Puerto Rico entre siglos: Historiografía y cultura

octubre 25, 2022

De Laberintos, Centro Vacilantes y Objetos Esquivos: Un Comentario sobre El Laberinto de los Indóciles

  • José Anazagasty Rodríguez

El Laberinto de los Indóciles es el fruto de un metódico y minucioso análisis de muchos años. Este manifiesta, con gran éxito, el tremendo compromiso y dedicación de Mario R. Cancel con el estudio de lo que él describe como un esquivo objeto de estudio: la historiografía puertorriqueña del siglo 19. No podíamos esperar menos de un historiador de la altura de Cancel, a quien Gary Gutiérrez llamó recientemente el “maestro Cancel”.  Y qué mucho hemos aprendido del historiador-maestro, en este caso mucho acerca de la historiografía, la historia, la política y las identidades colectivas puertorriqueñas del siglo 19.

El libro expone que los integristas y los separatistas, y las historiografías que inspiraron, pretendían liberar a Puerto Rico de un orden que pensaban retrógrado para encaminarlo hacia el progreso. Por esto concluye que estos compartían las metas, pero diferían en la selección de los medios o tácticas para realizarlas. Divergían, por supuesto, en cuanto a su posicionamiento en relación con España, con los reformistas y los autonomistas en el campo integrista, y los independentistas y anexionistas en el campo separatista. Estos grupos, aparte de sus diferencias sobre si querían separarse o integrarse a España, discrepaban también respecto al papel de la violencia en el proceso de liberación. Sólo los separatistas estaban dispuestos a la violencia revolucionaria. También diferían en su articulación de la identidad puertorriqueña. Estas posturas político-ideológicas eran, a pesar de sus convergencias, posiciones enfrentadas.

El integrismo ganó la contienda. Cancel revela en su nuevo libro el dominio de la historiografía y proyecto político integrista, cuyas corrientes—asimilismo, especialismo, y autonomismos moderados y radicales—mantenían posiciones teóricas y políticas similares. Estos eran integristas pro-españoles que pretendían con sus discursos y relatos disminuir las tensiones que producía una relación política y cultural que valoraban mucho, pero cuya fragilidad admitían. Este consenso estaba, por supuesto, presente en la historia regional del siglo 19, pues como explica el autor, los integristas, en todas sus variantes, y quienes trazaron la “historia regional,” coincidían en ver la relación con España como una garantía para la modernización de la colonia. Se trata del predominio y hegemonía de eso que Cancel llama el “centro vacilante”.

En efecto, los integristas fueron relativamente efectivos en su desplazamiento de “los proyectos políticos e ideológicos derrotados,” los de los separatistas anexionistas o independentistas. El carácter hegemónico de la historia y política integrista no se debe únicamente a su condena efectiva del separatismo, sino además a su fijación y afianzamiento de la integración misma como fin político, no importa a que cuerpo político, fuese a España, la Confederación Antillana o más tarde a los Estados Unidos. Incluso algunas corrientes separatistas anhelaban tras la separación de España integrarse a otras comunidades, como a Estados Unidos después de 1898, por ejemplo. El integrismo dominó la cultura política del siglo 19, aunque en contienda con el separatismo.

El Laberinto de los Indóciles es una extraordinaria y relevante reflexión de la cultura política del siglo 19, particularmente de la expresada en la escritura histórica de entonces, expresiones que, entre el consentimiento y la resistencia, debatieron el frágil e irresoluto concepto de la identidad puertorriqueña. Pero si esta es una aportación importantísima del libro también lo es su método, técnica o modo de investigar el elusivo objeto de estudio.

El texto de Cancel, un análisis textual y discursivo profundo, implicó el análisis de las fuentes usadas por los historiadores del siglo 19, su marco de referencia, lo que le permitió identificar las bases intelectuales de su legitimación ideológica. El registro de esas fuentes, de las autoridades intelectuales a las que estos apelaron, es una valiosa aportación de El Laberinto de los Indóciles. Entre estas fuentes está Historia geográfica, civil y natural de la isla de San Juan Bautista de Puerto Rico del fray Agustín Íñigo Abbad y Lasierra, si se quiere un texto fundacional de la historia regional puertorriqueña. Cancel le dedica varias páginas a la relación entre ese texto y la historia regional puertorriqueña.

Cancel también revela la relación entre las justificaciones ideológicas de los historiadores del siglo 19 y su trasfondo social. El propósito de esto último era conocer desde cual posición social en la nación imaginada o anhelada, puertorriqueña o española, hablaban. Otro propósito era conocer qué aspectos de la identidad nacional o comunidad imaginada sirvieron de fundamento para sus planteamientos políticos y narraciones históricas. Esto le permitió además a Cancel examinar sus pericias ideológicas y discursivas y sus estrategias retóricas, así como su manipulación de la memoria y la historia, en nombre de sus respectivos proyectos políticos y sociales. Es precisamente la identificación de esas pericias, estrategias y manipulaciones uno de los grandes logros de El Laberinto de los Indóciles.

Cancel establece y comprueba los matices y gradaciones del integrismo y del separatismo en el Puerto Rico del siglo 19, vinculados, pero no iguales, a las modalidades y gamas políticas de hoy. También ubica esos matices en un continuo desde el asimilismo y las propuestas de integración, como el especialísmo y los autonomismos moderados y radicales, hasta a los distintos separatismos independentistas, anexionistas y confederacionistas.  El reconocimiento de esa diversidad contrarresta la tendencia a homogenizar y comprimir las corrientes políticas del país, a ocultar sus deviaciones y heterogeneidad interna.

Además, el autor se aproxima a la historia e historiografía del siglo 19 desde los extremos de ese continuo político-ideológico, disolviendo el centro, contrarrestando la tendencia dominante a narrar la historia puertorriqueña desde el “centro vacilante.” Para este, como ya indiqué, el relato histórico, tanto en el campo de la historia oficial como en el de la académica, ha sido acoplado y narrado desde ese centro inestable. Desde ese centro irresoluto los extremos han sido construidos como parciales y subjetivos, y por esto marginalizados y despachados. Pero la mirada de Cancel, desde los bordes de la historiografía y del centro político contribuye a la disolución de esa médula, a la descentralización de la historiografía integrista. Ubicarse en los extremos le permite al autor dilucidar las vacilaciones, ambigüedades, omisiones y contradicciones del centro y articular un relato alternativo y contestario respecto al centro, sin que esto implique obviar las indecisiones, rodeos, contradicciones y mutismos de los extremos derrotados.

