneo de la inmigración de gente blanca con capital entre 1815 y 1845 y de la inserción de la economía colonial en el mercado internacional. El crecimiento de las relaciones con Estados Unidos por medio del mercado azucarero no debe ser pasado por alto.

El ambiguo “blanqueamiento” no fue cuantitativo sino cualitativo. Las elites blancas hispanas, extranjeras y puertorriqueñas crecieron, se visibilizaron y politizaron con voluntad hegemónica, vacilando entre el liberalismo y el conservadurismo líquido propio de los criollos y sus aspiraciones a la igualdad con España. La premisa básica de aquellos era “todo por España y con España”. Separarse para la independencia o la anexión a otro país como Gran Colombia o estado Unidos, no era propio de criollos o puertorriqueños, argumento que se sigue utilizando en el presente como un fetiche para defender causas análogas.  Pero a pesar de la inmigración blanca las poblaciones negras y mulatas (pardas) consideradas inferiores, siempre fueron significativas en el país. Todavía recuerdo con extrañeza una valoración de Puerto Rico que se repetía entre historiadores tradicionales de principios de los 1980: “Puerto Rico es la más blanca de la Antillas”. Yo recordaba a las gentes de mi barrio y de la bajura de Hormigueros y el asunto me causaba extrañeza.

Claro que aquellas opiniones de Abbad y Lasierra sobre el racismo de criollos y puertorriqueños eran difíciles de sostener públicamente a mediados del siglo 19 tanto o más como lo son hoy en el siglo 21. Los liberales reformistas, separatistas independentistas y anexionistas de tendencia abolicionista que penetraron la opinión en España y Puerto Rico durante la década de 1860, si aspiraban a la credibilidad, debían ser cuidadosos a la hora de referirse a los negros y mulatos, esclavos o libres, y a los pardos en general. Los argumentos éticos, jurídicos, políticos y económicos, tan bien resumidos en el abortado proyecto de abolición de Segundo Ruiz Belvis, José Julián Acosta y Calbo y Francisco Mariano Quiñones en 1867, no ofrecían ninguna pista concreta sobre el problema del racismo.[6] Sólo elaboraban el problema de la institución de la esclavitud y sus choques con los fundamentos del mercado libre, el derecho liberal y la ética en general.

Los jíbaros españoles a fines del siglo 19: la imaginación liberal reformista

Una forma de enfrentar el espinoso dilema de la raza por los criollos y puertorriqueños de tendencias liberales fue suavizar el conflicto por medio del humor reflexivo o la comicidad evasiva. Ejemplo de ello es un texto periodístico de 1876 titulado “Jíbaro, una definición” firmado por “Un Jíbaro”. He tomado el mismo de la recopilación de José Pablo Morales (1828-1882), periodista liberal reformista y autonomista moderado de Toa Alta, titulada Misceláneas históricas publicada en San Juan en 1924.[7] El tema del jíbaro había estado allí desde mediados del siglo 19. La lectura de El Gíbaro de Manuel Alonso Pacheco publicado en 1849, traduce bien la voluntad de las elites de ilustrar y modernizar a ese sector social censurando algunas costumbres, tales como la lidia de gallos, que el “Gíbaro de Caguas” consideraba pocos edificantes[8].

El artículo de Morales es una demostración de la forma en que se discutió la cuestión jíbara en la última parte del siglo 19 en Puerto Rico. Partiendo de la octava edición del Diccionario de la Real Academia (1846), el autor establecía en tono joco-serio el hecho de que el vocabulario indo-antillano de la era de la colonización y conquista era incomprendido por los lingüistas europeos. El ejemplo de las palabras jíbaro y totumo, le servían para documentar el hecho. La definición oficial de jíbaro, que es la que me interesa, concordaba con la de John Layfield en el testimonio de 1598 publicado en 1625: “Se dice (…) de los animales domésticos que se hacen montaraces y particularmente de los perros. En sentido figurado agreste, grosero”.

Morales, molesto con la definición, alegaba con sorna sexista que si los autores del disparate “hubieran visto esta jibarita de talle gentil, ojos negros y pelo de ala de cuervo, leída y escribida, de seguro que confesarían, si vivos estuviesen, que jíbaro en Puerto Rico no quiere decir agreste ni montaraz.” En el artículo responsabilizaba al adicionador o editor Vicente Salvá (1786-1849) y a su asesor el venezolano Domingo M. del Monte y Aponte (1804-1853) por el desatino. La definición de jíbaro, por cierto, cambió el tono en la edición de 1884: “Campesino, silvestre. Dícese de las personas, los animales, las costumbres, las prendas de vestir y de algunas otras cosas”.

La definición alternativa del jíbaro propuesta por Morales se elabora mediante un procedimiento basado en la tesis del origen trinitario de la que somos, perspectiva que Brau Asencio también compartía y uno de los prejuicios intelectuales más permanentes que conozco. El “glorioso descubrimiento” de 1492, según le llama, había posibilitado la integración de tres razas presumidas puras: la blanca, la india y la negra. La negación de la heterogeneidad y complejidad de cada uno de esos conjuntos ha sido común a lo largo del tiempo.

De aquella mixtura salieron unas 16 castas “inferiores a las razas primitivas”: el mestizaje era interpretado como una desventaja biocultural.  La diversidad, sin embargo, no había desembocado en el apartheid o segregación voluntaria ni en la endogamia sino todo lo contrario. Morales suavizaba las relaciones interraciales, en efecto tensas, a fin de que el colectivo imaginado concordara con el perfil de la “gran familia puertorriqueña” que los criollos de ideas liberales cultivaban para fines políticos, económicos y sociales concretos.

