Puerto Rico entre siglos: Historiografía y cultura

agosto 6, 2015

Betances Alacán en la imaginación y la memoria: unos apuntes. Primera parte

  • Mario R. Cancel Sepúlveda
  • Historiador y escritor

La fama de Betances Alacán como un activista republicano era bien conocida en su tiempo. Los españoles conocían de la misma desde antes de 1868 y su relación  profesional y personal con Manuel Ruiz Zorrilla (1833-1895) no era un misterio. En 1869, sin llegar a los extremos de ilusión manifestados por Hostos respecto a los fines de la Revolución Gloriosa, reconocía en aquel proceso una experiencia que retaba a la monarquía. De igual modo, en una carta enviada a  Ramón  Marín en 1888 en la cual le comentaba su texto satírico sobre los compontes titulado “Viajes de Escaldado”, le sugería al amigo que sólo la España republicana podría acaso hacer algo por Puerto Rico. La idea de que España no podía dar lo que no tenía estaba asociada a la monarquía decadente y no a la España que podía ser, a la moderna. Betances Alacán era republicano pero no se dejaba seducir por fantasmagorías y era capaz de reconocer la distancia ideológica que le separaba de un español aunque aquel fuese republicano.

Lo mismo podría inferirse de su postura respecto a los republicanos que en 1898 invadieron a Cuba, Filipinas y Puerto Rico. El republicanismo tenía sus grados  y los contextos etnoculturales en los cuáles se desarrollaba lo diversificaban. Un separatista independentista republicano y confederacionista por más señas como él, jamás se llamaría a engaño con el Partido Republicano de Estados Unidos y mucho menos con las aspiraciones imperialistas de su presidente William McKinley (1843-1901).  Aquella era la expresión más acabada del “minotauro”, metáfora que había usado en repetidas ocasiones para referirse al imperialismo. Esa es la diferencia más marcada entre Betances Alacán y, por ejemplo,  José Celso Barbosa (1857-1921) como republicanos. La concepción del progreso y la modernización en uno y otro se asociaban a polos distintos por los contextos culturales en los cuáles cada uno se formó.

Charles Freycinet

Charles Freycinet

La imagen de Betances Alacán en un segmento significativo de la prensa estadounidense de 1898 refirmaba el valor de su republicanismo mientras trataba de atraerlo a su causa. En septiembre de 1898 el periódico The Globe-Republican publicó una interesante columna titulada “Betances may be Cuba’s first president”. Los subtítulos de aquella columna de consumo son suficientes para catalogar la atracción que sentía el público estadounidense  por la figura del rebelde: “Scientist, Philanthropist and Patriot –Bought Children from Bondage Spanish–Spy System Drove Him to Seek Autonomy for all the West Indies”. El científico sacrificado, filántropo y abolicionista perseguido por buscar la autonomía (independencia) de las Indias Occidentales domina la versión. El confederacionista y antianexionista  no están por ninguna parte: no hacen falta. Llamar la atención sobre esta figura más allá en esa dirección hubiese sido contraproducente para las intenciones de la prensa republicana que aspiraba mostrarlo como un aliado de la gesta “libertadora” que en Puerto Rico había comenzado el 25 de julio de 1898.

Según la fuente Betances Alacán es un intelectual europeo y un helenista nativo de Porto Rico que ha sido capaz de convertirse en uno de los mejores oculistas no sólo de Europa sino del mundo, que escribe en Le temps y ha sido amigo personal; de Charles Louis de Saulces de Freycinet (1828-1923) primer ministro republicano oportunista de centro-izquierda, protestante y miembro de la Academia de la Ciencia;  y León Michel Gambetta (1838-1882) también republicano de tendencias democráticas abiertamente anticlerical. Freycinet y Gambetta, como Betances Alacán, recurrieron durante sus gestiones ministeriales en la Francia del siglo 19 al apoyo de las izquierdas socialistas cuando lo consideraron necesario por medio de inteligentes y tolerantes políticas de alianzas. El artículo manufacturaba una gran ilusión para consumo de los lectores estadounidenses de Kansas. El día de la publicación el rebelde antillano agonizaba en medio de numerosas disputas con el liderato del Partido Revolucionario Cubano a tenor del anexionismo manifiesto del mismo. El Directorio Cubano, seducido por anexión a Estados Unidos como garantía de progreso, jamás hubiese admitido al caborrojeño en el puesto. El 16 de septiembre moría el conspirador puertorriqueño en París.

The Globe-Republican era un foro semanal que se publicó en  Dodge City, Kansas entre 1889 y 1910. Se trataba de un periodismo de tendencias republicanas cuyo director era el abogado Daniel M. Frost. De acuerdo con las fuentes, Frost no era el republicano puritano común. Por el contrario, se opuso abiertamente a las campañas “secas” de la era de la prohibición y defendió la causa “mojada” públicamente. Al momento de la divulgación de la columna  aludida estaba a cargo del semanario el empresario Nicholas B. Klaine. Este recorte y otros que he podido ubicar en la prensa de la década de 1890, me indican que el mito de Betances Alacán y su generación era conocido entre diversos sectores de la sociedad estadounidense de aquel momento. Una indagación sobre la presencia de esta y otras  figuras del separatismo puertorriqueño y antillano en la prensa de ese país, aportaría valiosa información sobre qué buscaban y qué encontraban en aquel liderato los grupos de interés que se fijaron en ellos durante los días de la invasión. No hay que olvidar que durante la ocupación Mayagüez como ya he señalado en varias publicaciones, las autoridades militares bautizaron con el nombre de Betances Alacán una de las calles principales de la ciudad produciendo un efecto vinculante entre los invasores y el libertador que la ciudadanía interpretó con beneplácito. Los invasores necesitaban al médico de Cabo Rojo para legitimarse ante una comunidad que lo recordaba a pesar del exilio.

