Puerto Rico entre siglos: Historiografía y cultura

septiembre 16, 2020

Separatistas anexionistas e independentistas: un balance ideológico

  • Mario Cancel Sepúlveda
  • Historiador

En una columna anterior llamé la atención sobre el hecho de que “las fronteras entre independentistas, anexionistas y autonomistas radicales en el siglo 19 eran bastante fluidas, débiles o porosas”. Los múltiples puntos de encuentro entre aquellas tres versiones de la crítica al régimen español, cada una de las cuáles correspondía a una forma de figurar la modernización, no estuvieron ausentes de choques y de rupturas. Las tres expresaban una crítica al absolutismo monárquico y reconocían su incapacidad para modernizar y adelantar el progreso en el orbe antillano.

Un balance ideológico

En el plano político, el independentismo y el anexionismo compartían valores republicanos y demandaban la separación de las islas de España y la federación o confederación con otros países, ya fuesen las Antillas o Estados Unidos. Después de 1864 y 1873, la cuestión de la esclavitud dejó de producir choques en el seno de aquel sector: la esclavitud había dejado de ser un problema tanto en Estados Unidos como en Puerto Rico. Otra cosa debieron ser las relaciones con los no-blancos pero ese es un asunto que habrá que discutir en otro momento.

El autonomismo por su parte no favorecía la separación y confiaba en que la España liberal en la cual confiaba se impusiera a la absolutista ya fuese bajo la forma de una monarquía limitada o una república dispuesta a redimir las aspiraciones de los insulares. Dada  fragilidad del republicanismo en la península tuvieron que acostumbrarse a negociar con monarquistas más o menos liberales. En gran medida los autonomistas se movían al interior de un integrismo crítico y condicionado más o menos optimista con respecto de la buena voluntad de los sectores progresistas de España.

En el plano cultural e identitario, los independentistas y los anexionistas eran duros críticos de los valores hispanos aunque reconocían tácitamente que no era posible extirparlos por completo de su visión de mundo. La cubanidad, puertorriqueñidad o dominicanidad no fueron objeto de reflexión teórica formal y profunda tanto como lo fue la macro identidad regional o antillana. Es probable, habría que indagar en el asunto, que las identidades insulares formuladas desde cada una de las Antillas estuviesen siendo asociadas al regionalismo, una idea presente en la historiografía ilustrada desde Iñigo Abbad y Lasierra, por ejemplo. El regionalismo había sido un artefacto teórico que el liberalismo reformista, el especialismo y el autonomismo habían reformulado y hecho suyo. El regionalismo, que no equivalía al nacionalismo, acabó en el siglo 19 vinculándose a ideologías no separatistas de fuerte acento español.

Lo cierto es que la alternativa de la macro identidad antillana no dejaba de expresar unos fuertes vínculos discursivos con el pasado hispano. Las Antillas habían sido el núcleo inicial de Imperio Español durante el siglo 16 y el escenario de choque entre el explorador Cristóbal Colón y la Corona de Castilla y Aragón. Su nominación había expresado el sueño de los exploradores de cultura humanista respecto al mito de la Isla de las Siete Ciudades o las Islas Afortunadas y a veces las Islas de Colón.  No puede pasarse por alto que Colón y la conquista fueron un punto de intenso debate entre significados intelectuales separatistas de todas las tendencias. La reflexión dominante, el caso de Eugenio María de Hostos Bonilla es emblemático, tendía a salvar a Colón como héroe civilizador pero no vacilaba en condenar los procesos de conquista como un acto de exterminio.

En última instancia, las condiciones que legitimaban la antillanidad tenían poco que ver con el pasado remoto tal y como lo sentiría un nacionalista del siglo 20 en el marco de la idea de la “raza” y la “latinidad” como un valor. La antillanidad del siglo 19 respondía, por un lado, al hecho de que el compromiso bolivariano de apoyo a su emancipación documentable por lo menos hasta fines de la década de 1820 y representado por el General Antonio Valero de Bernabé, entre otros, había perdido credibilidad. Por otro lado, respondía a los recelos geopolíticos del presente y el futuro inmediato en que fue formulada en especial el interés de Estados Unidos en las islas para fines económicos y estratégicos. A ello habría que añadir el empuje del Romanticismo Isabelino significado en la voluntad de la monarquía española por restituir parte de su imperio perdido a lo cual,  con posterioridad, se sumó el interés creciente del Imperio Alemán en la región antillana.

