Puerto Rico entre siglos: Historiografía y cultura

septiembre 28, 2023

Lares: luces y sombras

  • Mario R. Cancel Sepúlveda
  • Historiador

Voy a comenzar esta reflexión con un planteamiento obvio. Los puertorriqueños que se alzaron durante la Insurrección de Lares del 23 de septiembre de 1868, tenían un programa concreto y complejo para confrontar el régimen español. La percepción, propia de sus adversarios liberales reformistas y autonomistas, de que el levantamiento había sido resultado de la desesperación y la irracionalidad, es insostenible.  Si bien es cierto que algunos trastornos ambientales y naturales, un terremoto y un huracán, pudieron predisponer emocionalmente a una parte de los involucrados para tomar las armas, ello no significa que aquella fuese una propuesta ilegítima o sin sentido. Los procesos históricos, como sugiere un conocido clisé entre los aficionados de la historia, siempre son “más complejos” y no pueden se reducidos a un monocausalismo simplificador.

Discursos

En un sentido más general, el de la teoría política de vanguardia o moderna, Lares protestó contra una forma del estado, la monarquía autoritaria colonial, a fin de favorecer un orden republicano.  Reformar o demoler un régimen monárquico considerado retrógrado y enemigo del progreso, estaba detrás de la discursividad de numerosos activistas. El hecho de que en los documentos del caso se indicara que los “vivas a (Juan) Prim” se mezclaban con los “vivas” a la libertad y la independencia, sugiere que los objetivos no eran los mismos para todos los involucrados. Esas disonancias son comunes en procesos en los cuales la racionalidad y la intuición, las posturas de las elites dirigentes y las de la base militante, se combinan a la hora de la articulación del acto rebelde.

El uso de aquel lenguaje estaba ligado al sentido que la Revolución Francesa  había dado a aquellos conceptos durante el complejo periodo anterior al Imperio de Napoleón Bonaparte (1789-1804).  Traducía la retórica de 1792 que condujo a la constitución de la Primera República. Pero del mismo modo proyectaba, por su apelación al “abajo social” con ciertas particularidades, la retórica del 1848 considerada  la “Primavera de las Revoluciones” que atestiguó el despertar del cuarto estado o la clase obrera. Aquellas experiencias estaban presentes en algunos de sus ideólogos en el exilio más significados como Ramón E. Betances Alacán y, probablemente, en  una parte de su liderato dentro de la isla. La lectura de las proclamas revolucionarias del 23 de septiembre no deja lugar a dudas al respecto. La aludidas  “vivas” a Prim, estaban más bien vinculadas al imaginario de la Asamblea Nacional Constituyente de 1791, a los girondinos y la derecha revolucionaria francesa y, con toda probabilidad, al recuerdo del 1812 español. Con todo no parecen haber sido lo suficientemente influyentes como para determinar la ruta del proceso revolucionario: el septiembre puertorriqueño y el español acabaron en lugares opuestos del espectro político.

La Francia de 1791, la monarquía constitucional que reconocía los derechos civiles y naturales, otra parte importante de la herencia del 1789, siguió siendo el sueño de los reformistas y los autonomistas mimetizado en el mito del “doceañismo” y el “especialismo”. Aquellos  sectores siempre resintieron (y temieron) los efectos políticos del brote separatista de 1868 no por su discurso jurídico liberal y modernizante sino por la definición política que daban a la libertad la cual asociaban con la separación y la independencia. El disgusto de los liberales reformistas y los autonomistas respecto a la insurrección de 1868 superó incluso al de los conservadores e incondicionales. El miedo a la modernidad política, que para el español medio era representada por Francia, se impuso.

La fidelidad y la hispanidad de bien de los sectores pro-españoles y los peninsulares (conservadores e incondicionales), nunca iba a ser cuestionada por cuenta de los eventos de Lares. Pero la fidelidad de los liberales y los autonomistas siempre estuvo en entredicho por cuenta del levantamiento y, de acuerdo con figuras como Francisco Mariano Quiñones y Salvador Brau Asencio, minó las posibilidades de que la Monarquía Española estuviese dispuesta a gobernar la colonia a través de ellos. Para los liberales y los autonomistas, demostrar que eran españoles bona fide requería una expresión abierta y constante de su antiseparatismo, tarea en la cual fueron muy eficaces.

Motivaciones

Las motivaciones de la Insurrección de Lares fueron numerosas. En la explicación de cualquier evento complejo, la legitimación racional siempre está abierta a nuevas explicaciones producto del presente que las invoca. Los historiadores sabemos que es así por lo que ningún juicio revisionista nos sorprende ni nos atribula por mucho tiempo. En lo político, el golpe infructuoso expresó el disgusto de ciertos sectores educados y politizados con la monarquía autoritaria y el gobierno militar español. El poco respeto que mostraban los Gobernadores y Capitanes Generales hacia las autoridades locales y ante  cualquiera que los retara pública o privadamente era innegable. Que el gobernador de turno citara a Betances Alacán o a Segundo Ruiz Belvis directamente por actos “inconvenientes” cometidos durante sus gestiones respectivas como Médico Titular o Síndico Procurador de la Ciudad de Mayagüez, era una nota común. La conexión de las autoridades municipales con las estatales dibujaba un peculiar y eficaz panoptikon.

Detrás de los reclamos liberales de figuras como aquellas había una protesta precisa  contra la centralización administrativa. Aquella queja expresaba la necesidad de un segmento de la clase criolla adinerada de ratificar los “fueros” (si uso el lenguaje del derecho feudal)  o las autonomías locales ante los gobernadores como representantes de la monarquía.  Por eso uno de los escenarios ideales para la práctica del reto al centralismo autoritario fueron los ayuntamientos municipales y la estructuras de poder local. La vida civil y la disposición para conspirar que desplegaron, en el marco de la burocracia del Ayuntamiento de Mayagüez, profesionales como Betances Alacán, Ruiz Belvis y José Francisco Basora, no deja lugar a duda al respecto.

Al autoritarismo de los gobernadores se unían los prejuicios etnoculturales del régimen que no veía a los criollos como iguales a los españoles,  y sospechaba que todos su reclamos encubrían alguna conjura separatista (con fines independentistas o anexionistas) contraria a España y la hispanidad. Que una porción significativa de los líderes que promovieron la conjura de 1868 eran antiespañoles y despreciaban la hispanidad como un ente retrógrado era innegable. Betances Alacán habló varias veces de la necesidad de “desespañolizar” a Puerto Rico, Ruiz Belvis utilizaba el modelo abolicionista estadounidense para atizar al abolicionismo hispano en 1867, y Basora defendía la separación de España y la futura integración a Estados Unidos. Ni Ruiz Belvis ni Basora fueron parte de la insurrección, pero aquellas posturas hablan de la complejidad de las motivaciones de un proceso revolucionario concreto.

Aquella diversidad y riqueza ideológica, olvidada hoy por muchos de los que miran, por lo regular de soslayo, a la Insurrección de Lares de 1868 amparados en una peculiar “memoria rota”, dificultaba a las autoridades españolas distinguir entre el liberalismo revolucionario de los separatistas, un proyecto radical, y el de los liberales reformistas y los autonomistas, un proyecto conservador e integrista poco amenazante en realidad. La actitud aplanadora del discurso del estado colonial,  propendía a representar a los liberales reformistas y los autonomistas como aliados potenciales y prospectivos de la subversión cuando en realidad eran enemigos de aquella. La actitud  propensa a igualar el carácter “amenazante” de Betances Alacán y el de Luis Muñoz Rivera, por ejemplo, no correspondía con la realidad de su tiempo. También es frágil cuando se le mira desde el presente.

Aquellos  procesos de homogeneización estimulados por el oficialismo español, dificultaron la apropiación de una parte del laberinto de aquellos procesos históricos. La censura del pensamiento liberal y autonomista sobre la base de que eran parte del activismo separatista justificó la persecución consistente de sus proponentes mediante el recurso a las multas, la cárcel o el destierro casual. Pero las posibilidades de que aquellos se reintegraran a la vida política y económica local eran siempre mejores que las que tenía un independentista o un anexionista. Betances Alacán nunca regresó. El exilio perpetuo era un castigo apropiado para separatistas que difícilmente se aplicó a los perseguidos vinculados al liberalismo reformista o al autonomismo quienes pudieron medrar en el interior del régimen a pesar del encono que sentían contra sus injusticias.