La visibilidad de Betances Alacán en el imaginario liberal y entre la intelectualidad reformista y autonomista puertorriqueña era poca. Los intelectuales liberales reformistas veían el separatismo radical como un peligro, según he apuntado en una columna recientemente. El integrismo de los primeros era incompatible con el separatismo de los segundos. Los lazos de colaboración política entre ambos debían ser frágiles por lo que la cooperación requeriría, si la relación con España estaba en juego, la transformación del reformista en separatista o viceversa, tal y como ocurrió en numerosas ocasiones. Los intelectuales que evolucionaron en la dirección del autonomismo moderado o radical no adoptaron una actitud distinta. En otra columna comentaba como marcaban con cuidado las fronteras del autonomismo y el separatismo confirmando el integrismo de la autonomía e insistían en infantilizar al liderato que condujo a los hechos de Lares. La idea de que la autonomía era un paso hacia la independencia, un absurdo para los separatistas, tomó forma y estructura en el liderato posterior a la invasión por influencia de Luis Muñoz Rivera quien la insufló en José De Diego y Antonio R. Barceló. Esa concepción contradictoria de la autonomía y la independencia tenía mucho que ver con la imagen que unos y otros poseían Estados Unidos, tema que se discutirá en otro momento.

Luis Bonafoux

Luis Bonafoux

Libia M. González en el artículo “Betances y el imaginario nacional en Puerto Rico: 1880-1920” publicado en la colección de Ojeda Reyes y Estrade titulada Pasión por la libertad en el 2000, ya había  señalado que al menos entre los años 1880 y 1898 tanto los intelectuales conservadores como los liberales reformistas y los autonomistas coincidieron en invisibilizar a Betances Alacán como un emblema puertorriqueño. La impresión que da aquella intelectualidad es que incluso cuando miran hacia la Insurrección de Lares la conexión que establecen con el médico exiliado es frágil. Un autonomista de Ponce transformado al separatismo, Sotero Figueroa, cambió el panorama en 1888, momento que en alguna medida inaugura la interpretación y la historiografía separatista sobre la base del liderato incontestable de Betances Alacán y Ruiz Belvis en aquel evento revolucionario. El autor elaboró una versión proceratista romántica por medio de un relato bien articulado en el cual la  lealtad política a Puerto Rico ante España  y la patria martirizada  por aquella eran los protagonistas.

Ambas consideraciones, la ética y el martirologio civil, se impusieron como modelo hasta llegar a marcar cierta mirada separatista, independentista y nacionalista del asunto de Puerto Rico. Sin embargo el relato de Figueroa pasó inadvertido en 1888. En la década de 1890 se podría achacar  a la incomunicación de la intelectualidad separatista con su gente y, después del 1900, es probable que se deba a que el lenguaje del separatismo ya no resultaba funcional bajo la soberanía de Estados Unidos.  Después de 1898 una nueva lealtad a España era posible y se podría poner a resguardo la hispanofobia progresista y antimonárquica de aquella propuesta radical. No se puede pasar por alto que los años que corren entre 1898 y 1920 fueron el escenario de la generación de una hispanofilia  o amor a España lo suficientemente fuerte como para invisibilizar y hacer tolerable el pasado más duro. Betances Alacán no encajaba en el discurso en ciernes porque era antiespañol, republicano radical y anticlerical. Si la hispanofilia debería ser interpretada como un discurso retrógrado o progresista, las opiniones están divididas, es un asunto que habrá que aclarar en otro momento.

Una figura tan visible no podía desaparecer. La memoria de Betances Alacán se afirma en dos hechos: uno cultural y otro cívico. A pesar de la tormenta hispanófila que se cierne sobre el país, en 1901 Luis Bonafoux Quintero (1855-1918) publica su antología Betances con textos en español y en francés. Ese fue el volumen fundacional de la imagen del revolucionario de Cabo Rojo y base de la leyenda betancina. La afinidad de Bonafoux Quintero con el asunto no tenía que ver sólo con las ideas políticas. Bonafoux Quintero se movió ideológicamente cerca del anarquismo y simpatizó con la causa cubana.  La afinidad también se había fraguado sobre la base de que los dos pensadores, por su formación europea y su vida mundana, habían sido duros críticos de la poquedad y la sumisión de la clase criolla puertorriqueña a una hispanidad decadente por lo que habían sido víctimas del desprecio de aquella. La sátira de una comunidad en “El avispero” (1882) de Bonafoux,  y la de  Valeriano Weyler en “La estafa” (1896) de Betances Alacán guardan numerosas similitudes.

Luis_BonafouxAparte de Bonafoux Quintero, el recuerdo  de Betances fue responsabilidad de los invasores y de la intelectualidad separatista anexionista que se integró al nuevo régimen estadounidense porque identificaban en el mismo la garantía de progreso y modernidad a la que habían aspirado a fines del siglo 19. En ese sentido la voz de Julio Henna y, en especial Roberto H. Todd, hizo posible la supervivencia de su mito. Lo más interesante es que quienes echan las bases del imaginario betancino entre 1898 y 1920 no encajan en el discurso hispanófilo o de amor a España que se instituyó como factor dominante en la (re)invención de la identidad puertorriqueña.

El hecho cívico que sella la relación de Betances Alacán con Puerto Rico, por otro lado, fue su suntuoso y emotivo entierro en 1920 en Cabo Rojo. Sus restos y su viuda llegan al país en un momento de inflexión del nacionalismo en el cual los unionistas debaten sobre el futuro del proyecto de independencia y vuelven la vista otra vez hacia la autonomía, ahora denominada self-government. Su inhumación representó la ocasión para reapropiarlo y ajustarlo a un escenario innovador.

mayo 27, 2015

Historiografía puertorriqueña: separatistas y liberales ante la invasión y la hispanidad

  • Mario R. Cancel Sepúlveda
  • Historiador y escritor

 

El consenso de los historiadores liberales reformistas y autonomistas era que la Insurrección de Lares había fracasado porque contradecía la voluntad popular y por la incapacidad palmaria de sus dirigentes para conducir un pueblo a la libertad. La Insurrección de Lares no se ajustaba a lo que José Julián Acosta denominó en un texto de 1889, la «Historia Psicológica de Puerto-Rico». El concepto «Historia Psicológica» aludía ese hipotético relato colectivo capaz de informar de manera verdadera la evolución de la cultura y el espíritu de un grupo humano. El pensamiento ilustrado francés había codificado la noción Espíritu del Pueblo para referirse a ello. El alemán lo nombró simplemente Volkgeist.

Tras aquellos argumentos intelectuales se encontraba una acusación mayor: el liderato del separatismo era incapaz de traducir las aspiraciones psicológicas -espirituales o culturales- de su pueblo por lo que era plausible concluir que la propuesta representaba una anomalía. La marginación que el discurso historiográfico aplicaba al separatismo, reflejaba su enajenación con respecto al verdadero puertorriqueño. La deriva de aquel procedimiento era simple y devastadora: si la gente de la provincia era moderada y amaba la hispanidad, el separatismo representaba un contrasentido tan grande como la aspiración a la anexión a Estados Unidos. Puerto Rico no podía ser una nación separada porque compartía la nacionalidad hispana.

