Puerto Rico entre siglos: Historiografía y cultura

noviembre 18, 2022

Jayuya: monólogo de un historiador

Por Mario R. Cancel-Sepúlveda

La transición hacia el Estado Libre Asociado y su cuestionable legitimación internacional por la Organización de Naciones Unidas (1946-1953), fue objeto de la crítica jurídica de figuras que estuvieron estrechamente vinculados a la figura de Luis Muñoz Marín y el Partido Popular Democrático. La opinión de Vicente Géigel Polanco[1], quien abandonó esa organización en 1951, el juicio de José Trías Monge [2] en sus memorias, y los comentarios al Congreso de Estados Unidos firmados por el diplomático estadounidense Jack K. McFall, son un ejemplo de ello.[3] Las tres fuentes convergían en que el proceso constitucional no era sino una farsa jurídica o un juego diplomático vacío para mejorarla imagen internacional de Estados Unidos. Las interpretaciones provenían de un militante popular que abrazó el independentismo, un popular que era una autoridad en derecho que comprendía el problema de la soberanía y que sirvió al ELA desde su Tribunal Supremo, y uno de los agentes políticos que manufacturó el entramado del presunto proceso de descolonización en Washington.

Pero la crítica jurídica no fue la única reacción en aquel momento y, en general, fue desoída. El proceso que a la larga condujo a la consolidación del ELA en 1952, combinado con otras circunstancias particulares, estimuló al Partido Nacionalista a tomar otra vez, como lo había hecho en la coyuntura de 1930, el camino de la “acción inmediata” por medio de la protesta armada. Lo cierto es que desde diciembre de 1947, una vez Pedro Albizu Campos regresó a Puerto Rico desde la ciudad de Nueva York, la militancia nacionalista atravesó por un proceso de reavivamiento notable. Otros sectores del independentismo de nuevo cuño que no compartían el pasado del Partido Nacionalista, a pesar de las notables diferencias ideológicas que podía haber entre ellos, también vieron en el retorno del líder al cual denominaban el “Maestro”, una oportunidad histórica que no podían dejar pasar por alto.

En diciembre de 1947, un grupo de estudiantes de la Universidad de Puerto Rico, a pesar de la resistencia de las autoridades universitarias, izó la bandera puertorriqueña que había servido de signo del nacionalismo político desde la década de 1930. Con ello ejecutaban un gesto de “saludo a Albizu Campos” y un reto a la estabilidad del régimen colonial. La emblemática torre universitaria había sido bautizada con el nombre del presidente Franklyn Delano Roosevelt en 1939 como reconocimiento al novotratismo y su papel en la recuperación económica del territorio en medio de la Gran Depresión por lo que tenía un valor simbólico extraordinario. Albizu Campos había sido un crítico exacerbado de aquel presidente y su política del Nuevo Trato siempre.[4] El Rector Jaime Benítez, otro icono de la historia de la institución, ordenó la expulsión sumaria de los jóvenes que habían organizado la protesta: Jorge Luis Landing, Pelegrín García, José Gil de Lamadrid, Antonio Gregory y Juan Mari Brás. El castigo funcionaba como una censura de la expresión y la opinión, por lo que desató una huelga estudiantil de un fuerte contenido político.

La huelga estalló en abril de 1948 y, entre mayo y junio, ya se estaban aprobando en la legislatura local la Ley 53 o Ley de la Mordaza que convertía en delito punible la expresión y el activismo independentista, nacionalista o socialista en el país. El lenguaje fundamentalista y autoritario de la ley sigue siendo impresionante: predicarorganizarpublicardifundir o vender información que fomentara el derrocamiento del régimen estadounidense eran actos equiparados ante la ley y tratados como una acción delincuente. En última instancia, “pensar” era un acto tan peligroso como “hacer”. Las figuras detrás de la aprobación, hay que decirlo con propiedad, fueron el entonces Senador Muñoz Marín y el citado jurista Trías Monge. La calentura del Guerra Fría, la presión del discurso anticomunista, la amenaza a la hegemonía estadounidense en Europa en la segunda posguerra, había contaminado a la clase política local controlada por el Partido Popular Democrático.

Esta es una historia que se repite por lo que a nadie debe sorprender el giro a la derecha que esporádicamente domina a un segmento significativo de la dirección de los populares en el presente: la necesidad de afirmarse en el poder aliándose a los sectores moderados, presumiblemente mayoritarios, los domina. La Ley 53 era un acto de sumisión al Congreso de Estados Unidos. No era sino la expresión local de Ley Smith de aquel país redactada a la orden de la Doctrina Truman y el anticomunismo. En aquel país numerosos dirigentes sindicalistas, socialistas, comunistas, anarquistas o demasiado liberales, fueron objeto de vigilancia, persecución y represión. La Ley Smith estimuló la creación de “listas negras” en Estados Unidos y de “carpetas de subversivos” en Puerto Rico.

La huelga universitaria de 1948 representaba una amenaza a la tesis de Benítez de que la universidad debía ser un centro aséptico e ideológicamente inmune a la militancia. La tesis de la “Casa de Estudios” negaba siglos de tradición intelectual en la cual la crítica y el reto ideológico se reconocían como unos cimientos respetables de la tradición occidental moderna y, acaso, fundamento de aquella. Para Benítez, ser occidental en Puerto Rico en tiempos de la Guerra Fría, significaba todo lo contrario a lo que había sido desde la Revolución Francesa de 1789. La universidad era un espacio para el estudio y no para la participación ciudadana por lo que los estudiantes no poseían medios para la coordinación de sus reclamos tales como los Consejos de Estudiantes ni se debían organizar en grupos de opinión. En cierto modo, la participación y la política, estaban limitados a los administradores del poder.

Pensar que aquellas decisiones se tomaron por cuenta del regreso de Albizu Campos y las protestas de los estudiantes universitarios rebeldes, sería reducir el fenómeno a la eventualidad local. Lo cierto es que Puerto Rico estaba entrando a la Guerra Fría como un personaje de relevancia reproduciendo las ideologías dominantes en Estados Unidos. El efecto que aquella ley represiva e irracional pudiera tener en frenar la “ola revolucionaria” que se temía era cuestionable. Albizu Campos lo demostró de inmediato cuando, en junio de 1948, retó la censura de la Ley 53 en un discurso público en el pueblo de Manatí[5]. Las consecuencias de ello fueron las esperadas. La vigilancia sobre las actividades nacionalistas por parte de la policía aumentó. Albizu Campos tenía asignado un agente taquígrafo de nombre  Carmelo Gloró, quien llevaba récord de sus discursos con el fin de recuperar prueba para, en el futuro, establecer el acto delictivo. Bajo aquellas condiciones la violencia parecía una salida inevitable y justificada.

El proyecto insurreccional

La Insurrección Nacionalista de octubre de 1950 fue, entre otras cosas, una respuesta bien articulada a los retos políticos impuestos por la Guerra Fría, el proceso de descolonización que condujo a la fundación del Estado Libre Asociado y la actitud colaboracionista y sumisa del liderato del Partido Popular Democrático con las autoridades de Estados Unidos con el fin de asegurar las reformas que se les ofrecían. La acción protestó además contra la Ley 53 o La Mordaza de 1948, contra la Ley 600 y contra la Asamblea Constituyente que por aquel entonces se planificaba. Pero sobre todo fue un arriesgado acto de propaganda que se elaboró con el propósito de llamar la atención internacional sobre el caso colonial de Puerto Rico y confirmar las posibilidades de la resistencia armada en el territorio caribeño. En un sentido simbólico representó la reinvención de la situación que produjo, con efectos análogos, la Insurrección de Lares en septiembre de 1868. La retórica nacionalista de aquel entonces realizó un esfuerzo ingente por demostrar la continuidad espiritual, cultural y política entre el 1868 y el 1950.

El centro militar de la conjura fue el barrio Coabey de Jayuya. La finca de la militante Blanca Canales (1906-1996) sirvió como centro de entrenamiento y de mando, así como de depósito de armas para los rebeldes. Fue allí donde se proclamó la República y se izó la bandera de la Nación, muy parecida a la que en 1952 el Estado Libre Asociado de Puerto Rico oficializara como signo del nuevo orden político. Allí se fundó, como en Lares, la Nación Simbólica y se sacralizó mediante la palabra su soberanía política.

El plan de los rebeldes era, una vez tomada la municipalidad de Jayuya, resistir el tiempo que fuese necesario hasta que la comunidad internacional reconociera la beligerancia puertorriqueña y legitimara su voluntad soberana. Algunos veteranos del ejército me comentaron en Jayuya en el 2008 que la selección de la localidad se había hecho sobre la base del notable potencial agrario de la región montañosa y sus posibilidades de sobrevivir en caso de que la insurrección no fuese efectiva en otras partes del país.  El Puerto Rico agrario que Operación Manos a la Obra dejaría atrás pesaba mucho en la cultura revolucionaria de una parte significativa del liderato, asunto que habría que indagar con más detenimiento en el futuro. Las fuerzas nacionalistas de aquella localidad estaban al mando de Carlos Irizarry, militante que era además, veterano de la Segunda Guerra Mundial. La experiencia militar en las fuerzas armadas estadounidenses o en conflictos internacionales como la Guerra Civil Española era valorada por la organización militar nacionalista.

