Puerto Rico entre siglos: Historiografía y cultura

enero 12, 2016

Reflexiones: Puerto Rico desde 1990 al presente IX

  • Mario R. Cancel Sepúlveda
  • Catedrático de Historia

La disposición de las resistencias

Tras el fin de la Guerra Fría el lenguaje sobre el estatus cambió de una manera visible. La pérdida de relevancia geoestratégica de Puerto Rico tras la disolución del socialismo real y el triunfo del neoliberalismo fue determinante para ese proceso. Sin embargo, la distensión política no ha promovido un avance en la solución del problema estatutario el cual, por el contrario, se ha empantanado de una manera dramática. Las partes responsables, el Congreso de Estados Unidos y las organizaciones políticas anticoloniales en la isla, no han articulado un proceso en esa dirección en gran parte porque no se lo han propuesto como un asunto prioritario. Los años de dependencia material e inmaterial del imperio parecen haber inmovilizado a las fuerzas actuantes en ese ámbito.

En términos jurídicos lo que parece haber sucedido es que, en un mundo que consagra el valor de la “interdependencia”, el “derecho inalienable a la independencia” como culminación del “relato liberal” ha sido modificado. La tradicional identificación de “soberanía” con “independencia” y de aquellas con el “estado nacional” ha sido minada. Aquel era el lenguaje de Woodrow Wilson, Vladimir “Lenin” Ulianov, la Sociedad de Naciones, Josip “Stalin” Vissariónovic y la Organización de Naciones Unidas, entre otras, en el contexto bélico que condujo a la Guerra Fría. En Puerto Rico, llenó de contenido el lenguaje de José de Diego Martínez, Rosendo Matienzo Cintrón, Pedro Albizu Campos, Gilberto Concepción de Gracia o Juan Mari Brás, entre otros. Aquel era el lenguaje preciso y cargado de certidumbres propio de la mirada de los modernos. Hoy se ha impuesto lo que podría definirse como un “derecho pragmático a una forma de la soberanía” lleno de imprecisiones e incertidumbres. Las implicaciones de este giro es que de la “dependencia” no se saldrá hacia la “independencia” sino hacia la “interdependencia” y muy pocos se ocupan de reflexionar sobre la tesitura de y los efectos prácticos de ese cambio.

Juez Gustavo A. GelpíJuez Gustavo Gelpí

Lo cierto es que el concepto “soberanía” se ha (des)radicalizado a lo largo del siglo 20 americano. En lo concreto esto implica que esa meta, meritoria para todo anticolonialista, puede conseguirse lo mismo mediante la independencia en buenos (o malos) términos con Estados Unidos, un pacto de libre asociación o el estado 51. Lo interesante es que dos de esos modelos requieren la consumación de la independencia y la tercera no. El Derecho Internacional moderno, un producto de la conflictividad de siglo 20, reconoce la legitimidad de los tres y, poco a poco, la gente se ha ido acomodando al nuevo lenguaje. La clase política local, a regañadientes, ha aceptado el criterio con reservas: los estadoístas, independentistas y estadolibristas han manifestado un acuerdo al respecto pero continúan cultivando los prejuicios contra el opositor en los términos absolutos más convencionales.

Un rasgo visible de todo aquel proceso es que, salvo contadas excepciones, la moderación y la circunspección se han ido imponiendo desde el fin de la Guerra Fría en los sectores socialistas, socialdemócratas y nacionalistas. Se trata de un tanteo ideológico o reflexión que no debe confundirse con la renuncia a sus posturas fundamentales. El hecho de que luchas como la de Vieques, el reclamo LGBTTQ o la protesta ambientalista concreta a favor del acceso a lugares públicos como las playas o contra la contaminación industrial, por ejemplo, hayan sido tan exitosos en los últimos dos decenios así lo demuestra. Los nichos de las resistencias y las posibilidades de éxito de las mismas, ante el inmovilismo en el antes primado ámbito político y estatutario, son una señal interesante de cómo se reformula la oposición al establishment. El alcance de la lucha por la “liberación” y el énfasis de ese concepto ha cambiado.

El estadoísmo y el estatus tras el fin de la Guerra Fría

La imagen de la estadidad había cambiado mucho desde que el fantasma de la anexión a Estados Unidos apareciese en el panorama a principios del siglo 19. En el contexto de la crítica separatista independentista del siglo 19, habría significado la absorción material y cultural del territorio insular, tal y como se deriva de una defensa de la anexión circulada clandestinamente en 1868 desde Guayanilla.

Pero durante los primeros días de la invasión de 1898, Eugenio M. de Hostos Bonilla (1899) y José Celso Barbosa (1900), entre otros, pensaron la estadidad como un derecho al cual se podía aspirar y como una relación soberana o no colonial, legítima y jurídicamente posible. Hay que aclarar que tanto Hostos Bonilla como Barbosa eran republicanos y federalistas del viejo cuño que se habían formado en un siglo 19 en el cual aquellas eran propuestas de fuerte entronque popular, antimonárquicas, revolucionarias y radicales. Pero también es innegable que el republicanismo y el federalismo estadounidense, el de la era de William McKinley, no respondía a aquellos principios y reivindicaciones.

El acto de 1898 fue la expresión de una agresión imperialista por parte de un poder amenazante. Hostos Bonilla reconoció el problema temprano en el siglo 20. Barbosa no y ello lo instituyó como la figura central del nuevo estadoísmo del siglo 20. La Gran Depresión de 1929 volvió a cambiar la concepción de la estadidad. De acuerdo con Pedro Albizu Campos en 1930, aquella solución era una imposibilidad y un contrasentido.

