Puerto Rico entre siglos: Historiografía y cultura

mayo 31, 2016

Notas sobre la lectura de un libro de Néstor R. Duprey Salgado

  • Mario R. Cancel Sepúlveda
  • Catedrático de Historia (RUM)
  • Profesor de Estudios Puertorriqueños e Historia (CEA)

Reflexión inicial

En diciembre de 2015 el colega Dr. Néstor R. Duprey Salgado, historiador y comentarista político, me envió el libro A la vuelta de la esquina: el Proyecto Tyding de independencia para Puerto Rico y el diseño de una política colonial estadounidense. Supongo que lo hizo por recomendación de su mentor el Dr. José Carlos Arroyo Muñoz, historiador y amigo al cual distingo hace años por su atinado estudio en torno al activismo del “Grupo de los 22” durante la década del 1960. El título sugerente y la metáfora que contiene me llevaron a leer el volumen de inmediato. Reflexionar sobre el mismo, compromiso que contraigo cuando me hacen un obsequio de esta naturaleza, se hizo más difícil de lo que creía en un principio. Después de todo, la obra de Duprey Salgado salía de imprenta en un momento en el cual el tema de la soberanía y sus modulaciones estaba en eclosión y el país se encontraba en grandes aprietos.

Dr. Néstor R. Duprey Salgado

Estoy consciente de que las crisis materiales siempre ubican el tema de la soberanía sobre la mesa. Así ocurrió entre 1886 y 1887, entre 1929 y 1945 y entre 1971 y 1976. Así también ha sucedido desde 2006 al presente. Me da la impresión de que esa es una condición inherente a países que, como el nuestro, no tienen soberanía política plena pero han vivido bajo la ilusión de que aquella no les hace falta y que con la que poseen se sienten satisfechos. Las crisis materiales tocan puntos sensitivos e instan a cavilar sobre la legitimidad del orden establecido en el cual se desarrollan.

En nuestro caso, la relación de Puerto Rico con Estados Unidos, cuya anexión se formalizó el 10 de diciembre 1898 y se ha convertido en un largo y pesado interinato, vuelve ser materia de especulación cada vez que los pilares del orden se ven erosionados. La estadidad que esperaban algunos y la independencia que aguardaban otros, nunca se completó. Desde aquel ya lejano entonces los espectros de la soberanía, en la forma en que esta se exprese jurídicamente en un futuro no determinado, nos persiguen por doquier sin que se haya encontrado la forma eficaz de exorcizarlos.

Antes quiero hacer unas aclaraciones sobre mi mirada de la historiografía y su praxis. Primero, quede claro que no soy un especialista en los asuntos de la década de 1930 ni en los avatares del populismo o el Partido Popular Democrático. Segundo, me atrae la interpretación geopolítica del pasado histórico en particular cuando se combina activamente con una mirada económica social bien articulada. Estoy bajo la impresión de que las interpretaciones  macro y micro, cuando dialogan, ofrecen un cuadro más sugerente del pasado. Tercero, me molestan las reconvenciones y los sermoneos de quienes toman por incuestionables las decisiones de los patricios y sacralizan las discursividades de las grandes figuras. Siempre es más fácil levantar un culto que ser crítico respecto a lo que se cultiva. Cuarto, que desde hace años la preocupación central de mi trabajo historiográfico han dejado de ser los hechos (lo que pasó realmente), para concentrarse en la percepción (la recepción de lo que pasó). Y por último, pero no menos importante, me parece que uno de los problemas interpretativos  más visibles de la historiografía sobre la relación de Puerto Rico con Estados Unidos a lo largo de los últimos 118 años es que siempre ha estado centrada en nosotros mismos y se ha omitido la imaginación de la interpretación del otro.

El hecho de que me haya sentido tan cómodo leyendo la obra de Duprey Salgado me dice que me encuentro ante una pieza madura que llena mis expectativas como lector y como historiador. Este  texto demuestra que se puede observar un lugar controversial y apasionante del pasado colectivo de una manera inteligente y serena. Un libro tan poco convencional requiere una lectura poco convencional. La espera de diciembre de 2015 a mayo de 2016 no ha sido en vano.

 

Un libro

A la vuelta de la esquina es un estudio crítico, original y profundo de las percepciones o impresiones contradictorias que produjo un proyecto de independencia formulado por el Congreso de Estados Unidos en tiempos de crisis. Dado que la crisis tenía visos políticos -el auge del nacionalismo cultural-; económicos -la depresión y la necesidad de reformular el capitalismo-; y sociales -la pobreza extrema y las contradicciones que ello genera-, el Proyecto Millard Tydings de 1936 provocó una conmoción enorme al momento de plantearse. El lector puede confiar en que se encuentra ante una discusión incisiva de esa parte de la historia política del país.

A la vuelta de la esquina (2015) A la vuelta de la esquina (2015)

Un meticuloso estudio historiográfico del affaire Tydings y su lugar en la discusión profesional y no-profesional puertorriqueña en el capítulo 1 (15 ss), se complementa con un cuidadoso estudio biográfico de Millard Tydings en el contexto de su tiempo en el capítulo 2 (41 ss). Estos capítulos llenan un espacio vacío: el personaje deja de ser el nombre de uno más de los agentes del imperialismo y se convierte en persona en la medida en que las fuentes lo permiten. El capítulo 3 (65 ss) trae a colación la conexión de tres polos narrativos: Tydings, Elisha. F. Riggs y el «Nuevo Trato». En el capítulo 4 (93 ss) se pormenorizan la genealogía del proyecto de independencia para Puerto Rico en el contexto de la “Política del Buen Vecino” y se confirma el impacto del modelo de Islas Filipinas en el caso local. En el capítulo 5 (153 ss) se desmantelan las hipótesis dominantes y se penetra en el entrejuego político con personajes nuevos como Harold Ickes y Luis Muñoz Marín. En el capítulo 5 (265 ss) se revisan las secuelas del texto de 1936 hasta el inicio de la segunda guerra mundial, su impacto en la clase política puertorriqueña  y en el surgimiento de un populismo no independentista. El volumen cierra con el retorno del proyecto bajo discusión en medio de la guerra.

El lector no se encuentra  ante un volumen que discuta el Proyecto Tydings sino ante un libro que captura las discusiones que condujeron al mismo y las impresiones que produjo en una generación política atribulada. En eso radica su mayor valor. El texto de Duprey Salgado no es sólo eso. Es también un estudio de la manipulación ideológica, del acomodo de ciertas versiones sobre el pasado y de los procesos semánticos por medio de los cuales se consigue su   canonización. En ese sentido, estas páginas ofrecen pistas extraordinarias para determinar la forma en que una percepción o impresión se impone sobre las otras y se hace incuestionable. Duprey Salgado elabora un elegante proceso de desmantelamiento de las “verdades sospechosas” heredadas en torno al affaire Tydings de 1936.

