Puerto Rico entre siglos: Historiografía y cultura

julio 28, 2023

Bonocio Tió y la cultura puertorriqueña del siglo XIX

  • Mario R. Cancel Sepúlveda
  • Historiador

Publicado originalmente en Claridad-En Rojo, 22-28 de abril de 2004: 22-23.

Hablar del olvido de ciertos episodios y figuras en la historia de Puerto Rico es lugar común de nuestra historiografía. No tengo por lo tanto que insistir en que Bonocio Tió Segarra, como tantos otros, no ha sido materia de estudio sistemático de los investigadores profesionales a pesar de los valores que signan una vida pública y privada valiosa por sí sola. Es posible que su papel político desde la resistencia antiespañola, y su condición de esposo de una de las mujeres más comentadas de la historia nacional, Lola Rodríguez, tenga mucho que ver con eso.

Pero también, y esto es un problema puramente técnico, la tardía recopilación de su obra que recién elabora Carlos F. Mendoza Tió,[1] ha sido un impedimento para la difusión de su rica y compleja vida dentro de un siglo, el XIX, que se acostumbró muy rápido al culto de ciertas figuras canónicas.

Nacido en Lajas el 30 de enero de 1839, Tió Segarra es parte de la vigorosa generación criolla que se formó en la América posindependencia y que, desde una posición privilegiada, pudieron elaborar una imagen articulada de lo que llamo el primer «puertorriqueñismo académico» identificable. Aquella promoción que vio crecer a figuras tan dispares como Eugenio María de Hostos y Ramón E. Betances, Alejandro Tapia y Rivera y José Julián Acosta, Martín Travieso y José Coll y Britapaja, Francisco y José Marcial Quiñones, fue definitiva en los campos de combate tanto cívicos como culturales en el proceso de maduración de lo que el siglo XX reconocería como la «nacionalidad puertorriqueña». Desde la resistencia radical hasta la resistencia tolerante con todas sus variantes, nadie puede negar que allí había nacido una comunidad opinionada capaz de redamar a España cambios en un régimen envejecido y agonizante.

Bonocio Tió Segarra

Formado originalmente en San Germán, símbolo junto a la capital del más adusto coloniaje español, se desarrolló Tió Segaría en un momento en que la colonia sentía el crecimiento de la industria azucarera y la vigorización de su comercio tras la pérdida del gigantesco imperio español en la América continental.

A temprana edad es enviado a la Universidad de Barcelona, estudios que no me consta haya terminado. La importancia del ambiente catalán me parece clave. En aquella universidad estudiaron Manuel Corchado y Juarbe[2] y José Coll y Britapaja, dos de las personalidades liminares del pensamiento heterodoxo en Puerto Rico. En distintos periodos, Barcelona recibió a figuras como Manuel Alonso Pacheco, Santiago Vidarte, Francisco Vasallo, Cayetano Coll y Tosté, Federico Degetau, Cayetano Coll y Cuchí, Rosendo Matienzo Cintrón, Manuel Zeno Gandía, José Gualberto Padilla y tantos otros, todos claves en la formación de la ambigua conciencia criolla del siglo XIX insular.[3]

Barcelona fue un hervidero durante aquella segunda mitad del siglo XDC y a fines de la década de 1870 y entrada la de 1880, las vanguardias anarquistas, culturales e ideo-religiosas dominaban la ciudad condal. Estudiar el impacto de aquel contexto en la vida de Tió Segarra y su generación es una tarea que nadie se ha propuesto ejecutar todavía. Lo cierto es que Tió Segarra, aunque parece haberse desarrollado al margen de aquellas corrientes retadoras del orden hispano-católico, cultivó el contacto con aquellos compañeros de estudio hasta el final de su vida.[4]

Visto desde adentro de Puerto Rico Tió Segarra; desenvuelve como un espíritu más tradicional y clásico que el de los sectores radicales de la década de 1860, la inquieta o la intranquila. Entre liberalismo, autonomismo y separatismo, se desplegaron las actividades políticas del pensador de Lajas. Yo me atrevo a afirmar que en Tió Segarra anidaba un «radicalismo esencial» por todo lo que esas ideologías significaron en términos de un reto para la España decimonónica. Progresista en el sentido neoclásico y moderno de la palabra, a Tió Segarra no le quedaba otra alternativa que rechazar una tradición imperial que atentaba contra los grandes proyectos de su siglo, el adelanto material de occidente.

La mejor imagen de lo que llevo dicho puede percibirse en su poco difundida obra periodística y literaria en general. Tió Segarra es un humanista por afición. Ya se sabe cuan hermanadas estuvieron durante el siglo XLX la experiencia periodística y la literaria como agentes creadores de opinión en los sectores cultos del orden criollo.

El periodismo independiente y de opinión y, en menor grado, la industria del libro nuclearon buena parte de aquella promoción de intelectuales a la vez que hicieron posible la maduración de toda una serie de proyectos políticos e ideológicos claves para la comprensión de la conciencia criolla del momento. Tió Segarra fue uno de los protagonistas de aquella gesta de la prensa insular y Mayagüez, foco editorial de gran pujanza, fue el centro de operaciones que el joven lajeño eligió en 1869 trasladarse a aquella localidad para formar su negocio «París en América».[5] Pedro Perea Roselló asegura que su casa ubicaba en la esquina noroeste de las calles Sol y Mirasol y que periodismo y tertulia se compaginaron para convertir a aquel escenario en uno peligroso para las autoridades.[6] Habitante de una urbe dinámica, lejos del Lajas natal y del San Germán de las tradiciones, Tió Segarra aseguró su espacio en la historia de las ideas insulares.

A pesar de todo lo que se diga, siempre he creído que la zona suroeste de Puerto Rico ha jugado un papel definitivo en la invención del canon puertorriqueño. No creo tener que aclarar que no se trata del regionalismo cómodo que trata de inventar el hito cultural con el detalle superfluo. Se trata de que la convivencia de las más contradictorias visiones de mundo en el Puerto Rico de fines del siglo XIX, tuvo en esta franja de pueblos que comienza en Ponce, pasa por Yauco, desemboca en San Germán, Mayagüez y Aguadilla para cerrar, me atrevo a decir, con Arecibo y Utuado, un precioso habitad donde desenvolverse a pesar de los frenos del poder colonial. Es obvio que Ponce y Mayagüez fueron los grandes centros de ese hacer y, en ambos, la presencia de Tió Segarra dejó sus huellas.

Fue desde las ciudades y a través de las hojas de La razón (1874), La paz (1875), El anunciador comercial (1880), El diario de avisos (1880), La patria (1880), La almojábana (1881), todos de Mayagüez; y La página (1879) de Ponce, órgano del gabinete de lectura de aquella ciudad,[7] que aquel conjunto desafío las autoridades españolas con un valor que no debía sorprender a nadie.

La pluralidad ideológica del grupo de intelectuales que rodeaban a Tió Segarra es notable. El núcleo de Mayagüez incluía liberales peninsulares del calibre de Carlos Peñaranda, el Gran Maestro Masón Antonio Ruiz Quiñones, el asturiano Manuel Fernández Juncos; e intelectuales insulares como José María Monge, conocido como «Justo Derecho» y el ideólogo  espiritista Mario Braschi, entre otros. Incluso separatistas confesos, como fue el caso de Nicolás López de Victoria, vivieron marginalmente aquella experiencia creativa.[8]

El núcleo de Ponce lo mantenía en contacto con elementos liberales como Alejandro Tapia y Rivera, autonomistas radicales como Román Baldorioty de Castro y Salvador Brau, literatos de la talla de Manuel Zeno Gandía y Manuel Corchado y Juarbe que tanto significaron en la definición de la visión de mundo criolla antes de 1898. En aquellos grupos urbanos que usaban el arma de la imprenta y la palabra, estaba representada la vanguardia intelectual liberal de 1870 y 1880 batallando para hacer avanzar sus intereses particulares.

En la industria del editorial y el mundo del libro y la crítica literaria sistemática, Tió Segarra ocupó un lugar prominente en su tiempo. Es cierto que, esencialmente, coincidió con la crítica española tan bien significada en las Cartas puertorriqueñas de Carlos Peñaranda.[9] La tesis organicista de la «orfandad literaria», la «postración» y el «silencio digno» de las ideas y los ideólogos, es el epicentro de su crítica en el prólogo a Mis cantares (1876) de Lola Rodríguez.[10] Ese documento se convierte en algo así como un «Cuaderno de quejas» al estilo de los del periodo revolucionario francés. En el mismo se comentan los obstáculos al crecimiento de la casa letrada, que son paralelos a los obstáculos que impiden el desarrollo de la colonia, y se cría el mito de «Lola, la poetisa de excepción». El problema es que la generación romántica no podía comprender, por su clasismo, el desarrollo de la nacionalidad independientemente de su cultura letrada que no dejaba de ser la expresión de una élite intelectual.

Aquella generación, que no podía quejarse de falta de contacto con Europa porque eran europeos por formación, se sentía anquilosada por la censura y ahogada por la represión del oficialismo hispano-católico evidentemente. Lo cierto es que, a pesar de las quejas, había una rica actividad cultural en la colonia. De hecho, de los 250 títulos publicados sobre Puerto Rico o por autores puertorriqueños entre 1831 y 1886, 22 vieron la luz en Mayagüez y 61 en la mitad oeste desde Arecibo y Ponce hacia aquella ciudad[11] según la bibliografía del dramaturgo Manuel María Sama. Aquella descentralización del hacer cultural puertorriqueño es un fenómeno que hay que investigar desde el punto de vista de una historia cultural atrevida y retadora.