Hostos_Betances_80Afirmando su integrismo con aquellos conceptos, los liberales reformistas y autonomistas se colocaban en una (in)cómoda posición de centro. Aquella decisión los convertía en blanco fácil de los integristas conservadores e incondicionales quienes los acusaban de separatismo, y de los separatistas que le reclamaban un compromiso mayor con su propuesta. Pero lo cierto era que los liberales reformistas y autonomistas no se sentían atraídos por el separatismo porque contradecía su integrismo, una de las claves de su discurso cultural.

Las tensiones entre estos últimos dos sectores fueron particularmente visibles en los textos producidos desde el fin del Sexenio Liberal (1868-1874), hasta la invasión de Estados Unidos en 1898, periodo en cual las relaciones con aquel país, que había sido muy buenas desde 1815, continuaban creciendo a la vez que generaban visibles contradicciones políticas.

El culto a la hispanidad de los sectores liberales reformistas y autonomistas colapsó con la invasión 1898, como se sabe. Cualquier observador cuidadoso del proceso reconocerá la facilidad con la que su liderato, salvo contadas excepciones, caminó en la ruta de un americanismo sincero. El dominio del proyecto estadoísta entre 1899 y 1903, es la demostración más clara de ello. El estadoísmo moderno que nace con el republicanismo barbosista, fue la reformulación del viejo anexionismo del siglo 19 cuyas manifestaciones más remotas se remontan a la década de 1810. La actitud de complacencia y confianza de aquellos ideólogos ante la presencia estadounidense y sus objetivos para Puerto Rico y su pertinaz oposición a la independencia, representa una continuidad con la tradicional oposición al separatismo que aquel sector manifestó.

La situación representa una paradoja interesante. Los liberales reformistas y autonomistas toleraron la acrimonia de una relación desigual y autoritaria con España y confiaban en mejorarla dentro del reino sobre la base de su culto a la hispanidad. Del mismo modo, tras la invasión aceptaron una relación incómoda y asimétrica con Estados Unidos, es decir colonial, con la esperanza de que desembocaría en un futuro no determinado en la democracia, la igualdad y la libertad. La actitud resulta comprensible tratándose de grupos políticamente moderados.

Sin embargo, sorprende cuando se mira el giro de los separatistas que antes habían defendido la independencia de España. En la práctica aquel sector se moderó, aceptó el lenguaje del imperio y lo reprodujo. Los separatistas independentistas y anexionistas vivieron una fractura lógica tras el 1898. La independencia siguió siendo una opción de minorías que, si bien resultaban visibles, no contaron o no pudieron conseguir el apoyo popular. El encantamiento con la cultura política sajona fue enorme en los primeros días de la invasión. Lo novedoso de la situación fue que los independentistas se enajenaron el apoyo de los anexionistas.

Es cierto que las relaciones entre independentistas y anexionistas habían sido tensas durante el siglo 19. Tras la invasión del 1898 era poco lo que se podía hacer. Las posibilidades de alianzas tácticas entre independentistas y anexionistas, ahora estadoístas, quedaron canceladas tras la invasión. Lo más interesante de aquel proceso fue el papel protagónico que tuvieron en el diseño del estadoísmo republicano de José Celso Barbosa, distinguidos separatistas anexionistas como José Julio Henna y Roberto H. Todd, asunto que trataré en otro momento.

No se trata sólo de eso. Los ideólogos y activistas separatistas que persistieron en la lucha por la independencia, como es el caso de Eugenio María de Hostos, confiaban en la buena voluntad de Estados Unidos. Un buen ejemplo de ello puede ser el que sigue. El separatismo independentista hasta el 1898 reconocía que la separación habría que hacerla por la fuerza de las armas: la agitación política debía conducir a una insurrección, grito o levantamiento que debía ser apoyado con una invasión militar eficaz. Pero los independentistas pos-invasión hasta 1930, presumieron que su meta se obtendría mediante una negociación sincera con las autoridades estadounidenses porque, en el fondo, seguían viendo el 1898 como un momento de «liberación». La impresión que da es que aquellos sectores confiaban más en la disposición de la civilización sajona a negociar que en la hispanidad.

La explicación que suele darse a esa anomalía aparente es que la «patria» de aquellos intelectuales era el «progreso» y el destino del viaje en cual se habían embarcado y del cual el 1898 era un peaje que había que pagar, era la «modernización». Estados Unidos podía garantizar mejor que España la modernización de Puerto Rico por lo que valía la pena esperar con paciencia. No pongo en duda la validez de un argumento teórico que incluso yo he sostenido. Pero cuando observo ese momento a la luz de la evolución del pensamiento historiográfico puertorriqueño aparecen otras posibilidades. La invisibilidad del pasado del separatismo independentista jugó un papel particular en aquel proceso confuso.

El hecho de que la historiografía puertorriqueña la hubiesen manufacturado liberales reformistas y autonomistas resultó determinante en aquella actitud de complacencia del liderato político e intelectual tras el 1898. La mayor gesta revolucionaria, Lares 1868, era un evento que había sido devaluado consistentemente sobre la base de argumentos compartidos con el conservadurismo y el incondicionalismo más feroces. Su mayor figura, Ramón E. Betances, moría en París en 1898. Eugenio María de Hostos, separatista independentista desde los primeros días pos-insurrección, era un extraño en su país tras años de trabajo en Chile.

El único esfuerzo que conozco por reevaluar la conjura de 1868 y el papel histórico de sus figuras más emblemáticas correspondió a un ideólogo autonomista radical quien con posterioridad defendió la independencia. Me refiero a Sotero Figueroa (1851-1923), uno de los fundadores del Partido Autonomista Puertorriqueño en 1887 y quien, dos años más tarde, ya se encontraba en Nueva York colaborando con el separatismo cubano. Lo más cercano a una historiografía desde la perspectiva separatista es la obra de este tipógrafo ponceño. A ella me dedicaré en otra columna.