La clasificación, que el autor achacaba al lenguaje de las Leyes de Indias, no deja ser una curiosidad por lo que la reproduzco en su totalidad:

  • Español con india, sale mestizo.
  • Mestizo con española, sale castizo.
  • Castizo con española, sale español.
  • Español con negro, sale mulato.
  • Mulato con española, sale morisco.
  • Morisco con española, sale salta-atrás.
  • Salta-atrás con india, sale chino.
  • Chino con mulata, sale lobo.
  • Lobo con mulata sale jíbaro.
  • Jíbaro con india, sale albarrazado.
  • Albarrazado con negra, sale cambujo.
  • Cambujo con india, sale sambaigo.
  • Sambaigo con mulata, sale calpan-mulato.
  • Calpan-mulato con sambaigo, sale tente en el aire.
  • Tente en el aire con mulata, sale no te entiendo.
  • No te entiendo con india, sale ahí estás.

Su matemática racial le conducía a elaborar una fórmula cultural joco-seria para comprender cuantitativamente al jíbaro y, a la vez, criticar el lenguaje de los españoles respecto al asunto. Aunque la lógica de Morales lo define como distante de la pureza racial ideal, le salva y le acepta. Dado que  “el jíbaro tendría 31/64 de español, 25/64 de africano y 8/64 de indio”, representaba la síntesis más lograda de cuatro siglos de relación colonial con España.

El juicio moral y social del jíbaro es por demás interesante. Ese es el “principal núcleo de la población de nuestros campos”. Lo más importante del documento es su conclusión de que “hoy los jíbaros somos españoles enteros y completos por deber, por derecho, por conveniencia y por afección: ciudadanos españoles por todos cuatro costados, a pesar de los matices de este u otro color físico o político”. La condición criolla del pardo que imponía Abbad y Lasierra a pesar del reconocido racismo de los insulares blancos, se había consagrado en la retórica de Morales.

Recuerden que escribe en 1876. Los logros de la Revolución Gloriosa de 1868 y de la República de 1873 a 1874 estaban muy vivos en la memoria de los intelectuales puertorriqueños liberales de aquel momento. El jíbaro ya no se proyectaba como un potencial rebelde según lo imaginó el lenguaje de la Insurrección de Lares de 1868, sino como un buen español acorde con el mito de la siempre fiel isla de Puerto Rico. Ahora habría que preguntarse ¿dónde quedó ese discurso tras la invasión de 1898? ¿Cómo interpretaron los observadores estadounidenses el fenómeno del puertorriqueño y el jíbaro? Esa será materia de otra reflexión.

Publicada originalmente en Claridad-En Rojo el 23 de enero de 23 de enro de 2023


[1] Mario R. Cancel Sepúlveda, notas (24 de junio de 2009) “Documento y comentario: Carta de Fray Damián López de Haro, a Juan Diez de la Calle…(1644)” en Puerto Rico su transformación en el tiempo. URL: http://historiapr.wordpress.com/2009/06/24/documento-y-comentario-damian-lopez-de-haro/

[2] Sobre este y otro huracán de 1615 refiero a Pío Medrano Herrero (2002) “Angustia, destrucción, pobreza y muerte: los huracanes de 1615 y 1642 en Puerto Rico” en Focus 7.1: 19-32.

[3] Estelle, nacida en Patterson, New Jersey, fue Profesora Emérita de literatura hispánica en la Universidad de Georgetown, autora de numerosos libros sobre la textualidad colonial y la literatura hispanoamericana y una adelantada en la aplicación de las tecnologías y la computación al estudio de la literatura. La obra a que me refiero es Estelle Irizarry, ed. (1990) Carlos Sigüenza y Góngora, Infortunios de Alonso Ramírez (San Juan: Comisión Puertorriqueña para la Celebración del Quinto Centenario del Descubrimiento de América y Puerto Rico). La citas de la novela aparecerán dentro del texto entre paréntesis.

[4] Manuel Elzaburu Vizcarrondo (1971) “Una relación de la historia con la literatura” en Prosas, poemas y conferencias. Luis Hernández Aquino, ed. (San Juan: Instituto de Cultura Puertorriqueña):

[5] Abbad y Lasierra (1788) Historia geográfica, civil y política de la Isla de S. Juan Bautista de Puerto Rico. Madrid: Imprenta de Antonio de Espinosa p. 269

[6] Refiero al lector a Segundo Ruiz Belvis, José Julián Acosta y Calbo y Francisco Mariano Quiñones (1867) “Capítulo VII” en Proyecto para la abolición de la esclavitud (Madrid: Establecimiento Tipográfico de B. Vicente).URL:  https://documentaliablog.files.wordpress.com/2016/05/ruiz-belvis-segundo-proyecto-de-abolicic3b3n-1867.pdf

[7] José Pablo Morales (1924) Misceláneas históricas (San Juan: Tipografía de «La Correspondencia de Puerto Rico») . Versión digital en Mario R. Cancel Sepúlveda, notas (27 de febrero de 2010) “José Pablo Morales. Documento y comentario: jíbaro, una definición» en Puerto Rico su transformación en el tiempo. URL: https://historiapr.wordpress.com/2010/02/27/jibaro-una-definicion/

[8] Manuel A. Pacheco (1848) El Gíbaro (Barcelona: D. Juan Oliveras, Impresor de S.M.): 87.

marzo 21, 2023

Jíbaros, criollos, puertorriqueños: digresiones sobre la identidad

  • Mario R. Cancel-Sepulveda

¿Qué significa lo jíbaro?

El concepto jíbaro aparece casualmente en la Relación del Viaje a Puerto Rico de la Expedición de Sir George Clifford, Tercer Conde de Cumberland, escrita por el Reverendo Doctor John Layfield, capellán de la expedición invasora inglesa de 1598.[1]  El texto de Layfield fue difundido en la obra póstuma de Samuel Purchas (c. 1575 –1626) titulada Hakluytus Posthumus también conocida como Purchas his Pilgrimes, containing a History of the World in Sea Voyages and Lande Travells, by Englishmen and others, impresa en Londres en 1625 en cuatro volúmenes.

Purchas fue un religioso e historiador inglés que estudió en el Saint John’s College de la Universidad de Cambridge quien, como Pedro Mártir de Anglería (1457-1526), nunca viajó a América e hizo la obra de un recopilador e intérprete. La segunda edición de su colección corresponde a los años 1905 a 1907 y alcanzó los 20 volúmenes. Se trata de una colección desconocida para los lectores de los siglos 18 y 19 cuando el concepto de lo jíbaro se formula y difunde en Puerto Rico.