El estadoísmo en los 1990 tras el fin de la Guerra Fría volvió a ganar la legitimidad que había tenido en los primeros días de la presencia estadounidense aquí. No solo eso: sus ideólogos aprendieron que, si dependía del Congreso, la estadidad estaría muy lejos de convertirse en una realidad. El “estadoísmo radical” que maduró en aquella década debe mucho a las figuras de Carlos Romero Barceló y Pedro Rosselló González. La tesis de aquellas figuras era que había crearle una “crisis” al Congreso para que abandonara el inmovilismo y se expresara sobre el futuro de Puerto Rico. Los paralelos entre aquella actitud y la tesis nacionalista de 1930, la de la “acción inmediata”, no pueden pasar inadvertidas. El movimiento estadoísta abandonó su aparente actitud de tolerancia y se afirmó como una alternativa descolonizadora agresiva. Las vías para afirmar esa acometividad fueron varias.

Una de ella fue la insistencia de la administración Rosselló González en poner el dedo en la llaga señalando el carácter colonial del ELA e insistir en el mecanismo de las consultas o plebiscitos sobre el tema del estatus. En 1993, recién llegado al poder, y en 1998, durante el centenario de la invasión de 1898, se consultó al respecto. El resultado no fue el esperado. El crecimiento de la preferencia por la estadidad en aquellos seis (6) años fue apenas de un 3 a un 4 por ciento.

Plan_TenesiOtra táctica fue la discusión pública de la opción del llamado “Plan Tenesí” que apareció en el panorama hasta el punto de que en el 2006, el PNP aprobó una resolución para adoptar la táctica como “una estrategia adicional para descolonizar Puerto Rico” siguiendo los pasos de Michigan, Iowa, California, Oregon, Kansas y Alaska. La idea de este concepto es que Puerto Rico redacte la constitución del Estado, elija senadores y representantes y los envíe a Washington a pedir una silla en el Congreso.

La tercera táctica es puramente judicial y se consolidó en la teoría del Juez Gustavo A.Gelpí, juez de la Corte de Distrito de Estados Unidos en Puerto Rico en 2008. El planteamiento central de la misma es que Puerto Rico ha sido o será incorporado de facto desde 1900 al presente por lo que está o estará en la situación legal de solicitar la estadidad dentro de poco. El juez Gelpí considera que, “aunque el Congreso nunca ha adoptado ningún lenguaje afirmativo como Puerto Rico es por tanto un territorio incorporado, la secuencia de sus acciones legislativas desde 1900 al presente han incorporado, de facto, el territorio”. En ese sentido, el país es un candidato al estado 51 y puede reclamarlo y ser considerado sin la necesidad de una expresión concreta del Congreso. El argumento quedó como una “opinión personal” en el marco de un caso federal.

Es curioso que, una meta compartida por el PPD y el PNP, la equiparación del ELA a un estado en el marco de las transferencias federales, se haya convertido en una navaja de doble filo para ambas organizaciones políticas: lo que para algunos dignifica al ELA para los otros lo deprecia y lo mutila. El problema, acorde con algunos observadores, es que los “Casos Insulares” que establecieron la doctrina de que Puerto Rico pertenece (es propiedad) pero no es parte (componente) de la unión, requiere al Congreso una “declaración expresa” de incorporación que no se ha hecho.

El “Plan Tenesí” y la tesis jurídica de Gelpí, junto a la praxis económica de Rosselló González en el marco del “nuevo federalismo” y la autonomía de acción a los estados que aquella teoría admitía, son la expresión más acabada del “estadoísmo radical” de una elite del PNP, ideología que no parece haber penetrado a una parte significativa de su militancia electoral que continúa viendo la estadidad como una panacea o una alternativa romántica que será garantizada por un “imperio bueno” cuando el país se la gane.

El problema es que los resultados de las consultas no fueron convincentes para el Congreso y el “Plan Tenesí” y la tesis jurídica no garantizaron la aceleración del camino hacia la estadidad y, por el contrario, devolvieron el problema al lugar en que lo dejó Ferré Aguayo en 1972: la estadidad, si viene será gradualmente en un futuro no precisado. Cualquier reclamo en esa dirección, forzar la estadidad en el modelo de la “acción inmediata” por ejemplo, chocará con el Congreso, el Tribunal Supremo y Tesoro Federal de una manera irremediable. La utilidad de aquellas tácticas se ha reducido a soliviantar a una militancia que las comprende en verdad poco.

La relación entre Puerto Rico y Estados Unidos, esto lo saben muy bien los independentistas, no se reduce a un nudo jurídico que pueda desenlazarse con facilidad. La jurisprudencia unionista reclamó la nacionalidad amparada en la “ciudadanía portorriqueña” que estableció la Ley Foraker de 1900, y la jurisprudencia nacionalista reclamó la independencia a la luz de la ilegalidad del Tratado de París. En ninguno de los casos se consiguió mucho con ello.

diciembre 21, 2015

Reflexiones: Puerto Rico desde 1990 al presente V

  • Mario R. Cancel Sepúlveda
  • Catedrático de Historia

 

Un contexto ideológico

El triunfo de Rosselló González y el inicio de la era neoliberal demostró dos cosas. Por un lado, para el estadoísmo de la que, se esperaba, fuese la década de la descolonización, el ideal de Luis A. Ferré Aguayo y Carlos Romero Barceló articulado a fines del decenio de 1960 y principios del 1970 era parte del pasado. Aquel liderato que forjó el estadoísmo pujante tal y como se conoce hoy sobre las cenizas del lento proceso de derrumbe del PPD había sido producto de la Era de la Posguerra y la Guerra Fría. Ambos confiaban en el Estado interventor y benefactor,  eran parte de la ola de pluralismo que marcó a la sociedad estadounidense en los 60’s y compartían la experiencia del tránsito de Puerto Rico de una sociedad agraria a una industrial en el marco de la dependencia colonial.

