Puerto Rico entre siglos: Historiografía y cultura

diciembre 14, 2018

La insurrección de 1868 en la memoria: el tránsito del siglo 19 al 20

  • Mario Cancel Sepúlveda
  • Historiador y escritor

 A los colegas y amigos José Paralitici y Miguel Rodríguez López

Punto de partida: dos pretextos betancinos

En agosto de 1891 Ramón E. Betances Alacán respondía una carta fechada el 29 de junio de Manuel Sanguily en la cual este le interrogaba sobre los hechos de Lares en 1868.  Sanguily planeaba escribir una historia de la revolución de Cuba por lo que Lares y Yara, movimientos antiespañoles sin conexión política concreta, eran temas de reflexión.  Dos cosas evidencian la respuesta de Betances. La primera era la desazón que le producía recordar el evento. La segunda, lo poco que podía aportar por “no tener a la mano ni el libro de Labra ni el de Moris y Cueto”.  Había perdido incluso las notas periodísticas escritas para Le XIXe Siècle, colección que “se ha llevado el viento con otras tantas cosas, como se lleva el humo de un tiroteo de guerrillas”. Sin libros ni archivos solo le quedaba la memoria, esa materia en bruto que un buen historiador podía pulir si se lo proponía.

En mayo de 1894 respondió otra nota enviada en abril esta vez por Sotero Figueroa quien se encontraba en Nueva York. Figueroa le consultaba porque quería escribir sobre, según Betances, los “patriotas puertorriqueños que tuvieron la osadía de lanzarse a lo que llama Muñoz Rivera la raquítica algarada de Lares” . El líder de Barranquitas no era el único que había devaluado el acto rebelde por motivaciones políticas sino quizá el más notable. Los autonomistas fueron consistentes en aquella actitud a fin de que no se les relacionara con el separatismo de cualquier tipo, ni el independentista ni el anexionista. La congoja que embargaba a Betances tenía que ver con lo que llamaba la ingratitud de Muñoz Rivera ante “el acto único de dignidad” de Puerto Rico al reclamar la abolición de la esclavitud y la independencia en un acto de la envergadura de Lares.

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José Pérez Moris

El recuerdo de la insurrección, un icono de la lucha anticolonial para el exilio independentista resultaba embarazoso para los liberales y los autonomistas. La revolución separatista fue un tema marginal en la historiografía puertorriqueña decimonónica. La autocensura y el olvido voluntario se impusieron entre los intelectuales coloniales quienes, sin embargo, fueron capaces de configurar una Historia Regional moderada centrada en el respeto y la sumisión a los valores hispanos.

El núcleo de la versión liberal y autonomista giró alrededor del tema de las motivaciones y desembocó en un bien acoplado relato del fracaso que excluía la separación de España como una opción racional o legítima. Alejandro Tapia y Rivera (1882) lo calificó como un acto de “descontentos”, Francisco Mariano Quiñones (1888) como una “asonada” o “calaverada”, “mal planificada” y “peor ejecutada”; y Salvador Brau Asencio (1904) como un acto “prematuro” y “precipitado” que culminó en una mera “algarada”.  El Muñoz Rivera que citaba Betances en 1891 representaba un sector muy amplio de la case criolla no separatista. La idea de Lares como un motín sin sentido no sólo devaluaba sus metas políticas sino que colocaba a los no separatistas en la frontera del anti-separatismo integrista.

Acorde con aquella postura inculparon al separatismo y al 1868, no a España, por el retraso en la concesión de “libertades” hasta el 1897 olvidando que aquellas se articularon en el contexto de una crisis internacional insostenible y como expresión de la desesperación de una España débil. Independientemente de lo errado que hoy pueda resultar semejante juicio la postura resulta comprensible. Los liberales y los autonomistas eran también críticos puntillosos e inteligentes de la relación con España, pero no querían aventurarse a que se les confundiera con los separatistas porque ello ponía en peligro sus aspiraciones concretas. Las disputas por el control del protagonismo de la oposición a España en defensa del proyecto liberal y modernizador no se circunscribieron, en efecto, a la política. Los liberales y los autonomistas también compitieron a los separatistas el logro de la supresión de la esclavitud y la libreta de jornaleros en 1873, es decir, el paso clave para la modernización del mercado, triunfo que Betances reclamaba para el separatismo en la nota a Figueroa de 1894.

La censura del tema de Lares no fue responsabilidad solo de liberales y autonomistas. La versión conservadora o incondicional, la del José Pérez Moris y Luis Cueto que Betances no tenía a la mano en 1891, trató al separatismo como un virus social peligroso que había que erradicar a la fuerza en términos análogos a los que había usado Pedro Tomás de Córdova, Secretario de la Gobernación de Miguel de la Torre, en la década de 1830. Los sinsabores que produjo la separación de Hispanoamérica siguieron vivos durante una parte significativa del siglo 19. A pesar de todo, el médico rebelde sabía que la historia publicada por aquellos en 1872 era indispensable a la hora de reflexionar sobre la rebelión. El libro era un registro documental muy minucioso que informaba sobre la mentalidad del integrismo y la interpretación que daban aquellos a los valores de la hispanidad, culto que terminaría por imponerse como un canon  en el Puerto Rico posterior al 1898. El texto informaba sobre otros asuntos de gran interés: el carpeteo decimonónico y las redes de informantes de entonces no eran diferentes de las que alimentaron el fichado político en el siglo 20. El libro citado, como he comentado en otro artículo, motejaba al liderato de Lares como uno incapaz para la tarea que se propuso, insistía en que servía a intereses egoístas y extranjeros y le imputaba una disolución moral que servía para justificar su exclusión de la hispanidad.

La versión separatista que adelantaban Sanguily y Figueroa, surgía cuando más falta hacía evaluar un pasado de luchas y fracasos. Los actos del 1868 no habían conducido a donde se esperaba y el separatismo independentista había sido testigo del crecimiento del interés de Estados Unidos en la región y del anexionismo. Una nueva generación de rebeldes reconoció a la altura de 1890 la necesidad de construir un pasado con los restos de la memoria de los sobrevivientes del liderato del medio siglo 19. La segunda la segunda fase del Ciclo Revolucionario Antillano, que comienza después del Pacto de Zanjón (1878) y el fracaso de la Guerra Chiquita (1879) en el exilio, no tuvo el mismo impacto en Cuba y en Puerto Rico. La pequeña Antilla se transformó en un apéndice incómodo de la causa cubana. En ese sentido la conversión de la memoria en historia poseía una importancia particular para los antillanos puertorriqueños.