El método de Cancel también indaga las ideologías y discursos historiográficos y políticos en términos de identidades relacionales. El autor demuestra que la historia regional, y con esta sus ideologías políticas, fueron articuladas en términos de identidades puertorriqueñas definidas en relación con España, de la relación imaginada y anhelada con la metrópolis. Así demuestra que la historia regional diferenciaba a los puertorriqueños de los españoles a la vez que recurría a equivalencias entre ambos grupos. El reclamo de una hispanidad compartida, típico de los integristas, implicaba una paridad con los españoles, cierta simetría política y cultural entre los españoles y los puertorriqueños, estos últimos imaginados como parte de la comunidad española. Los separatistas, por su parte, afirmaron las diferencias para justificar la separación, aunque algunos independentistas y nacionalistas del siglo 20 afirmarían las equivalencias culturales con España.  Los asimilistas afirmaban la equivalencia entre las identidades. Así, estas y las otras corrientes políticas examinadas por Cancel, incluyendo a los anexionistas, involucraron juicios de equivalencia y diferenciación al justificar sus proyectos.

La aproximación de Cancel es además comparativa en tanto que contrasta las corrientes historiográficas y políticas develando sus convergencias y divergencias. Por ejemplo, podemos encontrar consensos teóricos y políticos entre los diversos integrismos, manifiestos en la historia regional del siglo 19. Estos convenían en la necesidad de la modernización en el marco de la relación con España, definiendo esa unión como un resguardo necesario para el progreso de la colonia. Estos inclusive profesaban que Puerto Rico había avanzado como consecuencia de las políticas del reformismo ilustrado del siglo 18. Y todos concordaban en el protagonismo que le achacaron a la industria azucarera. Por otro lado, Cancel señala convergencias entre todas las corrientes políticas. Los liberales reformistas, los autonomistas, los separatistas independentistas y los anexionistas aspiraban todos a liberar a Puerto Rico de un orden anticuado para encaminarlo hacia el progreso. Coincidan asimismo en muchos de sus fundamentos filosóficos y compartían sus intereses de clase. Pero, también divergían en otros asuntos. Discrepaban, como mencioné antes, con respecto a la identidad colectiva y con relación a las tácticas políticas.  Sus relatos históricos reflejan además diferentes interpretaciones de eventos y procesos históricos, como el Grito de Lares. Cancel le dedica varias secciones de su libro a las distintas interpretaciones de ese evento.

El análisis del autor también subraya la inconsistencia de los discursos historiográficos, develando sus fisuras y contradicciones.  Por ejemplo, la presencia histórica de Sotero Figueroa, que ofreció, nos dice el autor, lo más cercano a una historiografía separatista, encierra una contradicción: que fuese un autonomista radical el que esparciera la semilla de la historiografía del separatismo independentista. Cancel también apunta a lo contradictorio de la pasividad de los liberales reformistas y autonomistas, quienes toleraron, a pesar de sus reclamos de libertad, la severidad de una relación desigual y autoritaria con España porque confiaban en mejorarla sobre la base de su culto a la hispanidad. Como nos demuestra, era asimismo paradójico o contradictorio que Salvador Brau Asencio recurriera a la racionalidad de la sociología positivista para evaluar la Hispanidad, pero que apelara a economías morales, ciertamente subjetivas, para describir a los puertorriqueños.

Cancel nos provee además una interpretación o lectura sintomática de las fuentes examinadas. Señala sus silencios, omisiones y ocultaciones. Su intención, la que logró, era elaborar un registro de esos silencios para examinar las intenciones y estrategias retóricas de los historiadores del siglo 19. Cancel notó, por ejemplo, el curioso silencio de Betances con respecto a varias protestas de la sociedad civil y acerca de las injusticias sufridas por los trabajadores, producto de una formación colonial que este pretendía erradicar. El historiador también encontró omisiones reveladoras en la obra de Salvador Brau Asencio, quien pasó por alto la esclavitud y el trabajo forzado, así como la desigualdad que emanó de las condiciones vinculadas al momento posterior a la Real Cédula de Gracias de 1815.  Cancel también notó que este obvió mencionar que el reclamo de abolición firmado por Segundo Ruiz Belvis, José Julián Acosta Calbo y Francisco Mariano Quiñones había sido la antesala de la insurrección de Lares.

Esos silencios apuntan, en efecto, a la retórica o la persuasión, y más aún hacia las cualidades ideológicas de la escritura histórica del siglo 19. El autor de un relato histórico, por ejemplo, y al que Cancel le reconoce cierto “espacio de autonomía”, escoge como representar una condición ideológica desde cierta perspectiva en un contexto histórico-social específico, entrelazando compromisos, interpretaciones y su imaginación. Esto es lo que Dominick LaCapra, inspirado en Martin Heidegger llamó, los aspectos “worklike” de un texto, una labor que, aunque reproduce ideologías y discursos también introduce variaciones, alteraciones, y transformaciones de estas, lo que muchas veces requiere silencios y omisiones. Se trata de cierta poiesis, lo que César A. Salgado, basado en Severo Sarduy, describe como la “capacidad creadora para imaginar, forjar y formar otros mundos.” Hacer historia es, al final, y como dirían los críticos marxistas, un modo de producción. La representación de la condición ideológica es entonces un producto relativamente singular. Estas variaciones también responden al hecho de que como afirmaba Pierre Macherey es imposible para un relato cualquiera reproducir la totalidad de una ideología; solo una aprensión parcial de esta es posible. La representación de la ideología en un texto es siempre inacabada, imperfecta, es decir, una variación. Los silencios, decía este crítico literario, muchas veces parten de allí, de la aprensión y producción parcial de la ideología. Se trata de la articulación insuficiente de lo que es una relación imaginaria con la ideología y con la historia, y que puede ser incluso contradictoria, a lo que apuntaba no solo Macherey sino además Louis Althusser, Terry Eagleton y Frederic Jameson. Cancel apunta precisamente a la importancia de advertir y evaluar esos silencios, omisiones y contradicciones en la escritura histórica del siglo 19.

La aproximación de Cancel a las diversas fuentes que examinó presupone la porosidad de los textos respecto a su con-texto. Esto le permite dos cosas: no perder de vista las relaciones dinámicas entre la cultura material y la inmaterial y visibilizar la relación, también dinámica, entre las normas y convenciones que rigen la elaboración de los textos, discursos e ideologías, muchas institucionales, y la agencia o autonomía del sujeto. Esas relaciones facilitan, pero igualmente regulan la producción y reproducción de textos, o lo que se expresa o no en estos. Esto, por supuesto, nos ayuda también a indagar los mencionados silencios y omisiones. Por otro lado, la ubicación social de los narradores, como su posición de clase, vinculada a cierto habitus, como diría Pierre Bourdieu, y su identificación como criollos, influenció sus relatos históricos. Los casos discutidos por Cancel, incluyendo los de Betances y Brau, son ilustrativos de esa relación.

