Cómo se narra, se piensa, se escribe sobre un país cuyas complejidades coloniales ponían – y aun ponen – en duda hasta el propio término «país»; El laberinto de los indóciles, la más reciente publicación de Mario R. Cancel bajo Editora Educación Emergente, nos presenta todo lo que confluye en el intento. Sin embargo, para comenzar con este breve recorrido por El laberinto de los indóciles me es necesario acercarme al término laberinto. Según el diccionario de la Real Academia Española, dos de las acepciones que tiene la palabra son:
1. m. Lugar formado artificiosamente por calles y encrucijadas, para confundir a quien se adentre en él, de modo que no pueda acertar con la salida.
3. m. Composición poética hecha de manera que los versos puedan leerse al derecho y al revés y de otras maneras sin que dejen de formar cadencia y sentido.
Estas, a su vez, me llevan a pensar en los indóciles, ¿eran ellos los que creaban el laberinto?, ¿los que lo habitaban cual minotauro cretense? o ¿los que transitaban por él? En El laberinto de los indóciles el laberinto está formado de caminos y encrucijadas – aunque no del todo artificiosas – que estos indóciles decidieron transitar utilizando como hilo el discurso para presentar esos caminos «al derecho y al revés y de otras maneras sin que dejaran de formar cadencia y sentido». Los indóciles a los que se hace referencia en el libro, no solo habitaban el laberinto sino que le dieron forma de acuerdo con los caminos que decidieron recorrer. Por otro lado, pienso en el libro, en sí mismo, también como un laberinto. No tanto porque cumpla con las características antes mencionadas en la definición sino porque es un libro sobre historiografía realizado por un historiador que, cuando más o cuando menos, está historiografiando. Por lo tanto, para que transitemos por él, me parece preciso delimitar al menos tres de los múltiples caminos que el libro presenta. Los caminos que este libro nos presenta no están formados en cemento, las paredes de este laberinto son más bien arbustos cuidadosamente podados que, por sus propias ramificaciones, nos permiten ver entre las hojas sus espacios de convergencia. Es decir, al leer el libro El laberinto de los indóciles logro identificar al menos tres de las formas en las que podemos acercarnos al texto que se relacionan entre sí: siempre reconociendo que el hilo conductor lo será el discurso como herramienta de la historiografía puertorriqueña en el siglo diecinueve.
Si me permiten, desearía entonces que todos asiésemos el hilo que nos guiará entre las letras que Cancel nos ofrece para así, de la mano, no perdernos por alguno de esos caminos. El texto ubica el pensamiento puertorriqueño no solo dentro de su relación colonial con España y dentro de las corrientes filosóficas eurocéntricas sino alrededor de lo que ocurría en la antillanía caribeña. Por tanto, el libro resulta valioso para quien, aficionado a la historia como saber o a la historia de Puerto Rico como campo de conocimientos, quiera acercarse a ella desde una perspectiva que sacude los modos oficialistas en los que se nos ha enseñado. Las figuras emblemáticas y sus acercamientos a los eventos que en él se estudian se presentan dentro de un panorama que posibilita ver cómo convergen y divergen sus recuentos sobre esos eventos a partir de sus ideales y lealtades: el asunto no es pasar juicios sino mostrar las razones que estos tenían para hacerlo y los modos en que lo hacían. En él, los planteamientos de Betances Alacán, Hostos Bonilla, Tapia y Rivera, Brau Asencio, Abbad y Lasierra y Pedro Tomás de Córdova entre tantos otros serán presentados desde una óptica crítica que reconoce los vínculos entre discurso, ideología e historiografía. Así pues, quien desee leer el libro por el puro amor a la lectura y a la historia tendrá un nuevo acercamiento a esta sin sentirse perdido entre sus páginas. Mientras que quien desee acercarse a El laberinto de los indóciles siendo experto en el tema, encontrará en él un nicho exquisito para establecer un diálogo no solo con el autor sino con los discursos historiográficos que este presenta.
Por otro lado, el término «historiografía» me lleva al segundo camino que intereso recorrer, el de la historiografía como creación discursiva. Mientras leía, no podía evitar pensar que El laberinto de los indóciles era una especie de poética sobre «el arte creativo de historiografiar». Dice Cancel entre sus páginas que «en el siglo 19 el historiador como autor es quien decide lo que se recuerda y lo que se olvida» (157) pues «[t]odo se reduce a pistas y posibilidades, como el papel que cumplió el hilo en el mito de Ariadna, Teseo y el Minotauro»(79). Por esto mencioné al inicio que el indócil se convierte a su vez en una especie de criatura que no solo recorre el laberinto sino que utilizando el hilo discursivo le va dando la forma que desea. Ante ese panorama, el libro se convierte en una doble propuesta. Por un lado surge como una guía para el historiador y por otro, es un reto que motiva a quien lee, a acercarse a la historiografía como discurso, y como tal, analizarlo con herramientas propias de quien estudia literatura: indagar, cuestionar y problematizar. Es la doble posibilidad de contestar las preguntas ¿quién escribe?, ¿para quién escribe? y ¿desde donde escribe? desde el terreno de quien redactará y del de quien leerá. En El laberinto de los indóciles se reconoce que las palabras, en sí mismas, se convirtieron en herramientas rectoras de proyectos políticos y que mucho de lo que subyace en el modo en que nos relacionamos con nuestra historia como país tiene que ver con el sujeto que la escribe y la divulga y no tanto con el evento en sí mismo: dependía de la relación que tenía quien la escribía con las estructuras de poder político-económico del momento. Así también no solo lo dicho sino lo omitido, parecería decirnos Cancel, cobra relevante importancia a la hora de acercarnos a los textos cuya finalidad es construir el pasado histórico del país: los silencios importan y por eso es preciso identificarlos.
Finalmente, el tercer camino me parece que más bien lo decidí construir yo, debo aceptarlo, al ver en el libro un marco para problematizar los discursos – pasados o presentes -a la luz del carácter subjetivo que cualquier discurso carga. Leer El laberinto de los indóciles fue acercarme a una guía sobre cómo escribir y cómo leer los eventos que ocurren en el país, en la actualidad, en tiempos en donde la mediatización de todo es un hecho que parece obligar a las personas a posicionarse ante todo de manera inmediata. Pensar como país, pensar al país, y pensar dentro/fuera del país, son asuntos tan mediatizados que continuamente recibimos un bombardeo de información que con sus silencios y visibilizaciones promueve con una velocidad impresionante un sinnúmero de ideologías que están cubiertas de un falso manto de objetividad. El laberinto de los indóciles es una apuesta a la lectura que sospecha, que cuestiona, que indaga. Del mismo modo, es un marco de referencia para otros investigadores que quieran insertarse al diálogo: a través de todo el texto, el autor se encarga de dejar diversas preguntas abiertas en espera de que alguien se apropie del proyecto y lo trabaje.
El laberinto de los indóciles nos hace parte de las discusiones que se gestaron en el siglo diecinueve y que sin duda tienen remanentes en el modo en que nos acercamos a la manera en que pensamos al país. Al final corroboramos que existió «[…]una discursividad que nunca se puso de acuerdo, nunca fue homogénea y que se apropió de la identidad y de la puertorriqueñidad de manera creativa […]» (Cancel 15) y para los que nos preguntamos, pensando en Benedict Anderson en la lejanía, ¿y qué pasó? ¿por qué no funcionó?, el hecho de que nunca se pusieran de acuerdo ni fuera homogénea – discursivamente hablando- es una de las razones, la segunda la ofrece el mismo escritor, pues sentencia que esa discursividad terminaba «[p]oniendo la historia y la memoria del pasado al servicio de causas que chocaban la una con la otra» (15). Si bien el libro establece que no tiene la intención de pensar asuntos contemporáneos, para aquellos de nosotros que hemos estado conscientes de las situaciones sociopolíticas de nuestro país hasta la actualidad, el libro en general nos parecería señalar otro camino más: una ida al pasado que nos aclara el presente. Es justo ese el camino en el que me quedé porque reconozco que ir al pasado, recorriendo el laberinto discursivo que por siglos se ha gestado, es una tarea que requiere un hilo mucho más sólido que el que cargo y temo entrar en él para luego no encontrar la salida de regreso.
Nota: Texto leído en el lanzamiento de “El laberinto de los indóciles de Mario R. Cancel” en Recinto Universitario de Mayagüez (UPR), 5 de abril de 2022, actividad auspiciada por Editora Educación Emergente (EEE). Publicado con anterioridad en Claridad-En Rojo (12 de abril de 2022). Los interesados en ver y escuchar la grabación de la actividad pueden acceder a ella mediante en enlace El Laberinto de los indóciles (EEE/RUM)
Mario R. Cancel Sepúlveda (Hormigueros, Puerto Rico, 1960-) es historiador. Ejerce la cátedra desde la Universidad de Puerto Rico en Mayagüez. Ha sido docente en la Universidad de Sagrado Corazón en Santurce en su programa de Creación Literaria. En el Centro de Estudios Avanzados de Puerto Rico y el Caribe, entidad de la que es egresado, ha sido docente de Estudios Puertorriqueños y de Historia.
