Puerto Rico entre siglos: Historiografía y cultura

marzo 17, 2020

Apuntes al margen de La pasión de vivir… de Sylvia T . Domenech

Comentario a Sylvia T. Domenech (2018) La pasión de vivir: Alfredo Ramírez de Arellano y Bártoli. San Juan: ERA International Corporation.

Preámbulo

En primer lugar quisiera hacer unos comentarios generales sobre la naturaleza de esta obra de Sylvia T.  Domenech. Quien se aventure a leer La pasión de vivir: Alfredo Ramírez de Arellano y Bártoli (1915-2011) debe partir de la premisa de que tiene en sus manos un texto bien escrito, elegante y cuidadoso. A lo largo del mismo, el balance entre la investigadora acuciosa y la escritora creativa alcanzan un magnífico balance. Esto significa que el trabajo técnico con los recursos de archivo, que son por lo regular una guía incompleta del objeto de estudio, y la imaginación de la autora, han conseguido una integración admirable. Los que hacemos historiografía profesional y académica, como es mi caso, reconocemos los límites que imponen los registros archivísticos para responder todas las interrogantes que nos provocan los temas que tratamos. La imaginación del investigador tiene que hacer unas apuestas a la hora de la elaboración del texto a fin de que el producto resulte comprensible para quien se acerque al mismo una vez hecho público. La autora posee sin duda esa capacidad.

En segundo lugar quisiera llamar la atención sobre la relación entre las discursividades de la historiografía y la biografía.  Ambas no solo nacieron a la par y se dedican al mismo trabajo: la formalización de la memoria de una parte del pasado. Pero si la historiografía enfrenta el problema subsumiendo al individuo excepcional u ordinario en el colectivo y sus contextos; la biografía lo resuelve haciendo todo lo contrario, es decir, concentrando el esfuerzo interpretativo de lo colectivo y lo contextual en la elucidación de la mirada del individuo excepcional u ordinario. Se trata de dos modos de representar el pasado que, siendo contrapuestas, no son excluyentes y más bien se enriquecen mutuamente. La biografía ha sido interpretada como un género que se mueve entre los intersticios de la literatura, la retórica y la historiografía. La única garantía de éxito para ambos procedimientos es el talento de investigador.

La lectura del libro en torno a Alfredo Ramírez de Arellano y Bártoli me remite al sabor ancestral de la biografía clásica latina. Aquel era un género que se movía entre la historiografía y la literatura con el fin de rescatar a las figuras públicas que ostentaban virtu, concepto que en la antigüedad sugería la posesión de “carácter” y, en el medievo, la idea de la “madurez” y la “excelencia” que acreditaban su “distinción” y su protagonismo social. En términos técnicos la obra de Domenech posee los rasgos de lo que conocemos como la “Biografía Alejandrina”, un medio proclive a esbozar la vida pública de la figura adornándola con un selecto anecdotario de su vida pública y privada todo ello de la mano de un lenguaje accesible e incluso coloquial pero elegante. No empece también comparte elementos de la “Biografía Peripatética” que buscaba definir al “Individuo Excepcional” o a la figura procera proyectándolo como “Motor de la Historia” de su tiempo con el objetivo de transformar su vida en un modelo pedagógico y moralizante, en una figura a imitar. Domenech deja con su libro el modelo de una “Biografía Laudatoria” con una finalidad moral bien urdida, estilo que en el siglo 19 y en el contexto del Romanticismo y el Krausopositivismo, cultivaron entre otros Thomas de Carlyle, Alejandro Tapia y Rivera y Eugenio María de Hostos Bonilla, este último en la forma del perfil sociológico como parte de su “Moral Social Objetiva” en 1888.

En tercer lugar, debo reconocer el papel protagónico que la biografía laudatoria y la biografía crítica, ha adquirido en el contexto de la reflexión sobre el pasado desde 1990 al presente. En cierto modo, la producción de ese género de obras está supliendo una necesidad intelectual que he reiterado a mis estudiantes de historia de todos los niveles: me refiero al estudio sistemático de las “fuerzas vivas”, las clases altas y de la burguesía criolla o puertorriqueña a lo largo de la historia de Puerto Rico, aspecto tan necesario para desarrollar una visión holística del yo colectivo.

La naturaleza de un libro

No cabe duda de que la autora tiene una gran pericia a la hora de adecuar la etapas vitales de esta figura con los capítulos de su libro. El volumen puede ser separado en dos partes. La primera incluye los capítulos uno al cuatro que ofrecen un panorama puntual de la fisonomía del personaje: su genealogía y ascendencia hispana, su desarrollo sociocultural temprano en San Germán y Mayagüez, dos signos contrapuestos de la modernidad puertorriqueña, y su formación profesional y militar en Puerto Rico y Estados Unidos.  El niño nacido en San Germán en 1915 creció en los tiempos aciagos de la Gran Depresión y la Segunda Guerra Mundial, periodo en que acaecen dos momentos determinantes de su vida: se recibió de ingeniero químico del  CAAM en 1937 y se casó en 1939. En el capítulo cuatro, “La hora del amor y de la guerra”, se explora el periodo de 1942 al 1945 cuando la conflagración mundial lo sacó del nicho familiar y lo llevó de Panamá a Washington. La elaborada imagen del conflicto entre el desarraigo personal y el reclamo de cumplir con un deber colectivo ineludible es evidente en esa parte de la narración.

No debe pasarse por alto que en medio de aquellos años inició un proceso de cambio profundo e irreversible no solo en la relación política y económica de Puerto Rico con Estados Unidos, sino en la relaciones internacionales todas. Las marcas más visibles de ese fenómeno fueron, en el caso de Puerto Rico, las gobernaciones del Gen. Blanton Winship (1934-1939) y el Alm. William Leahy (1939-1940), y el ascenso meteórico de la figura de Luis Muñoz Marín y su populismo exigente al poder, con el visto bueno de las autoridades estadounidenses controladas por Franklyn D. Roosevelt y sus “Think Tanks” de tradición keynesiana. Todos los debates internos -tanto políticos, económicos o filosóficos- que atenazaron a Ramírez de Arellano y Bártoli desde su regreso a Puerto Rico en 1945,  poseían raíces profundas en los complejos procesos que habían afectado al país entre 1934 y 1945.

La segunda parte compuesta por los capítulos cinco al nueve, muestra el desenvolvimiento del empresario de la caña de azúcar en el marco del derrumbe del enclave agrario que fue Puerto Rico hasta 1947; su papel en el desarrollo y difusión de los medios de comunicación masiva emergentes durante la segunda posguerra tanto en el territorio de la radio como en el de la televisión aspecto en el cual WORA radio y televisión son su mayor emblema; así como su desempeño en la industria de la publicidad de la que dependía la subsistencia de aquellas. Su instinto empresarial terminó por interesarlo en la banca de afirmación puertorriqueña y regionalista e, incluso, en la ganadería y la agricultura alternativa tras la disolución del universo azucarero que había sido el país antes de la guerra. Cada escenario estipulado ofrece al investigador académico una lección histórica transcendental que la autora sugiere pero no elabora porque ese no es su propósito. El discurso de Domenech se complace en construir la imagen moral del exitoso empresario.