Layfield era teólogo, académico y traductor de la Biblia muerto en 1617 en Londres. La inclusión de su Relación… legitimaba el discurso de Purchas dado que Layfield había estado en San Juan Bautista durante la invasión inglesa de 1598. El testimonio del capellán, fundamentado en la observación directa y en el interrogatorio a ciertos vecinos, sintetizaba la mirada inglesa en torno a la posibilidad de una colonia tropical útil para los intereses ingleses.

La literatura de exploraciones y viajes sajona, posee numerosas concomitancias con la crónica de Indias hispana que historizó la situación antillana durante el siglo 16 desde la condición del testigo. En ambas, el pintoresquismo y el interés empresarial, el dualismo maniqueo y la devaluación de lo local, se imbricaban para ofrecer al lector europeo, fuese un empresario en ciernes o un posible migrante, una imagen sobre la naturaleza y su potencial material. Layfield, como algunos cronistas de Indias, escribió sobre Puerto Rico in situ, elemento que le daba confiabilidad a su discurso.

Aparte de los datos fidedignos que el texto ofrecía sobre el carácter cimarrón de la ganadería y el valor económico de las corambres, y el cuadro preciso sobre el panorama industrial y agrario del territorio, el autor realizó unas distinciones interesantes entre la región costera o la bajura y sus ingenios azucareros, y el interior o la altura y sus estancias de jengibre de mucha utilidad para comprender el sustrato de lo jíbaro como núcleo de una identidad puertorriqueña.

La asociación de la industria azucarera a los sectores poderosos e influyentes, y la de las estancias a los pobres o a la gente de escasos recursos, era inevitable. Ese es un lugar común en la interpretación de la economía social de San Juan Bautista a fines del siglo 16 y principios del 17. En la América Hispana, las estancias de subsistencia se asociaban a la vida en la ruralía. En San Juan Bautista sugerían las granjas aplicadas a la producción de jengibre y, ocasionalmente, a la ganadería y los cueros.

Una aportación de la obra de Layfield fueron sus anotaciones sobre el ganado mayor y el ganado menor. El reverendo reconocía que los novillos eran más grandes en Puerto Rico que en Inglaterra; a la vez que destacaba que el ganado caballar era de menor gracia y que no comparaba con el inglés porque se trata de animales “trotones” o que andaban a saltos y  sin elegancia. Una de cal y otra de arena: todavía la naturaleza indiana o americana no había sido devaluada del todo ante la naturaleza europea, como sucedió en el discurso de los naturalistas del siglo 18.

En su evaluación del ganado menor, concluyó que el mismo era escaso por causa de los perros salvajes que pululaban por la ciudad de Puerto Rico y se refugiaban durante las noches en los bosques. Las observaciones sobre ese episodio son detalladas. Aquellas jaurías se alimentaban de los cangrejos que cazaban en los manglares, pero también comían ovejas, cabras y otros animales pequeños. Lo más interesante era que en Cuba, los perros realengos eran denominados jíbaros, concepto que equivalía a un animal doméstico que se había hecho montaraz o mostrenco y terminaba siendo un habitante de los bosques. La noción jíbaro en Cuba sugería la cimarronería o anarquía de la altura y, en cierto modo, la barbarie como negación de civilidad: un jíbaro era un ser arisco, difícil de controlar.

Como podrá verse, esa concepción no tenía nada que ver con la raza o el color de piel. De lo que se trataba era de cifrar una actitud ante la vida y una forma distanciarse del orden. Entre jíbaro y canalla, concepto que procede del italiano canaglia o “muchedumbre de perros”, existe algún parentesco. Ambos conceptos tenían un origen despreciativo. Voltaire, pensador ilustrado aristocrático, usaba en voz de uno de sus personajes de Cándido, Martín, el concepto canalla para referirse a los sectores más rebeldes e insumisos del pueblo francés.[2]

Lo más interesante de aquel juego es la relación que se pueda establecer entre el interior y los bosques y la animalización del jíbaro que sugería el retorno a la barbarie con la cultura rural. Recuerden que el interior montañoso central, seguía inexplorado a fines del siglo 16, hecho por el cual estaba marcado por el misterio. La pregunta es ¿cómo se convirtió un insulto en el signo respetable de la identidad nacional puertorriqueña?

¿Qué significa lo criollo?

Cuando observo, de otra parte, el sentido de lo criollo, reconozco que en este se manifiesta un acto de sumisión a los valores peninsulares. Afirmar la criollidad, si se me permite el neologismo, significaba suprimir la condición de indiano en la medida en que se adoptaba una hispanidad problemática, difusa y evanescente. La jibaridad implicaba aceptar una condición alterna, la de aquel que huye de la formalidades del poder, igual que los perros salvajes en la noche, y se refugia en un interior feral, en un Jáuja o en el Pipiripao de la barbarie más prístina.[3] El criollo suprime lo que el jíbaro celebra. Lo criollo y lo jíbaro se contradicen, son conceptos difíciles de vincular tanto como la naturaleza de la costa y la del interior. Su principal punto de encuentro radica en que, tanto lo criollo como lo jíbaro, se asumen desde la blancura.

«El pan nuestro» (1905), Ramón Frade León (1875-1954).

El concepto criollo proviene del portugués crioulo, derivado del verbo criar. Conceptualmente sugiere la figura de aquel que es producto, sujeto y responsabilidad del padre. Posee un fuerte sentido patriarcal que afirma el carácter natural de la sujeción al otro a la vez que legitima su infantilización por parte de aquel que lo nombra. De un modo u otro el criollo, el indiano y el insular vienen a ser la sombra, el opuesto o el doble inferior del español, el hispano o el peninsular. Se trata de la reiterada dialéctica de los secos y los mojados. Semánticamente, la noción criollo constituye un reconocimiento de la diferencia y una justificación de la desigualdad al otro.