Este libro demuestra que, en términos generales, la imagen que poseen del pasado incluso aquellos que lo enfrentan con los instrumentos de una disciplina formal, siempre está mediado por el lugar desde el cual se le apropia, se le mira y se le desea. La idea de que  el pasado está determinado por el(los) presente(s) nunca ha sido afirmada con mejores argumentos. También corrobora que, en demasiadas ocasiones, la noción que se posee del pasado responde o sirve más a las necesidades morales del observador que a la voluntad de responder una pregunta de manera confiable o comprensiva. El logro mayor de esta tesis es su reflexión en torno a la reevaluación del Proyecto Tydings y su transformación de un acto de “venganza” del senador por el asesinado de su amigo y jefe de policía Riggs, en un proyecto legislativo redactado por un político serio con el apoyo del ejecutivo. La explicación moral de la venganza malévola de un resentido racista, ha sido suplantada por una teoría coherente apoyada en un estudio contextual muy bien documentado.

Duprey Salgado, historiador y estudioso cuidadoso, no descarta las motivaciones personales de un todo. La humanidad está allí detrás de los personajes y los seres humanos en su circunstancia, nunca se desprenden de esa emocionalidad que nace de la química. El autor tan sólo sugiere que sería apropiado ver a Tydings como el “impulsor de un diseño de política pública que dirigiera a los territorios de Filipinas y Puerto Rico de la condición colonial a la independencia” (1) Estoy por completo de acuerdo con esa propuesta: el cambio de lente siempre es enriquecedor. Como investigador profesional preocupado por la recuperación humanística y psicológica de los personajes del pasado, no puedo poner en duda la sinceridad de Tydings como favorecedor de la independencia para Filipinas y Puerto Rico.

No dudo de su sinceridad. De lo que sigo dudando es de las buenas intenciones de su proyecto. Después de todo, ese no es el tema de libro de Duprey Salgado. En verdad un Tydings transparente y sinceramente anticolonial y antiimperialista me resulta difícil de aceptar. Cada vez que vuelvo a leer su proyecto de 1936 me resisto a ello. La razón es que estoy convencido de que Washington, un Congreso o un Senador, pueden favorecer una causa simpática para muchos puertorriqueños, incluso la independencia de Puerto Rico. Pueden hacerlo y seguir siendo respetuosamente imperialistas y seguir viendo en los puertorriqueños una cultura inferior que debe dejar atrás los “fetiches”, entiéndase valores, de su pasado.

Un modelo bien conocido de que la independencia y el imperialismo no son principios antitéticos es la praxis en la filosofía jurídico política de José De Diego Martínez. El abogado de Aguadilla imaginó que la “independencia con protectorado” en la década de 1910 podía realmente depender de la  confianza, desde mi punto de vista candorosa y excesiva, en la buena voluntad de las administraciones republicanas y demócratas de Estados Unidos. El letrado de Aguadilla no interpretaba siquiera la Ley Foraker como un acto de colonialismo feroz y prefería verlo como una garantía para la identidad nacional del país por su reconocimiento de la “Ciudadanía Portorriqueña”. Por otro lado, el jurista independentista aceptada de buena fe del tutelaje yanqui como un mentorado o preparación hacia la libertad que nos daría el “otro” sobre la base de los argumentos de un “destino manifiesto criollizado” que casi no se comenta hoy. Si pienso el asunto como Rosendo Matienzo Cintrón, el Tío Sam civilizaría a Pancho Ibero para bien nuestro.

Sobre la evolución ideológica de Muñoz Marín y el papel del Departamento de Guerra en el giro antiindependentista del vate, la reflexión de Duprey Salgado confirma y documenta muchas de mis intuiciones previas. Este estudio mata un sueño: demuele la imagen pietista de Muñoz Marín como víctima inopinada o fortuita de unas circunstancias que lo excedieron. La imagen moral a la que apelan algunos soberanistas del presente, la que dibuja al líder popular como el pensador que sacrificó, a su pesar, el santo ideal de la independencia por consideraciones de utilidad política o por el amor filial a las clases populares para luego sentirse culpable por ello, se disuelve. Ese relato de mal gusto lo que hace es reducir un proceso  complejo a la metáfora de un cuadro de Francisco Rodón y una lágrima. Duprey Salgado consigue hacer todo esto sin apelar a la  figura del “traidor”, imagen tan manida por la discursividad nacionalista agresiva. Sin lugar a dudas, el Tydings y el Muñoz Marín que recupero tras la lectura del libro que tengo sobre la mesa son otros.

 

Tydings ¿Un proyecto descolonizador o neocolonizador?

El Proyecto Tydings de 1936, lejos de significar la novedad, representaba la continuidad de un discurso o de una retórica que siempre había estado allí. En la década de 1910, apelar a la “independencia con protectorado” como lo hacía De Diego Martínez, implicaba reconocer la incapacidad del país para la “independencia en pelo”.  En 1936 aceptar acríticamente el Proyecto Tydings, una impostura grosera del Congreso, implicaba el reconocimiento de la misma incapacidad para imponerle a ese cuerpo los criterios apropiados desde una colonia pobre el Caribe.

Blanton Winship, Lawrence Kramer y Millard Tydings Blanton Winship, Lawrence Kramer y Millard Tydings

En el primer caso (1910), las limitaciones que imponía el protectorado eran tantas que la situación de Puerto Rico libre no hubiese sido distinta a la de la Cuba plattista. En el segundo caso (1936), el Puerto Rico libre hubiese funcionado como una neocolonia o una dependencia más de Estados Unidos una vez proclamada la misma por el presidente de Estados Unidos casualmente un 4 de julio tras 4 años de atropellada transición hacia una dimensión desconocida. La paradoja de que el libertador de la nación tuviese que coincidir con el primer ejecutivo del imperio no deja de ser sorprendente y amarga. No olvide el lector que un 25 de julio, aniversario de la invasión, izaron la bandera del Estado Libre Asociado. La aceptación pasiva de una oferta de aquella naturaleza implicaba el reconocimiento implícito de la sumisión al “otro” y del poco poder de regateo del “yo” ante una situación irrisoria. Y también en ambos casos, depositar la esperanza de liberación en las promesas del “otro” conduciría a un callejón sin salida caracterizado por la desmovilización de la militancia puertorriqueña en un afán comprensible por esperar que las aguas llegaran a su nivel. El Dr. Ramón E. Betances Alacán denominaba a ese estado intermedio entre la esclavitud y la libertad una “media independencia” o “hipotecada”.

Lo cierto es que los términos del Proyecto Tydings y la actitud de la administración Franklyn D. Roosevelt ante Puerto Rico dejaban mucho que desear en 1936. Ratificaban que la impresión de que los puertorriqueños eran incapaces para el gobierno propio que justificó la relación colonial desde 1898 seguía siendo un problema. Una cosa sí demuestra esa experiencia: los espacios que se abren para el cambio radical o moderado en tiempos de crisis suelen ser movedizos e inconstantes.