El libro documenta, por una parte, los choques entre los intereses del Estado y los del Capital  en el contexto del Nuevo Trato y la Segunda Posguerra: Ramírez de Arellano resintió como tantos otros miembros de la “fuerzas vivas” el tránsito del orden liberal tradicional de entreguerras al orden keynesiano y fordista de la segunda posguerra y la Guerra Fría. La transición de una economía agraria dependiente y tradicional a otra industrial dependiente habían cambiado las reglas de juego de modo dramático hecho que representaba un reto extraordinario para gente como él. Aunque el asunto ha sido ampliamente revisado desde la historiografía social y económica, la experiencia concreta de sus protagonistas sigue siendo un misterio. El acercamiento de Domenech ofrece pistas en torno a los efectos del cambio en el seno de una figura concreta de las “fuerzas vivas” puertorriqueñas con la ventaja de que, gracias al rico registro de documentos que se insertan entre un capítulo y otro, los argumentos se expresan en sus propias palabras.

Mario R. Cancel y Sylvia T. Domenech (2019)

Por otro lado, el libro también patentiza la capacidad de Ramírez de Arellano y Bártoli para transitar con éxito del orbe agrario al industrial tomando la ruta de vanguardia de las comunicaciones, la publicidad y la banca. Para el historiador profesional eso significa que su lectura de hacia dónde conducían los aires de la época había sido acertada. En ese sentido, el orden keynesiano y fordista de la segunda posguerra y la Guerra Fría, no lo tomó desprevenido como a otros. Hay, por último, dos valores que me parecen significativos y que quisiera señalar brevemente. Uno es su regionalismo económico, una actitud de las “fuerzas vivas” del país cuyos antecedentes se pueden documentar hasta principios del siglo 19 y que voy a bautizar con el  neologismo de “mayagüezanismo”. Mirar al mundo, al mercado, a la humanidad desde el locus amenus de la región sin que ello significase una desconexión con el resto del orbe es una destreza que todos deberíamos aprender y practicar. El otro valor  tiene que ver con el hecho de que, a pesar del acelerado proceso de industrialización de Puerto Rico desde 1947 en adelante al palio de “Operación Manos a la Obra” y de su condición de empresario de vanguardia que compartía los valores del capitalismo de la segunda posguerra, Ramírez de Arellano y Bártoli nunca olvidó sus vínculos con la tierra ni dejó atrás el agrarismo que había heredado de la generación de su padre.  Su compromiso con la Central Igualdad y con los proyectos innovadores de alguno de sus nietos así lo certifica.

El conjunto de los nueve capítulos se fundamenta en una esmerada mirada microscópica propia de la biografía, que privilegia el lenguaje testimonial mediante el recurso de “dejar hablar al personaje”. Las largas citas de los documentos y la referida práctica de insertar una muestra significativa del “archivo personal” entre uno y oro capítulo, invitan al lector a dialogar con la figura histórica que la autora delinea. La ausencia de un bagaje bibliográfico o referencial aparte de las fuentes que emanan de los actos del protagonista, otro rasgo distintivo de la “Biografía Laudatoria”, ha forzado a la autora a llenar los vacíos factuales con narraciones imaginarias bien articuladas y, a la vez, cargadas de emoción que robustecen la imagen procera del sujeto bajo estudio. Ese elemento imaginativo y el rico anecdotario sustraído de la obra literaria de Ramírez de Arellano y Bártoli, nos dejan ante un texto equilibrado que lo busca afirmar la humanidad de esta figura compleja como todas. Para un biógrafo crítico como yo, que he aceptado que el sujeto biografiado “en sí” es inatrapable y que la biografía laudatoria o crítica es siempre una apuesta o una aproximación,  las destrezas de Domenech no dejan de impresionarme.

El placer de la lectura del volumen La pasión de vivir: Alfredo Ramírez de Arellano y Bártoli se sostiene, es cierto, sobre la pericia de la palabra. Pero es inescapable afirmar que también se apoya en lo significativo de la figura a la cual invoca y construye: un signo inequívoco de las complejidades de la segunda parte del siglo veinte: Alfredo Ramírez de Arellano y Bártoli.

mayo 21, 2019

Entre historia y memoria: apuntes al margen de la autobiografía de Silverio Pérez

  • Mario R. Cancel Sepúlveda
  • Historiador

El jueves 7 de marzo recibí un mensaje de Silverio en mi teléfono móvil. Me pedía que escribiera un blurb para la reimpresión de su libro Solo cuento con el cuento que te cuento. El blurb es una descripción corta que busca convertir en objeto del deseo la obra que describe, en este caso un libro. Esas peticiones siempre me ponen nervioso. Soy un buen lector, pero un pésimo propagandista.

Aquel día había estado revisando materiales sobre el idealismo trascendental, el nacionalismo y el liberalismo para una charla que tenía pendiente en San Juan y me había atascado desarrollando modelos de conocimiento a priori que mis estudiantes de historia pudieran comprender. No me gusta fallarle a los amigos por lo que le dije a Silverio:

Mañana sin falta. Tengo (unos) apuntes sin articular, pero a primera hora te dejo un blurb que integraré a mi presentación. Dime si está bien para ti. Tengo el cerebro agotado a las (dos) de la tarde y las ideas me huyen como gatos ferales.

Silverio me dijo con su natural paciencia que estaba bien. A eso de las cuatro de la tarde volví a escribirle: “Silverio, me tomé dos copas de vino (un tinto fuerte español, por cierto) y redacté esto. A ver qué te parece”:

Leer las memorias de Silverio Pérez es cómo repasar las escenas de la vida de un viejo amigo. Aclaro que en este caso la amistad no tiene que ver con la cantidad de años acumulados sino con la intensidad del afecto.

Una de las virtudes de este libro es que en sus páginas la emocionalidad, la intuición, la reflexión y la racionalidad, entre otras muchas formas de saber el mundo, conviven como debe ser: en constante contradicción y pugna creativa. El rebelde, el ingeniero, el trovador, el satírico, el motivador, el escritor, se juntan en complejo y evocador palimpsesto. Después de todo esa es la vida de un ser humano que transita con su elusivo “yo” para formar el “nosotros” que todos somos en última instancia: el otro es el mismo al cabo del tránsito. Esta es una vida que no se ha permitido nunca una renuncia. El chico de Mamey está presente en el escritor que en estas páginas se piensa…y viceversa.