Un balance de fuerzas

¿Qué papel jugó el anexionismo en la ruta del movimiento separatista que desembocó en la Insurrección de Lares de 1868? La genealogía de la Insurrección de Lares habría que trazarla, así lo hice en una biografía sobre Segundo Ruiz Belvis, hasta los años 1856 y 1857 cuando el activismo abolicionista radical y cívico se hizo visible Mayagüez y San Germán. Después del episodio que condujo a la ejecución del militar venezolano Narciso López de Urriola (1797-1851) en Cuba, la presencia del anexionismo parece haberse hecho más notable. La Sociedad Republicana de Cuba y Puerto Rico (Nueva York, 1865) y el escenario de las audiencias de la Junta Informativa de Reformas (Madrid, 1867) en torno al asunto de la esclavitud en particular demostraron varias  cosas.

  • Primero, la capacidad de cooperación que poseían los independentistas y los anexionistas a la luz del reconocimiento de que era urgente separarse de España. La conciencia separatista y el antiespañolismo eran eslabones capaces de asegurar la colaboración entre dos sectores ideológicos que luchaban por la consecución de metas estratégicas que a la larga resultaban excluyentes. Debo aclarar que la idea de “separar” para “anexar” a la federación de Estados Unidos estaba más madura a la altura de 1867 que la de separar para crear una federación o confederación antillana. La idea de la “unidad antillana” tomó fuerzas después de los estallidos de 1868 en Lares y Yara en el contexto de la amenaza estadounidense y el crecimiento del anexionismo en el seno de ambos movimientos.
  • Segundo, aunque la pregunta de cuál era el sector más poderoso dentro del separatismo, los anexionistas o los independentistas, es imposible de responder, se puede presumir cierto balance de fuerzas entre uno y otro dada la persistencia de la alianza hasta el 1900. En aquella fecha Hostos Bonilla, un independentista, y José Julio Henna Pérez, un anexionista -ambos militantes de confianza de Ramón E. Betances Alacán- pudieron colaborar para tratar de transformar la invasión de 1898 en un elemento que adelantase el progreso de la libertad para Puerto Rico en una dirección descolonizadora y racional. El ejemplo de Hostos Bonilla es sugerente porque el sociólogo mayagüezano había sido un agresivo opositor al anexionismo poco después de Lares (La Revolución 1870).
  • Tercero, habría que preguntarse cuál era la percepción que tenía el gobierno español y la comunidad puertorriqueña sobre los separatistas anexionistas e independentistas. Historiográficamente el asunto de la percepción del Estado es más fácil de aclarar que la de la comunidad. Los fondos documentales oficiales en Puerto Rico y España están llenos de registros que permiten imaginar la imaginación del poder. La bibliografía puertorriqueña del siglo 19, tanto la producida por autores vinculados al liberalismo, al autonomismo y al conservadurismo, volvió sobre el asunto de los separatistas de manera reiterada, actitud que refleja la relevancia que se le dio a su activismo en aquel contexto.

La amenaza anexionista

Todo parece indicar que el enemigo a temer para el gobierno español era el separatismo anexionista, actitud que contradiría el silenciamiento de ese proyecto político modernizador por la historiografía puertorriqueña.  La razón para ello debieron ser las tensiones históricas desarrolladas entre el Reino de España y Estados Unidos desde la primeras décadas del siglo 19. La aprensiones eran tan profundas que, ocasionalmente, se utilizaba el adjetivo “anexionista” como un noción inclusiva que representaba no solo a los separatistas anexionistas sino también a los independentistas y los confederacionistas antillanos. Por eso en diversos documentos conocidos, Betances Alacán y Ruiz Belvis fueron tachados con el mote de anexionistas a pesar de que nada sugiere que hubiesen defendido esa postura.  La consistente colaboración entre anexionistas e independentistas era prueba bastante para llegar a aquella conclusión.