Tió Segarra también está en el origen del arte teatral puertorriqueño de ribetes españoles. Su obra La fiesta del genio, escrita en verso a la manera calderoniana,[12] habla no sólo de la voluntad teatral del ideólogo, sino del cardinal afecto que, desde la oposición, dispensó a los iconos de España. La trasposición de patriotismos para, por medio de personajes como «Borinquen», «Progreso», «Inteligencia» plantear su proyecto político dentro de unas estructuras poéticas muy bien construidas es evidente. Su activismo alrededor del Casino de Mayagüez, del cual fue vocal desde su fundación en 1874 y en su- Comisión del Segundo Centenario de Calderón estuvo en 1881, demuestran un compromiso con la cultura académica que no tiene que sorprender a nadie.[13]

Aquel conjunto de seres humanos, que bien podría llamarse «la Generación de 1880», vivió entre la desilusión de Lares y el encono con el autoritarismo español. La misma crece con una gran predisposición al cambio y a sacrificarlo todo por el proyecto del siglo: el progreso en todos los órdenes. Pero así mismo fue terreno fértil para el pro americanismo infantil de 1898.

Generación entre Alejandro Tapia y Rivera y José Gautier Benítez, dice Francisco Manrique Cabrera,[14] entre neoclasicismo y romanticismo tardíos en el marco de la afirmación criolla, siempre fue renuente a «vivir» el parnasianismo y el modernismo literarios, o a conceptuar el mundo desde la óptica realista-naturalista a pesar de que no desconocían aquellas tendencias renovadoras.[15] El tradicionalismo hispánico selló buena parte de su creación de una manera indeleble.

A la altura de 1898 aquella generación agotada, lo que quedaba de ella, transó con el nuevo régimen en aras del soñado proyecto modernizador y de progreso material para la isla. Tió Segarra, como buen comerciante, fue también un admirador del empuje estadounidense y del espíritu de empresa de la gente del norte. Para él, «el pueblo yankee» era «el pueblo cosmopolita», «el pueblo evangélico (entiéndase mensajero) del mundo».[16] La admiración por aquella sociedad, signo de un orden nuevo como la había interpretado Alexis de Tocqueville mucho antes, es patente en la correspondencia personal de Lola Rodríguez a su sobrina Laura cursada entre julio de 1896 y enero de 1899, los momentos cruciales del arribo a Nueva York desde La Habana y la invasión americana y el gobierno militar en Puerto Rico. Lamentando la muerte de Ramón E. Betances la poeta asegura: «El pobre ha muerto en los momentos en que Pto. Rico pasa de un dueño cruel a otro dueño que no hay que dudarlo lo hará feliz y próspero pero que es dueño también al perder la esperanza de ver independiente a su adorada Borinquen!»[17] El conformismo venció a la rebeldía potencial.

Yo recuerdo, y esto es un simple paralelo histórico, que cuando Rosendo Matienzo Cintrón abandonó el republicanismo anexionista en 1903 para consolidar la «Unión de Puerto Rico»; y cuando dio el salto al independentismo de izquierda para formar el Partido de la Independencia en 1912, fue acusado de ser una «veleta política.» Ya antes había militado entre autonomistas y ortodoxos históricos antes de la invasión de 1898. Matienzo, quien era genial, respondió que a fin de cuentas quien cambiaba no era la veleta sino el viento. La metáfora de la historia no puede ser más clara.

Yo creo que las transacciones de Tió Segarra no se pueden explicar ni con el cómodo  sello de la supuesta «maduración política»; ni con la injuria de la «veleta política». Eso implicaría enjuiciarlo con conceptos ajenos a su tiempo y esa no es la tarea del investigador profesional. Después de todo, tras la invasión, Tió Segarra regresó a La Habana. No vino a Puerto Rico a defender ninguna de las opciones que parecía apoyar. Ese debate está abierto desde que un 25 de octubre de 1905 falleció en aquella ciudad Bonocio Tió Segarra. Sólo aguarda la dedicación y la serenidad de alguno de nosotros.

En Aguadilla y Hormigueros, P.R. 22 – 23 de septiembre de 2000


[1] Consúltese el trabajo de C. F. Mendoza Tió, Investigaciones literarias V. Bonocio Tió Segarra (Poesía) (San Juan: Colección Hipatia, 1983)

[2] J. Rivera de Álvarez, Diccionario de literatura puertorriqueña. Tomo II. Volumen II (San Juan. Instituto de Cultura Puertorriqueña, 1974): 1532; T. Sarramía, José Coll y Britapaja. Vida y  obra (San Juan: Librería Editorial Ateneo, 1997): 13 y V. Géigel Polanco, «Apuntes biográficos Manuel Corchado y Juarbe» en Obras completas. Tomo I (San Juan. Instituto de Cultura Puertorriqueña, 1975): 12.

[3] Véase el comentario de T. Sarramía en Op. cit.

[4] El poema «A Manuel Corchado» (Décima culta) en C. F. Mendoza Tió, Op. cit, 35, es un excelente ejemplo de ello. La posterior colaboración en la prensa mayagüezana y ponceña también.

[5] Ibid., 12

[6] P. L. Perea Roselló, Los periódicos y los periodistas de Mayagüez (Ponce: s. e., 1962): 44.

[7] A. S. Pedreira, El periodismo en Puerto Rico (Río Piedras: Editorial Edil, 1982): 210, 239, 393, 396, 432, 499, 503, 523 y P. L. Perea Roselló, Op. cit, 18,21-22.

[8] Véase el comentario de A. S. Pedreira, Op. cit., 239 sobre el destino de la imprenta de Tió Segarra en 1889.

[9] Consúltese C. Peñaranda, Cartas puertorriqueñas 1878-1880 (San Juan: Editorial «El cerní», 1967): 30-34 y 35-40 especialmente.

[10] L. Rodríguez de Tió, Mis cantares (Mayagüez: Imprenta de H. Fernández, 1876) según citado en C. F. Mendoza Tió, Op. Cit., 13.

[11] Véase M. M. Sama, Bibliografía puertorriqueña (San Juan: Ateneo Puertorriqueño, 1887) y los comentarios de S. Aguiló Ramos, Mayagüez: Notas para su historia (San Juan: Comité de Historia de los Pueblos, 1986): 36.

[12] En Fiesta literaria en honor de Don Pedro Calderón de la Barca celebrada en el Casino de Mayagüez (Mayagüez: Imprenta de Martín Fernández, 1881). Puede consultarse completa en C. F. Mendoza Tió, Op. cit., 205- 223. Véase el comentario al respecto de L. E. Sosa Ramos, Desarrollo del teatro nacional en Puerto Rico (San Juan: Comisión Puertorriqueña para la Celebración del Quinto Centenario, 1992): 23.

[13] Véase Subcomité de la historia de Mayagüez, Historia de Mayagüez (Mayagüez: Comité del Bicentenario de la Fundación de Mayagüez, 1960): 242,243.

[14] F. M. Cabrera, Historia de la literatura puertorriqueña (Río Piedras: Editorial Cultural, 1965): 141.

[15] Buen ejemplo de ello es el tomo de J. R. González, editor, Estudios literarios. Premiados en el Certamen del Círculo de Recreo de San Germán (San Germán: Estudio Tipográfico de González, 1881) que tiene reedición al cuidado de J. Hernández Cruz, editor (San Germán: Universidad Interamericana, 1995). Consúltese a M. R. Cancel, «Sobre los Estudios literarios: Apuntes para un estudio» en Ibid.., iv-xxv.

[16] C. F. Mendoza Tió, Op. Cit.:  22.

[17] Archivo Casa Museo Tió, Documentos sin clasificar, Correspondencia.

junio 26, 2023

Una cruz y un laberinto: una metahistoria de nuestra historia decimonónica. Apuntes sobre El laberinto de los indóciles de Mario Cancel

“Ante la proliferante masa de información y datos, hoy las teorías son más necesarias que nunca. Impiden que las cosas se mezclen y proliferen. Y de este modo reducen la entropía. La teoría aclara el mundo antes de explicarlo.”

-Byung-Chul Han, La agonía del Eros, p. 87.

  • Iliaris A. Avilés-Ortiz
  • Departamento de Humanidades
  • Recinto Universitario de Mayagüez

Nota de: CANCEL SEPÚLVEDA, Mario. El laberinto de los indóciles. Estudios sobre historiografía puertorriqueña del siglo 19, Cabo Rojo, Editora Educación Emergente, 2021, 198 pp.

Lecturas (no tan) accidentales

Seamos honestos: la historia que se enseña en nuestras escuelas no supera la bucólica versión del taíno jugando en su batey, el africano esclavizado de sus múltiples vicisitudes y penurias, y el blanco conquistando y colonizando medio planeta. Toda una caricatura que reproducimos cada noviembre en las malogradas “Noches de la puertorriqueñidad”. Si hay suerte y tiempo en la escuela, del relato de las «tres razas», damos un salto cuántico a la emblemática fecha de 1898 que inaugura un intrincado siglo XX, donde se pierde el ritmo de lo que sucede.  Es lo que aprendí en los noventa y comienzos del presente siglo (1998-2007), cuando aún vagaba sobre nosotros el espíritu de Víctor Fajardo, es lo que aprendí tanto en el sistema público como privado de enseñanza de la colonia. Sí, soy millennial y hablaré como tal, pues no quiero que esta reseña pase como un mero escrito de carácter académico, sino como una honesta invitación a leer y pensar. Claro, ya sé que al autor que me propongo a reseñar prefiere poner en paréntesis todo aquello que tenga que ver con las manías o eslóganes generacionales que nos dividen para darle el paso al diálogo constructivo y desvelador, como pretendía Ortega y Gasset en El tema de nuestro tiempo.