Ese conjunto de condicionamientos explica el carácter de la estadidad que buscaban. Ferré Aguayo confiaba en la posibilidad de una “estadidad jíbara” y que nuestra identidad encajara en el pluriculturalismo estadounidense. No solo eso. Su discurso estaba profundamente vinculado a los “humildes” acorde con las posturas democristianas y humanistas cristianas que se articularon con el fin de frenar la amenaza del materialismo y el comunismo en una década llena de tensiones finalistas por motivo del conflicto este-oeste. Romero Barceló continuó aquel discurso atenuando su complejidad: la estadidad era una opción para los “pobres” que buscaba la “igualdad” contravenida por el orden colonial. La idea de que el burgués y el abogado miraban hacia el “abajo social” con propósitos redentores dominaba aquel discurso que, por cierto, resultaba convincente en un país colonial marcado por la disparidad y la pobreza a pesar de los avances de la industrialización.

Pedro Rosselló González: campaña de 1998

Pedro Rosselló González: campaña de 1998

Es importante reconocer, por otro lado, que el “populismo estadoísta” de Ferré Aguayo y Romero Barceló era una postura ética tan cargada de “pietismo” como el “populismo estadolibrista”. La diferencia era de énfasis: el estadolibrista todavía estaba marcado por su trasfondo rural, mientras que el estadoísta traducía la ansiedad de los “nuevos pobres” de la urbe. La meta utópica de Ferré Aguayo y Romero Barceló era “bajar” simbólicamente hasta los pobres y ayudarlos a “subir” a su nivel. Rosselló González significó una revolución en ese ámbito. El “neopopulismo estadoísta” de de la década de 1990 era un ejercicio distinto. La utopía de Rosselló González era “bajar” simbólicamente hasta el lugar de los “pobres” y conversar con ellos en sus términos como quien comparte la faena diaria como un igual. El “mercado” se encargaría de satisfacer sus necesidades básicas y “neuróticas”, como las llamaba Erich Fromm, pero dejándolos en el “abajo” social: la era del consumo conspicuo había iniciado ya. El elemento común del “populismo estadolibrista”  (1938-1947), el “populismo estadoísta” (1967-1972) y el “neopopulismo estadoísta” (1993-2000) siempre ha sido el mesianismo, el paternalismo y la subsecuente infantilización de las clases populares, a fin de garantizar su alianza con el poder.

Por último, el estadoísmo de la década de 1990, el de la era neoliberal y de la Posguerra Fría, no solo miraba en otra dirección sino que miraba con otros ojos. La administración Roselló González favorecía la reinvención de la relación del estado con el mercado en un sentido distinto. El estado interventor y benefactor tendría que abrir paso al estado facilitador. El compromiso prioritario de la esfera pública ya no sería  con el “abajo social” o el pueblo sino con el capital. En las tensiones entre el pueblo,  el mercado y el capital, el estado se convertiría en un aliado del mercado y el capital

 

La cultura y el poder

Como era de esperarse, la batalla cultural de la década de 1990 tuvo un carácter particular. No se debe pasar por alto que la década de 1990-1999 abrió y cerró con una reflexión oficial o institucional sobre dos momentos determinantes del pasado colectivo formal de Puerto Rico. La primera de ellas fue la que llevó a cabo entre 1992 y 1993 en torno al descubrimiento/encuentro de 1492 y 1493. Los 500 años de la hispanidad fueron el signo cultural más emblemático de la administración Hernández Colón y un momento de presumible reavivamiento hispanófilo. La revisita al pasado español no podía producir el efecto que había generado en 1910 o en 1930 en el momento del fin de la Guerra Fría pero había quien confiaba en que todavía podía ser eficaz contra la americanización y la estadidad como lo había sido en aquellos contextos.

La efeméride se combinó con otras acciones concretas con el fin de afirmar la identidad puertorriqueña según la había configurado el nacionalismo cultural del 1950 y el 1960. En 1991 se aprobó la Ley # 4  que establecía el español como idioma oficial del ELA, y Puerto Rico recibió el Premio Príncipe de Asturias de letras por su voluntad de afirmar la lengua española.  La imagen de la colonia caribeña como un símbolo de la más castiza hispanidad estaba completa. Aquel fue el último gesto cultural del gobernador Hernández Colón a fin de  testimoniar la resistencia del país a la estadidad y la absorción por el otro. Su proyecto se apoyaba en una concepción de la puertorriqueñidad que emanaba de la discusión cultural modernista (1920) y que se había reformulado en la Generación de 1930 y en la de 1950. Las ideas culturales del establecimiento cultural no comenzaron a erosionarse hasta que la llamada Generación de 1970 y los intelectuales del 1980 y el 1990, apoyados en las posturas contraculturales del 1968, el socialismo y la crítica a la modernidad, la minaron en el debate académico y en la praxis social.

1898El esfuerzo de afirmación de los valores hispanos emanado del poder fue reproducido desde otros escenarios de modo alternativo. Entre 1991 y 1993, una junta local de Ponce auspició la conmemoración del primer centenario del natalicio de  Pedro Albizu Campos como respuesta contracultural. Lo cierto es que entre el discurso de los populares y el de los nacionalistas, el único diferendo era el de la independencia. Albizu Campos y el nacionalismo compartían la afinidad hispanófila con la misma pasión. El triunfo de Rosselló González organizó una respuesta agresiva al nacionalismo cultural de Hernández Colón. Ante la hispanofilia romántica que reverdecía se antepuso la anglofilia esperanzada y modernizante de las primeros estadoístas republicanos surgidos en el contexto del 1898. Por eso, una vez obtuvo el poder y en cumplimiento de una promesa de campaña, firmó en 1993 firma la Ley #1 que establecía la oficialidad tanto del inglés como del español y que derogaba la Ley # 4 de 1991. Una nueva batalla por la lengua comenzaba en el escenario puertorriqueño. Para el nacionalismo cultural y político la cuestión del idioma seguía teniendo poder de convocatoria en los ’90.