La historiografía política tradicional ha explicado la situación que se vivió en 1868 como una llena de tensiones. Para los sectores liberales reformistas y autonomistas, España había incumplido una promesa hecha en 1837: la de reformar su relación política con la colonia en el marco de unas “leyes especiales”. Esa fue la tesis que alimentó, por ejemplo, una concepción moderna de la historia de Puerto Rico escrita desde el independentismo que tuvo en Loida Figueroa Mercado y Germán Delgado Pasapera sus principales voces en las décadas de 1970 y 1980. Pero lo cierto había sido que para los cabecillas de Lares las “leyes especiales” habían dejado de significar algo hacía tiempo.

Poder material

En lo económico la situación era igual de complicada. Los rebeldes protestaban contra el poder excesivo de los comerciantes españoles y su control del crédito agrario, comercial e industrial sobre la base de altos intereses. Las deudas (privadas o públicas) siempre han sido un dolor de cabeza para sus víctimas. El mecanismo de la refacción, usual en Puerto Rico, no era “moderno”  por lo que la creación de fuentes crediticias de vanguardia como los bancos, era considerado un progreso legítimo. Nadie pensaría hoy, y esto es una ironía, que el desarrollo de la  banca sea un objetivo de cambio revolucionario bueno para el abajo social.  

Pero también protestaban por el hecho de que el autoritarismo del gobierno militar y los altos costos de su mantenimiento, validaran un régimen contributivo criminal que metía la manos en sus bolsillos de los contribuyentes de manera  viciosa. Las tasas contributivas (sobre la propiedad y la ganancia) y arancelarias (sobre el comercio interior y exterior), tenían que ser  muy altas a fin de pagar los gastos del  Estado. Conflictos tributarios de aquella naturaleza habían justificado el levantamiento de las 13 Colonias Británicas y la declaración de independencia de 1776. Aquella era una protesta que no tenía nada de romántico por cierto, pero era capaz de movilizar al capital local contra las autoridades hispanas.

Otra queja económica fundamental era por el subdesarrollo material de Puerto Rico y la precariedad y poca competitividad de los sectores criollos. En vista de ello, a nadie debería sorprender el espíritu empresarial de Betances Alacán con la industria médica para lo cual se asoció con Bonocio Tió Segarra, entre otros;  o sus entusiasmo con producir bebidas nitrogenadas energizantes. Tampoco debería escandalizar la premura del liberal reformista José Julián Acosta Calbo, asociado con el conservador Marqués de la Esperanza, por fundar un banco moderno garantizado con  los bonos emitidos por España en compensación por la abolición de la esclavitud. A Betances Alacán la gestión de Acosta y Calbo le parecía un acto nebuloso, pero casi nadie habla de esos asuntos cuando se trata de la historia sociopolítica del siglo 19.

En lo social lo que más preocupaba a los rebeldes era el régimen de la esclavitud negra y la libreta de jornaleros. Criticaban su carácter deshumanizador y la forma en que esos sistemas devaluaban, desde la perspectiva del libre mercado, el trabajo libre al convertirlo en una actividad obligatoria: aquella era un situación antinatural. La abolición de ambos regímenes y la institucionalización del trabajo libre eran parte de la revolución soñada. La panacea del trabajo libre era un emblema de modernidad incuestionable: los trabajadores deberían, estos es otra ironía, tener el derecho a escoger a sus explotadores. A la ausencia del trabajo libre achacaban la  pobreza de los obreros rurales y urbanos, así como la incómoda situación de los pequeños propietarios, campesinos o jíbaros.  

Otra queja esencial giraba alrededor de la poca inversión que hacía el gobierno español en la educación de los puertorriqueños y en las obras públicas, renglones de los cuales dependía el progreso de la economía del país y el crecimiento del capital criollo. La gestión pública concreta de Ruiz Belvis como Síndico Procurador de la Ciudad de Mayagüez no deja dudas al respecto. El mismo Ruiz Belvis, asociado con Betances Alacán intentaron sin éxito en 1866, crear una empresa educativa lucrativa, un Colegio de Segunda Enseñanza en la ciudad de Mayagüez, para enfrentar el problema de la educación de la mano del capital privado en ausencia de un interés genuino del capital público en ese renglón.

Signos

En lo cultural los ideólogos más articulados de la insurrección, resentían el desprecio que expresaban  los españoles hacia  los puertorriqueños a quienes veían como personas inferiores por su origen insular. El racismo institucional español era un componente de la incomodidad, sin duda, aunque ello no autoriza a interpretar que el abolicionismo era una propuesta antirracista.  En el plano cultural, la Insurrección ayudó a crear un rico lenguaje simbólico. El componente de que una bandera de combate, hecho que un libro de Joseph Harrison Flores ha revisitado recientemente, coexistiera con  una bandera roja y una bandera blanca, otra tradición francesa en la retórica revolucionaria y sus representaciones,  es parte de esa herencia.

Recordar y olvidar selectivamente los detalles ha sido crucial para la figuración de una Insurrección de Lares que nunca ha sido un valor compartido por “todos” los puertorriqueños. El sueño de la identidad homogénea siempre ha sido una pesadilla. Además, el hecho de que la revuelta se asociara a un himno adjudicado a Lola Rodríguez de Tió, y a numerosas canciones populares que celebraban la insurrección también. Se trataba de los signos de una nación-estado que se movía entre la tradición y la modernidad que no se gestó por completo.

El levantamiento había sido señalado para el 29 de septiembre. En el Santoral Católico, ese era el día de Gabriel, Miguel y Rafael, arcángeles que anuncian a Jesús, apartan la roca de su tumba y  destierran a Lucifer, el arcángel de los caídos,  al infierno. La selección de la fecha debió estar relacionada con esa tradición católica, sin duda.  Sin embargo, una vez descubierta la conjura, la misma fue adelantada para el 23 de septiembre, día del Equinoccio de Otoño que, en todo calendario mágico, sugiere la voluntad igualadora de la naturaleza. El hecho de que buena parte del liderato rebelde estuviese ligado a la masonería podría explicar la elección de la nueva fecha así como la existencia de un conflicto ideológico no indagado entre los rebeldes.

Combates

La jefatura militar de la revuelta quedó en manos del hacendado cafetalero venezolano-puertorriqueño Manuel Rojas Luzardo, quien tuvo a su disposición un ejército compuesto por civiles armados. La tropa se organizó en su hacienda “La Esperanza”, avanzó hasta la zona urbana de Lares y, tras tomarla sin mucha resistencia, proclamó la república por medio de un decreto sencillo. En esto consiste el “Grito” o declaración formal de la república. La elección de Francisco Ramírez como Presidente, y la sacralización del acto mediante un Te Deum, voluntaria o no es en este caso indistinto, completó el ritual. Los rebeldes querían la aprobación de Dios por medio de la Iglesia, cosa que Betances Alacán no habría visto con buenos ojos. Los rituales del Grito y la misa de acción de gracias servirían para dar legitimidad política y moral a la acción y asegurar el compromiso de la gente común.

La primera decisión militar de Rojas fue dirigirse a San Sebastián del Pepino. La meta era la toma de la plaza pública, el escenario del pueblo y, a la vez, el centro en donde convergían el poder civil y el religioso. La comunidad y los cuerpos de milicianos de El Pepino los estaban esperando. El hecho de que fracasaran dos veces en tomar el objetivo, unido al temor de que llegaran los refuerzos de la Tropa Veterana de Aguadilla, un cuerpo profesional del ejército español, hizo que se retiraran. En cierto modo, la línea de mando fue rota por un acto de indisciplina. Rojas recomendó la ejecución de una tercera avanzadilla, pero su gente insistió en la negativa y, en cierto modo, se insubordinó. La actitud parece propia de un ejército de civiles con poco entrenamiento militar.

A su regreso a Lares, la tropas se reunieron en la hacienda de Rojas a esperar noticias de otros actos rebeldes, o del desembarco de Betances  Alacán con el mítico barco “El Telégrafo” que había sido armado en las Antillas Menores y esperaban arribara desde Santo Domingo. El barco había sido ocupado por las autoridades dominicanas encabezadas por el presidente Buenaventura Rodríguez Méndez, alias “El Jabao” quien, casualmente, murió en Hormigueros en 1884, lugar desde el cual redacto esta reflexión.  En ausencia de los mismos, se dispersaron por los montes de las Lomas de Lares en guerrillas o bandas pequeñas. Todo parece indicar que su capacidad de resistencia fue poca.

Una ola de arrestos de sospechosos caracterizó los meses de septiembre a diciembre de 1868. De acuerdo con el historiador Delgado Pasapera, 545 personas de todas las clases, profesiones y razas fueron puestas bajo arresto. Los convictos eran liberales, autonomistas, independentistas y anexionistas. La razia fue eminentemente igualadora en ese sentido. Todo parece indicar que las autoridades utilizaron la insurrección como una excusa para “limpiar la casa” y someter a la disciplina o “componer” a las mentes aviesas e inconformes que alentaron el levantamiento. Lo mismo sucedió con la ola de arrestos de 1887, conocido como los “Compontes”; y con la confección de “Listas de subversivos” a la manera macartysta auspiciada por el populismo desde 1948.