Su respuesta fue una de esas iluminaciones que me niego a desobedecer: “Por favor sigue tomando vino!!! Gracias!!!”. Hoy cumplo con la palabra empeñada. Después de todo Miguel de Cervantes, hablando de los vinos, decía que no hay néctar que se les iguale”.

Mi relación con Silverio, el escritor, no es nueva. Comenzó hacia el 2004 cuando Isla Negra editores me pidió que revisara y prologara su libro El humor nuestro de cada día. Las tres tristes tribus.  En 2016 cuidé la redacción de su volumen La vitrina rota o ¿qué carajo pasó aquí? que difundió Ediciones Callejón. Los editores Carlos Roberto Gómez Beras y Elizardo Martínez reconocían el escritor que había en Silverio, asunto sobre el cual hablamos en diversas ocasiones.

Ahora bien, leer para prologar, para asesorar un proceso de redacción, para lanzar una obra o para producir un blurb no es lo mismo. Son tareas complejas que ocupan el tiempo de esa subespecie que llamamos “escritores”. Al lado de Silverio ya he realizado todas esas faenas. Aclaro que en todas y cada una, media la condición de que soy historiador: soy un outsider o un extranjero en el mundo de la subespecie de los “escritores”. Hoy, ante Solo cuento con el cuento que te cuento voy a realizar una labor distinta. Las motivaciones de mi lectura son egoístas y epicúreas: voy a leer por leer, por placer, para saborear este texto como se degusta un vino añejo a la vez que reflexiono sobre mi condición de lector.

Lo cierto es que el “historiador” lee un texto de esta naturaleza de modo distinto a como lo haría un “escritor”. La autobiografía es un subgénero híbrido en muchos sentidos. El discurso autobiográfico se mueve entre lo individual y lo colectivo por lo que, bien leído, informa sobre las oscilaciones entre el sujeto y su contexto y enriquece la imagen del pasado. La comprensión del escenario en que se conduce una vida se profundiza en estas textualidades.

Para los que buscamos en el estudio del pasado algo más que la respuesta a la pregunta de “qué (realmente) pasó”, la autobiografía, cuando es el resultado de una reflexión inteligente y profunda, permite al historiador aproximarse a la dialéctica entre la memoria y la historia. La memoria es ese pasado pergeñado con las emociones que formulamos a través de la intuición y la sensación del acontecer. La historia es ese pasado construido con los recursos de la percepción y la reflexión racional sobre el acontecer. No se trata de que la memoria excluya o cancele a la historia o viceversa. Algo me dice que el historiador que se adhiera a cualquiera de las posturas extremas perderá de vista la hermosa complejidad de la condición humana en el tiempo y el espacio.

Silverio Pérez (RUM 2 de mayo de 2018)

La autobiografía se mueve con gracia lujuriosa entre dos formas de la escritura creativa que me sobrecogen y estremecen: la historiografía y la narrativa ficcional. Ya no se trata solo de cómo ve el historiador ese fragmento del pasado sino de cómo lo vivió y vio un testigo ocular. En cierto modo, de lo que se trata es de un retorno ritual a una tradición que una vez se denominó clásica.

 

La impresión de caos fluyente, común a la historia y la autobiografía, que producen las huellas del pasado se resuelve en la textualidad cuando nos entregamos a la “flecha del tiempo” y convenimos en que todo esa confusión condujo al exacto lugar desde el cual tratamos de otearlo. En el caso de la autobiografía la vida se aboceta como un largo filme en el cual, a veces, lo vivido adopta la forma de un cuadro estacionario y la impresión del stop motion. Lo que la imaginación histórica hace con esos callejones sin salida en la historiografía, lo hace la imaginación literaria en el caso de la autobiografía.

Apropiar el pasado colectivo o individual y construirle un sentido mediante una historia o una autobiografía, requiere destrezas que Silverio posee. La otra parte, la complicidad del lector en este caso la mía, la ganó hace tiempo. La complicidad arrancaba de que, en momentos concretos de mi lectura, las emociones se atropellaban y tenía que tomar distancia del relato para recuperar la compostura. Esa sensación de extrañeza y aturdimiento sólo me había invadido cuando, siendo adolescente, leía el diálogo de Sancho con el Quijote en el lecho de muerte de Alonso; y cuando, siendo adulto joven, cotejaba algunos de los momentos más trágicos de la vida de Pedro Albizu Campos. Se lo adelanté a Silverio en un mensaje de texto del 31 de enero de este año:

…tu libro me produce muchos sentimientos encontrados. Tiene que ver -le aclaraba- con experiencias en común contigo y con algunas reminiscencias literarias que estoy atando a ciertas lectura que no sé si conoces. La escritura es así, como una diablura…

La extrañeza y el aturdimiento tenían que ver con una serie de pulsiones, impulsos de la intuición, que actuaban como artificio de la memoria y me sacaban con brusquedad del ámbito de la lectura para conducirme a universos domésticos y ficcionales que ya yo consideraba olvidados. Los buenos libros producen ese tipo de efectos en lectores como yo: convidan al monodiálogo en el insilio que nos hemos impuesto. También tenían que ver con una serie de afirmaciones sintéticas que Silverio había inscrito en lugares estratégicos de su autobiografía. Para mi gusto funcionaban como pensamientos nodales que tenían el propósito de marcar momentos de rompimiento y discontinuidad que fueron reconvertidos en momentos de regeneración y continuidad. Cada pulsión y cada pensamiento me anclaba en la meditación por horas. Ya no me interesaba tanto la complejidad del relato sino la del ser humano atrapado y liberado que me sugería Silverio a través de sus palabras.

¿Cuántas veces me sucedió a lo largo del libro? No podría precisarlo. Tengo la manía de registrar esas pausas irracionales en los márgenes de las páginas o en la hoja de respeto o de la vergüenza que los editores dejan en blanco al principio y al final de un volumen. Para no abrumarlos solo comentaré algunos de ellos

Las pulsiones son aristas que marcan el texto y la vida que usualmente se expresan a la hora de abrir o cerrar un capítulo. Su capacidad de conmover al lector es enorme. En “El paquete de la tía Vicenta” dice el autor:

Hay una mujer recostada, con sus codos apoyados en el marco de una ventana de madera despintada y rústica. Su barbilla reposa sobre sus manos entrecruzadas. Su mirada, perdida en el horizonte. Esa mujer es Victorina Figueroa Amador, mi mamá. (23)

La reminiscencia o evocación que ocupa a Silverio es la “Muchacha en la ventana” de Salvador Dalí ubicada en el Museo Reina Sofía de Madrid ante la cual yo también me extasié alguna vez. La imagen de Victorina me llevó a otro lugar: mi madre se llama Victoria y la recuerdo igual. Era como si desde aquella posición estas mujeres observaran y eslabonaran el mundo a fin de orientar la vida de los suyos. El encuadre de Victorina me retrotrajo a la colección de poemas “Las ventanas” de Rainer Maria Rilke en traducción de Gerardo Diego cuando el poeta afirmaba:

Basta que se asome al balcón / en el marco de la ventana / una mujer que dude…y ya es sin remisión / desde su misma aparición / la que perdemos, tan temprana.