 

Nota: Publicado originalmente en 80 Grados-Historia el 1ro. de agosto de 2014

mayo 25, 2015

Historiografía puertorriqueña: Lares en la imaginación histórica autonomista

  • Mario R. Cancel-Sepúlveda
  • Historiador y escritor

La Insurrección de Lares y sus figuras fue tema de discusión en una memoria histórica que permaneció inédita hasta 1978. Me refiero a la obra de José Marcial Quiñones (1827-1893), fechada en 1892, y titulada por su editor Aurelio Tió, Un poco de historia colonial. Los paralelos entre los argumentos de este autor y los de su hermano Francisco Mariano Quiñones son enormes pero no dejan de manifestar algunos repuntes de originalidad y una arquitectura literaria más modesta pero también más precisa.

El documento es una memoria privada, o al menos aspiró a serlo, que resume la lógica antiseparatista que caracterizó a los liberales reformistas y a los autonomistas de fines del siglo 19. José Marcial fue contemporáneo y contertulio de Segundo Ruiz Belvis y Ramón E. Betances Alacán aunque, según aclaró, nunca estuvo de acuerdo con sus ideas separatistas. La insistencia en esclarecer ese punto es comprensible. El hecho de que la aclaración se haga años después del evento de 1868 y la experiencia represiva de 1887, recuerda la actitud de negación atemorizada que siguió a los duros periodos de persecución aludidos. Los paralelos entre aquella postura y la de muchos puertorriqueños después de la aplicación de la Ley de la Mordaza en 1948 son numerosos.

Un contexto histórico ideológico

En la década de 1890 a 1899, momento en el cual el texto es pensado, España ha perdido las posesiones continentales (1808-1821), y ha fracasado en el intento de recuperar parte de ellas en el conflicto que condujo a la Guerra del Pacífico (1862-1871), escenario de enorme relevancia para los proyectos separatistas de Puerto Rico y Cuba en 1868. En el ámbito socioeconómico, el reino sufre los estragos de la Gran Depresión (1873-1896), es un poder político y económico marginal o periférico que se mueve por los márgenes de las economías continentales en medio de una revolución tecnológica y productiva que lo ha dejado a la zaga lo mismo que al Imperio Ruso. En medio de la crisis, Estados Unidos y el Imperio Alemán representan los nuevos modelos industriales que dominarán el siglo 20. Nadie imaginaba un conflicto futuro en el cual aquellos estuviesen en bandos opuestos.

El Puerto Rico de 1890 resulta el mejor ejemplo de la profundidad de la crisis material de la hispanidad. El 1886 fue un año trágico para la economía colonial y el recuerdo de la represión de los Compontes en 1887 estaba muy claro en la mente de todos. José Marcial dejó un ensayo sobre ese asunto en la obra citada, titulado por su editor Aurelio Tió, 1887 año terrible de Puerto Rico. Las condiciones eran teóricamente apropiadas para un renacimiento de las ideas radicales identificadas con el separatismo independentista y anexionista. El nuevo componente ideológico que asomaba era el artesanal y el obrero, apoyados en discursividades anarquistas, fraternas y socialistas, entre otras, y abonado por la reciente abolición de la esclavitud y del trabajo servil o la libreta (1873). Los últimos años de aquella década de 1880 fueron para cubanos y puertorriqueños radicales, fértiles y conflictivos porque material e ideológicamente la situación era distinta a la del 1868 y la diversidad social e ideológica de la militancia era mucha.

En aquel decenio, verdadero preámbulo del 1898, las tensiones entre Estados Unidos y España se hicieron más visibles. Una de las razones fue que el separatismo cubano y puertorriqueño, proyecto que tenía la simpatía de algunos sectores estadounidenses, consolidó un proceso de reorganización en el exilio bajo la influencia de figuras como la de José Martí Pérez, entre otros. El exilio puertorriqueño aprovechó la ola para llamar la atención sobre su caso. Dos hechos originales marcaban a la figura de Martí. Por un lado, el poeta miró hacia la base social productiva en el exilio con cierto romanticismo paternalista para atraerlos a la causa. Por otro, el líder aspiraba a establecer una conexión simbólica entre el 1868 y su presente, a fin de darle continuidad histórica al designio rebelde.

Aquella actitud tuvo implicaciones para Puerto Rico. En el proceso se reactualizó la imagen de personalidades como Betances quien entonces hacía su práctica médica en París. Ruiz Belvis, el otro signo de Lares, había muerto en 1867, como se sabe, razón por la cual había ganado un lugar en la historiografía puertorriqueña desde fines de la década de 1880, como demostraré más adelante, a través de la obra de Sotero Figueroa. La impresión latente era que a fines de 1880 y a principios de 1890, cualquier asociación con aquellos signos de subversión podían, resultar peligrosas en el país. Las excusas de José Marcial al devaluar su relación con Ruiz Belvis y Betances en su memoria corresponden a ello.

Lares de Augusto Marín

Lares de Augusto Marín

Autonomismo y radicalismo separatista: una relación conflictiva

La demolición del Partido Liberal Reformista y la fundación del Partido Autonomista Puertorriqueño en Ponce en 1887, fue una respuesta débil y contradictoria a aquellos eventos. Vista desde el interior y la domesticidad, la adopción del autonomismo siguiendo el modelo cubano, resultaba una expresión de la radicalización del discurso político local. Pero mirado desde afuera, proyectaba todo lo contrario: un freno al radicalismo que repuntaba por todas partes. La fragilidad del autonomismo es la misma del liberalismo reformista: se cuidaba en exceso de que lo relacionasen con el separatismo independentista y anexionista.

Para ello adoptó un programa autonomista moderado y se distanció de la autonomía radical o tipo Canadá, modelo impuesto desde 1867 por los ingleses en aquella posesión americana. La muerte de Román Baldorioty de Castro en 1889 representó también la muerte del radicalismo en el Partido Autonomista Puertorriqueño, aunque nada asegura que su supervivencia hubiese dirigido a la organización en otra dirección. Todo ello explica por qué en 1892, momento en que José Marcial redacta su memoria, el Partido Autonomista mostraba tanta inestabilidad a la vez que se empantanaba en medio de numerosas luchas internas.

José Marcial escribió sobre Lares muy consciente de todo aquel entramado. Como en otros casos, la obra de José Pérez Moris resultó ser una pieza clave para el analista, pero José Marcial adoptó una interesante postura respecto a la misma. Se trata de la mirada crítica de un filántropo que no deja de proyectar un fuerte sentimiento pietista y romántico en sus reflexiones. El autor no vacila en confirmar que «lo de Lares» es un «memorable suceso», es decir, digno de ser recordado. Esto tiene mucha relevancia porque, en el siglo 19, el historiador  es quien decide lo que se recuerda y lo que se olvida.

