Puerto Rico entre siglos: Historiografía y cultura

julio 29, 2023

Nacionalistas: una introducción a la “Carta a Irma” de 1939

  • Mario R. Cancel Sepúlveda
  • Historiador

Publicado originalmente en Claridad-En Rojo (28 de junio de 2023)

Un contexto

La “Carta de José Monserrate Toro Nazario a Irma Solá”1 , firmada en Yauco el 31 de mayo de 1939 , fue redactada en medio de un apasionado debate en torno a la situación y el futuro del Partido Nacionalista de Puerto Rico en el marco de una poco comentada lucha por el poder. Es un documento que recoge una versión de la disputa desarrollada al interior de la organización entre 1936 y 1939. El partido parecía dividido en dos bloques intransigentes que se disputaban la “sucesión” del control del partido en aquel nefasto año. No era la primera vez que hechos de aquella naturaleza inestabilizaban un proyecto político. Algo similar había ocurrido con el Partido Autonomista Puertorriqueño en 1889 tras la muerte de Román Baldorioty de Castro (1822-1889).

Los procesos del 1936 y la Masacre de Ponce de 1937, asestaron un duro golpe a una institución que, desde 1934, atravesaba por complejos desafíos ideológicos. Los sectores moderados, herederos del nacionalismo cívico que Pedro Albizu Campos (1891-1965) había condenado una y otra vez, y los sectores exigentes fieles a la doctrina de la “acción inmediata” incluyendo sus aspectos más agresivos, no podían ponerse de acuerdo. El conflicto tenía fuertes implicaciones tácticas. Su persistencia demostraba que, en cierto modo, el asunto planteado durante la asamblea partisana que llevó a Albizu Campos a la presidencia en mayo de 1930 nunca se resolvió del todo. El entusiasmo del triunfo del grupo de Ponce consiguió solamente posponerlo2.

El revisionismo albizuísta de 1930 había sido retado por otros revisionismos. La cuestión de la pertinencia de la “acción inmediata” y la violencia revolucionaria retornaron a partir de 1935. La militarización que condujo a la leva de 1936 con el fin de forjar un “Ejército de Liberación” fue clave para la movilización de las autoridades federales contra el nacionalismo3. La eficacia de la táctica estaba siendo puesta en entredicho. Una parte del liderato trataba de devolver al partido a la legalidad que poseía en 1932, recuperar en alguna medida la tradición dieguista y reinsertarlo en el drama electoral del país. Aquella proposición representaba para sus opositores un retroceso y un acto de acomodo en medio de la aceleración de los choques con las autoridades que la tarea de “crearle una crisis” a Estados Unidos en Puerto Rico requería.

Discurso en el Sixto Escobar

Otro segmento de la militancia comenzaba a mirar hacia la izquierda con la lógica argumental que la Internacional Comunista había desarrollado alrededor de la política de “frentes populares” desde 1935. Aquella táctica innovadora dependía del fortalecimiento de una amplia coalición popular que, a fin de derrotar el fascismo, suponía que los socialistas y los comunistas estrecharan relaciones con los partidos democráticos burgueses contra el adversario común. El capitalismo y el comunismo debían posponer su confrontación y ponerse de acuerdo para derrotar el fascismo. El fascismo, como se sabe, había surgido como una “tercera vía” que fustigaba lo mismo a los defensores del libre mercado y el liberalismo político que a los propulsores del socialismo, la estatificación y el autoritarismo, y responsabilizaba a aquellos programas de acción propios de la modernidad de la decadencia de occidente. Las relaciones del nacionalismo con el comunismo fueron por lo regular inestables y fluctuantes aunque ello no impidió la colaboración en situaciones concretas.

Para el Partido Nacionalista la política de frentes populares representaba un problema. Albizu Campos reclamaba cierta exclusividad o privilegio para su nacionalismo. En una carta de 1930 dirigida a José Lameiro, quien acababa de adherirse a su causa proveniente del unionismo, tras descartar cualquier proyecto de rehabilitación o negociación con Estados Unidos, el líder era enfático: “No hay Nacionalismo fuera del Partido Nacionalista”4. Si su disposición a colaborar con los unionistas, luego liberales, era poca, sus relaciones con los socialistas amarillos a quienes acusaba de dividir la nación, estaban agriadas por el compromiso de aquellos con la estadidad y su alianza con el gran capital azucarero ausentista y el movimiento estadoísta. He discutido la representación de los socialistas del dirigente de Ponce a través de los escritos llenos de sarcasmo de Luis Abella Blanco (1878-1948)5.

De otra parte, las hostilidad con los comunistas aumentó a la luz de conflictos éticos y morales en torno al control de la natalidad representada por el doctor José A. Lanauze Rolón (1893-1951)6 y por el apoyo del Partido Comunista de Puerto Rico en el cual militaba a los programas de Nuevo Trato, recurso que Albizu Campos consideraba un acto indigno y cuya condena pública había solicitado. La fundación del Partido Popular Democrático en 1939, cuyo liderato abogaba por la independencia con justicia social y simpatizaba con el novotratismo y el control de la natalidad, complicó más la situación. Luis Muñoz Marín (1898-1980) era una figura muy popular que había sido solidario con Albizu Campos en el contexto de los procesos de 1936, tanto como lo había sido Rafael Martínez Nadal (1877-1941), por cierto. El impacto de la consolidación de un movimiento populista e independentista como el PPD en los debates internos del Partido Nacionalista no debe ser tomado a la ligera. Una queja de Toro Nazario en la “Carta a Irma…” -la idea de que el Nacionalismo necesitaba un programa económico eficaz- sugiere cierta atracción por las políticas muñocistas cercanas a las recomendaciones del Plan Carlos Chardón y el novotratismo.

La clave filosófica que impedía la mediación o el acuerdo entre los nacionalistas y los populares tocaba el asunto de la validez de las posturas de “principios” inconmovibles e intransigentes defendidas por los primeros, y las actitudes “pragmáticas” posibilistas y flexibles de los segundos. En aquel momento ambos partidos compartían la postura retórica del liberalismo clásico que naturalizaba la libertad y consideraba la independencia como una condición teleológicamente determinada.

Las tensiones con los comunistas iban más allá, según sugiere la “Carta a Irma…”. En 1933 la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) había conseguido el reconocimiento diplomático de Estados Unidos. El nombramiento de Adolph Hitler (1889 – 1945) como Canciller en Alemania en 1933 con el respaldo de los nazis y los conservadores nacionalistas hacía urgente el acercamiento ruso a Estados Unidos. En 1934 la Unión Soviética había sido aceptada como estado miembro de la Liga de Naciones, hecho que facilitó la elaboración de un acuerdo de relaciones comerciales bilaterales con la administración Franklyn D. Roosevelt (1882-1945).

El artífice ruso del acuerdo fue Maxim Maksímovich Livínov (1876-1951), el Comisario de Asuntos Exteriores ruso de origen judío. El acuerdo entre Litvínov y Roosevelt comprometió la política soviética “(to) respect scrupulously the indisputable right of the United States to order its own life within its own jurisdiction in its own way and to refrain from interfering in any manner in the internal affairs of the United States, its territories or possessions7. Albizu Campos traducía el lenguaje aludido como una demostración de la traición de los comunistas en general a la causa de la independencia de Puerto Rico. Los comunistas en Puerto Rico aseguraban que aquella postura de la Rusia Soviética no impedía la articulación de la política de frentes populares de la Internacional Comunista. La representación de Albizu Campos como un anticomunista convencido está sin duda relacionado con aquel hecho, poco discutido en general, según se deriva de las notas de Toro Nazario.

Como podrá verse, las perspectivas teóricas y prácticas del Partido Nacionalista no encajaban en el marco de los frentes populares por el papel de Rusia y Estados Unidos en la propuesta. Cuánto movió hacia la derecha al partido aquella postura es un tema abierto para el debate. Por un lado, el Partido Nacionalista no era una organización socialista que aspirara ser la portavoz de las clases trabajadoras rurales y urbanas en un proceso de lucha de clases. Por el contrario, rechazaba aquella práctica como un elemento de división de la nacionalidad. El providencialismo cristiano que animaba a una parte significativa de su liderato, Albizu Campos en particular, estaba en el lado opuesto del materialismo histórico y el marxismo ateo. Mis investigaciones sugieren que no todos los nacionalistas católicos eran providencialistas cristianos o conservadores. También sugiere que no todos los que rechazaban el novotratismo y el acuerdos de Roosevelt con Litvínov eran pro fascistas. Cualquier generalización en una dirección u otra no representa bien la situación. Una mirada que se ampare en los recursos de la microhistoria ayudará a comprender mejor la ambigüedad de la situación y el excepcionalismo a la vez que ofrecerá una imagen más confiable del escenario.

El liderato católico del Partido Nacionalista, Albizu Campos incluido, se guiaba por los principios paternales del corporativismo cristiano que requería armonía completa entre el capital y el trabajo (los trabajadores y los capitalistas o los obreros y los burgueses) y responsabilizaba de la protección de los humildes, los humillados del mundo social o los pobres, en manos de un estado fuerte, moral y paternal aliado del capital nacional8. La atenuación de la lucha de clases en tiempos de crisis económica y después de la superación de los tiempos de depresión, dependería de poderosos y convincentes argumentos culturales que giraban alrededor del mito de la gran familia puertorriqueña, el valor y la superioridad de la raza latina dentro del marco de un arielismo altamente politizado.