A los 13 años, mi padre me había regalado el libro de historia de Puerto Rico de Francisco Scarano al que apenas hice caso hasta cumplidos los 20 años, sola y lejos de casa. En Madrid, me hicieron (sí, con carácter de ineludible acato) volver la mirada hacia Puerto Rico, su historia y, por supuesto, a aquel libro que había recibido en unas navidades muchos años atrás y que hoy se encuentra lleno de anotaciones y tachaduras. Con él, comencé a conocernos.

Conocí a Fray Íñigo Abbad y Lasierra (1745-1813) mientras investigaba para una monografía que debía entregar para un curso de maestría titulado Pensamiento geográfico español (whatever that means!). Tendríamos que hablar de los discursos en torno al determinismo geográfico y Fray Íñigo se mostró como fuente de un relato interesante, pero rebosante de estereotipos y comentarios sesgados por una visión racista, paternalista y eurocéntrica sobre lo que vio y vivió en su estancia en Puerto Rico durante la década de 1780. Me divertí leyéndolo, no lo niego. Podía encontrar alguna relación entre la narración de Abbad y Lasierra y autores como Francis Willoughby en A Relation of a Voyage Made Through Spain (1673) o los diarios de Alexander von Humbdolt (recopilados entre finales del siglo XVIII y mediados del XIX) que tuve que leer para el mentado curso. Mientras leía a Fray Íñigo no dejaba de pensar en los textos de religiosos y políticos protestantes que utilizaban una narrativa similar cuando se referían a los pueblos del mediodía europeo o a los de origen ibérico alimentando—a su vez—la «Leyenda Negra».

Luego, vinieron otras lecturas y relatos. Dejé al fraile español en el olvido hasta hace unos meses cuando cayó en mis manos El laberinto de los indóciles. Estudios sobre historiografía puertorriqueña del siglo 19 del profesor Mario R. Cancel Sepúlveda, publicado a finales del 2021 por Editora Educación Emergente. De la pluma de Cancel había leído ensayos y algunas de sus bitácoras en-línea. Este siempre ha sido un referente en muchos de mis trabajos sobre el devenir del pensamiento puertorriqueño. Entiendo que la filosofía no puede desgajarse de la historia y la literatura que la alimentan (recordando también que las segundas, a su vez, se alimentan de la primera). Y esto queda muy claro en la obra del profesor de Hormigueros.

Ahora bien, en el texto que nos ocupa—El laberinto de los indóciles—Cancel nos presenta una metahistoria. Es decir, un análisis historiográfico de la historia política del siglo XIX puertorriqueño que puede, muy bien, leerse aderezada de otros textos publicados por el mismo autor en Puerto Rico entre siglos: Historiografía y cultura y, sobre todo, aquellos publicados en 80 grados a lo largo del 2020 y 2021, donde presenta sus reflexiones sobre la crisis y pertinencia de la historiografía en el presente siglo.

En arroz y habichuelas, ¿qué es eso de la metahistoria? ¿Por qué nos concierne?

Vivimos en un mundo lleno de datos. Cuando dicto algún curso de historia de la filosofía los estudiantes se preocupan mucho por las fechas. Les encanta escribir datos, pero no (re)pensarlos, ni interpretarlos. Por eso, los exámenes les toman por sorpresa.  No hay duda de que los datos son importantes; sin embargo, muchas veces no nos damos cuenta de que esos datos son aprehendidos, sentidos, analizados y abstraídos en un relato interno que nos hacemos sobre el mundo y la realidad en la que estamos inmersos. Esos datos los tomamos de los acontecimientos, de nuestras observaciones sobre el mundo que nos rodea, de nuestros estados anímicos, de la literatura, de la cultura popular y demás manifestaciones del ser humano. De ahí, comenzamos a narrar y, por consiguiente, darle sentido y coherencia al mundo. Como homo narrans, nos alimentamos del relato.

En Sobre la historia (2007), el filósofo francés de origen polaco, Krzysztof Pomian, arguye que la historia como llega a nosotros se encuentra vinculada a un problema epistemológico; entiéndase, al problema del qué y cómo podemos conocer. Los libros de historia, los ensayos, la poesía, las novelas y el resto de las manifestaciones literarias nos regalan una interpretación del mundo, una narración que nace y se alimenta del sujeto que escribe, de sus condiciones materiales y experiencias. Cuando leemos libros de historia, ensayos o novelas, estamos heredando y reproduciendo categorías epistémicas, políticas y éticas con las que evaluamos el mundo. Sin embargo, corresponde al historiador desvelar lo que hay detrás de esos relatos que asumimos como ciertos. Por esta razón, se dice que aquel especialista que se interesa por realizar estudios historiográficos lo que escribe es una historia de la historia o una metahistoria: disecciona el constructo cognitivo-existencial de quienes nos precedieron. En otras palabras, la historiografía estudia cómo los historiadores (académicos o no) han leído el pasado y cómo ese pasado ha llegado a nosotros en forma de discurso.

Precisamente, eso es lo que hace Mario Cancel en su libro: contestar qué visiones de mundo, sociales, estéticas, morales y políticas han alimentado la construcción del relato histórico ideológico-político del Puerto Rico decimonónico, cómo estas se han ido arrastrando y extrapolando hasta el presente (y cómo afectan nuestro incierto panorama político actual). De ahí, el guiño que hace el autor al sempiterno debate literario e intelectual puertorriqueño en el título: la mención a la (in)docilidad del boricua. ¿Es el puertorriqueño dócil o indócil? Pero, ante todo, ¿cómo se ve y qué quiere este? La respuesta nos lleva, irremediablemente, por un intrincado laberinto.

Un laberíntico objeto de estudio

El objetivo o fin de Cancel es claro, aunque el objeto de estudio no lo sea, como él mismo reconocerá a lo largo del ensayo. El historiador y profesor del Recinto Universitario de Mayagüez pretende analizar cómo ha ido evolucionando desde el siglo XIX la retórica en torno a nuestro pasado colectivo y cómo esta nos ha llevado a un contradictorio, conflictivo e incierto presente. Para lograrlo, el autor desmenuzará los discursos esgrimidos desde los extremos del espectro político del país: el integrismo y el separatismo en el siglo XIX, y el estadoísmo e independentismo en el siglo XX. Estos binomios ideológicos serán analizados desde la discursividad de los diversos “yo”-colectivos y la alteridad constituida por los poderes imperialistas coloniales que nos han poseído (España y Estados Unidos). ¿Pueden estas visiones tan complejas, como contradictorias y diversas, ayudarnos a escribir una nueva historia política? Cancel se lo cuestiona; sin embargo, adelanto que este será parco sobre el porvenir y nos advertirá que entender nuestro pasado histórico con los ojos del presente (y con la esperanza de tener más luces de cara el futuro) puede resultar ambiguo y hasta contraproducente.

Las fuentes de las que se alimenta Cancel son variadas: cartas, ensayos, cortes de periódico, memorias, testimonios, novelas, artículos, ponencias y demás. Con estas, crea un marco teórico-interpretativo para evaluar la intrincada historia de Puerto Rico y legarnos una especie de “tesauro” con el que entender el devenir ideológico del país y cómo este se trastocó tras la emblemática fecha de 1898.  El autor tampoco pierde de vista que el siglo XIX es clave para la construcción de los relatos históricos nacionales tanto en América como Europa y su análisis nos mantendrá en saludable contexto para entender mejor lo que dijeron y pensaron nuestros escritores y pensadores en su momento.

La memoria histórica y el poder

La reflexión historiográfica de Cancel se alimenta—principalmente—de tres figuras dispares: Fray Íñigo Abad y Lasierra, Alejandro Tapia y Rivera y Ramón Emeterio Betances. Los discursos, las lecturas y las respuestas generados por estos en relación con los centros de poder nos ayudan a desplazarnos por las encontradas visiones del panorama político decimonónico: qué se apropió, qué se desdeñó y cómo estos discursos generaron una marca ideológica que incide en nuestra lectura del pasado y en la construcción de un relato identitario (sin mencionar el ponernos de acuerdo para la construcción de un proyecto de país).

Cancel no se limita a los autores mencionados, sino que su propuesta la robustece con otros personajes menos canónicos para probarnos cómo los discursos y narraciones se convierten en dispositivos o instrumentos de y por el poder. De esta manera, el autor presenta cómo la concepción de la historia (oficial) y de la memoria histórica es ideológica y, por tanto, maleable, dinámica, pero también peligrosa si no se maneja con cuidado. Es decir, los relatos históricos presentados en la obra del historiador hormiguereño son en todo el sentido de la palabra políticos: gestan y manejan el poder, pues también emanan de él, de los privilegios de clase y aspiraciones de quiénes los enunciaron sin importar su ubicación dentro del espectro político local decimonónico.