Más adelante insistía el poeta:

Jamás surge tan bella la amada / como cuando tu alféizar la exorna…

En “De parto”, Silverio cuenta como su padre, Silverio Pérez, carpintero y peón, en medio de una crisis espiritual y material, decide mudarse como quien huye del signo de una tragedia.

Mi papá se dedicó entonces a desmontar la casa, poco a poco. Y la fue llevando de un lado para otro, tabla a tabla, cuartón a cuartón, plancha de zinc a plancha de zinc, claveteando, serruchando, hasta que una noche nos fuimos a dormir a la residencia a medio construir. Dejamos la casa anterior a la misma vez que ella nos dejó a todos. Seguimos la madera como quien sigue su origen, con la certeza de que hay veces que la casa no está en la tierra -sino en nosotros- y nos la llevamos dondequiera que vamos. (51)

La escena, expresionista por demás, posee un significado moral asombroso. Imaginar a Silverio padre en medio de aquella epopeya me trajo a la memoria un hermoso texto del uruguayo Mario Benedetti. En “La casa y el ladrillo” (1976-1977) usaba como lema una frase maestra de la extrañeza del poeta alemán y creador del teatro dialéctico, Bertolt Brecht quien afirmaba: “Me parezco al que llevaba el ladrillo consigo / para mostrar al mundo cómo era su casa”. La casa, el escenario del hogar y la familia, se convierte en parte inseparable de la identidad carguemos con ella, como hizo Silverio padre, o la dejemos atrás. Esos lugares de la infancia actúan como la memoria de un vientre protector insustituible. Estas pulsiones me dicen como lector el amor infinito que siente Silverio por sus padres.

Silverio Pérez, Mario R. Cancel Sepúlveda y Efrén Rivera Ramos

Los pensamientos son otra cosa. Silverio, el escritor, los articula en medio de los giros radicales que impone el azar con sus faustos e infaustos. Esta reflexiones le sirven para tomar un respiro y volver a apostar por las posibilidades de la vida. Mirarse desde lejos es un recurso que la autobiografía hace posible. La distancia a veces produce extrañeza como si al mirar al simbólico espejo encontráramos a otro. En el contexto de la memoria de su ingreso al CAAM en 1965, Silverio dice: “Se me antoja la vida como las líneas que al azar traza un niño, lápiz en mano, sobre un papel en blanco” (93). Cuando un historiador se enfrenta a una afirmación como está reconoce la huella de un debate relevante para su profesión: el de la relación entre la libertad y la determinación, entre el azar y la causalidad. En su afirmación Silverio apuesta cautelosamente por la libertad y el azar como gestores. Después de todo, cuando se trata de la memoria, eso es plausible.

Una vez hecha la apuesta, se ubica en la posición del escritor y afirma: “Caminar los laberintos de la memoria conlleva riesgos, sorpresas, decepciones. Hay archivos que parecen enmohecidos y se niegan a abrir. Otros, han tachado fechas, nombres y sucesos, tal vez para evitar el dolor o para evadir añoranzas de sueños inconclusos” (155). El contexto es distinto: se trata de los años 1974 y 1975 cuando la dulzura y la amargura ya lo habían tocado reiteradas veces. Silverio reconoce que los seres humanos, aunque predispuestos biológicamente para “recordar” son también, como sugerían Friedrich Nietzsche y Henri Bergson, máquinas que necesitan “olvidar” un sinnúmero de cosas para asegurar su subsistencia. La “memoria” y la “historia” son una navaja de doble filo que hay que saber manejar a fin de no lastimarnos.

Más adelante, Silverio concluye en un pensamiento contundente y autoevaluativo lo siguiente: “A veces, la vida se torna en un drama que vamos escribiendo en tiempo real, sin ensayos, frente a un público que te aplaude o te critica; y te juzga siempre. Pero es así como aprendemos a vivir, disfrutando, sufriendo y creciendo. Ya voy conociéndolo mejor al personaje del cual escribo como excusa para comprender su entorno.” (273) El contexto es la década de 1990 en la cual, desde la madurez, confirma su condición de desconocido para sí y que la vida en efecto es azar, casualidad y performatividad. La determinación y causalidad que percibimos en el pasado individual o colectivo, no surge de los actos que acometemos al interior o al exterior. Ese cosmos se articula cuando nos narramos.

Un último apunte antes de culminar. Mi presencia en la autobiografía de Silverio me pone en la situación de sentirme parte “de esos relatos que a veces sentimos tan distantes” (207). Hace años me sorprendió hallarme en las memorias del jurista, académico y escritor Otto Morales Benítez. El viejo intelectual colombiano recordaba un encuentro que tuvimos en San Germán en 1990, yo tenía 30 años, para conversar sobre el General Antonio Valero de Bernabé y el libertador Simón Bolívar. Cuando revisé la escena yo no recordaba sus memorias, pero sus esbozos reanimaron la mía como si se tratara de un disparo. El amigo Miguel Hudo Ricci, cuyo testimonio autobiográfico revisé en 2010 para una presentación, me decía con sorpresa: “…me estoy viendo a través de sus ojos (profesor Cancel) y de su cosmovisión, con todos los ángulos que ha introducido a la experiencia que viví”. La persona transformada en personaje es el mismo y es otro.

A Silverio le digo dos cosas. Primero, gracias por la amistad. Es cierto que tengo pocos amigos, pero esa es la naturaleza de la amistad: su excepcionalidad. Lo excepcional es lo raro y lo único, lo que nunca es redundante ni excesivo. Relaciono los amigos a las capas de tiempo y espacio superpuestas que me ocupan y me hacen. Son como una página sobre la cual siempre puedes escribir y leer una historia. Uno los escoge arbitrariamente y de manera egoísta. Los conserva del mismo modo, y los defiende con la ferocidad que despierta un peligro. Esa hueste grande o pequeña me ayuda a ubicarme en el mundo, a ser parte de una historia.

Segundo, sigue escribiendo. El escritor es un intérprete, un esquivo ser que teoriza.  Ante el fin de los sueños, inventa una frágil estructura en la que habita. Esa fragilidad es todo lo que posee.

Comentario en torno al libro: Silverio Pérez (2018) Sólo cuento con el cuento que te cuento. San Juan: Ediciones Callejón. Leíd en el Recinto Universitario de Mayagüez (RUM) el 2 de mayo de 2018. Publicado originalmente en 80 Grados-Letras 3 de mayo de 2018

 

 

 

mayo 25, 2015

Historiografía puertorriqueña: Lares en la imaginación histórica autonomista

  • Mario R. Cancel-Sepúlveda
  • Historiador y escritor

La Insurrección de Lares y sus figuras fue tema de discusión en una memoria histórica que permaneció inédita hasta 1978. Me refiero a la obra de José Marcial Quiñones (1827-1893), fechada en 1892, y titulada por su editor Aurelio Tió, Un poco de historia colonial. Los paralelos entre los argumentos de este autor y los de su hermano Francisco Mariano Quiñones son enormes pero no dejan de manifestar algunos repuntes de originalidad y una arquitectura literaria más modesta pero también más precisa.