A Lares se le conmemora reconociendo su diversidad, disfrutando sus esguinces, sus luces y sus sombras, sus fisuras, sus contradicciones. Como todo episodio histórico, la representación de la Insurrección de Lares es la suma de los que se recuerda y se olvida, de lo que se destaca y se suprime. Pero la humanidad de aquel esfuerzo, así lo afirmo en esta tarde lluviosa de Hormigueros, no puede ser cuestionada: le pertenece a todos los que lo miren desde cualquier presente.

Publicado originalmente en “Lares: luces y sombras” (21-27 de septiembre de 2023) en Claridad-En Rojo 3656: 9, 12-14.

septiembre 19, 2023

Ángel G. Quintero Rivera: una mirada al PPD y al siglo 20

  • Mario R. Cancel-Sepúlveda
  • Historiador

Nota en torno a Ángel G. Quintero Rivera (2022), Bases de la transformación del Partido Popular democrático en la década de 1940-50. Economía política de Puerto Rico en la primera mitad del siglo XX. San Juan: Callejón. 215 págs.

Volver a visitar el siglo 20

La más reciente publicación de Ángel G. Quintero Rivera, Bases de la transformación del Partido Popular Democrático en la década de 1940-50. Economía política de Puerto Rico en la primera mitad del siglo XX, es una invitación a revisitar las representaciones del siglo 20 puertorriqueño. Cuestionada la modernidad y sus discursos desde la década de 1990 y pasado hace tiempo el revuelo del debate, sus reflexiones desde el materialismo histórico no dejan de ser sugerentes para el historiador del giro cultural. Desde entonces a esta parte la pertinencia del Estado Libre Asociado en el escenario posguerra fría, ha sido puesta en duda con argumentos no solo jurídicos y morales sino también económicos y de mercado. Los elementos que le habían dado alguna estabilidad a aquel proyecto estatutario del 1952 fueron sacados de la mesa de discusión en el entramado neoliberal. No solo eso, la confianza en la organicidad del progreso en el marco del liberalismo keynesiano de la posguerra dejó de tener sentido. Muertos los protagonistas de aquellos procesos de crecimiento y emborronada su memoria por la historia oficial y los discursos militantes, el callejón sin salida desde el cual se evalúa el siglo 20 puede aprovechar sus apuntes.

Evaluar la situación de lo que en la era del liberalismo de posguerra fue la clase-en-hacerse y el populacho que el autor anota en su libro, es toda una tarea. Buscar actores sociales análogos en el neoliberalismo de la posguerra fría todo un hallazgo: la clase-en hacerse desembocó en una clase-(des)hecha y el populacho en un precariado que intenta sobrevivir a toda costa.  Entre el chiripeo de la era de la Gran Depresión y el espíritu de superación que romantiza la reinvención en el escenario del culto a las PYMES del siglo 21, hay un parentesco situacional y emocional visible. La diferencia es que el estado paternal y asistencialista que acompañó a los primeros ya no está allí y que la responsabilidad de la salvación social ha sido desplazada al individuo y está sujeta a su capacidad de entusiasmarse y tener fe ante la adversidad como en The Pursuit of Happyness (2006), la reformulación neoliberal del self-made man.

Desde 1990, una vez reconocido que el crecimiento dependiente de esta economía poseía unos límites infranqueables y que el país no sería ni independiente ni incorporado, la propuesta de Quintero Rivera ilustra al lector. Una reflexión que fue elaborada en el corazón de la crisis económica de la década de 1970, la más agresiva de la segunda posguerra, pensada desde la “nueva historia social” y el “materialismo histórico”, tiene mucho que decirles a los lectores que han experimentado la parcial disolución de los valores modernos en 2020 y sienten la era de las pasiones populistas y nacionalistas como algo que no les toca. Las formas de saber han cambiado tanto como los parámetros de lo que se pretende saber.

Quintero Rivera concibe los primeros 30 años del siglo como el teatro de una “lucha triangular” que involucra tres actores: los hacendados y herederos de los sectores de poder del siglo 19, la burguesía antinacional colaboracionista y los intereses imperialistas, y la clase obrera rural y urbana (102). Los bordes del siglo 20 que Quintero Rivera discute se afirman alrededor de dos crisis: la de 1929 y la de 1971-1973. Su argumentación central reconoce la vacilación o pugna entre dos formas del nacionalismo: uno político significado en el Partido Nacionalista y otro cultural alrededor del Partido Popular Democrático. El argumento se desdobla porque aquellas también traducían dos formas del populismo: uno que se identificaba con la independencia con argumentos clericales y románticos que miraban la identidad como un producto terminado;  y otro que desde 1940 la miró con reserva y acabó apoyándose en la dependencia y nutriéndose de argumentos seculares y pragmáticos que veían la identidad como un objeto cambiante. Aquellos eran dos aspiraciones con profundas raíces en la polisémica discursividad y praxis liberal del siglo 19. Los fantasmas del autonomismo y del separatismo independentista circulaban libremente por las retóricas en pugna.

Las diferencias en torno al telos o fin estratégico no negaban el elemento común de que la identidad nacional no era sino un gesto de la hispanidad. Ese era el elemento liberal reformista que penetraba tanto a nacionalistas como a populares. La apropiación de la memoria histórica en ambas tendencias, es decir, el uso del pasado por una y otra, es un asunto que si bien Quintero Rivera no toca, documenta materialmente por medio de un profundo estudio social de las décadas de 1900 a 1930, el preámbulo del choque que sugiero.

La imposición de uno de aquellos nacionalismos o populismos desde 1936, el cultural, secular y dependiente, facilitada por su capacidad para evitar una colisión con los intereses estadounidenses, disparó un proceso que autorizó la sacralización de los ganadores y la criminalización del nacionalismo/populismo político, clerical e independentista. El relato oficial del siglo 20 que revisa Quintero Rivera tuvo en aquel episodio complejo una de sus zapatas principales. La pugna entre ambos se resolvió entre 1936 y 1938 mediante el descabezamiento del Partido Nacionalista y fundación del Partido Popular Democrático.

Aquellos proyectos chocaban también en cuanto a la evaluación del Nuevo Trato, una política de control de crisis inventada por los ideólogos demócratas de izquierda para asegurar la salvación de la economía de libre mercado, una de cuyas bases fue el capitalismo de guerra. Como todos saben, el periodo de modernización y crecimiento se disparó a partir de 1947 y 1953, con la articulación de Operación Manos a la Obra y el refrendo del Estado Libre Asociado como un pacto entre iguales en 1953 por la Organización de Naciones Unidas. Los escollos que afloraron entre 1971 y 1973 aseguraron su liquidación. El fin del sueño del 1952 echó por la borda la hegemonía electoral de Partido Popular Democrático. Entre 1968 y 1976 el orden unipartidista desembocó en uno bipartidista. El gran tema de este libro es esa experiencia. Quintero Rivera elabora en estas páginas una triple mirada al lugar del Partido Popular Democrático en la vida, pasión y muerte del proceso de modernización puertorriqueño.

El lugar de un libro

La tesis central de Bases de la transformación del Partido Popular Democrático en la década de 1940-50, fue pensada alrededor del año 1975. Un borrador de estas reflexiones circuló como uno de los “Cuadernos CEREP”. La relevancia del Centro de Estudios de la Realidad Puertorriqueña para la historiografía puertorriqueña es bien conocida. Emerge el núcleo de este volumen en un lugar crucial de la historia reciente del país. Un momento nefando en el cual una época, la de Operación Manos a la Obra, llegaba a su fin mientras otro proyecto económico elaborado sobre bases análogas a las de aquel, daba un segundo respiro al crecimiento dependiente: la aplicación de la Sección 936 del Código de Rentas Internas federal. El enclave industrial que era el Estado Libre Asociado estrenaría un nuevo rostro.

El texto fue revisado en 1980, otro momento determinante para la historia reciente. Entonces el monetarismo, asociado a la Escuela de Economía de Chicago y la defensa del libre mercado basada en la “Teoría de las expectativas racionales”, estimularon la oposición a los modelos keynesianos y al Estado Interventor que habían caracterizado el ordenamiento económico desde la reconstrucción tras la Segunda Guerra Mundial. El ciudadano consumidor asomaba de los fermentos de la fase final de la Guerra Fría.