El centro político o público fue, desde luego, San Juan donde se encontraba la casa del Partido Nacionalista y vivía su líder Albizu Campos. La voz de la nación era aquel abogado. La prensa puertorriqueña, estadounidense e internacional, miraría hacia donde él estuviese y los actos que se ejecutaran contra su persona con el fin de arrestarlo, servirían para proyectar el hecho de que en Puerto Rico se luchaba a favor de la descolonización por un camino alterno al que había marcado la Ley 600. Los centros rebeldes mejor preparados para los combates parecen haber sido los de Utuado, Mayagüez y Naranjito, aunque los combates en cada una de esas localidades fueron desiguales. Sin embargo la presencia de comandos nacionalistas era visible en una parte significativa del país.

Las acciones de Jayuya se combinaron con dos atentados que demostraban los riesgos que era capaz de tomar la militancia nacionalista. El primero fue encabezado por el militante y también veterano de guerra, Raimundo Díaz Pacheco (1906-1950) y tuvo por objetivo la residencia oficial del gobernador Muñoz Marín, es decir, La Fortaleza. Se trataba de un atrevimiento histórico que recordaba las conjuras militares del siglo 19 que siempre tenía por objetivo la toma de la casa de gobierno y la proclamación de la república. El otro estuvo compuesto por los militantes Griselio Torresola (1925-1950) y Oscar Collazo (1914-1994), quienes atacaron la Casa Blair, residencia temporera del presidente Truman en Washington.[6] Ninguno de los dos magnicidios consiguió su objetivo pero el impacto propagandístico de ambos fue enorme.

Antecedentes inmediatos

La Insurrección Nacionalista estalló el 30 de octubre de 1950. Todo parece indicar que los días previos fueron de intensa preparación para una situación que Albizu Campos había planeado con mucha calma desde su salida de la cárcel de Atlanta en 1943.  Los registros del taquígrafo de récord y funcionario de la Policía Insular Carmelo Gloró, documentan que el 26 de octubre, cuando se conmemoraba el día del natalicio del General Antonio Valero de Bernabé en Fajardo, Albizu Campos adoptó un tono marcial que inevitablemente resultaba en un llamado al combate inminente. Para quienes conocen el calendario patriótico del Partido Nacionalista, la relevancia de Valero de Bernabé y su vinculación con el mito bolivariano, explican por qué aquella fecha  resultaba idónea para informar a la militancia sobre la necesidad de una movilización.

El día 27 de octubre, un grupo de nacionalistas fueron detenidos por las autoridades mientras transitaban por el Puente Martín Peña en la capital. Durante la intervención  se les ocuparon dos pistolas  calibre  37, una subametralladora, cinco explosivos de bajo y mediano poder que incluían los clásicos cócteles molotov, algunas bombas tipo niple y varias cajas de balas. Todo parece indicar que aquel acontecimiento fue crucial para que se tomara la decisión de que la Insurrección sería el día 30 dado que se llegó a temer que aquellos arrestos fuesen la primera de una serie de intervenciones policiacas que pondrían en peligro el objetivo de los rebeldes.

El 28 de octubre estalló un motín en la Penitenciaría Estatal de San Juan bajo el liderato del presidiario Pedro Benejám Álvarez. El mismo desembocó en un escape masivo de presos. Benejám era también veterano de guerra y había sido traficante de armas robadas al ejército de Estados Unidos. Por aquel entonces se alegó que el motín estaba conectado con la conjura nacionalista y se aseguraba que Benejám estaba comprometido a suplir armas y hombres a la revuelta.

Durante los días 28 y 29 de octubre, las tropas nacionalistas se movilizaron y se reconcentraron en el Barrio Macaná de Peñuelas. La residencia de militante Melitón Muñiz Santos, fue usada como centro de distribución de armas y tareas para el evento que se acercaba.

Objetivos militares y el plan de combate

La meta principal de los Comandos Nacionalistas, cuerpo con entrenamiento militar que en 1934 se habían identificado como los Cadetes de la República, fue la toma de los cuarteles de la Policía, prioridad que parece demostrar la necesidad de armas que caracterizaba al movimiento rebelde. Aquel objetivo militar se unía a un plan concertado para ocupar las oficinas de teléfono y telégrafo locales con el fin de incomunicar las localidades una vez fuesen tomadas. Un segundo objetivo de los Comandos Nacionalistas fue ocupar las alcaldías, centro que representaban el poder colonial concreto cercano a la gente y ratificaban el colaboracionismo de los populares con las autoridades estadounidenses.

El tercer objetivo fueron las dependencias del Gobierno Federal en Puerto Rico tales como los correos y las oficinas del Servicio Selectivo de las Fuerzas Armadas. El Partido Nacionalista había conducido una campaña muy persistente en contra de la participación de los puertorriqueños en el ejército estadounidense desde la Segunda Guerra Mundial.  Debo llamar la atención sobre otro elemento que me parece crucial. La Guerra de Corea, la primera confrontación violenta de la Guerra Fría, había iniciado en junio de aquel año y, como se sabe, ya en las primeras semanas de octubre la tropas de la Organización de la Naciones Unidas al mando del General estadounidense Douglas MacArthur, habían sido movilizadas contra los ejércitos de Corea del Norte y la República de China.  El mundo estuvo al borde de una conflagración atómica en aquel contexto por lo que la Insurrección Nacionalista de octubre de 1950, se iniciaba en un momento muy complejo en que la fiebre anticomunista dominaba el lenguaje político internacional.

La táctica utilizada fue la de las guerrillas urbanas. Se trataba de bandas o grupos pequeños que se tomaban enormes riesgos militares hasta el punto de que algunos de ellos funcionaban más bien como comandos suicidas. Los soldados nacionalistas más experimentados contaban, como se sabe, con formación militar en las Fuerzas Armadas de Estados Unidos y, todo parece indicar, que los nacionalistas constituyeron un cuerpo disciplinado y dispuesto a cumplir con las órdenes de sus superiores. Los logros militares más notables de aquel esfuerzo se redujeron al hecho de que Jayuya, el centro de la conjura, permaneció en poder de los Nacionalistas hasta el 1ro. de noviembre, pero la movilización de la Guardia Nacional, cuerpo militar que contaba con armas de repetición, morteros, artillería ligera y aviones de combate, forzó la rendición de la plaza con el fin, según algunos, de evitar la devastación del barrio. En aquel momento la desventaja en capacidad de fuego de los rebeldes se hizo patente.

Un juicio tentativo

La impresión que deja aquella situación es que, igual que en el caso de la Insurrección de Lares de 1868, la Insurrección de Jayuya de 1950 parece haber sido producto de la precipitación y la prisa. Los defensores de Jayuya no contaban con armamentos capaces de enfrentar vehículos blindados, ni con artefactos bélicos antiaéreos. Entre los pertrechos ocupados a los rebeldes había pocos explosivos de alto poder: las bombas tipo niple y los explosivos a base flúor o cloro parecen haber sido el límite de su capacidad explosiva.

El gobernador Muñoz Marín, la Policía y la Guardia Nacional manejaron el asunto de una manera muy diplomática con el fin de evitar el golpe de propaganda que podría producir a nivel internacional un acto de rebelión y represión masiva contra los rebeldes. El prestigio de Albizu Campos y su proyección internacional debieron pesar mucho en aquel momento. Ejemplo de aquella actitud cuidadosa fue el hecho de que nunca se declaró un “estado de emergencia” o “ley marcial” y que, con el fin de disminuir el efecto negativo que aquel acto podía tener sobre su imagen, Muñoz Marín pidió disculpas a Estados Unidos en nombre Puerto Rico y proyectó la Insurrección como un acto aislado y de poca relevancia.

Albizu Campos, arrestado en su casa tras una intensa resistencia, fue condenado a 53 años de prisión. Su destino parecía ser morir en la cárcel. Sin embargo, la presión de una campaña humanitaria internacional a favor de su excarcelación, provocó que el líder rebelde fuese indultado por Muñoz Marín en 1953.  Como dato curioso, el indulto se ordenó el 30 de septiembre de aquel año y Albizu Campos lo rechazó. Las autoridades carcelarias tuvieron que expulsarlo de la penitenciaria a pesar de su oposición.

Albizu Campos era un mito político muy poderoso, una figura que estaba, por decirlo de algún modo, más allá de la política cotidiana y de la domesticidad. Su proyección internacional como un mártir de la independencia era incuestionable. Reducirlo a las pequeñeces de la política local en tiempos de la Guerra Fría requeriría un esfuerzo monumental. Lo cierto es que figuras como la de Albizu Campos representaban una contradicción en aquella década del 1950 en la cual el realismo, el cálculo y el pragmatismo se imponían en la vida política local. Albizu Campos era demasiado irreal para una generación política que había decidido someterse y ajustarse a la corriente que provenía de Washington.