Del mismo modo que lo había hecho su hermano Francisco Mariano, no vaciló en achacarle al acto rebelde de 1868 el empeoramiento de las condiciones coloniales durante el fin de siglo. Su juicio historiográfico representa la continuidad de una tradición interpretativa que se instituyó como una preconcepción o prejuicio válido. La represión del estado es una repuesta a la rebelión y no al contrario.

El aspecto de las condiciones coloniales que preocupaba a estos dos autores era que las relaciones de los liberales reformistas y autonomistas con los conservadores e incondicionales, se habían agriado en extremo después del hecho de armas y, con ello, se diluían sus posibilidades concretas de acceder al poder. La historiografía estaba puesta al servicio del proyecto político liberal reformista, ahora autonomista. La metáfora es simple: Lares justificó la tiranía de España, tiranía personificada en el «Instituto de Voluntarios» y la «Guardia Civil», dos cuerpos policiacos creados después de 1868. La insurrección legitimó la represión que tocaba a sectores que no eran peligrosos y cuya hispanidad no debía ser puesta en cuestión. Bajo aquellas condiciones, el campo de posibilidades de su política centrista y moderada se limitaba.

Para demostrar sus opiniones el autor recurrió a escenarios de estirpe romántica: su visita en 1874 a la tumba de tres rebeldes en Silla de Calderón guiado por un campesino, la narración de la tortura inmisericorde a Manuel Rojas, entre otros, justifican su piedad ante la desgracia de los rebeldes derrotados. Lo que le preocupaba eran los excesos de poder del vencedor. Para ello elaboró una imagen atemorizante del «soldado cruel» como «torturador», personificado en Martínez, Berris, Iturriaga, y documentada con la obra de Pérez Moris. Del mismo modo, la crítica a las actitudes cuestionables del Corregidor de San Germán, Fernando Acosta, y del hacendado José Ramón Fernández, conocido como el Marqués de la Esperanza, son datos interesantes.

El juicio de José Marcial sobre la Insurrección de Lares y sus líderes, Ruiz Belvis y Betances, sirve para contrastar las posturas conservadoras y liberales. Su fuente principal, el conservador Pérez Moris, aspiraba a llamar la atención sobre la conjura con el fin de confirmar la peligrosidad del separatismo. Pero José Marcial, como su hermano Francisco y más tarde Salvador Brau Asencio, la devalúa reduciéndola a una «calaverada». La imagen que tiene de Ruiz Belvis no es muy distinta a la del historiador conservador: el rebelde de Hormigueros se caracterizaba por su «carácter dominante, voluntarioso y poco avenible» y porque alardeaba de su radicalismo; a pesar de ser un buen escritor, resultaba un pésimo orador.

Betances, a quien Pérez Moris calificaba como una medianía o un mediocre, era para José Marcial un buen médico, pero era «reservado, algún tanto excéntrico, afectando singularidad en el vestir», e ideológicamente era un republicano que alardeaba de su radicalismo y le faltaban dotes oratorias. Desde su punto de vista, ninguno de los dos tenía facultades de líder y les faltaba «el prestigio que da el dinero». Los apuntes demuestran la cercanía que había tenido con ambos. Enjuiciar la forma en que una persona habla, viste o escribe implica que los escuchó, compartió socialmente con ellos de cerca y los leyó.

La derrota de la insurrección se explicaba por el hecho de que las «masas (eran) tímidas y vírgenes en este género de aventuras», por lo que no se comprometieron con el proyecto revolucionario, y porque el liderato era muy crédulo o confiaba en exceso en que así sería. Una persona como José Marcial que, probablemente, nunca conspiró a favor de ninguna causa, juzgaba el trabajo de dos veteranos conspiradores activos desde 1856 y 1857 en esas tareas.

Al final de su evaluación el autor deja la impresión de que la muerte de Ruiz Belvis en Valparaíso, Chile, en un cuarto del Hotel Aubry de aquella ciudad, liquidó la conjura. Como investigador de aquella figura, le doy el beneficio de la duda. De las gestiones que hacía el abogado en América del Sur, dependía el apoyo internacional que pudiese obtener el levantamiento de 1868. Pero la presunción de que el doctor Betances debía haberse arrepentido de la aventura, no fue sino la expresión de un deseo del autor más que una certeza.

Hay un notable proceso de infantilización de la generación rebelde en la escritura de José Marcial, sin duda. Pero ello resulta lógico porque el historiógrafo citado nunca fue separatista, no quería serlo y quería evitar que lo confundieran con uno de ellos. Esa fue la actitud emblemática del liberalismo y el autonomismo durante todo el siglo 19., y no ha dejado de imprimirse de modo original en el siglo 20. Devaluar, infantilizar y apiadarse con el idealismo de los separatistas independentistas, ha sido un componente interpretativo común en el siglo 20, en especial cuando se evalúa su sector independentista. Protegerlos contra la mácula de la crítica y proteger su hipotética pureza y rectitud, ha sido la otra. Ambas son posturas emocionales e irracionales que habrá que evaluar en algún momento.

Nota: Publicado originalmente en 80 Grados-Historia  el 15 de agosto de 2014.

mayo 24, 2015

Historiografía puertorriqueña: la historiografía liberal y el separatismo en el siglo 19

  • Mario R. Cancel Sepúlveda
  • Historiador y escritor

 

La intelectualidad criolla y la historiografía liberal veían al separatismo como una ideología que atentaba contra la hispanidad y lo codificaban como un peligro. Los intelectuales e historiógrafos integristas peninsulares o españoles, quienes se identificaban con el conservadurismo y el incondicionalismo, manifestaban la tendencia a exagerar la amenaza separatista con el fin de llamar la atención de las autoridades para que estuviesen atentas al mismo y lo reprimiesen con eficacia. Ese fue el caso de los escritores Pedro Tomás de Córdova (1832), un alto funcionario del gobierno colonial, y de José Pérez Moris, periodista y administrador del Boletín Mercantil (1872).

