- Mario R. Cancel Sepúlveda
- Catedrático de Historia
La expresión de las preferencias electorales en Puerto Rico nunca había sido producto de un acto racional y pensado. Ser elector “flotante” o del “corazón del rollo” no representa un acto de pensamiento sino un acto de pasión. Pero en la década de 1990 la situación se hizo más patente: el votante “compra” una “imagen” y la convierte en “promesa” de “progreso” una y otra vez, independientemente de los fracasos que acumule esa figura o las concepciones que representa. Las cicatrices de la partidocracia bipartidista ya eran visibles en aquel entonces. Las campañas de 1992, en especial el debate de los candidatos a la gobernación; y la de 1996, “Espectacular 1996” que el PNP centró en el lema “Lo mejor está por venir”, fueron cruciales. Roselló González, el top model político teorizado por el sociólogo Paul Virilio, se impuso: W. Clinton y Rosselló González fueron el mejor ejemplo de ello.
La mediatización y espectacularización del espacio electoral, de la discusión pública y del tema del estatus ha redundado en la simplificación del debate y en que ninguno de esos asuntos sea visto como un “problema intelectual”. La victoria electoral se limita a cuestiones de “publicidad” e “imagen”: son un acto de “consumo” y de “mercadeo” de que presentan valores perecederos que se imponen. El giro ha convertido al “sondeo” y la “encuesta” en la clave del proceso electoral pero, en la realidad de las cosas, esos recursos de mercado no “miden” la opinión: la “crean” y la “timonean”. Cuando el investigador observa con detenimiento el proceso de mediatización y espectacularización de la política electoral y estatutaria que comenzó durante la campaña plebiscitaria de 1967 y los comicios de 1968, y vuelve la mirada hacia la década de 1990, no le queda más remedio que aceptar que la tendencia había alcanzado un extremo insospechado.
El candidato con posibilidades es el top model político. De modo paralelo, la discusión se vulgariza sin freno hasta imponerse la política kitsch caracterizada por la frivolidad y, en ocasiones, la vulgaridad. A fines de la década de 1990, ya sería posible la imagen distorsionada, absurda y cómica de Edwin Rivera Sierra alias “El amolao” ingiriendo “palmolives” o cervezas Heiniken. El hecho de que en el 1998 ese funcionario viajara a Rusia para adquirir una estatua gigantesca de Cristóbal Colón producto del artista Zurab Tsereteli es, quizá, el mejor prototipo de aquel proceso de degradación. La vida pública de Antonio “El Chuchin” Soto Díaz recientemente fallecido, y el episodio del auto Bently de lujo en 2011 que alegó le habían obsequiado, ratifican que la tendencia se ha radicalizado dejando la discusión política en el campo del entretenimiento.
El fenómeno del “político vociferante” fue poblando la praxis administrativa local y, en la misma proporción, invadiendo los medios masivos de comunicación en la medida en que la sátira como expresión teatral sería que repuntó en la década de 1960 y 1970, evolucionó en la dirección de la industria del chisme o la chismología más o menos profesional. La distancia entre el programa televisivo “Se alquilan habitaciones” encabezado por Gilda Galán en 1968, y la discursividad irritante e irreflexiva de Antulio “Kobbo” Santarrosa y el personaje de la “La Comay” en Superexclusivo entre 2000 y 2013, es enorme. El contrate demuestra que el gusto de la teleaudiencia también ha cambiado de un modo dramático en los últimos 40 años. La sátira política seria hoy, parece desviarse hacia los espacios de comunicación innovadores generados por la revolución tecnológica: el espacio del internet y las comunidades virtuales de imágenes fijas o en movimiento, son un lugar preciado para la expresión de este arte social en crisis. Este conjunto de fenómenos demuestra el proceso de devaluación de los medios que ofrece la democracia liberal y electoral para la discusión pública en la era de la partidocracia y el bipartidismo.