Dr. Wilkins Román Samot
El Post Antillano- Voces Emergentes
El laberinto de los indóciles: Estudios sobre historiografía puertorriqueña del siglo 19 (Puerto Rico 2021, Editora Educación Emergente), es un conjunto de ensayos de investigación en los que Cancel Sepúlveda reflexiona respecto a la resistencia y la conformidad que se cuaja en los procesos a partir de los cuales se debate la poco constante “noción de la identidad puertorriqueña”. Mario es un autor prolífico de poesía, cuentos y ensayos. Su primer poemario lo concibió en 1984 y lo publicó bajo el título de Estos raros orígenes en 1991. En 1992, publicó su primera serie de relatos bajo el título Las ruinas que se dicen mi casa. En 1994 ha de publicar una biografía intitulada Segundo Ruiz Belvis: El prócer y el ser humano. Sería esta su tesis de graduado en el Centro de Estudios Avanzados de Puerto Rico y el Caribe. Tres de los múltiples trabajos de investigaciones de Cancel Sepúlveda son sus libros: Anti-figuraciones: Bocetos puertorriqueños (2003), Literatura y narrativa puertorriqueña: la escritura entre siglos (2007) y De Horomico a Hormigueros: 400 años de Resistencia (2016).
En una entrevista que le realizara en el 2016, Cancel Sepúlveda nos indicó: “He tratado de dejar atrás la comodidad que ofrecía el discurso manido de la identidad nacional y el imperativo moral que ello imponía a la escritura. Los requerimientos de ese tipo de discurso a veces se convierten en actos de censura. Cuando investigaba a los autores de “mi generación” ejecutaba un ejercicio en esa dirección. Pero metodológicamente no veo diferencia. Siempre he dirigido la mirada hacia los lugares invisibilizados por el canon literario o histórico porque ese pasado sacralizado enquista a la academia y a la universidad en unos lugares comunes. La intención no es revolucionar la academia o a la universidad ni producir un anti canon. No tengo tiempo para ello, sólo se trata de llamar la atención sobre la diversidad de los problemas que están sobre la mesa y, a la vez, satisfacer una curiosidad morbosa. De la nueva historia social, la historia cultural y los estudios culturales aprendí a mirar hacia el abajo social, hacia los márgenes, hacia las periferias, hacia las praxis y los discursos alternativos, hacia la vida de la gente como problemas, hacia la pluralidad de las percepciones de lo que aparenta ser transparente, hacia la fragilidad de las ideas que se presumían sólidas. También aprendí que todos esos lugares son porosos al arriba social y que hay una rica dialogía entre ambos extremos. Lo local y lo micro son una expresión de lo nacional y lo global en constante intersección.” (Román Samot 2016)
De El laberinto de los indóciles, el Dr. José E. Muratti Toro ha indicado: “El laberinto de los indóciles nos presenta una extensa reflexión sobre las posturas de historiadores y protagonistas del quehacer político insular de los primeros cuatro siglos de la historia política y la historiografía puertorriqueña. Cancel Sepúlveda examina minuciosamente la discursividad de los protagonistas y las relaciones políticas con las que se forjó el “proyecto inacabado” de nuestra identidad nacional. Su documentación de la reacción, los acuerdos forzosos y, posteriormente, los acomodos que continuamos concediendo a los imperios que colonizaron la isla, nos resultan familiares a la vez que no dejan de sorprendernos. Cancel nos propone, mediante el indispensable diálogo entre historiador y lector, “pensar el problema desde una sana distancia de la retórica romántica nacionalista y al margen de cualquier presunción progresista para, con ello, estimular la reevaluación de los estudios de la historia política del siglo 19 y 20 en Puerto Rico desde una perspectiva alterna”. (Muratti Toro 2022)
Cualquiera que conozca la obra historiográfica de Mario atisba que lleva casi tres décadas de producción y crecimiento dentro de los marcos transfronterizos de la literatura, la literatura y los estudios culturales. El laberinto de los indóciles es un volver a temas que ya Mario ha trabajado sin volver a lo mismo salvo que no sea para recalcarnos aquello que de lo previo le haya podido servir para argumentar. Cancel Sepúlveda busca darnos una mirada a la estadidad y a la independencia, los cuales considera los dos proyectos político-ideológicos derrotados en el entre siglo 19 y 20. Con ese fin, el autor se aproxima a los artefactos de los que se valen para persuadir aquellos otros observadores de los procesos históricos, tan historiadores como él.
Su finalidad, la de Mario, es fraguar una ojeada a una narrativa que siempre si algo tuvo como base fue el desacuerdo, la ausencia de similitud o convergencia, pero que sí fue capaz de crear una historia propia, según la causa de cada cual. Mario no es nuevo en esta tarea. Su trabajo me remite a los retos que ya en los noventa del siglo 20 retaban la historiografía entonces hegemónica, aquella que vio sobre todo un eslabón roto en los trabajos del Dr. Carlos Pabón. Hay, sin embargo, en el trabajo de Cancel Sepúlveda la madurez del conocimiento de un historiador especializado en el tema que ha investigado, no en la teoría. Creo que Mario no hace nada que a fin de cuentas invitara a hacer ya desde los propios 90, el Dr. Fernando Picó.
Visto así, Mario se puso a hacer ese anti canon a su propia manera y dentro del marco de su propia ruta de trabajo historiográfico. Cancel Sepúlveda logra lo que dice en la medida que se ubica en una “actitud de desprendimiento y tolerancia”, aquella que ha tantos otros historiadores les ha faltado. En ese sentido, la idea de lo indócil no aplica al autor, sino que a los autores de los discursos objetivos de sus estudios. El laberinto de los indóciles se publica en un momento en que Cancel Sepúlveda ha madurado su objeto de investigación. Y eso se nota. Tiene como base para ello una cátedra desde la que ha podido dialogar a la par que formar historiadores, entre los que me suelo apuntar. Pensar desde la conciencia historias que sabemos no se dieron como nos las contaron, o al decir de Mario, sobre “asuntos que todavía no han sido resueltos”.
Cancel Sepúlveda utiliza y maneja las fuentes apropiadas a su antojo. Para tratar su objeto de estudios utiliza desde fuentes historiográficas como de teoría historiográfica. Divide el texto en dos secciones, una introductoria y otra de contenido. En la introducción nos provee una idea de sus objetivos y metodología, y su actitud ante el contenido que lo provoca y provoca. El contenido de El laberinto de los indóciles es coherente, sobre todo con lo que se propuso hacer. Mario también se vale de las palabras para su manera de entrar al laberinto. Su análisis del contenido no es otro que el del discurso de sus antecesores ahora objeto de su investigación. Poeta y narrador, además de buen conocedor de la historiografía de Puerto Rico, Cancel Sepúlveda nos explica las contradicciones sin contradicción consigo.
Aquí no hay miedo de decir y reverencia a las vacas o ideas sagradas. El laberinto de los indóciles nos da esa lectura de la historiografía puertorriqueña que a tantos se les pasó hacer. Si alguna novedad metodológica nos da es la de poder hacer o narrar “independientemente de las posturas que desde mi historicidad pueda sostener”. Cancel Sepúlveda adolece de algo en El laberinto de los indóciles. Ese algo del que adolece es aquello que le sobró a la historiografía puertorriqueña, tiempo para dialogar. Mario ha logrado poner por escrito su diálogo con sus predecesores, y ese es el mejor ejemplo de que en efecto ha agotado tiempo.
Si algo denota El laberinto de los indóciles es la biblioteca historiográfica de Cancel Sepúlveda. Un trabajo de reflexión como este no sólo requiere de tiempo y actitud, es de la materia prima. Y esa sabemos que, como buen ejemplo de historiador, esa Mario la tiene. Cancel Sepúlveda es claro, tiene claridad al argumentar. Usa conceptos adecuados para ser en efecto claro, y tener argumentos claros. Conoce y tiene conocimiento de lo que trata. El laberinto de los indóciles es una puerta que se abre dentro de una historiografía puertorriqueña que Mario invita a afrontar desde todos los ángulos. Sin vacas ni dogmas sagrados. Esta es la historiografía puertorriqueña de hoy, y si no lo es, la que hace falta.
Román Samot, Wilkins, “Entrevista a Mario R. Cancel Sepúlveda (2016)”, 10 Entrevistas de Trabajo 1, 1-6. Puerto Rico: Instituto de Antropología 2016. Primera Edición (2016).