La gestión de los amigos de la memoria en especial Figueroa, cerca de Betances, fue exitosa. Su curiosidad en una colección de biografías publicada en 1888, y en una serie de artículos sobre la insurrección de Lares difundida en el periódico cubano Patria en 1892 gracias al apoyo de un revolucionario de la nueva generación, José Martí Pérez. El proceso de convertir a Lares en el signo de la identidad nacional había comenzado. El asunto no deja de contener una curiosa paradoja. Figueroa, era un ex autonomista mulato de Ponce que no veía la relación de Puerto Rico y España en los mismos términos que los liberales y autonomistas más influyentes. Sus escritos inauguraron un discurso laudatorio y romántico comprometido con la reivindicación de un acto selectivamente negado. Su retórica estaba acorde por completo con la queja de Betances en torno a la actitud de Muñoz Rivera en la carta de 1894. A pesar de que no se puede garantizar cuanta penetración tuvieron los escritos de Figueroa en el universo de lectores potenciales, lo cierto es que el tono adoptado se reiteraría en distintos momentos en la discursividad del nacionalismo puertorriqueño del siglo 20. La idea del “rescate” de la gesta olvidada implicaba una queja franca respecto al omisión, voluntario o no, por parte de las elites intelectuales coloniales no separatistas.

Un evento que sin duda animó el recuerdo del 1868 fue el retorno de los restos de Betances a Puerto Rico, proyecto que involucró al gobernador colonial Arthur Yager (Dem. 1913-1921) y a los sectores nacionalistas moderados que militaban en el partido Unión de Puerto Rico, en particular a   Félix Córdova Dávila, Alfonso Lastra Charriez y Antonio R. Barceló, colaboradores cercanos al gobernador y defensores del self government.  Los autonomistas de nuevo cuño diferían de los del siglo 19: miraban con alguna nostalgia la vida y ejecuciones del líder rebelde decimonónico. Aquellas voces reiteraban, en gran medida, las ambigüedades que habían caracterizado a Muñoz Rivera, un antiguo adversario de la memoria de Lares, y José de Diego Martínez, prominente abogado de Aguadilla y fundamento de lo que luego el licenciado Pedro Albizu Campos motejó como el “nacionalismo ateneísta”.

El escenario del retorno contenía sus propias paradojas. La primera tenía que ver con la violación de la petición de un muerto. Traer los restos de Betances a Puerto Rico era atentar contra su voluntad testamentaria. En el inciso 15 de su testamento había sido muy enfático en que sólo “cuando llegue el anhelado día” se le devolviera a su “querido Puerto Rico (…) envuelto en la sagrada bandera de la patria mía”. Sin duda “el anhelado día” se refería a la independencia y el Puerto Rico de 1921 no era soberano, sino que seguía sometido a una relación colonial bajo el palio de la Ley Jones de 1917.  La voz del médico esbozaba en aquel inciso el sabor de un nacionalismo emotivo que presagiaba los tonos que dominarían el de los 1930.

La segunda paradoja se relacionaba con el gobernador al cual los estadoístas republicanos consideraban un aliado de los unionistas.  Aquellos afirmaban que Yager trabajaba de acuerdo con aquellos “contra el americanismo en Puerto Rico”, asunto que ya he comentado en otro momento. La alianza tenía un costo para los unionistas: Yager esperaba que los unionistas lo favorecieran en sus aspiraciones a la presidencia de la Universidad de Puerto Rico.

La tercera contradicción tenía que ver con Lastra Charriez, entonces vice-presidente de la Cámara, y una figura que merecería un estudio aparte más allá de biografía laudatoria. Su creciente moderación política lo convierte en un modelo respecto a cómo un profesional educado colonial se insertaba en las redes del poder colonial desde el unionismo. En 1936 el abogado fue parte de la defensa de los policías insulares acusados de asesinar a Elías Beauchamp e Hiram Rosado en el cuartel de San Juan tras la ejecución del jefe de la policía Elisha F. Riggs. Su presencia fue suficiente para que el testigo de los hechos, el periodista Enrique Ramírez Brau, guardara silencio sobre el asunto por algún favor que le debía al abogado según aseguraba en sus Memorias de un periodista (1968)

Yager, en un probable acto de astucia política, estuvo ausente de la isla durante los días de los actos y encargó al gobernador interino José E. Benedicto Géigel que atendiera los mismos. Además de los unionistas mencionados, el acto movilizó intelectuales estadoístas hispanófilos como Cayetano Coll y Toste, Historiador Oficial; a distinguidas figuras de anexionismo del siglo 19 y el estadoísmo del siglo 20 incluyendo a un viejo amigo de Betances y Eugenio María de Hostos Bonilla, Julio Henna, y el educador y escritor Juan B. Huyke. Henna y Huyke, como se sabe, mantenían una sana distancia del estadoísmo republicano y del doctor José Celso Barbosa, por cierto.  La figura central de la efemérides fue Simplicia Jiménez Carlo, la viuda de Betances responsable de otorgar un poder para traerlo a la isla a pesar de la voluntad testada de su compañero.

En 1920 Betances fue reinventado y ajustado a la nueva situación. En su evaluación Coll y Toste afirmó que aquel “nunca sintió odio hacia España”, un argumento que luego el nacionalismo repetirá acríticamente, a la vez que aseguraba que, si la Corona le hubiese reconocido los “10 Mandamientos de los Hombres Libres” jamás hubiese sufrido el exilio. Coll y Tosta veía en aquel documento sedicioso algo asó como un adelanto metafísico de la Carta de Derechos de Estados Unidos. Con ello el historiador validaba la apropiación de la causa del caborrojeño como una que se completaba con la invasión del 1898. La retórica es comprensible en el escenario en que se articulaba la misma.

La idea de un Betances Alacán amigo y admirador de los logros de Estados Unidos está bien documentada. La admiración a la figura en la prensa estadounidense de los días de la invasión no puede ser puesta en entredicho y algunos foros lo veían como un candidato idóneo para la presidencia de una Cuba Libre amiga del invasor y no a Tomás Estrada Palma. Sus concepciones políticas antianexionista también son bien conocidas. Pero resulta innegable que una relación entre iguales entre Puerto Rico y Estados Unidos desde la soberanía era geopolítica y económicamente inevitable en el contexto de fines del siglo 19. Admirar y respetar a aquel país y querer evitar su absorción material e inmaterial no eran posturas excluyentes.

El problema de la lógica de Coll y Toste era que reincidía en al argumento de los liberales y los autonomistas del siglo 19: la insurrección había sido un acto azaroso e innecesario.  La imagen de Lares en la educación pública no era muy distinta. También el doctor Paul G. Miller reprodujo la interpretación liberal y autonomista en un libro de historia publicado en 1922. En aquel el autor insistió en que Lares respondía a intereses extranjeros y no a la voluntad de los puertorriqueños. La idea de que Lares no representaba lo mejor del país era clara. A la altura de 1920, Betances Alacán era una caricatura de sí mismo y Lares había sido reconfigurado para ponerlo al servicio de los proyectos de autonomistas y estadoístas. El ejercicio retórico no se hacía para asegurar que “Lares nos pertenece a todos”, como románticamente aspiran algunos en el presente. La meta era que “Lares nos pertenece a todos…excepto a los independentistas” quienes nunca comprendieron su verdadero sentido. Historiográficamente en 1921 Lares y betances habían sido reducidos a un simple “bache” de poca relevancia en la “autopista” del Progreso que la hispanidad había construido y que Estados Unidos continuaba.