Ello junto a la reaganomía, con su culto al señorío de la oferta y la demanda y el efecto del derrame o trickel down, legitimaba la invención de un estado hipotéticamente débil y austero, sumiso al capital y, a la vez, abonaba la semilla del neoliberalismo. La nueva emancipación del capital de la interferencia del Estado sobre la base de la desregulación del mercado y la reducción de la responsabilidad contributiva sobre la renta y las ganancias, se proponían como el boceto de una nueva concepción de la libertad como expresión de un acto de consumo y no como la emancipación de la coacción del Estado.

Los efectos de aquellos giros sobre la relación entre Estados Unidos y Puerto Rico fueron dramáticos. Carlos Romero Barceló revisó el reclamo estadoísta hasta transformar la incorporación del estado 51 en un derecho natural a la igualdad equiparando su discurso al de los nacionalistas. Los tiempos de la autodeterminación y descolonización como sinónimos de independencia, una herencia de la primera posguerra, habían llegado a su fin. Con aquella actitud, el ideólogo estadoísta reconocía las dificultades que planteaba la incorporación por la voluntad del Congreso. Rafael Hernández Colón se movía del “Nuevo Pacto” (1975), una reformulación del Estado Libre Asociado como un Estado Especial, a la “Nueva Tesis” (1979), la aceptación pragmática de la improbabilidad de que la autonomía administrativa fuera ampliada por la voluntad del Congreso. En 1975, el Informe Tobin pronosticaba el derrumbe económico de la economía territorial, proceso que se aceleró entre 2006 y 2014 mientras los administradores del bipartidismo barrían el polvo debajo de la alfombra.

Vuelto a revisar en 2020, cuando el proyecto de 1952 ha quebrado, el neoliberalismo se ha impuesto tras el desmantelamiento del Estado Interventor y asoma, es la fe de muchos, el agotamiento del bipartidismo, el libro reclama otra lectura. El Partido Popular Democrático, leit motiv del siglo que se dejó atrás, ha estado ausente de la gobernación desde 2008 y el poder mítico de Muñoz Marín se ha disuelto. Por todo ello, este es un volumen sinuoso e interesante inyectado del “espíritu del 1968”: un valioso documento de época que tiene mucho que decirles a los lectores del presente.

Tres niveles de discusión

En la sección segunda “Estratificación y movilidad en la década de 1930” (25-172), el autor enfrenta dos problemas concretos. Su uso del lenguaje del materialismo histórico clásico observa la base material y las relaciones sociales de producción. Después de todo, en aquellos escenarios se toma conciencia del lugar que se ocupa en el mundo y se fundamenta la imaginación política y cultural. La narrativa del capítulo se mueve entre los estrechos márgenes del determinismo económico en última instancia y la voluntad de los actores sociales para transformar la realidad.

Liberado de cualquier pecado mecanicista, el autor articula un interesante relato en dos partes: “La economía y la crisis” (25-86) y “Las transformaciones en las clases sociales, en su ideología y sus organizaciones” (87-172). La intención es producir una representación válida del modo de producción social del territorio no incorporado en el seno de un poder capitalista de envergadura mundial que, sobre las cenizas humeantes del derrotado Imperio Alemán, disfrutó sus “Alegres 20’s” como preámbulo del colapso de 1929.

“La economía y la crisis” discurre en torno a los caminos que conducen a la Gran Depresión (1929 ss.), momento que marca la quiebra de los “términos de intercambio” o modelo de producción instituido desde 1900 por la voluntad del Congreso. “Términos del intercambio” es un concepto ambiguo como todos, que me recuerda la lógica interpretativa del historiador francés Fernand Braudel durante la última fase de su obra. El vacío institucional que dejó la intervención militar del 1898 fue ocupado por la Ley Joseph Foraker.

El autor sugiere que la impresión de que el proyecto modernizador había fracasado en cuanto a lo que al “abajo social” correspondía y esperaba del “cambio de cielo”, era una realidad desde antes del 1929. Las promesas de libertad, progreso y modernización del 1898 no se cumplieron y las tensiones entre los productores directos, tanto en la ciudad como en el campo, y el capital puertorriqueño, extranjero y estadounidense, se habían multiplicado. El bienio de 1934 y 1935 es una de las claves de esa representación. La relevancia de la crisis económica de 1929 no se devalúa: se problematiza y se amplía a la luz de un contexto más amplio por lo que el crack pierde parte del protagonismo que otros relatos más convencionales le adjudican.

En “Las transformaciones en las clases sociales, en su ideología y sus organizaciones”, el autor elabora la fisonomía de las relaciones sociales de producción y las proyecciones socioculturales y las estructuras organizativas que de sus contradicciones emanaron. Su propósito es establecer en qué medida la aludida quiebra de los “términos de intercambio” del 1900 generó en los discursos y resistencias a partir de la Gran Depresión. Su propuesta es que la era de las  “mogollas”, un proceso complejo que marcó el fin del unionismo y el retroceso del independentismo y el estadoísmo en la década de 1920, se convierte en el caldo de cultivo para la emergencia de “dos nacionalismos” o “dos populismos”. El nacionalismo albizuísta, una recodificación del nacionalismo moderado consolidado en el 1904; y el populismo muñocista, una reinvención del paternalismo propio de la clase hacendada tradicional.

El análisis de Quintero Rivera se elabora de “abajo hacia arriba”. Se apoya en numerosos indicadores económicos, ideológicos y culturales que dejan en el lector la impresión de una movilidad social densa que ha sido poco estudiada: clases sociales que se disuelven, otras que se reformulan y ajustan a la nueva realidad y algunas que desaparecen. La exploración de aquella dinámica le sirve para explicar el revisionismo político y la emergencia de nuevos proyectos y discursos. En lo social, el indicador más preciso de aquel proceso es la aparición del “populacho”, entidad que recuerda los parias, marginados o el lumpenato de la teoría marxista clásica; y la consolidación de una “clase media profesional” con aspiraciones al poder en la cual prosperan los intelectuales, los profesionales e, incluso, uno que otro bohemio. Lo que ofrece Quintero Rivera es una rica narrativa del mercado en la cual se inserta de forma creativa la narrativa de las luchas sociales, políticas y culturales.

Si recurro de nuevo a la figura de lenguaje de Braudel en su clásico La dinámica del capitalismo (1977), Quintero Rivera ha profundizado en la elucidación de los “juegos del intercambio” con la intención de comprender la naturaleza del mecanismo capitalista o el piso de arriba de la economía; y las actividades de mercado o el piso del medio. Esta metáfora de los “pisos” aparte del brillante uso que hizo de ella José Luis González de 1980, tiene mucho que decirnos todavía.

De esa manera la Gran Depresión (1929 ss.) se proyecta como una eventualidad que mina la economía azucarera dependiente dominada por el capital extranjero, estadounidense y puertorriqueño, situación que el populismo aprovecha para hacerse con el poder. Pero la Gran Depresión en Puerto Rico posee una tesitura particular que se desprende de las condiciones del país entre 1900 y 1930. Los indicadores que la hacen peculiar en tierra puertorriqueña fueron la crisis de la agricultura tradicional de hacienda notable desde 1910 en adelante; y el desplazamiento y la movilidad social descendente de ciertos fragmentos de clase entre 1920 y 1925. Las disputas al interior del independentismo entre 1910 y 1913, así como la era de las “mogollas” y el fin de unionismo entre 1922 y 1932, fueron la embocadura de una crisis material y espiritual que en 1929 ya era evidente.  Esa mirada del siglo 20 que no deja de pensar en el 19, le da al libro de Quintero Rivera una profundidad extraordinaria.

La sección tercera “El populismo y los cambios en sus posiciones políticas” (173-206) se ocupa de dos aspectos de la intrahistoria del Partido Popular Democrático. Por un lado, “Las bases de su liderato y su apoyo” (173-186), donde interpreta el ámbito en el cual el “populacho”,  las “clases medias profesionales” y los restos del nacionalismo político golpeado entre 1936 y 1937 cumplen un papel de relevancia. El Partido Popular Democrático no continúa al Partido Unión de Puerto Rico. Su consolidación es el resultado de tres fuentes precisas: una “clase-en-hacerse” identificada con los profesionales, el populacho desplazado y los restos del nacionalismo político (186)

Por otro lado, en “Los cambios ideológicos” (187-205), llama la atención sobre el mesianismo y el maniqueísmo, una práctica común a los dos nacionalismos o populismos independiente del carácter clerical o secular de uno y otro. El dualismo de los populares atenuaba la concepción de enemigo: los malos no eran los yanquis, un concepto monolítico e impreciso usado por los nacionalistas una y otra vez, sino los grandes intereses de las corporaciones ausentistas.  Ni la relación con Estados Unidos ni el capitalismo estaban siendo cuestionados. La victoria de los buenos podía conseguirse en el marco de las relaciones con Estados Unidos, en entredicho. El mesianismo y el maniqueísmo secular resultó más convincente que el clerical, en una cultura que se (des) españolizaba lenta pero seguramente.