Publicada originalmente en Claridad-En Rojo (1ro de noviembre de 2022)

[1] Mario R. Cancel Sepúlveda, notas a “Vicente Géigel Polanco y la Ley Pública 600” (1972) “Ni constitución ni convenio” (Fragmento). Publicado en El Mundo, a 19 de mayo de 1951. Tomado de (1972) La farsa del Estado Libre Asociado (Río Piedras: Edil):  21-24.URL: https://puertoricoentresiglos.wordpress.com/2009/11/15/vicente-geigel-polanco-y-la-ley-600/
[2]Mario R. Cancel Sepúlveda, notas a “José Trías Monge y el ELA” tomado de (2007) “Capítulo 8. En la Secretaría de Justicia” (Fragmento) Cómo fue. Memorias (San Juan: EDUPR): 200-201.URL: https://puertoricoentresiglos.wordpress.com/2009/11/15/jose-trias-monge-y-el-ela/
[3]“The Origin of the Commonwealth Label” (April 20, 2011) Puerto Rico Report. URL : https://www.puertoricoreport.com/the-origin-of-the-commonwealth-label/#.Y161xXbMKUk
[4] Refiero a los interesados a Mario R. Cancel Sepúlveda (2010) “El Partido Nacionalista, los obreros y Mayagüez (1934)” en Puerto Rico entre siglos URL: https://puertoricoentresiglos.wordpress.com/2010/08/09/partido-nacionalista-obreros-mayaguez-1934/
[5] Los mejores recursos para comprender el fenómeno siguen siendo Ivonne Acosta Lespier (1989) La Mordaza. Puerto Rico 1948-1957 (Río Piedras: Edil) e Ivonne Acosta Lespier (2000) La palabra como delito (San Juan: Cultural)
[6] Un relato detallado del acto puede leerse en Ramón Medina Ramírez (2016) El movimiento libertador en la historia de Puerto Rico (San Juan: Ediciones Puerto) reproducidos en redacción (25 de octubre de 2022) “CLARIDADES- 1 de noviembre de 1950” URL: https://claridadpuertorico.com/claridades-1-de-noviembre-de-1950/

enero 21, 2020

Luis Muñoz Marín y las Conferencias Godkin (1959)

Comentario sobre Pedro A. Reina Pérez y otros. Cavilando el fin del mundo.  San Juan: Proyecto ATLANTEA / Álamo West Caribbean Publishing, 2005.

  • Mario R. Cancel Sepúlveda
  • Historiador y escritor

Bajo el subtítulo “Apología y confesión en las Conferencias Godkin 1959 de Luis Muñoz Marín”, se publicó en 2005 este libro en torno al caudillo populista. El hecho de que el mismo fijase la mirada en el 1959, un año de inflexión en las posibilidades de “crecimiento del Estado Libre Asociado”, me parece de valioso. Aquel año, la Revolución Cubana alteró el panorama interamericano. También Antonio Fernós Isern, el padre jurídico de la “tercera vía” de estatus, vio como su proyecto de “culminación” moría ante un Congreso poco dispuesto a dar más de lo que ya había dado.

Reina_GodkinEl subtítulo, además, confirmó la necesidad que tienen muchos investigadores de que Muñoz Marín se excuse ante alguna autoridad simbólica superior por las transacciones ideológicas que ejecutó. El líder ha quedado reducido a la condición de un delincuente consciente tardíamente de su delito o su pecado. Esa actitud olvida que la suya fue una vida rica en experiencias que sólo él vivió, y que la misma no es más transparente ni más nebulosa que la de cualquier otra figura pública de cualquier tiempo. La actitud también supone la legitimidad de la idea de que existe un agente superior a las fuerzas del actor de la historia que le pide cuentas por sus actos y que, una vez escuchado, lo condena o lo exculpa como un dios autoritario. La otra asunción es la más frágil: conjetura que los historiadores son capaces de apropiar esa verdad y utilizarla como una herramienta analítica a la hora de reflexionar en torno a un actor o un acontecimiento.

La pregunta que me surge es, ¿ante quien debería excusarse Muñoz Marín? ¿Acaso ante la ilusión de una Historia Progresista y Unitaria en la cual ya pocos creen? ¿O ante ese Dios de la Modernidad llamado Nación Estado Moderna por el hecho de que para muchos puertorriqueños permaneció en la forma de una utopía, y para otros funcionó como una pesadilla? ¿O ante aquellos autonomistas que todavía piensan que el Estado Libre Asociado representó el atisbo del sueño de libertad que la Guerra Fría llevó a la quiebra?

Lo cierto es que esa parte de la intelectualidad puertorriqueña que ha hecho suya la “teoría de la traición muñocista”, continúa esperando el “mea culpa” y la “auto-impugnación” de este muerto venerable. La investigación sobre Muñoz Marín ha sido, en gran medida, la búsqueda de ese acto de confesión y purga en los rincones más recónditos de su obra. Una vez vieron el acto de contrición en sus conversaciones de sobremesa con el artista Rodón. Ahora lo ubicaron en las curiosas Conferencias Godkin presentadas en Harvard en 1959. Desde mi punto de vista Muñoz Marín no es otra cosa que la idea que se hace cada cual de esa figura desde el atrincheramiento de su propios pre-juicios. El problema, me parece, no es la búsqueda de ese espacio de auto-compasión que se ansía encontrar en los papeles de Muñoz Marín.  El problema es la insistencia en que el mismo ha sido descubierto en uno u otro resquicio de la discursividad del Patriarca. Ese tipo de biografía pre-juzgada me parece más propia de la redacción de la vida de los santos, que de la vida de los humanos.

La mayor aportación de este volumen es la versión bilingüe de los tres discursos de Luis Muñoz Marín en la Universidad de Harvard en 1959. En ellos Muñoz Marín intentó expresarse como una voz que ha tomado distancia de toda entelequia y que era capaz de enfrentarse al “problema de Occidente” desde el lugar de la praxis. Muñoz Marín no era un intelectual universitario y estaba muy consciente de ello.

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Luis Muñoz Marín

“Brecha para librarnos del nacionalismo” es un juicio sobre el lugar de la humanidad en el momento de la Guerra Fría, y una fórmula para enfrentar el miedo al cataclismo nuclear enfrentando su gatillo mayor: el nacionalismo. Si se extrapola esa temática del teatro puertorriqueño, lo cual me parece que es lo que hace el libro, las conferencias resultan en una reflexión inteligente sobre el presente. Si a ello se añade el papel que Puerto Rico jugaba en la Guerra Fría para Estados Unidos y el debate sobre el nacionalismo insular, las conferencias son una afirmación de su fidelidad a la causa americana en medio de un mar de desconfianza mutua.

En ese sentido, uno de los problemas de este libro es que aísla el pensamiento de Muñoz de los contextos que lo explican. El efecto concreto de ello es la sobrevaloración del papel de los asesores intelectuales del Gobernador, dos distinguidos universitarios, Juan M. García Passalacqua y Arturo Morales Carrión, en el diseño de su mensaje. La discusión evade o no reconoce la inmensa deuda ideológica de Muñoz Marín con el pensamiento de Antonio Fernós Isern y no reconocer que buena parte de los argumentos en torno a las virtudes del federalismo y la condena del nacionalismo, eran argumento de aquel jurista. Una lectura de estos tres discursos en diálogo con la obra teórica de Fernós Isern aclararía muchas de las posturas de aquella curiosa “tercera vía” política.

Aislar el pensamiento de Muñoz Marín también conduce al lector a pensar que la desconfianza del caudillo en la ciencia y la tecnología y su apelación al humanismo, eran una creación muñocista. La poética discursiva de Muñoz Marín, sus metáforas, sugieren que ello está relacionado con su populismo o su criollismo, con ciertos retazos rousseanianos en su pensamiento o hasta con su culto a la simplicidad de la vida rural. Ello pasa por alto que Luis A. Ferré sostenía una posición similar en la Nueva Vida y el Propósito Humano. La diferencia entre ambos pensadores es mucha. El sustrato rural en el primero y el sustrato urbano en el otro, me parece esenciales en el contraste. La formación del primero en literatura y en ingeniería del otro, también.

Detrás de ese cuestionamiento se encuentra una actitud propia de la intelectualidad sensible de la Segunda Pos-Guerra que se afirmó durante la Guerra Fría. Se trata de un miedo a la civilización, de una sensación de incertidumbre en cuánto a hasta dónde podía llegar la ciencia o la tecnología, en especial después de Hiroshima y Nagazaki. El miedo y la incertidumbre estaban enmarcados en esa concepción spengleriana de la civilización que en Puerto Rico se difundió por medio del pensamiento de José Ortega y Gasset y de la Generación del 1930

En aquel contexto, la civilización era aprendida como una condición ante-mortem, como un límite o un borde, como el extremo de un hijo de progreso y la cercanía del fin. La civilización era cansancio y rutina, pérdida de la vitalidad.  Las analogías entre Tácito observando el Imperio disminuido en De Germania, y Muñoz Marín doliéndose de la falta de industria y el consumismo puertorriqueño, sin muchas. Se trata de la aceptación tácita de una metáfora no lineal ni progresista del tiempo que se articula en una suerte de idea del fin de la historia. En síntesis, es conciencia decadentista pura que, como en Spengler, sólo se subsana con la panacea estética, humanista o cristiana. Me parece que ello explica el lenguaje hierático que se impone en Muñoz Marín ante el catastrofismo que adjudica al nacionalismo y la amenazante energía de átomo.