El libro de la Dra. Soraya Serra Collazo que me ocupa recoge una meticulosa investigación en torno a uno de los muchos aspectos desatendidos del pasado decimonónico nacional: la industria del algodón. El volumen representa una oportunidad única para enfrentar un problema historiográfico inédito. Debo recordar que una de las quejas más comunes de aquellos que nos interesamos en la historia económica y social de Puerto Rico ha sido el énfasis, en ocasiones excesivo, de la bibliografía al uso en la elucidación de las complejidades del orden azucarero y cafetalero y sus actores sociales en detrimento de otros tales como los frutos menores, las frutas tropicales, el tabaco y, claro está, el algodón. Aunque la marginación de esos asuntos es comprensible, no deja ser una carencia significativa. Para una historia económica y social abarcadora esas ausencias resultan problemáticas en la medida en que impiden una concepción abarcadora del pasado por lo que afirmar que este trabajo comienza a llenar ese vacío resulta forzoso.
El valor de la obra no se limita al hecho de que mire hacia un ámbito pasado por alto. A ello debo añadir que, para producir la misma la autora debió recurrir a los instrumentos de una tradición metodológica e interpretativa que, desde mediados de la década de 1990, buena parte de los observadores de la historiografía puertorriqueña consideran en proceso de revisión o incluso en franco retroceso: me refiero a la historia económica y social. Las implicaciones metodológicas y discursivas de esa decisión son obvias pero, desde mi punto de vista, no podía ser de otro modo.
El otro “oro blanco”: La producción de algodón en Puerto Rico, 1840-1880, se ha propuesto despejar o desbrozar el campo en torno a un tema marginal en la historiografía puertorriqueña para con ello sentar las bases para su elucidación posterior. El alcance del problema y el modelo central de su análisis, la Hacienda Esmeralda, hizo necesario reducir la óptica y recurrir a procedimientos propios de la microhistoria social que ya se habían aplicado con eficacia al estudio de dos de los iconos temáticos de la llamada Nueva Historia de las décadas del 1970 y el 1980: la economía de la hacienda azucarera y cafetalera. De más está decir que aquellos proyectos, en la medida en que aspiraban representar de modo confiable el problema planteado, se vieron precisados a recurrir a un constante contrapunteo entre las eventualidades del plano micro que estudiaba el detalle de un centro concreto de producción; y el plano macro que miraba hacia las condiciones del mercado colonial e internacional que le servía de contexto, a fin de precisar la dialéctica entre ambos extremos. Es importante tomar en cuenta que el adelanto o retroceso de la producción de azúcar y de café así como la del algodón, fueron parte de un engranaje que involucraba las economías de dos hemisferios, por lo que la práctica de vacilar metodológicamente entre la microhistoria y la macrohistoria era imperativo si se pretendía culminar este estudio. Las condiciones materiales vinculadas a los precios de las materias primas, los costos de producción y las fuerzas sociales involucradas en el proceso productivo, tenían que evaluarse además al socaire de un universo geopolítico lleno de fragilidades en la medida en que involucraba adversarios potenciales como España, Estados Unidos, Inglaterra o Cataluña, entre otros.
No creo que sea necesario aclarar que los procesos de producción de aquellos tres bienes dependieron de las mismas fuentes de mano de obra, esclavos y jornaleros, por lo que padecieron contrariedades comunes que valdría la pena calibrar con más profundidad. Por otro lado, las fronteras entre uno y otro escenario de producción fueron siempre porosas: los hacendados que cultivaban caña o café también podían aventurarse con el algodón como bien demuestra la investigación de Serra Collazo. Vista desde esa perspectiva, la lectura de este libro profundiza y rectifica la imagen de la burguesía hispano-criolla agraria del siglo 19 que habíamos heredado de la historia económica social, reconociendo en aquella clase un nuevo nivel de complejidad. Con esto lo que afirmo es que la obra de Serra Collazo demuestra lo mucho que falta por hacer en aquellos territorios investigativos. La historia económico social bien elaborada todavía está en condiciones de aportar saberes frescos al acervo historiográfico puertorriqueño.
Las virtudes de esta obra son varias. En primer lugar, si pienso en su contenido, visita una época y un actor de la historia social y económica de Puerto Rico en un momento, el periodo que va desde 1840 hasta el 1880, en la cual las condiciones del orden emanado de las reformas de 1815 se desmoronaban. La introducción de aquel personaje colectivo, el “oro blanco”, adelanta una concepción menos reduccionista del siglo 19 puertorriqueño tan habituado a la exaltación de la “dulce gramínea” de la costa y el “oro negro” de la montaña. La industria algodonera, como el azúcar, fue un ramo que estimuló la profundización de las relaciones económicas entre Puerto Rico y Estados Unidos en aquel periodo. Esta investigación ratifica la presunción de que Puerto Rico tenía, en efecto, dos metrópolis en el siglo 19: una política, España, y una económica, Estados Unidos. El interés estadounidense en el territorio español que condujo al 1898 no se circunscribió al dulce: la fibra también jugó un papel crucial en ello. La forma en que las relaciones materiales o de mercado animaron afinidades inmateriales o ideológicas, es un asunto que habrá que elucidar con recursos distintos a los de la historia social y económica, tal y como informé a la autora durante el proceso de formulación de este proyecto.
En segundo lugar, el discurso de la Serra Collazo consigue un excelente balance que permite que la microhistoria y la macrohistoria social económica y política dialoguen en paridad de condiciones. El balance neto de ese esfuerzo no es otro que el bloqueo de cualquier tentación sobredeterminista propio de la macrohistoria a la hora de producir sus conclusiones.
En tercer lugar, la historiadora ofrece un panorama de la presencia histórica, social y cultural del algodón durante la dominación española hasta fines del siglo 19. El texto elabora el tema de los circuitos internacionales de cultivo, producción y comercio del producto a la vez que ubica con precisión a la Hacienda “La Esmeralda”, que le servirá de modelo para el estudio del fenómeno en Puerto Rico. A lo largo de su estudio aclara el lenguaje propio de la cultura algodonera desde los tipos de semillas y las preferencias del mercado receptor, los criterios de rendimiento de cada una de aquellas, las políticas de fomento aplicadas por el Estado que recuerdan el proteccionismo mercantilista que se aplicó a la caña de azúcar antes y, claro está, el papel que en ese proceso cumplió la intensificación de las relaciones materiales con Estados Unidos. El algodón, que siempre había estado allí, maduró como opción lucrativa de exportación en una coyuntura particular: la Guerra Civil o de Secesión (1861-1865) y las necesidades de materia prima en un mercado que involucraba también otros socios y adversarios del Reino de España incluyendo a Inglaterra y Cataluña. Al cabo, Serra Collazo penetra el asunto de las circunstancias que condujeron al abandono de la opción algodonera y elabora una revisión parcial de la presencia de la referida experiencia en otros lugares del país. Las dificultades de profundizar en ese aspecto están vinculadas a carencias archivísticas que no estoy en posición de imaginar si podrán ser superadas alguna vez. De esa manera la presencia del “oro blanco” en la historia social y económica de Puerto Rico hasta fines del siglo 19 está completa.
¿A qué nos conmina este libro de Serra Collazo? Desde la perspectiva de un historiador cultural de lo político como es mi caso, se trata de un trabajo sugerente por demás. Es un convite para revisitar y reformular la historia cultural de la economía del siglo 19 puertorriqueño en especial la representación de las formas uso de mano de obra y la percepción de la explotación laboral libre, servil o esclava que algunos intelectuales del poder, en acuerdo tácito con la clase criolla, impusieron. Estimula la indagación de la relación entre la experiencia material desarrollada en los circuitos de producción e intercambio comercial y el desarrollo de las ideologías políticas en el Puerto Rico de mediados del siglo 19, momento en el cual integristas y separatistas de perspectivas diversas consolidaron sus posturas. Invita a reflexionar sobre las probables relaciones entre Ciclo Revolucionario Antillano (1867-1875) y el algodón para balancear el peso excesivo que se le ha dado al universo azucarero en el proceso de marras. Abre la posibilidad de reevaluar el papel de esos renglones, incluido el asunto de la esclavitud, en la diversificación de la resistencia antiespañola que en esa época miraba hacia Estados Unidos como un agente activo ya fuese en la forma de un modelo, un adversario o un aliado potencial. Me refiero, claro está, a los separatistas anexionistas, independentistas y confederacionistas que protagonizaron una parte de las luchas ideológicas en la Década Inquieta (1860-1869) que desembocó en el Sexenio Democrático o Revolucionario (1868-1874). Por último, conmina a insistir en la mirada del “oro blanco” hasta principios del siglo 20 cuando el producto fue evaluado y devaluado por muchos de los observadores estadounidenses que entre 1898 y 1926 visitaron el país como parte del proceso de desarrollo de una relación que sirviera a los propósitos estadounidenses en lo geoestratégico, lo económico y lo político.