Las quejas del nacionalismo respecto al colonialismo y el capital estadounidense no desdecían su compromiso con el libre mercado. Había (esta retórica me recuerda la de Muñoz Marín cuando legitimaba el nacionalismo cultural ante el político después de 1952) un libre mercado malo en el marco colonial. Pero sin duda era posible y necesario un libre mercado bueno en el marco de la independencia. En la imaginación de Albizu Campos aquel estado de cosas poco tenía que ver con el novotratismo, con el comunismo o el fascismo. Lo que censuraba del estado de cosas el nacionalismo era el poder del capital estadounidense sobre el mercado y el expolio de la riqueza nacional por corporaciones ausentistas: condenaba el enclave agrario en que se había convertido Puerto Rico. Aquel problema solo podría ser superado mediante el fortalecimiento del capital nacional así como de la mediana y pequeña burguesía puertorriqueñas9. La ruta de la modernidad solo se aceleraba en el marco del progresismo occidental según se desenvolvió en el escenario europeo.

En conclusión, Albizu Campos y el Partido Nacionalista no tenían ni la tesitura ideológica ni la voluntad política para compartir la teoría de los frentes populares. En efecto, su liderato desconfiaba del comunismo soviético, del liberalismo económico y político estadounidense, del novotratismo y no estaba dispuesto a participar en un frente común antifascista en el camino hacia la Segunda Guerra Mundial. Aquel espacio vacante lo llenaron los comunistas, el nuevo sindicalismo que retaba al Partido Socialista y la Federación Libre de Trabajadores y el emergente Partido Popular Democrático entre 1936 y 1938. La probabilidad de que el Partido Nacionalista acabara siendo asociado a los sectores fascistas, enemigos declarados tanto del comunismo del liberalismo y el novotratismo, como en efecto sucedió y sucede, era muy alta.

¿Quién fue José Monserrate Toro Nazario?

José Monserrate Toro Nazario (1906-1986), nacido en San Germán, fue un abogado, agnóstico, masón, católico y periodista bilingüe con una amplia cultura que trabajó como redactor de temas internacionales del National Catholic Welfare Council (NCWC) News Service10, organización conocida hoy como U.S. Conference of Catholic Bishops. La entidad se había consolidado en 1919, profesionalizando las labores de la más modesta Catholic Press Association fundada en 1911. Laboró además como redactor del foro católico El Piloto. Su condición de libre pensador y católico, curioso oxímoron, su retórica difería del providencialismo cristiano y del catolicismo tradicional que tantas veces se ha señalado en Albizu Campos. Por el contrario, cuestionaba el clero conservador y estaba comprometido con la defensa de una doctrina social que hiciera del catolicismo un mecanismo modernizador y de justicia social eficaz. Es bien probable, no he hecho una indagación al respecto, que sus postura estuviesen vinculadas al llamado periodo piano de la Doctrina Social de la Iglesia, desarrollada entre 1922 y 1958 alrededor de las posturas de Pío XI (1857-1939) y Pío XII (1876-1958) en particular Quadragesimo anno de 1931.

Toro Nazario había ingresado al Partido nacionalista en 1932; se alejó temporeramente entre 1933 y 1934 y se reintegró a las tareas en la coyuntura de mayor agitación en 1935. En ese sentido, estuvo dispuesto a respaldar a la organización cuando las autoridades estatales y federales cerraban el cerco y el nacionalismo profundizaba su agresividad. Su compromiso con la causa nacionalista no le impedía diferir críticamente de las posturas oficiales o de Albizu Campos. En medio de la crisis desatada por los arrestos de 1936, fungió como director del periódico La palabra en ausencia de Juan Antonio Corretjer (1908- 1985), preso por no cumplir una orden del Gran Jurado, y Secretario Interino del Partido Nacionalista bajo la presidencia también interina del desaparecido Julio Pinto Gandía (1908-1976), otro experto en relaciones internacionales.

Fue uno de los abogados que representó a los nacionalistas en los procesos de 1936 así como en la apelación de la sentencia junto a Pinto Gandía y Gilberto Concepción de Gracia (1909-1968), entre otros. Estuvo muy activo en los contrainterrogatorios de ciertos testigos y fue interrogado a su vez durante el proceso. La razón para ello eran que había fungido como director interino del foro La palabra y su relación con figuras como el director del periódico Armas de Caguas, el poeta Clemente Soto Vélez (1905-1993), Atilano Colón e Isolina Rondón (1913-1990), tesorera del Partido Nacionalista de Río Piedras. También se le inquirió en torno a las condiciones de la residencia de otro de los acusados, Juan Gallardo Santiago (1901-1982), líder de la junta de Mayagüez nacido en Hormigueros11. Durante el informe preliminar de la defensa fue llamado a declarar por Albizu Campos bajo una situación incómoda: la fiscalía y el juez entorpecían el interrogatorio una y otra vez . El abogado René Arrillaga Armendáriz, el primer investigador que ha estudiado las trascripciones disponibles del proceso ha resumido de un modo iluminador el episodio: “El testimonio de Toro Nazario quizás será más recordado por lo que no se le dejó hablar…”12, asunto que habrá que discutir en otra ocasión.

La “Carta a Irma…” estaba dirigida a Irma Solá, una mujer joven de Caguas quien trabajó como secretaria de la familia Albizu-Meneses y, junto a la intelectual dominicana y militante del nacionalismo Thelma Fiallo Henríquez, atendió a sus hijos mientras Albizu Campos estaba preso.13 El documento estaba dirigido, en ese sentido, a Laura Meneses del Carpio (1894-1973) y respondía a ciertas prácticas políticas de aquella que llamaban la atención de Toro Nazario.

Las diferencias ideológicas planteadas en la “Carta a Irma…” fueron tratadas con secretividad por los involucrados. Los señalamientos de Toro Nazario tocaban a figuras de prestigio y poder dentro de la organización.

En ciertos momentos la retórica de Toro Nazario tomó un giro personalista apoyado en la rica retórica del autor propensa a la ironía, la sátira y el sarcasmo bien documentados, actitud similar a los casos de Ramón E. Betances Alacán (1827-1898) o Rosendo Matienzo Cintrón (1855-1913) en otros contextos. El giro socarrón y agresivo es una práctica común en medio de los debates ideológicos en agrupaciones que se encuentran bajo la presión exterior y/o interior. La pugna presentada en la “Carta a Irma…”, como ya se dijo, estaba enraizada en el giro hacia la “acción inmediata” de 1930, maduró entre 1936 y 1937 y llegó a su punto más álgido en 1939 cuando Toro Nazario ordena sus ideas por escrito.

El contenido de los planteamientos centrales de la “Carta a Irma…” es un asunto que discutiré en las próximas columnas.

Notas:

1Es el nombre abreviado del documento Partido Nacionalista. Documentos. “Carta de José Monserrate Toro Nazario a Irma Solá”, 31 de mayo de 1939. Epigrafía, transcripción y edición a cargo del Dr. Rafael Andrés Escribano.
2Amílcar Tirado (1993) “La forja de un líder: Pedro Albizu Campos 1924-1939 en Juan Manuel Carrión, Teresa C. Gracia Ruiz y Carlos Rodríguez Fraticelli, eds. La nación puertorriqueña: Ensayos en torno a Pedro Albizu Campos (San Juan: Ed. de la Universidad de Puerto Rico): 65-81.
3José Manuel Dávila Marichal (2022) “Organizando el Ejército Libertador” en Pedro Albizu Campos y el Ejército Libertador del Partido Nacionalista de Puerto Rico (1930—1939) (San Juan: Ediciones Laberinto): 127-169.
4Mario R. Cancel Sepúlveda (28 de enero de 2010) “Albizu Campos: dos cartas” en Puerto Rico entre siglos
URL: https://puertoricoentresiglos.wordpress.com/2010/01/28/albizu-dos-cartas/
5Mario R. Cancel Sepúlveda (2023) “Nacionalistas: la retórica antinacionalista en una muestra de la narrativa literaria de la primera parte del siglo 20” en Academia URL: https://www.academia.edu/103400387/Nacionalistas_la_ret%C3%B3rica_antinacionalista_en_una_muestra_de_la_narrativa_literaria_de_la_primera_parte_del_siglo_20
6José Lanauze Rolón (1926) El mal de los muchos hijos (Ponce) URL: https://documentaliablog.files.wordpress.com/2016/05/huigens-berntsen-lanauze-1926-el-mal-de-los-muchos-hijos.pdf
7CNN.com Cold War. Declassified Top Secret (November 16,1933) “Exchange of Communications between President Franklin Roosevelt and Maxim Litvinov of the USSR” URL: https://nsarchive2.gwu.edu/coldwar/documents/episode-1/fdr-ml.htm
8Ernesto Sánchez Huertas (1997) “Algunas ideas tentativas del pensamiento social cristiano en Albizu campos” en Carrión et.al. : 139-160. Las similitudes con el Positivismo Clásico de Auguste Comte, Henri de Saint Simon, Eugenio María de Hostos y las vertientes del Krausismo y el Krausopositivismo son notables.
9Mario R. Cancel Sepúlveda (1ro de mayo de 2010) “El Partido Nacionalista y las Elecciones de 1932” en Puerto Rico entre siglos URL: https://puertoricoentresiglos.wordpress.com/2010/05/01/partido-nacionalista-elecciones-1932/ ; y Varios autores (1922 /1930 / 1979) “El Partido Nacionalista en 1922 y en 1930: programas” en Reece B. Bothwell González (1979)Puerto Rico: cien años de lucha política. Vol. I-2 (Río Piedras: Editorial Universitaria) URL: https://puertoricoentresiglos.files.wordpress.com/2014/08/cea_1158_nac_1922_1930_docs.pdf .
10Maria Mazzenga (April 19, 2018) “The Archivist’s Nook: YOU Should Read the Catholic Press – Why?” URL: https://www.lib.cua.edu/wordpress/newsevents/10361/
11Información detallada en la tesis inédita de René Arrillaga Armendáriz (2023) “Antecedentes y celebración de los juicios contra Pedro Albizu Campos y el liderato nacionalista en el 1936” (Ph. D. Historia) Centro de Estudios Avanzados de Puerto Rico y El Caribe, San Juan, Puerto Rico.
12Ibid, 491.
13Luis A. Ferrao (1990) Pedro Albizu campos y el nacionalismo puertorriqueño (San Juan: Cultural): 351.

