El libro de la Dra. Soraya Serra Collazo que me ocupa recoge una meticulosa investigación en torno a uno de los muchos aspectos desatendidos del pasado decimonónico nacional: la industria del algodón. El volumen representa una oportunidad única para enfrentar un problema historiográfico inédito. Debo recordar que una de las quejas más comunes de aquellos que nos interesamos en la historia económica y social de Puerto Rico ha sido el énfasis, en ocasiones excesivo, de la bibliografía al uso en la elucidación de las complejidades del orden azucarero y cafetalero y sus actores sociales en detrimento de otros tales como los frutos menores, las frutas tropicales, el tabaco y, claro está, el algodón. Aunque la marginación de esos asuntos es comprensible, no deja ser una carencia significativa. Para una historia económica y social abarcadora esas ausencias resultan problemáticas en la medida en que impiden una concepción abarcadora del pasado por lo que afirmar que este trabajo comienza a llenar ese vacío resulta forzoso.
El valor de la obra no se limita al hecho de que mire hacia un ámbito pasado por alto. A ello debo añadir que, para producir la misma la autora debió recurrir a los instrumentos de una tradición metodológica e interpretativa que, desde mediados de la década de 1990, buena parte de los observadores de la historiografía puertorriqueña consideran en proceso de revisión o incluso en franco retroceso: me refiero a la historia económica y social. Las implicaciones metodológicas y discursivas de esa decisión son obvias pero, desde mi punto de vista, no podía ser de otro modo.
El otro “oro blanco”: La producción de algodón en Puerto Rico, 1840-1880, se ha propuesto despejar o desbrozar el campo en torno a un tema marginal en la historiografía puertorriqueña para con ello sentar las bases para su elucidación posterior. El alcance del problema y el modelo central de su análisis, la Hacienda Esmeralda, hizo necesario reducir la óptica y recurrir a procedimientos propios de la microhistoria social que ya se habían aplicado con eficacia al estudio de dos de los iconos temáticos de la llamada Nueva Historia de las décadas del 1970 y el 1980: la economía de la hacienda azucarera y cafetalera. De más está decir que aquellos proyectos, en la medida en que aspiraban representar de modo confiable el problema planteado, se vieron precisados a recurrir a un constante contrapunteo entre las eventualidades del plano micro que estudiaba el detalle de un centro concreto de producción; y el plano macro que miraba hacia las condiciones del mercado colonial e internacional que le servía de contexto, a fin de precisar la dialéctica entre ambos extremos. Es importante tomar en cuenta que el adelanto o retroceso de la producción de azúcar y de café así como la del algodón, fueron parte de un engranaje que involucraba las economías de dos hemisferios, por lo que la práctica de vacilar metodológicamente entre la microhistoria y la macrohistoria era imperativo si se pretendía culminar este estudio. Las condiciones materiales vinculadas a los precios de las materias primas, los costos de producción y las fuerzas sociales involucradas en el proceso productivo, tenían que evaluarse además al socaire de un universo geopolítico lleno de fragilidades en la medida en que involucraba adversarios potenciales como España, Estados Unidos, Inglaterra o Cataluña, entre otros.
No creo que sea necesario aclarar que los procesos de producción de aquellos tres bienes dependieron de las mismas fuentes de mano de obra, esclavos y jornaleros, por lo que padecieron contrariedades comunes que valdría la pena calibrar con más profundidad. Por otro lado, las fronteras entre uno y otro escenario de producción fueron siempre porosas: los hacendados que cultivaban caña o café también podían aventurarse con el algodón como bien demuestra la investigación de Serra Collazo. Vista desde esa perspectiva, la lectura de este libro profundiza y rectifica la imagen de la burguesía hispano-criolla agraria del siglo 19 que habíamos heredado de la historia económica social, reconociendo en aquella clase un nuevo nivel de complejidad. Con esto lo que afirmo es que la obra de Serra Collazo demuestra lo mucho que falta por hacer en aquellos territorios investigativos. La historia económico social bien elaborada todavía está en condiciones de aportar saberes frescos al acervo historiográfico puertorriqueño.
Las virtudes de esta obra son varias. En primer lugar, si pienso en su contenido, visita una época y un actor de la historia social y económica de Puerto Rico en un momento, el periodo que va desde 1840 hasta el 1880, en la cual las condiciones del orden emanado de las reformas de 1815 se desmoronaban. La introducción de aquel personaje colectivo, el “oro blanco”, adelanta una concepción menos reduccionista del siglo 19 puertorriqueño tan habituado a la exaltación de la “dulce gramínea” de la costa y el “oro negro” de la montaña. La industria algodonera, como el azúcar, fue un ramo que estimuló la profundización de las relaciones económicas entre Puerto Rico y Estados Unidos en aquel periodo. Esta investigación ratifica la presunción de que Puerto Rico tenía, en efecto, dos metrópolis en el siglo 19: una política, España, y una económica, Estados Unidos. El interés estadounidense en el territorio español que condujo al 1898 no se circunscribió al dulce: la fibra también jugó un papel crucial en ello. La forma en que las relaciones materiales o de mercado animaron afinidades inmateriales o ideológicas, es un asunto que habrá que elucidar con recursos distintos a los de la historia social y económica, tal y como informé a la autora durante el proceso de formulación de este proyecto.
En segundo lugar, el discurso de la Serra Collazo consigue un excelente balance que permite que la microhistoria y la macrohistoria social económica y política dialoguen en paridad de condiciones. El balance neto de ese esfuerzo no es otro que el bloqueo de cualquier tentación sobredeterminista propio de la macrohistoria a la hora de producir sus conclusiones.
En tercer lugar, la historiadora ofrece un panorama de la presencia histórica, social y cultural del algodón durante la dominación española hasta fines del siglo 19. El texto elabora el tema de los circuitos internacionales de cultivo, producción y comercio del producto a la vez que ubica con precisión a la Hacienda “La Esmeralda”, que le servirá de modelo para el estudio del fenómeno en Puerto Rico. A lo largo de su estudio aclara el lenguaje propio de la cultura algodonera desde los tipos de semillas y las preferencias del mercado receptor, los criterios de rendimiento de cada una de aquellas, las políticas de fomento aplicadas por el Estado que recuerdan el proteccionismo mercantilista que se aplicó a la caña de azúcar antes y, claro está, el papel que en ese proceso cumplió la intensificación de las relaciones materiales con Estados Unidos. El algodón, que siempre había estado allí, maduró como opción lucrativa de exportación en una coyuntura particular: la Guerra Civil o de Secesión (1861-1865) y las necesidades de materia prima en un mercado que involucraba también otros socios y adversarios del Reino de España incluyendo a Inglaterra y Cataluña. Al cabo, Serra Collazo penetra el asunto de las circunstancias que condujeron al abandono de la opción algodonera y elabora una revisión parcial de la presencia de la referida experiencia en otros lugares del país. Las dificultades de profundizar en ese aspecto están vinculadas a carencias archivísticas que no estoy en posición de imaginar si podrán ser superadas alguna vez. De esa manera la presencia del “oro blanco” en la historia social y económica de Puerto Rico hasta fines del siglo 19 está completa.
¿A qué nos conmina este libro de Serra Collazo? Desde la perspectiva de un historiador cultural de lo político como es mi caso, se trata de un trabajo sugerente por demás. Es un convite para revisitar y reformular la historia cultural de la economía del siglo 19 puertorriqueño en especial la representación de las formas uso de mano de obra y la percepción de la explotación laboral libre, servil o esclava que algunos intelectuales del poder, en acuerdo tácito con la clase criolla, impusieron. Estimula la indagación de la relación entre la experiencia material desarrollada en los circuitos de producción e intercambio comercial y el desarrollo de las ideologías políticas en el Puerto Rico de mediados del siglo 19, momento en el cual integristas y separatistas de perspectivas diversas consolidaron sus posturas. Invita a reflexionar sobre las probables relaciones entre Ciclo Revolucionario Antillano (1867-1875) y el algodón para balancear el peso excesivo que se le ha dado al universo azucarero en el proceso de marras. Abre la posibilidad de reevaluar el papel de esos renglones, incluido el asunto de la esclavitud, en la diversificación de la resistencia antiespañola que en esa época miraba hacia Estados Unidos como un agente activo ya fuese en la forma de un modelo, un adversario o un aliado potencial. Me refiero, claro está, a los separatistas anexionistas, independentistas y confederacionistas que protagonizaron una parte de las luchas ideológicas en la Década Inquieta (1860-1869) que desembocó en el Sexenio Democrático o Revolucionario (1868-1874). Por último, conmina a insistir en la mirada del “oro blanco” hasta principios del siglo 20 cuando el producto fue evaluado y devaluado por muchos de los observadores estadounidenses que entre 1898 y 1926 visitaron el país como parte del proceso de desarrollo de una relación que sirviera a los propósitos estadounidenses en lo geoestratégico, lo económico y lo político.
El libro de la Dra. Soraya Serra Collazo, El otro “oro blanco”: La producción de algodón en Puerto Rico, 1840-1880, representa una aproximación refrescante que vale la pena paladear. Invito a todos a su lectura reflexiva.
Nota: El texto es el prólogo del libro, Soraya Serra Collazo (2021) La producción de algodón en Puerto Rico. El caso de la Hacienda Esmeralda (1840-1880). San Juan: Los Libros de la Iguana. 337 págs. Agradezco a la autora la oportunidad de asesorar su investigación doctoral en CEAPRC y el privilegio de presentar su trabajo investigativo en este libro. Para más información sobre el mismo visite URL: https://www.facebook.com/marga.maldonadocolon y https://librosdelaiguana.tripod.com/ .
El texto que sigue fue redactado y leído en 2003 como parte de una actividad de presentación del libro de José Vélez Dejardín, San Germán: de villa andariega a nuestros tiempos 1506-2000. El volumen fue publicado de nuevo en 2018. Vuelvo a difundirlo a tenor de la conmemoración del 500 aniversario de la ciudad de San Juan.