Finalmente, el método de Cancel es reflexivo, lo que es ciertamente refrescante. Reconoce que esos sujetos relativamente autónomos, incluyendo a los historiadores, y entre estos él mismo se incluye, también oscilan, dependiendo de las circunstancias contextuales, entre la racionalidad y objetivación de un fenómeno y la irracionalidad y la subjetividad.  Esto requiere que el investigador, el historiador en nuestro caso, se monitoree a sí mismo y admita no sólo sus sesgos sino además la singularidad del lugar desde el que habla o escribe. Al historiador esto le requiere, entre otras cosas, la dificilísima tarea de no confundir el presente y el pasado. Cancel, por ejemplo, evita presuponer que las aspiraciones de los movimientos a favor de la independencia o la anexión en el siglo 19 sean iguales a los del siglo 20 o los del siglo 21.

El método propuesto por Cancel constituye a su vez la base metodológica de su propuesta para una nueva historia política, otra contribución importante de su nuevo libro. Se trata de una historia cultural de la política. Con esta nueva historia política-cultural Cancel continúa, pero renueva y extiende, desde una perspectiva mucho más crítica, y desde la historia cultural, la historia política propuesta por Fernando Picó y que respondía a su vez a las propuestas para la historia política puertorriqueña de Gervasio García. En efecto, la historia cultural de la política propuesta por Cancel precisa los compromisos con la modernidad de las corrientes políticas del país, a lo que exhortó Picó, anhelos de modernidad presentes en las corrientes historiográficas del siglo 19, como bien demuestra Cancel, y que eran parte de su cultura política.

Aunque Cancel no lo propone así, me parece, que este también ha echado las bases no únicamente de una historia cultural de la política sino además de una historia cultural de la intelectualidad, una renovada historia intelectual puertorriqueña, una que escapa el culto a las personalidades de la tradicional historia política e intelectual.  El libro de Cancel es de muchas formas una historia de las ideas liberales y del pensamiento político y social moderno en Puerto Rico. Y es ciertamente una historia cultural-intelectual de la historiografía puertorriqueña del siglo 19.

En fin, El Laberinto de los Indóciles es otro excelente libro de Cancel, un estupendo y excepcional mapa del laberinto historiográfico y político del siglo 19, una elusiva y confusa maraña afortunadamente desentrañada por Cancel. Pero ese laberinto es uno de los muchos laberintos alojados dentro de ese aún más amplio, enmarañado e inconstante laberinto de nuestra historia. Esos otros laberintos contienen sus propias historias políticas, culturales e intelectuales que aún tenemos que comprender. Aceptemos la exhortación de Cancel y examinemos la historia de sus culturas políticas e intelectuales.

Publicado originalmente en 80 Grados-Cultura-Historia

octubre 22, 2022

El indócil cosmos de Cancel. Parte 2. Una reflexión poslectura

© 2022 Luis Asencio Camacho

Mis conversaciones con el amigo y maestro Mario R. Cancel, en la mayoría de las veces, han sido durante encuentros fortuitos (que conste que laboramos en el RUM) y en alguna que otra contada actividad que por invitación o azar hayamos coincidido; no obstante, ninguno de dichos encuentros ha sido menos que una experiencia enriquecedora, por breves que hayan sido nuestras pláticas.
De un tiempo acá, desde que adquirí mi ejemplar de El laberinto de los indóciles —ocasión que en otro lugar igualé a un atesorado recuerdo de mi adolescencia—, he anhelado una buena charla, larga y tendida, como les apellidan por ahí, para escuchar al maestro deponer y yo, en atrevida ignorancia, retarle con preguntas y argumentos tal vez tan laberínticos como el asunto mismo del libro. Lo retaría a servir de árbitro o, quién quita, de sostenedor del ovillo que llevaría a la salida. ¿Por qué no del guía virgiliano y explicador que ninguno de los indóciles, tanto integristas como separatistas, allí atrapados tuvieron?
¿Chovinismo? ¿Insolencia?
El maestro Cancel ha dejado diáfanamente claro cómo cada una de las partes (no quiero llamarles «facciones» por eso de las añadidas acepciones a la voz) recurrió o recurría a tácticas de arraigo culturo-filosófico, en mayor o menor medida, en sus respectivas empresas cuyo fin en común era liberar a Puerto Rico de la paradójica retrocesión en que lo sumía el supuesto progreso. Como bien plantea el autor, el arma por excelencia de cada parte fue la táctica discursiva; y me atrevo a añadir que en completa indiferencia —si no desprecio— de la estrategia. Y empleo «estrategia» en su más estricta etimología de «provincia bajo el mando de un general»; o, por reducirlo a su absoluto absurdo: lugar.
Un laberinto, cual en un campo de batalla, se sortea a base de estrategia, de conciencia de dónde se está: del entorno, de las ventajas y desventajas del suelo, de los recursos con que se cuentan y, sobre todo, de una visión clara y objetiva de la mejor ruta a seguir en pos de la meta. Si se está más en las de perder, se procede con prudencia y un latente hálito de esperanza.
El laberinto en que unos entraron por volición y otros arrastrados por las corrientes cobró vida desde el primer pie dentro y mutó como un ser sintiente conforme más se allegaban; el integrista (reformistas y autonomistas) que halló su camino franco se encontró detenido en seco por el muro del separatista (independentistas y anexionistas) y viceversa. La «conciencia» del laberinto en ocasiones confrontó a compañeros de viaje, de suerte que tornó a aliados en enemigos y enemigos reconociéndose cual espíritus afines.
Si no me es demasiado audaz o imprudente decir, pensaría que la mayoría, si no encontró la salida, como mínimo encontró ese «centro vacilante» del que muchos no supieron salir y en el que, a mi humilde entender, todavía nos hallamos. Cualquier intento de apologizar me deja con dos posibles respuestas: o los jugadores de la época terminaron abandonando sus trebejos o la historiografía no les ha hecho justicia. Una o otra, el maestro Cancel ha logrado su propósito de dar sonido a esos silencios por omisión u ocultación, con un análisis concienzudo que compara y converge y contrasta y diverge con un desenfado sin rimbombancias. En mi limitado conocimiento del tema, no recuerdo que otros lo hayan hecho; por lo menos no con tan exitosa fórmula.
¿Considero al Laberinto de los indóciles una lectura obligada para historiadores y sociólogos tanto como para estudiantes o lectores recreativos? Más que eso, la conceptúo primera piedra para lo que auguro será un monumento al fenómeno de la historiografía política puertorriqueña decimonónica.
Ansío esa charla en torno a El laberinto de los indóciles.

mayo 1, 2022

El indócil cosmos de Cancel

  • Luis Asencio Camacho
  • Escritor

Parte 1. Una reflexión antes de la lectura

Me bastó una ojeada a El laberinto de los indóciles para saber que había vivido ese «momento» ya. ¿Cuál? Cuando tuve en mis manos aquella pequeña edición condensada de Cosmos (1980), de Carl Sagan (1934–1996), allá a mis ¿quince, dieciséis? —a mediados de los años ochenta.