El libro de la Dra. Soraya Serra Collazo, El otro “oro blanco”: La producción de algodón en Puerto Rico, 1840-1880, representa una aproximación refrescante que vale la pena paladear. Invito a todos a su lectura reflexiva.
Nota: El texto es el prólogo del libro, Soraya Serra Collazo (2021) La producción de algodón en Puerto Rico. El caso de la Hacienda Esmeralda (1840-1880). San Juan: Los Libros de la Iguana. 337 págs. Agradezco a la autora la oportunidad de asesorar su investigación doctoral en CEAPRC y el privilegio de presentar su trabajo investigativo en este libro. Para más información sobre el mismo visite URL: https://www.facebook.com/marga.maldonadocolon y https://librosdelaiguana.tripod.com/ .
La apertura ideológica de Ramón E. Betances Alacán no terminaba en el territorio del espiritismo: también fue por algún tiempo un masón activo. A la altura del 1864 cuando organizaba en el oeste del territorio la conjura que conduciría a la Insurrección de Lares en 1868 el catolicismo, por voz del Papa Pío IX, había condenado esa y otras prácticas en la encíclica Quanta Cura y el Syllabus Errorum: las sociedades secretas eran un acto contra la fe. La Iglesia Católica resentía y condenaba el carácter anticlerical y el potencial modernizador de las propuestas de aquella sociedad las cuales habían puesto en entredicho ciertos fundamentos del “cristianismo realmente existente”, es decir el institucional, expresión cultural que la tradición y la historiografía liberal y nacionalista había recodificado como uno de los pilares identitarios de la personalidad europea moderna. Los tiempos del ateísmo oficial de los burgueses radicales que se impusieron en cierto momento durante la Revolución Francesa habían sido dejados atrás por consideraciones de utilidad política.
Masonería, retórica y política
El activismo masónico en Betances no fue extraño durante su formación. Su padre y sus protectores en Francia previo a su ingreso a la escuela de medicina de París estuvieron vinculados a la orden[1]. La experiencia masónica se desarrolló de forma paralela con su compromiso filantrópico (el abolicionismo como expresión de la igualdad), político (la independencia como expresión de la libertad) y fraterno (la solidaridad política que desemboca en la idea de la confederación como garantía de estabilidad). La masonería complementaba bien aquellos.
La cuestión de si Betances fue revolucionario porque militó en la masonería o, por el contrario, que militó en la masonería por sus convicciones revolucionarias no es más que una trampa. Enfrentar este dilema desde esa perspectiva maniquea evadiría el hecho de que durante el siglo 19 la masonería no fue en lo político y lo social ideológicamente homogénea: la masonería revolucionaria convivió y chocó con otra moderada y hubo numerosos revolucionarios que nunca fueron masones.
Betances mismo, según lo ha documentado el historiador francés Paul Estrade, fue un “masón inconforme”[2]. Su relación con las logias de París a partir de 1872 estuvo llena de tropiezos ideológicos en medio del debate entre el deísmo, el libre pensamiento y el anticlericalismo en la masonería. El centro de aquel debate giró alrededor de la concepción de Dios, la Naturaleza, la fe y el clero. Pero también, y esto es de mayor relevancia para el caso, hubo choques por cuenta del compromiso político que Betances exigía a sus hermanos masones con la causa de la separación de las Antillas. El intelectual de Cabo Rojo era un libre pensador y no deísta y un verdadero intransigente a la hora de reclamar la separación e independencia de la Antillas por lo menos desde 1850. Las tensiones fueron tantas que Estrade se vio forzado a afirmar que su vinculación con la masonería se había “deteriorado” o posiblemente “roto” entre 1877 y 1878, convirtiéndose en un hermano “durmiente”.
El Betances “masón inconforme” encaja bien dentro de la imagen de los “raros” y los “bohemios” del siglo 19. Resulta evidente que, aún dentro del espacio de inconformidad que era la masonería en una Europa cristiana que se reajustaba al giro de los tiempos, Betances era capaz de importunar y reafirmar la diferencia. Las causas de la “inconformidad” dentro de la “inconformidad” respondían a que el puertorriqueño era un filántropo exigente que abogaba por la abolición inmediata de la esclavitud en las Antillas y favorecía la separación e independencia de Cuba de la Monarquía Española durante la llamada Guerra Grande (1868-1878). Una opinión uniforme respecto a problemas tan complejos como aquel no era una prioridad para los masones franceses.
Las contradicciones afloraban porque muchos de los hermanos masones franceses poseían esclavos o no sentían afinidad alguna por las luchas políticas de los antillanos a quienes consideraban gente extraña. La cuestión nacional y cultural, más allá de la hipotética fraternidad, pesaba mucho a la hora de adoptar un programa de acción. La táctica discursiva de Betances, no siempre exitosa, fue apelar a los valores fundamentales de la masonería con el propósito expreso de politizar a sus miembros y moverlos en la dirección de un propósito que él considera legítimo.
Mi hipótesis es que, por un lado, el pensamiento masónico y el revolucionario no siempre tuvieron una relación armónica. Por otro lado, en última instancia y a contrapelo de la representación dominante, Betances no fue un masón que se transformó en revolucionario sino un revolucionario que se ordenó masón por consideraciones que de momento desconozco, cuya pasión y compromiso lo condujeron a experimentar una relación contenciosa con la orden. Aclaro, sin embargo, que ello no debe interpretarse como un menosprecio a los valores fraternales, filantrópicos y, en general, progresistas del pensamiento masónico en ambos hemisferios.
Un ejercicio de retrospección ayudará a comprender lo que digo. Veinte años antes de los conflicto de París, en 1857, Betances y el abogado de Hormigueros Segundo Ruiz Belvis fundaron una organización filantrópica y militante, la “Sociedad Abolicionista Secreta”, en la zona suroeste de Puerto Rico. Los comentaristas del evento han insistido en las similitudes organizativas entre las sociedades masónicas y aquel club híbrido que lo ejecutaba tanto tareas públicas y legales que clandestinas e ilegales. Sobre la base de aquella y otras experiencias que no voy a precisar en este momento, fue que ambos formalizaron en 1867 las “Sociedades Secretas” tipo “célula” que tendrían la responsabilidad de preparar el terreno para la Insurrección de Lares de 1868.
Algunos testigos de la época como es el caso de José Pérez Moris, autor de una valiosa obra sobre el acto rebelde, reconocían numerosos paralelos entre las sociedades secretas y las masónicas a la vez que tildaban a Betances y Ruiz Belvis, según la cita de varios testigos de la región oeste, de ser inmorales, ateos y materialistas por cuenta de su discurso anticlerical y su alarde de librepensadores.[3] Todo sugiere que a la altura de 1857 ninguno de los dos se había ordenado masón. En el caso de Betances como se ha dicho, aunque su padre había sido masón y el joven debió estar en contacto con masones durante el periodo de estudios en Francia previo a Paría, no fue hasta 1866 cuando se inició en la Logia “Unión Germana No. 8” cuyo templo ubicaba en San Germán.
En aquella logia, además del pensador y escritor abolicionista y autonomista moderado Francisco Mariano Quiñones, defensor de la estadidad para Puerto Rico después de 1898, estaba su amigo Ruiz Belvis. Es probable que las afinidades ideológicas, Ruiz Belvis a quien conocía desde 1857 también favorecía la abolición inmediata y la separación y la independencia de Puerto Rico de España, le movieran a asociarse con aquél para fundar la “Logia Yagüez” de Mayagüez durante el 1867 a las puertas del levantamiento insurreccional[4]. Aquel fue un año lleno de obstáculos para el separatismo independentista representado por Ruiz Belvis y Betances. Las relaciones entre el referido sector y los liberales reformistas se habían roto por cuenta de la cuestión de la lucha armada tras una serie de tensas reuniones preparatoria.[5] En mayo de 1868, cuatro meses antes del alzamiento, un grupo de separatistas anexionistas a Estados Unidos de Mayagüez decidió no apoyar la causa debido a la cuestión del futuro estatus del país separado que aquellos querían incorporar a Estados Unidos. Aquel fue un segundo deslinde dentro del seno de liberalismo que, en cierto modo limitó las posibilidades de la insurrección. La reacción de los anexionistas no fue monolítica. José Francisco Basora, un médico anexionista bona fide a quien Betances conocía desde 1856, permaneció fiel de Betances hasta el final de sus días.
En medio de las disputas locales, la concepción de la fraternidad masónica pareció proyectarse sobre la idea de una futura federación o confederación antillana alrededor de la República Dominicana. Alguna proclama rebelde mayagüezana de 1864 citada por Pérez Moris así lo sugiere. El protagonismo de Cuba en aquel proyecto transnacional antillano, eso y no otra cosa parece ser la confederación, fue un fenómeno posterior al 1868 y siempre estuvo repleto de dificultades y choques ideológicos y culturales entre cubanos, dominicanos y puertorriqueños.