Insisto en que el criollo reconocía en España el signo de una patria. La patria es la tierra de los padres: no se equivocaba. El proceso lo llevó a identificar la ínsula con la nación o la tierra en que nació: tampoco se equivocaba. Pero esa misma lógica lo apartó del resto de la comunidad. La condición criolla acabó por ser tan excluyente como la hispano-europea. La relación del criollo con el mestizo, el mulato, el negro esclavo o libre, fue tan contenciosa como la de los hispano-europeos con ellos. La inferioridad que le adjudicaba el hispano-europeo, el criollo la desplazaba hacia los grupos subalternos por lo que este podía ser tan prejuiciado y racista como el hispano-europeo. El criollo, incluso el que se (des)dibuja en el criollismo del siglo 19 y el neocriollismo del siglo 20, fue parte de una aristocracia elitista y orgullosa de su condición de clase.

Aquella idea traducía un viejo prejuicio naturalista o cientificista a un plano etnocultural. Uno de las tendencias más visibles de los textos de Indias había sido la degradación del indio. Los observadores europeos apoyaron su actitud en el repudio de la naturaleza indiana o americana. La imagen devaluada se transmitió como si se tratase de un código genético: del indio pasó al mestizo y, de este, al criollo. A aquella conclusión se llegaba mediante procedimientos complejos. La presunción generalizada de que el progreso material era producto de la bondad del ambiente, condujo a la conclusión de que la inferioridad de otro indiano o americano, tenía una explicación  biológica. La naturaleza determinaba el temperamento. El temperamento era un derivado lógico de la temperie o el clima: un europeo y un americano tenía que ser seres distintos.

La realidad de que el criollo no era más que un hispano nacido en la Indias que compartía la mayor parte de sus valores, no era suficiente para aceptarlo como igual. Su nación, su lugar de nacimiento, eran las Indias o América. A lo más que podía apelar para contrarrestar la asimetría era al hecho de que España era su patria, es decir, el lugar de origen de sus padres. Ello no impedía que fuese considerado como un vasallo inferior. Las consecuencias políticas de ello fueron enormes: el criollo nunca tuvo acceso igual a los privilegios sociales de un hispano.

Visto desde esta perspectiva, la pregunta obligada es ¿qué justificaba el manifiesto orgullo colectivo por la herencia criolla? ¿En qué condición se insertó la conciencia criolla en el proceso de maduración de la puertorriqueñidad? Me parece que el orgullo se apoyaba en la sobrevaloración de su condición de descendientes de padres hispano-europeos y en una supresión tácita a la circunstancia de que nacer en las Indias y las ínsulas los excluía de ser españoles y peninsulares. El hecho de la hispanidad o la pensisularidad heredada por sangre, lo privilegiaba en su ámbito social colonial. Pero nunca lo equipararía del todo con el hispano-europeo. Ser criollo traducía una carencia que no le dejaba más opción que respetar por la fuerza a aquel que lo rechazaba. Ello condujo al criollo a expresar un exagerado afán por ser aceptado o asimilado por el otro con los ribetes políticos que ello tuvo durante el siglo 19.

Los símbolos de poder a los que apelaba el criollo eran los mismos a los que apelaba el hispano-europeo: honores y privilegios que se podía adquirir y sostener con dinero. La nobleza y la posibilidad de ser denominado don era crucial.  La nobleza de sangre, la que se adquiría en buena lid o por ciertas ejecutorias, estaba a la mano del criollo. Si a ello se añadían ciertas condiciones vinculadas al oficio y a la raza, sus privilegios estaban seguros. En el juego discursivo sobre Puerto Rico las voces criollas ocupan una posición incómoda: se vieron precisados a aceptar una herencia que los rechazaba.

¿Qué significa lo puertorriqueño?

Salvador Brau Asencio (1842-1912) es considerado uno de los precursores de la historiografía y la sociología y la historia social puertorriqueñas. Fue activista abolicionista, liberal y autonomista, y trabajó al servicio de España y Estados Unidos en el cambio del siglo 19 al 20. El documento de 1883 titulado “Puertorriqueños, así somos nosotros”, es un interesante juicio sobre la percepción de la identidad puertorriqueña a los ojos de este intelectual de Cabo Rojo.[4]

Brau Asencio era un criollo neto que afirmaba el papel fundamental de la hispanidad en la puertorriqueñidad en la figuración de la puertorriqueñidad. En su texto  llamaba la atención sobre ciertas cualidades “tan especiales” que solo podían ser nuestras pero reconocía que “se trataba de “cualidades inherentes algunas a toda la familia española”. Una lectura cuidadosa del escrito confirma que Brau Asencio reconocía que entre lo hispánico y lo puertorriqueño existían elementos de continuidad y de discontinuidad.

Sus argumentos en torno a lo que se heredaba de España eran histórico-sociales, producto de la observación social y de la racionalidad positivista propia de su tiempo. Colonizados por la gente del sur el puertorriqueño era vivo de imaginación como aquellos, pero carente de pasión en el obrar. El puertorriqueño más bien parecía heredero de la gente del norte siempre fría y frugal en el hacer social. Se trataba de dos prejuicios y generalizaciones culturales indemostrables científicamente. Pero cuando enfrentaba lo que nos hacía “tan especiales”, es decir, el color local, su reflexión  se desplazaba hacia el terreno de las consideraciones morales y emocionales. Después de todo, afirmaba con un tono de aceptación, así somos nosotros”.

La descripción de Puerto Rico y los puertorriqueños como un pueblo “sufrido” y fantasioso, “fácil de dirigir y muy aficionado a dejar hacer”, “respetuoso con la autoridad, pero evitando todo lo posible el rozarse con ella” y “en sus deberes nacionales es un modelo”, racionalizaba la sumisión y la credulidad como virtudes o, en última instancia, como condiciones insuperables por naturales u orgánicas. El “aislamiento”, los “hábitos de la vida campestre”, el “régimen colonial” y la poca cultura social, explicaban aquella fisonomía moral.