Del mismo modo, tanto Muñoz Marín como Ferré, enfrentaron la decadencia de la civilización de una manera análoga.  La alternativa fue la re-humanización o la re-cristianización. El reconocimiento de la inautencidad de la modernidad, pienso en Kierkegard, se encuentra detrás de todo esto. La autenticidad se transforma en el retorno a un espacio usurpado.  Pero también hay cierto temor a la mercantilización de lo humano según la planteaba Georg Simmel a principios del siglo 20. La idea de que lo humano está vacío pero puede ser vuelto a llenar de contenido, es evidente.

Lo otro que hace este libro es que convierte la desconfianza en el nacionalismo, la ciencia y la tecnología, en un adelanto del pensamiento postmodernista, y al caudillo en un apóstol ideológico del presente. En ese caso Ferré también lo sería. El argumento me parece exagerado e insuficiente para re-inventar a un Luis Muñoz Marín postmoderno, e inapropiado para legitimarlo entre la intelectualidad del presente. Se trata de críticas de la modernidad vertidas desde lugares tiempo-espaciales distintos. El argumento pasa por alto la variedad de contextos que nutrieron la construcción de los discursos Godkin y las que nutren la crítica de la modernidad en el presente.

Me permito aclarar dos cosas. Primero, que la ahistoricidad del planteamiento no me parece el problema. El problema es que la ahistoricidad deforma a un personaje muy rico que vivió su tiempo con plena conciencia de su contingencia. Segundo, que la postmodernidad también tiene que ver con no creer mucho en las iluminaciones manufacturadas sobre el mito de las luces. Ninguna de las argumentaciones de Muñoz Marín, lo convierte en un pensador postmoderno por anticipado. Al menos podrían alimentar la imagen de un decadentista desilusionado.

El texto de Carlos Gil puede servir para aclarar un último punto. En el mismo el autor se refiere a la idea del miedo y su riqueza.  El miedo al ámbito universitario en Muñoz Marín era el reconocimiento de una incapacidad: la suya ante ese laboratorio artificial de saber teórico. Una vez Juan M. García Passalacqua me habló del miedo de Muñoz a las cámaras de televisión. El medio llegó tarde a la vida política de caudillo. Las reservas eran lógicas. De un modo parecido, el miedo a la ciencia y la tecnología representa el reconocimiento de la incapacidad humana para enfrentar la anarquía que puede desatar la misma. Es temor a lo incomprensible del lado oscuro del poder que facilita al hombre. También es el horror que produce pensar que la ciencia y la tecnología faculten una catástrofe que termine con la humanidad.

No se trata de un cuestionamiento filosófico a la Modernidad y sus paradigmas ni de la proclamación de su fin. Muñoz Marín, igual que Ferré, consideraba que el progreso podía ser rectificado, y la humanidad salvada mediante el empeño humano y racional de rescatar una condición que, si bien agonizaba, no estaba del todo muerta.  Y eso no se parece mucho a la incertidumbre postmoderna.

febrero 23, 2018

Crónicas del siglo 20: el PNP y Ferré Aguayo en el poder (1968-1971) (2)

  • Mario R. Cancel Sepúlveda
  • Historiador

El triunfo del PNP en 1968 demostró que había una gran incomodidad con el orden instaurado desde 1952. La victoria de un partido estadoísta, la primera desde 1940, y los cuatro años de gobierno de Luis A. Ferré Aguayo colocaron al PPD en la difícil posición de partido de minoría que habían tenido en el cuatrienio de 1940 al 1944. La gran diferencia era que en 1968 no existía la posibilidad de aliarse con otros bloques políticos para quitarle poder efectivo Ferré Aguayo. Los populares se habían hecho de muchos enemigos desde 1944 en medio de su proceso de trasformación ideológica.

 

Unos estilos de gobierno distintos

No solo eso, el nuevo gobierno cambió las prácticas de la gobernanza local. Es cierto que cuando Ferré Aguayo accedió al poder el estatus no estaba en issue. El triunfo no debía ser interpretado como un visto bueno para “traer la estadidad” como se decía en aquel entonces. Por otro lado, todavía el PNP no había adoptado la postura de que Estados Unidos era un poder colonial y que el ELA era una colonia retrógrada. Al contrario, Ferré Aguayo era comedido al tratar aquel el asunto y se sentía “en la obligación legal y moral de defender la Constitución” del ELA en 1972. De igual manera su comisionado residente, Jorge Luis Córdova Díaz, habría de afirmar categóricamente  cuando se discutía el caso de Puerto Rico en el Comité de Descolonización de la Organización de Naciones Unidas que “ciertamente no somos colonia” con argumentos análogos a los de los populares. El PNP no se concebía como un partido anticolonial tal y como comenzó a proyectarse durante la era de Carlos Romero Barceló a partir de los 1980.

Carlos Romero Barceló y Rafael Hernández Colón

El estadoísmo se movía todavía en las aguas de un gradualismo moderado que se justificaba por el hecho de que, en general, su victoria electoral de 1968 era explicada a la luz de la división del PPD y pocos pensaban que, bajo condiciones de unidad en aquella organización, pudiese repetirse. Ello no impidió que el PPD, encabezado por Rafael Hernández Colón, los acusara de querer imponer subrepticiamente la estadidad. Tampoco impidió que los actos de Ferré Aguayo se proyectasen como un intento genuino de adelantarla y hacerla atractiva ante un electorado que, en general, temía al cambio.

Los efectos de la crisis económica que se produjo a partir de 1971, y esto es muy importante para conocer el Puerto Rico de los 1980, legitimaron el aumento de las transferencias federales de beneficencia en un estilo que es plausible denominar como un “nuevo Nuevo Trato”. Uno de los componentes más emblemáticos de aquel momento fue el programa de “Food Stamps” o “Cupones de Alimentos” auspiciado por el Departamento de Agricultura de Estados Unidos. Uno de los logros de Ferré Aguayo fue que, durante su administración, se negoció la aplicación del mismo al país en crisis. La lógica del programa era que, con la dádiva, se generaría una mayor “demanda agregada” en un mercado donde el consumo se venía al suelo en medio del estancamiento económico, la escasez y la carestía de los bienes de consumo.

Los “Food Stamps”, unos de los signos más claros del Estado Benefactor y Asistencial, existían desde la Segunda Guerra Mundial cuando fueron creados con el fin de  suplir las necesidades de las familias de los soldados activos y favorecer la producción agraria estadounidense. El programa fue extendido parcialmente a los territorios no incorporados o coloniales mediante sendas leyes de 1971 y 1974. A la altura de 1977 ofrecieron cubierta completa y, en 1982, se transforman en el Programa de Asistencia Nutricional (PAN) que la lógica neoliberal acabó por condenar como el generador de una masa empobrecida dependiente del Estado. El efecto más visible de la beneficencia en el ELA, según algunos observadores, fue que profundizó la dependencia y estimuló la moderación política de las masas las cuáles, de por sí, estaban acostumbradas a la mesura. Aunque no niego los efectos de ello, me parece que se trata de un argumento simplificador que, por sí solo, no explica el complejo asunto de la dependencia colonial y psicológica creciente desde el final de la Segunda Guerra Mundial al presente.

De otra parte, el PNP en el poder revisó uno de los pilares de Operación Manos a la Obra: la Ley de Tierras de 1941. Como resultado de ello, los usufructuarios de tierras cedidas por el Estado comenzaron a recibir un título de propiedad. Los predios, fuesen fincas de beneficio mutuo o parcelas, fueron devueltos al mercado libre. En alguna medida aquel fue un proceso de “privatización” que, a la vez que creaba “propiedad privada”, rompía la subordinación del usufructuario con el Estado convirtiéndolo en propietario.

Por último, Ferré Aguayo articuló una política de aumento salarial a los empleados públicos que le ganó enormes simpatías entre la burocracia gubernativa media. Si bien la política laboral del PNP no podía eliminar la desigualdad salarial entre Puerto Rico y Estados Unidos en el mercado privado, sí se sentía en posición de mejorar los estándares de vida de los funcionarios públicos y ganarlos para su causa. Junto a ello creó un “bono de navidad” aplicable lo mismo a la empresa privada que a la pública. Es ese sentido, comenzó un proceso de encarecimiento del costo de administrar que no encontró freno sino en medio de la crisis fiscal después del 2010. Ferré Aguayo, sin darse plena cuenta de ello, fue parte de la construcción del orden que está en entredicho hoy en medio del hundimiento de las finanzas del Estado Libre Asociado y la imposición de una Junta de Supervisión Fiscal.