José Vélez Dejardín nos ha dejado una nueva versión de su San Germán: de villa andariega a nuestros tiempos 1506-2000. Una lectura crítica del título nos dice mucho respecto a las intenciones del autor. El marco cronológico que establece es una invitación a que el lector considere la hipótesis del poblado del Río Guaorabo como garantía de antigüedad. Pero también impone un compromiso con la idea de que el San Germán de hoy es una prolongación de aquel mítico lugar.
¿Cuál es el valor de la divulgación de este libro hoy? La pregunta tiene más relevancia de la que aparenta. Hace apenas dos días el gobierno de Puerto Rico recordó oficialmente en todo el sistema escolar público el llamado “día de la raza.” Se trata de la efeméride del descubrimiento. Ambos conceptos, raza y descubrimiento, pretenden convencer a la nación de que acepte con serenidad todas las implicaciones del complejo y violento proceso de la historia colonial de este territorio al cabo de 510 años. Los conceptos raza y descubrimiento son una exhortación a que se acepte el intercambio biológico, étnico, material y cultural entre toda una variedad de seres humanos en conflicto porque, a fin de cuentas, en ello se encuentra la base de la configuración de esta nacionalidad.
Ese fue el mismo espíritu de condescendencia con el cual se inventó hace 110 la conmemoración del Cuarto Centenario del evento. En 1893, nadie podía imaginar que cinco años más tarde Puerto Rico pasaría por un hecho de armas a manos estadounidenses. En 1893 la debilitada España borbónica buscaba en el pasado elementos para afirmar un orgullo atenuado por una modernidad aberrante. La figura del “conquistador,” que la había hecho grande ante el enemigo árabe, volvió a configurarse como una garantía de que el Imperio creado por Carlos II de Augsburgo sobreviviría para conmemorar un Quinto Centenario desde el poder.
La celebración de aquel Cuarto Centenario en 1893 estuvo pletórica de españolismo. Todos están conscientes de los debates respecto al lugar del desembarco colombino que se generaron en el discurso de pensadores de la talla de Salvador Brau Asencio, el padre José María Nazario Cancel y Manuel Zeno Gandía, entre otros forjadores del pensamiento criollo. El debate colombino del desembarco estaba sobre el tapete desde mucho antes de aquella celebración. El 1ro. de diciembre de 1889 Brau, en carta privada a Lola Rodríguez de Tió, se quejó de la actitud de ciertos intelectuales puertorriqueños que trataban de obtener capital cultural por medio de la discusión de aquel problema secular. Brau quien es considerado por muchos el “padre de la historia puertorriqueña,” afirmación sobre la cual tengo mis reservas, insistía en que durante una de sus conferencias sobre el tema “… (Manuel) Zeno Gandía actuando de Mefistófeles, hizo del (santurrón) del Padre Nazario (Cancel) un nuevo Fausto, inventando la teoría astronómica de que Colón fondeó a occidente. . . de Guayanilla.”
¿Cuál era el código oculto detrás de aquellas duras palabras de Brau? El cinismo del caborrojeño, la diafanidad con la que consignaba un asunto que ocupaba y ocupa el tiempo de tanto presunto historiador no me sorprende. Brau era un historiógrafo profesional y un pensador de gran formación para quien el problema de la historia común entre España y Puerto Rico no radicaba en el dilema de “lugar del contacto” sino en la cuestión mayor de adónde condujo a la isla de Baneque / Boriquén aquel evento. Leer apropiadamente a Brau es confirmar la concepción de la inutilidad de ciertos debates que periódicamente nos ocupan.
Brau iba más allá cuando aseguraba a la Poeta de las Lomas con cierto desenfado: “Y yo me reía, porque lo que yo comentaba no era a Colón, sino la labor social de cuatro centurias que abarca desde la india concubina del español y del bozal, arrebatado rapazmente a sus arenales patrios, hasta el extranjero que nos trajo capital, vigor físico, ideales más amplios, tintes de seriedad, relaciones cultas, libros, pasto intelectual para nutrirnos y ayudarnos a ser lo que somos.” Para Brau el descubrimiento era un simple hecho factual, una fecha vacía si no se la vinculaba a los procesos que había generado.
Me permito, sin embargo cuestionar al maestro si en efecto toda la ilustración y la cultura se la debía la clase criolla de Puerto Rico a los extranjeros. Esa fue la tendencia marcada por intelectuales peninsulares como Carlos Peñaranda en sus pocas veces discutidas Cartas puertorriqueñaspensadas por la misma época. Brau no estaba libre de ese tipo de concepciones tuertas respecto a la forma en que se construye una cultura en especial cuando se le echa una ojeada desde el exclusivismo social que es la impronta de las clases altas.
Esa interpretación que cultivaba la valía de lo europeo era la postura típica de los intelectuales, historiadores y sociólogos influenciados por la entonces venerada “ciencia positiva” teorizada por el filósofo francés Augusto Comte. Por ello se venera al Eugenio María de Hostos teórico y maestro. Y por eso se reconoce el valor grandioso de la obra abolicionista de Segundo Ruiz Belvis, Francisco Mariano Quiñones y José Julián Acosta en la Junta Informativa de Reformas de 1867. Todos ellos estaban embebidos de aquel sistema de pensamiento que era vanguardia de occidente europeo.
Brau fue tajante en 1889 al afirmar que: “Aquí Lola no salimos del ojalaterismo[1] que condena la conquista, sin ver que somos su producto…” Bien vista esa fue la lección más interesante de Brau para las generaciones posteriores especialmente la de 1930 y sus acólitos. El argumento central era que Puerto Rico, la nación, había sido la consecuencia de aquella conquista, de aquel proceso de coloniaje que en 1887 había culminado en el abuso rampante de los compontes que el propio Brau sintió como militante que era del Partido Autonomista Puertorriqueño.
¿Por qué doy todo este rodeo para conversar sobre la historia de San Germán de Vélez Dejardín? Lo que sucede es que las conmemoraciones y en especial la del descubrimiento o encuentro europeo- americano, tienen un valor profundamente contradictorio en el imaginario nacional puertorriqueño. La cuestión del lugar del desembarco todavía permanece como un misterio borgiano, o como un laberinto sin solución que sigue apasionando a la cultura oficial. Decía el historiador rumano de las religiones Mircea Eliade que las fiestas por lo general exteriorizan “el deseo de reintegrar una situación primordial” a la vida de todos los días (Lo sagrado y lo profano, 1998). La “nostalgia por la perfección del origen,” perfección concebida por todas las versiones románticas de la historia, se agazapa detrás de cada una de estas recordaciones. Demás está decir que la recordación tiene siempre la finalidad de transformarse en un modelo para un tiempo presente que se imagina desde una perspectiva totalmente diferente. El presente se asume como la pérdida de algo, y la recordación se adjudica como una forma de la recuperación. Toda recordación y todo relato histórico ocurre, sin proponérselo, dentro de esa actitud.
La conmemoración es en consecuencia catalizador de la memoria: la fortalece alrededor de ciertos elementos que se reiteran. La recordación consolida toda una serie de convenciones respecto a un pasado aceptado como válido. Los conjuntos metafóricos que se reiteran se imponen. El saber resulta ser otro acto de fuerza tal y como ya había sugerido el filósofo alemán Federico Nietzsche en algunos de sus textos. Ese fenómeno es el que crea las historias oficiales, las convencionales y es un interesante instrumento analítico para comprender las historias de resistencias y las (contra/anti) historias que cuestionan las versiones tradicionales desde los márgenes. Una historia de San Germán no es otra cosa que eso.
“La historia, -decía el pensador francés Michel Foucault- en su forma tradicional, se dedica a ‘memorizar’ los monumentos del pasado, a transformarlos en documentos y a hacer hablar esas huellas que en sí mismas no son verbales, o dicen tácitamente cosas diferentes de las que dicen explícitamente…” (La arqueología del saber, 1970). Por ese camino se apuntalan los mitos alrededor de los cuales se tejen los relatos, más o menos exactos en torno al pasado de los pueblos.
El caso de esta historia de San Germán del investigador Vélez Dejardín no es la excepción. El volumen, como ya señalé en la presentación que le hice el 18 de noviembre de 1994, recoge la mitología de una región, San Germán, que teje su propia versión alterna de la nacionalidad mirándose en el espejo cóncavo / convexo de las historias inventadas desde la capital. San Germán: de villa andariega a nuestros tiempos 1506-2003 es un interesante ejercicio de microhistoria regional alternativa.
Dentro de una estructura expositiva cronológica, hasta dónde le permite el flujo de datos, el autor nos muestra un pasado cargado de combates y conflictos, de orgullos vanos y aspiraciones no consumadas por una rancia aristocracia ligada primero a la ganadería y el tráfico ilegal, y posteriormente a los grandes intereses de la tierra a través de cinco siglos. Lo digo de este modo porque todos los historiadores sabemos que la historia, cualquier historia, nunca fue un lecho de rosas. Jorge Luis Borges tenía razón cuando sugería que todo tiempo vivido siempre fue peor que los otros. Lo interesante de este volumen es la multiplicidad de lecturas que permite a los observadores inteligentes del discurso. Una cosa es la versión que ofrece de la evolución de la Villa Andariega, metáfora plástica pero frágil, y otra muy distinta la que tácitamente impone sobre la historia de las mentalidades puertorriqueñas en la dialéctica isla-capital.
Mucho se ha conseguido, debo aclarar, desde la década de 1970 en el territorio de la microhistoria nacional. La aportación de esta forma de hacer historia a la crítica del automatismo del cambio, a la idea preconcebida de la evolución homogénea de la historia de una nación, fueron claves en el cuestionamiento de buena parte de las concepciones modernas decadentes del discurso histórico.
Al lado de la microhistoria, las historias regionales erosionaron la idea de que se podía explicar, por ejemplo, el problema de España leyendo su pasado estrictamente desde el Madrid castellano. Cataluña, Galicia, Vasconia, tenían historias alternativas que contar y la mayor parte de las veces se relataban mirando a Madrid como un adversario. Algo similar demuestra este volumen de Vélez Dejardín y espero que él tenga conciencia de lo que voy diciendo. Lo digo porque cualquier historia de San Germán es un ejercicio tanto de microhistoria como de historia regional. El hecho de que Partido inventado hacia 1514 terminara convirtiéndose en un municipio entre mucho es demostrativo de ello.