Reviví el momento del pedido, la espera, la emoción de recibir y de saber aquel hoy perdido Cosmos el texto definitivo para cualquier curioso que buscara conocer y entender qué era (es) y cómo funcionaba (funciona) el… ¿necesito decirlo? Por entonces Sagan tenía su público y varios títulos a su haber, pero fue con ese título en especial, el compendio en papel de su multiepisódica y homónima serie de TV, que el ya desaparecido astrónomo neoyorquino de orígenes judíos se consagró como un divulgador extraordinario a nivel mundial. La naturalidad y lo palmario de su hablar no hacía imperativo que sus oyentes tuvieran bases académicas en astronomía o astrofísica para entender lo que él planteaba. Lo mismo podía hablar del comportamiento de la luz en diferentes entornos o qué elementos podrían condicionar la exobiología que de historia, filosofía o religión, y uno, como lector, quedar satisfecho y seguro de poder iniciar y mantener (como mínimo «defenderse» en) una conversación del tema: desde átomos y agujeros negros hasta protozoos y genios.

Apenas leí los párrafos introductorios del Laberinto y preví que será una experiencia similar. El quehacer literario, académico y cívico de Mario Cancel es fecundo, sólido y reconocido (su estilo reconocible también, puedo asegurar); de hecho, cuando tuve el privilegio de saludar personalmente a este prócer moderno a eso de 2007 o 2008, tenía años de conocer y apreciar su obra. Por breve que fuera ese encuentro fortuito, pude constatar lo que incontables exalumnos suyos decían: detrás de la fachada de «enciclopedia ambulante» había un caballero sencillo y afable que amaba lo que hacía y se gozaba mucho más en compartir su sabiduría. El Laberinto lo ratifica.

Este es un texto erudito escrito con el lego también en mente, como nos acostumbraron los maestros Picó y Díaz Quiñones; porque no hay que ser rimbombante para ser interesante. (Si aprendí algo de Sagan, fue a hablar con sencillez, directo y conciso; Mario repite la fórmula.) Entre leídas y (h)ojeadas —la impaciencia de cubrir lo más posible y degustar aquellos puntos a los que ya deseo llegar—, antes de darme cuenta, me hallé a mitad de libro. Pausé por eso de no abusar y decidí que leería esta joya con la debida mesura. De entrada llamó mi atención y agradecí la estrategia del comparatismo, una táctica que practico y favorezco. En fin, creo, sin temor a equivocarme, que no ha habido otro texto que exponga de manera tan directa, concisa, clara y desenfadada las continuidades y discontinuidades del turbulento siglo XIX puertorriqueño. No me atrevo siquiera a citar ejemplos por temor a no poder detenerme y terminar con una versión criolla de «We Didn’t Start the Fire» y caer en la cuenta de que—

(We didn’t start the fire!)

It was always burning, since the world’s been turning

(We didn’t start the fire!)

No, we didn’t light it, but we tried to fight it!

—¡coño! seguimos en las mismas…

(Continuará)

© 2022 Luis Asencio Camacho

abril 23, 2022

Sobre El laberinto de los indóciles de Mario R. Cancel

  • Profa. Vibeke Betances Lacourt
  • Especialista en Estudios Hispánicos

Cómo se narra, se piensa, se escribe sobre un país cuyas complejidades coloniales ponían – y aun ponen – en duda hasta el propio término «país»; El laberinto de los indóciles, la más reciente publicación de Mario R. Cancel bajo Editora Educación Emergente, nos presenta todo lo que confluye en el intento. Sin embargo, para comenzar con este breve recorrido por El laberinto de los indóciles me es necesario acercarme al término laberinto. Según el diccionario de la Real Academia Española, dos de las acepciones que tiene la palabra son:

1. m. Lugar formado artificiosamente por calles y encrucijadas, para confundir a quien se adentre en él, de modo que no pueda acertar con la salida.

3. m. Composición poética hecha de manera que los versos puedan leerse al derecho y al revés y de otras maneras sin que dejen de formar cadencia y sentido.

Estas, a su vez, me llevan a pensar en los indóciles, ¿eran ellos los que creaban el laberinto?, ¿los que lo habitaban cual minotauro cretense? o ¿los que transitaban por él? En El laberinto de los indóciles el laberinto está formado de caminos y encrucijadas – aunque no del todo artificiosas – que estos indóciles decidieron transitar utilizando como hilo el discurso para presentar esos caminos «al derecho y al revés y de otras maneras sin que dejaran de formar cadencia y sentido». Los indóciles a los que se hace referencia en el libro, no solo habitaban el laberinto sino que le dieron forma de acuerdo con los caminos que decidieron recorrer. Por otro lado, pienso en el libro, en sí mismo, también como un laberinto. No tanto porque cumpla con las características antes mencionadas en la definición sino porque es un libro sobre historiografía realizado por un historiador que, cuando más o cuando menos, está historiografiando. Por lo tanto, para que transitemos por él, me parece preciso delimitar al menos tres de los múltiples caminos que el libro presenta. Los caminos que este libro nos presenta no están formados en cemento, las paredes de este laberinto son más bien arbustos cuidadosamente podados que, por sus propias ramificaciones, nos permiten ver entre las hojas sus espacios de convergencia. Es decir, al leer el libro El laberinto de los indóciles logro identificar al menos tres de las formas en las que podemos acercarnos al texto que se relacionan entre sí: siempre reconociendo que el hilo conductor lo será el discurso como herramienta de la historiografía puertorriqueña en el siglo diecinueve.

Si me permiten, desearía entonces que todos asiésemos el hilo que nos guiará entre las letras que Cancel nos ofrece para así, de la mano, no perdernos por alguno de esos caminos. El texto ubica el pensamiento puertorriqueño no solo dentro de su relación colonial con España y dentro de las corrientes filosóficas eurocéntricas sino alrededor de lo que ocurría en la antillanía caribeña. Por tanto, el libro resulta valioso para quien, aficionado a la historia como saber o a la historia de Puerto Rico como campo de conocimientos, quiera acercarse a ella desde una perspectiva que sacude los modos oficialistas en los que se nos ha enseñado. Las figuras emblemáticas y sus acercamientos a los eventos que en él se estudian se presentan dentro de un panorama que posibilita ver cómo convergen y divergen sus recuentos sobre esos eventos a partir de sus ideales y lealtades: el asunto no es pasar juicios sino mostrar las razones que estos tenían para hacerlo y los modos en que lo hacían. En él, los planteamientos de Betances Alacán, Hostos Bonilla, Tapia y Rivera, Brau Asencio, Abbad y Lasierra y Pedro Tomás de Córdova entre tantos otros serán presentados desde una óptica crítica que reconoce los vínculos entre discurso, ideología e historiografía. Así pues, quien desee leer el libro por el puro amor a la lectura y a la historia tendrá un nuevo acercamiento a esta sin sentirse perdido entre sus páginas. Mientras que quien desee acercarse a El laberinto de los indóciles siendo experto en el tema, encontrará en él un nicho exquisito para establecer un diálogo no solo con el autor sino con los discursos historiográficos que este presenta.