El autor no quizo separar las virtudes de los defectos. La decisión de si lo expuesto era una cosa u otra la debía tomar el lector. Pero, en general, los rasgos que atribuía el caborrojeño al puertorriqueño eran como siguen:

  • La “vivacidad de imaginación y la delicadeza”
  • Lo “expansivo del carácter, lo generoso y sufrido, y lo propenso a resignarse con una promesa”
  • La “independencia de carácter” y el hecho de que el “puertorriqueño estima en mucho su libertad individual”.
  • La “parsimonia con que procede” y la ausencia de “vehemencia en el obrar”
  • Manifiesta “instintos solitarios” y tiene por virtud la “hospitalidad”
  • Son “los peores cortesanos del mundo”, distantes del boato, el formalismo, los protocolos y el lujo
  • Es un pueblo “decidor y jovial en sus reuniones, pero circunspecto y hasta desabrido en la vida pública”
  • Es un pueblo que posee una “calma estoica”, es “fácil de dirigir y muy aficionado a dejar hacer” y, a la vez, “respetuoso con la autoridad, pero evitando todo lo posible el rozarse con ella”, el cual cumpliendo “sus deberes nacionales es un modelo”
  • “¿Viene un gobernador nuevo? Le recibiremos con palmas”, pero “si el gobernador no cumple nada de lo ofrecido (…) no nos vemos obligados a ponernos en franquicia” o protestar y se guarda silencio
  • No cambian con facilidad: “apegados nos hallamos a nuestras costumbres” de donde deriva su tesis central de que “así somos nosotros”.

Las observaciones aludidas, de un modo u otro, han sido repetidas como una fórmula vinculada al mito de la docilidad natural del nacional ¿Eran así los puertorriqueños? ¿Era aquel acaso el borrador de como la elite política educada evaluaba a la canaglia o canalla insular? Eso sólo lo podría responder Brau Asencio pero, para su bien, ya no encuentra entre nosotros.

Publicado originalmente en Claridad-En Rojo el 13 de diciembre de 2022.


[1] Refiero a Mario R. Cancel Sepúlveda, notas (2010), “Reverendo John Layfield: Testimonio de 1598” en Puerto rico entre siglos. URL: https://puertoricoentresiglos.wordpress.com/2010/11/15/reverendo-john-layfield-testimonio-de-1598/ . Tomado de Samuel Purchas (1625) “Relación del Viaje a Puerto Rico de la Expedición de Sir George Clifford, Tercer Conde de Cumberland, escrita por el Reverendo Doctor John Layfield, Capellán de la Expedición. Año 1598” en His Pilgrims, Parte IV (Londres). Algunos fragmentos de la obra pueden ser revisados en  Eugenio fernández Méndez (1981) Crónicas de Puerto Rico ( Río Piedras: EDUPR): 135-156.

[2] De una traducción anónima de 1882 del francés al italiano de Voltaire (1759) “Cap. 21. Candido e Martino si avvicinano alle coste di Francia e ragionano” en Candido, cito a Martino diciendo “Io vi ho conosciuto la canaglia degli scrittori, la canaglia de’ cavillatori e la canaglia de’ convulsionari; si dice che vi è della gente assai civile in quel paese: io voglio crederlo. En la traducción al castellano en Voltaire (1974) “Cándido” en  Obras inmortales (Barcelona: Bruguera): 328, cito la misma parte “Conocí a los canallas que escribían, a los que pensaban y a los revolucionarios. Se dice que en esa ciudad hay gente muy educada; quiero creerlo”. La ciudad a que se refiere es París.

[3] Sobre este país imaginario  inventado en el siglo 17 véase Julio Caro Baroja (1993) Jardín de flores raras (Madrid: Seix Barral) : 56-58.

[4] El texto poder ser consultado en Mario R. Cancel Sepúlveda (2010) “Documento y comentario: Puertorriqueños, así somos nosotros” en Puerto rico su transformación en el tiempo. URL: https://historiapr.wordpress.com/2010/03/31/puertorriquenos-asi-somos-nosotros/

octubre 25, 2022

De Laberintos, Centro Vacilantes y Objetos Esquivos: Un Comentario sobre El Laberinto de los Indóciles

  • José Anazagasty Rodríguez

El Laberinto de los Indóciles es el fruto de un metódico y minucioso análisis de muchos años. Este manifiesta, con gran éxito, el tremendo compromiso y dedicación de Mario R. Cancel con el estudio de lo que él describe como un esquivo objeto de estudio: la historiografía puertorriqueña del siglo 19. No podíamos esperar menos de un historiador de la altura de Cancel, a quien Gary Gutiérrez llamó recientemente el “maestro Cancel”.  Y qué mucho hemos aprendido del historiador-maestro, en este caso mucho acerca de la historiografía, la historia, la política y las identidades colectivas puertorriqueñas del siglo 19.

El libro expone que los integristas y los separatistas, y las historiografías que inspiraron, pretendían liberar a Puerto Rico de un orden que pensaban retrógrado para encaminarlo hacia el progreso. Por esto concluye que estos compartían las metas, pero diferían en la selección de los medios o tácticas para realizarlas. Divergían, por supuesto, en cuanto a su posicionamiento en relación con España, con los reformistas y los autonomistas en el campo integrista, y los independentistas y anexionistas en el campo separatista. Estos grupos, aparte de sus diferencias sobre si querían separarse o integrarse a España, discrepaban también respecto al papel de la violencia en el proceso de liberación. Sólo los separatistas estaban dispuestos a la violencia revolucionaria. También diferían en su articulación de la identidad puertorriqueña. Estas posturas político-ideológicas eran, a pesar de sus convergencias, posiciones enfrentadas.