Rosselló González no se limitó a la táctica de anteponer la anglofilia a la hispanofilia. En 1995 autorizó la conmemoración del día de la bandera puertorriqueña pero, a fin de producir el efecto deseado, en 1996 se hizo lo propio con la bandera estadounidense. El hecho de que la bandera de 1895 hubiese sido diseñada en Nueva York por una organización, la Sección de Puerto Rico del Partido Revolucionario Cubano en donde separatistas independentistas y anexionistas compartían tareas, creaba la suficiente incertidumbre en cuanto al sentido político que se le daba a  aquella enseña en la cultura popular. Del mismo modo que el nacionalismo apelaba a ella para la independencia, el estadoísmo podía recurrir a ella para su causa. El efecto simbólico de aquella bien pensada campaña era, por un lado, que afirmaba que ya no éramos puertorriqueños-españoles sino puertorriqueños-estadounidenses en el sentido en que los estadoístas republicanos de las primeras décadas del siglo 20 habían afirmado. Por otro lado, descriminalizaba el uso de la bandera puertorriqueña cuya sola posesión, durante la efectividad de la Ley # 53 o de la Mordaza (1948-1956) había sido considerada un delito punible. El “presente” acusaba al “pasado” y reivindicaba una práctica que señalaba a los populares por sus antecedentes autoritarios.

Ese mismo año 1995 se firmó la Resolución # 2283 que autorizaría la celebración de un acto de conmemoración de la invasión de Estados Unidos en 1898. La ofensiva mediática cultural estadoísta continuó en 1996 cuando, en enero, Rosselló González proclamó que Puerto Rico no era, ni ha sido nunca, una nación. El entonces senador Kenneth McClintock Hernández, recomendó que se eliminase el vocablo “nacional” del lenguaje oficial y el exgobernador Ferré Aguayo, apoyó la postura de ambos. La ofensiva cultural pro-estadidad estaba completa. Aquellas decisiones político-culturales de la administración Rosselló González favorecieron  una imagen de integración entre Puerto Rico y Estados Unidos que la oposición, popular o no, resintió.

En  1998 se realizó la conmemoración de la invasión estadounidense, evento en el cual el Historiador Oficial Luis González Vales, fue una figura esencial. El resultado de un proyecto intelectual oficial de aquella envergadura debía ser una reflexión colectiva seria en torno a un  siglo, el 20, que se había caracterizado por la profundización de las relaciones entre Puerto Rico y Estados Unidos. Sin embargo, el  balance crítico del centenario de 1898, como el del 1492 y el 1493 fue, como era de esperarse, desigual. Lo cierto es que no todos los que participaron de la recordación de las dos “invasiones” -yo fui parte de ambos procesos-  “celebraron” las mismas. De igual manera, no todos “conmemoraron” del mismo modo.

El forcejeo cultural desde “arriba”, que fue intenso, no puede ser comprendido del todo sin tomar en cuenta que la hispanofilia y la anglofilia no eran sólo discursos culturales, historiográficos y jurídicos o meras presunciones teóricas sin conexión con la materialidad. El laboratorio más eficiente  de la anglofilia (antes americanización) era el mercado, la dependencia, el hecho de que al cabo de 100 años el puertorriqueño común podía seguir siendo católico y hablar bien o mal el idioma español pero, como consumidor, no era muy distinto de cualquier otro estadounidense. En el marco del neoliberalismo, eso era más importante que cualquier otro asunto. El sentido que se había adjudicado a la identidad en el Puerto Rico del siglo 20 también había cambiado. A pesar del nacionalismo cultural la asimilación se había impuesto y seguía profundizándose en el puertorriqueño común.

diciembre 17, 2015

Reflexiones: Puerto Rico desde 1990 al presente IV

  • Mario R. Cancel Sepúlveda
  • Catedrático de Historia

 

La meta de convertir el turismo en uno de los protagonistas  del crecimiento económico tras el fin de la era de la 936 ha sido un planteamiento común a las administraciones penepés y populares desde 1990 al presente. Vender la imagen de un Puerto Rico plural y apetecible para el consumo en la era global a un precio razonable y competitivo, sin embargo, no ha sido fácil y no parece que esa situación cambie en lo inmediato.

 

Las opciones económicas del rosellato: la alta tecnología de consumo

La segunda dirección de la administración Roselló González fue promover el desarrollo de la alta tecnología y ponerla al servicio del mercado con el fin de revitalizarlo y fortalecerlo. Lo cierto es que la revolución informática y de la industria de las comunicaciones comenzó en la década de 1990 y que, en el contexto caribeño, Puerto Rico poseía ventajas tácticas notables en ese sector. El Estado Libre Asociado había invertido alrededor de 1,200 millones de dólares en una red de fibra óptica construida entre los años de 1976 y 1981. Aquella red era el valor o bien de capital más importante de la Puerto Rico Telephone Company (PRTC), empresa que había sido estatalizada por un gobierno popular encabezado por Hernández Colón en 1974. En medio de la crisis de 1971 y 1973, el gobierno colonial había hecho una inversión inteligente que podía rendirle beneficios extraordinarios en el futuro.

Huelga de telefónicos en Guaynabo: 22 de junio de 1998

Protesta de telefónicos: Guaynabo, 22 de junio de 1998

La inversión no fue en vano. Entre 1977 y 1989 Puerto Rico desarrolló una plataforma tecnológica envidiable que permitió la computadorización de la telefonía, la expansión de la capacidad de comunicación ultramarina y ofreció acceso a una serie de recursos de comunicación envidiables desde 1981 tales como la llamada en espera, las transferencias de llamadas y la teleconferencia. La eficacia de los mismos era reconocida a nivel regional. Aquellos recursos representaban un atractivo a la hora de atraer el capital extranjero al espacio local para la inversión. En medio de aquel proceso, en 1986 se introdujo la red móvil vinculada a la American Telephone and Telegraph (ATT) bajo el nombre de Cellular One;  y, entre  1994 y 1995 comenzaron a ofrecerse conexiones de Internet, se formalizaron los servicios del 911 e inició el servicio de celulares telefónica. En 1990 la administración Hernández Colón articuló un intento de privatización de la PRTC que fracasó por la presión popular. El lenguaje de los opositores se apoyaba en la defensa de un “bien público”, es decir, del “pueblo”, que rendía dividendos y podía seguir produciéndolos en medio de aquella década de cambios en el mercado y la política. Para el gobernador de turno una decisión a favor de la privatización tendría un alto costo electoral por lo que se desistió de la idea.