 

Efectos políticos a mediano plazo de un triunfo electoral

El triunfo del PNP y Ferré Aguayo tuvo otra secuela política: exacerbó lo mismo a las izquierdas y a los nacionalistas que a los populares. La actitud era comprensible: no había habido un partido estadoísta en el poder desde 1940 y los populares que, desde 1944, habían perdido la costumbre de ser un partido de minoría no atinaban a la hora de ajustarse al cambio. Además, la capacidad de negociar que el PPD había demostrado 1940 ante la Coalición Puertorriqueña ya no existía en 1968. Las elecciones de 1968 se constituyeron en un índice del giro inesperado que iba a tomar la política electoral puertorriqueña en adelante. El terreno estaba abonado para que un sector de los independentistas comenzase a ver en los populares identificados con la autonomía un aliado potencial. El nacionalismo de la década del 1930 nunca lo hubiese interpretado de ese modo. El fenómeno del “melonismo”, la irracionalidad y la agresividad a la hora del voto se impusieron sobre una parte significativa del electorado.

En el territorio de los populares la erosión de las simpatías se manifestó en el constante “cambia cambia” ampliamente difundido por la prensa. Se trataba de los mea culpa públicos y las conversiones de populares en penepés, las cuales constituyeron un componente llamativo de la campaña estadoísta. Cuántas de aquellas transformaciones ideológicas fueron reales y cuántas un mero truco publicitario es un asunto que nunca se podrá aclarar del todo pero su efecto en el acontecer parece haber sido relevante. Una de las fuentes del crecimiento del PNP fueron populares disgustados con el continuismo de aquella organización y los nuevos pobres de la era de la industrialización por invitación

Claro que aquel fenómeno no explica por completo un problema tan complejo. Los historiadores sociales también reconocen el papel cumplido por la inmigración cubana, el “Éxodo Camarioca” de 1965, sector que, en general, se convirtió en un aliado del estadoísmo y el PNP en el marco del discurso anticomunista auspiciado por Estados Unidos. De ese modo el anticomunismo, que ya era un fenómeno visible en la década de 1930 y 1940 entre nacionalistas y estadoístas republicanos, se intensificó. Es importante afirmar que el anticomunismo en la década de 1960 no fue solo una fiebre que contaminó a los estadoístas. El PPD no se quedó atrás en la manifestación de esa actitud y la paranoia de Luis Muñoz Marín respecto a la amenaza nacionalista/comunista a su seguridad es emblemática. La diferencia no era de fondo sino de meros grados.

En general Ferré Aguayo no resultaba simpático ni para el PPD, ni para los nacionalistas ni para  izquierdas socialistas democráticas o marxistas. Sin embargo, es importante señalar que también tenía adversarios dentro del PNP. El estadoísmo era una tendencia ideológica tan heterogénea como el independentismo y el estadolibrismo. Una fracción visible que representaba los intereses del capitalismo tradicional no comulgaban con la democracia cristiana y el corporativismo que emanaba de la retórica del «Patrimonio Para el Progreso”. Para aquellos sectores ese lenguaje no pasaba de ser una expresión idealista que no encajaba en el marco del capitalismo competitivo más eficaz. La actitud recuerda el lenguaje anti Nuevo Trato de los republicanos en el marco de la aplicación de ese proyecto a la isla en la década de 1930.

Una porción más agresiva políticamente rechazaba el “estadoísmo gradualista”. Para algunos de los más jóvenes la estadidad era “urgente” o una necesidad “inmediata”, actitud que recuerda la de Pedro Albizu Campos cuando advino a la presidencia del Partido Nacionalista en 1930. Otros ponían en duda el valor y las posibilidades de la “estadidad jíbara” y comenzaban a expresar un lenguaje que trataba a la estadidad como proyecto de “igualdad” capaz de enfrentar, de la mano del Estado Benefector y Asistencia, la “pobreza”.

Una parte de aquellos grupos tomaron distancia de Ferré Aguayo y se movieron alrededor de la figura de Carlos Romero Barceló (1932-) quien en 1976 publicó su panfleto La estadidad es para los pobres. Romero Barceló fue co-fundador del PNP y el primer alcalde electo de la capital en tiempos modernos en 1968, puesto que ocupó hasta 1976.  Su victoria en la contienda por la alcaldía de San Juan abrió un periodo de hegemonía del PNP sobre esa ciudad que continuó con Hernán Padilla (1977-1985) y culminó con Baltasar Corrada del Río (1986-1989). La relevancia del control de San Juan para el juego político colonial se hizo determinante. La alcaldía de la capital se convirtió desde aquel momento, igual que la presidencia del Senado antes, en una plataforma para aspirar a la candidatura de la gobernación.

Las desavenencias al interior del PNP y la agresividad del PPD encabezada por Hernández Colón, un miembro de la “Nueva Generación” de populares fieles a la memoria de Muñoz Marín, explican la derrota del Ferré Aguayo en los comicios de 1972 tras los cuales el PPD volvió al poder. Durante la campaña electoral Muñoz Marín regresó al país tras su retiro y, en un acto mediático de masas, le pidió a la concurrencia que votara por el joven candidato. El acto legitimó el liderato y la fidelidad del abogado de Ponce como heredero de la “Vieja Guardia”. El pasado de Hernández Colón como miembro del rebelde “Grupo de los 22” quedó atrás.

Resulta evidente que, desde aquel momento, el énfasis en el proyecto de “culminación” del ELA cambió y el PPD se vio precisado a acentuar el principio de la “asociación” o “unión permanente” entre ambos pueblos siguiendo la pauta del Muñoz Marín conservador de la década de 1960. En aquel proceso de moderación el triunfo del PNP en 1968 parece haber sido decisivo. La afirmación de la “separación” o “diferenciación” disminuyó ante la afirmación de la “integración” e «igualación». Las circunstancias permitieron que los sectores “integristas” del PPD se impusieran sobre los sectores “soberanistas” tal y como había sucedido en 1940 y en 1946. Cuando Muñoz Marín murió en 1980, el PPD estaba en manos seguras y moderadas.

 

enero 9, 2018

Crónicas del siglo 20: el PNP y Ferré Aguayo en el poder (1968-1971) (1)

  • Mario R. Cancel Sepúlveda
  • Historiador

En el contexto concreto de su tiempo el pensamiento y la praxis política de Luis A. Ferré Aguayo (1904-2003) y el Partido Nuevo Progresista representaron lo que puede denominarse como un “nuevo estadoísmo”. Su actitud revisionista de la experiencia del Partido Estadista Republicano (PER) merecería un comentario más profundo a la luz de los condicionamientos de clase y el escenario cultural en el cual se desarrollaron. Sus posturas se apoyaban en varios principios.

Primero estaba su “estadoísmo gradualista”, una propuesta moderada con respecto al proceso de integración política de Puerto Rico a Estados Unidos que recordaba la del abogado José Tous Soto en la década del 1920. En el caso de Ferré Aguayo ello no tenía que conducir a una componenda con el autonomismo colonial como ocurrió con Tous Soto. Su lógica, atinada por demás desde mi punto de vista, era que el Estado 51 no era una opción para Estados Unidos en lo inmediato. El tono que tomó la discusión del estatus entre el Proyecto Fernós-Murray de 1959 y el plebiscito de 1967 parecía demostrarlo. Por lo tanto, para Ferré Aguayo la meta alcanzable no era “hacer la estadidad” durante el cuatrienio que estuviese en el poder sino “adelantarla” por medio de una administración justa que enfrentara los problemas que el Partido Popular Democrático (PPD) no había resuelto. Durante las elecciones que lo llevaron al poder el estatus no estaba en issue igual que tampoco había estado en cuestión para Luis Muñoz Marín en 1940. Me da la impresión que, para Ferré Aguayo, lo que por aquel entonces se denominaba la “analogía” del Estado Libre Asociado con un Estado garantizaba la estadidad futura. Lo que había que mirar con reserva era cualquier esfuerzo en profundizar la “diferencia” entre el ELA y un Estado por lo que cualquier proyecto que aspirase a una mayor “autonomía” levantaba sospechas.

Segundo, estaba la cuestión de la “Estadidad Jíbara”. Ferré Aguayo criolliza la estadidad a fin de frenar el temor a la asimilación o absorción cultural por el otro. También se trató de una actitud moderada y cuidadosa respecto al proceso de asimilación o americanización dada la persistente voluntad de la cultura sajona por devaluar la cultura hispano-latina a lo largo del siglo 20, asunto que ya he discutido en al menos dos libros. Ferré Aguayo usaba recursos retóricos del populismo agrarista en un nuevo nivel. La idea de que se podía ser estadoísta y puertorriqueño a la vez era clave: el Estado 51 no tenía que ser interpretado como la tumba de una identidad nacional que los estadoístas valoraban. El objetivo concreto de aquel argumento era atraer a los sectores no soberanistas y ruralistas de la base del PPD hacia su proyecto.