Por otro lado, el término «historiografía» me lleva al segundo camino que intereso recorrer, el de la historiografía como creación discursiva. Mientras leía, no podía evitar pensar que El laberinto de los indóciles era una especie de poética sobre «el arte creativo de historiografiar». Dice Cancel entre sus páginas que «en el siglo 19 el historiador como autor es quien decide lo que se recuerda y lo que se olvida» (157) pues «[t]odo se reduce a pistas y posibilidades, como el papel que cumplió el hilo en el mito de Ariadna, Teseo y el Minotauro»(79). Por esto mencioné al inicio que el indócil se convierte a su vez en una especie de criatura que no solo recorre el laberinto sino que utilizando el hilo discursivo le va dando la forma que desea. Ante ese panorama, el libro se convierte en una doble propuesta. Por un lado surge como una guía para el historiador y por otro, es un reto que motiva a quien lee, a acercarse a la historiografía como discurso, y como tal, analizarlo con herramientas propias de quien estudia literatura: indagar, cuestionar y problematizar. Es la doble posibilidad de contestar las preguntas ¿quién escribe?, ¿para quién escribe? y ¿desde donde escribe? desde el terreno de quien redactará y del de quien leerá. En El laberinto de los indóciles se reconoce que las palabras, en sí mismas, se convirtieron en herramientas rectoras de proyectos políticos y que mucho de lo que subyace en el modo en que nos relacionamos con nuestra historia como país tiene que ver con el sujeto que la escribe y la divulga y no tanto con el evento en sí mismo: dependía de la relación que tenía quien la escribía con las estructuras de poder político-económico del momento. Así también no solo lo dicho sino lo omitido, parecería decirnos Cancel, cobra relevante importancia a la hora de acercarnos a los textos cuya finalidad es construir el pasado histórico del país: los silencios importan y por eso es preciso identificarlos.

Finalmente, el tercer camino me parece que más bien lo decidí construir yo, debo aceptarlo, al ver en el libro un marco para problematizar los discursos – pasados o presentes -a la luz del carácter subjetivo que cualquier discurso carga. Leer El laberinto de los indóciles fue acercarme a una guía sobre cómo escribir y cómo leer los eventos que ocurren en el país, en la actualidad, en tiempos en donde la mediatización de todo es un hecho que parece obligar a las personas a posicionarse ante todo de manera inmediata. Pensar como país, pensar al país, y pensar dentro/fuera del país, son asuntos tan mediatizados que continuamente recibimos un bombardeo de información que con sus silencios y visibilizaciones promueve con una velocidad impresionante un sinnúmero de ideologías que están cubiertas de un falso manto de objetividad. El laberinto de los indóciles es una apuesta a la lectura que sospecha, que cuestiona, que indaga. Del mismo modo, es un marco de referencia para otros investigadores que quieran insertarse al diálogo: a través de todo el texto, el autor se encarga de dejar diversas preguntas abiertas en espera de que alguien se apropie del proyecto y lo trabaje.

El laberinto de los indóciles nos hace parte de las discusiones que se gestaron en el siglo diecinueve y que sin duda tienen remanentes en el modo en que nos acercamos a la manera en que pensamos al país. Al final corroboramos que existió «[…]una discursividad que nunca se puso de acuerdo, nunca fue homogénea y que se apropió de la identidad y de la puertorriqueñidad de manera creativa […]» (Cancel 15) y para los que nos preguntamos, pensando en Benedict Anderson en la lejanía, ¿y qué pasó? ¿por qué no funcionó?, el hecho de que nunca se pusieran de acuerdo ni fuera homogénea – discursivamente hablando- es una de las razones, la segunda la ofrece el mismo escritor, pues sentencia que esa discursividad terminaba «[p]oniendo la historia y la memoria del pasado al servicio de causas que chocaban la una con la otra» (15). Si bien el libro establece que no tiene la intención de pensar asuntos contemporáneos, para aquellos de nosotros que hemos estado conscientes de las situaciones sociopolíticas de nuestro país hasta la actualidad, el libro en general nos parecería señalar otro camino más: una ida al pasado que nos aclara el presente. Es justo ese el camino en el que me quedé porque reconozco que ir al pasado, recorriendo el laberinto discursivo que por siglos se ha gestado, es una tarea que requiere un hilo mucho más sólido que el que cargo y temo entrar en él para luego no encontrar la salida de regreso.

Nota: Texto leído en el lanzamiento de “El laberinto de los indóciles de Mario R. Cancel” en Recinto Universitario de Mayagüez (UPR), 5 de abril de 2022, actividad auspiciada por Editora Educación Emergente (EEE). Publicado con anterioridad en Claridad-En Rojo (12 de abril de 2022). Los interesados en ver y escuchar la grabación de la actividad pueden acceder a ella mediante en enlace El Laberinto de los indóciles (EEE/RUM)

febrero 23, 2022

El laberinto de los indóciles: una lectura

Justa cosa es, varones atenienses, que los que, sin haber hecho algún gran beneficio ni tenido alianza ni amistad provechosa, acuden a sus vecinos para pedirles ayuda, como nosotros ahora venimos, primeramente, muestren y den a entender que su demanda es muy útil y provechosa para aquellos mismos a quienes la piden, o a lo menos no dañosa; y tras esto que tengan siempre que agradecerles la merced que se les hiciere. Y si ninguna cosa de éstas no mostraren, manifiéstase a las claras que no hay por qué se deban ensañar si no alcanzan lo que desean.

– Tucídides

Marco Aurelio afirma la analogía, no la identidad, de los muchos destinos individuales. Afirma que cualquier lapso —un siglo, un año, una sola noche, tal vez el inasible presente— contiene íntegramente la historia.

– Jorge Luis Borges

  • Dr. José E. Muratti Toro
  • Historiador y escritor

En su paradigmática obra Modernidad Líquida, Zygmunt Bauman afirma que: “Ser moderno significa… tener una identidad que sólo existe en tanto proyecto inacabado” que discurre entre el ordenamiento de la realidad de acuerdo a unos preceptos filosóficos sobre la sociedad ideal (en la que el ser humano “moderno” se encuentra a sí mismo y asume su identidad) y el resquebrajamiento del orden implícito resultando en una realidad fragmentada que, en cierto modo, obliga a vivir entre la apuesta a los ideales que sirven de astrolabio de navegación y los inevitables escollos que convierten la travesía en un viaje azaroso hacia un puerto cada vez más incierto e inseguro. Sin hacer referencia a Bauman, a quien me consta que estudia, Mario Cancel Sepúlveda parece referenciar al filósofo polaco a través de El laberinto de los indóciles (Editorial Educación Emergente, Cabo Rojo, 2021, 197 págs.) en su más reciente aportación a la historiografía puertorriqueña. La liquidez de nuestro pasado parece no poder ser sin desembocar en un presente tan incierto como el futuro.