Ambos utilizaron alegorías extravagantes para llamar la atención sobre una amenaza que, si tocaba a la gente común, sería capaz de contagiarlos como si se tratase de una peste con potencial epidémico. Para Pérez Moris la mejor metáfora para describir la propaganda separatista era la de un «virus» que se esparcía con capacidad suficiente para penetrar hasta «las últimas capas sociales». Igual que una fiebre, los separatistas «extraviaban la opinión», es decir, la confundían. Ramón E. Betances, aseguraba ese comentarista, «inocula entre las masas el odio a la nación». La «nación» no era otra que la España monárquica y autoritaria que la intelectualidad criolla reclamaba como signo de identidad. La misma lógica se aplicaba a la otra figura que llamaba la atención de los comentaristas: Segundo Ruiz Belvis. La única diferencia era que, muerto el abogado en 1867 diez meses antes de la intentona de Lares, los señalamientos se concentraban en el médico de Cabo Rojo. Pérez Moris tenía un particular interés en llamar la atención sobre las diferencias entre ambos caudillos. Pero en cuanto a la vocación contracultural de los dos líderes, no vacilaba en equipararlos. El producto del discurso era completamente distinto a la imagen romántica del héroe martirizado que inventó en algún momento la intelectualidad separatista antes de la invasión de 1898, y la nacionalista después de aquella.

Tanto en Córdova como en Pérez Moris se reiteraba la tendencia a equiparar a los separatistas independentistas y los anexionistas a Estados Unidos. La impresión que dan aquellos textos a quien los lee desde el presente, es que temían más a la anexión que a la independencia o a la confederación de las Antillas. Después de todo, ambos autores reconocían la complejidad del separatismo del siglo 19 y las contradicciones internas que lo aquejaban. Los integristas de origen peninsular coincidían con la intelectualidad criolla en ese aspecto. Por eso la intelectualidad peninsular conservadora acostumbraba acusar a los liberales reformistas, ya fuesen asimilistas, autonomistas moderados o radicales, de poseer vinculaciones con los separatistas a pesar de que aquellos sectores juraban ser tan integristas como sus acusadores.

El conservadurismo y el liberalismo tenían por adversario natural común al separatismo. Ser separatista, desde la perspectiva conservadora, equivalía a no ser un buen español. Pero ser separatista, desde la perspectiva liberal, implicaba que no se era un buen criollo, es decir, un insular que desea ser reconocido como un español. El criollo, no hay que olvidarlo, sufría de una ominosa «ansiedad por la hispanidad» que nunca se cumplió del todo. Visto desde esta perspectiva, la marginación de los separatistas era más que notable y su condición de minoría dentro de una minoría, agravaba más su situación. El hecho de que los separatistas fuesen tan «puertorriqueños» como los criollos no alteraba la situación porque la opinión política se articulaba sobre el criterio de la relación y el afecto a la hispanidad.

Ramón E. Betances y Antonio Cabassa Tassara (1860)

Ramón E. Betances y Antonio Cabassa Tassara (1860)

Por eso la Insurrección de Lares (1868) resultó ser un tema historiográfico polémico. En aquel evento el separatismo se hizo visible confirmando el temor de Córdova en 1832. El comentarista por antonomasia de aquel acto rebelde, poco consultado al día de hoy, fue precisamente Pérez Moris en 1872, hecho que lo convirtió en una fuente obligatoria para los intelectuales criollos que se acercaron al asunto de la rebelión e incluso para los comentaristas estadounidenses que miraron al evento tras la invasión de 1898.

La historiografía políticamente conservadora de Pérez Moris proyecta la figura siniestra del separatista con los atributos de un anti-héroe pleno. El separatista -Ruiz Belvis o Betances o José Paradís- poseía un carácter «intratable y altanero» que se manifiestaba a través de un «lenguaje mordaz y atrevido», cargado de un cinismo que ofendía a las «personas honradas y bien nacidas». El separatista no era ni «honrado» ni «bien nacido». Se trataba de gente que «no se hace amar, pero se imponen» y que podían ser violentos, sanguinarios y morbosos hasta el extremo, además de anticatólicos, materialistas o incluso ateos. Un argumento cardinal fue la afirmación de que los separatistas «empequeñecen y calumnian a Cortés y a Pizarro», es decir, laceran la hispanidad y ofenden el orgullo nacional hispano.

La censura extrema que pesaba sobre el tema del separatismo en 1872 provocó que, incluso, hablar mal de separatismo fuese considerado tendencioso: evaluarlo, devaluarlo o valorarlo, siempre conllevaba el riesgo de ser condenado por las autoridades. El texto de Pérez Moris fue censurado por el general liberal Simón de la Torre acorde con los valores dominantes en el «Sexenio Liberal», por la razón de que denostar tanto a los separatistas podía encomiar la «sedición derechista». Paradójicamente, la misma censura que impedía defender el separatismo en la prensa y los libros, impedía a los conservadores despacharse con la cuchara grande tras la derrota de la insurrección de 1868.

Para la intelectualidad criolla, por otro lado, el separatista y el separatismo también ofendían a la hispanidad, como ya se ha señalado en otro artículo. La intelectualidad criolla y los separatistas estaban en lugares distantes del espectro político. Lo cierto es que el separatista y el separatismo como tema intelectual no fue una prioridad en la década de 1870. Era como si, con la excepción de Pérez Moris, todos coincidieran en que había que echarle tierra al asunto para que nadie lo recordada. Me parece que los intelectuales criollos liberales temían tocar un tema que podía afectar sus aspiraciones políticas concretas durante el «Sexenio Liberal». Sin embargo, cuando se extendió a Puerto Rico la Constitución de 1876 -eso ocurrió en abril de 1881 con numerosas limitaciones a la aplicación del Título I o Carta de Derechos- el tema comenzó a manifestarse con alguna timidez. En el contexto de la reorganización de liberalismo alrededor de la propuesta autonomista, entre 1883 y 1886, distantes ya los sucesos de Lares, la discusión maduró.

Un texto emblemático de la mirada liberal autonomista en torno al separatismo y a la Insurrección de Lares lo constituye la obra de Francisco Mariano Quiñones (1830-1908), Historia de los partidos reformista y conservador de Puerto Rico, publicada en Mayagüez en 1889, poco después de la tragedia de los Compontes. El que hablaba era un autonomista moderado que había estado muy cerca de una de las figuras más notables del separatismo independentista, Ruiz Belvis, y del liberal reformista José Julián Acosta. En ese sentido, se trata de un testigo de privilegio de la evolución de las ideas políticas, culturales, literarias e historiográficas durante el siglo 19.

