- Mario R. Cancel Sepúlveda
- Catedrático de Historia (RUM)
- Profesor de Estudios Puertorriqueños e Historia (CEA)
Reflexión inicial
En diciembre de 2015 el colega Dr. Néstor R. Duprey Salgado, historiador y comentarista político, me envió el libro A la vuelta de la esquina: el Proyecto Tyding de independencia para Puerto Rico y el diseño de una política colonial estadounidense. Supongo que lo hizo por recomendación de su mentor el Dr. José Carlos Arroyo Muñoz, historiador y amigo al cual distingo hace años por su atinado estudio en torno al activismo del “Grupo de los 22” durante la década del 1960. El título sugerente y la metáfora que contiene me llevaron a leer el volumen de inmediato. Reflexionar sobre el mismo, compromiso que contraigo cuando me hacen un obsequio de esta naturaleza, se hizo más difícil de lo que creía en un principio. Después de todo, la obra de Duprey Salgado salía de imprenta en un momento en el cual el tema de la soberanía y sus modulaciones estaba en eclosión y el país se encontraba en grandes aprietos.

Estoy consciente de que las crisis materiales siempre ubican el tema de la soberanía sobre la mesa. Así ocurrió entre 1886 y 1887, entre 1929 y 1945 y entre 1971 y 1976. Así también ha sucedido desde 2006 al presente. Me da la impresión de que esa es una condición inherente a países que, como el nuestro, no tienen soberanía política plena pero han vivido bajo la ilusión de que aquella no les hace falta y que con la que poseen se sienten satisfechos. Las crisis materiales tocan puntos sensitivos e instan a cavilar sobre la legitimidad del orden establecido en el cual se desarrollan.
En nuestro caso, la relación de Puerto Rico con Estados Unidos, cuya anexión se formalizó el 10 de diciembre 1898 y se ha convertido en un largo y pesado interinato, vuelve ser materia de especulación cada vez que los pilares del orden se ven erosionados. La estadidad que esperaban algunos y la independencia que aguardaban otros, nunca se completó. Desde aquel ya lejano entonces los espectros de la soberanía, en la forma en que esta se exprese jurídicamente en un futuro no determinado, nos persiguen por doquier sin que se haya encontrado la forma eficaz de exorcizarlos.
Antes quiero hacer unas aclaraciones sobre mi mirada de la historiografía y su praxis. Primero, quede claro que no soy un especialista en los asuntos de la década de 1930 ni en los avatares del populismo o el Partido Popular Democrático. Segundo, me atrae la interpretación geopolítica del pasado histórico en particular cuando se combina activamente con una mirada económica social bien articulada. Estoy bajo la impresión de que las interpretaciones macro y micro, cuando dialogan, ofrecen un cuadro más sugerente del pasado. Tercero, me molestan las reconvenciones y los sermoneos de quienes toman por incuestionables las decisiones de los patricios y sacralizan las discursividades de las grandes figuras. Siempre es más fácil levantar un culto que ser crítico respecto a lo que se cultiva. Cuarto, que desde hace años la preocupación central de mi trabajo historiográfico han dejado de ser los hechos (lo que pasó realmente), para concentrarse en la percepción (la recepción de lo que pasó). Y por último, pero no menos importante, me parece que uno de los problemas interpretativos más visibles de la historiografía sobre la relación de Puerto Rico con Estados Unidos a lo largo de los últimos 118 años es que siempre ha estado centrada en nosotros mismos y se ha omitido la imaginación de la interpretación del otro.
El hecho de que me haya sentido tan cómodo leyendo la obra de Duprey Salgado me dice que me encuentro ante una pieza madura que llena mis expectativas como lector y como historiador. Este texto demuestra que se puede observar un lugar controversial y apasionante del pasado colectivo de una manera inteligente y serena. Un libro tan poco convencional requiere una lectura poco convencional. La espera de diciembre de 2015 a mayo de 2016 no ha sido en vano.
Un libro
A la vuelta de la esquina es un estudio crítico, original y profundo de las percepciones o impresiones contradictorias que produjo un proyecto de independencia formulado por el Congreso de Estados Unidos en tiempos de crisis. Dado que la crisis tenía visos políticos -el auge del nacionalismo cultural-; económicos -la depresión y la necesidad de reformular el capitalismo-; y sociales -la pobreza extrema y las contradicciones que ello genera-, el Proyecto Millard Tydings de 1936 provocó una conmoción enorme al momento de plantearse. El lector puede confiar en que se encuentra ante una discusión incisiva de esa parte de la historia política del país.