Valdría la pena indagar la posibilidad de que en medio de la fastidiosa situación de 1867 y 1868 las fuerzas separatistas independentistas, aisladas de los liberales reformistas y los anexionistas, se vieron precisados a echar mano de la masonería con el propósito de animar un proceso de reorganización dentro de un sector bajo amenaza. La “Logia Yagüez” pudo haber sido un medio para adelantar ese fin. De más está decir que para espíritus republicanos como el de Betances y Ruiz Belvis, entre la noción fraternidad del 1789 y la fraternidad masónica debía haber una relación simbólica estrecha.
La lógica de aquella década no deja lugar a duda de que ambas logias, “Unión Germana No. 8” y la “Logia Yagüez”, tenían orientes dominicanos, elemento que ratifica el hecho de que los contactos más intensos de la promoción rebelde de aquella década fuesen con la República Dominica. Después de todo la independencia y la soberanía de aquel país había sido objeto de amenazas cada vez más intensas por parte de los gobiernos de España y de Estados Unidos durante la década de 1860.
Es probable que para Betances y Ruiz Belvis las relaciones entre masonería y revolución fuesen evidentes. Pero ello no significa que para todos los masones organizados en la “Unión Germana No. 8” y la “Logia Yagüez” lo fuesen. En el caso del Puerto Rico del siglo 19 la masonería y el separatismo independentista compartían, eso sí, un fuerte componente contracultural y antisistémico en la medida en que cuestionaban la herencia del antiguo régimen y la alianza entre el Estado Monárquico y la Iglesia Católica. Aquella actitud los hacía ver como una amenaza mayor y una combinación de fuerzas peligrosa.
La relación de Betances y Ruiz Belvis con la masonería resultó, en suma, instrumental para sus proyectos políticos. Ruiz Belvis dependió de sus contactos dentro de esa afiliación cuando realizó su viaje a Valparaíso, Chile buscando apoyo militar para la causa antillana durante el año 1867. En 1874, cuando Betances volvió a Europa con el propósito de radicarse en París, fue invitado a integrarse “El Templo de los Amigos del Honor Francés” (Temple des Amis de l’Honneur Français) como Miembro Honorario Grado 18 o Caballero de la Rosa Cruz. El grado reconocido plantea un interesante dilema. Algunas autoridades lo definen como uno de alto contenido religioso dirigido a conmemorar la pasión, muerte y resurrección de Jesús. Conociendo a Betances y ocurriendo el hecho en medio del debate entre los deístas y los librepensadores la contradicción es obvia. Otros investigadores lo asocian a la vida itinerante de algunos masones recién llegados a escenarios nuevos como era el caso de Betances, concepción que, me parece, se ajusta mejor al caso.[6]
Durante la etapa masónica francesa, como ya ha documentado Estrade, el caborrojeño escribió en los foros masónicos sobre temas de actualidad política, maduró su formulación antillanista con elementos teóricos del pensamiento fraterno y a la vez exigió, sin mucho éxito, un mayor compromiso de la orden con los proyectos progresistas y de cambio que proponía. Pero, insisto, la masonería puertorriqueña y francesa no poseían una opinión unitaria con respecto a la solución idónea para los problemas que Betances y Ruiz Belvis encontraban en la relación del Puerto Rico colonial con España.
Logia Cuna de Betances, Cabo Rojo, PR
Masonería, retórica y literatura
La presencia de la experiencia masónica en la discursividad literaria betancina excede sus formulaciones teóricas y políticas. Como recurso literario la cultura masónica lo preparó para dominar un lenguaje de enorme plasticidad de carácter hierático o esotérico cargado de simbolismos y sugerencias que colocaba su discurso en las fronteras de la pararealidad o lo fantástico. Betances, como se sabe, no fue el único caso de esa índole en la experiencia literaria puertorriqueña del siglo 19. El lenguaje innovador del pensamiento alternativo masónico tenía uno de sus focos de origen en la misma cultura ilustrada y neoclásica que desembocó en la experiencia de la Revolución de 1789 y de la cual bebió el liberalismo clásico y el republicanismo. Aquella fue una discursividad compartida por el pensamiento antisistémico del siglo 19 que, como el de 1789, minaba la cultura y la canonicidad heredada propia del antiguo régimen dominado por el cristianismo.
El renacimiento de los Estudios Clásicos y los Estudios Orientales durante el siglo 19, junto a su capacidad para penetrar la discusión cultural que se ofrecía en la universidad europea moderna, resultó determinante en aquel proceso.[7] Betances se había formado intelectualmente en medio de aquella efervescencia cultural y fue un buen discípulo de todo ello, sin duda. El efecto de aquel giro no se limitó, en un contexto puertorriqueño, a la figura de Betances. Uno de los maestros masones que intervino en su integración a la orden, Francisco Mariano Quiñones, pasó por la misma experiencia según demuestra la lectura de sus novelas Kalila (1875), Fátima (1885) y Riza-kouli (s.f) bajo el pseudónimo Caballero Kadosh de fuerte sentido mágico masónico.[8] Aquella poco conocida y compleja trilogía titulada Nadir Sha permaneció inacabada. Hace algunos años me topé con un intercambio de cartas entre Lola Rodríguez y Quiñones en la Casa Museo Aurelio Tió en la cual este aclaraba que la tercera parte nunca había sido escrita y la invitaba a leer las otras. En aquellos textos narrativos la cultura persa y la masónica sirvieron a Quiñones de escudo protector para evaluar desde una perspectiva moderna el problema de la humanidad en la historia y el de la libertad. Masonería y pensamiento oriental se identificaban en estos autores a pesar del hecho de que la masonería había sido un invento plenamente occidental.
Los estudios sobre la penetración de la retórica masónica, esotérica o mágica en la obra literaria de Betances no se han realizado todavía. Los modelos retóricos que se presenten en su obra son varios, pero no parecen llamar la atención de la crítica. Uno de ellos es la forma que este autor reinvierte el saber de la numerología en particular el tránsito o progreso del 12 y el 13, un asunto vital para la Astrología Fiduciaria, las artes adivinatorias y la predicción del futuro. El hecho es patente en el antes referido relato de “La Virgen de Borinquen” (1859). En aquel el “loco suicida”, una proyección trágica del Betances doliente, cuando una “viejecita con cara de momia” se sienta frente a él, se imagina prisionero en una habitación que “tenía en todas sus dimensiones trece pies (y) trece paredes sin salida”. El “loco suicida” había sido hecho prisionero en aquella caja inexplicable y oscura habitada por alimañas por el “genio maléfico, ciego y destructivo” que había matado a su novia.[9] Muerta en Viernes Santo parece una acusación directa a Dios.
De igual modo, en el relato satírico-político “Viajes de Escaldado” (1888), el viajero venezolano que en este caso representa la voz del autor y sus contradicciones filosóficas, regresa después de su trágico periplo a su “país” a un “bosque que me pertenecía”. En medio de la soledad que asegura la naturaleza, reflexiona en un interesante discurso en torno a las 12 virtudes humanas soñadas por la filosofía representadas en 12 animales.[10] El mejor comentario en torno a este texto sigue siendo en de Carmen Lugo Filippi, sin duda, y a él me remito.
Las virtudes de las cuáles carece el mundo burgués las encontró en aquellos seres incapaces de razonar como la humanidad y prefirió vivir rodeado por aquellos. La lista es por demás interesante: temperancia en el camello, silencio en la carpa, orden en el castor, resolución en el colibrí, economía en la hormiga, trabajo en el buey, sinceridad en el perro, moderación en el cordero, limpieza en el cisne, tranquilidad en el elefante, castidad en la cotorra, humildad en el asno.[11] Pero Betances / Escaldado evade asociar la virtud número 13 que no es otra que la inalcanzable, utópica y “demasiado noble” justicia. El desaliento tragicómico con el futuro de la humanidad y el ideal liberal era patente: occidente moderno, Europa y su emanación americana, no estaban preparados para la alcanzar la justicia. En su lugar coloca en letras de oro la palabra “tolerancia”. Se trata de un reclamo a la intolerancia europea y una reafirmación de la incapacidad de la civilización europeo-americana burguesa de cultivarla “no antes de seis mil u ocho mil años”. El occidentalismo europeísta de Betances es un mito. El asunto de que el viajero fuese venezolano complica el relato: después de todo en Venezuela comenzó el contradictorio “viaje” hispanoamericano hacia una “libertad” llena de ambigüedades que nunca se consolidó. La retórica masónica, esotérica o mágica volvía a encontrarse con la retórica política revolucionaria de manera puntual.