El volumen cierra con un “Epílogo: Indicios de la desintegración de la clase-en-hacerse”, un valioso registro de apuntes en torno del presente. “(E)l capitalismo se comió a esa clase y se fue comiendo su mito, por eso la bancarrota ideológica de su descendencia” (214). En cierto modo, Quintero Alfaro me dice que mirando al pasado estoy mirando al presente, y viceversa. La vida, pasión y muerte de la clase -en-hacerse está completa.

Publicado originalmente en Revista Siglo 22

septiembre 9, 2023

Acerca de la Nueva Visita de Cancel al Laberinto

Dr. José Anazagasty Rodríguez

Reseña de: Cancel-Sepúlveda, Mario R. (2023). Indóciles: Nueva Visita al Laberinto. San Juan: Ediciones Laberinto. Publicado originalmente en Claridad-En Rojo (25 de agosto de 2023)

El historiador Mario R. Cancel revisitó el laberinto para brindarnos su libro Indóciles: Nueva Visita al Laberinto.  Este nuevo libro, como su antecesor El Laberinto de los Indóciles, es el producto de un profundo estudio de mucho tiempo, revelando una vez más la extraordinaria dedicación de su autor con la investigación de la historia cultural de la política puertorriqueña. Es también una contribución meritoria a la historia intelectual puertorriqueña, a la historia de las ideas políticas en la colonia. Específicamente, Indóciles es una valiosa historia de la cultura política de los separatistas, nacionalistas e independentistas puertorriqueños, de sus ideas y pensamiento político y social, así como de sus memorias y prácticas mnemónicas.

Este nuevo libro de Cancel aúna cinco ensayos sobre la historia cultural de la política puertorriqueña entre las postrimerías del siglo diecinueve e inicios del siglo veinte, aunque en la discusión sobre el separatismo y el nacionalismo comenta eventos hasta los sesenta. Indóciles se concentra en la cultura política de los separatistas puertorriqueños, incluyendo a los separatistas anexionistas e independentistas del siglo diecinueve y los independentistas y nacionalistas puertorriqueños del siglo veinte.

El libro comienza con un monólogo del historiador referente a la Insurrección del Lares en 1868. Es el soliloquio de un historiador, una autorreflexión respecto a un problema específico de investigación histórica, el de la Insurrección de Lares. Para Cancel el problema es cómo animar el interés de los puertorriqueños de hoy por un evento que ocurrió hace más de dos siglos atrás; por un acontecimiento que como este advierte es “un hecho emborronado al paso del tiempo”; de un suceso que ha sido significado de diversas formas por diversos actores sociales y políticos. Si la Insurrección de Lares ha sido desacreditada, desautorizada, omitida, deformada y caricaturizada por muchos, también ha sido celebrada, idealizada, homenajeada y hasta consagrada por muchos otros. Cancel, quien ha estudiado la insurrección desde los ochenta, asumió el reto. Lo hizo primero tomando distancia de su objeto de estudio para “jugar un poco a la extrañeza” y volver con una “imagen fresca” de la insurrección.  Para hacerlo tuvo que enfrentar dos problemas teóricos: establecer los antecedentes u orígenes de la insurrección, que Cancel vincula al abolicionismo clandestino, y cotejar la identidad de los separatistas que, como demuestra, fue un grupo mucho más heterogéneo de lo que comúnmente se piensa.  Pero para Cancel todavía nos queda mucho por saber de la insurrección, la que, si se relata desde el presente, como toda historia, entonces, y como concluyó este: “Saberla una y otra vez desde cada presente es parte de la aventura” (28).

El monólogo es seguido de una extraordinaria y abarcadora “ojeada” a la mutación de las concepciones políticas que los puertorriqueños tuvieron sobre sí mismos entre la segunda mitad del siglo diecinueve y las primeras décadas del siglo veinte, concepciones también presentes en el resto del Caribe. En el segundo ensayo, una obra maestra, Cancel destaca las estrategias y tácticas ideológicas y retóricas de diversos actores políticos en el campo de los separatistas, independentistas y nacionalistas, incluyendo su manejo de la memoria e historia de la Insurrección de Lares de 1868 y sus usos de los protagonistas, monumentos y fuentes de información con respecto a esta. Es la identificación de esas pericias, tácticas y usos uno de los grandes logros de Cancel en Indóciles.

Las contribuciones de este ensayo son varias. Cancel demuestra que el separatismo puertorriqueño desde sus orígenes hasta nuestros días constituye un grupo político heterogéneo, tanto en términos ideológicos como tácticos. En el Laberinto de los Indóciles Cancel estableció y comprobó los matices y gradaciones del separatismo y el integrismo en el Puerto Rico del siglo diecinueve. En Indóciles el historiador reafirma los matices del separatismo y el nacionalismo en el tránsito del siglo diecinueve al veinte y ya adentrado en este último. El reconocimiento de esa diversidad contrarresta la tendencia a homogenizar y comprimir las corrientes políticas puertorriqueñas, la propensión a ocultar su variedad o modalidades. Cancel demuestra que el separatismo no solo ha sido diverso, sino que ha cambiado mucho a través de la historia. Estos matices y cambios, como confirma él en su libro implican diversas interpretaciones, representaciones o construcciones de la Insurrección de Lares.

Otra aportación meritoria de Cancel es su atención a la dimensión espacial y geopolítica del separatismo puertorriqueño y caribeño. En el siglo diecinueve el separatismo se configuró en términos de una concepción continentalista del Caribe, que como afirma Cancel, “… fue la mirada que impuso y legitimó en el lenguaje político de la intelectualidad rebelde de las islas la noción de antillanidad” (33). Esto es cierto para las dos vertientes generales del separatismo, la anexionista y la independentista, que articularon sus respectivos proyectos confederacionistas en términos continentalistas. Por esto concluye Cancel que el origen y desarrollo del movimiento confederacionista caribeño no estaban vinculados a proyectos separatistas independentistas, ciertamente no al independentismo como lo imaginamos hoy. Para los separatistas anexionistas confederacionistas la separación o independencia de España que reclamaban, equivalía a la anexión a una potencia continental, fuese a Estados Unidos o la Gran Colombia. Por otro lado, para los separatistas independentistas confederacionistas la separación de España no tenía, demuestra Cancel, que culminar en la nación-estado soberana que hoy asociamos con la independencia. La Confederación Antillana que defendieron Betances, Hostos, Luperón y Martí pretendía la institución de una sola comunidad antillana, es decir la integración de las Antillas a una entidad espacial más amplia que disolvería las diferencias entre las partes a favor de una identidad común internacional. Esto implica para Cancel que el independentismo nacionalista, tal y como lo concebimos hoy, se encuentra en una época posterior al siglo diecinueve, después de la Guerra Hispanoamericana de 1898.

Uno de los grandes logros del segundo ensayo de Indóciles es precisamente su delineación de las transformaciones del separatismo desde finales del siglo diecinueve y durante las primeras seis décadas del siglo veinte. Por ejemplo, si en el siglo diecinueve los conflictos entre separatistas anexionistas e independentistas no impidieron su colaboración, estos ya no colaborarían después de la Guerra Hispanoamericana. Esta guerra tuvo como secuela la anexión forzada de Puerto Rico a Estados Unidos, por lo que el separatismo anexionista desaparecería y el estadoísmo que surgió después de 1898 se convertiría en la némesis del nacionalismo independentista emergente. Este último fue heterogéneo y también vivió transformaciones:

El siglo 20, el periodo posterior a la invasión y presencia estadounidense en el Caribe, forzó la revisión de los contextos ideológicos de la soberanía. No se puede hablar del “nacionalismo” como un todo singular e inequívoco. Como se ha demostrado, aquel fue un fenómeno de múltiples significados que tuvo que ajustarse a la senda, si cabe la metáfora, que la historia del proceso entre siglos le impuso. Las respuestas al problema nacional urdidas para el siglo 19, no respondieron todas las preguntas ante un poder hegemónico distinto como era Estados Unidos (80).