julio 19, 2020

Apuntes y reacciones sobre “¿Qué pasa en la historiografía puertorriqueña?” Retornos…

  • Rodney Lebrón Rivera
  • Historiador
Sobre el autor:  Posee una maestría en Historia de América Latina y el Caribe de la Universidad de Puerto Rico, Recinto de Río Piedras. Ha trabajado como investigador en el Centro de Acción Urbana, Comunitaria, y Empresarial de Río Piedras (CAUCE), como Oficial de enlace comunitario en la Oficina de Alianzas del Municipio de San Juan y como profesor del Departamento de Humanidades en la Universidad de Puerto Rico, Recinto de Humacao. Actualmente es estudiante graduado a nivel doctoral del Departamento de Spanish and Portuguese de Princeton University.
Publicado originalmente em 80 Grados-Historia el 3 de julio de 2020

Dedicado a Pedro L. San Miguel,
por el diálogo historiográfico, la risa y el humor…

¿Qué pasa en la historiografía puertorriqueña? Es una interrogante clave que ha estado presente desde el año 2011. Recuerdo exactamente el espacio y la coyuntura cuando me encontré por primera vez con el ensayo de Mario Cancel Sepúlveda. Me iniciaba como estudiante de bachillerato y descubría la plataforma de 80grados; simultáneamente, laboraba como estudiante asistente de bibliotecario en la Biblioteca Gerardo Sellés Solá de la Facultad de Educación, de la Universidad de Puerto Rico, Recinto de Río Piedras. En esos momentos, entre el frío de la biblioteca, la espera por los estudiantes en el mostrador, y la lectura asidua de la revista que invita a pensar sin prisa, la interrogante planteada por Cancel Sepúlveda me inquietaba, pero no sabía con exactitud por qué cautivaba mi atención. A partir de ese momento, ¿Qué pasa en la historiografía puertorriqueña? quedó codificado en mi formación como historiador y provocó diversas inquietudes, hasta el punto de que escribiera una tesis para obtener el grado de maestría cuyo tema principal es la historiografía puertorriqueña. Ricardo Piglia indica en sus Formas Breves: “La crítica es la forma moderna de la autobiografía. Uno escribe su vida cuando cree escribir sus lecturas. ¿No es la inversa del Quijote? El crítico es aquel que encuentra su vida en el interior de los textos que lee.[1]

Me parece que el retorno de Mario Cancel Sepúlveda a esa interrogante nos invita a reflexionar la labor historiográfica en Puerto Rico. Ensayos como el de Cancel Sepúlveda son inquietantes ya que inducen a pensar y reflexionar en tiempos en que prevalecen sentidos comunes historiográficos que han monopolizado la discusión en torno a la imaginación y la escritura histórica. Al autor de “¿Qué pasa en la historiografía puertorriqueña?” Retornos… mis más sinceros agradecimientos, tanto por su provocación analítica como también por su producción historiográfica en los últimos años. Sin embargo, me parece que algunas de las consideraciones a las interrogantes que plantea el autor en su ensayo son unas muy abstractas o generales, por lo que no atienden debidamente las particularidades del campo intelectual puertorriqueño y, por consiguiente, de su historiografía.

Reconozco, como acertadamente indica Cancel Sepúlveda, que: “El trabajo de los historiadores profesionales en el siglo 21 se da en el marco de un conjunto de complejos procesos materiales e inmateriales que comenzaron a gestarse desde la década de 1990. En un contexto global, condiciones tales como la revolución informática, la proliferación de fuentes de información, la difusión de las redes sociales, todos ellos recursos accesibles tanto al investigador como al curioso, han impactado la relación del historiador profesional con los archivos, la comunidad intelectual y con sus interlocutores, sean estos estudiantes, colegas o lectores”. Resalto específicamente estas líneas por el hecho de que la historiografía puertorriqueña reciente ha estado en un constante diálogo con la aludida revolución informática. Afortunadamente, el internet y diversos medios digitales han seducido y cautivado la imaginación del historiador puertorriqueño. Cabría mirar algunos de las investigaciones de Iván Chaar-López, que abordan la plataforma Facebook como lugar de memoria, o las potencialidades de Youtube para la investigación histórica, entre otros tópicos relacionados con la revolución informática, a la cual nos remite el ensayo de Cancel Sepúlveda.

Por otro lado, me parece problemático afirmar, como hace Cancel Sepúlveda: “debo insistir en que en Puerto Rico nunca ha habido una ‘comunidad de saber’ estable y los debates disciplinares y teóricos, por lo regular, poseen una naturaleza particular y aislada según se ha sugerido”. Me gustaría señalar que en el campo intelectual puertorriqueño sí han existido comunidades de saber estables, una de cuyas manifestaciones podría encontrarse en ese mítico Primer Seminario de Investigación del Centro de Estudios de la Realidad Puertorriqueña (CEREP), celebrado en el año de 1983. El mencionado seminario contribuyó a estructura e institucionalizar una concepción historiográfica que sería la base de una “comunidad de saber” –la Nueva Historia Puertorriqueña– que sí ha tenido una estabilidad y que Cancel Sepúlveda no reconoce en su escrito. En el seminario auspiciado por CEREP tomó forma una concepción político-instrumental de la historiografía puertorriqueña, que podría rastrearse en diversos ensayos de interpretación histórica, como también por medio de procesos de transdiscursividad, en el sentido de Michel Foucault, en diversas revistas, como Anales de Investigación Histórica y Op.Cit. del Centro de Investigaciones Históricas de la Universidad de Puerto Rico, Recinto de Río Piedras.

Los discursos historiográficos, desde la perspectiva político-instrumental impulsada en el seminario de CEREP, van atados al proyecto de un cambio en las estructuras políticas y sociales, desde la óptica de lo que Gervasio García nombró, en su ensayo Nuevos enfoques, viejos problemas: reflexión crítica sobre la nueva historia, como el “marxismo creador”.[2] Es desde este marco explicativo del pasado que el concepto “historiografía puertorriqueña” toma forma mediante lo “nuevo” en contraposición a lo “viejo”. Es decir, el análisis generacional “vieja historia/nueva historia” comienza su transcripción, cuya modalidad posee dos funciones programáticas: la primera radica en legitimar el autoproclamado grupo de la “nueva historia” como colectivo portador de una novedosa concepción historiográfica; la segunda estriba en reducir la complejidad de los análisis historiográficos por medio del prisma de lo dual, según el cual lo novedoso se contrapone a lo anticuado. Con la utilización del análisis generacional como herramienta de estudio en la historiografía puertorriqueña logramos obtener una óptica limitante donde se observa una “nueva historia” contraponiéndose a una “vieja historia”. Esto se debe a que los “nuevos” historiadores, desde un posicionamiento de “intelectuales orgánicos” de un nuevo proyecto político, buscaban, en el sentido de Edward Said, “hablarle claro al poder”.[3] Los “nuevos” historiadores se presentaron, por medio de un discurso, como: “la figura clara e individual de una universalidad de la que el proletariado sería la forma oscura y colectiva”.[4]

Por otro lado, en la actualidad, pareciera que la historiografía puertorriqueña es un campo consensual en el cual todos sus componentes –historiadores, científicos sociales, críticos literarios y otros colaboradores del campo intelectual– comparten una adhesión inquebrantable a determinadas concepciones e interpretaciones. Algunos dirán o especularán que lo indicado en este texto tiene validez, pero otros podrían preguntarse: ¿En qué se basa el autor para cuestionar el estado de la historiografía puertorriqueña? ¿Será éste otro texto de corte “posmoderno”, que no tiene nada que aportar al entendimiento histórico de la nación puertorriqueña? ¿Por qué preguntar de forma “perversa” sobre cuál es el status actual de la historiografía puertorriqueña? Ante tales interrogantes, me pregunto: ¿Hoy en día, todos los historiadores puertorriqueños, constituyen una “gran familia”, concepto que se articuló en las décadas de 1940 y 1960 como baluarte de capital social y cultural?

Resulta interesante, en su provocador ensayo, la mención que realiza Cancel Sepúlveda a la Asociación Puertorriqueña de Historiadores (APH). Tal mención invita a pensar en esa afirmación que realiza el autor respecto a que “nunca ha habido una ‘comunidad de saber’ estable”, por el hecho de que, por medio de una observación crítica de los carteles de las asambleas celebradas por esa Asociación, podemos rastrear la presencia de una comunidad, al parecer inalterable, cuyo sentido unitario y formativo radica en la concepción política-instrumental que venimos señalando.