El documento es una memoria privada, o al menos aspiró a serlo, que resume la lógica antiseparatista que caracterizó a los liberales reformistas y a los autonomistas de fines del siglo 19. José Marcial fue contemporáneo y contertulio de Segundo Ruiz Belvis y Ramón E. Betances Alacán aunque, según aclaró, nunca estuvo de acuerdo con sus ideas separatistas. La insistencia en esclarecer ese punto es comprensible. El hecho de que la aclaración se haga años después del evento de 1868 y la experiencia represiva de 1887, recuerda la actitud de negación atemorizada que siguió a los duros periodos de persecución aludidos. Los paralelos entre aquella postura y la de muchos puertorriqueños después de la aplicación de la Ley de la Mordaza en 1948 son numerosos.

Un contexto histórico ideológico

En la década de 1890 a 1899, momento en el cual el texto es pensado, España ha perdido las posesiones continentales (1808-1821), y ha fracasado en el intento de recuperar parte de ellas en el conflicto que condujo a la Guerra del Pacífico (1862-1871), escenario de enorme relevancia para los proyectos separatistas de Puerto Rico y Cuba en 1868. En el ámbito socioeconómico, el reino sufre los estragos de la Gran Depresión (1873-1896), es un poder político y económico marginal o periférico que se mueve por los márgenes de las economías continentales en medio de una revolución tecnológica y productiva que lo ha dejado a la zaga lo mismo que al Imperio Ruso. En medio de la crisis, Estados Unidos y el Imperio Alemán representan los nuevos modelos industriales que dominarán el siglo 20. Nadie imaginaba un conflicto futuro en el cual aquellos estuviesen en bandos opuestos.

El Puerto Rico de 1890 resulta el mejor ejemplo de la profundidad de la crisis material de la hispanidad. El 1886 fue un año trágico para la economía colonial y el recuerdo de la represión de los Compontes en 1887 estaba muy claro en la mente de todos. José Marcial dejó un ensayo sobre ese asunto en la obra citada, titulado por su editor Aurelio Tió, 1887 año terrible de Puerto Rico. Las condiciones eran teóricamente apropiadas para un renacimiento de las ideas radicales identificadas con el separatismo independentista y anexionista. El nuevo componente ideológico que asomaba era el artesanal y el obrero, apoyados en discursividades anarquistas, fraternas y socialistas, entre otras, y abonado por la reciente abolición de la esclavitud y del trabajo servil o la libreta (1873). Los últimos años de aquella década de 1880 fueron para cubanos y puertorriqueños radicales, fértiles y conflictivos porque material e ideológicamente la situación era distinta a la del 1868 y la diversidad social e ideológica de la militancia era mucha.

En aquel decenio, verdadero preámbulo del 1898, las tensiones entre Estados Unidos y España se hicieron más visibles. Una de las razones fue que el separatismo cubano y puertorriqueño, proyecto que tenía la simpatía de algunos sectores estadounidenses, consolidó un proceso de reorganización en el exilio bajo la influencia de figuras como la de José Martí Pérez, entre otros. El exilio puertorriqueño aprovechó la ola para llamar la atención sobre su caso. Dos hechos originales marcaban a la figura de Martí. Por un lado, el poeta miró hacia la base social productiva en el exilio con cierto romanticismo paternalista para atraerlos a la causa. Por otro, el líder aspiraba a establecer una conexión simbólica entre el 1868 y su presente, a fin de darle continuidad histórica al designio rebelde.

Aquella actitud tuvo implicaciones para Puerto Rico. En el proceso se reactualizó la imagen de personalidades como Betances quien entonces hacía su práctica médica en París. Ruiz Belvis, el otro signo de Lares, había muerto en 1867, como se sabe, razón por la cual había ganado un lugar en la historiografía puertorriqueña desde fines de la década de 1880, como demostraré más adelante, a través de la obra de Sotero Figueroa. La impresión latente era que a fines de 1880 y a principios de 1890, cualquier asociación con aquellos signos de subversión podían, resultar peligrosas en el país. Las excusas de José Marcial al devaluar su relación con Ruiz Belvis y Betances en su memoria corresponden a ello.

Lares de Augusto Marín

Lares de Augusto Marín

Autonomismo y radicalismo separatista: una relación conflictiva

La demolición del Partido Liberal Reformista y la fundación del Partido Autonomista Puertorriqueño en Ponce en 1887, fue una respuesta débil y contradictoria a aquellos eventos. Vista desde el interior y la domesticidad, la adopción del autonomismo siguiendo el modelo cubano, resultaba una expresión de la radicalización del discurso político local. Pero mirado desde afuera, proyectaba todo lo contrario: un freno al radicalismo que repuntaba por todas partes. La fragilidad del autonomismo es la misma del liberalismo reformista: se cuidaba en exceso de que lo relacionasen con el separatismo independentista y anexionista.

Para ello adoptó un programa autonomista moderado y se distanció de la autonomía radical o tipo Canadá, modelo impuesto desde 1867 por los ingleses en aquella posesión americana. La muerte de Román Baldorioty de Castro en 1889 representó también la muerte del radicalismo en el Partido Autonomista Puertorriqueño, aunque nada asegura que su supervivencia hubiese dirigido a la organización en otra dirección. Todo ello explica por qué en 1892, momento en que José Marcial redacta su memoria, el Partido Autonomista mostraba tanta inestabilidad a la vez que se empantanaba en medio de numerosas luchas internas.

José Marcial escribió sobre Lares muy consciente de todo aquel entramado. Como en otros casos, la obra de José Pérez Moris resultó ser una pieza clave para el analista, pero José Marcial adoptó una interesante postura respecto a la misma. Se trata de la mirada crítica de un filántropo que no deja de proyectar un fuerte sentimiento pietista y romántico en sus reflexiones. El autor no vacila en confirmar que «lo de Lares» es un «memorable suceso», es decir, digno de ser recordado. Esto tiene mucha relevancia porque, en el siglo 19, el historiador  es quien decide lo que se recuerda y lo que se olvida.

Del mismo modo que lo había hecho su hermano Francisco Mariano, no vaciló en achacarle al acto rebelde de 1868 el empeoramiento de las condiciones coloniales durante el fin de siglo. Su juicio historiográfico representa la continuidad de una tradición interpretativa que se instituyó como una preconcepción o prejuicio válido. La represión del estado es una repuesta a la rebelión y no al contrario.