Un aspecto interesante del texto de Cancel lo podemos encontrar en los primeros epígrafes en los que este elabora sobre Abbad y Lasierra. En Historia geográfica, civil y natural de la Isla de San Juan Bautista de Puerto Rico (1788), texto fundacional de nuestra historiografía y redactado bajo el calor de la Ilustración europea, Abbad y Lasierra marca la alteridad como eje discursivo en la construcción del relato histórico insular (y también como punto de partida para la concepción de una identidad). Cancel, muy asertivamente, nos señala el “yo”-europeo enunciado por el fraile benedictino versus la alteridad del insular que está siendo enunciada por este a través de su mirada y descripción de “lo distinto”. A nuestro entender, esta disyunción—más adelante—se presentará como la fisura que alimentará de forma constante el uso del discurso en torno a la hispanidad que Cancel identifica como punto de encuentro entre los diversos relatos ideológicos del país. La relación con el otro es una munición, una herramienta-arma de poder: amor y odio. No hay duda de que los discursos hispanófilos (amor) e hispanofóbicos (odio) profesados por nuestros prohombres y esgrimidos en momentos bien concretos de nuestra historia encuentran su origen en esa relación con el otro que nos define, posee y que vemos explicitado en la obra del fraile español. 

Teseo en el laberinto: contribuciones

Más allá de los datos, Cancel nos hace entender cómo las narraciones históricas son instrumentos ideológicos (desde los sujetos ubicados en un espacio y tiempo condicionado por estructuras ambientales, materiales y sociales) que surten efecto en el devenir de los acontecimientos (en los hechos, lo que pasó). Por tanto y como lo hace sutilmente en “¿Qué pasa en la historiografía? Después del Giro Cultural, ¿qué?” (junio, 2021), Cancel se ubica contra las teorías historiográficas que reducen las narraciones históricas a meras estructuras biológicas (perspectiva esgrimida por Alex Rosenberg) y reafirma que los conocimientos históricos también se alimentan de dinámicas sociales que pueden ser contradictorias.

A lo largo de su exposición diádica-dialéctica, Cancel realiza una revisión histórica de los acontecimientos emblemáticos del siglo XIX puertorriqueño. Nos invita a pensar históricamente, concretamente, a ponernos nuevos lentes para leer y entender las reacciones ante el Grito de Lares (1868), la abolición de la esclavitud (1873), la concesión de la Carta Autonómica (1897) y el cambio de soberanía (1898). Igualmente, con el ensayo podemos entender mucho mejor cómo y porqué el discurso separatista en el siglo XIX e independentista en el pasado siglo XX han tenido dificultades para cuajar y prevalecer.

Se agradece que el texto exponga sin sesgos románticos las posturas reformistas, autonomistas y separatistas que conforman nuestro pasado. Sobre todo, se agradece que el texto se distancie del acostumbrado relato metrocentrista y canónico, y le dedique epígrafes completos a pensadores del oeste pobremente trabajados como los hermanos Quiñones. Igualmente, nos parece enriquecedor que el autor—desde su experiencia y conocimientos—señale nuevos enfoques y áreas dignas de estudiar a fondo como son la obra de Elzaburu y el Betances emprendedor.

Otra virtud del ensayo es su diafanidad. El texto es fluido, como si se conversara con el autor, quien conoce el tema y sabe bien lo que va a escribir y cuál es su intención. De esta manera, no nos perdemos en el laberinto, sino que la prosa de Cancel surte el mismo efecto que el hilo regalado por Ariadna a Teseo. Cancel nos lleva por los recovecos de aquellos que escribieron nuestra historia siempre teniendo presente que estos relatos no corresponden al Volksgeist o espíritu del pueblo, sino al de las élites ilustradas de nuestra tierra. El autor, igualmente, es cuidadoso con la semántica, el uso y significación de las palabras en el tiempo y su polisemia. De esta manera, también nos invita a poner en paréntesis las propias nociones de libertad y progreso.

Sin duda, El laberinto de los indóciles contribuye significativamente al estudio historiográfico del país y refresca el panorama, invitándonos a nuevas lecturas y metodologías. Alimenta el espíritu crítico y el deseo de verdad que mueve al historiador, al científico social y al filósofo. Sería adecuada e interesante ver una continuación que realice el mismo ejercicio con la historiografía del siglo XX (del cual el autor ha escrito tendido) y, sobre todo, del siglo XXI; que evalúe y piense lo que se escribe. Sabemos que la tarea es ardua, pero la esperamos.

Nos parece que el ensayo que nos lega Cancel es de consulta necesaria para todo aquel interesado en la historia, pensamiento y literatura de nuestro país, ya que no solo nos hace bajar del pedestal a los personajes que escribieron la historia que vivimos y padecemos, sino que nos hace conscientes de que los relatos—reales o no—construyen realidades tan pesadas como muros infranqueables. Cancel nos da la lección con pelos y señales: los libros de historia cambian según el relator. Ahora nos corresponde ser críticos y leer por igual, y con pinzas, a vencedores y vencidos.

Referencias

ABBAD y LASIERRA, I. (1788) Historia geográfica, civil y natural de la Isla de San Juan Bautista de Puerto Rico. Isabel Gutiérrez del Arroyo, ed. (1979). Río Piedras: Editorial Universitaria.

CANCEL SEPÚLVEDA, M. (2021). “¿Qué pasa en la historiografía? Después del Giro Cultural, ¿qué?”, 80 grados, URL: https://www.80grados.net/que-pasa-en-la-historiografia-despues-del-giro-cultural-que/

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HAN, B.C. (2020). La agonía del eros. Barcelona: Herder.

POMIAN, K. (2007). Sobre la historia. España: Cátedra.

Publicada originalmente en Revista Siglo 22 (Octubre de 2022)

junio 15, 2023

Otros Betances: intersecciones y fronteras

  • Mario R. Cancel Sepúlveda
  • Catedrático de Historia

Fronteras

En su libro El mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe II (1949) Fernand Braudel llamaba la atención sobre la relevancia de la “fronteras culturales”1. Aquel no era un concepto vacío o divorciado de la materialidad. Braudel, un escritor excepcional y un maestro de la interpretación socioeconómica, las figuraba como un lugar con ramificaciones geoambientales, registro sobre el cual apoyó muchas de sus indagaciones, que fijaban los límites entre dos espacios precisos. En su libro evaluaba la función de ciertas “fronteras físicas” en la edificación de las “fronteras culturales”. El proceso era complejo: elementos de la materialidad y la inmaterialidad se combinaban en la arquitectura de esos confines imaginados y ambiguos. Aquellos eran lugares de cruzamiento y mestizaje cuyo resultado siempre era problémico, celebrado por unos y condenado por otros. Ocasionalmente las calificó con el adjetivo de “cicatrices”.

En su modelo Braudel marcaba el papel de los ríos Rin y Danubio como linderos entre dos Europas distintas por la voluntad de la discursividad histórica de una de aquellas: Europa Occidental y Oriental. A las distinciones en cuanto al lugar que ocupaban cada una de las Europas en relación con el amanecer y el ocaso, se agregaban otras que diversificaban el contraste y la oposición entre el “yo” y el “otro”. La “mismidad” y la “otredad” son lugares cargados de equívocos, siempre relativos a la situación del que mira y enjuicia. Las “fronteras culturales” precisaban la posición entre “nosotros” y “ellos” a la vez que saciaban ciertas necesidades espirituales y simbólicas a la hora de la definición de una identidad colectiva egoísta.

Ramón E. Betances Alacán en el Album Mariani (1892)

Las discrepancias de los mundos marcados por el Rin y el Danubio provenían de la Antigüedad, habían sido sugeridas por la retórica de Heródoto mismo, y se reafirmaron a partir de los Descubrimientos Geográficos y la Reforma Evangélica. Después del 1949, cuando Braudel escribía, adoptarían tesituras ideológicas vinculadas a dos modelos económico-sociales opuestos. Lo cierto es que Occidente y Oriente siempre han sido concepto transeúntes, tornadizos y frágiles: si en la Edad Media se distinguían por una peculiar formulación del cristianismo (heterodoxos y ortodoxos), durante la Guerra Fría chocaron a la luz de su organización material (capitalistas y socialistas).

Todo sugiere que aquellas fronteras, lindes o límites nunca fueron impermeables. El historiador cultural Peter Burke ha sido insistente en cuanto al asunto de que el hibridismo horizontal y vertical siempre ha sido ineludible.2 La evitación del impacto del “otro” en el “yo” y la protección de la castidad es una quimera. A pesar de la voluntad puritana y maniquea que ha animado a numerosos observadores en la evaluación de los contrastes que se hacen visibles en las fronteras, la penetración de los valores y prácticas de uno en otro, voluntaria o impuesta, deseada o rechazada, siempre ha sido significativa y, en cierto modo, enriquecedora para los involucrados. La absorción total de una parte por la otra, así como la subsistencia pura y prístina de aquellas es una utopía. La dinámica de las culturas lo impide.

El hecho de que el algún momento ciertos elementos de las partes motejaran el cruzamiento como una patología maligna o un contagio del “yo”, no desmiente la afirmación. Las oposiciones imaginadas, antinómicas para algunos, nunca imposibilitaron el hibridismo. Los historiadores culturales aceptan que las “fronteras culturales” son lugares de encuentro o “zonas de contacto” ideales para la elaboración de prácticas “híbridas” de todo tipo. El hecho de la inevitabilidad del mestizaje no lo hace democrático. Algunos rasgos integrados son resultado de la “libre selección” mientras otros son impuestos de manera jerárquica y adoptados a regañadientes. Con eso en mente quiero mirar brevemente el lugar las fronteras en el imaginario de Ramón E. Betances Alacán (1827-1898).

