Puerto Rico entre siglos: Historiografía y cultura

marzo 21, 2023

Jíbaros, criollos, puertorriqueños: digresiones sobre la identidad

  • Mario R. Cancel-Sepulveda

¿Qué significa lo jíbaro?

El concepto jíbaro aparece casualmente en la Relación del Viaje a Puerto Rico de la Expedición de Sir George Clifford, Tercer Conde de Cumberland, escrita por el Reverendo Doctor John Layfield, capellán de la expedición invasora inglesa de 1598.[1]  El texto de Layfield fue difundido en la obra póstuma de Samuel Purchas (c. 1575 –1626) titulada Hakluytus Posthumus también conocida como Purchas his Pilgrimes, containing a History of the World in Sea Voyages and Lande Travells, by Englishmen and others, impresa en Londres en 1625 en cuatro volúmenes.

Purchas fue un religioso e historiador inglés que estudió en el Saint John’s College de la Universidad de Cambridge quien, como Pedro Mártir de Anglería (1457-1526), nunca viajó a América e hizo la obra de un recopilador e intérprete. La segunda edición de su colección corresponde a los años 1905 a 1907 y alcanzó los 20 volúmenes. Se trata de una colección desconocida para los lectores de los siglos 18 y 19 cuando el concepto de lo jíbaro se formula y difunde en Puerto Rico.

Layfield era teólogo, académico y traductor de la Biblia muerto en 1617 en Londres. La inclusión de su Relación… legitimaba el discurso de Purchas dado que Layfield había estado en San Juan Bautista durante la invasión inglesa de 1598. El testimonio del capellán, fundamentado en la observación directa y en el interrogatorio a ciertos vecinos, sintetizaba la mirada inglesa en torno a la posibilidad de una colonia tropical útil para los intereses ingleses.

La literatura de exploraciones y viajes sajona, posee numerosas concomitancias con la crónica de Indias hispana que historizó la situación antillana durante el siglo 16 desde la condición del testigo. En ambas, el pintoresquismo y el interés empresarial, el dualismo maniqueo y la devaluación de lo local, se imbricaban para ofrecer al lector europeo, fuese un empresario en ciernes o un posible migrante, una imagen sobre la naturaleza y su potencial material. Layfield, como algunos cronistas de Indias, escribió sobre Puerto Rico in situ, elemento que le daba confiabilidad a su discurso.

Aparte de los datos fidedignos que el texto ofrecía sobre el carácter cimarrón de la ganadería y el valor económico de las corambres, y el cuadro preciso sobre el panorama industrial y agrario del territorio, el autor realizó unas distinciones interesantes entre la región costera o la bajura y sus ingenios azucareros, y el interior o la altura y sus estancias de jengibre de mucha utilidad para comprender el sustrato de lo jíbaro como núcleo de una identidad puertorriqueña.

La asociación de la industria azucarera a los sectores poderosos e influyentes, y la de las estancias a los pobres o a la gente de escasos recursos, era inevitable. Ese es un lugar común en la interpretación de la economía social de San Juan Bautista a fines del siglo 16 y principios del 17. En la América Hispana, las estancias de subsistencia se asociaban a la vida en la ruralía. En San Juan Bautista sugerían las granjas aplicadas a la producción de jengibre y, ocasionalmente, a la ganadería y los cueros.

Una aportación de la obra de Layfield fueron sus anotaciones sobre el ganado mayor y el ganado menor. El reverendo reconocía que los novillos eran más grandes en Puerto Rico que en Inglaterra; a la vez que destacaba que el ganado caballar era de menor gracia y que no comparaba con el inglés porque se trata de animales “trotones” o que andaban a saltos y  sin elegancia. Una de cal y otra de arena: todavía la naturaleza indiana o americana no había sido devaluada del todo ante la naturaleza europea, como sucedió en el discurso de los naturalistas del siglo 18.

En su evaluación del ganado menor, concluyó que el mismo era escaso por causa de los perros salvajes que pululaban por la ciudad de Puerto Rico y se refugiaban durante las noches en los bosques. Las observaciones sobre ese episodio son detalladas. Aquellas jaurías se alimentaban de los cangrejos que cazaban en los manglares, pero también comían ovejas, cabras y otros animales pequeños. Lo más interesante era que en Cuba, los perros realengos eran denominados jíbaros, concepto que equivalía a un animal doméstico que se había hecho montaraz o mostrenco y terminaba siendo un habitante de los bosques. La noción jíbaro en Cuba sugería la cimarronería o anarquía de la altura y, en cierto modo, la barbarie como negación de civilidad: un jíbaro era un ser arisco, difícil de controlar.

Como podrá verse, esa concepción no tenía nada que ver con la raza o el color de piel. De lo que se trataba era de cifrar una actitud ante la vida y una forma distanciarse del orden. Entre jíbaro y canalla, concepto que procede del italiano canaglia o “muchedumbre de perros”, existe algún parentesco. Ambos conceptos tenían un origen despreciativo. Voltaire, pensador ilustrado aristocrático, usaba en voz de uno de sus personajes de Cándido, Martín, el concepto canalla para referirse a los sectores más rebeldes e insumisos del pueblo francés.[2]

Lo más interesante de aquel juego es la relación que se pueda establecer entre el interior y los bosques y la animalización del jíbaro que sugería el retorno a la barbarie con la cultura rural. Recuerden que el interior montañoso central, seguía inexplorado a fines del siglo 16, hecho por el cual estaba marcado por el misterio. La pregunta es ¿cómo se convirtió un insulto en el signo respetable de la identidad nacional puertorriqueña?

¿Qué significa lo criollo?

Cuando observo, de otra parte, el sentido de lo criollo, reconozco que en este se manifiesta un acto de sumisión a los valores peninsulares. Afirmar la criollidad, si se me permite el neologismo, significaba suprimir la condición de indiano en la medida en que se adoptaba una hispanidad problemática, difusa y evanescente. La jibaridad implicaba aceptar una condición alterna, la de aquel que huye de la formalidades del poder, igual que los perros salvajes en la noche, y se refugia en un interior feral, en un Jáuja o en el Pipiripao de la barbarie más prístina.[3] El criollo suprime lo que el jíbaro celebra. Lo criollo y lo jíbaro se contradicen, son conceptos difíciles de vincular tanto como la naturaleza de la costa y la del interior. Su principal punto de encuentro radica en que, tanto lo criollo como lo jíbaro, se asumen desde la blancura.

«El pan nuestro» (1905), Ramón Frade León (1875-1954).

El concepto criollo proviene del portugués crioulo, derivado del verbo criar. Conceptualmente sugiere la figura de aquel que es producto, sujeto y responsabilidad del padre. Posee un fuerte sentido patriarcal que afirma el carácter natural de la sujeción al otro a la vez que legitima su infantilización por parte de aquel que lo nombra. De un modo u otro el criollo, el indiano y el insular vienen a ser la sombra, el opuesto o el doble inferior del español, el hispano o el peninsular. Se trata de la reiterada dialéctica de los secos y los mojados. Semánticamente, la noción criollo constituye un reconocimiento de la diferencia y una justificación de la desigualdad al otro.