El aspecto de las condiciones coloniales que preocupaba a estos dos autores era que las relaciones de los liberales reformistas y autonomistas con los conservadores e incondicionales, se habían agriado en extremo después del hecho de armas y, con ello, se diluían sus posibilidades concretas de acceder al poder. La historiografía estaba puesta al servicio del proyecto político liberal reformista, ahora autonomista. La metáfora es simple: Lares justificó la tiranía de España, tiranía personificada en el «Instituto de Voluntarios» y la «Guardia Civil», dos cuerpos policiacos creados después de 1868. La insurrección legitimó la represión que tocaba a sectores que no eran peligrosos y cuya hispanidad no debía ser puesta en cuestión. Bajo aquellas condiciones, el campo de posibilidades de su política centrista y moderada se limitaba.

Para demostrar sus opiniones el autor recurrió a escenarios de estirpe romántica: su visita en 1874 a la tumba de tres rebeldes en Silla de Calderón guiado por un campesino, la narración de la tortura inmisericorde a Manuel Rojas, entre otros, justifican su piedad ante la desgracia de los rebeldes derrotados. Lo que le preocupaba eran los excesos de poder del vencedor. Para ello elaboró una imagen atemorizante del «soldado cruel» como «torturador», personificado en Martínez, Berris, Iturriaga, y documentada con la obra de Pérez Moris. Del mismo modo, la crítica a las actitudes cuestionables del Corregidor de San Germán, Fernando Acosta, y del hacendado José Ramón Fernández, conocido como el Marqués de la Esperanza, son datos interesantes.

El juicio de José Marcial sobre la Insurrección de Lares y sus líderes, Ruiz Belvis y Betances, sirve para contrastar las posturas conservadoras y liberales. Su fuente principal, el conservador Pérez Moris, aspiraba a llamar la atención sobre la conjura con el fin de confirmar la peligrosidad del separatismo. Pero José Marcial, como su hermano Francisco y más tarde Salvador Brau Asencio, la devalúa reduciéndola a una «calaverada». La imagen que tiene de Ruiz Belvis no es muy distinta a la del historiador conservador: el rebelde de Hormigueros se caracterizaba por su «carácter dominante, voluntarioso y poco avenible» y porque alardeaba de su radicalismo; a pesar de ser un buen escritor, resultaba un pésimo orador.

Betances, a quien Pérez Moris calificaba como una medianía o un mediocre, era para José Marcial un buen médico, pero era «reservado, algún tanto excéntrico, afectando singularidad en el vestir», e ideológicamente era un republicano que alardeaba de su radicalismo y le faltaban dotes oratorias. Desde su punto de vista, ninguno de los dos tenía facultades de líder y les faltaba «el prestigio que da el dinero». Los apuntes demuestran la cercanía que había tenido con ambos. Enjuiciar la forma en que una persona habla, viste o escribe implica que los escuchó, compartió socialmente con ellos de cerca y los leyó.

La derrota de la insurrección se explicaba por el hecho de que las «masas (eran) tímidas y vírgenes en este género de aventuras», por lo que no se comprometieron con el proyecto revolucionario, y porque el liderato era muy crédulo o confiaba en exceso en que así sería. Una persona como José Marcial que, probablemente, nunca conspiró a favor de ninguna causa, juzgaba el trabajo de dos veteranos conspiradores activos desde 1856 y 1857 en esas tareas.

Al final de su evaluación el autor deja la impresión de que la muerte de Ruiz Belvis en Valparaíso, Chile, en un cuarto del Hotel Aubry de aquella ciudad, liquidó la conjura. Como investigador de aquella figura, le doy el beneficio de la duda. De las gestiones que hacía el abogado en América del Sur, dependía el apoyo internacional que pudiese obtener el levantamiento de 1868. Pero la presunción de que el doctor Betances debía haberse arrepentido de la aventura, no fue sino la expresión de un deseo del autor más que una certeza.

Hay un notable proceso de infantilización de la generación rebelde en la escritura de José Marcial, sin duda. Pero ello resulta lógico porque el historiógrafo citado nunca fue separatista, no quería serlo y quería evitar que lo confundieran con uno de ellos. Esa fue la actitud emblemática del liberalismo y el autonomismo durante todo el siglo 19., y no ha dejado de imprimirse de modo original en el siglo 20. Devaluar, infantilizar y apiadarse con el idealismo de los separatistas independentistas, ha sido un componente interpretativo común en el siglo 20, en especial cuando se evalúa su sector independentista. Protegerlos contra la mácula de la crítica y proteger su hipotética pureza y rectitud, ha sido la otra. Ambas son posturas emocionales e irracionales que habrá que evaluar en algún momento.

Nota: Publicado originalmente en 80 Grados-Historia  el 15 de agosto de 2014.

mayo 24, 2015

Historiografía puertorriqueña: la historiografía liberal y el separatismo en el siglo 19

  • Mario R. Cancel Sepúlveda
  • Historiador y escritor

 

La intelectualidad criolla y la historiografía liberal veían al separatismo como una ideología que atentaba contra la hispanidad y lo codificaban como un peligro. Los intelectuales e historiógrafos integristas peninsulares o españoles, quienes se identificaban con el conservadurismo y el incondicionalismo, manifestaban la tendencia a exagerar la amenaza separatista con el fin de llamar la atención de las autoridades para que estuviesen atentas al mismo y lo reprimiesen con eficacia. Ese fue el caso de los escritores Pedro Tomás de Córdova (1832), un alto funcionario del gobierno colonial, y de José Pérez Moris, periodista y administrador del Boletín Mercantil (1872).

Ambos utilizaron alegorías extravagantes para llamar la atención sobre una amenaza que, si tocaba a la gente común, sería capaz de contagiarlos como si se tratase de una peste con potencial epidémico. Para Pérez Moris la mejor metáfora para describir la propaganda separatista era la de un «virus» que se esparcía con capacidad suficiente para penetrar hasta «las últimas capas sociales». Igual que una fiebre, los separatistas «extraviaban la opinión», es decir, la confundían. Ramón E. Betances, aseguraba ese comentarista, «inocula entre las masas el odio a la nación». La «nación» no era otra que la España monárquica y autoritaria que la intelectualidad criolla reclamaba como signo de identidad. La misma lógica se aplicaba a la otra figura que llamaba la atención de los comentaristas: Segundo Ruiz Belvis. La única diferencia era que, muerto el abogado en 1867 diez meses antes de la intentona de Lares, los señalamientos se concentraban en el médico de Cabo Rojo. Pérez Moris tenía un particular interés en llamar la atención sobre las diferencias entre ambos caudillos. Pero en cuanto a la vocación contracultural de los dos líderes, no vacilaba en equipararlos. El producto del discurso era completamente distinto a la imagen romántica del héroe martirizado que inventó en algún momento la intelectualidad separatista antes de la invasión de 1898, y la nacionalista después de aquella.