Otras fronteras: 1898, España, Las Antillas

El 1898 es una de esas “fronteras culturales”, es decir, un punto de “encuentro” entre dos culturas asimétricas materializado a través de una guerra. La confrontación entre el decadente Reino de España y el emergente poder de Estados Unidos no comenzó en el 1898 ni fue una eventualidad inesperada. La historiografía tradicional, geopolítica y socioeconómica del conflicto así lo ha reconocido. El interés hegemónico de Estados Unidos en el Gran Caribe como frontera con el mundo Hispanoamericano, debía mucho a la Doctrina de James Monroe (1823) y a la consolidación de las independencias políticas de las Repúblicas del Sur entre 1829 y 1833. Según he aclarado en un escrito en torno a la figura de Antonio Valero de Bernabé (1790- 1864), los intereses estadounidenses y británicos tuvieron mucho que ver con el olvido del “compromiso bolivariano” con la separación de las Antillas.3 El realismo político de aquellas limitó el respaldo a la soberanía de las Antillas españolas.

Un elemento que pospuso la materialización del control de Estados Unidos fue el reto de la expansión hacia el oeste, un proceso iniciado con la compra de Lousiana en 1803 y que culminó con la cesión mexicana de 1848 y la adquisición de La Mesilla en 1853. Con ello se combinaron las exigencias de una nueva fase de su revolución industrial iniciada tras la Guerra Civil (1861-1865) cuando la urbanización y el crecimiento del sector financiero, así como la inmigración, repuntaron. Curiosamente Estados Unidos recibía numerosos inmigrantes procedente de la otra Europa señalada por Braudel, la que estaba más allá del Rin y el Danubio.

A lo largo de todo el siglo 19, desde 1815 hasta 1868, la relación entre el mercado español y el estadounidense a través de Cuba y Puerto Rico, estimuló a ciertos sectores del capital criollo a especular sobre la posibilidad de separarse de España para ponerse bajo la protección o ser plenamente anexados de aquel país. Abonada por las relaciones materiales, había florecido una afinidad ideológica, llana o profunda, entre las elites que pronto desembocaría en la discursividad separatista anexionista. El republicanismo, uno de los proyectos más significativamente modernos del siglo 19, fue clave para la radicalización del anexionismo puertorriqueño. Pero también limitó mucho su alcance en un Puerto Rico en el cual una parte importante de la clase criolla seguía siendo monarquista de buena fe aún después del 1898.

Las partes involucradas en el 1898 no eran desconocidas la una para la otra. La clase criolla y los sectores de poder hispanos y extranjeros conocían a los estadounidenses a través de sus representantes de negocios y cónsules. La gente común comía harina y carnes saladas estadounidenses e, incluso, construían sus casas con maderas procedentes de aquel país. En Puerto Rico la retórica integrista conservadora española, utilizada en sus escritos por Pedro Tomás de Córdova desde 1831, tenía dos rostros. Por una parte, advertía al gobernador Miguel de la Torre cuánto debía cuidarse de ellos. Por otro lado, insistía en que la permanencia de las Antillas en manos españolas era resultado de los logros administrativos de aquél. Al ensalzar el éxito, la eficacia y la promesa de progreso cumplido que la hispanidad representaba para la isla, reconocía en el gobierno de Estados Unidos y sus aliados locales, los separatistas independentistas y anexionistas, un adversario al cual había que temer.4

Lo que compartían aquellos sectores era un anti españolismo radical que tuvo en la retórica de Betances Alacán el ejemplo más obvio. El intelectual de Cabo Rojo no solo desconfiaba de la capacidad de España para estimular un proyecto modernizador justo para Puerto Rico y Cuba sino que también abogaba por la desespañolización de su cultura y sociedad. Al evaluar su actitud muchos comentaristas se equivocaban. El anti españolismo betanciano no significaba que estuviese dispuesto a tolerar el control estadounidense de su país, postura de la cual lo acusaron durante la década de 1860 los conservadores al interior de Puerto Rico para los cuales la Insurrección de Lares había sido un infundio auspiciado por los “americanos”. Aquella representación fue retomada por un segmento de la intelectualidad unionista y republicana a principios del siglo 20 cuando los restos de Betances Alacán fueron traídos de París y homenajeados en 1920.5

No cabe duda de que su convicción separatista independentista no le impedía reconocer que Estados Unidos era una entidad más “progresista”, en el sentido que ello tenía en el siglo 19, que España. Pero por ello, también era potencialmente más peligrosa para los intereses materiales de los antillanos. La desespañolización que proponía no era un callejón sin salida romántico o una consigna vacía. La lectura de sus textos y la revisión de su praxis política sugiere que el proceso de desespañolización era el preámbulo de una (re)occidentalización de la cultura y la sociedad antillana más allá de lo que el decadente Reino de España podía garantizar. Después de todo, España no podía dar lo que no tenía. Pero también quedaba claro que ello no significaba dejarse seducir por Estados Unidos.

Betances Alacán, esta es una lectura plausible, coincidía con el novelista Alejandro Dumas (1824-1895) para quien, como para tantos intelectuales de la Europa Central, “África comenzaba en los Pirineos”. En términos culturales una “España africana”, en un sentido estricto, era una España morisca, arabizada. Su menosprecio a la hispanidad se sostenía, sin embargo, en un severo juicio político-cultural en torno al autoritarismo monárquico acorde con el espíritu de 1789. En la década de 1870 Betances Alacán, un crítico educado, asumía que si se quería “progresar”, Alfonso XII debía ser el Luis XVI de España. Nada más amenazante a pesar de que el tiempo de las guillotinas había pasado. Tácitamente reconocía la existencia de una Europa verdadera y otra falsa y asumía una “frontera cultural” cuya “frontera física” coincidía con el límite oeste del Imperio Carolingio o la vieja Marca Hispánica: los Pirineos que servían de pretexto a Dumas.

El reino que sojuzgaba a las Antillas no era parte de la Europa moderna y, bajo su control, las puertas del “progreso” estarían cerradas para ellas. Por el contrario, España se ajustaba más a la atmósfera social de dos entidades jurídicas retrógradas que ni siquiera eran europeas: el Imperio Ruso y el Turco.6 El europeísmo u occidentalismo del puertorriqueño se alimentaba por igual de un secularismo radical que desconfiaba del poder que poseían el discurso católico, ortodoxo e islámico en el engranaje de aquellos sistemas de gobierno. Las alianzas entre la clerecía y la aristocracia, frenaban el desarrollo de una conciencia ciudadana moderna.

Entre el proyecto modernizador estadounidense y el de la verdadera Europa el cual, a pesar de sus reservas durante la Era del Imperialismo, identificaba con Francia e Inglaterra, Betances Alacán sentía más simpatías por el segundo. Por lo menos eso sugiere su respaldo a un proyecto de inversión de capital de origen británico y francés para el desarrollo de la península de Samaná en oposición a cualquier plan análogo que dejara aquella estratégica región de la vieja Española en manos de inversores estadounidenses.7 El europeísmo u occidentalismo betanciano, una noción clave para su figuración de la confederación antillana, no era otra cosa que un arma contra la intervención de las fuerzas armadas y el capital estadounidenses en las islas.

La inversión de capital en la península de Samaná y la Mole de San Nicolás, había sido objeto de negociación por dos funcionarios anexionistas: el dominicano Buenaventura “El Jabao” Báez (1812-1884), presidente entre 1868 y 1874; y el haitiano Sylvain Salnave (1827-1870), presidente entre 1867 y 1870. En medio de la inflexión del 1868 y cuando aún no había madurado el confederacionismo antillano como un artefacto de la identidad colectiva y una alianza geoestratégica interinsular, aquellos estaban de acuerdo en ofrecer al capital estadounidense privilegios comerciales tanto en Samaná como la Mole de San Nicolás por consideraciones muy prácticas. La inversión de capital redundaría en el “protectorado” de Estados Unidos a las frágiles soberanías, la “media independencia” si reinvierto la retórica betanciana, de ambos países.

La situación era muy embarazosa. Las tensiones de República Dominicana con España, por cuenta del empeño en restaurar una parte de su imperio perdido durante la era del Romanticismo Isabelino; y las de Haití con Francia por razón de la deuda externa de la república con la vieja metrópoli, así como la emergencia de movimientos antigubernamentales liberales en ambos territorios, forzó a aquellos gobiernos a solicitar el socorro interesado de Estados Unidos. Las decisiones de ambos fueron hijas de la necesidad y no de la irracionalidad o afinidad emocional enfermiza con la cultura sajona. Pero así funcionaban las ideologías: las urgencias de seguridad en un momento dado, se reformulaban alrededor de un discurso que acababa por equiparar una alianza desigual con un pacto entre iguales, y la intervención interesada del otro con una forma de la libertad.

Aquellas negociaciones que al fin y al cabo no condujeron a ninguna parte, afectaron los intentos rebeldes de Yara y Lares en 1868. Al recabar apoyo para su causa en República Dominicana y Haití, Betances Alacán tuvo que negociar con la oposición en cada caso: Gregorio Luperón (1839-1897) y Nissage Saget (1810-1880), los cuáles poco podían hacer en nombre del estado nación que los había proscrito. Cuando aquellos ascendieron temporeramente al poder ya era muy tarde para la revolución en Puerto Rico.