La sinceridad de Tydings y la naturaleza de la propuesta sintetizan la otra gran paradoja de aquel momento. El proyecto del 24 de febrero de 1936 sugería la convocatoria de un referéndum independencia “sí” o “no” tras el cual, de ganar el “sí” como se auguraba acorde con el entusiasmo de la clase política, se autorizaría la celebración de una Convención Constituyente a no más tardar el 1ro de junio de 1937. Los 4 años de transición política y económica de la dependencia colonial a la  independencia neocolonial se proyectaban llenos de incertidumbre.

Antes del retiro de Estados Unidos, los puertorriqueños debían garantizar su fidelidad a ese gobierno y declarar exentos de pago de contribuciones cualquier propiedad suya en la isla. El tutelaje jurídico y la doctrina de la supremacía federal seguirían activas. La Corte Federal continuaría allí y la política exterior de Puerto Rico estaría bajo el control de Estados Unidos quien conservaría el poder para expropiar tierras a su discreción para fines militares y para enlistar insulares para sus fuerzas armadas sin que ello implicara un compromiso con la defensa de Puerto Rico en caso de agresión extranjera. No solo eso, Puerto Rico debería reconocer el derecho de intervención de Estados Unidos en caso de necesidad.  Las transferencias federales del “Nuevo Trato” cesarían de inmediato, las agencias federales dejarían de expedir préstamos a las agencias locales y cesarían de inmediato de gastar dineros en el territorio liberado.

La constitución del Estado Libre, Mancomunidad o Commonwealth of Puerto Rico, una vez redactada, debía ser aprobada por el presidente de Estados Unidos y refrendada  otra vez por los puertorriqueños, y aquel gobierno se reservaba el derecho de enmendar la misma incluso luego de fundada la república. Las relaciones entre Puerto Rico y Estados Unidos se tramitarían por medio de un Comisionado Residente en Washington y un Alto Comisionado de Estados Unidos en la isla. La constitución de la República no aplicaría a Culebra ni a sus cayos adyacentes cuya jurisdicción absoluta Estados Unidos se reservaba.

Al cabo de esos 4 años,  los productos de la isla pagarían tarifa completa como cualquier país extranjero y los puertorriqueños tendrían que  escoger entra las dos ciudadanías pero no podrían tenerlas las dos. Una de las preocupaciones centrales de Tydings era la cuestión del manejo de la deuda de Puerto Rico. Durante el periodo de transición de 4 años se mantendrían los márgenes prestatarios impuestos por la Ley Jones, se prohibía al país endeudarse con otro gobierno extranjero a menos que lo autorizara el Presidente y dejaba en manos del gobierno por nacer las deudas acumuladas durante la relación colonial previa. El gobierno de Puerto Rico libre tendría que liquidar los bonos en circulación y asumir las deudas del ejecutivo y de los municipios y los costos de las obligaciones de Estados Unidos respecto a Puerto Rico desde el Tratado de Paris de 1898. Y, por último,  el Presidente se reservaba el derecho de suspender cualquier ley que afectase el pago de las obligaciones de Puerto Rico o el pago de sus deudas aún después de la proclamación de la independencia para lo cual se destacaría un alto Comisionado estadounidense en la isla con el poder de incautarse de los derechos de aduana para garantizar los procesos de cobro. Estados Unidos no estaba dispuesto a hacerse cargo de la deuda generada durante una relación colonial que aquel país había impuesto y de la cual había sacado enormes beneficios.

No se trataba de una Junta de Control Fiscal en el sentido en que se propone hoy pero la mirada contable y fría de las autoridades estadounidenses, no ha cambiado mucho. Visto desde el presente las condiciones ofrecidas eran lógicamente inaceptables sin que ello deba interpretarse como que que Muñoz Marín tenía razón y Pedro Albizu Campos no: la razón es una contingencia más. La palpable algarabía con las propuestas y el apoyo masivo que recibió, demostraba el agotamiento de una relación que debió terminar hace tiempo y la desconfianza entre las partes involucradas en una negociación que nunca se dio. Los cantos de sirena y la esperanzas se confundían con mucha facilidad.

Federico Nietzsche en su escrito póstumo Sobre Verdad y Mentira en sentido extramoral (1903) se preguntaba “¿Qué es entonces la verdad?” Su respuesta informará sobre cómo veo este dilema del pasado-presente:

(La verdad es) una hueste en movimiento de metáforas, metonimias, antropomorfismos, en resumidas cuentas, una suma de relaciones humanas que han sido realzadas, extrapoladas y adornadas poética y retóricamente y que después de un prolongado uso, un pueblo considera firmes, canónicas y vinculantes. Las verdades son ilusiones de las que se ha olvidado que lo son; metáforas que se han vuelto gastadas y sin fuerza sensible, monedas que han perdido su troquelado y no son ahora ya consideradas como monedas, sino como metal.

Los libros me parecen excelentes si me mueven a la reflexión. Este título de Néstor R. Duprey Salgado definitivamente lo es.

 

 

junio 27, 2015

El espiritismo en la historiografía puertorriqueña y un libro de Carmen Romeu

  • Mario R. Cancel Sepúlveda
  • Historiador y escritor

El espiritismo y yo

Mi relación con el espiritismo tiene un pasado remoto. Mi madre era asidua a un centro en donde se practicaba el espiritismo criollo o popular de mesas blancas. En aquellos escenarios convivían sin conflicto las obras de Allan Kardec, Camille Flammarion y la Biblia, con una imagen de Santa Bárbara o Changó. Yo la acompañaba forzado por las circunstancias. Mi padre no iba al centro y mi madre no me dejaba cuidando con nadie. Sus visitas eran en busca de consejo, solidaridad, sanación física o espiritual. Eran los primeros años de la década de 1960. Al cabo las visitas se hicieron más esporádicas, el templo se hizo pequeño para las reuniones y se mudó de barrio y todo se convirtió en un recuerdo borroso.

Romeu_Toro_espiritismoMi relación académica con el espiritismo es de principios de la década de 1990. En medio de los debates generados por la irrupción postmodernista, volví a mirar hacia la masonería, la teosofía y la antroposofía como  formas de la crítica a los valores de la modernidad. Entonces me topé con el espiritismo el cual también traducía una reacción comprensible a un problema cultural concreto. El espiritismo francés al cual miraba era una  propuesta revisionista que puntualizaba los límites de la ciencia positiva. De paso, esbozaba un nuevo y original humanismo que mediaba entre el humanismo cristianismo y el secular. Pero el espiritismo también era una censura contra las injusticias que emanaban del capitalismo liberal en la Europa del siglo 19, resentía del individualismo egoísta y llamaba a la solidaridad.