Un asunto fuera del control del gobierno local y justificado por la ruta que tomaba el mercado internacional tras el fin de la Guerra Fría alteró la situación. En 1996 el Congreso de Estados Unidos aprobó una nueva Ley de Telecomunicaciones que desreguló ese mercado y permitió la libre competencia en el mismo. Como parte del proceso se comenzó la transición de la televisión análoga a la digital. Para el mercado aquella decisión garantizaba una inyección de capital enorme: la tecnología de consumo y la televisión ocuparon en el mercado el lugar que a principios del siglo 20 habían ocupado los electrodomésticos y el automóvil. El lenguaje social con el que se justificó iba dirigido a sufragar la necesidad de darles acceso a las comunidades desventajadas a aquellos recursos tecnológicos que marcaban una era nueva. Claro, el acceso se los ofrecería el mercado y el capital privado y, del mismo modo, los beneficios netos de proceso de igualación serían para esos sectores. El papel del Estado en ese proceso, como bien había reconocido la administración Rosselló González sería “facilitar” el proceso y, convenientemente, evitarle tropiezos al avance del capital. Las prácticas neoliberales se imponían y se legitimaban con suma facilidad.

Los efectos de aquella decisión fueron inmediatos en Puerto Rico. En 1996 se creó Junta Reglamentadora de Telecomunicaciones de Puerto Rico (JRTPR) y comenzó una verdadera invasión de proveedores de servicios inalámbricos. Un modelo de ello fue Centennial de Puerto Rico que ofrecía telefonía, televisión e Internet. Fue a la luz de la ley de desregulación de 1996 que la administración Rosselló González elaboró en 1997 un segundo intento por privatizar la PRTC. El alegato de Rosselló González era que, bajo un régimen de libre competencia, la PRTC no estaría en igualdad de condiciones ante la telefonía privada por su condición de corporación pública. En 1998 se recibió una oferta de un consorcio compuesto por GTE Corp. (luego Verizon GTA Corp.) y Popular Inc., y la venta se concretó en el 1999, generando unos $2 mil millones para el gobierno del ELA.  Puerto Rico. La decisión produjo una intensa actividad de protesta que se extendió durante mes y medio por parte de los empleados de la compañía. La movilización de una parte significativa de la comunidad en oposición a la privatización del bien público y un paro nacional o general de dos días desembocó en la violencia policiaca. El efecto de la represión en la imagen de Rosselló González fue determinante para sus posibilidades electorales en el 2000. La era de la “telefonía salvaje” caracterizada por la competencia por el acaparamiento del mercado inalámbrico comenzó con aquella privatización.

Conflicto de la PRTC en 1998

Protesta de telefónicos en 1998

La privatización de la PRTC no incluyó la infraestructura de fibra óptica en que se apoya la telefonía, la televisión y la Internet. El control de las fuentes de fibra óptica está en manos de PREPA Networks, una subsidiaria de la Autoridad de Energía Eléctrica (AEE) que “alquila” el uso del recurso a los servidores privados de telefonía e Internet como ATT, Claro, Open Mobile) desde 2004. PREPA Networks opera como una empresa privada y no tiene conexiones con el gobierno del ELA y la posibilidad de que entre como competidor en el mercado de la telefonía, la Internet y la televisión digital preocupa a los gestores privados de esos servicios. Su entrada en el mercado podría abaratar los costos de funcionamiento del Estado si este la contrata para esos fines. En meses recientes se ha acusado tanto a la AEE y PREPA Networks de “monopolizar” un bien de capital. Las fuerzas neoliberales están presionando para desmantelar uno y otro “monopolio” y abrir la energía eléctrica y la fibra óptica  a la libre competencia.

La apuesta a la tecnología también ha sido un elemento común a las administraciones populares y penepés desde la década del 1990 y no parece que esa postura vaya a variar en lo inmediato.

 

Las opciones económicas del rosellato: los servicios especializados y empresarismo

La tercera dirección fue, aprovechar la experiencia acumulada desde 1976 al servicio del capital emanado de la Sección 936, y vender esa experiencia a inversores dispuestos a venir a Puerto Rico sin los beneficios que aquella garantizaba. La experiencia financiera, gerencial y de planeación, en el campo de los seguros laborales, al capital o de salud, la inteligencia empresarial, la publicidad, las destrezas acumuladas por una mano de obra educada, diestra y sumisa, es decir, el saber y sus aplicaciones prácticas: todo era y es  considerado como una mercancía o un bien de capital provechoso si se vende bien al inversor. La táctica estaba de acuerdo con un nuevo tipo de economía de lo “inmaterial” o del “conocimiento” y podía ser rentable en un mercado en que, si bien Puerto Rico se descapitalizaba (perdía capital), otras economías en Hispanoamérica en Europa Oriental y Asia se capitalizaban (ganaban capital).