La numerología informa sobre el sentido atribuible a aquellas escenas trágicas. Según el mitólogo Juan Eduardo Cirlot (1916-1973) el número 12 significa el orden cósmico y la salvación, mientras que el 13 sugiere la muerte y el renacimiento, el cambio y la reanudación, la revolución en su sentido más clásico y estricto. En alguna tradición masónica, el 13 recuerda la muerte del Caballero Templario el viernes 13 de octubre de 1307 a manos de la Santa Inquisición; y en la cristiana, a los 13 comensales de la última cena cuya matemática marca la condición de Judas el traidor. La magia de este número no termina allí: en el capítulo 13 del “Apocalipsis” se manifiesta el Anticristo (666); y en la “Cábala” judía son 13 los espíritus malignos que amenazan a la humanidad y 13 son los años que marcan la “Bar Mitzvah” o ceremonia de la adultez del varón y la edad casamentera de la hembra.[12]
El asunto no termina allí. El 12 y el 13 también fueron apropiados por los discursos antisistémicos del siglo 19, si es que se prefiere una interpretación mágica pero secular de este juego. Charles Gide (1847-1922) uno de los padres franceses del cooperativismo y el asociacionismo que está en base del filantropismo y los primeros socialismos decimonónicos que influyeron sin duda a Betances, codificó las 12 virtudes del cooperativismo que Betances debió conocer. El lenguaje simbólico de la literatura de Betances es complejo en extremo como él mismo lo fue. En algún momento habrá que volver a mirar a este bohemio, revolucionario antillano que tan bien representó la síntesis entre la pasión y la ciencia, entra la ciencia y la emoción en aquel siglo 19 cambiante.
Otras retóricas en pugna
Dos tradiciones consideradas no literarias alimentan la retórica literaria betanciana a partir de 1888. El tema es apasionante y apenas ha sido tocado por la crítica. Una es la de los escritos de los naturalistas que a fines del siglo 19 giraba alrededor de la obra de Charles Darwin (1809-1882), el evolucionismo, la selección natural discutían sus conclusiones. El elemento anticlerical de aquella discusión era innegable. Un debate cardinal era si el ser humano era un animal según sugería Darwin o no, según afirmaba Jean Louis Armand de Quatrefages de Bréau (1810-1892). Betances parecía tener una respuesta tentativa para aquel dilema darwiniano. Me refiero a sus planteamientos en los textos “Nicolás. Inteligencia de los animales” (1891) y “Huelga en Jacmel” (1892).[13] El primero, el cual comentaré con más calma en otro artículo, representa una discusión de etología y sobre la base de un cuadro de la cotidianidad. El texto describe su relación con su perro faldero Nicolás y la forma en que este reaccionaba ante sus contertulios conservadores y liberales: con unos era agresivo y con los otros afectivo. Las posibilidades de un lenguaje animal y de la comunicación entre estos y los seres humanos llamaban la atención de algunos intelectuales entonces. Las observaciones satíricas sobre los lagartos, el gallo y las cotorras parlantes, le permitieron insertar la crítica política incisiva que le caracteriza. El escritor, el fabulador y el activista se integraban de manera armoniosa en estos oscuros y olvidados textos.
La segunda tradición, que también discutiré en otro momento es la de la de los panfletos de las izquierdas y las narraciones o poemas políticos con fines éticos y militantes en el estilo de Graco Babeuf (1797) o Henri de Saint-Simon (1803, 1819). No debe pasarse por alto que el anarquismo apeló mucho al lenguaje del naturalismo y el mundo animal para conjeturar sobre el fin del estado y afirmar la igualdad y la fraternidad. Ese fue el caso de Mijaíl Bakunin (1814-1876) y del anarco-comunista Piotr Kropotkin (1842-1921), entre otros.
La metáfora de la lucha de clases y los reclamos de las clases populares son comunes en textos como el de Nicolás y la huelga en Jacmel. La retórica del texto haitiano me trae a la memoria un extraordinario relato del polaco Leszek Kolakowski (1927-2009) titulado “La guerra con las cosas”[14]. En Betances el carbón, los huevos, la hierba y el asno se rebelan con un lenguaje propio de las izquierdas ante el abuso del mercado y el estado en el marco de una crisis haitiana. El pesimismo lo domina: la macana del policía los demuele y el relato cierra: “Ustedes se asemejan mucho, en todo, a las ilusiones humanas.” Aquella tradición convivió con la de las izquierdas y, juntas, minaron la seguridad de los valores burgueses y pusieron en duda la legitimidad del capitalismo y la democracia liberal. Betances Alacán fue parte de ello en “Viajes de Escaldado” (1888) y en “La estafa” (1896). En ambos reclamó a Estados Unidos y a Europa su insensibilidad respecto a Puerto Rico y Cuba ante la España criminal. Betances dejó una colección que se movió con libertad entre el cuento, la novella italiana, la leyenda, la crónica periodística y la fábula moral, conjunto que el canon, enamorado de la novela y el cuento burgués moderno, invisibilizó.
[5] Germán Delgado Pasapera (1984) Puerto Rico sus luchas emancipadoras (San Juan: Cultural): 118-119, evalúa la naturaleza de las disputas en la reunión de la finca “El Cacao” como un deslinde dentro del liberalismo.
[7] Los interesados en el papel de aquellos campos en el desarrollo de las ciencias sociales modernas pueden consultar a Immanuel Wallerstein, coord. (1996) Abrir las ciencias sociales (México: Siglo XXI editores): 26-28.
[8] En 1998 preparé una edición de Kalila para el Círculo de Recreo de San Germán. La introducción produjo roces con los descendientes católicos de Quiñones. Hay que reconocer que esos prejuicios antimasónicos siguen vivos en las elites locales hallazgo la mar de interesante. Véase Mario R. Cancel (1998) “De Kalila a la literatura nacional o el oprobio del cosmopolitanismo” (Introducción) en Francisco Mariano Quiñones alias Kadosh, Nadir Shah-Kalila. (San Germán: Círculo de Recreo): I-XXXI. Colección del Libro Sangermeño. URL : https://www.academia.edu/3784491/De_Kalila_a_la_literatura_nacional_o_el_oprobio_del_cosmopolitismo_apuntes_en_torno_a_una_novela_de_Francisco_Mariano_Qui%C3%B1ones
[9] Véase Ada Suárez Díaz (1981) La Virgen de Borinquen y Epistolario íntimo (San Juan: Instituto de Cultura Puertorriqueña): 8.
[12] Juan Eduardo Cirlot (1992) Diccionario de símbolos (Barcelona: Labor, S.A.): 59, 148-149.
[13] Félix Ojeda Reyes y Paul Estrade, editores (2008) Ramón Emeterio Betances. Obras completas. Escritos literarios (San Juan: Ediciones Puerto): 267-271 y 283-295.
[14] Leszek Kolakowski (1993) “La guerra de las cosas” en Las claves del cielo (Caracas: Monte Ávila): 147-152.
A la memoria de Arturo Luis Dávila Toro por su pasión parisina y por viaje a Playa Rosada que nunca realizamos
La representación historiográfica y biográfica de la existencia social de Ramón E. Betances Alacán esboza con precisión la oposición vida / historia que el vitalismo filosófico señalaba a la mirada moderna hace más de un siglo. El Betances imaginado por la clase intelectual es el de la vida pública, una figuración que, si bien suple ciertas necesidades políticas del presente desde el cual se le evoca, en el proceso de invención es despojado de una parte significativa de su humanidad. El Betances de todos los días o el de la vida privada, a pesar de las múltiples pistas que sus textos ofrecen en torno a su cotidianidad, no aparece por ninguna parte y, para algunos, resulta imposible de reconstruir. La narrativa creativa que dejó, poca en realidad, y una lectura cuidadosa de su correspondencia puede ser de utilidad para comprender ese otro Betances y sus complejidades. Lo que me propongo es dialogar con ese otro Betances a la luz de dos textos narrativos que hablan de la complejidad de su figura. Betances la persona debe estar en algún lugar detrás del artificio.
Algo que llama mi atención es el entusiasmo del autor por lo fantástico, actitud presente en ciertos ejercicios escriturales. Hay en la narrativa creativa, en la crónica periodística y en los segmentos narrativos de la correspondencia política de este escritor, una genuina necesidad de evadirse de la realidad, actitud propia del espíritu romántico. En ciertos momentos su discursividad penetra el problema de la oposición entre cotidianidad y extrañeza. La “inquietante extrañeza”, el balance entre el los familiar (Heimlich) y lo siniestro (umheimlich) ocupa una y otra vez su tiempo. Se trata de una nota común en numerosos escritores románticos que se movieron en las profundidades de los territorios de la psique. La experiencia de Betances coincidió en algunos puntos con la de Hostos narrador, periodista y memorialista.[1] Aquel procedimiento generaba una textualidad que se resistía a esclavizarse a la racionalidad de la realidad sensorial y conducía al creador a evadirse a las esferas de lo imaginario.