Mis reflexiones sobre el espiritismo después del 2000 me han conducido a verlo como una propuesta antisistémica (una crítica al orden dominante) cercana a otros sistemas de pensamiento que entendieron que reducir la existencia a su materialidad, como lo hacía el capitalismo y el mercado, profundizaba el problema de la desigualdad. El espiritismo había caminado aquella ruta al lado de la filantropía, la fraternidad, el abolicionismo, el mutualismo y el cooperativismo. La mirada anti-individualista que lo caracterizaba también había servido para llamar la atención del vitalismo alemán, el simbolismo literario, el socialismo francés, el anarquismo y el sindicalismo. Los puntos de contacto entre todas esas proposiciones son numerosos. Los énfasis de cada una estaban en lugares distintos, pero todas pisaban el terreno común de la resistencia a los valores deformantes de una modernidad en crisis.

La conexión del espiritismo con Puerto Rico, una sociedad que hasta 1898 miró hacia Europa, siempre fue intensa. El espiritismo ha interesado a figuras de la relevancia de Alejandro Tapia y Rivera, Ramón E. Betances Alacán, Manuel Corchado y Juarbe, Francisco Mariano Quiñones, Lola Rodríguez de Tió, Luisa Capetillo, Amalia Paoli, Rosendo Matienzo Cintrón, Rafael López Landrón, Francisco Vincenty, Vicente Géigel Polanco, Francisco Matos Paoli y Manuel Guzmán Rodríguez, entre otros. La diversidad ideológica, de estas figuras demuestra la plasticidad  del fenómeno espiritista en el contexto puertorriqueño. Mis investigaciones me decían que el espiritismo había sido parte del proyecto de resistencia y cambio en un Puerto Rico colonial y capitalista antes y después de 1898.

Sin embargo mi interpretación estaba centrada en la tradición de Allan Kardec, Camille Flammarion, León Denis, Gabriel Delanne, Amalia Domingo Soler, Cesare Lombroso, Lev Tolstoi, entre otros. Joaquín Trincado o la “Escuela Magnético Espiritual de la Comuna Universal” no aparecían en el mapa del espiritismo puertorriqueño sino como una nota al calce o un apunte marginal. El hecho de que Romeu Toro llamara mi atención sobre este asunto es una deuda intelectual impagable que tengo con la autora. Los apuntes sobre el discurso y la praxis humanística, filosófica y social del trincadismo en Puerto Rico son la mayor aportación de este volumen.

 

Un libro sobre el trincadismo

La obra de Romeu Toro resulta inestimable para quien se enfrenta al asunto del espiritismo en general y el trincadismo en particular. Por un lado, la organización del libro es impecable como era de esperarse de una investigación profesional seria. El neófito encontrará en el capítulo 1 un marco comprensible de las generalidades de la  filosofía espírita. El estudio crítico de las fuentes primarias y el panorama bibliográfico, junto con los anejos que cierran el volumen, son una guía pedagógicamente bien diseñada para quien interese conocer mejor este tema apasionante.

Los capítulos 2 y 3 orientan al lector en torno a las rutas de desarrollo del espiritismo en el contexto caribeño y el puertorriqueño. Las intersecciones entre esos dos espacios socio-culturales son cruciales para comprender esta manifestación compleja. La interpretación de Romeu Toro se apoya en el principio de que el espiritismo es producto de un proceso de “transculturación” y de “sincretismo” ideo-religioso, en el cual confluye una diversidad de “capas” de ideas que es imperativo esclarecer para comprenderlo a cabalidad.  El carácter “transcultural”, “sincrético” o híbrido del espiritismo, lo ubica en medio de las corrientes de pensamiento que durante la segunda mitad del siglo 19 y principios del siglo 20, minaron las certidumbres o paradigmas en las que se apoyaba una civilización occidental segura de sí misma. Sobre la base de esa mirada, la autora asume que el carácter cultural revolucionario del espiritismo no puede ser puesto en duda. Su otra conclusión es que el espiritismo, por su hibrides, es un componente primordial de la antillanidad,  la caribeñidad y la puertorriqueñidad según la conocemos.

Los capítulos 4 y 5 ofrecen un panorama preciso de la evolución general de la Escuela Magnético Espiritual de la Comuna Universal (EMECU) desde Argentina al mundo y puntualizan  su arribo y crecimiento en Puerto Rico durante la época de la Gran Depresión. La identificación del trincadismo y la EMECU con la realidad puertorriqueña resulta indiscutible. El momento en que prende (1930), y el momento en que se extiende (1960) representan dos instantes críticos y de inflexión material y espiritual que han marcado de una manera indeleble la historia del país. El capítulo 6 evalúa el impacto de la presencia de esta manifestación en Puerto Rico, la evolución de sus cátedras y su praxis social. La actualización del concepto de la “comuna” por medio del trincadismo llama la atención sobre los valores justicialistas, igualitarios, asociacionistas y comunitarios que el trincadismo expone.

 

Las aportaciones de esta investigación

La obra de Romeu Toro llama la atención sobre la pobreza y la riqueza de la historiografía puertorriqueña en torno a este tipo de tema. El espiritismo fue en muchas ocasiones un signo de resistencia contra el orden hispano y estadounidense. Ocupó una posición privilegiada en el conjunto de la opinión pública puertorriqueña. La Federación de Espiritistas fundada en Mayagüez en 1903 por Rosendo Matienzo Cintrón, en el mismo contexto en que el abogado proponía la creación de una Unión Puertorriqueño-Americana para enfrentar el problema colonial, poseían una relación más que casual. De igual modo, cuando el Ateneo Puertorriqueño citó el foro “Problemas de la Cultura en Puerto Rico” en 1940, en la sección de “Aportes espirituales a la orientación de nuestra cultura”, Luis J. Marcano  conversó sobre el papel del espiritismo en la construcción de la identidad. A pesar de su notoria relevancia en la discusión pública durante medio siglo, el espiritismo sigue siendo un aspecto poco estudiado de la evolución político cultural del país.

Tomado de Carmen Ana Romeu Toro, Espiritismo, trnasformación y compromiso social (2015)

Tomado de Carmen Ana Romeu Toro, Espiritismo, trnasformación y compromiso social (2015)

El libro de Romeu Toro, demuestra que la historia del espiritismo en Puerto Rico y el Caribe es mucho más rica de lo que imaginamos los que nos acercamos a ella con los instrumentos de la historia cultural, socio-económica o política. Para los que miramos este tema desde alguna de esas metodologías, el volumen Espiritismo, transformación y compromiso social es una invitación a que reevaluemos muchas de nuestras posturas a la luz de un espiritismo que es más diverso de lo que presumimos. Romeu Toro abre la discusión de la identidad y la conciencia social a contextos inéditos en la medida en que llama la atención sobre el papel que cumplieron toda una serie de componentes que habían sido invisibilizado por la interpretación liberal, nacionalista o socio-económica de este fenómeno. En el contexto de este libro, la identidad se muestra como un todo complejo en donde la hispanidad y la cultura cristiano-occidental heredada, que han sido las claves más invocadas para explicarla, ya no son suficientes. La identidad ahora se muestra como un proyecto en construcción con un innovador nivel de complejidad que todavía está por ser aclarado. Libros como este son una invitación a mirar a la pregunta respecto al “cómo o qué somos” desde un lugar más incierto pero, precisamente por ello, más rico.