Entre las microhistorias, las historias regionales y las nacionales se ha desarrollado una dialéctica cruenta. La obra que hoy nos ocupa es prueba ostensible de que es así. Durante los últimos cuarenta años la producción histórica sobre San Germán ha implicado la voluntad de rescatar un espacio hipotético o presuntamente usurpado: el que se garantiza a los fundadores, a los administradores de los orígenes. El argumento derivado del discurso de Brau vuelve a ser útil al cabo de 114 años ¿qué sentido tiene la condición de fundador?
El énfasis de ese tipo de discurso filo-sangermeño ha sido establecer fuera de toda duda las discrepancias entre las experiencias histórico-sociales, la psiquis, e incluso la visión de mundo de la gente de la capital y aquella que no lo era –la de la isla-. Es cierto que la noción dialéctica que antepone la capital a la isla sigue teniendo sentido para mucha gente. En ocasiones da la impresión de que los viejos partidos de San Germán y Puerto Rico fundados en el siglo 16 nunca hubiesen hecho las paces y continuaran resolviendo las disensiones jurídicas coloniales después de 499 años de convivencia y unos 50 años de estado moderno.
Algunos alegan que San Germán se hizo ante el otro, Puerto Rico, y apropian una idea de la marginalidad respecto al poder hispano colonial que en ocasiones es difícil demostrar. Es cierto que para que una región se defina tiene que hacerlo ante el otro. En lo que respecta a San Germán esa concepción de lo regional es cuestionable por diversas vías. La gente de Aguada y Coamo, que estaban en la periferia de dos Partidos distintos, se parecían probablemente más entre sí en el orden sociocultural que a la gente de la Capital. La concepción de un San Germán “aislado” en el sentido estricto de la palabra es sumamente improbable. Toda noción de aislamiento tiene que matizarse espacial y temporalmente a la luz de los magníficos trabajos sobre el siglo 17 y 18 que se han publicado en los último 20 años.
Incluso cuando se ha tratado de deslindar las regiones con las nociones de urbe y ruralía, la disposición es poco clara porque los patrones de comportamiento rural no desaparecían del todo en la temprana vida urbana de Puerto Rico. La disolución palmaria de la ruralía no puede precisarse hasta entrado el siglo 20. Esto significa que la gente que vivía en poblado (la capital por ejemplo) seguía interpretando el mundo desde una perspectiva rural. No había una fractura clara entre lo uno y lo otro. En gran medida la fragilidad visceral de la postura teórica de quienes ven en San Germán el nudo de la nacionalidad radica en que el argumento se puede elaborar con argumentos análogos para el caso de Ponce, Mayagüez y quizá Yauco y Utuado. Los países están llenos de ilusiones de “capitales alternas.” Jacmel puede hacer ese reclamo a Puerto Príncipe y Santiago a La Habana.
La lección que un historiador recoge de todo esto es sencilla. La determinación de la alteridad histórica, como es el caso de San Germán en el volumen que me ocupa, no debe conducir al historiógrafo a la atomización radical de su versión del mundo. Estas reconstrucciones alternas son útiles en la medida en que no cancelen los caminos hacia una comprensión general de la nación. El dilema es mucho mayor de lo que aparenta porque ser sangermeño es un gesto enteramente simbólico tan válido como ser mayagüezano, ser ponceño o yaucano o utuadeño. En verdad cualquier revisión general de la historia de San Germán nos demuestra que la mayoría de los pueblos emanados del viejo partido lo fueron tras vencer la oposición de los grandes intereses de San Germán. La Villa Fundadora de Pueblos lo fue, en consecuencia, a su pesar.
Un último apunte aclaratorio. El San Germán de 1506 o 1508, incluso el de 1514 no era una Villa. Era un simple lugar camino a ser un pueblo que capitaneaba el Partido que llevaba su nombre. La condición de Villa era un título jurídico que implicaba ciertos privilegios que los lugareños no poseían durante el siglo 16. Si el esfuerzo de José Vélez Dejardín en su versión revisada de San Germán: de villa andariega a nuestros tiempospermite abrir una discusión madura sobre estos problemas historiográfico, la aplaudo fraternalmente. Pero la lectura de este volumen no puede ser obtusa.
La apertura ideológica de Ramón E. Betances Alacán no terminaba en el territorio del espiritismo: también fue por algún tiempo un masón activo. A la altura del 1864 cuando organizaba en el oeste del territorio la conjura que conduciría a la Insurrección de Lares en 1868 el catolicismo, por voz del Papa Pío IX, había condenado esa y otras prácticas en la encíclica Quanta Cura y el Syllabus Errorum: las sociedades secretas eran un acto contra la fe. La Iglesia Católica resentía y condenaba el carácter anticlerical y el potencial modernizador de las propuestas de aquella sociedad las cuales habían puesto en entredicho ciertos fundamentos del “cristianismo realmente existente”, es decir el institucional, expresión cultural que la tradición y la historiografía liberal y nacionalista había recodificado como uno de los pilares identitarios de la personalidad europea moderna. Los tiempos del ateísmo oficial de los burgueses radicales que se impusieron en cierto momento durante la Revolución Francesa habían sido dejados atrás por consideraciones de utilidad política.
Masonería, retórica y política
El activismo masónico en Betances no fue extraño durante su formación. Su padre y sus protectores en Francia previo a su ingreso a la escuela de medicina de París estuvieron vinculados a la orden[1]. La experiencia masónica se desarrolló de forma paralela con su compromiso filantrópico (el abolicionismo como expresión de la igualdad), político (la independencia como expresión de la libertad) y fraterno (la solidaridad política que desemboca en la idea de la confederación como garantía de estabilidad). La masonería complementaba bien aquellos.
La cuestión de si Betances fue revolucionario porque militó en la masonería o, por el contrario, que militó en la masonería por sus convicciones revolucionarias no es más que una trampa. Enfrentar este dilema desde esa perspectiva maniquea evadiría el hecho de que durante el siglo 19 la masonería no fue en lo político y lo social ideológicamente homogénea: la masonería revolucionaria convivió y chocó con otra moderada y hubo numerosos revolucionarios que nunca fueron masones.
Betances mismo, según lo ha documentado el historiador francés Paul Estrade, fue un “masón inconforme”[2]. Su relación con las logias de París a partir de 1872 estuvo llena de tropiezos ideológicos en medio del debate entre el deísmo, el libre pensamiento y el anticlericalismo en la masonería. El centro de aquel debate giró alrededor de la concepción de Dios, la Naturaleza, la fe y el clero. Pero también, y esto es de mayor relevancia para el caso, hubo choques por cuenta del compromiso político que Betances exigía a sus hermanos masones con la causa de la separación de las Antillas. El intelectual de Cabo Rojo era un libre pensador y no deísta y un verdadero intransigente a la hora de reclamar la separación e independencia de la Antillas por lo menos desde 1850. Las tensiones fueron tantas que Estrade se vio forzado a afirmar que su vinculación con la masonería se había “deteriorado” o posiblemente “roto” entre 1877 y 1878, convirtiéndose en un hermano “durmiente”.
El Betances “masón inconforme” encaja bien dentro de la imagen de los “raros” y los “bohemios” del siglo 19. Resulta evidente que, aún dentro del espacio de inconformidad que era la masonería en una Europa cristiana que se reajustaba al giro de los tiempos, Betances era capaz de importunar y reafirmar la diferencia. Las causas de la “inconformidad” dentro de la “inconformidad” respondían a que el puertorriqueño era un filántropo exigente que abogaba por la abolición inmediata de la esclavitud en las Antillas y favorecía la separación e independencia de Cuba de la Monarquía Española durante la llamada Guerra Grande (1868-1878). Una opinión uniforme respecto a problemas tan complejos como aquel no era una prioridad para los masones franceses.
Las contradicciones afloraban porque muchos de los hermanos masones franceses poseían esclavos o no sentían afinidad alguna por las luchas políticas de los antillanos a quienes consideraban gente extraña. La cuestión nacional y cultural, más allá de la hipotética fraternidad, pesaba mucho a la hora de adoptar un programa de acción. La táctica discursiva de Betances, no siempre exitosa, fue apelar a los valores fundamentales de la masonería con el propósito expreso de politizar a sus miembros y moverlos en la dirección de un propósito que él considera legítimo.
Mi hipótesis es que, por un lado, el pensamiento masónico y el revolucionario no siempre tuvieron una relación armónica. Por otro lado, en última instancia y a contrapelo de la representación dominante, Betances no fue un masón que se transformó en revolucionario sino un revolucionario que se ordenó masón por consideraciones que de momento desconozco, cuya pasión y compromiso lo condujeron a experimentar una relación contenciosa con la orden. Aclaro, sin embargo, que ello no debe interpretarse como un menosprecio a los valores fraternales, filantrópicos y, en general, progresistas del pensamiento masónico en ambos hemisferios.
Un ejercicio de retrospección ayudará a comprender lo que digo. Veinte años antes de los conflicto de París, en 1857, Betances y el abogado de Hormigueros Segundo Ruiz Belvis fundaron una organización filantrópica y militante, la “Sociedad Abolicionista Secreta”, en la zona suroeste de Puerto Rico. Los comentaristas del evento han insistido en las similitudes organizativas entre las sociedades masónicas y aquel club híbrido que lo ejecutaba tanto tareas públicas y legales que clandestinas e ilegales. Sobre la base de aquella y otras experiencias que no voy a precisar en este momento, fue que ambos formalizaron en 1867 las “Sociedades Secretas” tipo “célula” que tendrían la responsabilidad de preparar el terreno para la Insurrección de Lares de 1868.
Algunos testigos de la época como es el caso de José Pérez Moris, autor de una valiosa obra sobre el acto rebelde, reconocían numerosos paralelos entre las sociedades secretas y las masónicas a la vez que tildaban a Betances y Ruiz Belvis, según la cita de varios testigos de la región oeste, de ser inmorales, ateos y materialistas por cuenta de su discurso anticlerical y su alarde de librepensadores.[3] Todo sugiere que a la altura de 1857 ninguno de los dos se había ordenado masón. En el caso de Betances como se ha dicho, aunque su padre había sido masón y el joven debió estar en contacto con masones durante el periodo de estudios en Francia previo a Paría, no fue hasta 1866 cuando se inició en la Logia “Unión Germana No. 8” cuyo templo ubicaba en San Germán.