El Yo roto y la pasión por la extrañeza
La salida de la realidad y la apropiación de una pararealidad ansiada y consoladora fue notable en “La Virgen de Borinquen” (1859)[2], relato que detallaba el duelo por la muerte inesperada de su sobrina, protegida y prometida María del Carmen Henry Betances en el marco de Romanticismo oscuro. En aquel caso, la ruta de la fuga se alimentaba del saber de los alienistas y el imaginario de la irracionalidad y la locura. El escritor jugaba además con el recurso de la doble personalidad (doppelganger) con el fin de aclarar su lugar en medio de la aflicción que le arropaba. El personaje del doliente se liberaba de la realidad apabullante mediante el suicidio. Nada más secular y revolucionario en una cultura como la cristiana que ha condenado siempre ese pecado mayor. El suicidio no era un simple recurso literario. Betances, igual que Hostos en alguna de sus narraciones juveniles, pensó recurrir a ello según se desprende de las tensiones emocionales expuestas en su “Epistolario íntimo”, un registro de los días de duelo por la muerte de Carmelita, y una de las colecciones de correspondencia literariamente más ricas del siglo 19 puertorriqueño.
Es cierto que “La Virgen de Borinquen” recuerda dos piezas del escritor bostoniano Edgar Allan Poe (1809-1849): “The Oval Portrait” (1850) y “William Wilson” (1839)[3]. La pasión por la obra de Poe es un elemento que Betances compartió, por ejemplo, con Charles Baudelaire (1821-1867) el “poeta maldito” pensador incisivo francés quien encontraba en la obra del narrador y poeta estadounidense uno de los signos más poderosos de la llamada cultura gótica, discursividad cargada de melancolía que contenía una crítica severa a la sociedad burguesa.[4] El elemento gótico fue algo más que una técnica literaria en Betances. La descripción que elaboró Salvador Brau Asencio (1842-1912) de la experiencia mayagüezana de doliente tras la muerte de Carmelita no deja dudas al respecto: “La intensidad del dolor hizo incurrir al joven médico en extravagancias; dejóse crecer sin aliño toda la barba; caíale sobre los hombros, y envuelto en negro gabán, largo y holgado como una hopalanda, tocado con inmenso sombrero negro de cuáquero que apenas dejaba verle el semblante, pasábase días enteros en el cementerio de Mayagüez, cultivando flores en torno del sepulcro que guardaba los despojos de la mujer idolatrada”[5]. Que las notas citadas provengan de la pluma de un católico ortodoxo como Brau Asencio, quien nunca convino políticamente con Betances y satirizó sus posturas tras la invasión de 1898, no deja de llamar la atención.
El relato también podría ubicarse como parte de una tradición criolla poco investigada con la cual guarda relación temática. La misma tiene en el cuadro costumbrista de Manuel Alonso Pacheco (1822-1889) “Los sabios y los locos en mi cuarto” (1849) un antecedente de sabor más cómico que trágico.[6] El tema del loco o el alienado en Betances también adelantaba la refrescante narración “El loco de Sanjuanópolis” (1880)[7] de Alejandro Tapia y Rivera (1826-1882), una agresiva observación en torno a los dislates de la vida urbana de la capital de la colonia. La diferencia entre aquellas tres narraciones radicaba en el tono. Entre lo trágico de Betances y lo festivo de Alonso Pacheco y Tapia y Rivera, la alienación y la perturbación mental se transformaron en medio ideal para señalar las fisuras del ordenamiento moderno en el marco colonial o, en el caso de Betances, para expresar la inconformidad más cruda ante una situación que le resultaba incomprensible e inevitable. En una tradición literaria como la puertorriqueña, ausente de utopías literarias, la crítica social encontraba un medio original de expresión en aquella simbólica “nave de los locos”.
Instrucciones para evadirse de la realidad
Pero la narrativa de Betances, un intelectual poroso a las influencias de su tiempo reflejaba también el impacto de las vertientes creativas innovadoras de la última parte del siglo 19 europeo. Los veinte y tantos años vividos por el puertorriqueño en Francia en la madurez no pasaron en vano. Betances no fue ajeno al Parnasianismo (1870), el Simbolismo (1880) y el Decadentismo (1890) franceses. Todas aquellas expresiones del postromanticismo europeo representaron una reacción visceral ante los denominados valores materialistas, entiéndase deshumanizadores, y la artificialidad de la cultura capitalista burguesa que afloraba por todas partes. Dominados por la inconformidad, aquellos intelectuales se opusieron de diversos modos tanto a los excesos del Romanticismo y su subjetivismo individualista, como a los excesos de Racionalismo propio del Realismo y el Naturalismo que, entendían, podían conducir a un objetivismo obcecado y limitante. Betances, poeta y médico, estaba en una posición incómodamente privilegiada en aquel debate.
Entre la crítica política y social y el desengaño producido por el liberalismo burgués propio del capitalismo en expansión, aquellas voces disidentes mostraron un hondo recelo ante la aparente solidez de las convenciones que afirmaban la universalidad de los valores occidentales: sus agresivos textos minaban la legitimidad cultural cristiana y occidental. El discurso confirmaba los valores anticlericales y seculares que habían ido madurando, con sus altas y sus bajas, en el pensamiento antisistémico desde la histórica revolución de 1789. De otra parte, la morigeración y la templanza asociadas a la ortodoxia liberal eran barridas simbólicamente de la mano de un lenguaje capaz de la belleza y de la violencia.
Aquella actitud atrevida y experimentalista colocaba a quienes la compartían cerca de las preocupaciones de un conjunto de las ideologías antisistémicas que, identificadas como “izquierdas”, socavaban la presumida estabilidad de la sociedad liberal y del capitalismo avanzado que, en las décadas de 1880 y 1890, entraba en su fase francamente imperialista. La actitud de aquellos escritores no los hacía “izquierdistas”, pero la convergencia abría las posibilidades de cooperación entre unos y otros. La crisis de los valores occidentales se manifestaba con diafanidad en aquel periodo y Betances, al final de sus días, era parte del fenómeno. En su caso la afición a la cultura francesa no debería ser interpretada como una celebración del imperialismo francés. En Betances se trató más bien de un calculado “dejarse llevar” que le permitía insertarse en el seno de la pequeña y mediana burguesía educada de París con el fin de recabar apoyo para su proyecto antillanista.
El entusiasmo por lo fantástico y la voluntad de evadirse en Betances se expresó también de otro modo. En la crónica periodística “El Perú en París” (1891)[8] firmada como “El Antillano”, se asociaba al atractivo producido por los “paraísos artificiales” producidos por el consumo, muy popular en el mercado de la época, de derivados de la hoja de coca entre otros estimulantes. Su vasta experiencia como médico conocedor de los efectos benéficos de los fármacos debió ser una ventaja para el autor. El interés no debería extrañar a nadie. La invención del jarabe del que se derivaría la moderna Coca-Cola por un farmacéutico de nombre John Sith Pemberton (1831-1888), incluía dos ingredientes principales: los extractos de la hoja de coca y la nuez de cola o nuez de Sudán de cuya combinación se obtuvo el nombre con el cual se comercializó a partir 1892 la bebida desde Atlanta, Georgia. La cocaína y la cafeína, dos poderosos estimulantes, estaban detrás de los componentes del sirope.
Un asunto que llama mi atención y que puede servir para abrir la memoria de Betances a numerosas posibilidades interpretativas, es la relación de los médicos y los farmacéuticos con el mercado capitalista en desarrollo a fines del siglo 19. Aquellos sectores buscaban obtener beneficios del objeto que mejor conocían: el cuerpo humano. Acostumbrados a imaginar a los médicos como unos seres transparentes e impolutos dedicados a la gestión de la salud, Betances ha sido comentado como “médico de los pobres”, los investigadores han pasado por alto las inquietudes materiales que también atenazaron a aquel sector en acelerado proceso de modernización. La comercialización de la protección del cuerpo y la creación de recursos que garantizaran su vitalidad es un asunto que debería investigarse con más detenimiento desde una perspectiva puertorriqueña. El filántropo y el empresario convivieron en la clase médica sin mayores problemas. Betances fue parte, no siempre con éxito, de aquel interesante esfuerzo, discusión que en su caso ha sido omitido e incluso censurado por algunos investigadores.[9]
“El Perú en París” testimonia la participación del narrador en una bohemia extravagante. Se trataba de una actividad común de las clases medias urbanas vinculadas a lo que un investigador ha identificado como la “culturas de los cafés”[10] de la cual el “Le Procope” ha sido un emblema hasta el presente. El escenario elaborado por el escritor se transformó en el más franco retrato de aquello que la academia francesa tradicional había denominado decadentismo finisecular. Para quienes lean el relato y conozcan el perfil de Betances, así como el de Ruiz Belvis, elaborado por José Pérez Moris (1840-1881) en su Historia de la Insurrección de Lares, las convergencias de la representación resultarán numerosas.[11]
Pérez Moris identificaba a aquellas figuras con los antivalores decadentistas para los cuáles la ley y el orden de la sociedad burguesa eran un engaño. Por ello y sobre la base de testimonios de primera mano de importantes informantes de Mayagüez, San Germán, Cabo Rojo y Hormigueros, entre otros, proyectaba a los cabecillas rebeldes como dos seres pecaminosos, desordenados y displicentes que se movían a margen de la racionalidad y la sociedad decente. Las acusaciones morales eran numerosas: “audacia”, “mal carácter”, “lenguaje mordaz y atrevido”, o bien “agrio y agresivo”, un “carácter intratable y altanero” característico de personas que “no se hacen amar, pero se imponen”.