Tanto en Córdova como en Pérez Moris se reiteraba la tendencia a equiparar a los separatistas independentistas y los anexionistas a Estados Unidos. La impresión que dan aquellos textos a quien los lee desde el presente, es que temían más a la anexión que a la independencia o a la confederación de las Antillas. Después de todo, ambos autores reconocían la complejidad del separatismo del siglo 19 y las contradicciones internas que lo aquejaban. Los integristas de origen peninsular coincidían con la intelectualidad criolla en ese aspecto. Por eso la intelectualidad peninsular conservadora acostumbraba acusar a los liberales reformistas, ya fuesen asimilistas, autonomistas moderados o radicales, de poseer vinculaciones con los separatistas a pesar de que aquellos sectores juraban ser tan integristas como sus acusadores.

El conservadurismo y el liberalismo tenían por adversario natural común al separatismo. Ser separatista, desde la perspectiva conservadora, equivalía a no ser un buen español. Pero ser separatista, desde la perspectiva liberal, implicaba que no se era un buen criollo, es decir, un insular que desea ser reconocido como un español. El criollo, no hay que olvidarlo, sufría de una ominosa «ansiedad por la hispanidad» que nunca se cumplió del todo. Visto desde esta perspectiva, la marginación de los separatistas era más que notable y su condición de minoría dentro de una minoría, agravaba más su situación. El hecho de que los separatistas fuesen tan «puertorriqueños» como los criollos no alteraba la situación porque la opinión política se articulaba sobre el criterio de la relación y el afecto a la hispanidad.

Ramón E. Betances y Antonio Cabassa Tassara (1860)

Ramón E. Betances y Antonio Cabassa Tassara (1860)

Por eso la Insurrección de Lares (1868) resultó ser un tema historiográfico polémico. En aquel evento el separatismo se hizo visible confirmando el temor de Córdova en 1832. El comentarista por antonomasia de aquel acto rebelde, poco consultado al día de hoy, fue precisamente Pérez Moris en 1872, hecho que lo convirtió en una fuente obligatoria para los intelectuales criollos que se acercaron al asunto de la rebelión e incluso para los comentaristas estadounidenses que miraron al evento tras la invasión de 1898.

La historiografía políticamente conservadora de Pérez Moris proyecta la figura siniestra del separatista con los atributos de un anti-héroe pleno. El separatista -Ruiz Belvis o Betances o José Paradís- poseía un carácter «intratable y altanero» que se manifiestaba a través de un «lenguaje mordaz y atrevido», cargado de un cinismo que ofendía a las «personas honradas y bien nacidas». El separatista no era ni «honrado» ni «bien nacido». Se trataba de gente que «no se hace amar, pero se imponen» y que podían ser violentos, sanguinarios y morbosos hasta el extremo, además de anticatólicos, materialistas o incluso ateos. Un argumento cardinal fue la afirmación de que los separatistas «empequeñecen y calumnian a Cortés y a Pizarro», es decir, laceran la hispanidad y ofenden el orgullo nacional hispano.

La censura extrema que pesaba sobre el tema del separatismo en 1872 provocó que, incluso, hablar mal de separatismo fuese considerado tendencioso: evaluarlo, devaluarlo o valorarlo, siempre conllevaba el riesgo de ser condenado por las autoridades. El texto de Pérez Moris fue censurado por el general liberal Simón de la Torre acorde con los valores dominantes en el «Sexenio Liberal», por la razón de que denostar tanto a los separatistas podía encomiar la «sedición derechista». Paradójicamente, la misma censura que impedía defender el separatismo en la prensa y los libros, impedía a los conservadores despacharse con la cuchara grande tras la derrota de la insurrección de 1868.

Para la intelectualidad criolla, por otro lado, el separatista y el separatismo también ofendían a la hispanidad, como ya se ha señalado en otro artículo. La intelectualidad criolla y los separatistas estaban en lugares distantes del espectro político. Lo cierto es que el separatista y el separatismo como tema intelectual no fue una prioridad en la década de 1870. Era como si, con la excepción de Pérez Moris, todos coincidieran en que había que echarle tierra al asunto para que nadie lo recordada. Me parece que los intelectuales criollos liberales temían tocar un tema que podía afectar sus aspiraciones políticas concretas durante el «Sexenio Liberal». Sin embargo, cuando se extendió a Puerto Rico la Constitución de 1876 -eso ocurrió en abril de 1881 con numerosas limitaciones a la aplicación del Título I o Carta de Derechos- el tema comenzó a manifestarse con alguna timidez. En el contexto de la reorganización de liberalismo alrededor de la propuesta autonomista, entre 1883 y 1886, distantes ya los sucesos de Lares, la discusión maduró.

Un texto emblemático de la mirada liberal autonomista en torno al separatismo y a la Insurrección de Lares lo constituye la obra de Francisco Mariano Quiñones (1830-1908), Historia de los partidos reformista y conservador de Puerto Rico, publicada en Mayagüez en 1889, poco después de la tragedia de los Compontes. El que hablaba era un autonomista moderado que había estado muy cerca de una de las figuras más notables del separatismo independentista, Ruiz Belvis, y del liberal reformista José Julián Acosta. En ese sentido, se trata de un testigo de privilegio de la evolución de las ideas políticas, culturales, literarias e historiográficas durante el siglo 19.

Quiñones, como buen intelectual criollo, establecía de entrada que Puerto Rico era «miembro inseparable de la gran familia española». La estabilidad de la familia que constituían la colonia y el imperio, estaba amenazada por un «mando militar» asfixiante y una «pesada máquina administrativa». La solución era eliminar «el estigma del nombre de colono» del panorama pero no mediante la separación sino mediante la integración y la autonomía. Nadie puede negar que Quiñones se opusiera al colonismo, como se denominaba al colonialismo en aquel entonces. Pero la metáfora de la «familia» y el uso del adjetivo «inseparable», lo ubican a gran distancia de cualquier separatista al uso. ¿Por qué el interés en dejar aclarados esos puntos? Porque los conservadores e incondicionales les achacaban a los liberales autonomistas «el nombre de separatista, que tanta bulla ha hecho en nuestras contiendas políticas» y eso afectaba el desempeño de aquel proyecto político, es decir, minaba sus posibilidades de acceso al poder. De allí en adelante el texto se convirtió en un esfuerzo por demostrar hasta la saciedad que los autonomistas no eran separatistas ni enemigos del orden.