Nota: Primera parte del conversatorio “La insurrección de Lares de 1868 en la memoria nacionalista” en Lares: memoria y promesa en el Aula Magna del Centro de Estudios Avanzados de Puerto Rico y El Caribe, San Juan, P.R. 15 de septiembre de 2018.

Publicado originalmente en 80 Grados-Historia el 17 de noviembre de 2018

mayo 24, 2015

Historiografía puertorriqueña: la historiografía liberal y el separatismo en el siglo 19

  • Mario R. Cancel Sepúlveda
  • Historiador y escritor

 

La intelectualidad criolla y la historiografía liberal veían al separatismo como una ideología que atentaba contra la hispanidad y lo codificaban como un peligro. Los intelectuales e historiógrafos integristas peninsulares o españoles, quienes se identificaban con el conservadurismo y el incondicionalismo, manifestaban la tendencia a exagerar la amenaza separatista con el fin de llamar la atención de las autoridades para que estuviesen atentas al mismo y lo reprimiesen con eficacia. Ese fue el caso de los escritores Pedro Tomás de Córdova (1832), un alto funcionario del gobierno colonial, y de José Pérez Moris, periodista y administrador del Boletín Mercantil (1872).

Ambos utilizaron alegorías extravagantes para llamar la atención sobre una amenaza que, si tocaba a la gente común, sería capaz de contagiarlos como si se tratase de una peste con potencial epidémico. Para Pérez Moris la mejor metáfora para describir la propaganda separatista era la de un «virus» que se esparcía con capacidad suficiente para penetrar hasta «las últimas capas sociales». Igual que una fiebre, los separatistas «extraviaban la opinión», es decir, la confundían. Ramón E. Betances, aseguraba ese comentarista, «inocula entre las masas el odio a la nación». La «nación» no era otra que la España monárquica y autoritaria que la intelectualidad criolla reclamaba como signo de identidad. La misma lógica se aplicaba a la otra figura que llamaba la atención de los comentaristas: Segundo Ruiz Belvis. La única diferencia era que, muerto el abogado en 1867 diez meses antes de la intentona de Lares, los señalamientos se concentraban en el médico de Cabo Rojo. Pérez Moris tenía un particular interés en llamar la atención sobre las diferencias entre ambos caudillos. Pero en cuanto a la vocación contracultural de los dos líderes, no vacilaba en equipararlos. El producto del discurso era completamente distinto a la imagen romántica del héroe martirizado que inventó en algún momento la intelectualidad separatista antes de la invasión de 1898, y la nacionalista después de aquella.

Tanto en Córdova como en Pérez Moris se reiteraba la tendencia a equiparar a los separatistas independentistas y los anexionistas a Estados Unidos. La impresión que dan aquellos textos a quien los lee desde el presente, es que temían más a la anexión que a la independencia o a la confederación de las Antillas. Después de todo, ambos autores reconocían la complejidad del separatismo del siglo 19 y las contradicciones internas que lo aquejaban. Los integristas de origen peninsular coincidían con la intelectualidad criolla en ese aspecto. Por eso la intelectualidad peninsular conservadora acostumbraba acusar a los liberales reformistas, ya fuesen asimilistas, autonomistas moderados o radicales, de poseer vinculaciones con los separatistas a pesar de que aquellos sectores juraban ser tan integristas como sus acusadores.

El conservadurismo y el liberalismo tenían por adversario natural común al separatismo. Ser separatista, desde la perspectiva conservadora, equivalía a no ser un buen español. Pero ser separatista, desde la perspectiva liberal, implicaba que no se era un buen criollo, es decir, un insular que desea ser reconocido como un español. El criollo, no hay que olvidarlo, sufría de una ominosa «ansiedad por la hispanidad» que nunca se cumplió del todo. Visto desde esta perspectiva, la marginación de los separatistas era más que notable y su condición de minoría dentro de una minoría, agravaba más su situación. El hecho de que los separatistas fuesen tan «puertorriqueños» como los criollos no alteraba la situación porque la opinión política se articulaba sobre el criterio de la relación y el afecto a la hispanidad.

Ramón E. Betances y Antonio Cabassa Tassara (1860)

Ramón E. Betances y Antonio Cabassa Tassara (1860)

Por eso la Insurrección de Lares (1868) resultó ser un tema historiográfico polémico. En aquel evento el separatismo se hizo visible confirmando el temor de Córdova en 1832. El comentarista por antonomasia de aquel acto rebelde, poco consultado al día de hoy, fue precisamente Pérez Moris en 1872, hecho que lo convirtió en una fuente obligatoria para los intelectuales criollos que se acercaron al asunto de la rebelión e incluso para los comentaristas estadounidenses que miraron al evento tras la invasión de 1898.

La historiografía políticamente conservadora de Pérez Moris proyecta la figura siniestra del separatista con los atributos de un anti-héroe pleno. El separatista -Ruiz Belvis o Betances o José Paradís- poseía un carácter «intratable y altanero» que se manifiestaba a través de un «lenguaje mordaz y atrevido», cargado de un cinismo que ofendía a las «personas honradas y bien nacidas». El separatista no era ni «honrado» ni «bien nacido». Se trataba de gente que «no se hace amar, pero se imponen» y que podían ser violentos, sanguinarios y morbosos hasta el extremo, además de anticatólicos, materialistas o incluso ateos. Un argumento cardinal fue la afirmación de que los separatistas «empequeñecen y calumnian a Cortés y a Pizarro», es decir, laceran la hispanidad y ofenden el orgullo nacional hispano.

La censura extrema que pesaba sobre el tema del separatismo en 1872 provocó que, incluso, hablar mal de separatismo fuese considerado tendencioso: evaluarlo, devaluarlo o valorarlo, siempre conllevaba el riesgo de ser condenado por las autoridades. El texto de Pérez Moris fue censurado por el general liberal Simón de la Torre acorde con los valores dominantes en el «Sexenio Liberal», por la razón de que denostar tanto a los separatistas podía encomiar la «sedición derechista». Paradójicamente, la misma censura que impedía defender el separatismo en la prensa y los libros, impedía a los conservadores despacharse con la cuchara grande tras la derrota de la insurrección de 1868.