Insisto en que el criollo reconocía en España el signo de una patria. La patria es la tierra de los padres: no se equivocaba. El proceso lo llevó a identificar la ínsula con la nación o la tierra en que nació: tampoco se equivocaba. Pero esa misma lógica lo apartó del resto de la comunidad. La condición criolla acabó por ser tan excluyente como la hispano-europea. La relación del criollo con el mestizo, el mulato, el negro esclavo o libre, fue tan contenciosa como la de los hispano-europeos con ellos. La inferioridad que le adjudicaba el hispano-europeo, el criollo la desplazaba hacia los grupos subalternos por lo que este podía ser tan prejuiciado y racista como el hispano-europeo. El criollo, incluso el que se (des)dibuja en el criollismo del siglo 19 y el neocriollismo del siglo 20, fue parte de una aristocracia elitista y orgullosa de su condición de clase.

Aquella idea traducía un viejo prejuicio naturalista o cientificista a un plano etnocultural. Uno de las tendencias más visibles de los textos de Indias había sido la degradación del indio. Los observadores europeos apoyaron su actitud en el repudio de la naturaleza indiana o americana. La imagen devaluada se transmitió como si se tratase de un código genético: del indio pasó al mestizo y, de este, al criollo. A aquella conclusión se llegaba mediante procedimientos complejos. La presunción generalizada de que el progreso material era producto de la bondad del ambiente, condujo a la conclusión de que la inferioridad de otro indiano o americano, tenía una explicación  biológica. La naturaleza determinaba el temperamento. El temperamento era un derivado lógico de la temperie o el clima: un europeo y un americano tenía que ser seres distintos.

La realidad de que el criollo no era más que un hispano nacido en la Indias que compartía la mayor parte de sus valores, no era suficiente para aceptarlo como igual. Su nación, su lugar de nacimiento, eran las Indias o América. A lo más que podía apelar para contrarrestar la asimetría era al hecho de que España era su patria, es decir, el lugar de origen de sus padres. Ello no impedía que fuese considerado como un vasallo inferior. Las consecuencias políticas de ello fueron enormes: el criollo nunca tuvo acceso igual a los privilegios sociales de un hispano.

Visto desde esta perspectiva, la pregunta obligada es ¿qué justificaba el manifiesto orgullo colectivo por la herencia criolla? ¿En qué condición se insertó la conciencia criolla en el proceso de maduración de la puertorriqueñidad? Me parece que el orgullo se apoyaba en la sobrevaloración de su condición de descendientes de padres hispano-europeos y en una supresión tácita a la circunstancia de que nacer en las Indias y las ínsulas los excluía de ser españoles y peninsulares. El hecho de la hispanidad o la pensisularidad heredada por sangre, lo privilegiaba en su ámbito social colonial. Pero nunca lo equipararía del todo con el hispano-europeo. Ser criollo traducía una carencia que no le dejaba más opción que respetar por la fuerza a aquel que lo rechazaba. Ello condujo al criollo a expresar un exagerado afán por ser aceptado o asimilado por el otro con los ribetes políticos que ello tuvo durante el siglo 19.

Los símbolos de poder a los que apelaba el criollo eran los mismos a los que apelaba el hispano-europeo: honores y privilegios que se podía adquirir y sostener con dinero. La nobleza y la posibilidad de ser denominado don era crucial.  La nobleza de sangre, la que se adquiría en buena lid o por ciertas ejecutorias, estaba a la mano del criollo. Si a ello se añadían ciertas condiciones vinculadas al oficio y a la raza, sus privilegios estaban seguros. En el juego discursivo sobre Puerto Rico las voces criollas ocupan una posición incómoda: se vieron precisados a aceptar una herencia que los rechazaba.

¿Qué significa lo puertorriqueño?

Salvador Brau Asencio (1842-1912) es considerado uno de los precursores de la historiografía y la sociología y la historia social puertorriqueñas. Fue activista abolicionista, liberal y autonomista, y trabajó al servicio de España y Estados Unidos en el cambio del siglo 19 al 20. El documento de 1883 titulado “Puertorriqueños, así somos nosotros”, es un interesante juicio sobre la percepción de la identidad puertorriqueña a los ojos de este intelectual de Cabo Rojo.[4]

Brau Asencio era un criollo neto que afirmaba el papel fundamental de la hispanidad en la puertorriqueñidad en la figuración de la puertorriqueñidad. En su texto  llamaba la atención sobre ciertas cualidades “tan especiales” que solo podían ser nuestras pero reconocía que “se trataba de “cualidades inherentes algunas a toda la familia española”. Una lectura cuidadosa del escrito confirma que Brau Asencio reconocía que entre lo hispánico y lo puertorriqueño existían elementos de continuidad y de discontinuidad.

Sus argumentos en torno a lo que se heredaba de España eran histórico-sociales, producto de la observación social y de la racionalidad positivista propia de su tiempo. Colonizados por la gente del sur el puertorriqueño era vivo de imaginación como aquellos, pero carente de pasión en el obrar. El puertorriqueño más bien parecía heredero de la gente del norte siempre fría y frugal en el hacer social. Se trataba de dos prejuicios y generalizaciones culturales indemostrables científicamente. Pero cuando enfrentaba lo que nos hacía “tan especiales”, es decir, el color local, su reflexión  se desplazaba hacia el terreno de las consideraciones morales y emocionales. Después de todo, afirmaba con un tono de aceptación, así somos nosotros”.

La descripción de Puerto Rico y los puertorriqueños como un pueblo “sufrido” y fantasioso, “fácil de dirigir y muy aficionado a dejar hacer”, “respetuoso con la autoridad, pero evitando todo lo posible el rozarse con ella” y “en sus deberes nacionales es un modelo”, racionalizaba la sumisión y la credulidad como virtudes o, en última instancia, como condiciones insuperables por naturales u orgánicas. El “aislamiento”, los “hábitos de la vida campestre”, el “régimen colonial” y la poca cultura social, explicaban aquella fisonomía moral.