La innegable alianza entre anexionistas e independentistas justificaba en los observadores españoles temores mayores. Se presumía que la voluntad de los “anexionistas” estaba plenamente respaldada por el  gobierno o por diversos e influyentes grupos de poder de Estados Unidos. Si bien era cierto que variados sectores de aquel país valoraban la posesión de cierta injerencia en las Antillas por consideraciones económicas o geopolíticas, el gobierno de Estados Unidos acostumbró a expresarse de manera evasiva respecto a ello, siempre a la espera de que las Antillas cayeran bajo su esfera de influencia de manera “natural” (John Quincy Adams, “Política de la Fruta Madura”, 1823). La doctrina James Monroe (“América para los Americanos”, 1823) era la expresión voluntarista de un fenómeno que era considerado inevitable o un telos.

En el preámbulo de la Insurrección de Lares, el asunto alcanzó alturas inusitadas.  Desde 1852, poco después de la ejecución de López de Urriola en La Habana, la intervención de Estados Unidos Caribe parecía ser un peligro real.  Un decreto de esa fecha del presidente dominicano Buenaventura Báez Méndez (1812-1884) conocido como “El Jabao”, en el cual se apoyaba la inmigración “extranjera” a la región, animó el recelo de que, una vez instalados en territorio dominicano los inmigrantes avanzarían sobre Cuba.  La posibilidad de que los estadounidenses utilizaran el decreto en beneficio de su expansionismo hizo que España llamara la atención a los gobernadores de Cuba y Puerto Rico sobre el tema a la vez que presionó a Báez a fin de que limitara las dispensas del decreto referido.

En 1854 se temía que Báez entregara a la Bahía de  Samaná a intereses estadounidenses y que aquella posesión se utilizase como  base para aumentar la influencia de aquel país en la isla de Cuba. El expansionismo estadounidense, la presencia física de sus inmigrantes con capital, y la sintonía entre las autoridades de Santo Domingo y Washington anunciaban tiempos difíciles para Cuba y Puerto Rico que todavía seguían bajo la autoridad de España. Los argumentos de España contra la presencia estadounidense se apoyaban en consideraciones geopolíticas y económicas más que culturales.

El pugilato se hizo más intenso a fines de la década de 1850 y principios de la de 1860 cuando el espíritu del Romanticismo Isabelino, con un fuerte tono populista, abrazó el proyecto de recuperar una parte del imperio perdido durante las guerras de emancipación. El historiador Germán Delgado Pasapera en su obra clásica sobre la historia del separatismo en el siglo 19, afirmaba que en la década de 1860 el anexionismo “se movía en el clandestinaje” y que sus ejecutorias ya habían comenzado a “afectar” al independentismo. La lectura de Delgado Pasapera de aquel momento histórico tendía a evaluar al anexionismo y el independentismo separatistas como opuestos “naturales”. El peso del presente desde el cual escribía, la década de 1980 caracterizada por el Estadoísmo Radical y el polarizador “romerato”,  se proyectaba en su juicio en torno a los antecedentes ideológicos del estadoísmo y el independentismo que se manifestaba a su alrededor.

Delgado Pasapera no ignoraba la coexistencia de anexionistas e independentistas en el separatismo decimonónico. La investigación durante la década de 1980 fue rica en aproximaciones al fenómeno, esfuerzos que fueron en cierto modos censurados por la cultura historiográfica dominante entonces. Sin embargo sus juicios llamaban más la atención sobre las divergencias estratégicas que sobre las convergencias tácticas que animaban aquella alianza que, si bien había sido viable en el siglo 19, resultaba irrealizable en el 20. Para el historiador citado, el hecho de que las autoridades españolas usaran el concepto “anexionista” para representar a los separatistas anexionistas, a los independentistas y los confederacionista antillanos, expresaba una “confusión” comprensible. Con ello buscaba afirmar  el carácter protagónico del independentismo en el separatismo y el carácter secundario del anexionismo. Su “conclusión” no dejaba de ser una “presunción” indemostrable.