En aquella logia, además del pensador y escritor abolicionista y autonomista moderado Francisco Mariano Quiñones, defensor de la estadidad para Puerto Rico después de 1898, estaba su amigo Ruiz Belvis. Es probable que las afinidades ideológicas, Ruiz Belvis a quien conocía desde 1857 también favorecía la abolición inmediata y la separación y la independencia de Puerto Rico de España, le movieran a asociarse con aquél para fundar la “Logia Yagüez” de Mayagüez durante el 1867 a las puertas del levantamiento insurreccional[4]. Aquel fue un año lleno de obstáculos para el separatismo independentista representado por Ruiz Belvis y Betances. Las relaciones entre el referido sector y los liberales reformistas se habían roto por cuenta de la cuestión de la lucha armada tras una serie de tensas reuniones preparatoria.[5] En mayo de 1868, cuatro meses antes del alzamiento, un grupo de separatistas anexionistas a Estados Unidos de Mayagüez decidió no apoyar la causa debido a la cuestión del futuro estatus del país separado que aquellos querían incorporar a Estados Unidos. Aquel fue un segundo deslinde dentro del seno de liberalismo que, en cierto modo limitó las posibilidades de la insurrección. La reacción de los anexionistas no fue monolítica. José Francisco Basora, un médico anexionista bona fide a quien Betances conocía desde 1856, permaneció fiel de Betances hasta el final de sus días.
En medio de las disputas locales, la concepción de la fraternidad masónica pareció proyectarse sobre la idea de una futura federación o confederación antillana alrededor de la República Dominicana. Alguna proclama rebelde mayagüezana de 1864 citada por Pérez Moris así lo sugiere. El protagonismo de Cuba en aquel proyecto transnacional antillano, eso y no otra cosa parece ser la confederación, fue un fenómeno posterior al 1868 y siempre estuvo repleto de dificultades y choques ideológicos y culturales entre cubanos, dominicanos y puertorriqueños.
Valdría la pena indagar la posibilidad de que en medio de la fastidiosa situación de 1867 y 1868 las fuerzas separatistas independentistas, aisladas de los liberales reformistas y los anexionistas, se vieron precisados a echar mano de la masonería con el propósito de animar un proceso de reorganización dentro de un sector bajo amenaza. La “Logia Yagüez” pudo haber sido un medio para adelantar ese fin. De más está decir que para espíritus republicanos como el de Betances y Ruiz Belvis, entre la noción fraternidad del 1789 y la fraternidad masónica debía haber una relación simbólica estrecha.
La lógica de aquella década no deja lugar a duda de que ambas logias, “Unión Germana No. 8” y la “Logia Yagüez”, tenían orientes dominicanos, elemento que ratifica el hecho de que los contactos más intensos de la promoción rebelde de aquella década fuesen con la República Dominica. Después de todo la independencia y la soberanía de aquel país había sido objeto de amenazas cada vez más intensas por parte de los gobiernos de España y de Estados Unidos durante la década de 1860.
Es probable que para Betances y Ruiz Belvis las relaciones entre masonería y revolución fuesen evidentes. Pero ello no significa que para todos los masones organizados en la “Unión Germana No. 8” y la “Logia Yagüez” lo fuesen. En el caso del Puerto Rico del siglo 19 la masonería y el separatismo independentista compartían, eso sí, un fuerte componente contracultural y antisistémico en la medida en que cuestionaban la herencia del antiguo régimen y la alianza entre el Estado Monárquico y la Iglesia Católica. Aquella actitud los hacía ver como una amenaza mayor y una combinación de fuerzas peligrosa.
La relación de Betances y Ruiz Belvis con la masonería resultó, en suma, instrumental para sus proyectos políticos. Ruiz Belvis dependió de sus contactos dentro de esa afiliación cuando realizó su viaje a Valparaíso, Chile buscando apoyo militar para la causa antillana durante el año 1867. En 1874, cuando Betances volvió a Europa con el propósito de radicarse en París, fue invitado a integrarse “El Templo de los Amigos del Honor Francés” (Temple des Amis de l’Honneur Français) como Miembro Honorario Grado 18 o Caballero de la Rosa Cruz. El grado reconocido plantea un interesante dilema. Algunas autoridades lo definen como uno de alto contenido religioso dirigido a conmemorar la pasión, muerte y resurrección de Jesús. Conociendo a Betances y ocurriendo el hecho en medio del debate entre los deístas y los librepensadores la contradicción es obvia. Otros investigadores lo asocian a la vida itinerante de algunos masones recién llegados a escenarios nuevos como era el caso de Betances, concepción que, me parece, se ajusta mejor al caso.[6]
Durante la etapa masónica francesa, como ya ha documentado Estrade, el caborrojeño escribió en los foros masónicos sobre temas de actualidad política, maduró su formulación antillanista con elementos teóricos del pensamiento fraterno y a la vez exigió, sin mucho éxito, un mayor compromiso de la orden con los proyectos progresistas y de cambio que proponía. Pero, insisto, la masonería puertorriqueña y francesa no poseían una opinión unitaria con respecto a la solución idónea para los problemas que Betances y Ruiz Belvis encontraban en la relación del Puerto Rico colonial con España.
Logia Cuna de Betances, Cabo Rojo, PR
Masonería, retórica y literatura
La presencia de la experiencia masónica en la discursividad literaria betancina excede sus formulaciones teóricas y políticas. Como recurso literario la cultura masónica lo preparó para dominar un lenguaje de enorme plasticidad de carácter hierático o esotérico cargado de simbolismos y sugerencias que colocaba su discurso en las fronteras de la pararealidad o lo fantástico. Betances, como se sabe, no fue el único caso de esa índole en la experiencia literaria puertorriqueña del siglo 19. El lenguaje innovador del pensamiento alternativo masónico tenía uno de sus focos de origen en la misma cultura ilustrada y neoclásica que desembocó en la experiencia de la Revolución de 1789 y de la cual bebió el liberalismo clásico y el republicanismo. Aquella fue una discursividad compartida por el pensamiento antisistémico del siglo 19 que, como el de 1789, minaba la cultura y la canonicidad heredada propia del antiguo régimen dominado por el cristianismo.
El renacimiento de los Estudios Clásicos y los Estudios Orientales durante el siglo 19, junto a su capacidad para penetrar la discusión cultural que se ofrecía en la universidad europea moderna, resultó determinante en aquel proceso.[7] Betances se había formado intelectualmente en medio de aquella efervescencia cultural y fue un buen discípulo de todo ello, sin duda. El efecto de aquel giro no se limitó, en un contexto puertorriqueño, a la figura de Betances. Uno de los maestros masones que intervino en su integración a la orden, Francisco Mariano Quiñones, pasó por la misma experiencia según demuestra la lectura de sus novelas Kalila (1875), Fátima (1885) y Riza-kouli (s.f) bajo el pseudónimo Caballero Kadosh de fuerte sentido mágico masónico.[8] Aquella poco conocida y compleja trilogía titulada Nadir Sha permaneció inacabada. Hace algunos años me topé con un intercambio de cartas entre Lola Rodríguez y Quiñones en la Casa Museo Aurelio Tió en la cual este aclaraba que la tercera parte nunca había sido escrita y la invitaba a leer las otras. En aquellos textos narrativos la cultura persa y la masónica sirvieron a Quiñones de escudo protector para evaluar desde una perspectiva moderna el problema de la humanidad en la historia y el de la libertad. Masonería y pensamiento oriental se identificaban en estos autores a pesar del hecho de que la masonería había sido un invento plenamente occidental.
Los estudios sobre la penetración de la retórica masónica, esotérica o mágica en la obra literaria de Betances no se han realizado todavía. Los modelos retóricos que se presenten en su obra son varios, pero no parecen llamar la atención de la crítica. Uno de ellos es la forma que este autor reinvierte el saber de la numerología en particular el tránsito o progreso del 12 y el 13, un asunto vital para la Astrología Fiduciaria, las artes adivinatorias y la predicción del futuro. El hecho es patente en el antes referido relato de “La Virgen de Borinquen” (1859). En aquel el “loco suicida”, una proyección trágica del Betances doliente, cuando una “viejecita con cara de momia” se sienta frente a él, se imagina prisionero en una habitación que “tenía en todas sus dimensiones trece pies (y) trece paredes sin salida”. El “loco suicida” había sido hecho prisionero en aquella caja inexplicable y oscura habitada por alimañas por el “genio maléfico, ciego y destructivo” que había matado a su novia.[9] Muerta en Viernes Santo parece una acusación directa a Dios.
De igual modo, en el relato satírico-político “Viajes de Escaldado” (1888), el viajero venezolano que en este caso representa la voz del autor y sus contradicciones filosóficas, regresa después de su trágico periplo a su “país” a un “bosque que me pertenecía”. En medio de la soledad que asegura la naturaleza, reflexiona en un interesante discurso en torno a las 12 virtudes humanas soñadas por la filosofía representadas en 12 animales.[10] El mejor comentario en torno a este texto sigue siendo en de Carmen Lugo Filippi, sin duda, y a él me remito.
Las virtudes de las cuáles carece el mundo burgués las encontró en aquellos seres incapaces de razonar como la humanidad y prefirió vivir rodeado por aquellos. La lista es por demás interesante: temperancia en el camello, silencio en la carpa, orden en el castor, resolución en el colibrí, economía en la hormiga, trabajo en el buey, sinceridad en el perro, moderación en el cordero, limpieza en el cisne, tranquilidad en el elefante, castidad en la cotorra, humildad en el asno.[11] Pero Betances / Escaldado evade asociar la virtud número 13 que no es otra que la inalcanzable, utópica y “demasiado noble” justicia. El desaliento tragicómico con el futuro de la humanidad y el ideal liberal era patente: occidente moderno, Europa y su emanación americana, no estaban preparados para la alcanzar la justicia. En su lugar coloca en letras de oro la palabra “tolerancia”. Se trata de un reclamo a la intolerancia europea y una reafirmación de la incapacidad de la civilización europeo-americana burguesa de cultivarla “no antes de seis mil u ocho mil años”. El occidentalismo europeísta de Betances es un mito. El asunto de que el viajero fuese venezolano complica el relato: después de todo en Venezuela comenzó el contradictorio “viaje” hispanoamericano hacia una “libertad” llena de ambigüedades que nunca se consolidó. La retórica masónica, esotérica o mágica volvía a encontrarse con la retórica política revolucionaria de manera puntual.