El debate sobre la absorción cultural en la Estadidad no era una novedad: había estado allí desde el siglo 19 y era uno de los paradigmas del Estado Libre Asociado y el PPD, organización que desde 1956 dio un giro decisivo hacia la defensa de la “unión permanente” con Estados Unidos. El lenguaje de Ferré Aguayo encajaba en el pluralismo cultural manifiesto en Estados Unidos en la década de 1960. En cierto modo, el populismo ruralista del PPD de 1940 había sido sustituido por el populismo urbano original del PNP desde 1968. En el proceso la organización se alejó del lenguaje del republicanismo estadounidense y se acercó al lenguaje de los demócratas de una manera inteligente, asunto que también había sido tema de discusión en el seno del movimiento estadoísta a lo largo del siglo 20.

 

Gobernar en tiempos de la Guerra Fría

El programa social de Ferré Aguayo y el PNP, la “Nueva Vida”, estaba dirigido a los olvidados del proceso de crecimiento industrial dependiente generados por la experiencia de “Operación Manos a la Obra” (OMO) que pronto llegaría a su fin: los “nuevos pobres” urbanos. Su lenguaje reproducía el optimismo estadounidense de mediados de la década de 1960. En aquel inquieto decenio el presidente Lyndon B. Johnson (1908-1973) había firmado la “Ley de Derechos Civiles” (1964), una transacción con las minorías negras que reclamaban la igualdad ante la ley en el centenario del fin de la Guerra Civil. La situación era más complicada porque las minorías hispanas e indígenas presionaban en la misma dirección. El propósito de la administración Johnson era construir “The Great Society”, plan que funcionaba como un “mecanismo de control de crisis” para mediar con la conflictividad de una década de revolución cultural.

Lo que resultaba innegable era que el orden emanado de las paces de la Segunda Guerra Mundial se venía abajo. La Guerra Fría alcanzaba un nivel de tensiones extremo en medio de la era de la “mutual deterrance” o “mutua disuasión” entre estadunidenses y soviéticos. El consenso alcanzado afirmaba que poseer arsenales de armas nucleares masivos impediría una guerra este-oeste a la vez que beneficiaría al complejo militar industrial.  Vietnam, conflicto heredado de Francia tras la II Guerra Mundial (1955-1975), era el problema principal para Moscú y Washington. El choque con los vietnamitas del Frente Nacional para la Liberación de Vietnam (Vietcong) movilizó intereses chinos y rusos y las tres potencias involucradas poseían capacidad nuclear.

La situación colocó al ELA en una situación incómoda: la fidelidad de los puertorriqueños estuvo bajo examen más que nunca. Un efecto de ello en la praxis política local fue que favoreció la moderación del centro y la derecha, a la vez que estimuló la radicalización de las izquierdas políticas: fue una década de polarización irracional pero comprensible. Entre 1960 y 1971, el FBI administró el programa COINTELPRO que vigiló, investigó e intervino con las actividades del independentismo, el socialismo e, incluso, con estadolibristas sospechosos que boicotearon el plebiscito de estatus de 1967. El anticomunismo se convirtió en un signo de lealtad a Estados Unidos alcanzando cotas tan notables como el antinacionalismo en 1930 y 1940. El arribo a Puerto Rico del “Éxodo Camarioca” (1965 ss.) de Cuba, estrenada como república socialista desde 1961, hizo la situación más difícil para los elementos radicales en la isla

 

Un programa social para los “humildes”

Al final de su gobierno Ferré Aguayo había madurado su proyecto emblemático para la década del 1970. El “Patrimonio Para el Progreso” (PPP) era su “carta de triunfo” para las elecciones de 1972. Ferré Aguayo era un demócrata cristiano que se apoyaba en los principios del corporativismo católico. Una de las fuentes de su propuesta de futuro derivaba de la Doctrina Social de la Iglesia Católica. En la década de 1960 esa institución había intensificado la reflexión sobre la desigualdad social. El revisionismo del rito religioso, la nueva práctica de ofrecer la misa en lengua vulgar por ejemplo o con el sacerdote de frente a la feligresía, fue un gesto interesante que vino acompañado de una revisión de su actitud ante las injusticias sociales: había que despertar del letargo y avivar la fe. Una de las razones para actuar de ese modo en aquel momento era, sin duda, la amenaza que representaba la socialdemocracia, el socialismo y el comunismo al orden cristiano. El cristianismo y el anticomunismo se combinaron para generar un justicialismo que no fuese acusado de anticapitalista. El PPP requería una convergencia racional y humanitaria entre el Estado por su capacidad para intervenir en el mercado, y la buena fe de la burguesía por su acceso al capital.

Ferré Aguayo no estaba descubriendo el Mediterráneo en 1972. Muñoz Marín y el PPD habían afirmado las virtudes de Estado Interventor para construir una sociedad más justa siguiendo el modelo del Nuevo Trato (1941-1946). El Estado debía servir como mediador entre el capital y el trabajo en nombre del pueblo pobre y sencillo en el marco de la sociedad industrial. Y el Partido Nacionalista (PN) tenía en su programa electoral de 1932 el corporativismo cristiano como modelo, actitud que también necesitaba de Estado Fuerte capaz de articular un orden de igualación social desde arriba mediante una alianza eficaz con el capital nacional. Las diferencias entre el PPP y el Estado Interventor o el Estado Fuerte eran varias. Primero, que el PPD y el PNP buscaban articular su meta al lado de Estados Unidos y el Partido Nacionalista separándose de ese país. Y segundo, que si el PNP y el PN se apoyaban en la iglesia, el PPD era un partido más secular que había chocado con esa institución en 1960.

El corporativismo cristiano del PPP requería un compromiso de la burguesía capitalista con sus fines y la disposición a elaborar una distribución de la riqueza más justa e igualitaria. Pero una de las peculiaridades del ELA y OMO era que la asimetría entre la burguesía puertorriqueña débil y la foránea, en lo esencial estadounidenses, fuerte. Aquellos sectores no veían a Puerto Rico del mismo modo. El Estado Corporativo cristiano no era fácil de construir sobre esa base pero, como expresión de protesta ante el orden, poseía una gran riqueza. El PPP crearía un fondo de inversiones que facilitaría el acceso al capital para los potenciales inversionistas puertorriqueños. Sin duda, aquella era la mejor crítica a OMO y al PPD, fuerzas que habían favorecido al capital foráneo minando las posibilidades del desarrollo del capital puertorriqueño.

El propósito final era simple: “todo puertorriqueño, un capitalista”. Aspiraba construir una sociedad de mercado idealmente competitiva con justicia distributiva para los productores directos para con ello atenuar la conflictividad y la lucha de clases. Las contradicciones se cancelarían en la medida en que los productores directos y los dueños de los medios de producción armonizaran sus intereses. Al abolir la desigualdad y atenuar la pobreza, se evitaría la revolución social y la confianza en el Estado se restauraría. El PPP era una refinada política anticomunista de improbable aplicación a una realidad social que la excedía. Los hechos de Cuba (1961) y los de República Dominicana (1963), donde los gobiernos de Fidel Castro y Juan Bosch miraran hacia la izquierda, fueron determinantes. Ferré Aguayo se proponía una Revolución Social Burguesa Humanitaria desde “arriba”. EL PPP se hizo público cuando la promesa de “progreso” estadounidense estaba en problemas. El capitalismo se abocaba a una crisis enorme (1971-1973) y OMO se derrumbaría hasta desaparecer en 1976.

 

Últimos apuntes

Dos situaciones afectaron el gobierno de Ferré Aguayo. En lo local, un gobierno “compartido” con el Senado controlado por el PPD, cuerpo presidido por el Lcdo. Rafael Hernández Colón (1936-2019), limitó las posibilidades de acción del ejecutivo. En lo internacional, la crisis iniciada en 1971 que implicó el abandono del patrón oro y la primera devaluación del dólar en su historia junto a la crisis petrolera y el aumento de los precios del crudo en 1973, inauguraron una era nueva. El comportamiento del capitalismo de posguerra comenzó su larga evolución hacia el capitalismo neoliberal (1970-1990). El estadoísmo tendría que reformularse sobre bases innovadoras.

May 31, 2016

Notas sobre la lectura de un libro de Néstor R. Duprey Salgado

  • Mario R. Cancel Sepúlveda
  • Catedrático de Historia (RUM)
  • Profesor de Estudios Puertorriqueños e Historia (CEA)

Reflexión inicial

En diciembre de 2015 el colega Dr. Néstor R. Duprey Salgado, historiador y comentarista político, me envió el libro A la vuelta de la esquina: el Proyecto Tyding de independencia para Puerto Rico y el diseño de una política colonial estadounidense. Supongo que lo hizo por recomendación de su mentor el Dr. José Carlos Arroyo Muñoz, historiador y amigo al cual distingo hace años por su atinado estudio en torno al activismo del “Grupo de los 22” durante la década del 1960. El título sugerente y la metáfora que contiene me llevaron a leer el volumen de inmediato. Reflexionar sobre el mismo, compromiso que contraigo cuando me hacen un obsequio de esta naturaleza, se hizo más difícil de lo que creía en un principio. Después de todo, la obra de Duprey Salgado salía de imprenta en un momento en el cual el tema de la soberanía y sus modulaciones estaba en eclosión y el país se encontraba en grandes aprietos.