El laberinto de los indóciles nos presenta una extensa reflexión sobre las posturas de historiadores y protagonistas del quehacer político insular de los primeros cuatro siglos de la historia política y la historiografía puertorriqueña. Cancel Sepúlveda examina minuciosamente la discursividad de los protagonistas y las relaciones políticas con las que se forjó el “proyecto inacabado” de nuestra identidad nacional. Su documentación de la reacción, los acuerdos forzosos y, posteriormente, los acomodos que continuamos concediendo a los imperios que colonizaron la isla, nos resultan familiares a la vez que no dejan de sorprendernos. Cancel nos propone, mediante el indispensable diálogo entre historiador y lector, “pensar el problema desde una sana distancia de la retórica romántica nacionalista y al margen de cualquier presunción progresista para, con ello, estimular la reevaluación de los estudios de la historia política del siglo 19 y 20 en Puerto Rico desde una perspectiva alterna”.

Recorramos los laberintos que el autor ha transitado hacia un siglo XXI en el que las lecturas del pasado parecen diálogos que nos resultan dolorosamente reconocibles pero que, como esos secretos familiares de los cuales no se habla, parecen remover velos que han ocultado a medias lo que hemos preferido no concluir a ciencia cierta.

La Historiografía Insular o la Historia de Puerto Rico

La historiografía insular fue concebida en el XIX con la adopción Historia geográfica, civil y natural de la isla de San Juan Bautista de Puerto-Rico de 1788 del fraile Iñigo Abbad y Lasierra como primera historia oficial de la ínsula extraña como se nos había llamado en la península. Armonizando con el principio de Tucídides sobre la confiabilidad de la proximidad de los hechos, la minuciosidad de la descripción de las características de la isla y sus habitantes no dejaba duda de que, por un lado, los puertorriqueños no eran “ni podían ser iguales a los españoles” pero por otro, por virtud de como territorio de ultramar ser un pedazo de España en el Nuevo Mundo, resultaba ineludible e indudable que en efecto eran españoles con rasgos distintivos pero españoles al fin. Esta dualidad, si se quiere, de identidades se convertiría en motivo de discordia por parte de los sectores asimilistas y separatistas a mediados del siglo XIX como antesala a la insurrección de Lares. El texto de Abbad dejó de ser un testamento folclórico y etnológico para convertirse en símbolo de identidad y, consecuentemente, fundamento de abanderamiento político a favor tanto de la asimilación como de la separación.

La necesidad de Abbad de “auscultar la presencia del pasado en el presente para enfrentar” el futuro, sirvió de base para la incipiente historiografía puertorriqueña a manos de un reducido grupo de intelectuales que representaban intereses de lo que el autor llama el “arriba social” en conflicto con un liberalismo distanciado, a su vez, del “abajo social” que pretendía defender. Si bien la lógica administrativa de fines del siglo XVIII concebía la colonia como territorio de ultramar cuyos súbditos debían lealtad y hacienda a la Corona, el reconocimiento de la diferencia contribuía a la creación de una identidad que se desprendía de una “historia regional” diferente a y separada de la historia “nacional” española.

Los antecesores de la disciplina historiográfica puertorriqueña, José Julián Acosta y Calbo, Manuel Elzaburu Vizcarrondo, y Alejandro Tapia y Rivera vieron en Abbad un principio precursor de la personalidad del isleño y una zapata sólida sobre la cual edificar la historiografía insular. Sin embargo, sus intentos por transformarle en una personalidad historiográfica que concordara con la metrópoli enfrentaron contradicciones imposibles de armonizar resultando en la mencionada dualidad identitaria que aún prevalece.

En un intento por afirmarse en lo insular como propio y diferente, por ejemplo, Elzaburu promovía una “historia regional” que se diferenciara de la “historia moderna” siempre por llegar, pero sujeta a la historia “nacional”. Una de las características que le distinguían, argüía, era el aspecto espiritual de la personalidad española que se había impuesto por sobre las características de los indios y los africanos secuestrados para la esclavitud, que Abbad consideraba indolentes, despreocupados, vagos y poco industriosos. De hecho, en la conferencia “Una relación de la historia con la literatura” que dictara en el Ateneo de San Juan, en 1888, Elzaburu llegó a plantear que Puerto Rico “era el ‘rincón (…) más genuinamente español del mundo americano”. Nuestra personalidad implicaba era distinta de las excolonias de las Américas cuyas poblaciones y cultura estaban profundamente marcadas por la herencia indígena y africana. Intentando mitigar su confesada pretensión dada nuestra reducida extensión territorial, aseguraba que la historiografía puertorriqueña podía superar la escasez de datos positivos que regían las ciencias a finales del siglo, mediante el cultivo de la literatura para “adelantar la penetración psicológica, moral o cultural” mediante un “archivo espiritual”. Toda vez que la literatura se comenzaba a considerar un depósito de las “costumbres” de una cultura, la literatura cumplía el rol histórico de documentar lo que distinguía lo regional de lo nacional, concediéndole personalidad propia.

Otro de los pilares del discurso de los intelectuales que enfrentaba el desafío de historiar desde la diferencia, a la vez que la minimizaba, era su aspiración a una modernidad. Si bien el “historiador moderno” era un fenómeno cultural europeo que apelaba al “historiador racional” positivista, estos escritores e historiadores se convirtieron en “biógrafos morales en la búsqueda de las figuras emblemáticas de una civilidad en ciernes capaz de reproducir los valores de la hispanidad en lo criollo”. En esta coyuntura ser “historiador moderno” equivalía a ser “historiador nacional”, el “historiador regional” siempre en búsqueda de un domicilio propio, enfrentaba la ineludible realidad de que lo “nacional” de la patria no era Puerto Rico sino España. Enfrentado a esta encrucijada, Tapia y Rivera protestaba que la “indagación historiográfica [era] un ‘laberinto’ cuyas iluminaciones y hallazgos ocurren de manera azarosa. (…) (Y [e]l sueño del historiador moderno, el relato continuo y limpio del pasado, no aparece por ninguna parte”. En otras palabras, la historia que se escribía era una vorágine de contradicciones que impedían unir fuerzas y esfuerzos para lograr un propósito común, un futuro construido con premisas acordadas, aunque rara vez armonizables.

En el contexto histórico de mediados del siglo XIX, a un cuarto de siglo de la independencia de la mayoría de las colonias de tierra firme, y paralelamente a la lucha de clases que provocaba el incipiente capitalismo a nivel internacional, las fricciones propias de las relaciones entre las colonias antillanas y Madrid se atenuaban para asegurar la continuidad de la producción agrícola con que España competía con las incipientes economías industriales del resto de Europa.