Y el futuro de Puerto Rico… ¿qué? 1993
El balance de la opinión sobre el futuro político de Puerto Rico es decir, el futuro del Estado Libre Asociado colonial, no cambió entre 1993 y 1998. Las consultas de aquellos dos años tan emblemáticos para la identidad puertorriqueña fueron administradas por el PNP en el poder durante la larga administración Rosselló González. La finalidad de aquellas parece haber sido auscultar el crecimiento de su proyecto mediante la estadística infalible: la consulta directa al electorado pagada con fondos públicos. El hecho de que el fin de la Guerra Fría hubiese promovido la imagen de que la década de 1990 fuese vista como la de la “descolonización” y la popularidad frenética con la personalidad del gobernador, justificó ambos procesos.
Sin embargo, los resultados no fueron los que los estadoístas esperaban. El ritmo de crecimiento del estadoísmo, que había sido acelerado entre los años 1968 y 1984, se lentificó en los 1990. Todo conduce a concluir que la división del PNP y la aparición del (Partido Renovación Puertorriqueña (PRP) tras el conflicto entre Romero Barceló y Hernán Padilla fue, en parte, responsable del fenómeno. Los efectos de la división de 1984 en el largo plazo no han sido estudiados todavía con propiedad pero las heridas que produjo nunca sanaron del todo. Las probabilidades reales de que el estadoísmo superara el 50 % de las preferencias de los votantes en las consultas de 1990 eran pocas. Para aquellos que observaban ese desarrollo desde afuera del estadoísmo resultaba evidente que no todos los votantes del PNP estaban comprometidos con la estadidad. Los expertos comenzaron a denominar ese fenómeno, como se sabe, con el nominativo de “electorado flotante”.
El plebiscito de 1993 trató de aprovechar la “ola rossellista” surgida de la contienda electoral en la cual se derrotó a una débil candidata popular: Victoria Muñoz Mendoza. Los resultados de la misma no dejan de ser sorprendentes:
- ELA 826,326 (48.6%)
- Estadidad 788,296 (46.3%)
- Independencia 75,620 (4.4%)
En un contexto amplio los mismos no dejaban de ser halagadores para el estadoísmo. Comparado con los resultados del plebiscito de 1967 -el 38.9 %-, el avance de la opción de la estadidad era notable pero aún no resultaba decisivo. Para el PPD no se trataba de buenas noticias. En 1967 la “montaña” estadolibrista había alcanzado el 60.4 % de las preferencias, hasta caer al 48.6 % en 1993. Las potencias de la partidocracia bipartidista estaban balanceadas. El problema era que ya en la década de 1990 se sabía que el Congreso no aceptaría una mayoría plural -la mitad más uno- para autorizar la incorporación y la estadidad. Lo más probable era que se le requiriera una supermayoría, es decir, hasta dos terceras partes de las preferencias. La exigencia de una supermayoría no tendría otro efecto que fomentar el inmovilismo. El debate sobre la cuestión de la supermayoría se articuló de una manera predecible y reflejó las aspiraciones y prejuicios políticos subyacentes en cada uno de los casos. El PPD y Hernández Colón lo respaldaban públicamente porque veían en ello una garantía de que para los estadoístas era una meta inalcanzable. El PNP y Romero Barceló lo consideraron un acto “injusto” y hasta antidemocrático para con su causa. Y el PIP y Berríos Martínez la rechazaban porque la independencia era un derecho que no dependía “de la imposición de mayoría alguna”, expresión con la que reconocían su poca visibilidad en la preferencia de los electores puertorriqueños.
Lo cierto que en 1993 el PNP y la estadidad no tenían siquiera la mitad más uno del apoyo electoral y muchos pensaban que nunca lo conseguiría. No lo ha conseguido, de hecho, a la altura del 2016. La cuestión del estatus se “empantanó” por una diversidad de razones. La debilidad del independentismo electoral que sólo consiguió el 4.4 % en la consulta de 1993, es una de ellas. El balance de fuerzas entre el Estado 51 y el ELA y el escollo que ponía el Congreso al hablar en términos de una supermayoría completaban el cuadro. En el “arriba social” no había voluntad para el cambio. En el “abajo social” se imponía la apatía y el desinterés producto del desconocimiento de la situación real del país.