Las preguntas por responder siguen siendo muchas. Los libros son una herramienta de valor inapreciable precisamente porque son capaces de sembrar más dudas que las que aclaran. ¿Por qué el espiritismo perdió presencia pública después de 1940?  ¿Por qué no fue un tema de investigación que llamase la atención de  los profesionales sino hasta tiempos recientes? Recuerdo que en octubre del año 2000 la Asociación Puertorriqueña de Historiadores (APH) que se reunió en Barranquitas a celebrar una extraordinaria asamblea. El historiador y padre jesuita Fernando Picó en su conferencia magistral, llamó la atención sobre una serie de zonas de indagación que habían sido pasadas por alto por la academia y que merecían ser visitadas. Una de ellas era el espiritismo.  Aquel día nos levantamos unos cuantos de los asistentes para informarle que el problema no era la falta de interés de los investigadores sino que eran  los prejuicios del mundo editorial y de la misma academia los que frenaban la discusión que él añoraba.

A la altura de 2015 puedo asegurar que se ha adelantado algo en aquel proyecto. La curiosidad historiográfica mira ahora en una diversidad de direcciones. Este libro es una muestra de lo que se puede hacer y Carmen Ana Romeu Toro uno de sus mejores ejemplos.

Comentario en torno al libro de Carmen Ana Romeu Toro. Espiritismo, transformación y compromiso social. Historia de la Escuela Magnético Espiritual de la Comuna Universal en Puerto Rico (1930-1980). Gaviota, 2015.

junio 2, 2015

El 1898: la alternativa radical y la crisis del estadoísmo

  • Mario R. Cancel Sepúlveda
  • Historiador y escritor

 

La estadidad dejó de ser la alternativa radical. Algo minó la confianza en la americanización y la anexión: su condición de puentes sobre el Leteo en el rumbo de la modernidad colapsó. Los eslabones de aquel proceso fueron varios. El cuestionamiento y el fin de la breve hegemonía del Partido Republicano Puertorriqueño y la consolidación del unionismo, han sido las huellas más discutidas por la historiografía tradicional. Me parece evidente que la prepotencia de la mirada proceritista que dominó la discusión durante años, fue una de las claves para que esos desencajamientos ocuparan una posición protagónica en la explicación.

En aquel contexto confuso, 1903 a 1904, maduró un nuevo concepto de la independencia que desdecía la tradición betancina en contados y cruciales aspectos mientras continuaba y completaba otros. Los esfuerzos por empalmar la una con la otra sobre la sinapsis del 1898, fueron coronados con el espectacular y performativo entierro de sus restos en el país en agosto de 1920. La inhumación honrosa de un perseguido del siglo 19, anticlerical y masón por más señas, no puede ser pasada por alto.

1898_2_almacenLa alternativa radical se (re)semantizó en un sentido muy original. La idea de la independencia en un momento en que el crecimiento de la clase obrera y su organización marcaba una pauta amenazante para las aristocracias locales, se desarrolló con un visible sabor a democracia popular, a cierto jacobinismo exigente y procaz con algunas tangencias con el socialismo francés en boga. En su lenguaje convergían procedimientos lo mismo del populismo ruso como del anarquismo y el anarcosindicalismo europeos. Otro elemento que he discutido en otras ocasiones, fue la reinversión de una variedad de fuentes heterodoxas tales como la del saber masónico, el espiritismo, la teosofía, la antroposofía, entre otros. En aquel discurso confluían propuestas anticlericales y anticapitalistas como las ideas fraternas y el cooperativismo inglés. Si a ello se añade una pizca del fogonazo utilitarista que cruza desde David Hume hasta William James, se tendrá una idea más precisa de la riqueza intelectual de lo que he denominado el primer independentismo del siglo 20. Nada más distante de la idea del nacionalismo puertorriqueño que luego se haría con el terreno en la década del 1930. A ello habría que añadir un elemento consustancial con el escenario y el contenido: la discusión pública no dependía de políticos profesionales. El camino de la modernidad se había multiplicado.

La lógica de la década del 1910 muestra una organicidad sorprendente. Un sector de la intelectualidad, vanguardia o no es indistinto, reconoció que las posibilidades de concretar el sueño hegeliano y liberal por medio del estadoísmo era irreal. La correspondencia política y privada de José Celso Barbosa en aquel momento, asunto que me propongo discutir en otra ocasión, no deja lugar a dudas de que la estadidad se percibía como un proyecto en retroceso, incluso en la conciencia de su más alto líder.

El otro elemento curioso de aquella situación resulta patético. Otra vez, como en 1903, la eficacia de los partidos políticos profesionales estaba en entredicho. La imagen de la clase política puertorriqueña ante la elite americana  era muy mala. Si a ello se añade cierta incapacidad, consustancial con su condición de clase, para comunicarse eficazmente con la gente o pueblo, se tendrá una idea de lo que pretendo plantear. Pienso en la lírica engolada y ateneísta de José de Diego o en el preciosismo de Luis Muñoz Rivera. A la luz de ello se comprenderá por qué la lógica hostosiana de la Liga de Patriotas o la matiencista de la Unión Puertorriqueña, ambas no partidistas, se convirtió nuevamente en una opción concreta. Se trataba de una protesta contra el pasado y las clases que controlaban la expresión pública. Ese fue el caldo de cultivo en el que germinó la Asociación Cívica Puertorriqueña, luego Partido de la Independencia. Se trata de un inesperado chispazo que apenas duró hasta 1914.

La praxis de aquella organización política fue la responsable de transformar la independencia y la soberanía en la alternativa radical de los modernizadores. Esta reconversión podría explicarse mediante la revisión de tres episodios sorprendentes. Primero, la denominada huelga legislativa de 1909: el famoso contencioso por el presupuesto estatal que permitió determinar hasta dónde llegaba la paciencia del Congreso, y cuánto estaba dispuesta arriesgar la clase política local. Segundo, la Enmienda Olmstead a la Ley Foraker en 1909, artificio que limitó los pocos poderes de la Cámara de Representantes colonial al arrebatarles el poder de dejar sin presupuesto al Estado. Y tercero, el Proyecto Olmstead de estatus para sustituir la Ley Foraker, presentado en 1910: la amenaza fue convertir la relación colonial en una más autoritaria.

La situación parecía ideal para que floreciera un independentismo radical. Pero desde 1911, el contencioso entre la elite radical y las autoridades americanas se aplacó. El dilema del estatus perdió relevancia ante la crisis de las relaciones económicas impuestas por el Congreso en 1900. Como se sabe, el nervio de la relación entre Puerto Rico y Estados Unidos, era la creciente industria azucarera. La burguesía agraria puertorriqueña, mediante una palpable alianza con los azucareros extranjeros, nunca cedió todo el control de la situación a los inversionistas estadounidenses. Los nichos de acción política de aquella burguesía eran precisamente los partidos Unión de Puerto Rico y Republicano. La sumisión del Partido Socialista al mercado, convertían a la colonia en un paraíso para el capital americano.