Para la intelectualidad criolla, por otro lado, el separatista y el separatismo también ofendían a la hispanidad, como ya se ha señalado en otro artículo. La intelectualidad criolla y los separatistas estaban en lugares distantes del espectro político. Lo cierto es que el separatista y el separatismo como tema intelectual no fue una prioridad en la década de 1870. Era como si, con la excepción de Pérez Moris, todos coincidieran en que había que echarle tierra al asunto para que nadie lo recordada. Me parece que los intelectuales criollos liberales temían tocar un tema que podía afectar sus aspiraciones políticas concretas durante el «Sexenio Liberal». Sin embargo, cuando se extendió a Puerto Rico la Constitución de 1876 -eso ocurrió en abril de 1881 con numerosas limitaciones a la aplicación del Título I o Carta de Derechos- el tema comenzó a manifestarse con alguna timidez. En el contexto de la reorganización de liberalismo alrededor de la propuesta autonomista, entre 1883 y 1886, distantes ya los sucesos de Lares, la discusión maduró.

Un texto emblemático de la mirada liberal autonomista en torno al separatismo y a la Insurrección de Lares lo constituye la obra de Francisco Mariano Quiñones (1830-1908), Historia de los partidos reformista y conservador de Puerto Rico, publicada en Mayagüez en 1889, poco después de la tragedia de los Compontes. El que hablaba era un autonomista moderado que había estado muy cerca de una de las figuras más notables del separatismo independentista, Ruiz Belvis, y del liberal reformista José Julián Acosta. En ese sentido, se trata de un testigo de privilegio de la evolución de las ideas políticas, culturales, literarias e historiográficas durante el siglo 19.

Quiñones, como buen intelectual criollo, establecía de entrada que Puerto Rico era «miembro inseparable de la gran familia española». La estabilidad de la familia que constituían la colonia y el imperio, estaba amenazada por un «mando militar» asfixiante y una «pesada máquina administrativa». La solución era eliminar «el estigma del nombre de colono» del panorama pero no mediante la separación sino mediante la integración y la autonomía. Nadie puede negar que Quiñones se opusiera al colonismo, como se denominaba al colonialismo en aquel entonces. Pero la metáfora de la «familia» y el uso del adjetivo «inseparable», lo ubican a gran distancia de cualquier separatista al uso. ¿Por qué el interés en dejar aclarados esos puntos? Porque los conservadores e incondicionales les achacaban a los liberales autonomistas «el nombre de separatista, que tanta bulla ha hecho en nuestras contiendas políticas» y eso afectaba el desempeño de aquel proyecto político, es decir, minaba sus posibilidades de acceso al poder. De allí en adelante el texto se convirtió en un esfuerzo por demostrar hasta la saciedad que los autonomistas no eran separatistas ni enemigos del orden.

En Quiñones la «asonada de Lares» era un acto que solo había servido para justificar la razia conservadora contra los autonomistas, es decir, los responsables de la represión furiosa de su partido eran los separatistas. «Asonada» es un sustantivo que vale por tumulto violento ejecutado con fines políticos cercano al motín. No sólo eso, aquella había sido una asonada «imprudente…en los campos de Pepino y Lares, sin raíces en los demás pueblos de la Isla» que contravenía las «pacíficas tendencias» y las «costumbres apacibles de nuestro pueblo». El desarraigo de los rebeldes, argumentaba Quiñones, se había combinado con la brevedad del acto rebelde para que, «dispersa a los primeros disparos de nuestros propios milicianos, ni dio tiempo para que el país pudiese apreciar el carácter y las miras de los que la acaudillaban». Para Quiñones, Lares resultó en una «algazara con media docena escasa de muertos».

Detrás de aquella postura estaba la tesis de que los separatistas no representaban al «verdadero puertorriqueño» el cual se presumía morigerado en la política, pasivo en la vida social e integrista de corazón. Para Quiñones la figura cimera del momento había sido el Capitán General Julián Juan Pavía y Lacy al evitar un injusto derramamiento de sangre en la isla a raíz de la revuelta. La valoración histórico-política de Quiñones sobre la Insurrección de Lares era que aquel acto había favorecido o legitimado la agresividad del bando conservador: «dio al partido conservador lo que antes le faltaba: fuerza, cohesión, crédito y disciplina; es decir, organización perfecta». El discurso que medra tras aquellas afirmaciones era que Lares había justificado los Compontes. El separatismo y la «calaverada de Lares», solo sirvieron para agriar las relaciones en el seno de la «gran familia española» en la isla. Lares fue un acto de gente de poco juicio que no correspondía a los valores de la hispanidad. Quiñones habla el lenguaje de Pérez Moris, sin duda.

Quiñones no sólo estaba intentando ganarse la confianza de los conservadores y las autoridades españolas afirmando su hispanidad de bien mientras atacaba el separatismo. Su interpretación confirmaba, mejor que ninguna otra, el anti-separatismo y el integrismo de numerosos intelectuales autonomistas de fines del siglo 19. El culto fervoroso a la hispanidad era comprensible: era la manifestación concreta del culto al progreso que identificaban con España. A nadie debe sorprender que, tras la invasión de 1898 y desaparecida España del panorama, Estados Unidos ocupara esa posición sin fisuras aparentes. Quiñones acabó militando en el Partido Republicano Puertorriqueño que defendía un programa estadoísta. Ser integrista bajo España y bajo Estados Unidos, no representaba para él una ruptura sino un acto de continuidad.

La historiografía criolla o puertorriqueña nunca desdijo de la hispanidad. Poseyó un discurso político moderado que se cuidó mucho de las imputaciones de radicalidad que le hacían desde la derecha española. La pregunta es: ¿hubo acaso alguna historiografía separatista que contestara a la tradición hispana conservadora y a tradición criolla o puertorriqueña de tendencias liberales autonomistas. En efecto la hubo y a discutirla me dedicaré en una próxima reflexión.

Publicado originalmente en 80 Grados-Historia el 11 de junio de 2014

 

mayo 21, 2015

Historiografía puertorriqueña: los consensos político-ideológicos de los liberales en el siglo 19

  • Mario R. Cancel Sepúlveda
  • Historiador y escritor

 

Los conservadores e integristas, los liberales reformistas y los autonomistas moderados y radicales, no sólo convergían al ver la relación con España como una garantía para el progreso de la colonia. El argumento se convertía para todos ellos en una justificación intelectual legítima de su oposición al separatismo. Teóricamente la historia de Puerto Rico desde 1808 demostraba que la modernización era posible sin la separación de España, argumento que contravenía la discursividad radical fuese independentista, confederacionista o anexionista. La Historiografía Criolla no ponía en duda aquella aseveración.