La numerología informa sobre el sentido atribuible a aquellas escenas trágicas. Según el mitólogo Juan Eduardo Cirlot (1916-1973) el número 12 significa el orden cósmico y la salvación, mientras que el 13 sugiere la muerte y el renacimiento, el cambio y la reanudación, la revolución en su sentido más clásico y estricto. En alguna tradición masónica, el 13 recuerda la muerte del Caballero Templario el viernes 13 de octubre de 1307 a manos de la Santa Inquisición; y en la cristiana, a los 13 comensales de la última cena cuya matemática marca la condición de Judas el traidor. La magia de este número no termina allí: en el capítulo 13 del “Apocalipsis” se manifiesta el Anticristo (666); y en la “Cábala” judía son 13 los espíritus malignos que amenazan a la humanidad y 13 son los años que marcan la “Bar Mitzvah” o ceremonia de la adultez del varón y la edad casamentera de la hembra.[12]
El asunto no termina allí. El 12 y el 13 también fueron apropiados por los discursos antisistémicos del siglo 19, si es que se prefiere una interpretación mágica pero secular de este juego. Charles Gide (1847-1922) uno de los padres franceses del cooperativismo y el asociacionismo que está en base del filantropismo y los primeros socialismos decimonónicos que influyeron sin duda a Betances, codificó las 12 virtudes del cooperativismo que Betances debió conocer. El lenguaje simbólico de la literatura de Betances es complejo en extremo como él mismo lo fue. En algún momento habrá que volver a mirar a este bohemio, revolucionario antillano que tan bien representó la síntesis entre la pasión y la ciencia, entra la ciencia y la emoción en aquel siglo 19 cambiante.
Otras retóricas en pugna
Dos tradiciones consideradas no literarias alimentan la retórica literaria betanciana a partir de 1888. El tema es apasionante y apenas ha sido tocado por la crítica. Una es la de los escritos de los naturalistas que a fines del siglo 19 giraba alrededor de la obra de Charles Darwin (1809-1882), el evolucionismo, la selección natural discutían sus conclusiones. El elemento anticlerical de aquella discusión era innegable. Un debate cardinal era si el ser humano era un animal según sugería Darwin o no, según afirmaba Jean Louis Armand de Quatrefages de Bréau (1810-1892). Betances parecía tener una respuesta tentativa para aquel dilema darwiniano. Me refiero a sus planteamientos en los textos “Nicolás. Inteligencia de los animales” (1891) y “Huelga en Jacmel” (1892).[13] El primero, el cual comentaré con más calma en otro artículo, representa una discusión de etología y sobre la base de un cuadro de la cotidianidad. El texto describe su relación con su perro faldero Nicolás y la forma en que este reaccionaba ante sus contertulios conservadores y liberales: con unos era agresivo y con los otros afectivo. Las posibilidades de un lenguaje animal y de la comunicación entre estos y los seres humanos llamaban la atención de algunos intelectuales entonces. Las observaciones satíricas sobre los lagartos, el gallo y las cotorras parlantes, le permitieron insertar la crítica política incisiva que le caracteriza. El escritor, el fabulador y el activista se integraban de manera armoniosa en estos oscuros y olvidados textos.
La segunda tradición, que también discutiré en otro momento es la de la de los panfletos de las izquierdas y las narraciones o poemas políticos con fines éticos y militantes en el estilo de Graco Babeuf (1797) o Henri de Saint-Simon (1803, 1819). No debe pasarse por alto que el anarquismo apeló mucho al lenguaje del naturalismo y el mundo animal para conjeturar sobre el fin del estado y afirmar la igualdad y la fraternidad. Ese fue el caso de Mijaíl Bakunin (1814-1876) y del anarco-comunista Piotr Kropotkin (1842-1921), entre otros.
La metáfora de la lucha de clases y los reclamos de las clases populares son comunes en textos como el de Nicolás y la huelga en Jacmel. La retórica del texto haitiano me trae a la memoria un extraordinario relato del polaco Leszek Kolakowski (1927-2009) titulado “La guerra con las cosas”[14]. En Betances el carbón, los huevos, la hierba y el asno se rebelan con un lenguaje propio de las izquierdas ante el abuso del mercado y el estado en el marco de una crisis haitiana. El pesimismo lo domina: la macana del policía los demuele y el relato cierra: “Ustedes se asemejan mucho, en todo, a las ilusiones humanas.” Aquella tradición convivió con la de las izquierdas y, juntas, minaron la seguridad de los valores burgueses y pusieron en duda la legitimidad del capitalismo y la democracia liberal. Betances Alacán fue parte de ello en “Viajes de Escaldado” (1888) y en “La estafa” (1896). En ambos reclamó a Estados Unidos y a Europa su insensibilidad respecto a Puerto Rico y Cuba ante la España criminal. Betances dejó una colección que se movió con libertad entre el cuento, la novella italiana, la leyenda, la crónica periodística y la fábula moral, conjunto que el canon, enamorado de la novela y el cuento burgués moderno, invisibilizó.
[5] Germán Delgado Pasapera (1984) Puerto Rico sus luchas emancipadoras (San Juan: Cultural): 118-119, evalúa la naturaleza de las disputas en la reunión de la finca “El Cacao” como un deslinde dentro del liberalismo.
[7] Los interesados en el papel de aquellos campos en el desarrollo de las ciencias sociales modernas pueden consultar a Immanuel Wallerstein, coord. (1996) Abrir las ciencias sociales (México: Siglo XXI editores): 26-28.
[8] En 1998 preparé una edición de Kalila para el Círculo de Recreo de San Germán. La introducción produjo roces con los descendientes católicos de Quiñones. Hay que reconocer que esos prejuicios antimasónicos siguen vivos en las elites locales hallazgo la mar de interesante. Véase Mario R. Cancel (1998) “De Kalila a la literatura nacional o el oprobio del cosmopolitanismo” (Introducción) en Francisco Mariano Quiñones alias Kadosh, Nadir Shah-Kalila. (San Germán: Círculo de Recreo): I-XXXI. Colección del Libro Sangermeño. URL : https://www.academia.edu/3784491/De_Kalila_a_la_literatura_nacional_o_el_oprobio_del_cosmopolitismo_apuntes_en_torno_a_una_novela_de_Francisco_Mariano_Qui%C3%B1ones
[9] Véase Ada Suárez Díaz (1981) La Virgen de Borinquen y Epistolario íntimo (San Juan: Instituto de Cultura Puertorriqueña): 8.
[12] Juan Eduardo Cirlot (1992) Diccionario de símbolos (Barcelona: Labor, S.A.): 59, 148-149.
[13] Félix Ojeda Reyes y Paul Estrade, editores (2008) Ramón Emeterio Betances. Obras completas. Escritos literarios (San Juan: Ediciones Puerto): 267-271 y 283-295.
[14] Leszek Kolakowski (1993) “La guerra de las cosas” en Las claves del cielo (Caracas: Monte Ávila): 147-152.
El episodio que Robinson conserva para cerrar su volumen lo utiliza William Dinwiddie (1867-1934) para iniciar el suyo en Puerto Rico. Its Conditions and Posibilities, volumen que también se difundió en 1899. La posición del narrador ante los hechos varía. Si el primero usa el 1898 para reflexionar sobre el pasado puertorriqueño al lado de España y ubica la ceremonia como un fin esperado, el segundo lo usa para sugerir el comienzo de un futuro deseado al lado de Estados Unidos. La obra de Dinwiddie también contó con respaldo oficial. Las autoridades militares dieron al autor acceso a los archivos administrativos para que este pudiese documentar sus conclusiones. En la breve introducción el escritor agradece a los generales Guy V. Henry y John R. Brooke el respaldo a su empresa. El carácter oficial no se redujo a ello. John Russell Young, bibliotecario de la Biblioteca del Congreso, puso a su disposición una amplia bibliografía en torno a la isla ubicada en los anaqueles de aquella y otras instituciones estadounidenses. El hecho es relevante porque, aunque la afirmación de Dinwiddie se autorizó en marzo de 1899, no fue hasta el 1901 cuando aquella institución publicó un panfleto titulado A list of books (with references to periodicals) on Porto Rico, a cargo del bibliotecario y jefe de la división de bibliografía de la institución, Appleton Prentiss Clark Griffin (1852-1926) quien realizó un trabajo similar sobre Cuba. Los recursos bibliográficos sobre Puerto Rico en aquella época eran escasos. La bibliografía de Manuel María Sama, premiada en 1886 en un certamen del Ateneo e impresa en Mayagüez en 1887, y esta de Griffin son con toda probabilidad las dos compilaciones de referencias más remotas con las que cuenta la historiografía puertorriqueña.
Dinwiddie, nacido en Virginia no poseía formación universitaria y se dedicaba al periodismo como Robinson. A su condición de cronista añadía un vivo interés por la fotografía, uno de los recursos tecnológicos innovadores que tanto sirvió para documentar con precisión el conflicto del 1898. Durante los años 1886 y 1895 había trabajado para el Bureau of American Ethnology del Smithsonian Institute, organización que había mostrado un vivo interés en la cultura y la sociedad de los nativo-americanos. Los tiempos de expansionismo continental y los del expansionismo ultramarino fueron escenarios apropiados para el desarrollo de una “etnología del conquistador” que, a la larga, enriqueció el acervo de saber de los sectores intelectuales de los imperios cuyas burocracias coloniales las aprovecharon para fines prácticos.