El integrismo ganó la contienda. Cancel revela en su nuevo libro el dominio de la historiografía y proyecto político integrista, cuyas corrientes—asimilismo, especialismo, y autonomismos moderados y radicales—mantenían posiciones teóricas y políticas similares. Estos eran integristas pro-españoles que pretendían con sus discursos y relatos disminuir las tensiones que producía una relación política y cultural que valoraban mucho, pero cuya fragilidad admitían. Este consenso estaba, por supuesto, presente en la historia regional del siglo 19, pues como explica el autor, los integristas, en todas sus variantes, y quienes trazaron la “historia regional,” coincidían en ver la relación con España como una garantía para la modernización de la colonia. Se trata del predominio y hegemonía de eso que Cancel llama el “centro vacilante”.

En efecto, los integristas fueron relativamente efectivos en su desplazamiento de “los proyectos políticos e ideológicos derrotados,” los de los separatistas anexionistas o independentistas. El carácter hegemónico de la historia y política integrista no se debe únicamente a su condena efectiva del separatismo, sino además a su fijación y afianzamiento de la integración misma como fin político, no importa a que cuerpo político, fuese a España, la Confederación Antillana o más tarde a los Estados Unidos. Incluso algunas corrientes separatistas anhelaban tras la separación de España integrarse a otras comunidades, como a Estados Unidos después de 1898, por ejemplo. El integrismo dominó la cultura política del siglo 19, aunque en contienda con el separatismo.

El Laberinto de los Indóciles es una extraordinaria y relevante reflexión de la cultura política del siglo 19, particularmente de la expresada en la escritura histórica de entonces, expresiones que, entre el consentimiento y la resistencia, debatieron el frágil e irresoluto concepto de la identidad puertorriqueña. Pero si esta es una aportación importantísima del libro también lo es su método, técnica o modo de investigar el elusivo objeto de estudio.

El texto de Cancel, un análisis textual y discursivo profundo, implicó el análisis de las fuentes usadas por los historiadores del siglo 19, su marco de referencia, lo que le permitió identificar las bases intelectuales de su legitimación ideológica. El registro de esas fuentes, de las autoridades intelectuales a las que estos apelaron, es una valiosa aportación de El Laberinto de los Indóciles. Entre estas fuentes está Historia geográfica, civil y natural de la isla de San Juan Bautista de Puerto Rico del fray Agustín Íñigo Abbad y Lasierra, si se quiere un texto fundacional de la historia regional puertorriqueña. Cancel le dedica varias páginas a la relación entre ese texto y la historia regional puertorriqueña.

Cancel también revela la relación entre las justificaciones ideológicas de los historiadores del siglo 19 y su trasfondo social. El propósito de esto último era conocer desde cual posición social en la nación imaginada o anhelada, puertorriqueña o española, hablaban. Otro propósito era conocer qué aspectos de la identidad nacional o comunidad imaginada sirvieron de fundamento para sus planteamientos políticos y narraciones históricas. Esto le permitió además a Cancel examinar sus pericias ideológicas y discursivas y sus estrategias retóricas, así como su manipulación de la memoria y la historia, en nombre de sus respectivos proyectos políticos y sociales. Es precisamente la identificación de esas pericias, estrategias y manipulaciones uno de los grandes logros de El Laberinto de los Indóciles.

Cancel establece y comprueba los matices y gradaciones del integrismo y del separatismo en el Puerto Rico del siglo 19, vinculados, pero no iguales, a las modalidades y gamas políticas de hoy. También ubica esos matices en un continuo desde el asimilismo y las propuestas de integración, como el especialísmo y los autonomismos moderados y radicales, hasta a los distintos separatismos independentistas, anexionistas y confederacionistas.  El reconocimiento de esa diversidad contrarresta la tendencia a homogenizar y comprimir las corrientes políticas del país, a ocultar sus deviaciones y heterogeneidad interna.

Además, el autor se aproxima a la historia e historiografía del siglo 19 desde los extremos de ese continuo político-ideológico, disolviendo el centro, contrarrestando la tendencia dominante a narrar la historia puertorriqueña desde el “centro vacilante.” Para este, como ya indiqué, el relato histórico, tanto en el campo de la historia oficial como en el de la académica, ha sido acoplado y narrado desde ese centro inestable. Desde ese centro irresoluto los extremos han sido construidos como parciales y subjetivos, y por esto marginalizados y despachados. Pero la mirada de Cancel, desde los bordes de la historiografía y del centro político contribuye a la disolución de esa médula, a la descentralización de la historiografía integrista. Ubicarse en los extremos le permite al autor dilucidar las vacilaciones, ambigüedades, omisiones y contradicciones del centro y articular un relato alternativo y contestario respecto al centro, sin que esto implique obviar las indecisiones, rodeos, contradicciones y mutismos de los extremos derrotados.

El método de Cancel también indaga las ideologías y discursos historiográficos y políticos en términos de identidades relacionales. El autor demuestra que la historia regional, y con esta sus ideologías políticas, fueron articuladas en términos de identidades puertorriqueñas definidas en relación con España, de la relación imaginada y anhelada con la metrópolis. Así demuestra que la historia regional diferenciaba a los puertorriqueños de los españoles a la vez que recurría a equivalencias entre ambos grupos. El reclamo de una hispanidad compartida, típico de los integristas, implicaba una paridad con los españoles, cierta simetría política y cultural entre los españoles y los puertorriqueños, estos últimos imaginados como parte de la comunidad española. Los separatistas, por su parte, afirmaron las diferencias para justificar la separación, aunque algunos independentistas y nacionalistas del siglo 20 afirmarían las equivalencias culturales con España.  Los asimilistas afirmaban la equivalencia entre las identidades. Así, estas y las otras corrientes políticas examinadas por Cancel, incluyendo a los anexionistas, involucraron juicios de equivalencia y diferenciación al justificar sus proyectos.