A propósito de lo indicado por Cancel Sepúlveda de que “nunca ha habido una ‘comunidad de saber’ estable”, comencemos a examinar la APH. Según su blog en el internet, la APH tiene como objetivo 12 puntos cardinales, sustentados en su meta de “fomentar la cooperación entre los profesionales de la Historia en Puerto Rico”.[5] Entre los puntos principales antes mencionados, se encuentra “fomentar la comunicación, la cooperación y la solidaridad entre los historiadores”, “organizar y promover la difusión y debate sobre el saber histórico”, y “promover la eliminación del discrimen contra personas por razón de sexo, raza, condición social, fe religiosa, ideología política u orientación sexual en el quehacer histórico”.[6] Me pregunto: ¿Los tres puntos antes señalados, los estará cumpliendo la mencionada asociación? ¿Será que los únicos eventos que se organizan y cuya difusión se promueven giran en torno a un tipo de saber historiográfico determinado? Se busca promover la eliminación del discrimen contra personas por razón de sexo, raza, condición social, fe religiosa, ideología política u orientación sexual, pero, ¿no conlleva una exclusión historiográfica palpable en el modo de operar la mencionada organización en el campo intelectual puertorriqueño? Puedo mencionar, por ejemplo, que desde el año 1995 esta asociación de historiadores no ha auspiciado un espacio para la historia intelectual ni para los debates sobre las propuestas y las problemáticas del giro lingüístico. Tampoco le ha dado continuación al crucial diálogo entre la literatura y la disciplina de la historia.

Para insistir en el diálogo historiográfico con el campo de la literatura, creo que deberíamos revisitar el libro publicado en el año de 1995 por la APH titulado historia y literatura, en el cual aparecen escritos de Ana Lydia Vega, Fernando Picó, Juan G. Gelpí y Mario R. Cancel Sepúlveda. Según Antonio Gaztambide Géigel, presidente en aquel entonces de la APH: “El tema de la relación de la historia y la literatura nos coloca en las fronteras de la profesión; zona de convergencia en la cual se están produciendo trabajos muy novedosos y fecundos. El foro y esta publicación acogen una reflexión sobre el diálogo y la intersección creativa de nuestras disciplinas. Este diálogo y sus críticos han venido desdibujando las fronteras tradicionales de los saberes”.[7]

Además, la misma APH publicó Historias vivas: Historiografía puertorriqueña contemporánea, editado por Silvia Álvarez Curbelo y Antonio Gaztambide Géigel. Partiendo del postulado de desdibujar las fronteras tradicionales del campo de la historia, Fernando Picó escribió en la introducción de esta obra colectiva que los ensayos reunidos en ese volumen: “son índice de la creciente democratización y profesionalización de la práctica historiográfica en Puerto Rico”.[8]  En los dos libros citados, se palpa que las premisas posmodernistas y literarias podían coexistir con perspectivas historiográficas “tradicionalistas” y “neotradicionalistas”, sin que tales puntos de vista se concibieran como peyorativos. Gracias a la democratización de la práctica historiográfica impulsada por la APH y otros historiadores en esos momentos, se comenzó a reflexionar acerca de cómo la historiografía puertorriqueña expandía sus fronteras imaginativas.[9]

Pero eso fue entonces: ahora es ahora. Cabe preguntarnos: ¿hasta dónde ha llegado esta frontera imaginativa, en el ámbito historiográfico, en Puerto Rico? ¿Cuáles son las diferencias entre las concepciones de la APH en la década de 1990 y las prevalecientes actualmente? ¿Cómo tales divergencias inciden sobre las concepciones acerca de la historiografía, de la “comunidad de saberes” y las funciones intelectuales y sociales de los historiadores?  Me parece que ha habido un retraso respecto a la frontera imaginativa que propulsó la APH en aquel entonces por el hecho de que la actual APH ha relegado la historia intelectual, así como los debates sobre el giro lingüístico, y del diálogo entre la literatura y la disciplina de la historia. En síntesis, se han obviado totalmente las discusiones recientes en torno a la epistemología de la historia. Lo que, a mi juicio, ha auspiciado la APH son proyectos historiográficos de carácter político-instrumental. Cabría observar las asambleas realizadas a partir del año 2015, en las cuales prevalecen las temáticas que estudian la “colonia” desde marcos analíticos en los que prevalece la noción de la “crisis”, ya sea económica, política o social. Ante tal panorama, ¿dónde quedó esa “creciente democratización y profesionalización de la práctica historiográfica en Puerto Rico” que muy bien puntualizó Fernando Picó?

Lo señalado respecto a la APH tiene como propósito demostrar que, mal que bien, ha existido y prevalecido una comunidad de saber estable en la historiografía puertorriqueña. Una comunidad que ha gozado de una estabilidad desde el año 1983 y que ha mantenido una hegemonía conceptual donde el concepto de la nación ha acaparado el protagonismo en la discursiva de la historiografía puertorriqueña. Esa misma comunidad de saber, en vez de debatir el giro lingüístico y las premisas de la posmodernidad desde los márgenes de lo conceptual, lo teórico, y lo metodológico, ha realizado más bien una apología de la concepción político instrumental de la historiografía puertorriqueña. Por lo tanto, me parece irónico que Cancel Sepúlveda alegue que “nunca ha habido una ‘comunidad de saber’ estable”, cuando en el mismo ensayo el autor versa sobre la comunidad a la que estoy aludiendo:

[…] en ocasiones, el debate reveló una superficialidad notable resultado del hecho de que el intercambio intelectual era propenso a circunscribirse a la argumentación ideológica y política tradicional. Para algunos de los interlocutores todo parecía reducirse a impugnar la situación de Puerto Rico en el marco del relato del progreso y su narración en el cual, por su condición colonial, el país no encajaba. El diálogo patinaba asido de la cuestión del estatus y su solución futura, razón por la cual era proclive a pasar por alto los efectos concretos que las nuevas condiciones materiales e inmateriales tenían para el trabajo de los historiadores. El asunto del posicionamiento del investigador ante los problemas, los imaginarios, el instrumentario y las metodologías cambiantes, no llamaba tanto la atención como los asuntos políticos.[10]

Cabría preguntarse: ¿La crisis raptó la imaginación intelectual de los académicos puertorriqueños? ¿La colonia es una especie de agujero negro que impide novedosas formas de crear discursividades históricas alternas? ¿Cuándo comenzaremos a pensar la historiografía puertorriqueña desde una postura crítica y no devota? Afortunadamente, en la actual coyuntura de crisis imaginativa, la Ediciones Laberinto publicó dos obras que muestran que es posible pensar a Puerto Rico desde la historia intelectual y que patentizan que el discurso acerca de “la crisis de la colonia” no tiene por qué monopolizar una nueva discursividad histórica. El primer texto se titula Intempestivas sobre Clío (Puerto Rico, el Caribe y América Latina) de Pedro L. San Miguel y, el segundo, La historia de los derrotados: Americanización y romanticismo en Puerto Rico, 1898-1917 de Rubén Nazario Velasco.[11]

El libro de Nazario es una historia intelectual que examina críticamente el discurso de lo que el autor llama “la conjura colonial” (todo es culpa de la colonia), predominante dicha discursividad entre los sectores hegemónicos del campo intelectual y cultural puertorriqueño, que se conciben como herederos simbólicos de la elite letrada de principios del siglo XX. El autor interroga, por medio de una lectura rigurosa de textos legales, literarios e históricos, el discurso de la elite letrada y el devenir político de Puerto Rico a comienzos del siglo pasado.[12]

Por otro lado, el texto de San Miguel es una compilación de ensayos que se conglomeran bajo el principio rector de hurgar los relatos como una forma de acceder a la dimensión metahistórica del conocimiento histórico. En el texto de San Miguel, encontramos ensayos que atienden la historiografía puertorriqueña, los campos intelectuales caribeño, mexicano y estadounidense, y, por último, los letrados y la esfera pública del Puerto Rico contemporáneo. Ambos trabajos son una muestra de una historia intelectual que no se adhiere al entendido político instrumental de la historiografía y que buscan superar los sentidos comunes historiográficos desde una postura crítica y no devota.

Gracias, Mario Cancel Sepúlveda, por invitar a reflexionar y pensar la practica historiográfica en un Puerto Rico carente de dialogo, debates y polémicas, por lo que deseo cerrar este escrito con unas palabras de Carlos Pabón Ortega que nos invita a reflexionar sobre lo discutido: “la polémica no es bienvenida y se evita a toda costa porque polemizar se considera dañino, se asocia con el ataque personal, con tonos agresivos, con disquisiciones improductivas o con lo que no es constructivo; se asocia, en fin, con el disenso y el desacuerdo, y no ayudan a ‘resolver los problemas del país’. Lo que importa en nuestro campo intelectual es el consenso, no la polémica que divide”.[13]

______________

[1] Ricardo Piglia, Formas breves. Barcelona, Editorial Anagrama, 2000, p. 141.

[2] Gervasio L. García, “Nuevos enfoques, viejos problemas: reflexión crítica sobre la nueva historia” en Historia crítica, historia sin coartadas. Algunos problemas de la historia en Puerto Rico. Río Piedras, Ediciones Huracán, 1985.

[3] “La formación de los intelectuales” en Antonio Gramsci, Antología. Selección, traducción y notas de Manuel Sacristán.  México, Siglo XXI, 1988. Edward Said, Representaciones del intelectual. Barcelona, Paidós, 1996. Se puede apreciar lo expuesto sobre la visión político-instrumental del concepto historiografía puertorriqueña por Gervasio L. García con su reseña sobre el libro: Puerto Rico: una interpretación histórica-social de Manuel Maldonado Denis. En esta reseña García expone: “Sin embargo, Puerto Rico: una interpretación histórico-social no añade ningún arma nueva al arsenal ideológico e intelectual de la lucha independentista y de la historiografía puertorriqueña”. En Gervasio L. García, “Apuntes sobre una interpretación de la realidad puertorriqueña”, en Historia crítica, historia sin coartadas: Algunos problemas de la historia en Puerto Rico. Río Piedras, Ediciones Huracán, 1985, p. 107. Manuel Maldonado Denis, Puerto Rico: una interpretación histórico-social. México, Siglo XXI Editores, 1969.