El batallón «Patria»
Igual que Robinson, Dinwiddie estuvo en el campo de guerra actuando como corresponsal del Harper Weekly. A Journal of Civilization, una publicación fundada en 1857 por los hermanos James, John, Wesley y Fletcher Harper, asignado a las tropas de Cuba y Puerto Rico. Aquel semanario también había cubierto otro de los iconos de la identidad nacional estadounidense en su momento: la Guerra Civil (1861-1864). Dinwiddie incluso fungió como funcionario colonial en Filipinas, posesión ultramarina en la cual las cosas no resultaron tan sencillas para los invasores estadounidenses como lo fueron en las dos Antillas españolas. El cronista, acorde con su testimonio, permaneció en Puerto Rico entre octubre y diciembre de 1898 y fue testigo del protocolo de cambio de soberanía que Robinson sintetizó en la lapidaria frase “Adios! España” en su volumen.
En Puerto Rico Its Conditions and Possibilities, producido por la prestigiosa Harper & Brothers Publishers que también poseía el Harper Weekley, Dinwiddie se movió con suma confianza entre el testimonio y la investigación formal. Su interés era hacer una tasación confiable de las posibilidades materiales del territorio recién ocupado. El lenguaje de los negocios dominaría su retórica de manera indiscutible. El capítulo que me interesa, el primero titulado “The evacuation of Puerto Rico”, es otra interesante crónica de aquel 18 de octubre de 1898 en la cual todos los observadores habían visto la marca de un antes y un después. El cuidado y la emoción con los que el autor redactó el mismo expresaba su percepción de que el cambio de soberanía debía ser interpretado como un nuevo comienzo para un pueblo que había vivido al margen del progreso o de la historia misma, o como un campo de posibilidades plausibles para las “American business enterprises”.
El 18 de octubre: “the black cloud of Spanish cruelty had passed away…”
La lógica dualista domina la textualidad de Dinwiddie. Puerto Rico, “the easternmost fertile isle of the western hemisfere”, salía de las manos del “galling yoke of tyranny and taxation” que significaba España, para pasar a manos de un imperio liberal y progresista. El rechazo al pasado hispano era palmario: el 1898 tenía que ser interpretado como la sentencia de muerte de la supremacía española. No se puede pasar por alto que aquellas protestas, la de los impuestos y la tiranía, eran las mismas que expresaba la generación rebelde del 1860 y sintetizaban el reclamo del liberalismo económico y político puertorriqueño. La diferencia entre la utopía independentista y la de los invasores del 1898 era que los rebeldes del 1868, al menos los que circulaban alrededor de la figura de Betances Alacán, se habían alzado por la independencia. Dinwiddie está seguro de que esas metas se conseguirían bajo el control colonial benévolo de Estados Unidos. El discurso modernizador manifestaba una plasticidad extraordinaria cuyos polos tenderían a chocar tras la imposición de la soberanía estadounidense.
Aquel mediodía de martes 18 de octubre fue apropiado por el autor como un “memorable day in Puerto Rican history”. Todo se conjuró para que así fuese. Un cielo claro, “not a cloud dotted the sky”, anticipaba un futuro promisorio para el territorio antillano. El despliegue de confianza y optimismo en la retórica del cronista no debería sorprender a nadie. El orgullo de aquel país con el paso dado, comenzar la creación de un imperio ultramarino con miras a expandir su hegemonía hemisférica, no era poca cosa.
¡Igual que en “Adios! España” de Robinson, el tono de “The evacuation of Puerto Rico” de Dinwiddie es solemne y cuidadoso. La ceremonia de cambio de banderas no había dejado de llamar la atención de numerosos curiosos. Los hoteles de la ciudad estaban llenos a capacidad hasta el punto de que, en la víspera del acto protocolar, hasta tres y cuatro extraños tuvieron que dormir apiñados en los pequeños y oscuros cuartos “suffering all night long from an infestation o humming, insatiable mosquitoes”. El detalle de la agresividad del trópico contrasta con la grandilocuencia de la introducción del tema. El ambiente tenebroso y sórdido de las habitaciones de hotel en la colonia fue un tópico que se repitió de diversos modos en varios textos redactados por aquellos días. De igual manera, la vinculación del mosquito con los ambientes amenazantes para la salud del recién llegado ha sido un lugar común en la invención del trópico húmedo como una ecología peligrosa que era preciso domeñar con las armas de la civilización.
La percepción de que las tensiones entre España y Estados Unidos estaban superadas se expresaba en el hecho de que el General John R. Brooke había permitido que las fuerzas hispanas que todavía aguardaban por su salida de Puerto Rico permanecieran en sus barracas desarmados en tanto llegaban sus transportes, en lugar de trasladarse a un campamento temporero ubicado en Santurce que les habían asignado pare ese fin.
La idea de que el cambio de soberanía significaría el desarraigo y la destrucción de numerosos lazos que excedían las consideraciones políticas llama mucho la atención. Los milicianos españoles no era simples soldados estacionados en una plaza ultramarina. Durante siglos se habían integrado a las comunidades en las que estaban los campamentos que servían. La salida de Puerto Rico significaba dejara atrás mujeres e hijos y, claro está, imponía la posibilidad de un retorno en cuanto la situación se normalizase entre ambos países. Para Dinwiddie ese era el resultado inevitable de la guerra: el soldado victorioso y expresivo y el soldado derrotado y huraño significaban ese tránsito de un pasado ominoso y oscuro a un futuro halagüeño y luminoso: el costo humano era tolerable. Una simple expresión metafórica cargada de maniqueísmo confirma la concepción de la ruptura benéfica que el autor ha ido construyendo a través de sus observaciones. Entonces el relato se detiene en la crónica del acto.
Se acercaban las 12 del mediodía y los invasores eran puntuales. Un conjunto de soldados se estacionó en el patio de La Fortaleza y otro en la Plaza de Armas frente a la Alcaldía de la ciudad. Las distancias en la isleta son pequeñas: entre una y otra no median más de dos calles marcadas por el declive de la colina, la San Justo y la Del Cristo. El acto se repite a las puertas del castillo de San Felipe y el San Cristóbal. Entre los testigos de los hechos destacaba un conjunto abigarrado de “American tourists and newspapermen, of well-dressed Spanish and Puerto Rican merchants and landholders, and of the dark-colored, ragged, and tattered natives”. La mirada del cronista se emite desde una “noble posición de ventaja”, la que le da su vinculación a los invasores victoriosos. Desde allí clasifica a los testigos mediante el establecimiento de una jerarquía en la cual el origen nacional, la posición social y el color de la piel resultan ser los criterios clasificatorios utilizados. Los testigos, unos u otros, no dejan de ofrecer la impresión de un conjunto de seres sin voluntad. Zombificados en la espera del acto magno, se limitan a mirar en silencio hacia el asta vacía por donde ascenderá la bandera de las muchas estrellas a la vez que nerviosamente consultan los relojes. El tiempo se ha detenido y la tensión de relato llega a su clímax.
Al grito de “atención” todo salen de la inmovilidad: los soldados se ponen rígidos para presenciar el acto y los fotoperiodistas apuntan sus cámaras al objetivo. En un detalle que disminuye la tensión ceremonial, Dinwiddie reconoce que algunos militares, débiles y sofocados por el amenazante trópico, “lay uncaring beneath the shaded walls”. El tópico de clima, la fiereza del sol y los peligros que ello implicaba para un visitante del norte templado estaba bien presente en este y otros autores. La voluntad de domesticar esas condiciones con los instrumentos del progreso y la civilización que ellos representaban estaba sugerida. En su juego retórico el cronista imagina la incertidumbre que debía sentir el oficial, el Mayor J. T. Dean ubicado en lo alto de La Fortaleza, de que al tirar de la driza con la que se elevaba la bandera estadounidense esta se zafara, el gallardete cayera y el ritual se mutilara. En la Intendencia la labor correspondió al Coronel Goethals, en la Alcaldía al Mayor Carson y en el Morro al Mayor Day quien también lo había hecho en Ponce. Los procesos debían ocurrir con precisión cronométrica. Después de todo, el acto se visualizaba como la expresión de una génesis mágica, los hechos ocurrían in illo tempore por lo que redactar la crónica de los mismos significaba estructurar un ritual que debía ser repetido de algún modo en el futuro
El arribo de la enseña al tope de la asta de La Fortaleza debía coincidir con las campanadas que marcaban el mediodía, las de la Catedral y las de la Alcaldía, y una salva 21 cañonazos. Para Dinwiddie el conjunto representaba una melodía: el “sweet-tone” de la institución religiosa, el “Deep-bellowing clang” de la casa de gobierno, ambos signos de los vencidos, contrastaban con las “rowring guns…as they boomed out the twenty-one shots of honor and of freedom”. La gradación de los sonidos sugiere también una jerarquía concreta llena de significados.
Lo ocurrido el 18 de octubre era un acto iniciático único que debía ser recordado siempre y que, sin embargo, ha pasado inadvertido en la medida en que se ha reducido al mero dato. La agitación del cronista, invisible para los historiadores como toda emoción, no debe sorprender a nadie. A pesar de que Puerto Rico era tratado como “poca cosa”, una conquista era una conquista. Sin duda, “it was a deeply impressive ceremony”, concluye. De un modo u otro el protocolo y la historia les jugaban una broma a los recién llegados. La salve de una cantidad siempre impar de cañonazos era una tradición militar impuesta, de acuerdo con Fernando Ramos Fernández, por la misma España. La tradición comenzó en la ciudad alemana de Augsburgo durante la celebración de los actos de recepción del Emperador Carlos V.
Las virtudes inmateriales y materiales atribuidas a la nueva posesión son contrapuestas. Por un lado, Estados Unidos obtiene “a veritable Garden of Eden”, un lugar prístino en que todo está por hacerse; de otra parte, gana “a vast amount of government property”. La presencia física de la monarquía en las urbes coloniales era masiva en términos de infraestructura civil y militar. Si la valoración del carácter edénico se limita a la metáfora, la de la propiedad se pormenoriza con precisión. Aquel conjunto de viejos castillos no habían sido del todo inútiles según había demostrado el bombardeo del 12 de mayo anterior.