Otro aspecto importante del segundo ensayo de Indóciles es su atención a la pluralidad de las interpretaciones, representaciones o construcciones sociales de la Insurrección de Lares, de las memorias acerca de esta. Cancel demuestra que la insurrección siempre ha sido un hecho abierto a reinterpretaciones, por lo que tenemos no una sino varias memorias de la insurrección, todas configuradas en el contexto de la interacción y el conflicto entre diversos grupos con variados intereses, aun en el campo de los separatistas, nacionalistas e independentistas.  Cancel nos regala una interesantísima y hábil aproximación a la Insurrección de Lares de 1868 en la memoria colectiva de los separatistas, independentistas y nacionalistas, así como a las memorias de Betances sobre el acontecimiento y a las representaciones de este prócer en la memoria colectiva, incluyendo su imagen después del regreso de sus restos a Puerto Rico en 1920. Cancel demuestra que diversos actores políticos puertorriqueños, incluyendo, por supuesto, a los independentistas y nacionalistas, reinventaron la imagen y memoria de la insurrección y de Betances con diversos propósitos políticos. Por ejemplo, en algunas de estas memorias Betances dejó inclusive de ser una figura amenazante y era todo un admirador de los logros estadounidenses. En efecto, en los veinte Betances fue caricaturizado y la Insurrección de Lares domesticada al servicio de los proponentes y defensores de la autonomía y la estadidad.

Cancel también nos proporciona una aproximación original a las representaciones de Betances y la Insurrección de Lares en la memoria de los nacionalistas e independentistas de la década de los treinta, de cómo estos les rescataron y reinventaron. Para Cancel se trató de una (re)mitificación bien pensada y articulada. En la nueva “mitología retrospectiva” de la Insurrección, Betances y los veteranos como Vélez Alvarado y Méndez fueron celebrados como parte de un pasado memorable y glorioso, dignos de respeto, admiración, emulación y culto nacionalista. Cancel examina las proclamas nacionalistas, las que contribuyeron a la (re)mitificación de la insurrección y sus protagonistas. La de 1935 reiteró la tesis de la independencia como restauración y llamado a las armas.

Finalmente, Cancel nos provee un análisis de la memoria y retórica nacionalista de la Insurrección en su centenario en la década de los sesenta, en un periodo marcado por la represión y censura del nacionalismo, consecuencia de la insurrección nacionalista de 1950. Pero fue también la época del surgimiento de la nueva lucha por la independencia.  En esta memoria la Insurrección de Lares de 1868 marcó el origen de la progresión de la República y conmemorarla, asistir a un Lares consagrado, era deber de los patriotas, una muestra de devoción. Se trataba de un homenaje dirigido a convocar a los patriotas a la acción, de convertir sus prácticas mnemónicas en acciones políticas.

Para Cancel la historia de la pluralidad del independentismo nacionalista de las primeras décadas del siglo veinte, su cultura política y su memoria colectiva todavía está por escribirse. Cualquiera que intente escribirla debe, por supuesto, leer este ensayo de Cancel, que precisamente nos exhorta al análisis, debate y revisión profunda de esa historia, cultura y memoria.

El segundo ensayo de Indóciles es seguido de una innovadora y aguda reflexión acerca de la relación entre la escritura creativa y la sociológica en la obra de Eugenio María de Hostos Bonilla. En el 2017, como director del Centro de Investigación Social Aplicada, afiliado al Departamento de Ciencias Sociales de la Universidad de Puerto Rico en Mayagüez, invité a Cancel a ofrecer una conferencia sobre Hostos, que se realizó el 4 de abril de ese año. Fue esa conferencia la que se convirtió en el ensayo “El Pensamiento Social en la Narrativa de Eugenio María de Hostos Bonilla”, incluido en Indóciles.  Se trata, como señalé antes, del análisis de la relación entre la escritura creativa y la sociológica en la obra de Eugenio María de Hostos Bonilla. Cancel, rechazando la tendencia a examinar la obra literaria y sociológica de Hostos por separado las examina en su compleja relación. Para él:

Hostos Bonilla, como se sabe, fue un escritor capaz de enfrentar una diversidad de medios y géneros de expresión literaria y científica con soltura, imprimiéndole a cada uno de ellos su poderosa, apasionada y contradictoria personalidad. En ello reside, desde mi punto de vista, una porción considerable de su originalidad y grandeza. (177)

Cancel demuestra que las narrativas creativas y los escritos sociológicos de Hostos fueron formadas por varios elementos.  Fueron primero moldeadas por la propria psicología del sociólogo mayagüezano—fuerte, apasionada, contradictoria y compleja—y por su biografía, una “atropellada vida de exiliado, viajero y activista en el marco de una praxis marcada por el valor de la indocilidad y la disposición a retar las instituciones dominantes” (177). Su formación intelectual en derecho y sociología krausopositivista y su interés en la pedagogía también formaron sus narrativas literarias y sociológicas.  Como demuestra Cancel, aunque Hostos pretendió convertirse en un novelista o escritor, su activismo político y radicalización ideológica, así como su adopción del krausopositivismo, lo llevaron a revisar sus prioridades y su relación con la narrativa creativa.  Desde entonces Hostos se orientaría hacia el rol de lo que Cancel llama el “sociólogo artista” y la “escritura comprometida,” así como hacia a una narrativa para la familia, el reforzamiento de esa institución social, aunque desde una perspectiva patriarcal.  El propósito de sus novelas y cuentos serían primordialmente morales y educativos, en ese sentido, una literatura al servicio del cambio social. Por eso concluye Cancel que: “Por otro lado, en general el lector se encontrará con una narrativa reflexiva y comprometida literariamente cuidadosa en donde lo didáctico y lo estético son capaces de convivir en el marco de los reclamos de un siglo como aquel.” (242)

Este ensayo es seguido por un apéndice que incluye dos discursos sobre Hostos y que lo complementan. El primero trata la concepción del cosmos antillano en las novelas del intelectual puertorriqueño, particularmente en La Peregrinación de Bayoán. Muchos de los elementos identificados por Cancel con respecto a la relación entre literatura y sociología en la obra de Hostos están presentes en esa novela, como expone Cancel en este primer discurso del apéndice.  Este afirma que: “Es una novela de marcada estirpe romántica en donde brillan los planteamientos del más armonioso clasicismo, el idealismo moral y el más progresista positivismo. Es la narración de un moralista que pretende sintetizar en su dilema íntimo, el destino de las Américas en particular las Antillas.” (261-262)

El último discurso destaca las transformaciones de las concepciones sobre España en el pensamiento de Hostos. España fue uno de los principales imperativos en la vida intelectual del sociólogo y literato puertorriqueño.  Aunque España fue para Hostos un país de contrastes, señalado por él por su despotismo y el colonialismo, él se sentía español, español-americano señala Cancel.  Pero Hostos, eventualmente decepcionado con España y los republicanos españoles, reafirmaría su juicio severo de España e imaginaría el futuro de la Antillas como una confederación separada de la metrópolis. El sociólogo indócil se había radicalizado.

Indóciles es un libro magnífico, producto de un erudito ingenioso y novedoso, un historiador que conoce muy bien, con maestría, las arduas pero fascinantes rutas del complejo laberinto de los indóciles puertorriqueños.  Los invito a visitarlo de la mano guía de Mario R. Cancel.  Este historiador los llevará, como concluye Mayra Rosario Urrutia en su prefacio a Indóciles, por rutas alternativas para cavilar, contrastar e inquirir el laberinto y nuestra historia, a dilucidar la maraña de nuestra cultura política.

El autor es Catedrático de Sociología  en la Universidad de Puerto Rico en Mayagüez.

julio 30, 2023

Rafael López Landrón y la independencia: el camino de la desesperanza

  • Mario R. Cancel Sepúlveda
  • Historiador

Publicado originalmente en Claridad-En Rojo, 20-26 de febrero de 1998: 19.

Rafael López Landrón, el abogado, el pensador social, el periodista, el ideólogo articulado representa en gran medida un modelo de la actitud de las élites intelectuales insulares ante el proceso de 1898. Novedoso y modernizante, la historiografía puertorriqueña ha sido incapaz de comprender sus aparentes fluctuaciones ideológicas desde un sacrosanto autonomismo decimonónico, hasta un republicanismo americanizador, hasta un independentismo radical y juicioso. Por encima de toda fluctuación, el progreso, la modernización y la civilización fueron su eterno norte.

Esas fluctuaciones lo convirtieron en un pensador social marginal que no se ajustó a los patrones culturales que, a fines del siglo XIX, simbolizaron figuras como Alejandro Tapia o Manuel Alonso Pacheco. Su lenguaje también fue diferente al que se canonizó como el lenguaje de la resistencia en el Puerto Rico de las primeras décadas del siglo XX. Distante de Luis Muñoz Rivera, de José Celso Barbosa, de José De Diego, entre otros, fue uno de los intérpretes más originales del cambio de siglo.