El Motín de los Artilleros de la capital en julio de 1867 es un excelente modelo para comprender las pesadillas que producían los yanquis de los españoles en la isla antes de la Insurrección de Lares. Para el gobernador de turno José María Marchessi y Oleaga (1801-1882) el motín no se reducía a reclamos laborales sino que era cuestión una de “alta política”. El gobernador alegaba que detrás del acto había sociedades secretas separatistas que el gobierno de Estados Unidos, a través de Alexander Jourdan cónsul de esa nación en Puerto Rico, habían promovido para inestabilizar su gobierno. A ello añadía el hecho de que dos barcos de bandera estadounidense habían atracado en los puertos de San Juan, Ponce y Mayagüez los mismos días en que había estallado la sedición. Los temores más manifiestos de Marchessi eran respecto a la política expansionista de Estados Unidos y a las sociedades secretas que laboraban en la isla y en el exilio en favor, desde su punto de vista, de la anexión a aquel país y no de la independencia. Las órdenes que llevaron al exilio a Ruiz Belvis y Betances Alacán al exilio en 1867 representaban la respuesta del gobierno español a una amenaza anexionista que se presumía contaba con el apoyo de Estados Unidos.

El aislamiento del separatismo

La actividad represiva antianexionista de Marchessi sucedió a  una importante reunión llevada a cabo en la finca “El Cacao” propiedad de Luis Gustavo Acosta Calbo, hermano de José Julián. En la mítica reunión de “El Cacao” una muestra del liderato liberal reformista y separatista anexionista e independentista discutió, según se presume, las condiciones del país tras el cierre de la Junta Informativa de Reformas.  En la concurrencia había por lo menos seis separatistas.  Terminado el informe de los comisionados a Madrid y analizado el estado político de España, se debatió  la situación de Puerto Rico y el camino a seguir.  En la reunión Betances Alacán propuso la idea de organizar una revolución en la isla. La revolución en Betances Alacán era  desde 1856, concepción que hoy puede parecer romántica o cándida, un deber de todos que superaba las diferencias ideológicas. La oposición de José Julián no se hizo esperar y la concurrencia se dividió.  El liberalismo reformista se autoexcluyó de la causa rebelde.

La revolución que Betances Alacán sugería en los meses de mayo y junio de 1867 una vez evaluada la tarea ejecutada en la Junta Informativa de Reforma, que luego se conoció como la Insurrección de Lares, tendría que articularse sin el apoyo del liderato más visible del liberalismo reformista. Asimilistas y especialistas se oponían por igual a la separación de Puerto Rico de España en la medida en que confiaban, desde su  integrismo crítico, en la posibilidad de sanar una relación malsana o enfermiza y alcanzar la modernidad bajo el palio de la hispanidad.

La pregunta era ¿hasta dónde podrían contar los separatistas independentistas con los anexionistas para la revolución? Todo dependería de los objetivos estratégicos del golpe. A ese tema dedicaré la siguiente reflexión.

Publicado originalmente en 80 Grados-Historia (22 de agosto de 2020)

mayo 25, 2015

Historiografía puertorriqueña: Lares en la imaginación histórica autonomista

  • Mario R. Cancel-Sepúlveda
  • Historiador y escritor

La Insurrección de Lares y sus figuras fue tema de discusión en una memoria histórica que permaneció inédita hasta 1978. Me refiero a la obra de José Marcial Quiñones (1827-1893), fechada en 1892, y titulada por su editor Aurelio Tió, Un poco de historia colonial. Los paralelos entre los argumentos de este autor y los de su hermano Francisco Mariano Quiñones son enormes pero no dejan de manifestar algunos repuntes de originalidad y una arquitectura literaria más modesta pero también más precisa.