Plaza del Caribe: madrugadora

Plaza del Caribe: venta madrugadora

El proceso, de ser exitoso,  serviría también para ofrecer servicios a compañías puertorriqueñas y animar el “empresarismo” local. El empresarismo actuaría como una siembra de capital y destrezas de mercado promovida y amparada por el Estado. La esperanza de ver cómo crece,  una clase burguesa puertorriqueña que se arriesgue su capital en el mercado libre nunca se ha cumplido. La preocupación por el empresarismo puertorriqueño, en gran medida llega tarde. El Estado colonial y la economía dependiente del ELA, no le permite desarrollar mecanismos para proteger a sus inversores. Pero las ventajas de las empresas foráneas (estadounidenses) en Puerto Rico, amparadas en las premisas oblicuas  el neoliberalismo, no garantizan un escenario de libre competencia entre iguales como se asume. Entre una empresa local y Walmart, Walgreens o CVS hay una gran distancia. El inversionismo político de unas y otras se ha convertido, siempre lo fue, en un problema visible de la frágil democracia puertorriqueña: en este renglón también hay un visible “déficit democrático” que resulta invisible para muchos observadores. El empresarismo puertorriqueño tampoco está exento de estos juegos y forcejeos que representan un costo extraordinario para el Estado.

La utopía de abonar al crecimiento de un una burguesía creativa y activa de pequeños y medianas empresarios (PYMES) se combinaría  con la revitalización de los centros urbanos municipales y tradicionales que habían venidos a menos tras la explosión de la era de las megatiendas. Plaza de las Américas fundado en 1968, expandido en 1979 y remodelado en 2000, el Mayagüez Mall abierto en 1972,  Plaza del Caribe en servicio desde 1992 y expandido en 2015, y Mall of San Juan dirigido a las clase medias altas e inaugurado en 2015, se han convertido en los iconos de la era del “consumo neurótico” del cual hablaba Erich Fromm en la década de 1960. Los privilegios fiscales de las megatiendas hacen que la competencia sea desleal. Ese fenómeno social y cultural y la competencia de la oferta del mercado estadounidense en las ventas al detal, los servicios y los mercados virtuales, impiden el desarrollo saludable del empresarismo puertorriqueño. Lo cierto es que desde el  1990 al presente, el esfuerzo no ha tenido el éxito que se esperaba.

A pesar de todos los escollos, el desarrollo de empresarismo y los servicios especializados también ha sido adoptado como metas por todos los gobiernos del 1990 al presente.


 

diciembre 14, 2015

Reflexiones: Puerto Rico desde 1990 al presente III

  • Mario R. Cancel Sepúlveda
  • Catedrático de Historia

Un abismo económico y político

Al final de la Guerra Fría el ELA, una colonia inventada al calor de las tensiones este-oeste, entraba en un territorio desconocido. En 1993 se firmó el Tratado Norteamericano de Libre Comercio (NAFTA en inglés); y en 1994, Canadá, Estados Unidos y México crearon una “zona de libre comercio” para la circulación trilateral de mercancías y servicios en los tres países por un término de 15 años. Ese mismo año se autorizó el Acuerdo General Sobre Aranceles y Comercio (GATT en inglés) con lo que occidente entraba con firmeza en una era económica nueva. El efecto de aquellas decisiones sobre la economía de Puerto Rico fue dramático, en gran medida,  porque la relación  que había desarrollado con Estados Unidos desde 1900 ya no era excepcional o única y más bien se convirtió en la regla. El territorio entró a la era global sin los instrumentos para poder acomodarse a ella.

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Equipo de trabajo de Pedro Roselló González

En lo político y lo jurídico, no poseía soberanía; en lo económico social, no tenía una burguesía industrial y comercial madura capaz de llenar las expectativas de aquella situación. La relación de dependencia colonial había creado una burguesía sumisa al capital estadounidense y al american way of life que, como en tiempos de España los sectores de la burguesía agraria criolla, aspiraba sin éxito que se le aceptara como un igual en el seno del imperio. Los sectores más vigorosos de la era de las empresas 936 tales como la banca y la construcción, entraron en un ciclo de ralentización, estancamiento y luego decrecimiento. Por si eso fuera poco, el gobierno y la oposición estaban minados por el espíritu partidista ajeno a las nociones de servicio público.

En diciembre de 1993, cuando el New York Times entrevistó sobre el tema al ex gobernador Hernández Colón, su afirmación fue categórica: “If there is no 936, there is nothing to talk about”. El líder popular aseguraba que ello conduciría al “total collapse” de la economía y no se equivocó. El entonces presidente del Banco Gubernamental de Fomento adoptaba una actitud paralela. Ante el panorama que se abría para Puerto Rico, Marcos Rodríguez-Ema alegaba en tono de sorda queja: “I’dont think it is fair for Congress to suddenly eliminate all or part of 936 and not give us anything in return”.  La realidad de la dependencia colonial era patente e innegable: el pesimismo de Hernández Colón y las esperanzas no cumplidas de Rodríguez-Ema demostraban la frustración que dominaba a quienes habían confiado en las bondades de aquel país para con su colonia tropical. Aquella fue la antesala de la crisis que inició en 2006 y continúa hasta el presente.

El proyecto económico de Rosselló González miró en otras direcciones. En términos generales, Operación Manos a la Obra (OMO) disolvió al “primer sector”, el agrario, en favor del “segundo sector”, el manufacturero.  La cancelación de los privilegios de la Sección 936 disolvería sin remedio  el “segundo sector”, por lo que la lógica oficialista era que se debía sacar provecho del  “tercer sector” que había crecido alrededor del capital foráneo en la era de las 936. Nadie puede negar que las orientaciones por las que se optó hicieran sentido: apoyarse en el tercer sector para articular un proyecto económico exitoso era con lo que se contaba. Sin embargo, articular una nueva economía tras el fin de la Guerra Fría sin tocar el sistema de relaciones políticas entre Puerto Rico y Estados Unidos establecido en 1952 podía limitar las posibilidades de éxito de aquel esfuerzo. Es probable que un Puerto Rico estado 51,  independiente o  con un pacto de libre asociación con Estados Unidos, hubiese sacado más provecho del nuevo escenario que uno colonial. Me parece que la necesidad de renegociar la relación con Estados Unidos nunca fue tan visible como en la década de 1990.