Desde ese punto de vista, las posibilidades de una concertación entre cualquiera de aquellos sectores y el movimiento separatista eran pocas. La afirmación era irrefutable cuando se aplicaba a conservadores e incondicionales españoles cuyo integrismo nadie ponía en duda. Sin embargo, la interpretación nacionalista de la historia de Puerto Rico ha insistido en la disposición de la amplia y diversa gama de pensadores liberales a transitar hacia el separatismo, en particular cuando se trata de los autonomistas radicales. Me parece que esa postura interpretativa ha tenido más que ver más con una ansiedad manifiesta en numerosos ideólogos nacionalistas del siglo 20, en especial durante la era de la Guerra Fría, que con una posibilidad real dentro de los parámetros del siglo 19.

Lo cierto es que la mayoría de los intelectuales autonomistas moderados y radicales, prefirieron adoptar la defensa de la estadidad después de la invasión de 1898 porque veían en Estados Unidos la promesa radical y la garantía de modernización y progreso que habían soñado. No sólo eso, en ocasiones se apropió la Estadidad como el equivalente de la Autonomía simplificando un problema complejo. En cierto modo, en el tránsito del 1898, lo único que hicieron fue cambiar el objeto de su compromiso integrista: en lugar de España colocaron a Estados Unidos.

Tapia_BetancesLos matices son muchos. En historiadores como Pedro Tomás de Córdova, el separatismo era representado como un virus del cual había que evitar el «contagio». Una metáfora análoga, «virus revolucionario y antinacional», usó José Pérez Moris cuando comentó la Insurrección de Lares en un volumen poco comentado. El «tono antiseparatista» de los historiógrafos criollos tenía sus grados pero era igualmente manifiesto. En Alejandro Tapia y Rivera (1882) Lares aparece como un acto de «descontentos». Del mismo modo, en Salvador Brau Asencio (1904), se trata de un evento «prematuro» y «precipitado» que culminó en una «algarada». En línea análoga, Francisco Mariano Quiñones (1888) arguye que no vale la pena «recordar una calaverada, una verdadera calaverada», y acusa indirectamente de Pérez Moris de que «abulta el hecho», todo ello en un texto titulado «Lo de Lares» en el cual devalúa cualquier proyecto que se opusiese al integrismo. Y José Marcial Quiñones, hermano de aquel, lo reproduce: Lares es una «calaverada» responsabilidad de Segundo Ruiz Belvis y Ramón E. Betances que, «por lo aislada que pareció, lo mal concertada y lo peor ejecutada», fracasó estrepitosamente.

Conservadores y liberales compartían una opinión devastadora sobre Lares apoyados en metáforas distintas. Los ejemplos podrían multiplicarse pero no vale la pena hacerlo en este momento. La desvalorización del acto rebelde separatista -Lares era el único que reconocían como tal- permitía a Tapia y Rivera en el «Capítulo XXX» de Mis memorias (1882), imponer la tesis de que «toda regeneración y progreso eran posibles bajo la bandera de la patria española». Si para Betances «España no puede dar lo que no tiene», es decir libertades y el acceso a la Modernidad, para Tapia y Rivera era todo lo contrario.

Aquellas voces del abanico liberal, al igual que los conservadores, eran afirmativamente integristas, imaginaban que el progreso del siglo se debía a España y apostaban a su verdad sostenidos en la seguridad que les daba su «condición de clase» y el lugar que ocupaban en el engranaje colonial decimonónico. Todos hablaban desde un «arriba social» afín a los valores de la hispanidad que, igual que ellos, despreciaba a la «canalla» o al pueblo. La única excepción en aquel territorio ideológico dominado por la fe cándida en España era el campo separatista en todas sus manifestaciones. Los independentistas, confederacionistas y anexionistas, no eran parte de la Intelectualidad Criolla por ello. Desde la perspectiva criolla, el separatismo no pertenecía a la «Gran Familia» porque había abandonado el hogar simbólico de la Hispanidad.

Hay que dejar por sentado un asunto. El separatismo del siglo 19 incluyó independentistas de tendencias republicanas y democráticas, confederacionistas que tras separar a Puerto Rico aspiraban unirlo a las Antillas españolas o a todas ellas en un arreglo político común; y anexionistas que tras separar a Puerto Rico querían unirlo lo mismo a Gran Colombia, México y Estados Unidos en diversos momentos del siglo 19. Valero quería que Puerto Rico fuese estado de la Gran Colombia. En la segunda mitad del siglo 19 el anexionismo que quedaba activo era el pro-estadounidense y sobre esa base ha sido enjuiciado todo anexionismo. Mi tesis es que la intelectualidad criolla, que defiende la unidad con España no considera a los separatistas parte de su proyecto porque su condición de separatistas. El separatismo era una negación del integrismo o de la unidad con España fuese mediante el asimilismo o la autonomía. Las afinidades entre liberales reformistas, asimilistas, autonomistas e independentistas no podían ser muchas porque, en lo sustancial, diferían con respecto a lo central: el futuro de la relación con España

La virtud de «arriba social» y su orgullo por la hispanidad también atravesaron por un proceso de intelectualización agresiva. En este aspecto la figura cimera fue la de Brau Asencio (1882). Su respeto por la Hispanidad irradiaba en todas direcciones, lo cual lo condujo a concluir que la conquista había sido un «acto regenerador» porque logró imponer la «civilización». Con aquel argumento manifestaba su deprecio al pasado precolonial y a los naturales al equipararlos, como los conquistadores ante la resistencia en el siglo 16, con la «barbarie». Aquella «regeneración» producida por la conquista había sido necesaria, forzosa y hasta providencial. Conquistar al precio que fuese, constituía una responsabilidad histórica, como se sugiere en el folleto «Las clases jornaleras».

En Brau Asencio la disquisición le condujo a una versión confiable de la «Teoría de las Tres Fuentes». El trinitarismo criollo veía la identidad como el agregado asimétrico de tres razas: la «indígena», la «europea» y la «africana», las cuales eran tratadas como las «tres piedras angulares» de la identidad. El concepto «Raza», como en el Nacionalismo de principios del siglo 20, valía por «Cultura» o «Etnicidad» más que por color de piel. La asimetría de la tríada se convertía en una jerarquía natural: el elemento civilizador era la raza «europea» pero las otras no, se limitaban a la condición de recipientes.

La herencia de las tres razas era desigual y servía para evaluar los defectos colectivos del criollo, defectos que gente como Brau Asencio no identificaban en su propia clase sino en la «canalla» y en el pueblo común. Del indio, la taciturnidad, el desinterés, la indolencia y la hospitalidad; del africano, la resistencia, la sensualidad, la superstición y el fatalismo. Pero del español venía la gravedad caballeresca, la altivez, los gustos festivos, la austera devoción, la constancia, el patriotismo y el amor a la independencia. La superioridad española era racional, natural o positiva y, en consecuencia, irrefutable.

Para Brau Asencio los criollos no eran mestizos ni híbridos por el hecho de que no se trataba de una mezcla entre iguales. El indio y el africano habían sido absorbidos por el español. Sobre esa base convenía con Tapia y Rivera: la superioridad de los «europeos» servía para reclamar que somos españoles, queremos y debemos serlo siempre. La clase criolla era responsable de hacer valer ese desiderátum integrista.