[4] Michel Foucault, “Verdad y poder” en Estrategias del poder. Barcelona, Paidós, 1999, p. 49.

[5] Sobre lo indicado, puede visitarse la página de internet: https://historiadoresaph.wordpress.com/acerca-de/.

[6] Ibíd.

[7] Antonio, Gaztambide, “A manera de presentación” en Ana Lydia Vega, Fernando Picó, Juan G. Gelpí y Mario R. Cancel. historia y literatura. San Juan, Editorial Postdata, 1995.

[8] Fernando Picó, “Ser historiador en Puerto Rico hoy” en Antonio Gaztambide y Silvia Álvarez, historias vivas: Historiografía puertorriqueña contemporánea. San Juan, Editorial Postdata, 1996, p. 12.

[9]Sobre lo indicado, véase la disertación para el grado de Maestría disponible en el Centro de Investigaciones Históricas de la Universidad de Puerto Rico, Recinto de Río Piedras: Creación, Control y Disputas: Los debates sobre la significación del concepto historiografía puertorriqueña, 1983-2010 de Rodney Lebrón Rivera, pp. 111-112.

[10] https://www.80grados.net/que-pasa-en-la-historiografia-puertorriquena-retornos/

[11] Pedro L. San Miguel, Intempestivas sobre Clío (Puerto Rico, el Caribe y América Latina). San Juan, Ediciones Laberinto, 2019; y Rubén Nazario Velasco, La historia de los derrotados: Americanización y romanticismo, 1898-1917. San Juan, Ediciones Laberinto, 2019.

[12] Sobre el trabajo de Rubén Nazario Velasco véase: La historia de los derrotados o el conjuro colonial de Carlos Pabón Ortega en https://www.80grados.net/la-historia-de-los-derrotados-o-el-conjuro-colonial/

[13] Carlos Pabón Ortega, Polémicas: política, intelectuales, violencia. San Juan Ediciones Callejón, 2014, p. 12.

 

 

julio 7, 2020

“¿Qué pasa en la historiografía puertorriqueña? Retornos…

  • Mario R. Cancel Sepúlveda
  • Historiador

El 19 de agosto de 2011 publiqué en la sección de historia de 80 Grados la columna  “¿Qué pasa en la historiografía puertorriqueña?”. Aquella fue mi primera colaboración con este proyecto intelectual al cual tanto debo. Recuerdo que el texto fue ilustrado con la imagen de la cabeza de un poderoso y masivo Karl Marx y, como contraparte, la portada del volumen Posmodernismo para principiantes (2004) de Richard Appignanesi y Chris Garratt sobre una mesa. Aquel Marx me recordaba el busto de plástico de alta resistencia creado por Lev Kerbel ubicada en Chemnitz desde 1971. El ilustrador(a), parecía ver en aquellas imágenes los extremos de un debate. Lo cierto era que aquellos objetos sugerían con precisión la tónica de una disputa que había tenido lugar en Puerto Rico a mediados de la década de 1990 la cual, a la altura del 2011, había quedado en el olvido.

Preludio

La referida discusión en torno al postmodernismo involucró, de un lado, a historiadores socioeconómicos así como a marxistas ortodoxos y revisionistas, nacionalistas e,  incluso, tradicionales; y del otro a historiadores del giro cultural y lingüístico que se identificaban como novísimos historiadores. No todas las voces participantes provenían de la historiografía: antropólogos, sociólogos y economistas hicieron acto de presencia. Uno de los  registros más enriquecedores de aquel intercambio fue la experiencia intelectual y editorial de la Asociación Puertorriqueña de Historiadores (APH). El amplio temario de las conferencias de sus asambleas anuales, que entonces se celebraban a lo largo de todo el país como parte de su compromiso de descentralización del saber, y su producción editorial, sirvieron para difundir un conjunto de problemas pertinentes al debate posmodernista que, de otro modo, nunca hubieran salido a flote. El Centro de Investigaciones Históricas y la revista Op. Cit., adscritas a la Universidad de Puerto Rico en Río Piedras, y un pequeño conjunto de publicaciones tales como Posdata, Bordes y Nómada, entre otras, completaron el cuadro de aquel instante polémico e inspirador. En la literatura creativa también se debatía pero ese es un asunto que discutí en un volumen de 2008.

Tomada de Left Voice

Es lamentable que, dada la carencia de una historiografía del tiempo presente, inmediata o actual,  aquella experiencia  no haya sido objeto de un estudio sistemático al día de hoy. Tampoco lo ha sido desde la crítica literaria a pesar de que para un historiador joven, como era mi caso, una de las lecciones que se podía obtener del proceso de transición del siglo 20 al 21 era que el ensayo interpretativo denso y profundo había vuelto por sus fueros. La ensayística había sido una expresión protagónica durante las décadas del 1930 al 1960 y, al filo del cambio de siglo, había regresado para convertirse  en uno de los pilares de la imaginación y la creatividad entre los intelectuales del país.

Es cierto que, en ocasiones, el debate reveló una superficialidad notable resultado del hecho de que el intercambio intelectual era propenso a circunscribirse a la argumentación ideológica y política tradicional. Para algunos de los interlocutores todo parecía reducirse a impugnar la situación de Puerto Rico en el marco del relato del progreso y su narración en el cual, por su condición colonial, el país no encajaba. El diálogo patinaba asido de la cuestión del estatus y su solución futura, razón por la cual era proclive a pasar por alto los efectos concretos que las nuevas condiciones materiales e inmateriales tenían para el trabajo de los historiadores. El asunto del posicionamiento del investigador ante los problemas, los imaginarios, el instrumentario y las metodologías cambiantes, no llamaba tanto la atención como los asuntos políticos.

A muchos les seducía la devaluación del marxismo y el nacionalismo como instrumentos hermenéuticos ante los retos de una aproximación cultural y discursiva. Una crítica que había sido formulada contra el marxismo ortodoxo y el nacionalismo de derecha que representaban el totalitarismo de izquierda y derecha históricos, se hacía extensiva con torpeza y mala fe a cualquier expresión de aquellos sistemas de pensamiento y acción. La politización simplista del debate traducía actitudes que recordaban, desde mi punto de vista, los de un conflicto teológico, confesional, partisano o faccioso y producían un mal sabor que truncó muchas de las posibilidades que la situación ofrecía. “Posmoderno” se convirtió en un insulto o una broma de pasillo de mal gusto para los “marxistas” y “nacionalistas”… y viceversa. Entre la reflexión y la irreflexión siempre ha habido puentes que no cobran peaje.

Los intercambios, por último, no superaron los circuitos limitados de los participantes. El sistema universitario, dominado por una educación bancaria, por la racionalidad instrumental y los apetitos del mercado según avanzaba el orden neoliberal, nunca fue un espacio apropiado para ese fin a pesar de que una parte significativa de los contendientes provenía de la universidad. Así lo señalé en un volumen de historia de Puerto Rico que se hizo público en 2008. La conmemoración del 1898 en el 1998, el centenario reflexivo de la invasión de 1898, como antes la recordación del 1873 en 1973, tuvo un efecto inquietante que habría  que explorar con más serenidad. Aquellos dos signos de la modernidad puertorriqueña habían ocurrido en el marco del coloniaje más atroz. El tema del 1898 era oportuno para echar una ojeada al dístico moderno/posmoderno. Por eso muchos de los componentes de la porfía en torno al posmodernismo se materializaron en la producción intelectual alrededor del 1898. Después de ello las aguas volvieron a su nivel en medio de un proceso en el cual el derrumbe de lo que había sido la promesa de progreso de la segunda posguerra mundial en 1947 se hizo patente entre 2001 y 2005.

En aquellos diálogos del 1990 al 2005, muchos de los cuáles se redujeron al monólogo o el soliloquio,  participaron un puñado de académicos que al cabo del tiempo nunca elaboraron un balance en torno a las nuevas condiciones en que el pensamiento histórico y social se desarrollarían a partir de entonces. Tampoco ejecutaron ese ejercicio los historiadores sociales y económicos: la reflexión sobre la reflexión  no ha sido una práctica común en el territorio de la historiografía y las ciencias sociales.

El giro cultural y su convocatoria a la redefinición de la disciplina a la luz de la cultura, la literatura, el lenguaje y la narración, cambió poco las condiciones del saber en esos campos. La afirmación de que la historia cultural no poseía los atributos o instrumentos para explicar, como la historia social y económica, un problema de orden material, es aceptable. Pero ello nunca ha significado que no sea posible ni pertinente producir una interpretación cultural de lo social y lo económico o de la apropiación inmaterial de lo material. El 2020 parece un buen momento para retornar a ese tipo de deliberaciones: los momentos de crisis, aquellos que propician el derrumbe de órdenes que habían sido tenidos durante largo tiempo como estables,  siempre son fértiles para meditaciones de esta naturaleza. Tal vez no se trate de la caída del Imperio Romano o de la disolución del orden señorial, pero algo de ello posee metamorfoseado este presente. Claro está, los historiadores saben desde tiempos inmemoriales que las “caídas” nunca son totales y que las  “disoluciones” no borran toda huella del pasado.La evolución de la historiografía no es una excepción.