El autor no quizo separar las virtudes de los defectos. La decisión de si lo expuesto era una cosa u otra la debía tomar el lector. Pero, en general, los rasgos que atribuía el caborrojeño al puertorriqueño eran como siguen:

  • La “vivacidad de imaginación y la delicadeza”
  • Lo “expansivo del carácter, lo generoso y sufrido, y lo propenso a resignarse con una promesa”
  • La “independencia de carácter” y el hecho de que el “puertorriqueño estima en mucho su libertad individual”.
  • La “parsimonia con que procede” y la ausencia de “vehemencia en el obrar”
  • Manifiesta “instintos solitarios” y tiene por virtud la “hospitalidad”
  • Son “los peores cortesanos del mundo”, distantes del boato, el formalismo, los protocolos y el lujo
  • Es un pueblo “decidor y jovial en sus reuniones, pero circunspecto y hasta desabrido en la vida pública”
  • Es un pueblo que posee una “calma estoica”, es “fácil de dirigir y muy aficionado a dejar hacer” y, a la vez, “respetuoso con la autoridad, pero evitando todo lo posible el rozarse con ella”, el cual cumpliendo “sus deberes nacionales es un modelo”
  • “¿Viene un gobernador nuevo? Le recibiremos con palmas”, pero “si el gobernador no cumple nada de lo ofrecido (…) no nos vemos obligados a ponernos en franquicia” o protestar y se guarda silencio
  • No cambian con facilidad: “apegados nos hallamos a nuestras costumbres” de donde deriva su tesis central de que “así somos nosotros”.

Las observaciones aludidas, de un modo u otro, han sido repetidas como una fórmula vinculada al mito de la docilidad natural del nacional ¿Eran así los puertorriqueños? ¿Era aquel acaso el borrador de como la elite política educada evaluaba a la canaglia o canalla insular? Eso sólo lo podría responder Brau Asencio pero, para su bien, ya no encuentra entre nosotros.

Publicado originalmente en Claridad-En Rojo el 13 de diciembre de 2022.


[1] Refiero a Mario R. Cancel Sepúlveda, notas (2010), “Reverendo John Layfield: Testimonio de 1598” en Puerto rico entre siglos. URL: https://puertoricoentresiglos.wordpress.com/2010/11/15/reverendo-john-layfield-testimonio-de-1598/ . Tomado de Samuel Purchas (1625) “Relación del Viaje a Puerto Rico de la Expedición de Sir George Clifford, Tercer Conde de Cumberland, escrita por el Reverendo Doctor John Layfield, Capellán de la Expedición. Año 1598” en His Pilgrims, Parte IV (Londres). Algunos fragmentos de la obra pueden ser revisados en  Eugenio fernández Méndez (1981) Crónicas de Puerto Rico ( Río Piedras: EDUPR): 135-156.

[2] De una traducción anónima de 1882 del francés al italiano de Voltaire (1759) “Cap. 21. Candido e Martino si avvicinano alle coste di Francia e ragionano” en Candido, cito a Martino diciendo “Io vi ho conosciuto la canaglia degli scrittori, la canaglia de’ cavillatori e la canaglia de’ convulsionari; si dice che vi è della gente assai civile in quel paese: io voglio crederlo. En la traducción al castellano en Voltaire (1974) “Cándido” en  Obras inmortales (Barcelona: Bruguera): 328, cito la misma parte “Conocí a los canallas que escribían, a los que pensaban y a los revolucionarios. Se dice que en esa ciudad hay gente muy educada; quiero creerlo”. La ciudad a que se refiere es París.

[3] Sobre este país imaginario  inventado en el siglo 17 véase Julio Caro Baroja (1993) Jardín de flores raras (Madrid: Seix Barral) : 56-58.

[4] El texto poder ser consultado en Mario R. Cancel Sepúlveda (2010) “Documento y comentario: Puertorriqueños, así somos nosotros” en Puerto rico su transformación en el tiempo. URL: https://historiapr.wordpress.com/2010/03/31/puertorriquenos-asi-somos-nosotros/

diciembre 4, 2022

COLOQUEO – El Caribe en la Guerra de Independencia de los Estados Unidos

Un diálogo en torno al volumen del Dr. José E. Muratti Toro, «El Caribe en la Guerra de Independencia de los Estados Unidos» (San Juan: 360 Grados) con el Dr. Jorge Rodríguez Beruff y el Prof. Mario R. Cancel-Sepúlveda.

Coloqueo es un proyecto producido y moderado por el Dr. Pablo L. Crespo Vargas con el apoyo del Instituto de Cultura Puertorriqueña

Para ver la actividad pulse aquí: https://www.youtube.com/watch?v=WDqPrLgwqgQ

El estado de la historiografía puertorriqueña: un diálogo

Comparto el diálogo del 16 de noviembre de 2021 auspiciado por la Biblioteca Jesús T. Piñero de la Universidad Ana G. Méndez en torno a estado actual de la historiografía puertorriqueña la reflexión histórica y sus perspectivas futuras.

Una rica conversación con los/las colegas la Dra. Mayra Rosario Urrutia, el Dr. Josué Caamaño-Dones y la Dra. Cristina Maldonado Caro. Al Dr. Javier Aleman Iglesias mi agradecimiento por la invitación.

Para ver la actividad pulse aquí: https://fb.watch/aDNT1YKeBM/

 

noviembre 18, 2022

Jayuya: monólogo de un historiador

Por Mario R. Cancel-Sepúlveda

La transición hacia el Estado Libre Asociado y su cuestionable legitimación internacional por la Organización de Naciones Unidas (1946-1953), fue objeto de la crítica jurídica de figuras que estuvieron estrechamente vinculados a la figura de Luis Muñoz Marín y el Partido Popular Democrático. La opinión de Vicente Géigel Polanco[1], quien abandonó esa organización en 1951, el juicio de José Trías Monge [2] en sus memorias, y los comentarios al Congreso de Estados Unidos firmados por el diplomático estadounidense Jack K. McFall, son un ejemplo de ello.[3] Las tres fuentes convergían en que el proceso constitucional no era sino una farsa jurídica o un juego diplomático vacío para mejorarla imagen internacional de Estados Unidos. Las interpretaciones provenían de un militante popular que abrazó el independentismo, un popular que era una autoridad en derecho que comprendía el problema de la soberanía y que sirvió al ELA desde su Tribunal Supremo, y uno de los agentes políticos que manufacturó el entramado del presunto proceso de descolonización en Washington.

Pero la crítica jurídica no fue la única reacción en aquel momento y, en general, fue desoída. El proceso que a la larga condujo a la consolidación del ELA en 1952, combinado con otras circunstancias particulares, estimuló al Partido Nacionalista a tomar otra vez, como lo había hecho en la coyuntura de 1930, el camino de la “acción inmediata” por medio de la protesta armada. Lo cierto es que desde diciembre de 1947, una vez Pedro Albizu Campos regresó a Puerto Rico desde la ciudad de Nueva York, la militancia nacionalista atravesó por un proceso de reavivamiento notable. Otros sectores del independentismo de nuevo cuño que no compartían el pasado del Partido Nacionalista, a pesar de las notables diferencias ideológicas que podía haber entre ellos, también vieron en el retorno del líder al cual denominaban el “Maestro”, una oportunidad histórica que no podían dejar pasar por alto.