Quiñones, como buen intelectual criollo, establecía de entrada que Puerto Rico era «miembro inseparable de la gran familia española». La estabilidad de la familia que constituían la colonia y el imperio, estaba amenazada por un «mando militar» asfixiante y una «pesada máquina administrativa». La solución era eliminar «el estigma del nombre de colono» del panorama pero no mediante la separación sino mediante la integración y la autonomía. Nadie puede negar que Quiñones se opusiera al colonismo, como se denominaba al colonialismo en aquel entonces. Pero la metáfora de la «familia» y el uso del adjetivo «inseparable», lo ubican a gran distancia de cualquier separatista al uso. ¿Por qué el interés en dejar aclarados esos puntos? Porque los conservadores e incondicionales les achacaban a los liberales autonomistas «el nombre de separatista, que tanta bulla ha hecho en nuestras contiendas políticas» y eso afectaba el desempeño de aquel proyecto político, es decir, minaba sus posibilidades de acceso al poder. De allí en adelante el texto se convirtió en un esfuerzo por demostrar hasta la saciedad que los autonomistas no eran separatistas ni enemigos del orden.

En Quiñones la «asonada de Lares» era un acto que solo había servido para justificar la razia conservadora contra los autonomistas, es decir, los responsables de la represión furiosa de su partido eran los separatistas. «Asonada» es un sustantivo que vale por tumulto violento ejecutado con fines políticos cercano al motín. No sólo eso, aquella había sido una asonada «imprudente…en los campos de Pepino y Lares, sin raíces en los demás pueblos de la Isla» que contravenía las «pacíficas tendencias» y las «costumbres apacibles de nuestro pueblo». El desarraigo de los rebeldes, argumentaba Quiñones, se había combinado con la brevedad del acto rebelde para que, «dispersa a los primeros disparos de nuestros propios milicianos, ni dio tiempo para que el país pudiese apreciar el carácter y las miras de los que la acaudillaban». Para Quiñones, Lares resultó en una «algazara con media docena escasa de muertos».

Detrás de aquella postura estaba la tesis de que los separatistas no representaban al «verdadero puertorriqueño» el cual se presumía morigerado en la política, pasivo en la vida social e integrista de corazón. Para Quiñones la figura cimera del momento había sido el Capitán General Julián Juan Pavía y Lacy al evitar un injusto derramamiento de sangre en la isla a raíz de la revuelta. La valoración histórico-política de Quiñones sobre la Insurrección de Lares era que aquel acto había favorecido o legitimado la agresividad del bando conservador: «dio al partido conservador lo que antes le faltaba: fuerza, cohesión, crédito y disciplina; es decir, organización perfecta». El discurso que medra tras aquellas afirmaciones era que Lares había justificado los Compontes. El separatismo y la «calaverada de Lares», solo sirvieron para agriar las relaciones en el seno de la «gran familia española» en la isla. Lares fue un acto de gente de poco juicio que no correspondía a los valores de la hispanidad. Quiñones habla el lenguaje de Pérez Moris, sin duda.

Quiñones no sólo estaba intentando ganarse la confianza de los conservadores y las autoridades españolas afirmando su hispanidad de bien mientras atacaba el separatismo. Su interpretación confirmaba, mejor que ninguna otra, el anti-separatismo y el integrismo de numerosos intelectuales autonomistas de fines del siglo 19. El culto fervoroso a la hispanidad era comprensible: era la manifestación concreta del culto al progreso que identificaban con España. A nadie debe sorprender que, tras la invasión de 1898 y desaparecida España del panorama, Estados Unidos ocupara esa posición sin fisuras aparentes. Quiñones acabó militando en el Partido Republicano Puertorriqueño que defendía un programa estadoísta. Ser integrista bajo España y bajo Estados Unidos, no representaba para él una ruptura sino un acto de continuidad.

La historiografía criolla o puertorriqueña nunca desdijo de la hispanidad. Poseyó un discurso político moderado que se cuidó mucho de las imputaciones de radicalidad que le hacían desde la derecha española. La pregunta es: ¿hubo acaso alguna historiografía separatista que contestara a la tradición hispana conservadora y a tradición criolla o puertorriqueña de tendencias liberales autonomistas. En efecto la hubo y a discutirla me dedicaré en una próxima reflexión.

Publicado originalmente en 80 Grados-Historia el 11 de junio de 2014

 

mayo 21, 2015

Historiografía puertorriqueña: los consensos político-ideológicos de los liberales en el siglo 19

  • Mario R. Cancel Sepúlveda
  • Historiador y escritor

 

Los conservadores e integristas, los liberales reformistas y los autonomistas moderados y radicales, no sólo convergían al ver la relación con España como una garantía para el progreso de la colonia. El argumento se convertía para todos ellos en una justificación intelectual legítima de su oposición al separatismo. Teóricamente la historia de Puerto Rico desde 1808 demostraba que la modernización era posible sin la separación de España, argumento que contravenía la discursividad radical fuese independentista, confederacionista o anexionista. La Historiografía Criolla no ponía en duda aquella aseveración.

Desde ese punto de vista, las posibilidades de una concertación entre cualquiera de aquellos sectores y el movimiento separatista eran pocas. La afirmación era irrefutable cuando se aplicaba a conservadores e incondicionales españoles cuyo integrismo nadie ponía en duda. Sin embargo, la interpretación nacionalista de la historia de Puerto Rico ha insistido en la disposición de la amplia y diversa gama de pensadores liberales a transitar hacia el separatismo, en particular cuando se trata de los autonomistas radicales. Me parece que esa postura interpretativa ha tenido más que ver más con una ansiedad manifiesta en numerosos ideólogos nacionalistas del siglo 20, en especial durante la era de la Guerra Fría, que con una posibilidad real dentro de los parámetros del siglo 19.

Lo cierto es que la mayoría de los intelectuales autonomistas moderados y radicales, prefirieron adoptar la defensa de la estadidad después de la invasión de 1898 porque veían en Estados Unidos la promesa radical y la garantía de modernización y progreso que habían soñado. No sólo eso, en ocasiones se apropió la Estadidad como el equivalente de la Autonomía simplificando un problema complejo. En cierto modo, en el tránsito del 1898, lo único que hicieron fue cambiar el objeto de su compromiso integrista: en lugar de España colocaron a Estados Unidos.