En Quiñones la «asonada de Lares» era un acto que solo había servido para justificar la razia conservadora contra los autonomistas, es decir, los responsables de la represión furiosa de su partido eran los separatistas. «Asonada» es un sustantivo que vale por tumulto violento ejecutado con fines políticos cercano al motín. No sólo eso, aquella había sido una asonada «imprudente…en los campos de Pepino y Lares, sin raíces en los demás pueblos de la Isla» que contravenía las «pacíficas tendencias» y las «costumbres apacibles de nuestro pueblo». El desarraigo de los rebeldes, argumentaba Quiñones, se había combinado con la brevedad del acto rebelde para que, «dispersa a los primeros disparos de nuestros propios milicianos, ni dio tiempo para que el país pudiese apreciar el carácter y las miras de los que la acaudillaban». Para Quiñones, Lares resultó en una «algazara con media docena escasa de muertos».

Detrás de aquella postura estaba la tesis de que los separatistas no representaban al «verdadero puertorriqueño» el cual se presumía morigerado en la política, pasivo en la vida social e integrista de corazón. Para Quiñones la figura cimera del momento había sido el Capitán General Julián Juan Pavía y Lacy al evitar un injusto derramamiento de sangre en la isla a raíz de la revuelta. La valoración histórico-política de Quiñones sobre la Insurrección de Lares era que aquel acto había favorecido o legitimado la agresividad del bando conservador: «dio al partido conservador lo que antes le faltaba: fuerza, cohesión, crédito y disciplina; es decir, organización perfecta». El discurso que medra tras aquellas afirmaciones era que Lares había justificado los Compontes. El separatismo y la «calaverada de Lares», solo sirvieron para agriar las relaciones en el seno de la «gran familia española» en la isla. Lares fue un acto de gente de poco juicio que no correspondía a los valores de la hispanidad. Quiñones habla el lenguaje de Pérez Moris, sin duda.

Quiñones no sólo estaba intentando ganarse la confianza de los conservadores y las autoridades españolas afirmando su hispanidad de bien mientras atacaba el separatismo. Su interpretación confirmaba, mejor que ninguna otra, el anti-separatismo y el integrismo de numerosos intelectuales autonomistas de fines del siglo 19. El culto fervoroso a la hispanidad era comprensible: era la manifestación concreta del culto al progreso que identificaban con España. A nadie debe sorprender que, tras la invasión de 1898 y desaparecida España del panorama, Estados Unidos ocupara esa posición sin fisuras aparentes. Quiñones acabó militando en el Partido Republicano Puertorriqueño que defendía un programa estadoísta. Ser integrista bajo España y bajo Estados Unidos, no representaba para él una ruptura sino un acto de continuidad.

La historiografía criolla o puertorriqueña nunca desdijo de la hispanidad. Poseyó un discurso político moderado que se cuidó mucho de las imputaciones de radicalidad que le hacían desde la derecha española. La pregunta es: ¿hubo acaso alguna historiografía separatista que contestara a la tradición hispana conservadora y a tradición criolla o puertorriqueña de tendencias liberales autonomistas. En efecto la hubo y a discutirla me dedicaré en una próxima reflexión.

Publicado originalmente en 80 Grados-Historia el 11 de junio de 2014

 

septiembre 26, 2013

Juan Troche Ponce de León II: nota biográfica

Tomado de Mario R. Cancel y Héctor R. Feliciano Ramos, “Juan (Troche) Ponce de León II: Forjador más destacado y visible del pueblo puertorriqueño durante el siglo XVI” en Puerto Rico: su transformación en el tiempo (2008) San Juan: Cordillera: 121.

Este puertorriqueño nació en San Juan de Puerto Rico en algún momento entre 1521 o 1523. Hijo de García Troche y Juana Ponce de León, nunca utilizó el apellido paterno sino el de su abuelo y conquistador de Puerto Rico. Se educó en las escuelas con los maestros de su época en San Juan. Dado que su tío Luis -heredero universal de Juan Ponce de León- abrazó la vida religiosa en Santo Domingo y renunció sus derechos de herencia en favor de García Troche, su cuñado. A la muerte de éste en 1539 Ponce de León II heredó los títulos, honores y hacienda de su ilustre abuelo, Juan Ponce de León, conquistador y Primer Gobernador de Puerto Rico, así como las abundantes riquezas de su padre.

Juan Troche Ponce de León
Juan Troche Ponce de León

A partir de 1540, en distintos momentos tuvo a su cargo las responsabilidades de la Alcaldía de la Fortaleza, Contador, Tesorero de la ciudad, procurador de la Isla. En la década de 1550 también lo encontramos ocupando los cargos reales de factor, veedor y contador. En 1558 se refirió a Puerto Rico como “mi propia patria”, lo que lo convirtió en el primer puertorriqueño en referirse al país de esa forma. Años más tarde también fue apoderado en Puerto Rico de Pedro Menéndez de Avilés adelantado de la Florida. En 1567 gestionó en España y obtuvo los títulos de Gobernador y adelantado de Trinidad, con los que obtuvo permiso para conquistar y colonizar esa isla antillana. Esta fue una de las pocas empresas en que no tuvo éxito.

En 1577, habiendo enviudado años antes, renunció en favor de su hijo mayor todos sus nombramientos y porque deseaba “entrar en Religión y ordenarme clérigo”. Mientras se preparaba religiosamente, en abril del 1579 el gobernador Francisco de Obando dejó a Ponce de León II como gobernador interino, cargo que ocupó con dignidad por poco más de un año. En 1581 fue seleccionado, junto al Bachiller Antonio de Santa Clara, por el gobernador Juan de Melgarejo para contestar un interrogatorio real. El documento redactado por ambos se conoce como la Memoria de Melgarejo por haber sido remitida a España en 1582 junto a una carta firmada por aquel gobernador. La Memoria constituye, sin lugar a dudas, una expresión muy importante del regionalismo que por la época se desarrollaba con fuerza por toda Hispanoamérica. También es la primera memoria histórico-geográfica de Puerto Rico redactada por un puertorriqueño. Con ella se inicia la historiografía puertorriqueña. De 1581 también es el dibujo científico que Ponce de León II hizo de un eclipse lunar observado desde el Convento de los Dominicos que en ese momento era su residencia. Además de ser uno de los primeros dibujos de ese tipo hechos por un americano, por medio del mismo se determinó exactamente la posición geográfica de Puerto Rico.

Como religioso, a partir su ordenación, Ponce de León II también se destacó al ocupar una canonjía en el cabildo catedralicio y ser designado Arcediano (especie de juez) de la Catedral. Los testimonios de diferentes obispos de la época acreditan a Ponce de León II como hombre “de mucho valer…, entendido en letras humanas y persona de mucho gobierno». Luego de una fructífera vida, en la que ocupó las posiciones sociales y económicas más altas, importantes cargos de la colonia, y algunos de los de la Iglesia Católica, en algún momento de la década del 1590, que no se ha podido precisar, murió Juan (Troche) Ponce de León II. Visto desde el presente, no queda duda de que este hombre no solo fue el principal “hombre público” nativo de Puerto Rico, sino además, el forjador más destacado y visible del pueblo puertorriqueño durante el siglo XVI.

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