Como se verá en otro momento, el acontecimiento que rompió aquel consenso fue el 1898 cuando los liberales reformistas y autonomistas radicales y moderados fueron proclives a respaldar la presencia de Estados Unidos, mientras los conservadores e integristas mostraron más resistencia a ello y se convirtieron en un eslabón esencial para el surgimiento del nacionalismo hispanófilo emergente desde 1910 en un sector de la intelectualidad puertorriqueña. Al menos en ese sentido, la idea del 1898 como trauma no resulta tan absurda.

Para ampliar esta discusión puede consultarse: Separatismo y nacionalismo: continuidad y discontinuidad, y Reflexiones en torno al separatismo.

 

Nota: Publicado originalmente en 80 Grados-Historia el  6 de Junio de 2014

mayo 20, 2015

Historiografía Puertorriqueña: los consensos teóricos liberales en el siglo 19

  • Mario R. Cancel Sepúlveda
  • Historiador y escritor

 

Las redes de lectura desde Abbad y Lasierra hasta Brau Asencio fueron intensas, a pesar de que al ambiente colonial censuraba la reproducción de los saberes históricos. Son demostrativas del hecho las quejas irónicas de Tapia y Rivera en el capítulo XXXII de Mis memorias (1882). El censor había «tachado de inconveniente la Elegía de Ponce de León, de Juan de Castellanos» y le propuso que suprimiera la Octava 17 del «Canto II» cuando la publicara en la Biblioteca Histórica de Puerto Rico (1854). Algo había en la estrofa que atentaba contra la imagen de la hispanidad. La Elegía… fue suprimida finalmente del libro. El hecho no era aislado: en agosto de 1854, un joven de nombre Daniel de Rivera y su editor Felipe Conde, fueron condenados por una situación análoga con un poema titulado «Agüeybana el bravo» publicado en Ponce. Tal parece que el frágil indianismo, indianismo sin indios, que afloraba en la década de 1850 era visto como un discurso subversivo que había que silenciar.

La censura y las limitaciones que imponía el mercado a la difusión de la palabra impresa no impidieron que los observadores y comentaristas de la historia puertorriqueña arribaran a varios consensos interpretativos. En términos generales, primero, todos aceptaban que Puerto Rico se modernizaba materialmente. En segundo lugar, la modernización que celebraban tenía que ver con un cambio económico social preciso: la transformación de la colonia de un territorio ganadero en uno agroexportador. El hecho de que la agricultura de subsistencia fuese superada por otra para la exportación era considerado un beneficio neto del cambio. En tercer lugar, aceptaron que el peso de la responsabilidad estaba en el crecimiento de la industria azucarera.

Las implicaciones políticas e ideológicas de aquel juicio eran varias. Por un lado, para Puerto Rico el camino de la modernización material había constituido una «vía alterna» a la del resto de Hispanoamérica. Puerto Rico no se separó del Imperio Español en medio del vacío de poder que implicó el 1808. Ello significaba que las relaciones políticas con el Imperio Español, la dependencia colonial, no impedía el proceso de modernización material sino que lo estimulaba. El desprestigio del separatismo entre una parte significativa de los sectores de poder era comprensible. La expresión del «progreso» en la isla acabó por poseer un carácter excepcional. En la práctica el país ya no era parte de Hispanoamérica porque Hispanoamérica ya no era España.

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Alejandro Tapia y Rivera y Salvador Brau Asencio

Por otro lado, la idea de la modernización que poseían los observadores y comentaristas de la historia era instrumental y contable. El discurso del Secretario de Gobierno Pedro Tomás de Córdova (1831-1838) es el que mejor ejemplifica esa concepción. En Córdova, integrista radical, la celebración de la modernización se convierte en un «culto a la personalidad» de aquel a quien reconoce como motor de la misma: el Gobernador Miguel de la Torre. El Capitán General, quien enfrentó el separatismo de un modo frontal, resumía para este autor los rasgos del «iluminado» y el «déspota lustrado» a la vez que asumía los atributos del «héroe» capaz de guiar a la «canalla» o el populacho, mientras se hacía «amar» y «temer». De la Torre es un modelo del príncipe de Nicolás Maquiavelo.

Al individualismo excepcional que, para Córdova, representa De la Torre, se añadía un elemento jurídico. La Cédula de 1815 era percibida como un documento fundacional del proceso de modernización. Lo cierto es que celebrando la Cédula de 1815 se elogiaba la figura autoritaria de Fernando VII, conocido como «El deseado» desde la ocupación napoleónica de la península. El mensaje era claro: Puerto Rico se modernizaba de la mano del autoritarismo, la tradición y la hispanidad. Nada de ello representaba una contradicción en el caso de Córdova. Él era integrista, antiseparatista y favorecía el absolutismo borbónico. Lo interesante es que otros comentaristas asociados al liberalismo reformista, asimilista, al especialismo y al autonomismo, compartieran buena parte de ellas. Historiadores como Alejandro Tapia y Rivera, José Julián Acosta y Calbo y Salvador Brau Asencio, las reprodujesen con algunas variantes. Aquellas disparidades se reducían a detalles producto de la plasticidad que poseía la «hispanidad compartida» en el contexto de sumisión colonial.

Tapia y Rivera valoraba del mismo modo la transición de una sociedad de ganaderos a una de agricultores pero miraba en dirección de otro «iluminado» o «héroe». En la Noticia histórica de Ramón Power (1873), proyectaba a aquel militar como «lo mejor de Puerto Rico» y lo reconocía como el artífice del cambio. De modo paralelo lo convertía en el signo de la identidad criolla apropiada como sinónimo de la puertorriqueña. Para Tapia y Rivera, Power proyectaba la posibilidad de un balance entre la hispanidad y la puertorriqueñidad. Power era fiel a la vez a Fernando VII y a los criollos, a pesar de que ser liberal y fernandino era una contradicción. Los liberales reformistas, asimilistas, especialistas y autonomistas resolvían aquella contradicción en nombre de la modernización material.

Acosta y Calbo tampoco difiere al enfrentar el tema de la modernización material en su prólogo a la obra de Iñigo Abbad y Lasierra (1866). Con alguna candidez exponía que su objetivo era explicar el «interesante periodo del desenvolvimiento de la riqueza pública del país». Para explicarlo usaba los mismos parámetros de Córdova: Puerto Rico creció al perder «los situados de México» tras la Independencia de Hispanoamérica. Los agentes modernizadores, aquellos que aprovecharon la nueva situación, fueron dos fuerzas exógenas ajenas a la voluntad del país. De un lado, la inmigración de extranjeros con capital; y de otro, la «libertad de comercio» autorizada desde 1815.