Una de las razones para el silenciamiento de estos procesos y la mitigación de sus efectos ha sido el quietismo que ha caracteriza a la tradición universitaria en este país desde la segunda posguerra mundial. Esta ha sido una institución demasiado inclinada, desde mi punto de vista, a la conservación y renuente a la revisión por consideraciones que no estoy en condiciones de explicar ahora. Si ello se combina con el hecho de que paralelamente las ciencias sociales y humanas han sufrido un visible retroceso en el ámbito de los saberes en Puerto Rico neoliberal y postindustrial, tendremos un cuadro más completo del problema.

Y ahora ¿qué?

El trabajo de los historiadores profesionales en el siglo 21 se da en el marco de un conjunto de complejos procesos materiales e inmateriales que comenzaron a gestarse desde la década de 1990. En un contexto global, condiciones tales como la revolución informática, la proliferación de fuentes de información, la difusión de las redes sociales, todos ellos recursos accesibles  tanto al investigador como al curioso, han impactado la relación del historiador profesional con los archivos, la comunidad intelectual y con sus interlocutores, sean estos estudiantes, colegas o lectores. El hecho de que la sociabilidad y el contacto virtual parezcan querer imponerse a las forman convencionales de socializar y relacionarse con el resto de la humanidad, es indicativo de ello.

En lo que incumbe a este campo de trabajo, una de las secuelas más visibles de todo ello ha sido que la universidad ha dejado de ser la única institución en condición de emitir juicios, confiables o no, con respecto a la representación del pasado. Aunque la competencia entre una variedad de emisores de saber no es un asunto nuevo, las tensiones entre ambos extremos se han multiplicado hasta el presente minando la confiabilidad que poseía el intelectual académico. El debate posmoderno de la década de 1990 fue uno de los componentes de ese problema en la medida en que articuló un inteligente cuestionamiento en torno a la solidez y la confiabilidad de la Historia Relato según la había formulado la tradición occidental moderna amparada en la racionalidad instrumental, sugiriendo de modo convincente su condición de mera ficción al servicio del poder de una ideología, una veces vinculada al capital y otras a todo lo contrario.

El nuevo orden capitalista neoliberal y la globalización, han provocado un cambio profundo que ha tenido efectos precisos en la práctica de la reflexión histórica mundial.

  • En lo que incumbe a la concepción de eso que llamamos historia, ha conducido a la revisión de la tácticas (métodos) y estrategias (teorías) para representar el pasado. Una parte significativa de los instrumentos interpretativos de la época de la Guerra Fría perdieron toda utilidad en la pos Guerra Fría.
  • En lo que concierne a la figura de historiador, ha estimulado la reflexión sobre su condición como productor de conocimiento y ha justificado la revisión de las metodologías y las fuentes de información legítimas a la hora de formular sus conclusiones.
  • Y en lo que atañe a la historiografía como un campo profesional y académico ha viabilizado, y a veces forzado, la revisión de los procedimientos para su reproducción, es decir, la educación y difusión del saber, sin excluir los artefactos de su difusión editorial en donde texto e hipertexto compiten espacios. Todo ello ha reconfigurado lo que antes se consideraba una “comunidad de saber” más o menos estable.

Ninguno de los tres casos pueden ser considerados problemas “menores”. Las transformaciones generaron una “conmoción” en la medida en que alteraron unas condiciones de vida del historiador que, en el marco europeo, habían alcanzado estabilidad institucional desde fines del siglo 19, y en el puertorriqueño desde 1950. El tema de la educación a distancia en medio de la pandemia de Covid19 de 2020, un indicador global, es sólo la expresión más reciente de un dilema más hondo que viene exteriorizándose desde la década de 1990. Si a ello se añade la degradación de la situación laboral de los profesionales de la historia, asunto que también afecta a las demás disciplinas del saber, y las dificultades que los costos de estudio imponen a los interesados en ese campo, se tendrá una idea de la situación crítica que vive la disciplina hoy en día.

En cuanto a los primeros dos casos, la concepción de la historia y la figura del historiador, debe reconocerse que en el escenario puertorriqueño ha habido en ciertos núcleos una revisión intensa. La representación del pasado ha cambiado y, vinculado a  ello, algunos historiadores ha sido capaces de revisar sus herramientas de trabajo de manera creativa. Ello no debe sorprender a nadie: la práctica de la historiografía no escapa a la historicidad y en 2020 no serviría de mucho imaginar el pasado con los instrumentos que se invirtieron a ese fin en las  décadas de 1850, 1880, 1930, 1950 o 1970.

La práctica historiográfica puertorriqueña ha seguido girando en torno a unos núcleos temáticos concretos, apelando a tradiciones interpretativas de uno y otro origen sin que en realidad se haya dado una revolución intelectual como la que muchos imaginaban en la década del 1990. La polémica de entonces no tuvo un efecto profundo sobre el imaginario histórico y social puertorriqueño. El hecho de que las revoluciones intelectuales, como las revoluciones políticas,  nunca hayan sido totales ni hayan conseguido efectos homogéneos sobre sus testigos, explica la heterogeneidad del hacer historiográfico durante los primeros dos decenios del siglo 21. Lo que sí ha cambiado ha sido el observador que siempre es otro. El hecho es importante porque las crisis, si bien se parecen, no poseen siempre el mismo sabor.

Debe reconocerse que una reflexión historiográfica confiable se puede elaborar desde una variedad de perspectivas, siempre y cuando las artes y las destrezas básicas de la profesión sean bien invertidas. Siempre habrá problemas concretos que será pertinente interpretar recurriendo a las herramientas de la historia social económica, el marxismo o, incluso, la historiografía tradicional, miradas que algunos presumen han sido “dejadas atrás”. La hibrides de la producción historiográfica de los últimos 20 años así lo demuestra porque, después de todo, una historiografía respetable depende más del trabajo cuidadoso del historiador que de los contextos teóricos de vanguardia o de moda a los cuáles apele: también estos pueden generar un producto defectuoso. En última instancia, la garantía de la innovación no se encuentra en los parámetros ideológicos que se inviertan en una interpretación sino en el intérprete, en el pensador que propone, como un artista, una meditación. Pensar históricamente sigue siendo un campo abierto y un reto en especial en tiempos tan atroces como los que se viven. 

En cuanto al tercero de los casos relacionado con la reproducción del saber, debo insistir en que en Puerto Rico nunca ha habido una “comunidad de saber” estable y los debates disciplinares y teóricos, por lo regular, poseen una naturaleza particular y aislada según se ha sugerido. En ese sentido, es realmente poco lo que se pierde en este aspecto. Si a ello se suma el hecho de que esas condiciones deben ser vividas, comprendidas y apropiadas desde la multiplicidad de las crisis -económica, política, cultural, administrativa, financiera, jurídica, moral, ambiental y salubrista acompañada de un largo etcétera- el riesgo que se corre aquel que se ubique como historiador en el presente es de un rango superior. El camino de los historiógrafos del 1990 al 2020 ha estado lleno de entuertos. Habrá que mirarlos con calma a ver cómo se desenredan.

Publicada originalmente en 80 Grados-Historia  el 12 de junio de 2020.

marzo 17, 2020

Apuntes al margen de La pasión de vivir… de Sylvia T . Domenech

Comentario a Sylvia T. Domenech (2018) La pasión de vivir: Alfredo Ramírez de Arellano y Bártoli. San Juan: ERA International Corporation.

Preámbulo

En primer lugar quisiera hacer unos comentarios generales sobre la naturaleza de esta obra de Sylvia T.  Domenech. Quien se aventure a leer La pasión de vivir: Alfredo Ramírez de Arellano y Bártoli (1915-2011) debe partir de la premisa de que tiene en sus manos un texto bien escrito, elegante y cuidadoso. A lo largo del mismo, el balance entre la investigadora acuciosa y la escritora creativa alcanzan un magnífico balance. Esto significa que el trabajo técnico con los recursos de archivo, que son por lo regular una guía incompleta del objeto de estudio, y la imaginación de la autora, han conseguido una integración admirable. Los que hacemos historiografía profesional y académica, como es mi caso, reconocemos los límites que imponen los registros archivísticos para responder todas las interrogantes que nos provocan los temas que tratamos. La imaginación del investigador tiene que hacer unas apuestas a la hora de la elaboración del texto a fin de que el producto resulte comprensible para quien se acerque al mismo una vez hecho público. La autora posee sin duda esa capacidad.

En segundo lugar quisiera llamar la atención sobre la relación entre las discursividades de la historiografía y la biografía.  Ambas no solo nacieron a la par y se dedican al mismo trabajo: la formalización de la memoria de una parte del pasado. Pero si la historiografía enfrenta el problema subsumiendo al individuo excepcional u ordinario en el colectivo y sus contextos; la biografía lo resuelve haciendo todo lo contrario, es decir, concentrando el esfuerzo interpretativo de lo colectivo y lo contextual en la elucidación de la mirada del individuo excepcional u ordinario. Se trata de dos modos de representar el pasado que, siendo contrapuestas, no son excluyentes y más bien se enriquecen mutuamente. La biografía ha sido interpretada como un género que se mueve entre los intersticios de la literatura, la retórica y la historiografía. La única garantía de éxito para ambos procedimientos es el talento de investigador.