El perfil elaborado por Pérez Moris y el personaje del texto “El Perú en París”, hablan de un Betances desconocido por todos que apenas aflora en su correspondencia y su textualidad. Lo que encuentra el lector es un tipo bohemio con pocas inhibiciones pigmentado con elementos de dandismo, figuraciones que ofrecen una nueva complejidad a su extraordinaria condición de rebelde con causa. La imagen, no cabe duda, lastima la sacralidad canónica del “apóstol” mesiánico con carácter de cuáquero, inventada por un fragmento del nacionalismo romántico, ateneísta decía Albizu Campos, del siglo 20. Aquí hallamos otro Betances que, para los que valoramos la mirada secular, resulta más atractiva que la del santón impoluto.
Las pararealidades que se visitaban en “El Perú en París” tenían otra tesitura: eran generadas por los efectos alucinógenos del popular “Vin Mariani”, bebida tónica de moda que degustaban los invitados a aquella interesante “fiesta de la coca” celebrada en la casa de su creador. El “Vin Mariani” fue un producto elaborado desde 1863 por el químico y empresario ítalo francés Ángelo Mariani (1838-1914), un contertulio y amigo de la familia de Betances. La bebida, elaborada con vino de Burdeos y extracto de hojas de coca poseía, como la Coca-Cola, un componente de cocaína que, junto con el alcohol, lo convertía en un licor comparable al láudano, un analgésico compuesto de vino blanco, opio, azafrán y otras sustancias; o la absenta o ajenjo con aromas a base de artemisa, flores hinojo y anís. El láudano es un opiáceo con el que numerosos intelectuales decimonónicos enfrentaron el problema colectivo de la “crisis del siglo” o el problema individual de la melancolía, es decir, el agotamiento o la ausencia de inspiración. La evasión producida por la bebida de opio o la de coca según fuese el caso, estimulaba la creatividad en la medida en que ponía al artista en comunicación con los ansiados y retadores “paraísos artificiales” inalcanzables mediante la racionalidad. La tradición de Thomas de Quincey (1785-1859), autor de las famosas Confesiones de un comedor de opio (1821), había documentado los usos del opio y allanado el camino de la coca a mediados del siglo 19.
La cocaína había sido sintetizada de la hoja de la coca en 1859 por el farmacéutico y químico de Gotinga Albert Niemann (1834-1861), hecho que representó uno de los logros farmacológicos más importantes de su tiempo. Su aplicación comercial por Mariani en su conocida bebida embriagante era la expresión más acabada no solo del espíritu y la creatividad científica sino también de la capacidad empresarial de la clase médica. también expresaba el alma misma de la bohemia en una cultura altamente desarrollada como aquella.
En su texto, que circuló en La Revue Diplomatique del 11 de abril de 1891, Betances resumía la leyenda del origen de la coca como regalo del dios de la luz a los Incas en el lago Titij-Haca (Titicaca) en medio de una “eclipse interminable”. En el lugar de la donación se fundó Cuzco, un verdadero Dorado desde la perspectiva del autor. De inmediato elaboraba la sugerente y surrealista crónica de la “fiesta de la coca” del 4 de abril de 1891, celebrada en un recinto de la casa de Mariani. El salón estaba adornado con cuadros de Francisco Domingo Marqués (1842-1920), artista que pintó tanto a Betances como a su perro faldero Nicolás, iconos de la grandeza de los Incas e invitados vestidos con atuendos alusivos al mito de la divina coca. La fiesta descrita expresaba un poderoso sabor carnavalesco y hermosamente mundano.
La transgresión de la realidad sensorial obsedía: en el salón “todo brillaba con los destellos más dorados, desde las naranjas glaseadas, hasta la barba y los cabellos de Mariani”. Si hubiese podido mirarse desde afuera, también Betances habría estado brillando. En medio de suave frenesí del relato el autor afirma que “una hoja de coca (es) más exuberante que la hoja de la vid”. La hoja de coca no sugería otra cosa que la “rama dorada” a la que aludía en su libro de historia de la magia el antropólogo escocés James George Frazer (1854-1941). Cuando todo termina cerca del amanecer y el grupo se dispersa, Betances lamenta que no podrá asistir al centenario de la fiesta: la mortalidad asoma en el horizonte.
Se trata de un texto intrincado, lleno de alusiones a los detalles y personalidades de la época que no voy a discutir en este breve trabajo. Con posterioridad Betances, en un tono más formal, volvería sobre el tema de la coca en el interesante texto “Leyenda y ciencia”[12], artículo que dedicó al también investigador Antonio de María Gordon y Acosta (1848-1897), autor a su vez del folleto científico Medicina indígena de Cuba: su valor histórico, trabajo leído en la sesión celebrada el día 28 de octubre de 1894, publicado en La Habana por los editores Sarachaga y H. Miyares. Pero esa es una historia que compete a otro Betances, el médico, que miraré luego.
Recogiendo fragmentos dispersos
“La Virgen de Borinquen” y “El Perú en París” representan dos momentos de lo fantástico: uno en el cual el acercamiento se elabora desde el lugar del romanticismo lacrimoso cargado de tragedia; y otro desde el decadentismo pleno posicionado en las fronteras del más sano cinismo. El decadentismo, me parece necesario recordarlo, fue una de las expresiones más radicales del horror producido por las derivas del capitalismo moderno a fines del siglo 19, coincidiendo con el desarrollo del imperialismo europeo en África, la rapiña, cuando occidente imaginaba su proyecto colonial como la expresión genuina del cumplimiento de un deber civilizador impuesto por la Providencia o el Destino.
El 1898 puertorriqueño y cubano fue parte integrante de aquel fenómeno que agarrotó el imaginario occidental en las décadas previas a la Gran Guerra (1914-1918). Los decadentistas imaginaban a la civilización occidental como una sombra maltrecha del Imperio Romano decadente según lo había retratado Publio Cornelio Tácito (c. 55-c. 120) en De Germania, y auguraban su pronta disolución. En cierto modo, aquella intuición reproducía el argumento de Tácito y anticipa el decadentismo moderno de un Oswald Spengler (1880-1936), por ejemplo. Aquel pesimismo, sin duda, poseía numerosas convergencias con el vitalismo filosófico y el materialismo histórico práctico que se difundían en ciertos sectores del ámbito intelectual en el cual Betances se movía. Pero el puertorriqueño, atento marginalmente a aquellas tendencias, nunca se hizo acólito de ninguna de aquellas. En ello radicaba una parte fundamental de la complejidad de lo moderno en esta figura.
[1] He comentado la relación de Hostos con el cuento en Mario R. Cancel-Sepúlveda (25 de diciembre de 2017) “Eugenio María de Hostos literato: el cuento” en Lugares imaginarios: Literatura puertorriqueña
[2] Ramón E. Betances “La virgen de Borinquen” (1859/1981) en Ada Suárez Díaz. La virgen de Borinquen y Epistolario íntimo (San Juan: Instituto de Cultura Puertorriqueña): 2-11.
[3] Edgar Allan Poe (1971) Obras selectas. Tomo I (Barcelona: Nauta): 59-64, 215-241.
[4] Recomiendo la lectura de Charles Baudelaire (1995) Mi corazón al desnudo y otros papeles íntimos (Madrid: Visor).
[5] El texto proviene de Salvador Brau (31 de octubre de1943) “Vigilia de Difuntos” en Pica-Pica. Año XXXIII, núm. 1038 citado en Ada Suárez Díaz (1981) Op. Cit.: 166-167.
[6] Ver Manuel Alonso pacheco (1849) “Escena X. Los sabios y los locos en mi cuarto” en El Gíbaro (Barcelona: D. Juan Oliveras, Impresor de S.M.): 109-121
[7] Alejandro Tapia y Rivera (25 de noviembre de 2012) “El loco de Sanjuanópolis” en Lugares imaginarios: Literatura puertorriqueña
[9] Una interesante excepción es Amado Martínez Lebrón (2015) Betances, un empresario sin dios en 80 Grados. Es poco lo que puedo añadir al respecto porque la investigación se realizó como requisito de un seminario sobre Betances que yo dictaba en aquel momento.
[10] Jacques Dugast (2003) La vida cultural en Europa entre los siglos XIX y XX. Barcelona: Paidós: 91-96.