En diciembre de 1947, un grupo de estudiantes de la Universidad de Puerto Rico, a pesar de la resistencia de las autoridades universitarias, izó la bandera puertorriqueña que había servido de signo del nacionalismo político desde la década de 1930. Con ello ejecutaban un gesto de “saludo a Albizu Campos” y un reto a la estabilidad del régimen colonial. La emblemática torre universitaria había sido bautizada con el nombre del presidente Franklyn Delano Roosevelt en 1939 como reconocimiento al novotratismo y su papel en la recuperación económica del territorio en medio de la Gran Depresión por lo que tenía un valor simbólico extraordinario. Albizu Campos había sido un crítico exacerbado de aquel presidente y su política del Nuevo Trato siempre.[4] El Rector Jaime Benítez, otro icono de la historia de la institución, ordenó la expulsión sumaria de los jóvenes que habían organizado la protesta: Jorge Luis Landing, Pelegrín García, José Gil de Lamadrid, Antonio Gregory y Juan Mari Brás. El castigo funcionaba como una censura de la expresión y la opinión, por lo que desató una huelga estudiantil de un fuerte contenido político.

La huelga estalló en abril de 1948 y, entre mayo y junio, ya se estaban aprobando en la legislatura local la Ley 53 o Ley de la Mordaza que convertía en delito punible la expresión y el activismo independentista, nacionalista o socialista en el país. El lenguaje fundamentalista y autoritario de la ley sigue siendo impresionante: predicarorganizarpublicardifundir o vender información que fomentara el derrocamiento del régimen estadounidense eran actos equiparados ante la ley y tratados como una acción delincuente. En última instancia, “pensar” era un acto tan peligroso como “hacer”. Las figuras detrás de la aprobación, hay que decirlo con propiedad, fueron el entonces Senador Muñoz Marín y el citado jurista Trías Monge. La calentura del Guerra Fría, la presión del discurso anticomunista, la amenaza a la hegemonía estadounidense en Europa en la segunda posguerra, había contaminado a la clase política local controlada por el Partido Popular Democrático.

Esta es una historia que se repite por lo que a nadie debe sorprender el giro a la derecha que esporádicamente domina a un segmento significativo de la dirección de los populares en el presente: la necesidad de afirmarse en el poder aliándose a los sectores moderados, presumiblemente mayoritarios, los domina. La Ley 53 era un acto de sumisión al Congreso de Estados Unidos. No era sino la expresión local de Ley Smith de aquel país redactada a la orden de la Doctrina Truman y el anticomunismo. En aquel país numerosos dirigentes sindicalistas, socialistas, comunistas, anarquistas o demasiado liberales, fueron objeto de vigilancia, persecución y represión. La Ley Smith estimuló la creación de “listas negras” en Estados Unidos y de “carpetas de subversivos” en Puerto Rico.

La huelga universitaria de 1948 representaba una amenaza a la tesis de Benítez de que la universidad debía ser un centro aséptico e ideológicamente inmune a la militancia. La tesis de la “Casa de Estudios” negaba siglos de tradición intelectual en la cual la crítica y el reto ideológico se reconocían como unos cimientos respetables de la tradición occidental moderna y, acaso, fundamento de aquella. Para Benítez, ser occidental en Puerto Rico en tiempos de la Guerra Fría, significaba todo lo contrario a lo que había sido desde la Revolución Francesa de 1789. La universidad era un espacio para el estudio y no para la participación ciudadana por lo que los estudiantes no poseían medios para la coordinación de sus reclamos tales como los Consejos de Estudiantes ni se debían organizar en grupos de opinión. En cierto modo, la participación y la política, estaban limitados a los administradores del poder.

Pensar que aquellas decisiones se tomaron por cuenta del regreso de Albizu Campos y las protestas de los estudiantes universitarios rebeldes, sería reducir el fenómeno a la eventualidad local. Lo cierto es que Puerto Rico estaba entrando a la Guerra Fría como un personaje de relevancia reproduciendo las ideologías dominantes en Estados Unidos. El efecto que aquella ley represiva e irracional pudiera tener en frenar la “ola revolucionaria” que se temía era cuestionable. Albizu Campos lo demostró de inmediato cuando, en junio de 1948, retó la censura de la Ley 53 en un discurso público en el pueblo de Manatí[5]. Las consecuencias de ello fueron las esperadas. La vigilancia sobre las actividades nacionalistas por parte de la policía aumentó. Albizu Campos tenía asignado un agente taquígrafo de nombre  Carmelo Gloró, quien llevaba récord de sus discursos con el fin de recuperar prueba para, en el futuro, establecer el acto delictivo. Bajo aquellas condiciones la violencia parecía una salida inevitable y justificada.

El proyecto insurreccional

La Insurrección Nacionalista de octubre de 1950 fue, entre otras cosas, una respuesta bien articulada a los retos políticos impuestos por la Guerra Fría, el proceso de descolonización que condujo a la fundación del Estado Libre Asociado y la actitud colaboracionista y sumisa del liderato del Partido Popular Democrático con las autoridades de Estados Unidos con el fin de asegurar las reformas que se les ofrecían. La acción protestó además contra la Ley 53 o La Mordaza de 1948, contra la Ley 600 y contra la Asamblea Constituyente que por aquel entonces se planificaba. Pero sobre todo fue un arriesgado acto de propaganda que se elaboró con el propósito de llamar la atención internacional sobre el caso colonial de Puerto Rico y confirmar las posibilidades de la resistencia armada en el territorio caribeño. En un sentido simbólico representó la reinvención de la situación que produjo, con efectos análogos, la Insurrección de Lares en septiembre de 1868. La retórica nacionalista de aquel entonces realizó un esfuerzo ingente por demostrar la continuidad espiritual, cultural y política entre el 1868 y el 1950.

El centro militar de la conjura fue el barrio Coabey de Jayuya. La finca de la militante Blanca Canales (1906-1996) sirvió como centro de entrenamiento y de mando, así como de depósito de armas para los rebeldes. Fue allí donde se proclamó la República y se izó la bandera de la Nación, muy parecida a la que en 1952 el Estado Libre Asociado de Puerto Rico oficializara como signo del nuevo orden político. Allí se fundó, como en Lares, la Nación Simbólica y se sacralizó mediante la palabra su soberanía política.

El plan de los rebeldes era, una vez tomada la municipalidad de Jayuya, resistir el tiempo que fuese necesario hasta que la comunidad internacional reconociera la beligerancia puertorriqueña y legitimara su voluntad soberana. Algunos veteranos del ejército me comentaron en Jayuya en el 2008 que la selección de la localidad se había hecho sobre la base del notable potencial agrario de la región montañosa y sus posibilidades de sobrevivir en caso de que la insurrección no fuese efectiva en otras partes del país.  El Puerto Rico agrario que Operación Manos a la Obra dejaría atrás pesaba mucho en la cultura revolucionaria de una parte significativa del liderato, asunto que habría que indagar con más detenimiento en el futuro. Las fuerzas nacionalistas de aquella localidad estaban al mando de Carlos Irizarry, militante que era además, veterano de la Segunda Guerra Mundial. La experiencia militar en las fuerzas armadas estadounidenses o en conflictos internacionales como la Guerra Civil Española era valorada por la organización militar nacionalista.