Dr. Néstor R. Duprey Salgado

Estoy consciente de que las crisis materiales siempre ubican el tema de la soberanía sobre la mesa. Así ocurrió entre 1886 y 1887, entre 1929 y 1945 y entre 1971 y 1976. Así también ha sucedido desde 2006 al presente. Me da la impresión de que esa es una condición inherente a países que, como el nuestro, no tienen soberanía política plena pero han vivido bajo la ilusión de que aquella no les hace falta y que con la que poseen se sienten satisfechos. Las crisis materiales tocan puntos sensitivos e instan a cavilar sobre la legitimidad del orden establecido en el cual se desarrollan.

En nuestro caso, la relación de Puerto Rico con Estados Unidos, cuya anexión se formalizó el 10 de diciembre 1898 y se ha convertido en un largo y pesado interinato, vuelve ser materia de especulación cada vez que los pilares del orden se ven erosionados. La estadidad que esperaban algunos y la independencia que aguardaban otros, nunca se completó. Desde aquel ya lejano entonces los espectros de la soberanía, en la forma en que esta se exprese jurídicamente en un futuro no determinado, nos persiguen por doquier sin que se haya encontrado la forma eficaz de exorcizarlos.

Antes quiero hacer unas aclaraciones sobre mi mirada de la historiografía y su praxis. Primero, quede claro que no soy un especialista en los asuntos de la década de 1930 ni en los avatares del populismo o el Partido Popular Democrático. Segundo, me atrae la interpretación geopolítica del pasado histórico en particular cuando se combina activamente con una mirada económica social bien articulada. Estoy bajo la impresión de que las interpretaciones  macro y micro, cuando dialogan, ofrecen un cuadro más sugerente del pasado. Tercero, me molestan las reconvenciones y los sermoneos de quienes toman por incuestionables las decisiones de los patricios y sacralizan las discursividades de las grandes figuras. Siempre es más fácil levantar un culto que ser crítico respecto a lo que se cultiva. Cuarto, que desde hace años la preocupación central de mi trabajo historiográfico han dejado de ser los hechos (lo que pasó realmente), para concentrarse en la percepción (la recepción de lo que pasó). Y por último, pero no menos importante, me parece que uno de los problemas interpretativos  más visibles de la historiografía sobre la relación de Puerto Rico con Estados Unidos a lo largo de los últimos 118 años es que siempre ha estado centrada en nosotros mismos y se ha omitido la imaginación de la interpretación del otro.

El hecho de que me haya sentido tan cómodo leyendo la obra de Duprey Salgado me dice que me encuentro ante una pieza madura que llena mis expectativas como lector y como historiador. Este  texto demuestra que se puede observar un lugar controversial y apasionante del pasado colectivo de una manera inteligente y serena. Un libro tan poco convencional requiere una lectura poco convencional. La espera de diciembre de 2015 a mayo de 2016 no ha sido en vano.

 

Un libro

A la vuelta de la esquina es un estudio crítico, original y profundo de las percepciones o impresiones contradictorias que produjo un proyecto de independencia formulado por el Congreso de Estados Unidos en tiempos de crisis. Dado que la crisis tenía visos políticos -el auge del nacionalismo cultural-; económicos -la depresión y la necesidad de reformular el capitalismo-; y sociales -la pobreza extrema y las contradicciones que ello genera-, el Proyecto Millard Tydings de 1936 provocó una conmoción enorme al momento de plantearse. El lector puede confiar en que se encuentra ante una discusión incisiva de esa parte de la historia política del país.

A la vuelta de la esquina (2015) A la vuelta de la esquina (2015)

Un meticuloso estudio historiográfico del affaire Tydings y su lugar en la discusión profesional y no-profesional puertorriqueña en el capítulo 1 (15 ss), se complementa con un cuidadoso estudio biográfico de Millard Tydings en el contexto de su tiempo en el capítulo 2 (41 ss). Estos capítulos llenan un espacio vacío: el personaje deja de ser el nombre de uno más de los agentes del imperialismo y se convierte en persona en la medida en que las fuentes lo permiten. El capítulo 3 (65 ss) trae a colación la conexión de tres polos narrativos: Tydings, Elisha. F. Riggs y el «Nuevo Trato». En el capítulo 4 (93 ss) se pormenorizan la genealogía del proyecto de independencia para Puerto Rico en el contexto de la “Política del Buen Vecino” y se confirma el impacto del modelo de Islas Filipinas en el caso local. En el capítulo 5 (153 ss) se desmantelan las hipótesis dominantes y se penetra en el entrejuego político con personajes nuevos como Harold Ickes y Luis Muñoz Marín. En el capítulo 5 (265 ss) se revisan las secuelas del texto de 1936 hasta el inicio de la segunda guerra mundial, su impacto en la clase política puertorriqueña  y en el surgimiento de un populismo no independentista. El volumen cierra con el retorno del proyecto bajo discusión en medio de la guerra.

El lector no se encuentra  ante un volumen que discuta el Proyecto Tydings sino ante un libro que captura las discusiones que condujeron al mismo y las impresiones que produjo en una generación política atribulada. En eso radica su mayor valor. El texto de Duprey Salgado no es sólo eso. Es también un estudio de la manipulación ideológica, del acomodo de ciertas versiones sobre el pasado y de los procesos semánticos por medio de los cuales se consigue su   canonización. En ese sentido, estas páginas ofrecen pistas extraordinarias para determinar la forma en que una percepción o impresión se impone sobre las otras y se hace incuestionable. Duprey Salgado elabora un elegante proceso de desmantelamiento de las “verdades sospechosas” heredadas en torno al affaire Tydings de 1936.

Este libro demuestra que, en términos generales, la imagen que poseen del pasado incluso aquellos que lo enfrentan con los instrumentos de una disciplina formal, siempre está mediado por el lugar desde el cual se le apropia, se le mira y se le desea. La idea de que  el pasado está determinado por el(los) presente(s) nunca ha sido afirmada con mejores argumentos. También corrobora que, en demasiadas ocasiones, la noción que se posee del pasado responde o sirve más a las necesidades morales del observador que a la voluntad de responder una pregunta de manera confiable o comprensiva. El logro mayor de esta tesis es su reflexión en torno a la reevaluación del Proyecto Tydings y su transformación de un acto de “venganza” del senador por el asesinado de su amigo y jefe de policía Riggs, en un proyecto legislativo redactado por un político serio con el apoyo del ejecutivo. La explicación moral de la venganza malévola de un resentido racista, ha sido suplantada por una teoría coherente apoyada en un estudio contextual muy bien documentado.

Duprey Salgado, historiador y estudioso cuidadoso, no descarta las motivaciones personales de un todo. La humanidad está allí detrás de los personajes y los seres humanos en su circunstancia, nunca se desprenden de esa emocionalidad que nace de la química. El autor tan sólo sugiere que sería apropiado ver a Tydings como el “impulsor de un diseño de política pública que dirigiera a los territorios de Filipinas y Puerto Rico de la condición colonial a la independencia” (1) Estoy por completo de acuerdo con esa propuesta: el cambio de lente siempre es enriquecedor. Como investigador profesional preocupado por la recuperación humanística y psicológica de los personajes del pasado, no puedo poner en duda la sinceridad de Tydings como favorecedor de la independencia para Filipinas y Puerto Rico.

No dudo de su sinceridad. De lo que sigo dudando es de las buenas intenciones de su proyecto. Después de todo, ese no es el tema de libro de Duprey Salgado. En verdad un Tydings transparente y sinceramente anticolonial y antiimperialista me resulta difícil de aceptar. Cada vez que vuelvo a leer su proyecto de 1936 me resisto a ello. La razón es que estoy convencido de que Washington, un Congreso o un Senador, pueden favorecer una causa simpática para muchos puertorriqueños, incluso la independencia de Puerto Rico. Pueden hacerlo y seguir siendo respetuosamente imperialistas y seguir viendo en los puertorriqueños una cultura inferior que debe dejar atrás los “fetiches”, entiéndase valores, de su pasado.