Las breves observaciones de Dinwiddie sobre el sentido histórico del llamado “cambio de soberanía” impusieron un tono que penetró la retórica de los puertorriqueños de todas las ideologías. Socialistas, anarcosindicalistas, federales, unionistas republicanos y nacionalistas moderados o ateneístas, como les calificaba Pedro Albizu Campos, no ponían en duda que su afirmación de que “our attitude was not that of a dictator, but of a protector” era cierta. El hecho de que aquel 18 de octubre no se dictarán discursos grandilocuentes ni se abusara de la pompa militar era una demostración de la sensibilidad del bando victorioso ante la España derrotada. La necesidad de que los paisanos aceptaran de buena fe aquella situación era imperiosa. Tras los actos los “hombres de azul” quedaron por dueños mientras la tropa española se convirtió en una presencia extranjera. El ciclo se había cerrado. La caída del sol tropical completó el escenario. Para Dinwiddie aquel 18 de octubre implicaba un meandro crucial: “the black cloud of Spanish cruelty had passed away, and in its stead had dawned the pearl -and rose- colored promise of future happiness for Puerto Rico”.
La emoción manifestada por Albert E. Lee Basanta cuando observaba el despliegue de la bandera americana en San Juan en los primeros días de la ocupación llama la atención pero resulta comprensible. En cierto modo él también reconocía que con aquel acto comenzaba una nueva era, lo que eso significase, para su país. Desde mi punto de vista, la solidaridad de este sajón residente criollizado con los invadidos no puede ser puesta en entredicho. La lectura de sus memorias demuestra que aquel evento trascendental le producía sentimientos encontrados. Lo curioso es que el empresario ponceño suprimiese cualquier observación en torno a la ceremonia de traspaso de soberanía y fuera tan solícito en documentar los roces que entre la comunidad sanjuanera y los recién llegados. Su subjetividad ante aquella eventualidad se entiende por el hecho de que el eje de la narración de Lee es su vida, su lugar en el entramado que imagina como historia. Sus emociones son un componente inherente de esa mirada.
Para otros cronistas la situación era distinta. Lo que les interesaba era el giro geopolítico que la situación implicaba y el valor simbólico que conferían a la derrota de un imperio legendario como el español por un imperio adolescente como Estados Unidos. Ese fue el caso del escritor Albert Gardner Robinson (1855-1932) en su breve texto “Adiós! España”. El mismo ocupa el capítulo 16 del libro The Porto-Rico of To-Day. Pen Pictures of the People and the Country, publicado por la editorial Charles Scribner’s Sons, empresa con un largo historial en el mundo de los libros fundada en 1846 por Charles Scribner e Isaac D. Baker la cual, desde 1893, tenía su centro de operaciones en la 5ta Avenida de la ciudad de Nueva York.
La relación de Robinson con Porto Rico se concretó durante la campaña bélica. En 1898 acompañó al General Nelson A. Miles durante la travesía que sucedió al desembarco por Guánica y fungió como cronista de primera línea durante la misma. Luego de los hechos permaneció en la isla varios meses durante los cuales visitó y conversó con numerosos paisanos, itinerario que lo llevó de la costa oeste del país a la capital. Sus observaciones puntillosas e irónicas sobre las localidades de San Germán, Hormigueros y Mayagüez, poseen un interés particular que discutiré en otro momento.
Aparte de esa experiencia directa, su libro se basó en una serie de cartas redactadas para The Evening Post, diario de Nueva York, publicadas entre septiembre y octubre de 1898. El interés de Robinson por los asuntos ultramarinos no se redujo a Porto Rico y su bibliografía posterior incluye temas sobre Filipinas y Cuba. En ese sentido, Robinson era un “experto” en asuntos ultramarinos al cual había que hacerle caso cuando se expresaba sobre estos temas. En términos generales el genuino interés por “conocer” a los “nativos” se unía a esa voluntad burguesa, propia de quien se sabe dueño de algo, de “tasar” las posibilidades materiales del territorio con el fin de ilustrar posibles inversionistas de su país de origen.
Un “cambio de soberanía”
Lo que llama mi atención en este momento es otra cosa. Me refiero a la crónica cuidadosa que hizo este autor del acto protocolar del “cambio de soberanía”, concepto que se ha convertido a lo largo del tiempo es uno de los eufemismos más comunes a la hora de mirar el 1898 y evadir la metáfora de la guerra. Robinson parece sugerir que se interprete ese momento a la luz de un significado metafórico trascendental como un “nuevo descubrimiento”. Después de todo, el estandarte español que muchos imaginaban hundió en San Juan Bautista el descubridor en algún lugar de la costa oeste en 1493, desaparecía mientras se izaba la bandera de Estados Unidos en La Fortaleza y otros lugares emblemáticos de la ciudad capital. El meticuloso relato confirma la alegoría del “nuevo comienzo” que los voceros de los invasores aspiraban significase su arribo.
Lo primero que hace Robinson es llamar la atención sobre el escenario. La sobriedad de la fachada de La Fortaleza, una “imposing structure (…) of no impressive style of architecture” se instituye como fondo. La asistencia a un acto de aquella relevancia asombra por lo exiguo de la misma. El registro es preciso: un par de oficiales del ejército y la marina, algunos 6 a 8 civiles, los cónsules extranjeros entre lo cuáles probablemente se encontraba Lee, y un puñado de miembros del gobierno insular muchos de los cuáles habían militado en Unión Autonomista y habían pactado con los invasores. La presencia de los representantes de las elites locales no debe sorprender a nadie. En Mayagüez, como ya aclaré en un artículo publicado en 1998, el autonomista y pensador heterodoxo Santiago R. Palmer quien se merecía toda la confianza de la ciudadanía bajo el dominio español, sirvió de intermediario de buena fe entre la vieja y la nueva soberanía aliviando las tensiones de un proceso que podía producir roces inesperados.
Frente a la antigua estructura capitalina, la banda de 11mo de Infantería junto a dos batallones del mismo, y la Tropa H del 6to de Caballería hicieron acto de presencia. En el balcón del palacio de gobierno se reunieron otros de los protagonistas del acto: los miembros de la Comisión estadounidense que había negociado los términos. Es curioso que Robinson destaque que la Comisión española se ausentó de los actos. Aunque no ofrece una explicación para el desplante, la lectura de su texto sugiere que el orgullo hispano o una inapropiada concepción del honor habían mediado en la decisión. Los reparos vertidos por Martha Blackford en su texto de 1828 a la concepción de la dignidad que dominaba a los españoles, volvían de un modo solapado en la retórica de Robinson. Los españoles no sabían aceptar con dignidad su derrota.
El relato del cronista es limpio y sobrio, distante de cualquier barroquismo o exuberancia. La arquitectura textual, atada a los procedimientos descriptivos que ralentizan la narración, insiste en la representación de los uniformes de los soldados. Después de todo, el acto que le ocupa es el resultado de una guerra, pequeña y espléndida, pero guerra al fin. Aquella tropa “presented no brilliant spectacle”, es cierto. Parecían poca cosa, puntualiza, pero habían puesto a correr a los huestes hispanas en la región oeste. La campaña del oeste de la cual había sido testigo posee valores contradictorios para los cronistas estadounidenses. En una visita a Hormigueros Robinson se burlaba de las exageraciones de un interlocutor, el conducto anónimo del coche en que viajaba, quien recordaba con pasión el combate de la Bajura en la frontera entre aquel pueblo y Cabo Rojo.
Lo que para la memoria local era un evento fenomenal para Robinson no pasaba de ser una pobre escaramuza. El destino de la batalla de Hormigueros en la mentalidad estadunidense fue muy parecido al de la Insurrección de Lares en la de los liberales reformistas y autonomistas puertorriqueños. Devaluar la resistencia al enemigo parece ser una regla no escrita en la constitución de la memoria en historia en especial cuando la manejan las voces de los vencedores. En el momento en que observa a los opacos y deslucidos soldados yanquis, sin embargo, Robinson apela a aquella experiencia de un modo distinto. La alusión le sirve para resaltar la superioridad y la moderación ante el triunfo las huestes invasoras, por anteposición a la falta de dignidad de los españoles quienes no son capaces de aceptar su derrota. Cuando el lector evalúa esa situación y recuerda que la Comisión española se ausentó de los actos, el efecto se completa.
La lentificación del relato es un recurso que Robinson utiliza para mantener la sensación de suspenso o tensión que el episodio merece. Los actos que narra y describe suceden poco antes de las 12 del mediodía del 18 de octubre, cuando se formalizará el cambio de soberanía, la marca de un “antes” y un “después” definitivos. En breve tiempo las campanas de la vieja Catedral y las del Ayuntamiento de la ciudad marcarían las 12 y con ello el “nuevo comienzo”. Aquellos acordes se combinaron, con un cañonazo disparado desde el castillo de San Felipe del Morro por el Mayor Day del 5to de Artillería. Selden A. Day, como tantos otros, había estado activo en la Guerra Civil y había ganado el rango de Mayor en mayo de 1898 cuando ya el conflicto hispano estadounidense había comenzado. Ambos “ruidos”, no eran nada más que eso, sirvieron de preámbulo a los acordes de “The Star-Spangled Banner” mientras la “Stars and Stripes” ascendía con calculada parsimonia por un mastelero o asta ubicado en el tope del palacio de gobierno. Cuando los pocos soldados presentes rugieron su presencia, “…the ceremony is over”. En menos de una hora todo había vuelto a la normalidad.
Era como si nada grandioso hubiese acaecido. La pulcritud del acto, su sosería e inocuidad, poseía el sentido de un entierro o una inhumación: “Into the grave of the past there fall four centuries of History o Spanish power in the sea-girt Porto Rico”. Para Robinson, como para para tantos otros observadores, el pasado hispano era “tiempo perdido” que, de golpe y porrazo, “moría”. La insistencia en que España significaba el aislamiento insular, eso sugiere el concepto “sea-girt”, también subsistió en la retórica cultural puertorriqueña en la forma del “insularismo”. Puerto Rico se asume como un error de la naturaleza o como un margen de la historia que, sin embargo, podía ser salvado y devuelto a la corriente del progreso.