Su concepción del independentismo y la independencia como un problema fundamentalmente económico-social y luego político, su tendencia a buscar la proximidad de las masas, comportamientos políticos íntimamente relacionados con su formación socialista, parecen convertirle en un precursor del movimiento políticos populista del 1940 en un marco insular.  En las Cartas abiertas…, llegó a hablar de la «revolución pacífica» como un logro de los tiempos modernos que vivía.[1] La barrera que no se pudo vencer en ese proceso fue, como era de esperarse, la del lenguaje. A pesar de su compromiso con las masas el abogado de Vega Baja nunca pudo desprenderse de su condición social. Veamos.

En 1910 decía Rafael López Landrón: «Es cosa bien averiguada que el sistema de la americanización á que hemos estado sujetos durante estos últimos doce años, como régimen agrícola, industrial y mercantil que es, supera al viejo régimen que tuvo tan pronunciado carácter teocrático, monárquico-borbónico y militar».[2] El amojonamiento de la historia había sido establecido. Sin embargo, el hecho de que su presente superase a su pasado no lo hacía «ni siquiera deseable».[3] La invasión de 1898 fue identificada por una parte significativa de la intelectualidad insular con la modernización a la que se aspiraba, y los Estados Unidos, llegaron a ser el mejor símbolo de «civilización y cultura» que le ofrecía la Historia a Puerto Rico. La reforma del régimen siguió siendo una meta.[4] Ser un intérprete proamericano tenía y tiene, por lo tanto, diversos rostros.

Cuando se penetra en el pensamiento del ideólogo, el investigador se da cuenta de que los cimientos de toda la visión social de López Landrón son la estadística y la historia. El materialismo histórico ha sido tomado por la puerta fácil de un determinismo económico mecánico que perdió su contenido filosófico, ético y moral.[5] «No abandonemos -decía- el auxilio de esta ciencia honesta, prudente, honrada y discreta, la Estadística, que pone á vuestro alcance las pulsaciones y latidos del cuerpo social…».[6] El culto a las ciencias naturales le llevó a pensar que la estadística era virtualmente la matemática de las ciencias sociales y la historia. Sólo con su apoyo se podía desenredar la tela de araña en la que se urdía la vida humana. Los números justificaban el cambio del 1898 porque le autorizaban a pensar que Puerto Rico se hallaba en movimiento y se vigorizaba desde entonces.[7]

Hacia 1912 el cambio esperado, la reforma del régimen, no había cuajado. Aquella élite de intelectuales imaginó que había que buscar alternativas distintas a las que ofrecían unas maquinarias partidarias nacidas a raíz de la invasión del 1898, acostumbradas a girar alrededor de grandes figuras e incapaces de ofrecer respuestas a la problemática del siglo. Los sectores independentistas se estaban sintiendo incómodos dentro del Partido Unión quizá desde antes de 1910.

El conflicto que levantó la propuesta Ley Olmstead en febrero de ese año y la opinión de algunos sectores de que la misma no garantizaba un crecimiento político real si se le comparaba con la Ley Jones,[8] fue la piedra de toque para muchos independentistas. En junio algunas Asociaciones de Jóvenes Nacionalistas comenzaron a manifestar su encono, y en agosto un Partido Independiente -segmento disgustado con la Unión- se hacía público.[9]

Para Rafael López Landrón el momento del Partido de la Independencia, fue verdaderamente el intento de forjar un discurso abierto. δe hecho, cuando se incorporó el Partido de la Independencia de Puerto Rico en agosto de 1912, López Landrón pretendía hacer una elaborada síntesis de lo que había sido su pensamiento en casi treinta años de activismo político y social en la isla. Por eso el Partido de la Independencia fue un fenómeno tan interesante.

El pluralismo de los discursos que en esa organización convivían -desde el espiritismo de Rosendo Matienzo Cintrón hasta el anticlericalismo y el materialismo de López Landrón- me remiten al ideal del frente popular o de la unión fraterna que había sido el fin de dirigentes como Luis Muñoz Rivera y que sería el fin de su hijo, Luis Muñoz Marín, en el momento de los populismos hispanoamericanos. El énfasis en las preocupaciones socio-económicas al lado de la cuestión del estatus como su determinante, es un elemento también interesante.        

Ahora bien, aquella unión se elaboraba bajo el lazo fraterno de la independencia. Eso los hacía originales. En noviembre de 1912 el reclamo de la independencia sin protectorados estadounidenses -como los que había pedido José de Diego en ese año- debió haber sido una sorpresa para muchos.[10] Desde abril hasta noviembre de 1912 se hizo notar la presencia pública del partido en buena parte de los pueblos de la isla. La campaña política que describe la prensa recuerda la de los populistas en la década del treinta y el cuarenta: trataron de acercarse a la gente en su ambiente.

La necesidad de usar un lenguaje abierto para captar a las masas para aquella causa al parecer no fue eficiente. La presión electoral los tomó por asalto, en cierto modo. El lenguaje de López Landrón, ciertamente, cambió a partir de ese momento. A pesar de ello nunca pudo, ni tenía que dejar de ser, el académico de grandes dotes que estaba forzosamente distante de los de abajo. Lo mismo puede decirse de toda la alta dirigencia de aquella organización política. Nadie se atrevería a asegurar que ninguno de ellos dejó de ser lo que había sido o que su visión de mundo se alteró de manera dramática. Sin embargo, la derrota de aquel movimiento independentista es el eje de las grandes desilusiones que marcaron la historia del independentismo desde 1914 hasta la década del 1930.


    [1]Ibid., 44.

    [2]R. López Landrón, Cartas abiertas…, Op. Cit., 1.

    [3]Ibid.

    [4]Ibid., 11 y 8.

[5]Véase por ejemplo la «Carta sexta» en Ibid., 29-34; «Carta séptima» en Ibid., 34-35.

[6]Ibid., 40.

[7]Ibid., 50.

[8]«Reformas liberales» en The Puerto Rico Eagle / El águila de Puerto Rico 9.2511 (Febrero 10, 1910) 1.

[9]«Asociaciones de Jóvenes Nacionalistas» en The Puerto Rico Eagle / El águila de Puerto Rico 9.2570 (Junio 6, 1910). Aparecen breves sobre ellos hasta Ibid. 9.2581 (Junio 15, 1910). También véase «Manifiesto político del Partido Independiente» en Ibid. 9.2092 (Agosto 13, 1910) 2.

[10]R. B. Bothwell González, «Documento Núm. 58. Asociación Cívica Puertorriqueña» en Op. Cit., 339. También «A la independencia» en La correspondencia de Puerto Rico 22.7919 (Noviembre 23, 1912) 1. En este parte se anuncia la incorporación de la organización y R. López Landrón es uno de ellos.

Nacionalistas. Providencialismo y Nación en Francisco Matos Paoli (notas)

  • Mario R. Cancel Sepúlveda
  • Catedrático de Historia

El papel del pensamiento católico en el nacionalismo puertorriqueño es un hecho demostrado. Aquella convicción estaba asociada a su sincera hispanofilia y al esfuerzo de recuperación y afirmación de la cultura latina ante lo que consideraba la amenaza anglosajona, en el contexto de la invasión de 1898. Su conexión con el arielismo ha sido discutida en numerosas ocasiones. La interpretación nacionalista, un virtual choque de civilizaciones, culturas o razas, como se estilaba en la época, ha sido reducida a una expresión más del conservadurismo nacionalista. En ello han coadyuvado las miradas seculares socioeconómicas y materialistas históricas así como las interpretaciones críticas del nacionalismo articuladas en el corazón del posmodernismo criollo. La penetración del asunto no ha sido mucha. La siguiente reflexión es un intento de problematizar el asunto a la luz de uno de sus voceros más notables.

Francisco Matos Paoli (1915-2000) es un poeta-pensador que, por un lado, apoya su interpretación del mundo en los principios del Idealismo Filosófico. Su metodología interpretativa se encuentra en las fronteras entre el Idealismo Trascendental y el Idealismo Absoluto, es decir, entre las posturas de Immanuel Kant y George Friedrich Hegel con mucha comodidad. En ese sentido no está muy lejos del Alejandro Tapia Rivera de las Conferencias sobre estética y literatura (1881).