La aproximación de Cancel es además comparativa en tanto que contrasta las corrientes historiográficas y políticas develando sus convergencias y divergencias. Por ejemplo, podemos encontrar consensos teóricos y políticos entre los diversos integrismos, manifiestos en la historia regional del siglo 19. Estos convenían en la necesidad de la modernización en el marco de la relación con España, definiendo esa unión como un resguardo necesario para el progreso de la colonia. Estos inclusive profesaban que Puerto Rico había avanzado como consecuencia de las políticas del reformismo ilustrado del siglo 18. Y todos concordaban en el protagonismo que le achacaron a la industria azucarera. Por otro lado, Cancel señala convergencias entre todas las corrientes políticas. Los liberales reformistas, los autonomistas, los separatistas independentistas y los anexionistas aspiraban todos a liberar a Puerto Rico de un orden anticuado para encaminarlo hacia el progreso. Coincidan asimismo en muchos de sus fundamentos filosóficos y compartían sus intereses de clase. Pero, también divergían en otros asuntos. Discrepaban, como mencioné antes, con respecto a la identidad colectiva y con relación a las tácticas políticas.  Sus relatos históricos reflejan además diferentes interpretaciones de eventos y procesos históricos, como el Grito de Lares. Cancel le dedica varias secciones de su libro a las distintas interpretaciones de ese evento.

El análisis del autor también subraya la inconsistencia de los discursos historiográficos, develando sus fisuras y contradicciones.  Por ejemplo, la presencia histórica de Sotero Figueroa, que ofreció, nos dice el autor, lo más cercano a una historiografía separatista, encierra una contradicción: que fuese un autonomista radical el que esparciera la semilla de la historiografía del separatismo independentista. Cancel también apunta a lo contradictorio de la pasividad de los liberales reformistas y autonomistas, quienes toleraron, a pesar de sus reclamos de libertad, la severidad de una relación desigual y autoritaria con España porque confiaban en mejorarla sobre la base de su culto a la hispanidad. Como nos demuestra, era asimismo paradójico o contradictorio que Salvador Brau Asencio recurriera a la racionalidad de la sociología positivista para evaluar la Hispanidad, pero que apelara a economías morales, ciertamente subjetivas, para describir a los puertorriqueños.

Cancel nos provee además una interpretación o lectura sintomática de las fuentes examinadas. Señala sus silencios, omisiones y ocultaciones. Su intención, la que logró, era elaborar un registro de esos silencios para examinar las intenciones y estrategias retóricas de los historiadores del siglo 19. Cancel notó, por ejemplo, el curioso silencio de Betances con respecto a varias protestas de la sociedad civil y acerca de las injusticias sufridas por los trabajadores, producto de una formación colonial que este pretendía erradicar. El historiador también encontró omisiones reveladoras en la obra de Salvador Brau Asencio, quien pasó por alto la esclavitud y el trabajo forzado, así como la desigualdad que emanó de las condiciones vinculadas al momento posterior a la Real Cédula de Gracias de 1815.  Cancel también notó que este obvió mencionar que el reclamo de abolición firmado por Segundo Ruiz Belvis, José Julián Acosta Calbo y Francisco Mariano Quiñones había sido la antesala de la insurrección de Lares.

Esos silencios apuntan, en efecto, a la retórica o la persuasión, y más aún hacia las cualidades ideológicas de la escritura histórica del siglo 19. El autor de un relato histórico, por ejemplo, y al que Cancel le reconoce cierto “espacio de autonomía”, escoge como representar una condición ideológica desde cierta perspectiva en un contexto histórico-social específico, entrelazando compromisos, interpretaciones y su imaginación. Esto es lo que Dominick LaCapra, inspirado en Martin Heidegger llamó, los aspectos “worklike” de un texto, una labor que, aunque reproduce ideologías y discursos también introduce variaciones, alteraciones, y transformaciones de estas, lo que muchas veces requiere silencios y omisiones. Se trata de cierta poiesis, lo que César A. Salgado, basado en Severo Sarduy, describe como la “capacidad creadora para imaginar, forjar y formar otros mundos.” Hacer historia es, al final, y como dirían los críticos marxistas, un modo de producción. La representación de la condición ideológica es entonces un producto relativamente singular. Estas variaciones también responden al hecho de que como afirmaba Pierre Macherey es imposible para un relato cualquiera reproducir la totalidad de una ideología; solo una aprensión parcial de esta es posible. La representación de la ideología en un texto es siempre inacabada, imperfecta, es decir, una variación. Los silencios, decía este crítico literario, muchas veces parten de allí, de la aprensión y producción parcial de la ideología. Se trata de la articulación insuficiente de lo que es una relación imaginaria con la ideología y con la historia, y que puede ser incluso contradictoria, a lo que apuntaba no solo Macherey sino además Louis Althusser, Terry Eagleton y Frederic Jameson. Cancel apunta precisamente a la importancia de advertir y evaluar esos silencios, omisiones y contradicciones en la escritura histórica del siglo 19.

La aproximación de Cancel a las diversas fuentes que examinó presupone la porosidad de los textos respecto a su con-texto. Esto le permite dos cosas: no perder de vista las relaciones dinámicas entre la cultura material y la inmaterial y visibilizar la relación, también dinámica, entre las normas y convenciones que rigen la elaboración de los textos, discursos e ideologías, muchas institucionales, y la agencia o autonomía del sujeto. Esas relaciones facilitan, pero igualmente regulan la producción y reproducción de textos, o lo que se expresa o no en estos. Esto, por supuesto, nos ayuda también a indagar los mencionados silencios y omisiones. Por otro lado, la ubicación social de los narradores, como su posición de clase, vinculada a cierto habitus, como diría Pierre Bourdieu, y su identificación como criollos, influenció sus relatos históricos. Los casos discutidos por Cancel, incluyendo los de Betances y Brau, son ilustrativos de esa relación.

Finalmente, el método de Cancel es reflexivo, lo que es ciertamente refrescante. Reconoce que esos sujetos relativamente autónomos, incluyendo a los historiadores, y entre estos él mismo se incluye, también oscilan, dependiendo de las circunstancias contextuales, entre la racionalidad y objetivación de un fenómeno y la irracionalidad y la subjetividad.  Esto requiere que el investigador, el historiador en nuestro caso, se monitoree a sí mismo y admita no sólo sus sesgos sino además la singularidad del lugar desde el que habla o escribe. Al historiador esto le requiere, entre otras cosas, la dificilísima tarea de no confundir el presente y el pasado. Cancel, por ejemplo, evita presuponer que las aspiraciones de los movimientos a favor de la independencia o la anexión en el siglo 19 sean iguales a los del siglo 20 o los del siglo 21.