Tapia_BetancesLos matices son muchos. En historiadores como Pedro Tomás de Córdova, el separatismo era representado como un virus del cual había que evitar el «contagio». Una metáfora análoga, «virus revolucionario y antinacional», usó José Pérez Moris cuando comentó la Insurrección de Lares en un volumen poco comentado. El «tono antiseparatista» de los historiógrafos criollos tenía sus grados pero era igualmente manifiesto. En Alejandro Tapia y Rivera (1882) Lares aparece como un acto de «descontentos». Del mismo modo, en Salvador Brau Asencio (1904), se trata de un evento «prematuro» y «precipitado» que culminó en una «algarada». En línea análoga, Francisco Mariano Quiñones (1888) arguye que no vale la pena «recordar una calaverada, una verdadera calaverada», y acusa indirectamente de Pérez Moris de que «abulta el hecho», todo ello en un texto titulado «Lo de Lares» en el cual devalúa cualquier proyecto que se opusiese al integrismo. Y José Marcial Quiñones, hermano de aquel, lo reproduce: Lares es una «calaverada» responsabilidad de Segundo Ruiz Belvis y Ramón E. Betances que, «por lo aislada que pareció, lo mal concertada y lo peor ejecutada», fracasó estrepitosamente.

Conservadores y liberales compartían una opinión devastadora sobre Lares apoyados en metáforas distintas. Los ejemplos podrían multiplicarse pero no vale la pena hacerlo en este momento. La desvalorización del acto rebelde separatista -Lares era el único que reconocían como tal- permitía a Tapia y Rivera en el «Capítulo XXX» de Mis memorias (1882), imponer la tesis de que «toda regeneración y progreso eran posibles bajo la bandera de la patria española». Si para Betances «España no puede dar lo que no tiene», es decir libertades y el acceso a la Modernidad, para Tapia y Rivera era todo lo contrario.

Aquellas voces del abanico liberal, al igual que los conservadores, eran afirmativamente integristas, imaginaban que el progreso del siglo se debía a España y apostaban a su verdad sostenidos en la seguridad que les daba su «condición de clase» y el lugar que ocupaban en el engranaje colonial decimonónico. Todos hablaban desde un «arriba social» afín a los valores de la hispanidad que, igual que ellos, despreciaba a la «canalla» o al pueblo. La única excepción en aquel territorio ideológico dominado por la fe cándida en España era el campo separatista en todas sus manifestaciones. Los independentistas, confederacionistas y anexionistas, no eran parte de la Intelectualidad Criolla por ello. Desde la perspectiva criolla, el separatismo no pertenecía a la «Gran Familia» porque había abandonado el hogar simbólico de la Hispanidad.

Hay que dejar por sentado un asunto. El separatismo del siglo 19 incluyó independentistas de tendencias republicanas y democráticas, confederacionistas que tras separar a Puerto Rico aspiraban unirlo a las Antillas españolas o a todas ellas en un arreglo político común; y anexionistas que tras separar a Puerto Rico querían unirlo lo mismo a Gran Colombia, México y Estados Unidos en diversos momentos del siglo 19. Valero quería que Puerto Rico fuese estado de la Gran Colombia. En la segunda mitad del siglo 19 el anexionismo que quedaba activo era el pro-estadounidense y sobre esa base ha sido enjuiciado todo anexionismo. Mi tesis es que la intelectualidad criolla, que defiende la unidad con España no considera a los separatistas parte de su proyecto porque su condición de separatistas. El separatismo era una negación del integrismo o de la unidad con España fuese mediante el asimilismo o la autonomía. Las afinidades entre liberales reformistas, asimilistas, autonomistas e independentistas no podían ser muchas porque, en lo sustancial, diferían con respecto a lo central: el futuro de la relación con España

La virtud de «arriba social» y su orgullo por la hispanidad también atravesaron por un proceso de intelectualización agresiva. En este aspecto la figura cimera fue la de Brau Asencio (1882). Su respeto por la Hispanidad irradiaba en todas direcciones, lo cual lo condujo a concluir que la conquista había sido un «acto regenerador» porque logró imponer la «civilización». Con aquel argumento manifestaba su deprecio al pasado precolonial y a los naturales al equipararlos, como los conquistadores ante la resistencia en el siglo 16, con la «barbarie». Aquella «regeneración» producida por la conquista había sido necesaria, forzosa y hasta providencial. Conquistar al precio que fuese, constituía una responsabilidad histórica, como se sugiere en el folleto «Las clases jornaleras».

En Brau Asencio la disquisición le condujo a una versión confiable de la «Teoría de las Tres Fuentes». El trinitarismo criollo veía la identidad como el agregado asimétrico de tres razas: la «indígena», la «europea» y la «africana», las cuales eran tratadas como las «tres piedras angulares» de la identidad. El concepto «Raza», como en el Nacionalismo de principios del siglo 20, valía por «Cultura» o «Etnicidad» más que por color de piel. La asimetría de la tríada se convertía en una jerarquía natural: el elemento civilizador era la raza «europea» pero las otras no, se limitaban a la condición de recipientes.

La herencia de las tres razas era desigual y servía para evaluar los defectos colectivos del criollo, defectos que gente como Brau Asencio no identificaban en su propia clase sino en la «canalla» y en el pueblo común. Del indio, la taciturnidad, el desinterés, la indolencia y la hospitalidad; del africano, la resistencia, la sensualidad, la superstición y el fatalismo. Pero del español venía la gravedad caballeresca, la altivez, los gustos festivos, la austera devoción, la constancia, el patriotismo y el amor a la independencia. La superioridad española era racional, natural o positiva y, en consecuencia, irrefutable.

Para Brau Asencio los criollos no eran mestizos ni híbridos por el hecho de que no se trataba de una mezcla entre iguales. El indio y el africano habían sido absorbidos por el español. Sobre esa base convenía con Tapia y Rivera: la superioridad de los «europeos» servía para reclamar que somos españoles, queremos y debemos serlo siempre. La clase criolla era responsable de hacer valer ese desiderátum integrista.

Como se verá en otro momento, el acontecimiento que rompió aquel consenso fue el 1898 cuando los liberales reformistas y autonomistas radicales y moderados fueron proclives a respaldar la presencia de Estados Unidos, mientras los conservadores e integristas mostraron más resistencia a ello y se convirtieron en un eslabón esencial para el surgimiento del nacionalismo hispanófilo emergente desde 1910 en un sector de la intelectualidad puertorriqueña. Al menos en ese sentido, la idea del 1898 como trauma no resulta tan absurda.

Para ampliar esta discusión puede consultarse: Separatismo y nacionalismo: continuidad y discontinuidad, y Reflexiones en torno al separatismo.

 

Nota: Publicado originalmente en 80 Grados-Historia el  6 de Junio de 2014

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