Para un abolicionista convencido el hecho de que no mencionara que la inmigración venía con capital y esclavos llama la atención. La esclavitud negra y el trabajo servil en la ruralía fueron consustanciales al crecimiento material de la colonia después de 1815. Para Acosta y Calbo, la modernización material significaba que Puerto Rico había dejado de ser «un miserable parásito» que vivía a costa de España y el Situado y se había convertido en una posesión beneficiosa para aquella. El desprecio al pasado resulta visible: la imagen de Puerto Rico como un «parásito» improductivo con un potencial no explotado era común en los comentaristas e historiadores del siglo 17 y 18. Las preguntas que surgen son muchas ¿Había sido Puerto Rico «un miserable parásito» de España antes de 1815? ¿Acaso celebraba Acosta y Calbo la relación con España en 1866? ¿Aceptaba un régimen políticamente autoritario porque era económicamente exitoso? ¿Para qué sectores fue exitoso? ¿La profundización del coloniaje desde la Ilustración y el Reformismo Ilustrado, equivalía a la modernización? Brau Asencio, autor de una «sociología histórica» o una «historia sociológica» que se confunde con un análisis socio-cultural elitista, elaboró una teoría de las etapas de la historia de Puerto Rico que no contradice a los anteriores. Su propuesta, sostenida en criterios socio-económicos comunes, reconocía dos estadios mayores: antes de 1815 y después de 1815. La tesitura de la teoría de las etapas de Augusto Comte se percibe en su discurso. El 1815 y la Cédula, representaban una frontera entre la no-modernización y la modernización material. El limen entre un pasado y un presente se define como un AC (antes de la Cédula), y un DC (después de la Cédula). Previo al 1815 el país producía azúcar, cacao y café en el marco colonial estrecho, el estancamiento dominaba y Puerto Rico permanecía al margen Progreso. Posterior al 1815, se garantizó el «despegue» económico en el marco que todavía era colonial tras el retorno del absolutismo.

Los agentes claves del «despegue» en Brau Asencio eran varios. En primer lugar, otra vez el ingreso de extranjeros con cultura y capital, suprimiendo de nuevo la cuestión de los esclavos. En segundo lugar, la liberalización, parcial por cierto, del comercio. Y en tercer lugar, la creación de la «Sociedad Económica de Amigos del País» en 1813, un cuerpo elitista asesor del Estado. Para Brau Asencio el Progreso equivalía al crecimiento de la agricultura comercial, por lo que la modernización se interpretaba en su sentido «positivo» o «material» o «contable» como en Córdova. Su propuesta constituía una celebración del protagonismo del Reino de España y Fernando VII en el proceso.

Es cierto que el cambio estaba allí, pero el mismo había conducido a una modernización material asimétrica que poseía enormes grietas. El historiador de Cabo Rojo se encargó de demostrarlo en numerosas ocasiones. En la «Herencia devota» y «La campesina», monografías publicadas en 1886, se esforzó en documentar que culturalmente el país no era «moderno» porque la gente común, la «canalla» o el populacho, vivían cegados por un conjunto de «supersticiones» que había que superar. Borrar las costumbres no ilustradas de la gente había sido la pasión de los costumbristas puertorriqueños desde Manuel Alonso Pacheco en 1849. El tono pontificador dominaba aquellos textos, salvo contadas excepciones. En gran medida, la meta de comprender el volkgeist no tenía por finalidad de conservar sino la de reformar y podar la irracionalidad de la gente.

Brau Asencio, como Acosta y Calbo antes, se cuidó de pasar juicio sobre el absolutismo fernandino. No señaló el carácter conservador y antiseparatista de la inmigración de la cual el provenía, como tampoco mencionó la intensificación de la esclavitud en el marco del crecimiento de la economía de hacienda azucarera a pesar de su abolicionismo militante. En el proceso idealizó al inmigrante: «no llegaron…para oprimir sino víctimas de la opresión…». La candidez se imponía otra vez en el discurso. La intelectualidad hispana, integrista o conservadora, y la criolla liberal reformista, asimilista, especialista y autonomista, legitimaron un proceso de modernización impulsado desde «arriba» de un modo «autoritario» que sirvió para garantizar la relación de explotación colonial y profesionalizó la misma con rendimientos para España. Aquellos argumentos se apoyaban en una presunción teórica indemostrable: la fe en que la modernización económica (y el liberalismo económico), conducirían forzosamente a la modernización política (y el liberalismo político) en un futuro no precisado. El respeto o sumisión a la hispanidad era incuestionable. Todos condenaban las luchas separatistas por igual. En el caso de Brau Asencio, el pecado separatista consistía en que aquellas luchas habían forzado la emigración. La moderación política se impuso sobre el discurso historiográfico puertorriqueño del siglo 19.

Nota: Publicado originalmente en 80 Grados-Historia el 2 de mayo de 2014

mayo 19, 2015

Historiografía puertorriqueña: Alejandro Tapia y Rivera

  • Mario R. Cancel Sepúlveda
  • Historiador y escritor

 

Noticia histórica de Ramón Power, de Alejandro Tapia y Rivera, constituye el modelo más acabado de la biografía civil del siglo 19 puertorriqueño. En aquel texto, redactado durante el sexenio liberal entre los años 1868 y 1874, mirar hacia la figura del militar y diputado a cortes de principios de siglo rezumaba nostalgia. Sin duda, el culto al «doceañismo» se había fortalecido entre los liberales reformistas tras la «Revolución Gloriosa» de 1868. Power era una figura que podía llenar los requerimientos de esa doble temporalidad -1812 / 1868- que imponía el desdoblamiento ideológico. Tapia y Rivera acomete el acto ritual de la actualización del prócer.

El Power de la biografía laudatoria de Tapia y Rivera fue determinante para la canonización de aquella personalidad apenas recordada hoy. La retórica del historiador apostaba por su afirmación como un signo colectivo legítimo. El texto llamaba la atención en torno a las características que lo convertían en un icono moderno, es decir, válido para su presente y, por tanto, vanguardia o modelo de un futuro probable. Los días que sucedieron la «Revolución Gloriosa» llenaron de esperanza al Liberalismo Reformista emergente en la colonia. El Power de Tapia y Rivera era, sin embargo, inventado como una síntesis de la Hispanidad y la Puertorriqueñidad: fiel a Fernando VII pero, a la vez, voz de los puertorriqueños. Aquel argumento representaba en sí mismo una contradicción.

 

Tapia y Rivera y la historiografía en 1850

El Tapia y Rivera de la «Sociedad Recolectora de Documentos Históricos de la isla de San Juan Bautista de Puerto Rico» (1851) es otro. Figura con diafanidad la imagen que la tradición denominó «Padre de la Historia Puertorriqueña». El que se llame también «Padre de la Literatura Puertorriqueña», lo convierte en un icono inescapable de la Nacionalidad. La Identidad Puertorriqueña ha sido apropiada como un producto neto del trabajo intelectual. La politización de la misma también. Hijo de un militar y de una criolla, representaba bien una clase media profesional ascendente que resentía la situación crítica que minaba sus bases sociales desde 1848.