Un meticuloso estudio historiográfico del affaire Tydings y su lugar en la discusión profesional y no-profesional puertorriqueña en el capítulo 1 (15 ss), se complementa con un cuidadoso estudio biográfico de Millard Tydings en el contexto de su tiempo en el capítulo 2 (41 ss). Estos capítulos llenan un espacio vacío: el personaje deja de ser el nombre de uno más de los agentes del imperialismo y se convierte en persona en la medida en que las fuentes lo permiten. El capítulo 3 (65 ss) trae a colación la conexión de tres polos narrativos: Tydings, Elisha. F. Riggs y el «Nuevo Trato». En el capítulo 4 (93 ss) se pormenorizan la genealogía del proyecto de independencia para Puerto Rico en el contexto de la “Política del Buen Vecino” y se confirma el impacto del modelo de Islas Filipinas en el caso local. En el capítulo 5 (153 ss) se desmantelan las hipótesis dominantes y se penetra en el entrejuego político con personajes nuevos como Harold Ickes y Luis Muñoz Marín. En el capítulo 5 (265 ss) se revisan las secuelas del texto de 1936 hasta el inicio de la segunda guerra mundial, su impacto en la clase política puertorriqueña y en el surgimiento de un populismo no independentista. El volumen cierra con el retorno del proyecto bajo discusión en medio de la guerra.
El lector no se encuentra ante un volumen que discuta el Proyecto Tydings sino ante un libro que captura las discusiones que condujeron al mismo y las impresiones que produjo en una generación política atribulada. En eso radica su mayor valor. El texto de Duprey Salgado no es sólo eso. Es también un estudio de la manipulación ideológica, del acomodo de ciertas versiones sobre el pasado y de los procesos semánticos por medio de los cuales se consigue su canonización. En ese sentido, estas páginas ofrecen pistas extraordinarias para determinar la forma en que una percepción o impresión se impone sobre las otras y se hace incuestionable. Duprey Salgado elabora un elegante proceso de desmantelamiento de las “verdades sospechosas” heredadas en torno al affaire Tydings de 1936.
Este libro demuestra que, en términos generales, la imagen que poseen del pasado incluso aquellos que lo enfrentan con los instrumentos de una disciplina formal, siempre está mediado por el lugar desde el cual se le apropia, se le mira y se le desea. La idea de que el pasado está determinado por el(los) presente(s) nunca ha sido afirmada con mejores argumentos. También corrobora que, en demasiadas ocasiones, la noción que se posee del pasado responde o sirve más a las necesidades morales del observador que a la voluntad de responder una pregunta de manera confiable o comprensiva. El logro mayor de esta tesis es su reflexión en torno a la reevaluación del Proyecto Tydings y su transformación de un acto de “venganza” del senador por el asesinado de su amigo y jefe de policía Riggs, en un proyecto legislativo redactado por un político serio con el apoyo del ejecutivo. La explicación moral de la venganza malévola de un resentido racista, ha sido suplantada por una teoría coherente apoyada en un estudio contextual muy bien documentado.
Duprey Salgado, historiador y estudioso cuidadoso, no descarta las motivaciones personales de un todo. La humanidad está allí detrás de los personajes y los seres humanos en su circunstancia, nunca se desprenden de esa emocionalidad que nace de la química. El autor tan sólo sugiere que sería apropiado ver a Tydings como el “impulsor de un diseño de política pública que dirigiera a los territorios de Filipinas y Puerto Rico de la condición colonial a la independencia” (1) Estoy por completo de acuerdo con esa propuesta: el cambio de lente siempre es enriquecedor. Como investigador profesional preocupado por la recuperación humanística y psicológica de los personajes del pasado, no puedo poner en duda la sinceridad de Tydings como favorecedor de la independencia para Filipinas y Puerto Rico.
No dudo de su sinceridad. De lo que sigo dudando es de las buenas intenciones de su proyecto. Después de todo, ese no es el tema de libro de Duprey Salgado. En verdad un Tydings transparente y sinceramente anticolonial y antiimperialista me resulta difícil de aceptar. Cada vez que vuelvo a leer su proyecto de 1936 me resisto a ello. La razón es que estoy convencido de que Washington, un Congreso o un Senador, pueden favorecer una causa simpática para muchos puertorriqueños, incluso la independencia de Puerto Rico. Pueden hacerlo y seguir siendo respetuosamente imperialistas y seguir viendo en los puertorriqueños una cultura inferior que debe dejar atrás los “fetiches”, entiéndase valores, de su pasado.