Un modelo bien conocido de que la independencia y el imperialismo no son principios antitéticos es la praxis en la filosofía jurídico política de José De Diego Martínez. El abogado de Aguadilla imaginó que la “independencia con protectorado” en la década de 1910 podía realmente depender de la  confianza, desde mi punto de vista candorosa y excesiva, en la buena voluntad de las administraciones republicanas y demócratas de Estados Unidos. El letrado de Aguadilla no interpretaba siquiera la Ley Foraker como un acto de colonialismo feroz y prefería verlo como una garantía para la identidad nacional del país por su reconocimiento de la “Ciudadanía Portorriqueña”. Por otro lado, el jurista independentista aceptada de buena fe del tutelaje yanqui como un mentorado o preparación hacia la libertad que nos daría el “otro” sobre la base de los argumentos de un “destino manifiesto criollizado” que casi no se comenta hoy. Si pienso el asunto como Rosendo Matienzo Cintrón, el Tío Sam civilizaría a Pancho Ibero para bien nuestro.

Sobre la evolución ideológica de Muñoz Marín y el papel del Departamento de Guerra en el giro antiindependentista del vate, la reflexión de Duprey Salgado confirma y documenta muchas de mis intuiciones previas. Este estudio mata un sueño: demuele la imagen pietista de Muñoz Marín como víctima inopinada o fortuita de unas circunstancias que lo excedieron. La imagen moral a la que apelan algunos soberanistas del presente, la que dibuja al líder popular como el pensador que sacrificó, a su pesar, el santo ideal de la independencia por consideraciones de utilidad política o por el amor filial a las clases populares para luego sentirse culpable por ello, se disuelve. Ese relato de mal gusto lo que hace es reducir un proceso  complejo a la metáfora de un cuadro de Francisco Rodón y una lágrima. Duprey Salgado consigue hacer todo esto sin apelar a la  figura del “traidor”, imagen tan manida por la discursividad nacionalista agresiva. Sin lugar a dudas, el Tydings y el Muñoz Marín que recupero tras la lectura del libro que tengo sobre la mesa son otros.

 

Tydings ¿Un proyecto descolonizador o neocolonizador?

El Proyecto Tydings de 1936, lejos de significar la novedad, representaba la continuidad de un discurso o de una retórica que siempre había estado allí. En la década de 1910, apelar a la “independencia con protectorado” como lo hacía De Diego Martínez, implicaba reconocer la incapacidad del país para la “independencia en pelo”.  En 1936 aceptar acríticamente el Proyecto Tydings, una impostura grosera del Congreso, implicaba el reconocimiento de la misma incapacidad para imponerle a ese cuerpo los criterios apropiados desde una colonia pobre el Caribe.

Blanton Winship, Lawrence Kramer y Millard Tydings Blanton Winship, Lawrence Kramer y Millard Tydings

En el primer caso (1910), las limitaciones que imponía el protectorado eran tantas que la situación de Puerto Rico libre no hubiese sido distinta a la de la Cuba plattista. En el segundo caso (1936), el Puerto Rico libre hubiese funcionado como una neocolonia o una dependencia más de Estados Unidos una vez proclamada la misma por el presidente de Estados Unidos casualmente un 4 de julio tras 4 años de atropellada transición hacia una dimensión desconocida. La paradoja de que el libertador de la nación tuviese que coincidir con el primer ejecutivo del imperio no deja de ser sorprendente y amarga. No olvide el lector que un 25 de julio, aniversario de la invasión, izaron la bandera del Estado Libre Asociado. La aceptación pasiva de una oferta de aquella naturaleza implicaba el reconocimiento implícito de la sumisión al “otro” y del poco poder de regateo del “yo” ante una situación irrisoria. Y también en ambos casos, depositar la esperanza de liberación en las promesas del “otro” conduciría a un callejón sin salida caracterizado por la desmovilización de la militancia puertorriqueña en un afán comprensible por esperar que las aguas llegaran a su nivel. El Dr. Ramón E. Betances Alacán denominaba a ese estado intermedio entre la esclavitud y la libertad una “media independencia” o “hipotecada”.

Lo cierto es que los términos del Proyecto Tydings y la actitud de la administración Franklyn D. Roosevelt ante Puerto Rico dejaban mucho que desear en 1936. Ratificaban que la impresión de que los puertorriqueños eran incapaces para el gobierno propio que justificó la relación colonial desde 1898 seguía siendo un problema. Una cosa sí demuestra esa experiencia: los espacios que se abren para el cambio radical o moderado en tiempos de crisis suelen ser movedizos e inconstantes.

La sinceridad de Tydings y la naturaleza de la propuesta sintetizan la otra gran paradoja de aquel momento. El proyecto del 24 de febrero de 1936 sugería la convocatoria de un referéndum independencia “sí” o “no” tras el cual, de ganar el “sí” como se auguraba acorde con el entusiasmo de la clase política, se autorizaría la celebración de una Convención Constituyente a no más tardar el 1ro de junio de 1937. Los 4 años de transición política y económica de la dependencia colonial a la  independencia neocolonial se proyectaban llenos de incertidumbre.

Antes del retiro de Estados Unidos, los puertorriqueños debían garantizar su fidelidad a ese gobierno y declarar exentos de pago de contribuciones cualquier propiedad suya en la isla. El tutelaje jurídico y la doctrina de la supremacía federal seguirían activas. La Corte Federal continuaría allí y la política exterior de Puerto Rico estaría bajo el control de Estados Unidos quien conservaría el poder para expropiar tierras a su discreción para fines militares y para enlistar insulares para sus fuerzas armadas sin que ello implicara un compromiso con la defensa de Puerto Rico en caso de agresión extranjera. No solo eso, Puerto Rico debería reconocer el derecho de intervención de Estados Unidos en caso de necesidad.  Las transferencias federales del “Nuevo Trato” cesarían de inmediato, las agencias federales dejarían de expedir préstamos a las agencias locales y cesarían de inmediato de gastar dineros en el territorio liberado.

La constitución del Estado Libre, Mancomunidad o Commonwealth of Puerto Rico, una vez redactada, debía ser aprobada por el presidente de Estados Unidos y refrendada  otra vez por los puertorriqueños, y aquel gobierno se reservaba el derecho de enmendar la misma incluso luego de fundada la república. Las relaciones entre Puerto Rico y Estados Unidos se tramitarían por medio de un Comisionado Residente en Washington y un Alto Comisionado de Estados Unidos en la isla. La constitución de la República no aplicaría a Culebra ni a sus cayos adyacentes cuya jurisdicción absoluta Estados Unidos se reservaba.

Al cabo de esos 4 años,  los productos de la isla pagarían tarifa completa como cualquier país extranjero y los puertorriqueños tendrían que  escoger entra las dos ciudadanías pero no podrían tenerlas las dos. Una de las preocupaciones centrales de Tydings era la cuestión del manejo de la deuda de Puerto Rico. Durante el periodo de transición de 4 años se mantendrían los márgenes prestatarios impuestos por la Ley Jones, se prohibía al país endeudarse con otro gobierno extranjero a menos que lo autorizara el Presidente y dejaba en manos del gobierno por nacer las deudas acumuladas durante la relación colonial previa. El gobierno de Puerto Rico libre tendría que liquidar los bonos en circulación y asumir las deudas del ejecutivo y de los municipios y los costos de las obligaciones de Estados Unidos respecto a Puerto Rico desde el Tratado de Paris de 1898. Y, por último,  el Presidente se reservaba el derecho de suspender cualquier ley que afectase el pago de las obligaciones de Puerto Rico o el pago de sus deudas aún después de la proclamación de la independencia para lo cual se destacaría un alto Comisionado estadounidense en la isla con el poder de incautarse de los derechos de aduana para garantizar los procesos de cobro. Estados Unidos no estaba dispuesto a hacerse cargo de la deuda generada durante una relación colonial que aquel país había impuesto y de la cual había sacado enormes beneficios.

No se trataba de una Junta de Control Fiscal en el sentido en que se propone hoy pero la mirada contable y fría de las autoridades estadounidenses, no ha cambiado mucho. Visto desde el presente las condiciones ofrecidas eran lógicamente inaceptables sin que ello deba interpretarse como que que Muñoz Marín tenía razón y Pedro Albizu Campos no: la razón es una contingencia más. La palpable algarabía con las propuestas y el apoyo masivo que recibió, demostraba el agotamiento de una relación que debió terminar hace tiempo y la desconfianza entre las partes involucradas en una negociación que nunca se dio. Los cantos de sirena y la esperanzas se confundían con mucha facilidad.

Federico Nietzsche en su escrito póstumo Sobre Verdad y Mentira en sentido extramoral (1903) se preguntaba “¿Qué es entonces la verdad?” Su respuesta informará sobre cómo veo este dilema del pasado-presente:

(La verdad es) una hueste en movimiento de metáforas, metonimias, antropomorfismos, en resumidas cuentas, una suma de relaciones humanas que han sido realzadas, extrapoladas y adornadas poética y retóricamente y que después de un prolongado uso, un pueblo considera firmes, canónicas y vinculantes. Las verdades son ilusiones de las que se ha olvidado que lo son; metáforas que se han vuelto gastadas y sin fuerza sensible, monedas que han perdido su troquelado y no son ahora ya consideradas como monedas, sino como metal.

Los libros me parecen excelentes si me mueven a la reflexión. Este título de Néstor R. Duprey Salgado definitivamente lo es.

 

 

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