Por eso, cuando entre 1912 y 1913 se discutió la aplicación de la Ley Underwood a Puerto Rico y el proteccionismo de azúcar era amenazado por el impulso del mercado libre, el balance ideológico de la relación con Estados Unidos se alteró. El problema de la Ley Underwood era que abolía los privilegios del azúcar del país al ingresar al mercado americano, colocando esta industria en igualdad de condiciones que la del café. La aspiración de los unionistas de principios de siglo de equiparar ambos sectores, se conseguía pero de una manera aviesa: ninguno disfrutaría de la protección americana. Los efectos de aquella discusión fueron inmediatos. Primero, la contracción de crédito industrial a los azucareros se generalizó. Segundo, el flujo del comercio de azúcar se redujo. La artificialidad de la crisis económica de 1913 resulta palmaria. La desilusión con las posibilidades de una solución del problema colonial en la estadidad, se impuso.

La alternativa radical tomó en 1912 la forma del Partido de la Independencia y tuvo como jefe político al abogado Rosendo Matienzo Cintrón. Lo más valioso de aquel natimuerto proyecto revolucionario fue su capacidad para revisar la praxis política al uso. Ante su difusión pública, el poderoso Speaker de la Cámara, de Diego, en un artículo titulado «¡Alerta y en guardia!», cuestionó la validez del mismo porque no se trataba de un partido político electoral tradicional. No se equivocaba: el recién fundado organismo no iría a elecciones, a pesar de lo cual realizó una intensa campaña de orientación popular entre 1912 y 1913.

El discurso público de los independentistas ratificó que, en general, se había idealizado al nuevo régimen impuesto en el 1898. En la realidad de las cosas, aquel fue el primer llamado a combatir la presencia americana en nombre de la independencia. Desde un punto de vista cultural y simbólico, la noción del 1898 se impuso como un gran desengaño. El affaire de la Ley Underwood fue clave en toda aquella transformación ideológica. Matienzo Cintrón, un pensador excepcional, acabó interpretando la Ley Underwood como una que favorecía a los monopolios. Su alegato no ha perdido un ápice de actualidad. De acuerdo con el abogado, en un «mercado libre autoregulado», aquellos pulpos económicos disfrutarían de una enorme ventaja ante los débiles y los menos competitivos.

El carácter radical de, valga la redundancia, la alternativa radical consistía en que la independencia, que había sido un instrumento de resistencia ante la vieja España, ahora también lo era ante Estados Unidos. Pero de paso, la coherencia del relato de la modernidad heredado de la invasión había dejado de ser funcional: el estadoísmo había sido derribado de su trono, al menos por el momento. El independentismo cuestionaba todo coloniaje pasado y presente en nombre de un concepto más abierto e inclusivo de la noción gente o pueblo.

 

Nota: publicado originalmente en 80 Grados-Historia  el 28 de octubre de 2011

mayo 29, 2015

El 1898, la alternativa radical y el apogeo del estadoísmo

  • Mario R. Cancel Sepúlveda
  • Historiador y escritor

El separatismo puertorriqueño del siglo 19 fue un semillero de proyectos innovadores. El anexionismo, el independentismo, y el confederacionismo en todas sus dimensiones culturales, ya fuese hispanizante o pluricultural, surgieron del seno del separatismo. Las interconexiones entre aquellas propuestas fueron numerosas. El separatismo confederacionista, por ejemplo, se propuso la integración de las Antillas a Estados Unidos o a la Gran Colombia. Su interpretación como una forma del anexionismo más allá de la Nación es legítima. Pero la construcción de una confederación soberana no le fue extraña. La necesidad de asegurar la independencia de las pequeñas naciones ante la rapacidad de los imperios Europeo-Americanos, explicaba su disposición a disolver la nacionalidades en un hipernacionalismo nntillano de lógica kantiana.

Los fundamentos del separatismo eran simples: había que apartarse de España a toda costa por el carácter retrógrado de las prácticas políticas, jurídicas y económicas hispanas. La Monarquía representaba la negación del Progreso y la Modernidad. La forma final que tomara la Res Publicae, no era una prioridad, por lo que el asunto de la anexión o la independencia futuras, fuese individual o colectiva, resultaba lesivo para la causa. Las cuestiones de táctica y estrategia estaban sobre la mesa: lo que importaba era la separación. Lo demás podía esperar.

La riqueza ideológica del separatismo, sin embargo, ha sido obscurecida por la insistencia a vincularlo con el independentismo y el nacionalismo, tal y como maduraron en la segunda parte del siglo 19. Se confía más en el testimonio de Ramón E. Betances que en el de Roberto H. Todd, con un cierto maniqueísmo simplificador. Por otro lado, si anexión e independencia eran los extremos ideológicos en disputa, el balance de ambas dentro del separatismo nunca se ha discutido. La idea de que el anexionismo dominó el separatismo puertorriqueño, como ocurrió en ocasiones en la experiencia cubana, sigue siendo una aporía para la interpretación nacionalista, pero no deja de ser una idea tentadora.

En mayo de 1868, el Gobierno Superior Civil de la Isla de Puerto Rico sospechaba que la conjura que se cernía sobre Puerto Rico y Cuba, la que condujo a los gritos de Lares y Yara, buscaba la anexión a Estados Unidos. Se sospechaba que los activistas de Nueva York mantenían un comité en Madrid. El separatismo anexionista de 1868 se nutría del mito de la América Libre joven y poderosa, capaz de retar a la «vieja Europa (…) llevando adelante la célebre doctrina Monroe». Aquellos ideólogos estaban lejos de concebir a Estados Unidos como un imperialismo amenazante. Se sostenía que el futuro de las islas había «sido trazado por la sabia mano de la naturaleza», el Dios de la Ilustración. La imagen de que cierto Destino Manifiesto Antillano se hallaba detrás de la ansiedad anexionista, no resulta excesiva. La anexión era inevitable por dos razones: por su «posición geográfica», y por las «necesidades de la política».

El temor de que «los voraces yankees nos absorverían» (sic) era ridiculizado. La argumentación era terminante: «los que temen la absorción tiemblan ante una quimera forjada por su propia mente». El argumento cultural que esgrimía la oposición no tenía validez alguna para estos teóricos, ante los beneficios políticos y económicos que reportaría. Lo que estaba detrás de la tesis anexionista era la esperanza de que la integración de Puerto Rico y Cuba a Estados Unidos, fuese por el mecanismo que fuese, las liberaría del empantanamiento histórico-social, y las pondría en la ruta del Progreso y la Modernización. Como decía Betances en otro contexto, España no podía dar lo que no tenía. La anexión era la garantía de la libertad, el sueño hegeliano y liberal, incluso si Estados Unidos tuviese que recurrir al vulgar recurso de una compraventa como se propuso bajo la administración de James Buchanan (1857-1861).