Un modelo bien conocido de que la independencia y el imperialismo no son principios antitéticos es la praxis en la filosofía jurídico política de José De Diego Martínez. El abogado de Aguadilla imaginó que la “independencia con protectorado” en la década de 1910 podía realmente depender de la confianza, desde mi punto de vista candorosa y excesiva, en la buena voluntad de las administraciones republicanas y demócratas de Estados Unidos. El letrado de Aguadilla no interpretaba siquiera la Ley Foraker como un acto de colonialismo feroz y prefería verlo como una garantía para la identidad nacional del país por su reconocimiento de la “Ciudadanía Portorriqueña”. Por otro lado, el jurista independentista aceptada de buena fe del tutelaje yanqui como un mentorado o preparación hacia la libertad que nos daría el “otro” sobre la base de los argumentos de un “destino manifiesto criollizado” que casi no se comenta hoy. Si pienso el asunto como Rosendo Matienzo Cintrón, el Tío Sam civilizaría a Pancho Ibero para bien nuestro.
Sobre la evolución ideológica de Muñoz Marín y el papel del Departamento de Guerra en el giro antiindependentista del vate, la reflexión de Duprey Salgado confirma y documenta muchas de mis intuiciones previas. Este estudio mata un sueño: demuele la imagen pietista de Muñoz Marín como víctima inopinada o fortuita de unas circunstancias que lo excedieron. La imagen moral a la que apelan algunos soberanistas del presente, la que dibuja al líder popular como el pensador que sacrificó, a su pesar, el santo ideal de la independencia por consideraciones de utilidad política o por el amor filial a las clases populares para luego sentirse culpable por ello, se disuelve. Ese relato de mal gusto lo que hace es reducir un proceso complejo a la metáfora de un cuadro de Francisco Rodón y una lágrima. Duprey Salgado consigue hacer todo esto sin apelar a la figura del “traidor”, imagen tan manida por la discursividad nacionalista agresiva. Sin lugar a dudas, el Tydings y el Muñoz Marín que recupero tras la lectura del libro que tengo sobre la mesa son otros.
Tydings ¿Un proyecto descolonizador o neocolonizador?
El Proyecto Tydings de 1936, lejos de significar la novedad, representaba la continuidad de un discurso o de una retórica que siempre había estado allí. En la década de 1910, apelar a la “independencia con protectorado” como lo hacía De Diego Martínez, implicaba reconocer la incapacidad del país para la “independencia en pelo”. En 1936 aceptar acríticamente el Proyecto Tydings, una impostura grosera del Congreso, implicaba el reconocimiento de la misma incapacidad para imponerle a ese cuerpo los criterios apropiados desde una colonia pobre el Caribe.

En el primer caso (1910), las limitaciones que imponía el protectorado eran tantas que la situación de Puerto Rico libre no hubiese sido distinta a la de la Cuba plattista. En el segundo caso (1936), el Puerto Rico libre hubiese funcionado como una neocolonia o una dependencia más de Estados Unidos una vez proclamada la misma por el presidente de Estados Unidos casualmente un 4 de julio tras 4 años de atropellada transición hacia una dimensión desconocida. La paradoja de que el libertador de la nación tuviese que coincidir con el primer ejecutivo del imperio no deja de ser sorprendente y amarga. No olvide el lector que un 25 de julio, aniversario de la invasión, izaron la bandera del Estado Libre Asociado. La aceptación pasiva de una oferta de aquella naturaleza implicaba el reconocimiento implícito de la sumisión al “otro” y del poco poder de regateo del “yo” ante una situación irrisoria. Y también en ambos casos, depositar la esperanza de liberación en las promesas del “otro” conduciría a un callejón sin salida caracterizado por la desmovilización de la militancia puertorriqueña en un afán comprensible por esperar que las aguas llegaran a su nivel. El Dr. Ramón E. Betances Alacán denominaba a ese estado intermedio entre la esclavitud y la libertad una “media independencia” o “hipotecada”.
Lo cierto es que los términos del Proyecto Tydings y la actitud de la administración Franklyn D. Roosevelt ante Puerto Rico dejaban mucho que desear en 1936. Ratificaban que la impresión de que los puertorriqueños eran incapaces para el gobierno propio que justificó la relación colonial desde 1898 seguía siendo un problema. Una cosa sí demuestra esa experiencia: los espacios que se abren para el cambio radical o moderado en tiempos de crisis suelen ser movedizos e inconstantes.
La sinceridad de Tydings y la naturaleza de la propuesta sintetizan la otra gran paradoja de aquel momento. El proyecto del 24 de febrero de 1936 sugería la convocatoria de un referéndum independencia “sí” o “no” tras el cual, de ganar el “sí” como se auguraba acorde con el entusiasmo de la clase política, se autorizaría la celebración de una Convención Constituyente a no más tardar el 1ro de junio de 1937. Los 4 años de transición política y económica de la dependencia colonial a la independencia neocolonial se proyectaban llenos de incertidumbre.