El centro político o público fue, desde luego, San Juan donde se encontraba la casa del Partido Nacionalista y vivía su líder Albizu Campos. La voz de la nación era aquel abogado. La prensa puertorriqueña, estadounidense e internacional, miraría hacia donde él estuviese y los actos que se ejecutaran contra su persona con el fin de arrestarlo, servirían para proyectar el hecho de que en Puerto Rico se luchaba a favor de la descolonización por un camino alterno al que había marcado la Ley 600. Los centros rebeldes mejor preparados para los combates parecen haber sido los de Utuado, Mayagüez y Naranjito, aunque los combates en cada una de esas localidades fueron desiguales. Sin embargo la presencia de comandos nacionalistas era visible en una parte significativa del país.

Las acciones de Jayuya se combinaron con dos atentados que demostraban los riesgos que era capaz de tomar la militancia nacionalista. El primero fue encabezado por el militante y también veterano de guerra, Raimundo Díaz Pacheco (1906-1950) y tuvo por objetivo la residencia oficial del gobernador Muñoz Marín, es decir, La Fortaleza. Se trataba de un atrevimiento histórico que recordaba las conjuras militares del siglo 19 que siempre tenía por objetivo la toma de la casa de gobierno y la proclamación de la república. El otro estuvo compuesto por los militantes Griselio Torresola (1925-1950) y Oscar Collazo (1914-1994), quienes atacaron la Casa Blair, residencia temporera del presidente Truman en Washington.[6] Ninguno de los dos magnicidios consiguió su objetivo pero el impacto propagandístico de ambos fue enorme.

Antecedentes inmediatos

La Insurrección Nacionalista estalló el 30 de octubre de 1950. Todo parece indicar que los días previos fueron de intensa preparación para una situación que Albizu Campos había planeado con mucha calma desde su salida de la cárcel de Atlanta en 1943.  Los registros del taquígrafo de récord y funcionario de la Policía Insular Carmelo Gloró, documentan que el 26 de octubre, cuando se conmemoraba el día del natalicio del General Antonio Valero de Bernabé en Fajardo, Albizu Campos adoptó un tono marcial que inevitablemente resultaba en un llamado al combate inminente. Para quienes conocen el calendario patriótico del Partido Nacionalista, la relevancia de Valero de Bernabé y su vinculación con el mito bolivariano, explican por qué aquella fecha  resultaba idónea para informar a la militancia sobre la necesidad de una movilización.

El día 27 de octubre, un grupo de nacionalistas fueron detenidos por las autoridades mientras transitaban por el Puente Martín Peña en la capital. Durante la intervención  se les ocuparon dos pistolas  calibre  37, una subametralladora, cinco explosivos de bajo y mediano poder que incluían los clásicos cócteles molotov, algunas bombas tipo niple y varias cajas de balas. Todo parece indicar que aquel acontecimiento fue crucial para que se tomara la decisión de que la Insurrección sería el día 30 dado que se llegó a temer que aquellos arrestos fuesen la primera de una serie de intervenciones policiacas que pondrían en peligro el objetivo de los rebeldes.

El 28 de octubre estalló un motín en la Penitenciaría Estatal de San Juan bajo el liderato del presidiario Pedro Benejám Álvarez. El mismo desembocó en un escape masivo de presos. Benejám era también veterano de guerra y había sido traficante de armas robadas al ejército de Estados Unidos. Por aquel entonces se alegó que el motín estaba conectado con la conjura nacionalista y se aseguraba que Benejám estaba comprometido a suplir armas y hombres a la revuelta.

Durante los días 28 y 29 de octubre, las tropas nacionalistas se movilizaron y se reconcentraron en el Barrio Macaná de Peñuelas. La residencia de militante Melitón Muñiz Santos, fue usada como centro de distribución de armas y tareas para el evento que se acercaba.

Objetivos militares y el plan de combate

La meta principal de los Comandos Nacionalistas, cuerpo con entrenamiento militar que en 1934 se habían identificado como los Cadetes de la República, fue la toma de los cuarteles de la Policía, prioridad que parece demostrar la necesidad de armas que caracterizaba al movimiento rebelde. Aquel objetivo militar se unía a un plan concertado para ocupar las oficinas de teléfono y telégrafo locales con el fin de incomunicar las localidades una vez fuesen tomadas. Un segundo objetivo de los Comandos Nacionalistas fue ocupar las alcaldías, centro que representaban el poder colonial concreto cercano a la gente y ratificaban el colaboracionismo de los populares con las autoridades estadounidenses.

El tercer objetivo fueron las dependencias del Gobierno Federal en Puerto Rico tales como los correos y las oficinas del Servicio Selectivo de las Fuerzas Armadas. El Partido Nacionalista había conducido una campaña muy persistente en contra de la participación de los puertorriqueños en el ejército estadounidense desde la Segunda Guerra Mundial.  Debo llamar la atención sobre otro elemento que me parece crucial. La Guerra de Corea, la primera confrontación violenta de la Guerra Fría, había iniciado en junio de aquel año y, como se sabe, ya en las primeras semanas de octubre la tropas de la Organización de la Naciones Unidas al mando del General estadounidense Douglas MacArthur, habían sido movilizadas contra los ejércitos de Corea del Norte y la República de China.  El mundo estuvo al borde de una conflagración atómica en aquel contexto por lo que la Insurrección Nacionalista de octubre de 1950, se iniciaba en un momento muy complejo en que la fiebre anticomunista dominaba el lenguaje político internacional.

La táctica utilizada fue la de las guerrillas urbanas. Se trataba de bandas o grupos pequeños que se tomaban enormes riesgos militares hasta el punto de que algunos de ellos funcionaban más bien como comandos suicidas. Los soldados nacionalistas más experimentados contaban, como se sabe, con formación militar en las Fuerzas Armadas de Estados Unidos y, todo parece indicar, que los nacionalistas constituyeron un cuerpo disciplinado y dispuesto a cumplir con las órdenes de sus superiores. Los logros militares más notables de aquel esfuerzo se redujeron al hecho de que Jayuya, el centro de la conjura, permaneció en poder de los Nacionalistas hasta el 1ro. de noviembre, pero la movilización de la Guardia Nacional, cuerpo militar que contaba con armas de repetición, morteros, artillería ligera y aviones de combate, forzó la rendición de la plaza con el fin, según algunos, de evitar la devastación del barrio. En aquel momento la desventaja en capacidad de fuego de los rebeldes se hizo patente.