1898_1_NY_TimesEn 1903 el intelectual puertorriqueño J. J. Bas publicó el artículo «La Confederación Antillana» en respuesta a unos cuestionamientos del señor Carlos Casanova. Bas era un hostosiano y un confederacionista convencido. Pero el contenido de su confederación tomó otro cariz tras la separación de España. El periodo pos invasión cambió el lenguaje político radicalmente. Para Bas, la unidad de Cuba y Puerto Rico sería la clave de una futura Unión de las Antillas. En ello no difería de Betances o de Hostos. Bas decía que la Confederación era «cosa tan fácil, como que la hacen los Estados Unidos». La ruta de la idea había hecho su periplo: de gestión de los Antillanos, la Confederación había evolucionado a gestión del Congreso y la Presidencia. El acicate de unas Antillas Unidas estaba ligado al hecho de que, en ambos territorios, Estados Unidos había hecho de las suyas, diseñando una relación neocolonial en Cuba, y concretando el tutelaje colonial mediante la Ley Joe Foraker de 1900 en Puerto Rico. Lo mismo en 1868 que en 1903, la culminación del relato liberal -la libertad- se consumaba de modos que contradecían el imaginario romántico de la lucha heroica por la independencia. La libertad se equiparaba a la integración al “otro”.

Un problema de la interpretación de estos asuntos en la historiografía puertorriqueña ha sido que la conveniencia o inconveniencia de un proyecto político como la anexión, se evalúa a la luz de una complicada postura moral. El compromiso de defenderla u oponerse a ella se convierte en una camisa de fuerza. Filosóficamente, se plantea un problema mayor: ¿puede la sujeción de la nación al “otro” leerse como la consecución de la meta de la Libertad? Es cierto que para los anexionistas esa pregunta es fácil de responder. Pero para los independentistas, la idea de la Libertad y la de la anexión son mutuamente excluyentes.

Una (re)visita a la opinión vertida al filo de la invasión del 1898 por los testigos del proceso podría resultar interesante. Prescindir de la postura nacionalista que ve la anexión como una opción retrógrada y reaccionaria, resultaría saludable. La condición de la independencia como signo exclusivo de la idea de la Libertad, limita las posibilidades de interpretación de un proceso complejo que sigue despertando pasiones entre los comentaristas.

La conmoción del 1898 produjo un fenómeno interesante: las voces públicas más visibles de la elite política local favorecieron la anexión y solicitaron la estadidad para el país. La anexión había sido un concepto quefijaba el protagonismo del proceso en Estados Unidos: o nos invaden o nos compran, qué más da. La Estadidad-Statehood o «condición de estado»- traducía la situación a un lenguaje jurídico. No bastaba con ser anexados: la invasión de 1898 lo había hecho, pero la estadidad no estaba en el horizonte. Los anexionistas convencidos como José Celso Barbosa, tuvieron que reconocer que el camino hacia la Libertad no estaría exento de tropiezos.

Un lugar común en la historiografía del 1898, una vez aclarados los nudos de resistencia a los invasores, es reconocer la celebración del hecho una vez consumado. La elite política local alcanzó un tipo peculiar de consenso. Luis Muñoz Rivera y José De Diego, que habían militado en el Partido Unión Autonomista; Barbosa quien dirigió el Partido Autonomista Ortodoxo, se acomodaron de inmediato a la nueva situación. La petición de que se diera a Puerto Rico la «condición de Estado», figuró en el programa del partido Republicano y del Federal. Del mismo modo, el liderato de la Sección de Puerto Rico del Partido Revolucionario Cubano, encabezado por Julio Henna y el señor Todd, coincidieron. Los Separatistas fueron consecuentes con su actitud: ofrecieron su “Plan de Invasión” y un cuerpo paramilitar de apoyo -los Porto Rican Scouts– a los invasores. Incluso, informaron sobre las defensas de España en Puerto Rico en la Oficina del Secretario de la Marina, Theodore Roosevelt, y en julio de 1898, Antonio Mattei Lluveras y Mateo Fajardo Cardona, presionaron para que los exiliados acompañaran a los americanos en la aventura. Como organización la Sección… se comprometió a no solicitar la soberanía tras la invasión. El mismo Betances en una carta escrita a Henna el 16 de abril de 1898, desde su lecho de enfermo en Arcachón, Gironde, llegó a afirmar que «valdría más llegar a formar un estado en la Unión que seguir siendo españoles». En esto no difería nada de los anexionistas de 1868.

La culminación de la anexión con la estadidad disfrutó también del apoyo popular: artesanos y obreros urbanos, los ensoñados herederos de los libertos de 1873, abrazaron con sinceridad el ideal. Numerosos trabajadores diestros y no diestros de la ruralía, mostraron una inusitada confianza en que la democracia americana reconocería sus derechos laborales y restablecería el orden. La clase profesional y una parte de la intelectualidad, confiaron en la promesa de Progreso lanzada por los estadounidenses. Incluso las «fuerzas vivas» de la colonia, los productores de azúcar, café, tabaco y frutas, la vieron como una oportunidad para el crecimiento. Los azucareros pensaron que la nueva soberanía podría sacar a la industria de su larga crisis. Y los caficultores y torrefactores estuvieron contestes en que después de la paces, se abriría el mercado del café en aquella nación. Resulta interesante la plasticidad de los boricuas de entonces. En Ponce los comerciantes medianos y pequeños, intentaron adaptarse con celeridad al cambio y comenzaron a presentar sus ofertas en inglés con el propósito de atraer / seducir al invasor / consumidor. Atribuir estos hechos a la confusión o al arribismo político, resulta insuficiente.

Es cierto: el 1898 significó una cosa para el 1930. Pero el 1898 del 1898 identificó la invasión con el esperado sueño de la modernización. Lo que me parece es que, para los puertorriqueños del 1898, el evento significaba que se cerraban las puertas de la independencia y de la autonomía. Incluso, intelectuales de la talla de Rosendo Matienzo Cintrón y Rafael López Landrón, llegaron a conceptualizar el 1898 como una revolución única porque se trataba de una revolución sin sangre. Pare ellos el 1898 equiparaba y superaba al 1789 francés. En el fondo, ambos pensaban el problema como los anexionistas del siglo 19, y como aquellos y como Betances, manifestaron un vigoroso menosprecio al carácter retrógrado y oscurantista de España.

La impresión que queda al cabo es que la estadidad fue no solo la respuesta colectiva más visible, sino la alternativa radical a la desaparición de la soberanía española en 1898. Aquel era el momento para anexar a Puerto Rico sin la menor resistencia. En ese sentido, la conveniencia de la anexión y la estadidad, y su conexión con el relato liberal, debe ser reevaluada desapasionadamente. Si el Puerto Rico que la reclamaba era masa amorfa o pueblo consciente, es indiferente. Se trata de una consideración que enmascara el hecho de que la imagen de la estadidad en 1898 y hoy, son distintas. La pregunta que queda en el tintero es ¿cuándo la estadidad dejó de ser la alternativa radical? A esa pregunta intentaré responder en otro momento.