En las colonias, en parte por no tener un lugar en la mesa de las negociaciones y en parte por el interés de las clases criollas de retener sus privilegios en el comercio con España, los Estados Unidos y el resto de Hispanoamérica, se conformó un rompecabezas de movimientos separatistas y anexionistas que se fragmentaron en varias vertientes de afiliación y distanciamiento de la metrópoli. En este contexto, cobró vigor una particular interpretación de las teorías progresistas de la historia. El liberalismo clásico fundamentado tanto en la Francia y la Inglaterra post Revolución Francesa y el Trienio Liberal de España, se transformaba en un liberalismo burgués tolerante de la desigualdad. El consecuente campo de batalla en que la intelectualidad hispana, integrista y conservadora, fraccionada en la criolla liberal reformista, asimilista, especialista y autonomista, enfrentaba la separatista, independentista, antillanista y anexionista del nuevo modelo de modernidad, se debatía dónde residía el modelo de libertad, progreso y modernidad a que aspiraban ambos sectores, la anexión a los Estados Unidos o la independencia a lo Hispanoamérica.

La modernidad y el progreso, eufemísticos conceptos de subrepticia vinculación con el crecimiento económico de las clases privilegiadas, se convirtieron en motores de las nuevas ideologías con su amplia gama de afiliaciones y distanciamientos del poder imperial y dividieron las clases pudientes en dos bandos. El asimilismo, en sus modalidades reformista, especialista y autonomista representaba una afirmación identitaria del “valor espiritual” (y material) de la identidad hispana que la metrópoli no reconocía, se convirtió en la antítesis del separatismo que hallaba un paralelo valor espiritual en su rechazo de la naturaleza depredadora y opresora de España. No sorprende que prevaleciera la apología sobre la naturaleza progresista y modernizadora de la metrópoli en contraparte con la decadencia y la barbarie separatista. No sin un matiz de ironía, nos dice Cancel: “[l]a intelectualidad criolla y la historiografía liberal veían el separatismo como una ideología que atentaba contra la hispanidad y la catalogaban como un peligro”. Las alegorías de Tomás de Córdova y de José Pérez Morris en la antesala y posteriormente a la insurrección de Lares, en que asociaban el separatismo con un virus de factura pestilente y potencial epidémico, distanció a los separatistas independentistas y anexionistas (de Estados Unidos) de los liberales reformistas y autonomistas, que nunca renunciaron a su hispanidad.

La interpretación liberal reformista del separatismo

La gesta abolicionista que culminó en la primera declaración de “abolición con indemnización o sin ella”, firmada por Segundo Ruiz Belvis, José Julián Acosta y Francisco Mariano Quiñones en 1866, sirvió de antesala para la insurrección de Lares de 1868 y fue adoptada, irónica -o cínica- mente, por los intelectuales liberales como ejemplo del humanitarismo hispano. Para el liderato separatista independentista, la abolición fue la culminación de las revueltas de esclavos en Puerto Rico y en Cuba, por lo que no era ejemplo de la magnanimidad española sino del espíritu libertador que crecía en ambas colonias antillanas. Dicho abolicionismo radical junto al doceañismo, se constituyó en la clave de la consciencia criolla, aunque resulta inevitable concluir que la abolición puertorriqueña tuvo el propósito de mitigar el sentimiento separatista que, sin la guerra extendida tras el Grito de Yara, amenazaba con acercar la isla al coloso anglosajón del norte. Ejemplo de dicho ardid fue que la abolición no fue extendida a Cuba hasta 1886.

El compromiso (y la urgencia) con el progreso material llevó a los liberales autonomistas a emborronar las condiciones de clase que habían alimentado el movimiento libertario. Se adoptó una retórica de enconado rechazo del pasado colectivo insular en tanto evidenciaba la subyugación de lo criollo del abajo social a los privilegios del arriba social a que pertenecían los intelectuales- -historiadores que se alinearon con el asimilismo del cual Acosta, Brau y Tapia formaban parte. “De un modo u otro, la puertorriqueñidad siempre ha tenido que confrontarse con el otro al cual ansía poder equipararse sin poder conseguir esa meta”. La trampa semántica implícita en el término y concepto “criollo”, por ejemplo, afirma una hispanidad que le distingue de otras identidades. Por otro, el hecho de ser “criollo” significaba que no se era del todo español, que se era un “otro”. Paradójicamente, ese “otro” carecía de la identidad con la que se identificaba y, por no poder renunciar a ella, abrigaba la ambición de poseerla.

Brau afirmó que Lares había sido “un evento ‘prematuro’ y ‘precipitado’ que el país acogió con una gran tranquilidad rayana en la indiferencia y que culminó en una ‘algarada’ escandalosa sin sentido”, por lo que no “consiguió el efecto deseado por la precipitación de unos cuantos impacientes”. A pesar de este desprecio hacia la insurrección, las divergencias entre los liberales autonomistas y los separatistas no imposibilitaban hallar contextos en los que era posible luchar a favor de la separación de España, sin condicionar sus convergencias a la consecución de sus respectivas metas como adversarios. Sin embargo, su elusiva identidad criolla-no-española, solo era posible mediante una separación de España en la que el concepto de libertad era incompatible con una de las modalidades separatistas.

Los intelectuales isleños se dieron a la tarea de validar dicha identidad. Se autoidentificaban españoles, aunque se sabían criollos, para legitimar su protagonismo y su relativo poder dentro de la colonia claramente distanciado del abajo social, y preferían ignorar que su verdadero hogar residía en el privilegio de clase desde el cual navegaban la realidad colonial. Con el propósito de legitimar su naturaleza híbrida de peninsular e isleño, intelectuales liberales como Alejandro Tapia y Rivera decidieron identificar conciudadanos cuyos haberes le merecían una biografía laudatoria toda vez que personificaban el español de las indias, el puertorriqueño cuya identidad hispana no podía cuestionarse. A manera de prototipo del puertorriqueño encaminado a la modernidad, Tapia rindió homenaje a Ramón Power y Giralt, “un militar blanco que, siendo alférez de fragata, enfrentó a los franceses en Tolón en 1793 y luego, con el rango de Capitán de fragata, participó en la recuperación de Santo Domingo de manos de Francia entre 1808 y 1809”. Power, dados sus rasgos fisiológicos, su extracción de clase y su desempeño como oficial de la marina del imperio a nivel internacional, ejemplificaba al criollo cuyas ejecutorias eran propias de cualquier español peninsular, pero, a su vez, por virtud de ser criollo, representaba una identidad colectiva legítima de lo criollo como indistinto de lo hispano. Su elección a la Junta Suprema Central Gubernativa en 1809 y a las Cortes de Cádiz en 1810 donde afirmó su puertorriqueñidad, le convirtió en el perfecto símbolo del criollo-español, capaz de servir a España y a Puerto Rico sin el lastre de las lealtades divididas. “El Power y Giralt de Tapia y Rivera” – nos afirma Cancel Sepúlveda – “había sido diseñado como una síntesis armoniosa de la hispanidad y la puertorriqueñidad”.