El método propuesto por Cancel constituye a su vez la base metodológica de su propuesta para una nueva historia política, otra contribución importante de su nuevo libro. Se trata de una historia cultural de la política. Con esta nueva historia política-cultural Cancel continúa, pero renueva y extiende, desde una perspectiva mucho más crítica, y desde la historia cultural, la historia política propuesta por Fernando Picó y que respondía a su vez a las propuestas para la historia política puertorriqueña de Gervasio García. En efecto, la historia cultural de la política propuesta por Cancel precisa los compromisos con la modernidad de las corrientes políticas del país, a lo que exhortó Picó, anhelos de modernidad presentes en las corrientes historiográficas del siglo 19, como bien demuestra Cancel, y que eran parte de su cultura política.

Aunque Cancel no lo propone así, me parece, que este también ha echado las bases no únicamente de una historia cultural de la política sino además de una historia cultural de la intelectualidad, una renovada historia intelectual puertorriqueña, una que escapa el culto a las personalidades de la tradicional historia política e intelectual.  El libro de Cancel es de muchas formas una historia de las ideas liberales y del pensamiento político y social moderno en Puerto Rico. Y es ciertamente una historia cultural-intelectual de la historiografía puertorriqueña del siglo 19.

En fin, El Laberinto de los Indóciles es otro excelente libro de Cancel, un estupendo y excepcional mapa del laberinto historiográfico y político del siglo 19, una elusiva y confusa maraña afortunadamente desentrañada por Cancel. Pero ese laberinto es uno de los muchos laberintos alojados dentro de ese aún más amplio, enmarañado e inconstante laberinto de nuestra historia. Esos otros laberintos contienen sus propias historias políticas, culturales e intelectuales que aún tenemos que comprender. Aceptemos la exhortación de Cancel y examinemos la historia de sus culturas políticas e intelectuales.

Publicado originalmente en 80 Grados-Cultura-Historia

octubre 22, 2022

El indócil cosmos de Cancel. Parte 2. Una reflexión poslectura

© 2022 Luis Asencio Camacho

Mis conversaciones con el amigo y maestro Mario R. Cancel, en la mayoría de las veces, han sido durante encuentros fortuitos (que conste que laboramos en el RUM) y en alguna que otra contada actividad que por invitación o azar hayamos coincidido; no obstante, ninguno de dichos encuentros ha sido menos que una experiencia enriquecedora, por breves que hayan sido nuestras pláticas.
De un tiempo acá, desde que adquirí mi ejemplar de El laberinto de los indóciles —ocasión que en otro lugar igualé a un atesorado recuerdo de mi adolescencia—, he anhelado una buena charla, larga y tendida, como les apellidan por ahí, para escuchar al maestro deponer y yo, en atrevida ignorancia, retarle con preguntas y argumentos tal vez tan laberínticos como el asunto mismo del libro. Lo retaría a servir de árbitro o, quién quita, de sostenedor del ovillo que llevaría a la salida. ¿Por qué no del guía virgiliano y explicador que ninguno de los indóciles, tanto integristas como separatistas, allí atrapados tuvieron?
¿Chovinismo? ¿Insolencia?
El maestro Cancel ha dejado diáfanamente claro cómo cada una de las partes (no quiero llamarles «facciones» por eso de las añadidas acepciones a la voz) recurrió o recurría a tácticas de arraigo culturo-filosófico, en mayor o menor medida, en sus respectivas empresas cuyo fin en común era liberar a Puerto Rico de la paradójica retrocesión en que lo sumía el supuesto progreso. Como bien plantea el autor, el arma por excelencia de cada parte fue la táctica discursiva; y me atrevo a añadir que en completa indiferencia —si no desprecio— de la estrategia. Y empleo «estrategia» en su más estricta etimología de «provincia bajo el mando de un general»; o, por reducirlo a su absoluto absurdo: lugar.
Un laberinto, cual en un campo de batalla, se sortea a base de estrategia, de conciencia de dónde se está: del entorno, de las ventajas y desventajas del suelo, de los recursos con que se cuentan y, sobre todo, de una visión clara y objetiva de la mejor ruta a seguir en pos de la meta. Si se está más en las de perder, se procede con prudencia y un latente hálito de esperanza.
El laberinto en que unos entraron por volición y otros arrastrados por las corrientes cobró vida desde el primer pie dentro y mutó como un ser sintiente conforme más se allegaban; el integrista (reformistas y autonomistas) que halló su camino franco se encontró detenido en seco por el muro del separatista (independentistas y anexionistas) y viceversa. La «conciencia» del laberinto en ocasiones confrontó a compañeros de viaje, de suerte que tornó a aliados en enemigos y enemigos reconociéndose cual espíritus afines.
Si no me es demasiado audaz o imprudente decir, pensaría que la mayoría, si no encontró la salida, como mínimo encontró ese «centro vacilante» del que muchos no supieron salir y en el que, a mi humilde entender, todavía nos hallamos. Cualquier intento de apologizar me deja con dos posibles respuestas: o los jugadores de la época terminaron abandonando sus trebejos o la historiografía no les ha hecho justicia. Una o otra, el maestro Cancel ha logrado su propósito de dar sonido a esos silencios por omisión u ocultación, con un análisis concienzudo que compara y converge y contrasta y diverge con un desenfado sin rimbombancias. En mi limitado conocimiento del tema, no recuerdo que otros lo hayan hecho; por lo menos no con tan exitosa fórmula.
¿Considero al Laberinto de los indóciles una lectura obligada para historiadores y sociólogos tanto como para estudiantes o lectores recreativos? Más que eso, la conceptúo primera piedra para lo que auguro será un monumento al fenómeno de la historiografía política puertorriqueña decimonónica.
Ansío esa charla en torno a El laberinto de los indóciles.

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