 

Las opciones económicas del rosellato: la reformulación del turismo

La primera dirección de la administración Rosselló González fue fortificar el turismo de todo tipo y su diversificación. El turismo exótico tropical y urbano que había nacido tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, caracterizado por la concentración de la mayor parte de las actividades en la región noreste de la isla, no era suficiente. El asunto de la diversificación tenía que ver con la descentralización de los destinos hacia otras partes de la isla grande en la forma de turismo interno; pero también con la apertura de nuevos líneas de explotación del recurso como el ecoturismo, el turismo deportivo o de aventura, médico, religioso, cultural, de compras  entre otros. Una de las limitaciones de dicho proyecto era que muchos de aquellos turismos alternativos requerían una infraestructura nueva más allá de las playas, el paisaje tropical o la ciudad antigua murada.  El otro y quizá el más importante era que la relación colonial entre Puerto Rico y Estados Unidos  imponía limitaciones a su articulación y al mercadeo de la isla.

Marcos_Rodriguez_Ema

Marcos Rodríguez-Ema

Dada la relación de Puerto Rico con Estados Unidos y el control de ese país sobre las políticas  migratorias locales, los viajeros de la mayor parte del mundo necesitan una visa de turista de Estados Unidos para venir a nuestro país. Los turistas privilegiados de un régimen de esa naturaleza son los estadounidenses que viajan a un territorio doméstico. De hecho, la imagen de Puerto Rico como un “resort privado” de la clase media de aquel país es un asunto que había entrado en la discusión del futuro de la isla en manos de Estados Unidos desde la invasión de 1898. La implicación de todo esto es que el turista del alto consumo europeo o hispanoamericano encuentran escollos burocráticos cuando considera viajar a este territorio. Bajo esas condiciones que son estrictamente de carácter político, competir con República Dominicana, las Antillas Menores o Centroamérica no era sencillo. Me parece que, reiniciadas las relaciones con Cuba, la situación será la misma.

La Ley de Pasajeros de las Leyes de Cabotaje también limitaba las posibilidades de crecimiento óptimo del sector pero, con ese aspecto comenzó a trabajarse hace bastante tiempo incluso antes del fin de la era de las 936. De hecho, en 1984 se había autorizado una excepción a la misma para que los cruceros estadounidenses y de otras banderas pudieran atracar aquí. En 2011, cuando la crisis de 2006 ya había madurado, se aprobó una Ley de Cruceros con la intención de expandir el sector a su mayor potencial. Uno de los desfases de aquel esfuerzo es que la industria sigue padeciendo por su limitación a la costa noreste del país y la restricción de los destinos de los cruceros al puerto de la Capital. El hecho de que la práctica sea comprensible, la industria de los cruceros ha sido pensada para beneficia a una ciudad capital en penas lo mismo bajo la administración de penepés que de populares, la situación no deja de ser injusta. La industria puede crecer tal y como alega la actual administración Alejandro García Padilla,  pero difícilmente impactará otras zonas de la isla aparte del “rostro” del turismo exótico tropical y urbano.

En cuanto al asunto de los visados de turistas es poco lo que se ha hecho quizá porque es en verdad poco lo que se puede hacer en el marco de la relación colonial. En febrero de 2014 el Secretario de Estado de la administración García Padilla, David Bernier, entró en conversaciones con el gobierno federal y el Homeland Security para que se exonerara al Estado Libre Asociado del requisito de un visado estadounidense como ya había hecho ese gobierno con otros 37 países incluso con la isla de Guam. La lógica de Bernier era que, sin ese requisito, se reforzarían las relaciones de Puerto Rico con otros destinos del Caribe e Hispanoamérica y el turismo repuntaría acorde con las necesidades de una economía en crisis cuyo crédito ya había sido degradado para aquella fecha. Las razones del Homeland Security para negarse eran de seguridad nacional por lo que, desde febrero de 2014 al presente, nada ha resultado de dichas gestiones. Todo parece indicar que la guerra contra el terrorismo frenará cualquier liberalización de la regla.

diciembre 12, 2015

Reflexiones: Puerto Rico desde 1990 al presente II

  • Mario R. Cancel Sepúlveda
  • Catedrático de Historia

 

Las  tendencias de la economía

La década del 1990 estuvo dominada  por la última  ofensiva congresional contra la aplicación de la Sección 936 esta vez bajo la administración del demócrata Bill Clinton (1993-2001). El Congreso volvió a poner sobre la mesa el asunto desde 1996 esgrimiendo los mismos argumentos articulados a mediados de la década de 1980 por una administración republicana: los impuestos no pagados en Puerto Rico eran necesarios para balancear el presupuesto nacional y enfrentar una creciente deuda pública. Demócratas y republicanos convenían en la “necesidad” del giro hacia el neoliberalismo y en reducir la presión del estado hacia el capital. La diferencia fue de matices: el lenguaje utilizado contra las exenciones toleradas en Puerto Rico se hizo más acrimonioso.

Otra novedad fue que la discusión sobre la aplicación o no aplicación del recurso se politizó. En el proceso se acusó a la Sección 936 de haberse convertido en una suerte de “mantengo corporativo” y algunos sectores, en especial los adversarios del Estado Libre Asociado que favorecían la estadidad, argumentaron que el privilegio fiscal  favorecía la permanencia de la relación colonial instituida en 1952. La lógica dominante entre algunos estadoístas era que la eliminación de la Sección 936 cumpliría dos funciones. Por un lado, aceleraría la disolución del Estado Libre Asociado y forzaría una decisión sobre el asunto inconcluso del estatus. En cierto modo tenían razón. Lo que resultaba irrazonable era la presunción de que, si se eliminaba el privilegio, se adelantaría la estadidad. La impresión que da aquella argumentación silogística es que dentro del movimiento estadoísta la imagen del imperio benévolo, inocente y bonachón dominaba. Se le podía acusar de colonialista, el estadoísmo radical lo hacía y lo ha seguido haciendo, pero se confiaba en que la solución que derivaría de sería de una quiebra del régimen colonial sería inevitablemente la estadidad. La confianza de los estadoístas en el Estado 51 era tan profunda como la de los nacionalistas en la inevitabilidad de la Libertad.