Curiosamente, nos recuerda Cancel, la misma síntesis identitaria propuesta por el liberalismo reformista, se reprodujo en el nacionalismo de las primeras décadas del siglo XX cuando Juan Antonio Corretjer publicó en El Mundo, el 2 de octubre de 1933, que el fajardeño Antonio Valero de Bernabé, otro militar blanco, entrenado en España, quien luchó junto a Simón Bolívar por la independencia de la América Hispana y Puerto Rico, “encarnaba la síntesis más fidedigna entre la puertorriqueñidad y la hispano americanidad y la ‘concreción continental de nuestro espíritu’”.

En otro giro de la confusa búsqueda por una identidad de afirmación nacional, para Betances como para Eugenio María de Hostos, la consigna tenía que ser “desespañolizar” a Puerto Rico, algo que, paradójicamente, consideraban que se trataba de “europeizarlo” o “modernizarlo” a pesar de que el ejemplo de modernidad que se perfilaba como modelo, no estaba en Europa sino en Norteamérica. Para estos pensadores y activistas separatistas de la generación de 1860 y 1870, permanecer como colonia de España y continuar adoptando y replicando sus valores culturales impedía el progreso hacia la libertad. “El futuro estaba en otra parte…” y esa “otra parte” lejos de excluir, incluía a los Estados Unidos con su promesa de libertad, progreso y modernidad. Cancel resalta como ejemplo de la coincidencia entre separatistas independentistas y anexionistas en la lucha por la separación, la carta de Ramón Emeterio Betances al Dr. José Julio Henna en julio de 1896, en la que incluye “una lista de ‘patriotas (que) pueden ser muy útiles para el proyecto separatista puertorriqueño al doctor José (Celso) Barbosa… y a Luis Sánchez Morales… futuros líderes del Partido Republicano Puertorriqueño”. Se hacía imprescindible crear un punto de encuentro entre regionalistas y nacionalistas que proveyeran un espacio seguro en el cual germinara un discurso identitario compartido entre integristas, separatistas, regionalistas y nacionalistas emergentes. La separación era el paso imprescindible sin el cual los sueños de libertad, con el desenlace que prefiriesen independentistas y anexionistas, no era posible.

Lares se convirtió en el símbolo mediante el cual la afirmación identitaria se fundía con el concepto de revolución que Betances consideraba inseparable del proyecto de libertad. Lamentablemente, las sociedades secretas, los agentes revolucionarios que se dieron a la tarea de importar armas, generar propaganda mediante proclamas y prensa clandestina no fueron suficientes para armar una insurrección exitosa inicialmente en Camuy, como tampoco logró crear la masa crítica militar para derrotar la Guardia Civil en Lares y, posteriormente, en San Sebastián. Si bien el movimiento estuvo plagado de insuficiente planificación, falta de coordinación y carencia de disciplina militar, la confianza en el apoyo de parte del abajo social que “se presumía forzosa e inevitable… Era en realidad un ejercicio discursivo con poca probabilidad de concretarse”. El aparente optimismo resultado del “elitismo iluminista”, nos dice Cancel, “respondía a la antedicha concepción premoderna de la masa como un agente secundario inerte o subsidiario en el proceso de cambio”. La “sutil nota voluntarista” de los principales ideólogos de la insurrección desde el exilio y sin claro conocimiento de las condiciones que enfrentarían los revolucionarios, les hizo pensar que las condiciones para tomar las armas contra el imperio con un apoyo popular impulsarían “la generación espontánea de focos de combate sostenibles que garantizaran la posterior generalización de una guerra contra los españoles y sus aliados criollos”.

De la misma forma que un amplio sector de activistas liberales se había distanciado de los separatistas desde mayo de 1868 y dejó de ver en Betances el líder capaz de concretar el proceso revolucionario, los liberales reformistas se negaron a reconocer el septiembre puertorriqueño como una expresión legítima de la impostergable revolución. En retroceso hacia una postura que no contemplaba una separación verdaderamente viable: para este sector la imagen de Power y Giralt representaba el puertorriqueño capaz de impulsar el progreso y la modernidad para la isla “sin apelar a un desdoblamiento ideológico o una ruptura con la hispanidad”.

Este desentendimiento de los liberales reformistas y los separatistas anexionistas del significado de Lares como punto de inflexión en la búsqueda de la libertad, tuvo un resultado que Cancel califica de “innegable”: “la independencia se fue convirtiendo en un concepto ambiguo y elusivo como resultado, en gran medida, de la incapacidad colectiva para construirla”. En un tono “propio del héroe trágico”, Betances le escribía Henna en abril de 1898: “América es una gran nación, pero no le es simpática a todo el mundo. Es claro que, si no se puede obtener otra cosa, valdría más llegar a formar un estado de la Unión que seguir siendo españoles”.

Añade el autor: “A pesar del naufragio de esa quimera, tal vez como expresión del lisiado paradigma liberal progresista y del sueño romántico de la libertad, se ha insistido en apropiar a los asimilistas, especialistas, autonomistas moderados y radicales como nacionalistas emergentes o separatistas independentistas en proceso de formación que, por lo regular, nunca completaron la travesía. Nada, intelectualmente hablando, autoriza a apropiarlos de esa manera a menos que se trate de un irracional acto de fe”.

La reflexión historiográfica a que nos invita Cancel Sepúlveda nos permite reconocer las trayectorias de historiadores y protagonistas políticos desde el siglo XVIII hasta el XX y en ellas las contradicciones que han dado paso a la multiplicidad de iniciativas, movimientos, partidos y conatos de revolución que han fracasado en liberarnos de la cárcel sin barrotes que es la colonia. Añade Cancel: “La reputación que les garantizaba la posesión de una cultura accesible solo a las élites los autorizó moralmente a reclamar el respeto y a hacer suyas numerosas causas del abajo social, a la vez que conservaban una saludable distancia de los sectores populares”.

Dicho de otro modo, los sectores del arriba social, aun los que se concebían a sí mismos como los autores del destino patrio, jamás fueron capaces de comprometerse con el “todo” si dicho compromiso ponía en peligro sus intereses de clase. Para el asimilismo, la recompensa de los valores, la identidad y la promesa del progreso y la modernidad históricamente ha sido suficiente aliciente para resistir la pérdida de su estatus y sus beneficios. En el caso del separatismo, la conciencia sobre la naturaleza propia del conflicto que esgrimen quienes han hecho de la lucha su apostolado, ha sido y sigue siendo la divisa, la promesa, el catalítico suficiente para propiciar un cambio que solo requiere el convencimiento de quienes aún no han descubierto la inevitabilidad de la libertad como destino.

Una de las citas más preclaras de Hostos reza: “No hay peor vicio que el de perder el tiempo de la acción en la palabra”. Parecería que no se ha dicho todavía lo que ha debido hacerse.

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