Para Betances Alacán, europeísta y occidentalista convencido, las conexiones con el capital europeo constituían una garantía para la libertad que el capital estadounidense no podía asegurar: desconfiaba de la estrecha relación entre el capital y las fuerzas armadas en aquel país. Bueno, si acepto lo que afirman los materialistas históricos, el capitalismo es egoísta independiente de su vinculación nacional pero, después de todo el médico de Cabo Rojo no era materialista histórico. La postura de Betances Alacán, en cierto sentido cándida, sería insostenible en el presente. El pensador asumía que la independencia de las Antillas debía construirse a pesar de la opinión estadounidense, en contra de su grandes intereses hegemónicos y su intención de “absorberlas” económicamente, una de las puntas de lanza de los separatistas independentistas al criticar el anexionismo.8

Las Antillas debían favorecer las ambiciones de los antillanos, sus legítimos dueños. Ello requeriría alcanzar su soberanía por sí mismas con unión, fuerza y libertad, según el modelo discursivo de la “Joven Italia”. Para ello habrían de elaborar alianzas estratégicas fuera de la esfera del dólar y de los intereses militares estadounidenses. Desde la perspectiva cultural, las Antillas debían dejar de ser españolas y, en lo posible desespañolizarse a fin de redimirse de los rasgos retrógrados heredados de su metrópoli histórica. Pero el proceso tendría que asegurar que siguieran siendo europeas con el fin de evitar caer en las redes de la voracidad del capital estadounidense. El respeto a Estados Unidos como signo de progreso que Betances Alacán nunca ocultó, terminaba cuando ponía en riesgo la soberanía futura de las Antillas. Su lógica al tratar la táctica y estrategia de la cuestión antillana demuestra que para este pensador, si uso el lenguaje de Braudel, las Antillas constituían una “frontera cultural” marcada por una “frontera física”: el Mar de las Antillas y la cadena de islas.

Betances Alacán, vale la pena aclararlo, no era un romántico político. Reconocía el fracaso parcial de las soberanías de aquellos países pero rechazaba como solución la anexión neta o el protectorado de Estados Unidos. Los problemas que traía la “media independencia” haitiana y dominicana, podían solucionarse por medio de una racional y bien articulada confederación antillana, según maduró el concepto en el seno de las vanguardias antillanas posteriores al 1868 en medio del Sexenio Democrático español (1868-1874).

La confederación se refinó como teoría con varios fines. Primero, para mantener a Puerto Rico en la carrera por la separación e independencia dado el hecho de que Lares no había tenido los efectos de Yara. Segundo, para aplacar la injerencia estadounidense en las Antillas y el crecimiento del anexionismo o el proteccionismo neocolonial en las huestes separatistas y en las medias independencias. Y tercero, para devaluar las esperanzas de los liberales reformistas y autonomistas de que la relación de Cuba y Puerto Rico con España, dada la actitud de la Primera República, podía repararse.

Su pragmatismo lo distinguía, pero no lo oponía, a las concepciones el sociólogo krausopositivista Eugenio María de Hostos (1839-1903) y del poeta José Julián Martí Pérez (1853-1895). La Confederación de las Antillas debía constituirse como una “frontera política y cultural” eficaz entre el norte y el sur que excluyera la hispanidad por el bien de las islas y del hemisferio. La visión geopolítica betanciana, ausente de ilusiones, era transparente en ese sentido.

La consistencia de Betances Alacán en cuanto a ello fue notable. Entre los años 1882 y 1884 fungió como 1er. Secretario de la Legación Diplomática Dominicana en París ad honorem bajo la presidencia del dictador haitiano Ulises “Lilís” Hereaux (1845-1899). En medio de encargó visitó la República Dominicana en 1883 donde conservaba una rica relación política e ideológica con Monseñor Fernando Arturo de Meriño (1833-1906) y el General Luperón. En aquel contexto adquirió la ciudadanía dominicana y fue considerado incluso para la presidencia de la nación por los “azules”.

Sus gestiones económicas en Europa en nombre de la República Dominicana fueron consistentes con la evaluación que acabo de comentar. El diplomático y representante de negocios, Betances Alacán favoreció la fundación de un Banco de la República o Nacional. La idea chocaba con los intereses de los comerciantes y refaccionistas dominicanos y la “Juntas de Crédito” que controlaban el mercado prestatario en la “media independencia” con prácticas análogas a las que realizaba esa clase en el Puerto Rico colonial español. Un sistema monetario estable serviría para frenar su voracidad y, probablemente, para abaratar el costo del dinero y acelerar la circulación de capital y la inversión sanando el mercado dominicano. Su meta era asegurar la estabilidad monetaria y la autonomía del capital local ante los financistas extranjeros y los refaccionistas locales.

No solo eso. En una movida arriesgada, sugirió la utilización de la Bahía de Samaná para fundar un “puerto franco” y la ciudad comercial de San Lorenzo, que sirvieran de intermediario entre Europa y América a la luz de la futura apertura de un canal interoceánico por Panamá que entonces interesaba al capital francés. Para poblar la zona, además de la movilización de dominicanos, insistió en que se animara la emigración de extranjeros con capital, la fórmula mágica de la Cédula de Gracias de 1815, y se autorizara la creación de una colonia judía, una minoría perseguida en la Europa de su tiempo, en la región. A esos fines, fundó con Fereol Silvie, residente en el 11 de la Avenida de Villiers en París, una compañía que obtuvo una concesión por 99 años para crear el “puerto franco” y la ciudad de San Lorenzo en Samaná. Betances Alacán estaba claro en que sólo una burguesía estable comprometida con la nación y la antillanidad, aliada en condición de iguales con los adversarios del capital comercial y estadounidense, podrían moderar la presencia de aquel poder en las Antillas.

Aquella empresa era por demás interesante. En 1886 terminó el periodo de gracia para Betances y Silvie y el proyecto se canceló. Pero ese es un asunto al cual dedicaré una reflexión en otro momento.

Publicado originalmente en Claridad-En Rojo el 16 de mayo de 2023.

Referencias

1Fernand Braudel (1981) El Mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe II (México: Fondo de Cultura Económica): 158-159.

2Peter Burke (2016) Hibridismo cultural (Madrid: Akai) : 64.

3Mario R. Cancel (1990) “El proyecto independentista de Antonio Valero de Bernabé” en Héctor R. Feliciano Ramos, ed. Antonio Valero de Bernabé: Soldado de la libertad. (San Germán: Universidad Interamericana): 113-145.

4Mario R. Cancel Sepúlveda (2011) “Historia oficial: Pedro Tomás de Córdova, Miguel de la Torre y el separatismo (1832)” en Puerto Rico entre siglos URL: https://puertoricoentresiglos.wordpress.com/2011/03/20/historia-oficial-pedro-tomas-de-cordova-miguel-de-la-torre-y-el-separatismo-1822/

5Mario R. Cancel Sepúlveda (2021) “Otros Betances: representaciones de un revolucionario en la prensa de principios del siglo 20” en Puerto Rico entre siglos. URL: https://puertoricoentresiglos.wordpress.com/2021/09/24/otros-betances-representaciones-de-un-revolucionario-en-la-prensa-de-principios-del-siglo-20/

6Ramón E. Betances Alacán (1876) “La culta España” en Haroldo Dilla y Emilio Godínez Sosa (1983) Ramón Emeterio Betances (La Habana: Casa de las Américas): 183-185. Versión digital en URL: https://documentaliablog.wordpress.com/documentalia-ramon-e-betances-alacan/

7Félix Ojeda Reyes (2001) “Betances en los documentos de la Colección Giusti” en El desterrado de París. Biografía del doctor Ramón Emeterio Betances (1827-1898) (San Juan: Puerto): 265-290.

8Todo sugiere que el tema de la “absorción” por el otro, fue objeto de debate entre separatistas independentistas y anexionistas a fines de la década de 1860 y principios de la de 1870, asunto que discutiré en otro momento. Véase “Documento N. 214. Gobierno Superior Civil de la Isla de Puerto Rico. Dirección de Administración. Número 224. Reservado. En A. H. N. Ultramar. Leg. 5110, Exp. 26, Doc. 14. (Mic. en C. I. H.).A. H. N. Ultramar. Leg. 5110, Exp. 26, Doc. 14. (Mic. en C. I. H.)” URL: https://documentaliablog.files.wordpress.com/2018/01/pavia_1868.pdf

May 17, 2023

Otros Betances: pensar e imaginar una figura

  • Mario R. Cancel Sepúlveda
  • Catedrático de Historia

La representación de Ramón E. Betances Alacán (1827-1898) en la historiografía y la discusión cultural puertorriqueña siempre ha sido incómoda. Los Betances imaginados confligen. Una versión, la de las autoridades políticas y culturales hispanas y los liberales autonomistas antes y en el contexto de la guerra del 1898, lo censuró como un enemigo. En efecto lo era. Otra versión, formulada por las autoridades políticas, culturales y mediáticas estadounidenses y sus intermediarios en Puerto Rico durante y después del conflicto entre España y Estados Unidos, lo rescató como un aliado tácito de la desespañolización y americanización de la cultura del país. La postura era discutible. Aquellas representaciones fueron fragmentarias y se articularon con propósitos utilitarios en el marco de luchas concretas.

En el tejido del cambio del siglo 19 al 20, ciertas explicaciones enfatizaron en su republicanismo radical, otras en su abolicionismo filantrópico y solidario y algunas en su separatismo confederacionista persistente. Todas aquellas interpretaciones canónicas aludidas tenían los días contados. Una vez rota la relación con una monarquía, abolida la esclavitud y convertida en una figura retórica del pasado y diluido el discurso del antillanismo confederado al interior del antillanismo hispanófilo de José de Diego Martínez (1866-1918), aquellas figuras retóricas ya no le decían mucho a la gente común. Ese divorcio entre los conceptos y sus contenidos concretos, común al paso del tiempo, no hicieron más que ahondarse a lo largo del siglo 20 y 21.