Un juicio tentativo

La impresión que deja aquella situación es que, igual que en el caso de la Insurrección de Lares de 1868, la Insurrección de Jayuya de 1950 parece haber sido producto de la precipitación y la prisa. Los defensores de Jayuya no contaban con armamentos capaces de enfrentar vehículos blindados, ni con artefactos bélicos antiaéreos. Entre los pertrechos ocupados a los rebeldes había pocos explosivos de alto poder: las bombas tipo niple y los explosivos a base flúor o cloro parecen haber sido el límite de su capacidad explosiva.

El gobernador Muñoz Marín, la Policía y la Guardia Nacional manejaron el asunto de una manera muy diplomática con el fin de evitar el golpe de propaganda que podría producir a nivel internacional un acto de rebelión y represión masiva contra los rebeldes. El prestigio de Albizu Campos y su proyección internacional debieron pesar mucho en aquel momento. Ejemplo de aquella actitud cuidadosa fue el hecho de que nunca se declaró un “estado de emergencia” o “ley marcial” y que, con el fin de disminuir el efecto negativo que aquel acto podía tener sobre su imagen, Muñoz Marín pidió disculpas a Estados Unidos en nombre Puerto Rico y proyectó la Insurrección como un acto aislado y de poca relevancia.

Albizu Campos, arrestado en su casa tras una intensa resistencia, fue condenado a 53 años de prisión. Su destino parecía ser morir en la cárcel. Sin embargo, la presión de una campaña humanitaria internacional a favor de su excarcelación, provocó que el líder rebelde fuese indultado por Muñoz Marín en 1953.  Como dato curioso, el indulto se ordenó el 30 de septiembre de aquel año y Albizu Campos lo rechazó. Las autoridades carcelarias tuvieron que expulsarlo de la penitenciaria a pesar de su oposición.

Albizu Campos era un mito político muy poderoso, una figura que estaba, por decirlo de algún modo, más allá de la política cotidiana y de la domesticidad. Su proyección internacional como un mártir de la independencia era incuestionable. Reducirlo a las pequeñeces de la política local en tiempos de la Guerra Fría requeriría un esfuerzo monumental. Lo cierto es que figuras como la de Albizu Campos representaban una contradicción en aquella década del 1950 en la cual el realismo, el cálculo y el pragmatismo se imponían en la vida política local. Albizu Campos era demasiado irreal para una generación política que había decidido someterse y ajustarse a la corriente que provenía de Washington.

Publicada originalmente en Claridad-En Rojo (1ro de noviembre de 2022)

[1] Mario R. Cancel Sepúlveda, notas a “Vicente Géigel Polanco y la Ley Pública 600” (1972) “Ni constitución ni convenio” (Fragmento). Publicado en El Mundo, a 19 de mayo de 1951. Tomado de (1972) La farsa del Estado Libre Asociado (Río Piedras: Edil):  21-24.URL: https://puertoricoentresiglos.wordpress.com/2009/11/15/vicente-geigel-polanco-y-la-ley-600/
[2]Mario R. Cancel Sepúlveda, notas a “José Trías Monge y el ELA” tomado de (2007) “Capítulo 8. En la Secretaría de Justicia” (Fragmento) Cómo fue. Memorias (San Juan: EDUPR): 200-201.URL: https://puertoricoentresiglos.wordpress.com/2009/11/15/jose-trias-monge-y-el-ela/
[3]“The Origin of the Commonwealth Label” (April 20, 2011) Puerto Rico Report. URL : https://www.puertoricoreport.com/the-origin-of-the-commonwealth-label/#.Y161xXbMKUk
[4] Refiero a los interesados a Mario R. Cancel Sepúlveda (2010) “El Partido Nacionalista, los obreros y Mayagüez (1934)” en Puerto Rico entre siglos URL: https://puertoricoentresiglos.wordpress.com/2010/08/09/partido-nacionalista-obreros-mayaguez-1934/
[5] Los mejores recursos para comprender el fenómeno siguen siendo Ivonne Acosta Lespier (1989) La Mordaza. Puerto Rico 1948-1957 (Río Piedras: Edil) e Ivonne Acosta Lespier (2000) La palabra como delito (San Juan: Cultural)
[6] Un relato detallado del acto puede leerse en Ramón Medina Ramírez (2016) El movimiento libertador en la historia de Puerto Rico (San Juan: Ediciones Puerto) reproducidos en redacción (25 de octubre de 2022) “CLARIDADES- 1 de noviembre de 1950” URL: https://claridadpuertorico.com/claridades-1-de-noviembre-de-1950/

octubre 25, 2022

De Laberintos, Centro Vacilantes y Objetos Esquivos: Un Comentario sobre El Laberinto de los Indóciles

  • José Anazagasty Rodríguez

El Laberinto de los Indóciles es el fruto de un metódico y minucioso análisis de muchos años. Este manifiesta, con gran éxito, el tremendo compromiso y dedicación de Mario R. Cancel con el estudio de lo que él describe como un esquivo objeto de estudio: la historiografía puertorriqueña del siglo 19. No podíamos esperar menos de un historiador de la altura de Cancel, a quien Gary Gutiérrez llamó recientemente el “maestro Cancel”.  Y qué mucho hemos aprendido del historiador-maestro, en este caso mucho acerca de la historiografía, la historia, la política y las identidades colectivas puertorriqueñas del siglo 19.

El libro expone que los integristas y los separatistas, y las historiografías que inspiraron, pretendían liberar a Puerto Rico de un orden que pensaban retrógrado para encaminarlo hacia el progreso. Por esto concluye que estos compartían las metas, pero diferían en la selección de los medios o tácticas para realizarlas. Divergían, por supuesto, en cuanto a su posicionamiento en relación con España, con los reformistas y los autonomistas en el campo integrista, y los independentistas y anexionistas en el campo separatista. Estos grupos, aparte de sus diferencias sobre si querían separarse o integrarse a España, discrepaban también respecto al papel de la violencia en el proceso de liberación. Sólo los separatistas estaban dispuestos a la violencia revolucionaria. También diferían en su articulación de la identidad puertorriqueña. Estas posturas político-ideológicas eran, a pesar de sus convergencias, posiciones enfrentadas.

El integrismo ganó la contienda. Cancel revela en su nuevo libro el dominio de la historiografía y proyecto político integrista, cuyas corrientes—asimilismo, especialismo, y autonomismos moderados y radicales—mantenían posiciones teóricas y políticas similares. Estos eran integristas pro-españoles que pretendían con sus discursos y relatos disminuir las tensiones que producía una relación política y cultural que valoraban mucho, pero cuya fragilidad admitían. Este consenso estaba, por supuesto, presente en la historia regional del siglo 19, pues como explica el autor, los integristas, en todas sus variantes, y quienes trazaron la “historia regional,” coincidían en ver la relación con España como una garantía para la modernización de la colonia. Se trata del predominio y hegemonía de eso que Cancel llama el “centro vacilante”.