La lectura del libro en torno a Alfredo Ramírez de Arellano y Bártoli me remite al sabor ancestral de la biografía clásica latina. Aquel era un género que se movía entre la historiografía y la literatura con el fin de rescatar a las figuras públicas que ostentaban virtu, concepto que en la antigüedad sugería la posesión de “carácter” y, en el medievo, la idea de la “madurez” y la “excelencia” que acreditaban su “distinción” y su protagonismo social. En términos técnicos la obra de Domenech posee los rasgos de lo que conocemos como la “Biografía Alejandrina”, un medio proclive a esbozar la vida pública de la figura adornándola con un selecto anecdotario de su vida pública y privada todo ello de la mano de un lenguaje accesible e incluso coloquial pero elegante. No empece también comparte elementos de la “Biografía Peripatética” que buscaba definir al “Individuo Excepcional” o a la figura procera proyectándolo como “Motor de la Historia” de su tiempo con el objetivo de transformar su vida en un modelo pedagógico y moralizante, en una figura a imitar. Domenech deja con su libro el modelo de una “Biografía Laudatoria” con una finalidad moral bien urdida, estilo que en el siglo 19 y en el contexto del Romanticismo y el Krausopositivismo, cultivaron entre otros Thomas de Carlyle, Alejandro Tapia y Rivera y Eugenio María de Hostos Bonilla, este último en la forma del perfil sociológico como parte de su “Moral Social Objetiva” en 1888.

En tercer lugar, debo reconocer el papel protagónico que la biografía laudatoria y la biografía crítica, ha adquirido en el contexto de la reflexión sobre el pasado desde 1990 al presente. En cierto modo, la producción de ese género de obras está supliendo una necesidad intelectual que he reiterado a mis estudiantes de historia de todos los niveles: me refiero al estudio sistemático de las “fuerzas vivas”, las clases altas y de la burguesía criolla o puertorriqueña a lo largo de la historia de Puerto Rico, aspecto tan necesario para desarrollar una visión holística del yo colectivo.

La naturaleza de un libro

No cabe duda de que la autora tiene una gran pericia a la hora de adecuar la etapas vitales de esta figura con los capítulos de su libro. El volumen puede ser separado en dos partes. La primera incluye los capítulos uno al cuatro que ofrecen un panorama puntual de la fisonomía del personaje: su genealogía y ascendencia hispana, su desarrollo sociocultural temprano en San Germán y Mayagüez, dos signos contrapuestos de la modernidad puertorriqueña, y su formación profesional y militar en Puerto Rico y Estados Unidos.  El niño nacido en San Germán en 1915 creció en los tiempos aciagos de la Gran Depresión y la Segunda Guerra Mundial, periodo en que acaecen dos momentos determinantes de su vida: se recibió de ingeniero químico del  CAAM en 1937 y se casó en 1939. En el capítulo cuatro, “La hora del amor y de la guerra”, se explora el periodo de 1942 al 1945 cuando la conflagración mundial lo sacó del nicho familiar y lo llevó de Panamá a Washington. La elaborada imagen del conflicto entre el desarraigo personal y el reclamo de cumplir con un deber colectivo ineludible es evidente en esa parte de la narración.

No debe pasarse por alto que en medio de aquellos años inició un proceso de cambio profundo e irreversible no solo en la relación política y económica de Puerto Rico con Estados Unidos, sino en la relaciones internacionales todas. Las marcas más visibles de ese fenómeno fueron, en el caso de Puerto Rico, las gobernaciones del Gen. Blanton Winship (1934-1939) y el Alm. William Leahy (1939-1940), y el ascenso meteórico de la figura de Luis Muñoz Marín y su populismo exigente al poder, con el visto bueno de las autoridades estadounidenses controladas por Franklyn D. Roosevelt y sus “Think Tanks” de tradición keynesiana. Todos los debates internos -tanto políticos, económicos o filosóficos- que atenazaron a Ramírez de Arellano y Bártoli desde su regreso a Puerto Rico en 1945,  poseían raíces profundas en los complejos procesos que habían afectado al país entre 1934 y 1945.

La segunda parte compuesta por los capítulos cinco al nueve, muestra el desenvolvimiento del empresario de la caña de azúcar en el marco del derrumbe del enclave agrario que fue Puerto Rico hasta 1947; su papel en el desarrollo y difusión de los medios de comunicación masiva emergentes durante la segunda posguerra tanto en el territorio de la radio como en el de la televisión aspecto en el cual WORA radio y televisión son su mayor emblema; así como su desempeño en la industria de la publicidad de la que dependía la subsistencia de aquellas. Su instinto empresarial terminó por interesarlo en la banca de afirmación puertorriqueña y regionalista e, incluso, en la ganadería y la agricultura alternativa tras la disolución del universo azucarero que había sido el país antes de la guerra. Cada escenario estipulado ofrece al investigador académico una lección histórica transcendental que la autora sugiere pero no elabora porque ese no es su propósito. El discurso de Domenech se complace en construir la imagen moral del exitoso empresario.

El libro documenta, por una parte, los choques entre los intereses del Estado y los del Capital  en el contexto del Nuevo Trato y la Segunda Posguerra: Ramírez de Arellano resintió como tantos otros miembros de la “fuerzas vivas” el tránsito del orden liberal tradicional de entreguerras al orden keynesiano y fordista de la segunda posguerra y la Guerra Fría. La transición de una economía agraria dependiente y tradicional a otra industrial dependiente habían cambiado las reglas de juego de modo dramático hecho que representaba un reto extraordinario para gente como él. Aunque el asunto ha sido ampliamente revisado desde la historiografía social y económica, la experiencia concreta de sus protagonistas sigue siendo un misterio. El acercamiento de Domenech ofrece pistas en torno a los efectos del cambio en el seno de una figura concreta de las “fuerzas vivas” puertorriqueñas con la ventaja de que, gracias al rico registro de documentos que se insertan entre un capítulo y otro, los argumentos se expresan en sus propias palabras.

Mario R. Cancel y Sylvia T. Domenech (2019)

Por otro lado, el libro también patentiza la capacidad de Ramírez de Arellano y Bártoli para transitar con éxito del orbe agrario al industrial tomando la ruta de vanguardia de las comunicaciones, la publicidad y la banca. Para el historiador profesional eso significa que su lectura de hacia dónde conducían los aires de la época había sido acertada. En ese sentido, el orden keynesiano y fordista de la segunda posguerra y la Guerra Fría, no lo tomó desprevenido como a otros. Hay, por último, dos valores que me parecen significativos y que quisiera señalar brevemente. Uno es su regionalismo económico, una actitud de las “fuerzas vivas” del país cuyos antecedentes se pueden documentar hasta principios del siglo 19 y que voy a bautizar con el  neologismo de “mayagüezanismo”. Mirar al mundo, al mercado, a la humanidad desde el locus amenus de la región sin que ello significase una desconexión con el resto del orbe es una destreza que todos deberíamos aprender y practicar. El otro valor  tiene que ver con el hecho de que, a pesar del acelerado proceso de industrialización de Puerto Rico desde 1947 en adelante al palio de “Operación Manos a la Obra” y de su condición de empresario de vanguardia que compartía los valores del capitalismo de la segunda posguerra, Ramírez de Arellano y Bártoli nunca olvidó sus vínculos con la tierra ni dejó atrás el agrarismo que había heredado de la generación de su padre.  Su compromiso con la Central Igualdad y con los proyectos innovadores de alguno de sus nietos así lo certifica.

El conjunto de los nueve capítulos se fundamenta en una esmerada mirada microscópica propia de la biografía, que privilegia el lenguaje testimonial mediante el recurso de “dejar hablar al personaje”. Las largas citas de los documentos y la referida práctica de insertar una muestra significativa del “archivo personal” entre uno y oro capítulo, invitan al lector a dialogar con la figura histórica que la autora delinea. La ausencia de un bagaje bibliográfico o referencial aparte de las fuentes que emanan de los actos del protagonista, otro rasgo distintivo de la “Biografía Laudatoria”, ha forzado a la autora a llenar los vacíos factuales con narraciones imaginarias bien articuladas y, a la vez, cargadas de emoción que robustecen la imagen procera del sujeto bajo estudio. Ese elemento imaginativo y el rico anecdotario sustraído de la obra literaria de Ramírez de Arellano y Bártoli, nos dejan ante un texto equilibrado que lo busca afirmar la humanidad de esta figura compleja como todas. Para un biógrafo crítico como yo, que he aceptado que el sujeto biografiado “en sí” es inatrapable y que la biografía laudatoria o crítica es siempre una apuesta o una aproximación,  las destrezas de Domenech no dejan de impresionarme.

El placer de la lectura del volumen La pasión de vivir: Alfredo Ramírez de Arellano y Bártoli se sostiene, es cierto, sobre la pericia de la palabra. Pero es inescapable afirmar que también se apoya en lo significativo de la figura a la cual invoca y construye: un signo inequívoco de las complejidades de la segunda parte del siglo veinte: Alfredo Ramírez de Arellano y Bártoli.

enero 21, 2020

Luis Muñoz Marín y las Conferencias Godkin (1959)

Comentario sobre Pedro A. Reina Pérez y otros. Cavilando el fin del mundo.  San Juan: Proyecto ATLANTEA / Álamo West Caribbean Publishing, 2005.

  • Mario R. Cancel Sepúlveda
  • Historiador y escritor

Bajo el subtítulo “Apología y confesión en las Conferencias Godkin 1959 de Luis Muñoz Marín”, se publicó en 2005 este libro en torno al caudillo populista. El hecho de que el mismo fijase la mirada en el 1959, un año de inflexión en las posibilidades de “crecimiento del Estado Libre Asociado”, me parece de valioso. Aquel año, la Revolución Cubana alteró el panorama interamericano. También Antonio Fernós Isern, el padre jurídico de la “tercera vía” de estatus, vio como su proyecto de “culminación” moría ante un Congreso poco dispuesto a dar más de lo que ya había dado.