Alejandro Tapia y Rivera (1822-1882)

Alejandro Tapia y Rivera (1822-1882)

La «Sociedad…» fue una organización estudiantil fundada en la Universidad Central de Madrid cuya historia íntima he terminado por poseer rasgos épicos. Animada por Román Baldorioty de Castro, intelectual mulato y autonomista radical, y articulada por Tapia y Rivera, estudiante de química y física de ideas liberales reformistas, la organización involucró una diversidad de figuras. Declarados separatistas como Segundo Ruiz Belvis y Ramón E. Betances; y el enigmático del «traidor» de 1868, Calixto Romero Togores, se movieron alrededor del proyecto. De un modo u otro, la «Sociedad…» sirvió para conectar a una exigua «diáspora» puertorriqueña que se movía entre Madrid, Paris, Londres y Berlín.

La trasformación de la obra de la «Sociedad…» en un libro, la Biblioteca Histórica de Puerto Rico (1854), consagró aquel esfuerzo. El «libro» llenaba una de las mayores ansiedades intelectuales del siglo 19 en una colonia donde esa experiencia escaseaba. El valor que posee la Biblioteca… es que funda un imaginario histórico coherente desde una perspectiva puertorriqueña. Se trata de un volumen que está más allá de la obra de Agustín Iñigo Abbad y Lasierra y ello, a pesar de que la Biblioteca… no posea la forma de la narración-exposición que caracterizó el trabajo del monje español.

La relación entre la Historia geográfica, civil y natural...de Abad y Lasierra y la Biblioteca...es más profunda. El hecho de que un miembro de la «Sociedad…», José Julián Acosta y Calbo, se ocupara en 1866 de producir unas «Notas» a la obra del monje benedictino lo ratifica. La versión de Acosta y Calbo superó el trabajo de Pedro Tomás de Córdova, el modelo de Historiador Oficial, quien había reproducido la Historia… en el tomo I de sus Memorias geográficas, históricas, económicas y estadísticas… impresas en la Imprenta del Gobierno entre 1831 y 1833. Por otro lado, el hecho de que otro miembro de la «Sociedad.», Segundo Ruiz Belvis, produjera con Acosta y Francisco Mariano Quiñones el Proyecto para la abolición de la esclavitud en Puerto Rico, habla del impacto que aquella asociación de jóvenes curiosos tuvo en las ideas de las elites durante aquel periodo. La obra de los recolectores de 1851 es uno de los momentos decisivos para la conciencia liberal. La Identidad Puertorriqueña, lo mismo en sus aspectos culturales que en los políticos, tuvo en La «Sociedad.» una de sus claves.

 

Un prólogo de Tapia y Rivera (1854)

Las palabras iniciales de la Biblioteca… presentan unos rasgos únicos. El que se pronuncia primero es un naturalista: describe y celebra el paisaje por medio de un acercamiento acelerado que ubica el territorio en el contexto de las Antillas. La celebración naturalista del paisaje le sirve de apoyo para llamar la atención la contradictoria situación del país. Un territorio que amerita «una página en la cartera del viajero y un recuerdo en el corazón del poeta», ha pasado inadvertido para ambos. La invitación a la lectura está servida. Entonces se pronuncia el historiador. Al contrastar la escasez de fuentes primarias respecto a Puerto Rico y contrastarla con el resto de Hispanoamérica, Tapia y Rivera lo achaca al hecho de que nuestros conquistadores fuesen «más dados a las armas que a las letras». Para el autor la escasez de fuentes documentales es suficiente para comprender la invisibilidad. La ausencia de conocimiento positivo limita las posibilidades del saber histórico.

La argumentación permitirá a lector comprender la imagen de Puerto Rico que se mueve en el pensamiento de Tapia y Rivera: la nación de los orígenes se consolida en la metáfora de la «raza de Agueynaba» (sic).El indianismo fue uno de los rasgos distintivos de parte de aquella generación que se había formado en el nicho de Romanticismo y caminaba hacia el Positivismo. Se trata de un «indio» reducido a textos, vacío de materialidad y arqueología. El historiador lamenta, eso sí, la ausencia de una «versión de los vencidos» capaz de darle voz al conquistado y concluye que, «careciendo del conocimiento de la escritura, no pudieron aquellos legarnos la menor reseña de su primitiva historia». Sin «monumentos», sin «artes», sin «arqueología», la «raza de Agueynaba» (sic) era una ficción incomprensible.

El otro elemento valioso de este breve texto es el boceto de una crítica a la interpretación dominante en las fuentes que evalúa. Tapia y Rivera las caracterizaba como de «pueril candidez», «credulidad rústica», y como discursos en los que la «pasión individual» excede el «sentimiento de justicia innato en cada hombre». Las observaciones son las de un Racionalista y un Iusnaturalista Ilustrado maduro. En ese contexto, elabora unas observaciones de método en las cuales el poeta y el clasicista se imponen. La indagación es un «laberinto» casi como una búsqueda azarosa. La metáfora de la historiografía como una búsqueda en el interior de un recinto se impone. El «laberinto» es el Archivo Histórico, un espacio en el cual los tropiezos del investigador le dejan con un producto irregular: un «hilo cortado a trechos». El sueño del historiador moderno, el relato continuo y limpio del pasado, no aparece por ninguna parte. Todo se reduce a pistas y posibilidades, como el papel que cumplió el hilo en el mito de Ariadna, Teseo y el Minotauro.

La justificación de una publicación como la Biblioteca… destaca la conciencia que poseía Tapia y Rivera de su condición de intelectual ciudadano. Reconoce su esfuerzo como continuación de la de sus antecedentes pero toma distancia aquellos. Resalta el papel de Oviedo y de Abad (de la Mota) -probablemente Abbad y Lasierra-, pero asegura que su trabajo, aunque «no exento de errores», poseía el valor de que habían vivido «próximo a la época en que pasaron los sucesos». El observador social se manifiesta cuando Tapia y Rivera llama la atención sobre el hecho de que algunas de la obras son «costosas», y que buena parte de las mismas se hallaban «inéditas hasta el día» y «diseminados aquí y allá» o mal clasificados en los fondos documentales «con asignaturas muy ajenas a Puerto Rico». Por último, la conciencia ciudadana lo forzaba a mirar hacia un lugar social. El destinatario de su esfuerzo era «la juventud estudiosa de la nación y la provincia», es decir, de España y Puerto Rico, en ese orden. La invención de la Historiografía Liberal Puertorriqueña estaba completa.

 

Nota: Publicado originalmente en 80 Grados-Historia el 21 de Febrero de 2014

 

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