Antes del retiro de Estados Unidos, los puertorriqueños debían garantizar su fidelidad a ese gobierno y declarar exentos de pago de contribuciones cualquier propiedad suya en la isla. El tutelaje jurídico y la doctrina de la supremacía federal seguirían activas. La Corte Federal continuaría allí y la política exterior de Puerto Rico estaría bajo el control de Estados Unidos quien conservaría el poder para expropiar tierras a su discreción para fines militares y para enlistar insulares para sus fuerzas armadas sin que ello implicara un compromiso con la defensa de Puerto Rico en caso de agresión extranjera. No solo eso, Puerto Rico debería reconocer el derecho de intervención de Estados Unidos en caso de necesidad. Las transferencias federales del “Nuevo Trato” cesarían de inmediato, las agencias federales dejarían de expedir préstamos a las agencias locales y cesarían de inmediato de gastar dineros en el territorio liberado.
La constitución del Estado Libre, Mancomunidad o Commonwealth of Puerto Rico, una vez redactada, debía ser aprobada por el presidente de Estados Unidos y refrendada otra vez por los puertorriqueños, y aquel gobierno se reservaba el derecho de enmendar la misma incluso luego de fundada la república. Las relaciones entre Puerto Rico y Estados Unidos se tramitarían por medio de un Comisionado Residente en Washington y un Alto Comisionado de Estados Unidos en la isla. La constitución de la República no aplicaría a Culebra ni a sus cayos adyacentes cuya jurisdicción absoluta Estados Unidos se reservaba.
Al cabo de esos 4 años, los productos de la isla pagarían tarifa completa como cualquier país extranjero y los puertorriqueños tendrían que escoger entra las dos ciudadanías pero no podrían tenerlas las dos. Una de las preocupaciones centrales de Tydings era la cuestión del manejo de la deuda de Puerto Rico. Durante el periodo de transición de 4 años se mantendrían los márgenes prestatarios impuestos por la Ley Jones, se prohibía al país endeudarse con otro gobierno extranjero a menos que lo autorizara el Presidente y dejaba en manos del gobierno por nacer las deudas acumuladas durante la relación colonial previa. El gobierno de Puerto Rico libre tendría que liquidar los bonos en circulación y asumir las deudas del ejecutivo y de los municipios y los costos de las obligaciones de Estados Unidos respecto a Puerto Rico desde el Tratado de Paris de 1898. Y, por último, el Presidente se reservaba el derecho de suspender cualquier ley que afectase el pago de las obligaciones de Puerto Rico o el pago de sus deudas aún después de la proclamación de la independencia para lo cual se destacaría un alto Comisionado estadounidense en la isla con el poder de incautarse de los derechos de aduana para garantizar los procesos de cobro. Estados Unidos no estaba dispuesto a hacerse cargo de la deuda generada durante una relación colonial que aquel país había impuesto y de la cual había sacado enormes beneficios.
No se trataba de una Junta de Control Fiscal en el sentido en que se propone hoy pero la mirada contable y fría de las autoridades estadounidenses, no ha cambiado mucho. Visto desde el presente las condiciones ofrecidas eran lógicamente inaceptables sin que ello deba interpretarse como que que Muñoz Marín tenía razón y Pedro Albizu Campos no: la razón es una contingencia más. La palpable algarabía con las propuestas y el apoyo masivo que recibió, demostraba el agotamiento de una relación que debió terminar hace tiempo y la desconfianza entre las partes involucradas en una negociación que nunca se dio. Los cantos de sirena y la esperanzas se confundían con mucha facilidad.
Federico Nietzsche en su escrito póstumo Sobre Verdad y Mentira en sentido extramoral (1903) se preguntaba “¿Qué es entonces la verdad?” Su respuesta informará sobre cómo veo este dilema del pasado-presente:
(La verdad es) una hueste en movimiento de metáforas, metonimias, antropomorfismos, en resumidas cuentas, una suma de relaciones humanas que han sido realzadas, extrapoladas y adornadas poética y retóricamente y que después de un prolongado uso, un pueblo considera firmes, canónicas y vinculantes. Las verdades son ilusiones de las que se ha olvidado que lo son; metáforas que se han vuelto gastadas y sin fuerza sensible, monedas que han perdido su troquelado y no son ahora ya consideradas como monedas, sino como metal.
Los libros me parecen excelentes si me mueven a la reflexión. Este título de Néstor R. Duprey Salgado definitivamente lo es.