Pedro Rosselló González

Pedro Rosselló González

En el PNP no había un consenso respecto a ese asunto. La administración Rosselló González (1993-2001) defendió de manera moderada la permanencia de la Sección 936 durante su primer cuatrienio. Desde mi punto de vista se trataba de una cuestión de realismo político. La herramienta era única y Puerto Rico seguían siendo la jurisdicción más pobre de la Unión sin ser parte de la Unión y, de eliminarla, los sectores que se habían beneficiado de ella -la banca y la construcción- sufrirían un rudo golpe a sus intereses. Sin embargo, el Comisionado Residente en Washington, Romero Barceló cabildeó en el Congreso para que las eliminaran. Todo parece indicar que el abogado estadoísta le daba un significado político estratégico al asunto que Roselló González no compartía. Las primeras décadas del siglo 21 han demostrado que Romero Barceló se equivocó: el fin de la era de las 936 no adelantó la estadidad ni un centímetro.

En 1994 el Congreso acabó por disminuir los beneficios de la Sección 936 mediante la aprobación del Tax Equity and Fiscal Responsability Act. La excusa para ello, como se sabe, era la necesidad balancear el presupuesto federal. La secuela de todo ello fue que en 1996, ya se había decidido que la cancelación de su aplicación sería efectiva para enero de 2006. El hecho produjo una conmoción entre los estadolibristas y los defensores del estatus quo colonial. Rosselló González y Romero Barceló fueron responsabilizados por el hecho pero lo cierto es que tras ellos había poderosas fuerzas neoliberales que hubieran cancelado cualquier esfuerzo por mantener el privilegio. El asunto que se jugaba entre 1994 y 1994 no era la relación de Puerto Rico y Estados Unidos, sino la estructura sobre la cual se apoyaría el mercado mundial de allí en adelante.

 

El fin de las 936 y la política

La administración Rosselló González enfrentó el asunto de un modo convencional. La alternativa para el país volvió a buscarse en el Código de Rentas Internas Federal por lo que se  solicitó el amparo de la Sección 30-A del mismo. La intención era que se le permitiera a Puerto Rico ofrecer créditos contributivos federales a las empresas vinculadas a la Sección 936, acorde con la cantidad de empleos que produjeran en el territorio. El objetivo era convertir el privilegio en un mecanismo para generar empleos bien pagados en una economía que sufría el mal crónico del desempleo estructural. El Congreso rechazó la petición. La impresión que deja aquel momento es que el Estado Libre Asociado se iba a quedar sin opciones en 2006, pero populares y penepés no parecían capaces de mirar en otra dirección que no fuese Washington cuando trataban de  mantener una imagen de progreso y crecimiento en la isla caribeña. El observador debería esperar que la imagen del imperio benévolo, inocente y bonachón comenzara a erosionarse desde 1996. Nada parece sostener ese criterio.

El efecto de la decisión de 1996 en el mercado local fue que desde 2001  los depósitos en los bancos locales comenzaron a menguar y la banca se contrajo. El ELA, que comenzó a dejar de percibir ingresos, tuvo que recurrir a explotar sus líneas de crédito para suplir la huida de los Fondos 936. La venta de bonos triplemente exentos de pago de contribuciones (federales o estatales) y seguros fue un éxito. No cabe la menor duda de que la “crisis fiscal” del presente tiene su base en el aumento en aquellas emisiones de bonos o compromisos de pago. Pero me parece que es necesario insistir en que la “crisis económica” rondaba al país desde 1970 y que la misma crecía vinculada a los cambios que conducía hacia el orden neoliberal.

El futuro económico incierto del Estado Libre Asociado, tenía que generar igual incertidumbre en torno a su futuro político. En ambos casos, estaba ante un “abismo”. El significado del “crecimiento del ELA” tenía que ser explicado. El hecho de que el Congreso cambiara las reglas de juego de manera radical, significaba que Puerto Rico tendría que manejar su futuro económico sin ningún tipo de privilegio fiscal del Tesoro Federal y que lo único que le quedaba era (y es) su presunta “autonomía” fiscal sostenida en su relación colonial con Estados Unidos. Entre 1996 y 2006 los ajustes no se llevaron a cabo en parte  porque el país no tenía soberanía para ello, y en parte porque el Congreso tampoco se ocupó del asunto.

La Sección 936 fue la última política económica de la posguerra que se aplicó en Puerto Rico. Lo cierto es que, visto a la distancia, el crecimiento de la economía local siempre había dependido de las exenciones contributivas y de la providencia o permisibilidad del estado. Pero en la década de 1990 el mercado libre entre Puerto Rico y Estados Unidos impuesto en 1900 ya no era exclusivo y por el contrario, como se verá más adelante,  se compartía con el resto del mundo. Teóricamente el neoliberalismo no admitía el exclusivismo ni el trato preferencial de un mercado

Pero en el caso de Puerto Rico la tentativa neoliberal resultaba contradictoria. El idealizado  regreso del liberalismo y la libre competencia no tocó el monopolio que posee Estados Unidos sobre el mercado local al amparo de las Leyes de Cabotaje (1900). Tampoco minó los privilegios de las compañías navieras de Jacksonville sobre el tráfico con Puerto Rico: el puerto suple el 90 % de los consumos de la isla. Ambas instancias, a no dudarlo, eran y son la expresión de una forma del “monopolio” o “cautividad” de un mercado ante otro que viola los fundamentos filosóficos del neoliberalismo.

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