Betances había sido todo eso y mucho más. Por eso fue una posesión compartida por los muchos herederos de separatismo independentista, confederacionista y anexionista que sobrevivieron el 1898 y elaboraron sus peculiares ajustes a la nueva situación en tierras de Cuba, Puerto Rico y Estados Unidos, entre otras. Tanto lo recordaba con afecto y respeto la amiga de la independencia residente en Cuba Lola Rodríguez de Astudillo (1843-1924), como el estadoísta convencido Roberto H. Todd Wells  (1862-1955) alcalde republicano de San Juan y su principal comentarista y archivista. El futuro de aquella ambigua situación tampoco duraría para siempre una vez el sentido de lo que había sido el separatismo decimonónico,  un intento de frente amplio antiespañol entre independentistas y anexionistas con fines modernizadores,  se diluyera durante los primero años del siglo 20.

Lo que quedaba fuera del radar de aquellas interpretaciones canónicas era mucho. Betances el polímata extraordinario no fue construido con precisión. Con aquellos elementos fragmentarios, el estado, el discurso cultural y el independentismo estaban conformes. El costo de su reducción a fórmulas fue significativo. Superar la simplificación y el emborronamiento era un asunto propio de intelectuales y las luchas políticas poseían otras prioridades. La representación excluía al poeta y el narrador, al traductor del latín y del francés, al periodista y analista político, al diplomático y, sobre todo al médico y cirujano, al investigador científico, el empresario y alguna otra faceta que se me escape. Ocultaba también al maestro del humor cáustico, al escritor furioso, al elegante e informado observador de la situación internacional o al cariñoso interlocutor de sus parientes que amaba el arte en todas sus manifestaciones, las calles de París  y a su perro “Nicolás”, un “documento canino… de convicciones democráticas”  pero con gusto de noble por su pasión por los carruajes, según afirmaba en un texto de junio de 1891.

Ramón E. Betances por Mario Brau Zuzuárregui

La incorporación de sus restos físicos al suelo de Cabo Rojo en 1920 produjo una fuerte impresión política y cultural que animó el nacionalismo de nuevo cuño, aquel que buscada florecer más allá de la retórica de De Diego Martínez, (1866-1918), pero el efecto fue de corta duración. En cierto modo, su regreso introdujo al separatista decimonónico en la discusión política puertorriqueña en el momento en que la promesa de progreso y democracia emitida en 1898 en una proclama militar estaba desacreditada. Las fragilidades de las promesas que viene del norte son bien conocidas. Después de todo, quienes trajeron a casa sus restos de la mano de su viuda Simplicia Isolina Jiménez Carlo (1842-1923), lo hicieron violando una última voluntad suya. Los encargados no habían sido los independentistas y los nacionalistas sino los colaboradores de los invasores del 1898 y, por entonces, los cautos administradores de la colonia: los unionistas y algunos republicanos marcados por el sucio difícil de los hábitos políticos del siglo 19 y animados por la confianza en la buena fe de las autoridades estadounidenses.

Los intelectuales del 1930 y el 1950, independentistas y nacionalistas incluso, lo reinventaron por medio de numerosos recursos enraizados en el romanticismo edulcorado común a las mitologías de la biografía laudatoria. Betances iba camino a convertirse en un signo más de la identidad mestiza y trinitaria de columna vertebral hispano-caucásica, claro está, que se iba consolidando en el discurso oficial como fundamento de una puertorriqueñidad válida para sus tiempos.  La leyenda del rebelde bohemio, el médico de pobres y el aventurero político, perfiles poco documentados y problematizados, se impuso.

Ya no se le representaba como una amenaza al orden instituido sino como una herencia remota bastante diluida que había que recordar de vez en preferiblemente, como lo impuso el Partido Nacionalista desde 1930, cuando se hablaba de Lares o se conmemoraba su natalicio. La imagen de cruzado o mártir de una guerra santa que el nacionalismo católico manufacturó era una máscara que no le ajustaba bien al pensador secular. La distorsión hecha de buena fe, sin duda,  era y el precio que había que pagar a la autoritaria memoria oficial y a la no menos autoritaria memoria de la resistencia para que se recordara a un revolucionario. La autopsia y la momificación ideológica, en la que todos los sectores pusieron su grano de arena, estaba por completarse.

Soy de la impresión de que la elaboración reverencial acrítica de una figura o una gesta, en la medida en que congela su imagen y poda sus filos,  tiene el efecto de aniquilar su potencial como modelo de cambio revolucionario para el presente que lo imagina. Puedo equivocarme al respecto pero la experiencia investigativa me ha convencido de que es más fácil levantar un culto que conocer con precisión crítica el objeto que se reverencia. Los monumentos que significan a Betances, las calles o las edificaciones con su nombre, los bustos y las placas de bronce, son indicadores o pestañas emocionales que puntean el mapa de las ciudades que, en la medida en que ordenan una interpretación del pasado, lo anquilosan de forma autoritaria y frenan las miradas inquisitivas al exigirnos un respeto canónico (o anticanónico) a la larga inofensivo.

Por ello durante los primeros años de la segunda posguerra la figuración betanciana dejó de ser importante para la cultura oficial y su recordación se encapsuló en ciertas grupos. Aquella era la mejor manera de olvidarlo un poco más. A lo largo del proceso de transformación económica, política y social producto del giro reformista que vivió el país entre 1946 y 1954 el poder, lo que eso signifique en lo político y lo cultural es indistinto, no necesitaba de aquella huella incómoda cada vez más distante. Sobre la base del Betances oficial, el republicano, abolicionista y separatista, su memoria era de poca utilidad práctica alrededor del 1950. No le servía al alucinante e iluso reformismo muñocista el cual no hacía otra cosa que culminar el sueño de los autonomistas moderados de fines del siglo 19 que Betances había conocido y condenado enfáticamente por el consistente reproche de aquellos a su separatismo independentista como un acto de locura.

Vuelto a formular por la intelectualidad del 1960 durante el período de antagonismo oscilatorio (1953-1969) y la distensión (1969-1979) de la Guerra Fría, su representación lo transformó en un icono de la nueva lucha por la independencia y las izquierdas socialistas emergentes. La vinculación de la Cuba de fines del 1895 y la de 1959, práctica que resolvió la Guerra Necesaria como un episodio o prolegómeno de la Revolución Cubana, equiparó la solidaridad antillana y el internacionalismo podando otra vez todos los filos que impidieran hacerlo. El problema no fue que lo hicieran sino que no explicaran porqué lo hacían: los socialismos de fines del siglo 19 y los de la última parte del siglo 20 eran cosas distintas. Fue en aquel contexto que se precisaron los parámetros del Betances Alacán que conocen muchos hoy. La Segunda Guerra Fría (1980-1989) nos dejó un prototipo del rebelde al estilo de 1968 que persiste todavía en numerosos observadores.

Ese Betances polimorfo y polisémico inventado una y otra vez por las elites políticas e intelectuales y con escaso arraigo en el pueblo común se estancó tras el fin de la Guerra Fría. Su vida y personalidad, su discursividad y su proyecto revolucionario, salvo contadas excepciones, no llamó mucho la atención de la nueva historia social o la historiografía materialista de las décadas del 1970 al 1990. Tampoco conmovió la de los postmodernistas del 1990 al 2005.

El interés en el siglo 19 de la llamada nueva historia, se concentró en ciertos personajes colectivos sobre la base de la presunción teóricas de que cualquier interés en las individualidades era un pecado de la historiografía tradicional o pequeño burguesa. Para algunos las luchas nacionales y las de clase eran excluyentes. Betances, había enfrentado esa ortodoxia en París a fines del siglo 19 cuando su separatismo era excluido por las izquierdas francesas. Para otros no resultó difícil convertirlo en un icono de otras izquierdas. La riqueza alegórica de ello no tiene precio.

De otra parte, las aproximaciones lingüísticas, conceptuales culturales de los llamados posmodernistas y del giro lingüístico, olvidaron el universo del siglo 19. La arquitectura de la primera modernidad puertorriqueña y sus protagonistas, fracasados o triunfantes, no llamaba su atención. Ni siquiera, otra vez salvo contadas excepciones, evitaron el análisis de la discursividad de los diversos Betances y no mostraron interés en el estudio de la representación de sus imágenes.   ¿Es posible otro Betances en el siglo 21? Siempre lo será. ¿Podemos imaginarlo? La historiografía sería una disciplina por completo inútil si se dijera lo contrario. También es posible imaginar, mi selección es política,  otro Luis Muñoz Marín otro Pedro Albizu Campos u otro José Celso Barbosa. Menos encono y halago infundado siempre vienen bien. En ninguno de estos casos la reinvención debería interpretarse como una invitación la tolerancia liberal vulgar de la diferencia: aquella figuras representaron posturas en muchos sentidos antinómicas. Pero la representación que se construyó de cada uno de ellos durante el siglo 20 tiene poco que decirle a quienes los enfrentan en el siglo 21. El reto es a que se imaginen otros Betances, los posibles y los imposibles. Los menos que ganaremos será el goce de volver a pensarlo una vez más.