En efecto, los integristas fueron relativamente efectivos en su desplazamiento de “los proyectos políticos e ideológicos derrotados,” los de los separatistas anexionistas o independentistas. El carácter hegemónico de la historia y política integrista no se debe únicamente a su condena efectiva del separatismo, sino además a su fijación y afianzamiento de la integración misma como fin político, no importa a que cuerpo político, fuese a España, la Confederación Antillana o más tarde a los Estados Unidos. Incluso algunas corrientes separatistas anhelaban tras la separación de España integrarse a otras comunidades, como a Estados Unidos después de 1898, por ejemplo. El integrismo dominó la cultura política del siglo 19, aunque en contienda con el separatismo.

El Laberinto de los Indóciles es una extraordinaria y relevante reflexión de la cultura política del siglo 19, particularmente de la expresada en la escritura histórica de entonces, expresiones que, entre el consentimiento y la resistencia, debatieron el frágil e irresoluto concepto de la identidad puertorriqueña. Pero si esta es una aportación importantísima del libro también lo es su método, técnica o modo de investigar el elusivo objeto de estudio.

El texto de Cancel, un análisis textual y discursivo profundo, implicó el análisis de las fuentes usadas por los historiadores del siglo 19, su marco de referencia, lo que le permitió identificar las bases intelectuales de su legitimación ideológica. El registro de esas fuentes, de las autoridades intelectuales a las que estos apelaron, es una valiosa aportación de El Laberinto de los Indóciles. Entre estas fuentes está Historia geográfica, civil y natural de la isla de San Juan Bautista de Puerto Rico del fray Agustín Íñigo Abbad y Lasierra, si se quiere un texto fundacional de la historia regional puertorriqueña. Cancel le dedica varias páginas a la relación entre ese texto y la historia regional puertorriqueña.

Cancel también revela la relación entre las justificaciones ideológicas de los historiadores del siglo 19 y su trasfondo social. El propósito de esto último era conocer desde cual posición social en la nación imaginada o anhelada, puertorriqueña o española, hablaban. Otro propósito era conocer qué aspectos de la identidad nacional o comunidad imaginada sirvieron de fundamento para sus planteamientos políticos y narraciones históricas. Esto le permitió además a Cancel examinar sus pericias ideológicas y discursivas y sus estrategias retóricas, así como su manipulación de la memoria y la historia, en nombre de sus respectivos proyectos políticos y sociales. Es precisamente la identificación de esas pericias, estrategias y manipulaciones uno de los grandes logros de El Laberinto de los Indóciles.

Cancel establece y comprueba los matices y gradaciones del integrismo y del separatismo en el Puerto Rico del siglo 19, vinculados, pero no iguales, a las modalidades y gamas políticas de hoy. También ubica esos matices en un continuo desde el asimilismo y las propuestas de integración, como el especialísmo y los autonomismos moderados y radicales, hasta a los distintos separatismos independentistas, anexionistas y confederacionistas.  El reconocimiento de esa diversidad contrarresta la tendencia a homogenizar y comprimir las corrientes políticas del país, a ocultar sus deviaciones y heterogeneidad interna.

Además, el autor se aproxima a la historia e historiografía del siglo 19 desde los extremos de ese continuo político-ideológico, disolviendo el centro, contrarrestando la tendencia dominante a narrar la historia puertorriqueña desde el “centro vacilante.” Para este, como ya indiqué, el relato histórico, tanto en el campo de la historia oficial como en el de la académica, ha sido acoplado y narrado desde ese centro inestable. Desde ese centro irresoluto los extremos han sido construidos como parciales y subjetivos, y por esto marginalizados y despachados. Pero la mirada de Cancel, desde los bordes de la historiografía y del centro político contribuye a la disolución de esa médula, a la descentralización de la historiografía integrista. Ubicarse en los extremos le permite al autor dilucidar las vacilaciones, ambigüedades, omisiones y contradicciones del centro y articular un relato alternativo y contestario respecto al centro, sin que esto implique obviar las indecisiones, rodeos, contradicciones y mutismos de los extremos derrotados.

El método de Cancel también indaga las ideologías y discursos historiográficos y políticos en términos de identidades relacionales. El autor demuestra que la historia regional, y con esta sus ideologías políticas, fueron articuladas en términos de identidades puertorriqueñas definidas en relación con España, de la relación imaginada y anhelada con la metrópolis. Así demuestra que la historia regional diferenciaba a los puertorriqueños de los españoles a la vez que recurría a equivalencias entre ambos grupos. El reclamo de una hispanidad compartida, típico de los integristas, implicaba una paridad con los españoles, cierta simetría política y cultural entre los españoles y los puertorriqueños, estos últimos imaginados como parte de la comunidad española. Los separatistas, por su parte, afirmaron las diferencias para justificar la separación, aunque algunos independentistas y nacionalistas del siglo 20 afirmarían las equivalencias culturales con España.  Los asimilistas afirmaban la equivalencia entre las identidades. Así, estas y las otras corrientes políticas examinadas por Cancel, incluyendo a los anexionistas, involucraron juicios de equivalencia y diferenciación al justificar sus proyectos.

La aproximación de Cancel es además comparativa en tanto que contrasta las corrientes historiográficas y políticas develando sus convergencias y divergencias. Por ejemplo, podemos encontrar consensos teóricos y políticos entre los diversos integrismos, manifiestos en la historia regional del siglo 19. Estos convenían en la necesidad de la modernización en el marco de la relación con España, definiendo esa unión como un resguardo necesario para el progreso de la colonia. Estos inclusive profesaban que Puerto Rico había avanzado como consecuencia de las políticas del reformismo ilustrado del siglo 18. Y todos concordaban en el protagonismo que le achacaron a la industria azucarera. Por otro lado, Cancel señala convergencias entre todas las corrientes políticas. Los liberales reformistas, los autonomistas, los separatistas independentistas y los anexionistas aspiraban todos a liberar a Puerto Rico de un orden anticuado para encaminarlo hacia el progreso. Coincidan asimismo en muchos de sus fundamentos filosóficos y compartían sus intereses de clase. Pero, también divergían en otros asuntos. Discrepaban, como mencioné antes, con respecto a la identidad colectiva y con relación a las tácticas políticas.  Sus relatos históricos reflejan además diferentes interpretaciones de eventos y procesos históricos, como el Grito de Lares. Cancel le dedica varias secciones de su libro a las distintas interpretaciones de ese evento.