Los testigos del acto estaban en un estado de negación. Un detalle interesante de este testimonio es que confirma que las autoridades estadounidenses temían por su seguridad durante los actos de cambio de soberanía. Los peligros eran dos. Por una parte manifestaban recelos en torno a posibles manifestaciones por el “anti-Spanish element” y, por otro lado, les preocupaba el “danger of rowdysm on the part of our soldiers”. Ambas aprensiones tenían su fundamento. Por un lado, el bandolerismo rural ejecutado por elementos antiespañoles locales, los sediciosos o tiznados, ocupó a una parte de las fuerzas armadas en la Isla Grande. Por otra parte, los choques entre los soldados borrachos y la ciudadanía fueron comunes tal y como lo demuestra el testimonio de Lee Basanta citado en otra parte de esta serie. La tranquilidad con que todo transcurrió lo desengañaría.
Robinson estaba preocupado por la seguridad de las minorías españolas que vivían en la capital, concepto que distingue entre insulares y peninsulares porque Puerto Rico es España. El habitante de la capital era un fantasma incapaz de mostrar emociones: “no excitement”, “little enthusiasm”. Todo se había alterado pero nada se había alterado. Después de todo, las variaciones eran cosméticas. El cambio se reducía a la presencia de los “bright colors of the red, white, and blue, instead of the red and yellow of Spain”; al hecho de que el Krag-Jorgensen abrirá paso al Mauser o el Remington”; o acaso al detalle de que algunos vecinos y comerciantes adoptaron los colores nacionales (estadounidenses) en sus casas o sus negocios con el fin de expresar su fidelidad al invasor o atraer a un cliente con dólares para gastar. Algo análogo sucedió en Ponce por aquellos días. En los comercios de la ciudad comenzaron a aparecer anuncios y ofertas en inglés con el fin de seducir a los soldados-clientes que pululaban con curiosidad por el “París de Puerto Rico”, según confirman las memorias de Paoli de Braschi.
“Well! Here to — whatever it might be”
El inmovilismo y la vacilación se impusieron en la siquis de la gente de la capital. Los conquistados no imaginaban qué sería de ellos. Pero los dos o trescientos civiles americanos que arribaron al territorio detrás de la soldadesca, los aventureros o “camp followers” que describió Lee Basanta ocupando la ciudad con una voluntad carnavalesca, tampoco estaban seguros de lo que les esperaba. Según Robinson celebraban el cambio pero, de paso, especulaban: “Well! Here to — whatever it might be”. La sensación dominante era, como quien dice, ¿y ahora qué?
La incertidumbre manifiesta por Robinson estaba relacionada con el hecho de que para este cronista la conquista de Porto Rico no era un logro significativo del cual Estados Unidos pudiese sentirse orgullosos. Una metáfora agraria difícil de traducir le sirve de apoyo: “We have hardly laid a big enough egg to warrant our doing any great amount of cackling”. En cierto modo tenía razón, no valía la pena cacarear en exceso porque el huevo que se había puesto no era muy grande. Los hechos de Puerto Rico, comparados con los de Cuba y Filipinas, siempre fueron vistos como “poca cosa” por aquel grupo de testigos de primera mano. Pero Robinson, como para Edward S. Wilson en un volumen publicado en 1905, no estaba del todo desesperanzado respecto a las posibilidades de la nueva posesión ultramarina. Robinson confiaba en que “the coming years should be a time of sure and steady growth and development for this spot for which a beneficient Creator has done so much.” La rama de olivo estaba extendida.
Una interesante observación de Robinson ante el proceso de invasión y ocupación es la comparación que hizo de la reacción de la gente en distintas regiones del país. Su interés se centraba en las ciudades, escenario que los recién llegados observaron con gran intensidad desde el primer momento. En Ponce y Mayagüez, aseguraba, “was an affair of some abruptness”. La gente no esperaba un desenlace tan rápido de los acontecimientos por lo que la reacción española de retroceder ante el avance de las tropas estadounidense sorprendió a muchos. El carácter abrupto y la reacción de retroceso es explicada sobre la base de que el elemento hispano que se oponía al conquistador era en aquellas ciudades minoritario ante el elemento criollo que, en general, lo favorecía. Los sectores criollos habían visto en los invasores un aliado legítimo ante su enemigo común, situación que también se había manifestado en los casos cubano y filipino.
En San Juan la situación era contraria. La predominancia del elemento español en el entramado urbano era notable por lo que las tropas estadounidenses suponían más expresiones de oposición. Por eso la pasividad ante el acto del cambio de soberanía le sorprende: “But I saw nothing of the sort”. Con alguna ironía el autor señala que el rechazo se redujo a alguna inofensiva mala mirada o descortesía casual. La reflexión de Robinson posterior a los hechos es interesante: el periodista sinceramente temía una respuesta violenta que nunca sucedió. La situación era propicia para ello. La caballería estadounidense estaba estacionada a 15 millas en Río Piedras y los estadounidenses que pululaban por la isleta eran apenas un puñado.
No se equivocaba a ese respecto. La presencia estadounidense en San Juan se reducía a la Comisión oficial, y a algunos periodistas, comerciantes y civiles que estaban alojados en los hoteles “Inglaterra” y “Francia”, hospederías de las cuáles se burlaría por su vulgaridad. La situación era apropiada para que una turbamulta los agrediera con furia, pero nada pasó. Aquella pasividad le resultaba incomprensible como también lo era para otros observadores más interesados y distantes como fue el caso del doctor Betances Alacán. San Juan había visto pasar la historia por encima de su cuerpo moribundo sin hacer nada para evitarlo o siquiera manifestar su ira. ¿Lo hacía por honor o por civilidad? ¿Lo hacía por fatalismo o por miedo? Robinson prefiere la segunda respuesta. El juego retórico de Robinson vuelve a inventar una imagen convencional del descubrimiento: igual que el natural en Guanahani había actuado con cautela y temor ante el extraño que llegó a sus costas en 1492, el habitante de la ciudad lo hacía ante el invasor en 1898. La apelación al miedo le permite volver a alabar el poder de la civilización que representa. Después de todo, afirma, cualquier resistencia hubiese sido una locura. El La Puntilla “…lay a Little bunch of graceful, but grim-looking, slate color vessels showing the bright fold of the American flag”. La nueva situación era el producto de una guerra por lo que la garantía era la fuerza y, aparte de ello, el recuerdo del bombardeo del 12 de mayo en horas de la mañana seguía fresco en la memoria de los habitantes de la capital.
Su apreciación del bombardeo manifiesta un extraordinario contraste con el de Lee Basanta en sus memorias. Devalúa la devastación y el horror que pudo producir el mismo. Los daños fueron pocos y se ciñeron a la banda norte de la isla para al cabo con algún cinismo, afirmar que “(the) city generally shows but little sign of having been used as an object of target-practice”. La Marina de Guerra, aunque podía haberlo hecho, no hubiera querido demoler una ciudad que sabía iba a caer en su posesión para luego tener que reconstruirla. El fantasma de la ucrónica devastación de Seva narrada por el narrador Luis López Nieves en la década de 1980 atravesó por la mente de este escritor en algún momento como un acto posible. Al cabo, el bombardeo iba dirigido a la banda sur y la bahía interior donde se presumía podía estar acuartelada una parte de la marina hispana, y a la línea de castillos de la banda norte. El objetivo no eran los vecinos. El orgullo con el poderío militar de su país invadía a Robinson en este breve fragmento. La alusión a los refugiados que salían rumbo a Bayamón se atenúa, el que habla es un militar, a una anécdota sin importancia aunque, en general, valida las observaciones de Lee.
En San Juan “all quite and peaceful”
La vida de la ciudad tomada se sintetiza en la frase “all quite and peaceful”. Pero San Juan tiene un “sonido” que molesta: los “cries of street venders” que le resultan más ofensivos que los ruidos de las calles de Nueva York. La idea del San Juan “ruidoso” e “inarmónico” no era solo suya. El juicio también era compartido por observadores entrenados de Puerto Rico como era el caso de Salvador Brau Asencio. La incomodidad con la ciudad murada, sin murallas ya en la parte de tierra desde 1897, también fue una de las quejas de Alejandro Tapia y Rivera en alguno de sus textos tardíos. Para Robinson aquel “sonido” carecía de la resonancia de los carros de bueyes, los carros del ejército, los carruajes y tranvías tan visibles en Ponce, por ejemplo.
En última instancia, el único lugar que mostraba cierta actividad eran los cafés en especial “La Mallorquina…the best and most fashionable of these”, en donde convergían soldados y civiles de todos los orígenes sin problema. El tema de las borracheras vuelve: “there was little drunkenness, and such as there was, I regret to say, was American”. El problema no parecía ser que los estadounidenses bebieran más que los locales sino que se emborrachaban con más facilidad. El “soldado borracho” parece ser un icono común de aquellos primeros días de la presencia estadounidense en nuestro país.
¿Y ahora qué?
San Juan había sido era un adversario débil para la marina de Estados Unidos, sin duda, pero si sus fortalezas se modernizaban “the forts of San Juan could be made extremely offensive and dangerous to an attacking fleet”. Robinson pensaba que incluso, pudo haberlo sido durante los combates navales que Lee Basanta registra con minuciosidad y admiración en sus memorias. La observación no impide que concluya que la confrontación se convirtió en una “semi-comedy” para los invasores. Para Robinson “we had no real battles with them”. Ni lo que sucedió en la Bajura de Hormigueros ni los combates en la banda norte de San Juan eran suficientes para acreditar una verdadera guerra en este observador.
El retrato del soldado hispano es curioso. En los días del conflicto las autoridades reales le habían adelantado el sueldo de dos meses. Tenían dinero para gastar en lo que quisieran antes de ser repatriados. A pesar de ello, nunca vio a uno borracho. La imagen del militar ordenado, morigerado y respetuoso contrasta con la de los suyos. El cronista de guerra veía en aquellos hombres signos contradictorios. Algunos militares hispanos lamentaban las condiciones en que se iban, otros prometían volver porque aquí tenían familia, pero muy adentro, a pocos parecía importarle el futuro político del país que dejaban atrás. Entre el 3 y el 4 de octubre zarparon los últimos ante la indiferencia de la ciudadanía en el “Isla de Panay” y el “Satrustegui”, amontonados e incómodos. El “Adiós! España” se había completado. Lo que quedaba de ella en la recién adquirida colonia parecía tan poca cosa que pronto se disolvería en la forma de un recuerdo borroso. Me temo que se equivocaba.