El documento es una memoria privada, o al menos aspiró a serlo, que resume la lógica antiseparatista que caracterizó a los liberales reformistas y a los autonomistas de fines del siglo 19. José Marcial fue contemporáneo y contertulio de Segundo Ruiz Belvis y Ramón E. Betances Alacán aunque, según aclaró, nunca estuvo de acuerdo con sus ideas separatistas. La insistencia en esclarecer ese punto es comprensible. El hecho de que la aclaración se haga años después del evento de 1868 y la experiencia represiva de 1887, recuerda la actitud de negación atemorizada que siguió a los duros periodos de persecución aludidos. Los paralelos entre aquella postura y la de muchos puertorriqueños después de la aplicación de la Ley de la Mordaza en 1948 son numerosos.

Un contexto histórico ideológico

En la década de 1890 a 1899, momento en el cual el texto es pensado, España ha perdido las posesiones continentales (1808-1821), y ha fracasado en el intento de recuperar parte de ellas en el conflicto que condujo a la Guerra del Pacífico (1862-1871), escenario de enorme relevancia para los proyectos separatistas de Puerto Rico y Cuba en 1868. En el ámbito socioeconómico, el reino sufre los estragos de la Gran Depresión (1873-1896), es un poder político y económico marginal o periférico que se mueve por los márgenes de las economías continentales en medio de una revolución tecnológica y productiva que lo ha dejado a la zaga lo mismo que al Imperio Ruso. En medio de la crisis, Estados Unidos y el Imperio Alemán representan los nuevos modelos industriales que dominarán el siglo 20. Nadie imaginaba un conflicto futuro en el cual aquellos estuviesen en bandos opuestos.

El Puerto Rico de 1890 resulta el mejor ejemplo de la profundidad de la crisis material de la hispanidad. El 1886 fue un año trágico para la economía colonial y el recuerdo de la represión de los Compontes en 1887 estaba muy claro en la mente de todos. José Marcial dejó un ensayo sobre ese asunto en la obra citada, titulado por su editor Aurelio Tió, 1887 año terrible de Puerto Rico. Las condiciones eran teóricamente apropiadas para un renacimiento de las ideas radicales identificadas con el separatismo independentista y anexionista. El nuevo componente ideológico que asomaba era el artesanal y el obrero, apoyados en discursividades anarquistas, fraternas y socialistas, entre otras, y abonado por la reciente abolición de la esclavitud y del trabajo servil o la libreta (1873). Los últimos años de aquella década de 1880 fueron para cubanos y puertorriqueños radicales, fértiles y conflictivos porque material e ideológicamente la situación era distinta a la del 1868 y la diversidad social e ideológica de la militancia era mucha.

En aquel decenio, verdadero preámbulo del 1898, las tensiones entre Estados Unidos y España se hicieron más visibles. Una de las razones fue que el separatismo cubano y puertorriqueño, proyecto que tenía la simpatía de algunos sectores estadounidenses, consolidó un proceso de reorganización en el exilio bajo la influencia de figuras como la de José Martí Pérez, entre otros. El exilio puertorriqueño aprovechó la ola para llamar la atención sobre su caso. Dos hechos originales marcaban a la figura de Martí. Por un lado, el poeta miró hacia la base social productiva en el exilio con cierto romanticismo paternalista para atraerlos a la causa. Por otro, el líder aspiraba a establecer una conexión simbólica entre el 1868 y su presente, a fin de darle continuidad histórica al designio rebelde.

Aquella actitud tuvo implicaciones para Puerto Rico. En el proceso se reactualizó la imagen de personalidades como Betances quien entonces hacía su práctica médica en París. Ruiz Belvis, el otro signo de Lares, había muerto en 1867, como se sabe, razón por la cual había ganado un lugar en la historiografía puertorriqueña desde fines de la década de 1880, como demostraré más adelante, a través de la obra de Sotero Figueroa. La impresión latente era que a fines de 1880 y a principios de 1890, cualquier asociación con aquellos signos de subversión podían, resultar peligrosas en el país. Las excusas de José Marcial al devaluar su relación con Ruiz Belvis y Betances en su memoria corresponden a ello.