Reina_GodkinEl subtítulo, además, confirmó la necesidad que tienen muchos investigadores de que Muñoz Marín se excuse ante alguna autoridad simbólica superior por las transacciones ideológicas que ejecutó. El líder ha quedado reducido a la condición de un delincuente consciente tardíamente de su delito o su pecado. Esa actitud olvida que la suya fue una vida rica en experiencias que sólo él vivió, y que la misma no es más transparente ni más nebulosa que la de cualquier otra figura pública de cualquier tiempo. La actitud también supone la legitimidad de la idea de que existe un agente superior a las fuerzas del actor de la historia que le pide cuentas por sus actos y que, una vez escuchado, lo condena o lo exculpa como un dios autoritario. La otra asunción es la más frágil: conjetura que los historiadores son capaces de apropiar esa verdad y utilizarla como una herramienta analítica a la hora de reflexionar en torno a un actor o un acontecimiento.

La pregunta que me surge es, ¿ante quien debería excusarse Muñoz Marín? ¿Acaso ante la ilusión de una Historia Progresista y Unitaria en la cual ya pocos creen? ¿O ante ese Dios de la Modernidad llamado Nación Estado Moderna por el hecho de que para muchos puertorriqueños permaneció en la forma de una utopía, y para otros funcionó como una pesadilla? ¿O ante aquellos autonomistas que todavía piensan que el Estado Libre Asociado representó el atisbo del sueño de libertad que la Guerra Fría llevó a la quiebra?

Lo cierto es que esa parte de la intelectualidad puertorriqueña que ha hecho suya la “teoría de la traición muñocista”, continúa esperando el “mea culpa” y la “auto-impugnación” de este muerto venerable. La investigación sobre Muñoz Marín ha sido, en gran medida, la búsqueda de ese acto de confesión y purga en los rincones más recónditos de su obra. Una vez vieron el acto de contrición en sus conversaciones de sobremesa con el artista Rodón. Ahora lo ubicaron en las curiosas Conferencias Godkin presentadas en Harvard en 1959. Desde mi punto de vista Muñoz Marín no es otra cosa que la idea que se hace cada cual de esa figura desde el atrincheramiento de su propios pre-juicios. El problema, me parece, no es la búsqueda de ese espacio de auto-compasión que se ansía encontrar en los papeles de Muñoz Marín.  El problema es la insistencia en que el mismo ha sido descubierto en uno u otro resquicio de la discursividad del Patriarca. Ese tipo de biografía pre-juzgada me parece más propia de la redacción de la vida de los santos, que de la vida de los humanos.

La mayor aportación de este volumen es la versión bilingüe de los tres discursos de Luis Muñoz Marín en la Universidad de Harvard en 1959. En ellos Muñoz Marín intentó expresarse como una voz que ha tomado distancia de toda entelequia y que era capaz de enfrentarse al “problema de Occidente” desde el lugar de la praxis. Muñoz Marín no era un intelectual universitario y estaba muy consciente de ello.

Luis_Munoz_Marin2

Luis Muñoz Marín

“Brecha para librarnos del nacionalismo” es un juicio sobre el lugar de la humanidad en el momento de la Guerra Fría, y una fórmula para enfrentar el miedo al cataclismo nuclear enfrentando su gatillo mayor: el nacionalismo. Si se extrapola esa temática del teatro puertorriqueño, lo cual me parece que es lo que hace el libro, las conferencias resultan en una reflexión inteligente sobre el presente. Si a ello se añade el papel que Puerto Rico jugaba en la Guerra Fría para Estados Unidos y el debate sobre el nacionalismo insular, las conferencias son una afirmación de su fidelidad a la causa americana en medio de un mar de desconfianza mutua.

En ese sentido, uno de los problemas de este libro es que aísla el pensamiento de Muñoz de los contextos que lo explican. El efecto concreto de ello es la sobrevaloración del papel de los asesores intelectuales del Gobernador, dos distinguidos universitarios, Juan M. García Passalacqua y Arturo Morales Carrión, en el diseño de su mensaje. La discusión evade o no reconoce la inmensa deuda ideológica de Muñoz Marín con el pensamiento de Antonio Fernós Isern y no reconocer que buena parte de los argumentos en torno a las virtudes del federalismo y la condena del nacionalismo, eran argumento de aquel jurista. Una lectura de estos tres discursos en diálogo con la obra teórica de Fernós Isern aclararía muchas de las posturas de aquella curiosa “tercera vía” política.

Aislar el pensamiento de Muñoz Marín también conduce al lector a pensar que la desconfianza del caudillo en la ciencia y la tecnología y su apelación al humanismo, eran una creación muñocista. La poética discursiva de Muñoz Marín, sus metáforas, sugieren que ello está relacionado con su populismo o su criollismo, con ciertos retazos rousseanianos en su pensamiento o hasta con su culto a la simplicidad de la vida rural. Ello pasa por alto que Luis A. Ferré sostenía una posición similar en la Nueva Vida y el Propósito Humano. La diferencia entre ambos pensadores es mucha. El sustrato rural en el primero y el sustrato urbano en el otro, me parece esenciales en el contraste. La formación del primero en literatura y en ingeniería del otro, también.

Detrás de ese cuestionamiento se encuentra una actitud propia de la intelectualidad sensible de la Segunda Pos-Guerra que se afirmó durante la Guerra Fría. Se trata de un miedo a la civilización, de una sensación de incertidumbre en cuánto a hasta dónde podía llegar la ciencia o la tecnología, en especial después de Hiroshima y Nagazaki. El miedo y la incertidumbre estaban enmarcados en esa concepción spengleriana de la civilización que en Puerto Rico se difundió por medio del pensamiento de José Ortega y Gasset y de la Generación del 1930

En aquel contexto, la civilización era aprendida como una condición ante-mortem, como un límite o un borde, como el extremo de un hijo de progreso y la cercanía del fin. La civilización era cansancio y rutina, pérdida de la vitalidad.  Las analogías entre Tácito observando el Imperio disminuido en De Germania, y Muñoz Marín doliéndose de la falta de industria y el consumismo puertorriqueño, sin muchas. Se trata de la aceptación tácita de una metáfora no lineal ni progresista del tiempo que se articula en una suerte de idea del fin de la historia. En síntesis, es conciencia decadentista pura que, como en Spengler, sólo se subsana con la panacea estética, humanista o cristiana. Me parece que ello explica el lenguaje hierático que se impone en Muñoz Marín ante el catastrofismo que adjudica al nacionalismo y la amenazante energía de átomo.

Del mismo modo, tanto Muñoz Marín como Ferré, enfrentaron la decadencia de la civilización de una manera análoga.  La alternativa fue la re-humanización o la re-cristianización. El reconocimiento de la inautencidad de la modernidad, pienso en Kierkegard, se encuentra detrás de todo esto. La autenticidad se transforma en el retorno a un espacio usurpado.  Pero también hay cierto temor a la mercantilización de lo humano según la planteaba Georg Simmel a principios del siglo 20. La idea de que lo humano está vacío pero puede ser vuelto a llenar de contenido, es evidente.

Lo otro que hace este libro es que convierte la desconfianza en el nacionalismo, la ciencia y la tecnología, en un adelanto del pensamiento postmodernista, y al caudillo en un apóstol ideológico del presente. En ese caso Ferré también lo sería. El argumento me parece exagerado e insuficiente para re-inventar a un Luis Muñoz Marín postmoderno, e inapropiado para legitimarlo entre la intelectualidad del presente. Se trata de críticas de la modernidad vertidas desde lugares tiempo-espaciales distintos. El argumento pasa por alto la variedad de contextos que nutrieron la construcción de los discursos Godkin y las que nutren la crítica de la modernidad en el presente.

Me permito aclarar dos cosas. Primero, que la ahistoricidad del planteamiento no me parece el problema. El problema es que la ahistoricidad deforma a un personaje muy rico que vivió su tiempo con plena conciencia de su contingencia. Segundo, que la postmodernidad también tiene que ver con no creer mucho en las iluminaciones manufacturadas sobre el mito de las luces. Ninguna de las argumentaciones de Muñoz Marín, lo convierte en un pensador postmoderno por anticipado. Al menos podrían alimentar la imagen de un decadentista desilusionado.

El texto de Carlos Gil puede servir para aclarar un último punto. En el mismo el autor se refiere a la idea del miedo y su riqueza.  El miedo al ámbito universitario en Muñoz Marín era el reconocimiento de una incapacidad: la suya ante ese laboratorio artificial de saber teórico. Una vez Juan M. García Passalacqua me habló del miedo de Muñoz a las cámaras de televisión. El medio llegó tarde a la vida política de caudillo. Las reservas eran lógicas. De un modo parecido, el miedo a la ciencia y la tecnología representa el reconocimiento de la incapacidad humana para enfrentar la anarquía que puede desatar la misma. Es temor a lo incomprensible del lado oscuro del poder que facilita al hombre. También es el horror que produce pensar que la ciencia y la tecnología faculten una catástrofe que termine con la humanidad.

No se trata de un cuestionamiento filosófico a la Modernidad y sus paradigmas ni de la proclamación de su fin. Muñoz Marín, igual que Ferré, consideraba que el progreso podía ser rectificado, y la humanidad salvada mediante el empeño humano y racional de rescatar una condición que, si bien agonizaba, no estaba del todo muerta.  Y eso no se parece mucho a la incertidumbre postmoderna.

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