Publicado originalmente en Claridad-En Rojo el 12 de abril de 2023.

marzo 27, 2022

El “oro blanco” en la historia de Puerto Rico: un libro de Soraya Serra Collazo

  • Mario R. Cancel Sepúlveda
  • Historiador

El libro de la Dra. Soraya Serra Collazo que me ocupa recoge una meticulosa investigación en torno a uno de los muchos aspectos desatendidos del pasado decimonónico nacional: la industria del algodón. El volumen representa una oportunidad única para enfrentar un problema historiográfico inédito. Debo recordar que una de las quejas más comunes de aquellos que nos interesamos en la historia económica y social de Puerto Rico ha sido el énfasis, en ocasiones excesivo, de la bibliografía al uso en la elucidación de las complejidades del orden azucarero y cafetalero y sus actores sociales en detrimento de otros tales como los frutos menores, las frutas tropicales, el tabaco y, claro está, el algodón. Aunque la marginación de esos asuntos es comprensible, no deja ser una carencia significativa. Para una historia económica y social abarcadora esas ausencias resultan problemáticas en la medida en que impiden una concepción abarcadora del pasado por lo que afirmar que este trabajo comienza a llenar ese vacío resulta forzoso.

El valor de la obra no se limita al hecho de que mire hacia un ámbito pasado por alto. A ello debo añadir que, para producir la misma la autora debió recurrir a los instrumentos de una tradición metodológica e interpretativa que, desde mediados de la década de 1990, buena parte de los observadores de la historiografía puertorriqueña consideran en proceso de revisión o incluso en franco retroceso: me refiero a la historia económica y social. Las implicaciones metodológicas y discursivas de esa decisión son obvias pero, desde mi punto de vista, no podía ser de otro modo.  

El otro “oro blanco”: La producción de algodón en Puerto Rico, 1840-1880, se ha propuesto despejar o desbrozar el campo en torno a un tema marginal en la historiografía puertorriqueña para con ello sentar las bases para su elucidación posterior. El alcance del problema y el modelo central de su análisis, la Hacienda Esmeralda, hizo necesario reducir la óptica y recurrir a procedimientos propios de la microhistoria social que ya se habían aplicado con eficacia al estudio de dos de los iconos temáticos de la llamada Nueva Historia de las décadas del 1970 y el 1980: la economía de la hacienda azucarera y cafetalera.  De más está decir que aquellos proyectos, en la medida en que aspiraban representar de modo confiable el problema planteado, se vieron precisados a recurrir a un constante contrapunteo entre las eventualidades del plano micro que estudiaba el detalle de un centro concreto de producción; y el plano macro que miraba hacia las condiciones del mercado colonial e internacional que le servía de contexto, a fin de precisar la dialéctica entre ambos extremos. Es importante tomar en cuenta que el adelanto o retroceso de la producción de azúcar y de café así como la del algodón, fueron parte de un engranaje que involucraba las economías de dos hemisferios, por lo que la práctica de vacilar metodológicamente entre la microhistoria y la macrohistoria era imperativo si se pretendía culminar este estudio. Las condiciones materiales vinculadas a los precios de las materias primas, los costos de producción y las fuerzas sociales involucradas en el proceso productivo, tenían que evaluarse además al socaire de un universo geopolítico lleno de fragilidades en la medida en que involucraba adversarios potenciales como España, Estados Unidos, Inglaterra o Cataluña, entre otros.

No creo que sea necesario aclarar que los procesos de producción de aquellos tres bienes dependieron de las mismas fuentes de mano de obra, esclavos y jornaleros, por lo que padecieron contrariedades comunes que valdría la pena calibrar con más profundidad. Por otro lado, las fronteras entre uno y otro escenario de producción fueron siempre porosas: los hacendados que cultivaban caña o café también podían aventurarse con el algodón como bien demuestra la investigación de Serra Collazo. Vista desde esa perspectiva, la lectura de este libro profundiza y rectifica la imagen de la burguesía hispano-criolla agraria del siglo 19 que habíamos heredado de la historia económica social, reconociendo en aquella clase un nuevo nivel de complejidad. Con esto lo que afirmo es que la obra de Serra Collazo demuestra lo mucho que falta por hacer en aquellos territorios investigativos. La historia económico social bien elaborada todavía está en condiciones de aportar saberes frescos al acervo historiográfico puertorriqueño.

Las virtudes de esta obra son varias. En primer lugar, si pienso en su contenido, visita una época y un actor de la historia social y económica de Puerto Rico en un momento, el periodo que va desde 1840 hasta el 1880, en la cual las condiciones del orden emanado de las reformas de 1815 se desmoronaban. La introducción de aquel personaje colectivo, el “oro blanco”, adelanta una concepción menos reduccionista del siglo 19 puertorriqueño tan habituado a la exaltación de la “dulce gramínea” de la costa y el “oro negro” de la montaña. La industria algodonera, como el azúcar, fue un ramo que estimuló la profundización de las relaciones económicas entre Puerto Rico y Estados Unidos en aquel periodo. Esta investigación ratifica la presunción de que Puerto Rico tenía, en efecto, dos metrópolis en el siglo 19: una política, España, y una económica, Estados Unidos. El interés estadounidense en el territorio español que condujo al 1898 no se circunscribió al dulce: la fibra también jugó un papel crucial en ello. La forma en que las relaciones materiales o de mercado animaron afinidades inmateriales o ideológicas, es un asunto que habrá que elucidar con recursos distintos a los de la historia social y económica, tal y como informé a la autora durante el proceso de formulación de este proyecto.

En segundo lugar, el discurso de la Serra Collazo consigue un excelente balance que permite que la microhistoria y la macrohistoria social económica y política dialoguen en paridad de condiciones. El balance neto de ese esfuerzo no es otro que el bloqueo de cualquier tentación sobredeterminista propio de la macrohistoria a la hora de producir sus conclusiones.

En tercer lugar, la historiadora ofrece un panorama de la presencia histórica, social y cultural del algodón durante la dominación española hasta fines del siglo 19. El texto elabora el tema de los circuitos internacionales de cultivo, producción y comercio del producto a la vez que ubica con precisión a la Hacienda “La Esmeralda”, que le servirá de modelo para el estudio del fenómeno en Puerto Rico. A lo largo de su estudio aclara el lenguaje propio de la cultura algodonera desde los tipos de semillas y las preferencias del mercado receptor, los criterios de rendimiento de cada una de aquellas, las políticas de fomento aplicadas por el Estado que recuerdan el proteccionismo mercantilista que se aplicó a la caña de azúcar antes y, claro está, el papel que en ese proceso cumplió la intensificación de las relaciones materiales con Estados Unidos.  El algodón, que siempre había estado allí, maduró como opción lucrativa de exportación en una coyuntura particular: la Guerra Civil o de Secesión (1861-1865) y las necesidades de materia prima en un mercado que involucraba también otros socios y adversarios del Reino de España incluyendo a Inglaterra y Cataluña. Al cabo, Serra Collazo penetra el asunto de las circunstancias que condujeron al abandono de la opción algodonera y elabora una revisión parcial de la presencia de la referida experiencia en otros lugares del país. Las dificultades de profundizar en ese aspecto están vinculadas a carencias archivísticas que no estoy en posición de imaginar si podrán ser superadas alguna vez. De esa manera la presencia del “oro blanco” en la historia social y económica de Puerto Rico hasta fines del siglo 19 está completa.

¿A qué nos conmina este libro de Serra Collazo? Desde la perspectiva de un historiador cultural de lo político como es mi caso, se trata de un trabajo sugerente por demás. Es un convite para revisitar y reformular la historia cultural de la economía del siglo 19 puertorriqueño en especial la representación de las formas uso de mano de obra y la percepción de la explotación laboral libre, servil o esclava que algunos intelectuales del poder, en acuerdo tácito con la clase criolla, impusieron. Estimula la indagación de la relación entre la experiencia material desarrollada en los circuitos de producción e intercambio comercial y el desarrollo de las ideologías políticas en el Puerto Rico de mediados del siglo 19, momento en el cual integristas y separatistas de perspectivas diversas consolidaron sus posturas. Invita a reflexionar sobre las probables relaciones entre Ciclo Revolucionario Antillano (1867-1875) y el algodón para balancear el peso excesivo que se le ha dado al universo azucarero en el proceso de marras. Abre la posibilidad de reevaluar el papel de esos renglones, incluido el asunto de la esclavitud, en la diversificación de la resistencia antiespañola que en esa época miraba hacia Estados Unidos como un agente activo ya fuese en la forma de un modelo, un adversario o un aliado potencial. Me refiero, claro está, a los separatistas anexionistas, independentistas y confederacionistas que protagonizaron una parte de las luchas ideológicas en la Década Inquieta (1860-1869) que desembocó en el Sexenio Democrático o Revolucionario (1868-1874). Por último, conmina a insistir en la mirada del “oro blanco” hasta principios del siglo 20 cuando el producto fue evaluado y devaluado por muchos de los observadores estadounidenses que entre 1898 y 1926 visitaron el país como parte del proceso de desarrollo de una relación que sirviera a los propósitos estadounidenses en lo geoestratégico, lo económico y lo político.

El libro de la Dra. Soraya Serra Collazo, El otro “oro blanco”: La producción de algodón en Puerto Rico, 1840-1880, representa una aproximación refrescante que vale la pena paladear. Invito a todos a su lectura reflexiva.

Nota: El texto es el prólogo del libro, Soraya Serra Collazo (2021) La producción de algodón en Puerto Rico. El caso de la Hacienda Esmeralda (1840-1880). San Juan: Los Libros de la Iguana. 337 págs. Agradezco a la autora la oportunidad de asesorar su investigación doctoral en CEAPRC y el privilegio de presentar su trabajo investigativo en este libro. Para más información sobre el mismo visite URL: https://www.facebook.com/marga.maldonadocolon  y https://librosdelaiguana.tripod.com/ .

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