Nota: Publicado originalmente en 80 Grados-Historia el 23 de Septiembre de 2011.

febrero 27, 2010

Nacionalismo e Independentismo: Hispanofilia y Modernización (1900-1920)

  • Mario R. Cancel Sepúlveda
  • Historiador y escritor

Entre los años 1900 y 1920 se definieron en Puerto Rico dos tendencias dentro del Independentismo. El  Independentismo Hispanófilo y el Independentismo Modernizador diferían en términos de su percepción del pasado colonial español. El juicio sobre España dependía e influía la imagen que se poseía de Estados Unidos. El impacto de aquel juicio en las tácticas de cada segmento también sería notable. La expresión más concreta de aquella competencia por el poder, fue el reto público que expuso Rosendo Matienzo Cintrón y el Partido de la Independencia (1912)  a José De Diego Martínez y el Partido Unión de Puerto Rico (1904).

Las diferencias entre ambos son comprensibles a la luz de una diversidad de factores. El choque cultural y material que significó el 1898, el movimiento Modernista en la literatura puertorriqueña, la asimetría de la relación entre los invasores y los invadidos, y el poco espacio para maniobrar políticamente que dejaron la Ley Foraker de 1900 y la Ley Jones de 1917, entre otras condiciones,  promovieron el desarrollo de aquellas posturas que animaron las pugnas dentro del Nacionalismo Puertorriqueño.

Los choques entre los dos sectores  eran visibles en el seno del Partido Unión desde el año 1909. El 13 de agosto de 1910, se concretaron en un documento, el “Manifiesto político del Partido Independiente”, publicado en la página dos del diario The Puerto Rico Eagle / El águila de Puerto Rico. Se trataba de un foro fundado en 1902 que vio la luz en Ponce y que se definía como un órgano oficial republicano yu defensor de la estadidad. En cierto modo, aquella era  la primera expresión pública del Independentismo Modernizador. El documento sintetizaba los problemas del Independentismo Unionista y del Nacionalismo Puertorriqueño de un modo transparente. Las críticas del documento estaban dirigidas a la figura de De Diego Martínez. Cuestionaban,  su liderato monolítico y exclusivista y su sumisión política a la figura de Luis Muñoz Rivera. El asunto no se limitaba al autoritarismo de De Diego. También criticaban la legitimidad del proyecto de Independencia con Protectorado defendido por el partido en su Base Quinta de su programa. Las similitudes entre la Independencia con Protectorado y el neocolonialismo que manifestaba el Derecho de Intervención garantizado por la Enmienda Platt de la Constitución de la República de Cuba de 1901, eran muy obvias.

Matienzo

Rosendo Matienzo Cintrón

Los críticos de De Diego, se organizaron, como en 1899 y en 1902, en asociaciones cívicas no electorales que aspiraban a la creación de un frente amplio nacional para enfrentar el coloniaje de Estados Unidos. Ejemplo de ello fueron los denominados Partido Independiente, la Asociación Nacionalista y la Asociación Cívica Puertorriqueña de cuyos programas se conoce muy poco. La aparición de grupos como aquellos, a pesar de su pequeñez, era un augurio de que el Nacionalismo y el Independentismo estaban al borde de la fragmentación.

El resultado de  esfuerzos como los citados fue la fundación del Partido de la Independencia (1912), grupo que se autodefinió como una organización económico-política probablemente con el propósito de confirmar sus preocupaciones por el problema del capital, la riqueza y la distribución de la riqueza en el país. Después de todo, buena parte del núcleo fundador de aquella organización había participado de las campañas anti-trust o anti-monopolios en el cambio de siglo y tenían sentimientos filo-obreristas muy claros. El proyecto organizativo atrajo a una serie de figuras emblemáticas del Puerto Rico de entonces. Entre sus organizadores se encontraba el ya mencionado Matienzo Cintrón, el médico y novelista  Manuel Zeno Gandía, el abogado poeta y periodista Luis Lloréns Torres y el artista Ramón Frade. Alrededor de ellos se movían los empresarios Eugenio Benítez Castaño, Santiago Oppenheimer y José Coll y Cuchí. El abogado y librepensador Rafael  López Landrón, se integró un poco más tarde al núcleo fundador.

El Partido de la Independencia (1912)  pretendió crear una unión o frente con el carácter de  una  fraternidad racional con el fin de articular la resistencia ante la agresión del capital extranjero.  El Nacionalismo de aquel sector ponía el acento en la discursividad económica y social, hecho que colocaba su propuesta en la frontera de un socialismo moderado y de las propuestas antiimperialistas que en Puerto Rico se han asociado a Ramón E. Betances Alacán (1898) y a Pedro Albizu Campos (1923 ss.). De hecho, figuras como Matienzo Cintrón y López Landrón, habían elaborado una intensa crítica a la España retrógrada y habían reconocido el progresismo americano como valores legítimos en numerosos documentos públicos. Pero su culto al Progreso y la Modernización nunca significó una sumisión total a los valores americanos ni  sacrificio de la Identidad Puertorriqueña vinculada indisolublemente a su pasado español. El hecho de que Matienzo inventar la figura de Pancho Ibero para enfrentarla al Tío Sam, es más que demostrativo de ello.

La organización adoptó, por otra parte, un discurso anti-militarista y pacifista que los distanció de los antecedentes y subsecuentes aludidos. La justificación para ello se puede encontrar en la ética fraterna y el espiritismo militante de algunas figuras claves en el diseño del discurso público de la organización. En este aspecto eran extremadamente consistentes: el programa de 1912 político se quejaba sin el menor empacho de que  “los veteranos de la guerra, cuyos merecimientos consisten en la matanza humana, no deben ser de mejor condición social que los veteranos del trabajo”. Hay algo del obrerismo romántico actuando en el imaginario de aquel liderato que, desde mi punto de vista, los convirtió en una experiencia única en su tiempo. El Partido de la Independencia realizó una campaña intensa en los años 1912 y 1913, momentos de crisis en la industria azucarera por motivo de la discusión de la posible aplicación de la Ley Underwood que eliminaba la protección arancelaria a ese producto en el país. Pero la muerte de Matienzo Cintrón (1913), aceleró la disolución de la organización, elemento que dejó el campo abierto para la difusión de Independentismo Hispanófilo encabezado por la figura de De Diego y el Partido Unión.

La reacción agresiva de De Diego ante la propuesta de Matienzo  Cintrón puede ser documentada en la prensa de la época. Los debates entre aquellas figuras demuestran varias cosas. Primero, la capacidad de debate de la clase política puertorriqueña por aquel entonces. Segundo, la agresividad con que defendían sus posturas recurriendo, en ocasiones, a ataques a la persona, a la caricatura volteriana y al insulto intelectualmente calculado. Tercero, la incapacidad de Independentismo para reconocer los elementos comunes que poseían los dos extremos. Curiosamente, la reducción maniquea del debate a una disputa entre un espiritista y un ultracatólico, concentró el choque de ideas en momentos particulares.

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