El análisis del autor también subraya la inconsistencia de los discursos historiográficos, develando sus fisuras y contradicciones.  Por ejemplo, la presencia histórica de Sotero Figueroa, que ofreció, nos dice el autor, lo más cercano a una historiografía separatista, encierra una contradicción: que fuese un autonomista radical el que esparciera la semilla de la historiografía del separatismo independentista. Cancel también apunta a lo contradictorio de la pasividad de los liberales reformistas y autonomistas, quienes toleraron, a pesar de sus reclamos de libertad, la severidad de una relación desigual y autoritaria con España porque confiaban en mejorarla sobre la base de su culto a la hispanidad. Como nos demuestra, era asimismo paradójico o contradictorio que Salvador Brau Asencio recurriera a la racionalidad de la sociología positivista para evaluar la Hispanidad, pero que apelara a economías morales, ciertamente subjetivas, para describir a los puertorriqueños.

Cancel nos provee además una interpretación o lectura sintomática de las fuentes examinadas. Señala sus silencios, omisiones y ocultaciones. Su intención, la que logró, era elaborar un registro de esos silencios para examinar las intenciones y estrategias retóricas de los historiadores del siglo 19. Cancel notó, por ejemplo, el curioso silencio de Betances con respecto a varias protestas de la sociedad civil y acerca de las injusticias sufridas por los trabajadores, producto de una formación colonial que este pretendía erradicar. El historiador también encontró omisiones reveladoras en la obra de Salvador Brau Asencio, quien pasó por alto la esclavitud y el trabajo forzado, así como la desigualdad que emanó de las condiciones vinculadas al momento posterior a la Real Cédula de Gracias de 1815.  Cancel también notó que este obvió mencionar que el reclamo de abolición firmado por Segundo Ruiz Belvis, José Julián Acosta Calbo y Francisco Mariano Quiñones había sido la antesala de la insurrección de Lares.

Esos silencios apuntan, en efecto, a la retórica o la persuasión, y más aún hacia las cualidades ideológicas de la escritura histórica del siglo 19. El autor de un relato histórico, por ejemplo, y al que Cancel le reconoce cierto “espacio de autonomía”, escoge como representar una condición ideológica desde cierta perspectiva en un contexto histórico-social específico, entrelazando compromisos, interpretaciones y su imaginación. Esto es lo que Dominick LaCapra, inspirado en Martin Heidegger llamó, los aspectos “worklike” de un texto, una labor que, aunque reproduce ideologías y discursos también introduce variaciones, alteraciones, y transformaciones de estas, lo que muchas veces requiere silencios y omisiones. Se trata de cierta poiesis, lo que César A. Salgado, basado en Severo Sarduy, describe como la “capacidad creadora para imaginar, forjar y formar otros mundos.” Hacer historia es, al final, y como dirían los críticos marxistas, un modo de producción. La representación de la condición ideológica es entonces un producto relativamente singular. Estas variaciones también responden al hecho de que como afirmaba Pierre Macherey es imposible para un relato cualquiera reproducir la totalidad de una ideología; solo una aprensión parcial de esta es posible. La representación de la ideología en un texto es siempre inacabada, imperfecta, es decir, una variación. Los silencios, decía este crítico literario, muchas veces parten de allí, de la aprensión y producción parcial de la ideología. Se trata de la articulación insuficiente de lo que es una relación imaginaria con la ideología y con la historia, y que puede ser incluso contradictoria, a lo que apuntaba no solo Macherey sino además Louis Althusser, Terry Eagleton y Frederic Jameson. Cancel apunta precisamente a la importancia de advertir y evaluar esos silencios, omisiones y contradicciones en la escritura histórica del siglo 19.

La aproximación de Cancel a las diversas fuentes que examinó presupone la porosidad de los textos respecto a su con-texto. Esto le permite dos cosas: no perder de vista las relaciones dinámicas entre la cultura material y la inmaterial y visibilizar la relación, también dinámica, entre las normas y convenciones que rigen la elaboración de los textos, discursos e ideologías, muchas institucionales, y la agencia o autonomía del sujeto. Esas relaciones facilitan, pero igualmente regulan la producción y reproducción de textos, o lo que se expresa o no en estos. Esto, por supuesto, nos ayuda también a indagar los mencionados silencios y omisiones. Por otro lado, la ubicación social de los narradores, como su posición de clase, vinculada a cierto habitus, como diría Pierre Bourdieu, y su identificación como criollos, influenció sus relatos históricos. Los casos discutidos por Cancel, incluyendo los de Betances y Brau, son ilustrativos de esa relación.

Finalmente, el método de Cancel es reflexivo, lo que es ciertamente refrescante. Reconoce que esos sujetos relativamente autónomos, incluyendo a los historiadores, y entre estos él mismo se incluye, también oscilan, dependiendo de las circunstancias contextuales, entre la racionalidad y objetivación de un fenómeno y la irracionalidad y la subjetividad.  Esto requiere que el investigador, el historiador en nuestro caso, se monitoree a sí mismo y admita no sólo sus sesgos sino además la singularidad del lugar desde el que habla o escribe. Al historiador esto le requiere, entre otras cosas, la dificilísima tarea de no confundir el presente y el pasado. Cancel, por ejemplo, evita presuponer que las aspiraciones de los movimientos a favor de la independencia o la anexión en el siglo 19 sean iguales a los del siglo 20 o los del siglo 21.

El método propuesto por Cancel constituye a su vez la base metodológica de su propuesta para una nueva historia política, otra contribución importante de su nuevo libro. Se trata de una historia cultural de la política. Con esta nueva historia política-cultural Cancel continúa, pero renueva y extiende, desde una perspectiva mucho más crítica, y desde la historia cultural, la historia política propuesta por Fernando Picó y que respondía a su vez a las propuestas para la historia política puertorriqueña de Gervasio García. En efecto, la historia cultural de la política propuesta por Cancel precisa los compromisos con la modernidad de las corrientes políticas del país, a lo que exhortó Picó, anhelos de modernidad presentes en las corrientes historiográficas del siglo 19, como bien demuestra Cancel, y que eran parte de su cultura política.

Aunque Cancel no lo propone así, me parece, que este también ha echado las bases no únicamente de una historia cultural de la política sino además de una historia cultural de la intelectualidad, una renovada historia intelectual puertorriqueña, una que escapa el culto a las personalidades de la tradicional historia política e intelectual.  El libro de Cancel es de muchas formas una historia de las ideas liberales y del pensamiento político y social moderno en Puerto Rico. Y es ciertamente una historia cultural-intelectual de la historiografía puertorriqueña del siglo 19.

En fin, El Laberinto de los Indóciles es otro excelente libro de Cancel, un estupendo y excepcional mapa del laberinto historiográfico y político del siglo 19, una elusiva y confusa maraña afortunadamente desentrañada por Cancel. Pero ese laberinto es uno de los muchos laberintos alojados dentro de ese aún más amplio, enmarañado e inconstante laberinto de nuestra historia. Esos otros laberintos contienen sus propias historias políticas, culturales e intelectuales que aún tenemos que comprender. Aceptemos la exhortación de Cancel y examinemos la historia de sus culturas políticas e intelectuales.

Publicado originalmente en 80 Grados-Cultura-Historia

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