El idealismo kantiano o trascendental presume que el sujeto cognoscente y el objeto cognoscible son esferas separadas. Sobre esa base establece la capacidad del sujeto para conocer el objeto, pero establece que la misma está mediada por los juicios o formas a priori que expresan el orden de la naturaleza, las leyes universales. Kant concebía el conocimiento como el resultado de la transacción entre la Razón Práctica y la Razón Pura por medio del Imperativo Categórico que hacía posible que la una coincidiera con la otra. En el caso de Matos Paoli se trata de la relación entre la racionalidad humana y la racionalidad divina o entre el ser humano y Dios y sus manifestaciones. La transacción o mediación se apoya en esos mismos signos que carga desde la infancia. El monólogo que se manufactura en el Canto de la locura (1961) en donde el poeta se convierte en intercesor o médium entre Dios y Pedro, con Luzbel como “otro” sugerido, es un excelente modelo de ello (Matos Paoli, Canto… 63). Pero cuando avanza hacia la locura, el médium es Susana, esa poderosa figura materna que le brinda seguridad (Matos Paoli, Canto…90-91). La mirada de Matos Paoli identificó la locura, esa enajenación radical de la materialidad y la racionalidad, con lo Absoluto que es Dios.

Por otro lado, como cristiano convencido y práctico, piensa la historia desde la postura del Providencialismo: la realidad es una teofanía o la manifestación expresa de la divinidad. El sitio que el ser humano ocupa en el tiempo y el espacio, en la historia y en la sociedad, es sólo la materialización de la permisibilidad de Dios. En una conversación con el poeta Manuel de la Puebla en 1985, Matos Paoli decía que “el verdadero cristiano mantiene la fe enhiesta. Sabe que el providencialismo divino existe y se manifiesta en el curso de la historia” (De la Puebla 44). Su Providencialismo reproduce las posturas clásicas del pensador del siglo V y Padre de la Iglesia, Agustín de Hipona, quien las formuló sobre las bases de dualismo maniqueo más elemental en La Ciudad de Dios contra paganos (412-426). En Agustín, Dios es la estructura de la realidad y la autonomía humana ante su voluntad es poca.

Pero en otras ocasiones el poeta se ubica en el territorio incierto en donde el Dios de los teólogos tradicionales y la Razón de los modernos se intersecan, según se significa en la obra de Giambattista Vico, Ciencia Nueva (1725). La necesidad de Vico, un pensador cristiano cuya influencia está presente en numerosos pensadores liberales del Puerto Rico del siglo 19, se justifica por la forma en que aquel introdujo en la discusión providencialista una concepción más secular o moderna de la historia concreta, del acontecer humano. A Agustín y los providencialistas tradicionales del cristianismo primitivo no les interesaba el acontecer humano en realidad, sino la historia como teofanía. La interpretación de Vico, por el contrario, reconocía cierta agencia a la humanidad y alguna autoridad a la racionalidad humana respecto a la voluntad de Dios. A la altura de siglo 18, cuando escribe sus reflexiones, la metáfora de Dios, que es un concepto histórico, se ha transformado de la figura autoritaria e inconmovible propia de la tradición judía, en la figura piadosa y tolerante de los cristianos. El providencialismo de Matos Paoli se apoya en Vico a la hora de tratar de comprender la historia de su Nación. Vico entendía el acontecer como la expresión de una “Historia Ideal” (la Estructura) en una serie de “Historias Concretas” o “Historia Particulares” entre las cuales la historia de una nación era una de ellas. El telos o meta de todas esas “historias” era el “equilibrio”, esa condición de “sosiego” que sugiere en los liberales de los siglos 18 y 19 la idea de la libertad, la igualdad y la fraternidad.

El optimismo filosófico del Providencialismo de Agustín y de Vico es el mismo que anima el nacionalismo católico y místico de Matos Paoli. La seguridad que muestra el nacionalismo en que la libertad es alcanzable no debía ser puesta en duda. La concepción compartida entre Matos Paoli, Pedro Albizu Campos (1893-1965) y tantos otros comprometidos con la lucha por la independencia, tarea que era apropiada como un deber sagrado y un propósito alcanzable, derivan no solo de las concepciones deterministas y causalistas que heredaron de la cultura política liberal del siglo 19, sino también de esa otra herencia -la católica- que reverdece después de la invasión de 1898 ante la amenaza del “otro” cristianismo, el evangélico. La oposición arielista entre latinos y sajones se proyectaba, sin duda, en aquellas consideraciones. El optimismo de Matos Paoli, similar al que manifestó al Partido Nacionalista de 1922 y el de 1930, compartía además la convicción de que la Nación Puertorriqueña, una forma espiritual o cultural madura, era “inasimilable” y sostenían esa postura en el principio de que “la soberanía del pueblo es ínsita…nadie nos puede absorber” (De la Puebla 23).

La seguridad cultural y política que aquella aseveración brindaba estaba acompañada por otro interesante criterio. El catolicismo con el cual se identifica Matos Paoli en los momentos cruciales de Luz de los héroes (1954) y Canto de la Locura (1961), redactados durante sus sucesivas estadías en prisión en 1950 y 1954, apela a los signos de un misticismo de base popular que no puede ser pasado por alto. En Luz de los héroes el poema “Destino de hijo”, dedicado a Albizu Campos, coloca a este “sobre el Tabor de aquella loma” (Matos Paoli, Antología minuto 44). Tabor es el mítico monte galileo de la transfiguración de Jesús, pero también en el signo de igualación social al cual apelaron los adictos al separado o hereje Juan Hus en 1420 cuando este reformista cristiano de base popular intentaba liberar a los bohemios del poder de una Roma que no representaba bien a los pobres. La selección del signo por Hus y Matos Paoli no me parece al azar: la idea de la revolución como transfiguración está presente en Albizu Campos como una constante. Jayuya-Tabor es un símbolo complejo que parece apelar además a la necesidad de castigar a los traidores-pecadores que se oponen a la liberación-salvación.

Las metáforas de Canto de la locura, me dicen que el poeta no se percibe como un cristiano cualquiera. La apelación a Francisco de Asís, el místico del siglo 12, se hace visible en las alusiones a una naturaleza que se apropia como expresión concreta de la divinidad: las aves y las flores pueblan estos versos hermosos y herméticos. En el Canto… el nombre Francisco es un yo que se desdobla en la persona del poeta y en la del monje rebelde. No hay que olvidar que los discípulos de Francisco, considerados también separados o herejes por la Iglesia Católica y conocidos como los “Fraticelli” o “Hermanos Espirituales”, reclamaron en nombre de la “Dama Pobreza” la demolición del poder de Roma y la disolución y redistribución de su riqueza entre los desposeídos. Del mismo modo, el culto a la pobreza evangélica es visible en numerosos lugares del texto: “sin poder, sin aquí (…) y rico de pobreza”, “Estoy con los pobres ahora / los infelices claros, / los mendigos…”, “…vuelvo a mi madre, la mística, / coronada de pobres…” (Matos Paoli, Canto… 64, 68, 88). Al final del poema la pregunta retórica se impone: “¿Cuándo vendrá la florecita / de Francisco de Asís, / el de la fina humillación en las cosas, / a retener la isla jubilosa / en que no moría mamá, / alta, alta…” (Matos Paoli, Canto…114).

Por último, Matos Paoli hizo afirmaciones categóricas en contra del dualismo maniqueo del cual se le podría acusar desde la perspectiva de la teología ortodoxa: “Yo no soy maniqueo. Creo que, a la larga, el bien se impondrá sobre el mal” (De la Puebla 44). Con aquella afirmación reproducía los argumentos de Agustín y Tomás de Aquino, los refutadores medievales del maniqueísmo. Pero ante la imposibilidad de explicar el problema del mal sin presumir que procedía del mismo Dios que significaba el bien, aceptaba que el “mal tiene categoría ontológica”, es decir, existía diferenciado de Dios con lo cual esgrimía un argumento maniqueo.

La cultura religiosa, literaria y política de Matos Paoli caminan por la misma ruta. La elites católicas intelectualizadas del nacionalismo no fueron homogéneas. En su seno convivían una diversidad de propuestas. El estudio sereno de es complejidad está todavía por comenzar.

Fuentes sugeridas
Agustín de Hipona (1964) Obras de San Agustín XVI La Ciudad de Dios. Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos.
—– (1965) Obras de San Agustín XVII La Ciudad de Dios. Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos.
Matos Paoli, Francisco (1954) Luz de los héroes. San Juan.
—– (1976). Canto de la locura. San Juan, P.R.: Instituto de Cultura Puertorriqueña.
—– (1977). Antología minuto. Mayagüez: Colección de Poesía Jardín de Espejos.
—– y Manuel de la Puebla (1985). Francisco Matos Paoli, poeta esencial. Río Piedras, P. R.: Ediciones Mairena.

Tapia y Rivera, Alejandro (1881) Conferencias sobre estética y literatura. San Juan: Tipografía de González y Co.

Vico, Giambattista (1985) Ciencia Nueva. Vol. I. Barcelona: Orbis.

—– (1985) Ciencia Nueva. Vol. II. Barcelona: Orbis.
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