Lares de Augusto Marín

Lares de Augusto Marín

Autonomismo y radicalismo separatista: una relación conflictiva

La demolición del Partido Liberal Reformista y la fundación del Partido Autonomista Puertorriqueño en Ponce en 1887, fue una respuesta débil y contradictoria a aquellos eventos. Vista desde el interior y la domesticidad, la adopción del autonomismo siguiendo el modelo cubano, resultaba una expresión de la radicalización del discurso político local. Pero mirado desde afuera, proyectaba todo lo contrario: un freno al radicalismo que repuntaba por todas partes. La fragilidad del autonomismo es la misma del liberalismo reformista: se cuidaba en exceso de que lo relacionasen con el separatismo independentista y anexionista.

Para ello adoptó un programa autonomista moderado y se distanció de la autonomía radical o tipo Canadá, modelo impuesto desde 1867 por los ingleses en aquella posesión americana. La muerte de Román Baldorioty de Castro en 1889 representó también la muerte del radicalismo en el Partido Autonomista Puertorriqueño, aunque nada asegura que su supervivencia hubiese dirigido a la organización en otra dirección. Todo ello explica por qué en 1892, momento en que José Marcial redacta su memoria, el Partido Autonomista mostraba tanta inestabilidad a la vez que se empantanaba en medio de numerosas luchas internas.

José Marcial escribió sobre Lares muy consciente de todo aquel entramado. Como en otros casos, la obra de José Pérez Moris resultó ser una pieza clave para el analista, pero José Marcial adoptó una interesante postura respecto a la misma. Se trata de la mirada crítica de un filántropo que no deja de proyectar un fuerte sentimiento pietista y romántico en sus reflexiones. El autor no vacila en confirmar que «lo de Lares» es un «memorable suceso», es decir, digno de ser recordado. Esto tiene mucha relevancia porque, en el siglo 19, el historiador  es quien decide lo que se recuerda y lo que se olvida.

Del mismo modo que lo había hecho su hermano Francisco Mariano, no vaciló en achacarle al acto rebelde de 1868 el empeoramiento de las condiciones coloniales durante el fin de siglo. Su juicio historiográfico representa la continuidad de una tradición interpretativa que se instituyó como una preconcepción o prejuicio válido. La represión del estado es una repuesta a la rebelión y no al contrario.

El aspecto de las condiciones coloniales que preocupaba a estos dos autores era que las relaciones de los liberales reformistas y autonomistas con los conservadores e incondicionales, se habían agriado en extremo después del hecho de armas y, con ello, se diluían sus posibilidades concretas de acceder al poder. La historiografía estaba puesta al servicio del proyecto político liberal reformista, ahora autonomista. La metáfora es simple: Lares justificó la tiranía de España, tiranía personificada en el «Instituto de Voluntarios» y la «Guardia Civil», dos cuerpos policiacos creados después de 1868. La insurrección legitimó la represión que tocaba a sectores que no eran peligrosos y cuya hispanidad no debía ser puesta en cuestión. Bajo aquellas condiciones, el campo de posibilidades de su política centrista y moderada se limitaba.

Para demostrar sus opiniones el autor recurrió a escenarios de estirpe romántica: su visita en 1874 a la tumba de tres rebeldes en Silla de Calderón guiado por un campesino, la narración de la tortura inmisericorde a Manuel Rojas, entre otros, justifican su piedad ante la desgracia de los rebeldes derrotados. Lo que le preocupaba eran los excesos de poder del vencedor. Para ello elaboró una imagen atemorizante del «soldado cruel» como «torturador», personificado en Martínez, Berris, Iturriaga, y documentada con la obra de Pérez Moris. Del mismo modo, la crítica a las actitudes cuestionables del Corregidor de San Germán, Fernando Acosta, y del hacendado José Ramón Fernández, conocido como el Marqués de la Esperanza, son datos interesantes.

El juicio de José Marcial sobre la Insurrección de Lares y sus líderes, Ruiz Belvis y Betances, sirve para contrastar las posturas conservadoras y liberales. Su fuente principal, el conservador Pérez Moris, aspiraba a llamar la atención sobre la conjura con el fin de confirmar la peligrosidad del separatismo. Pero José Marcial, como su hermano Francisco y más tarde Salvador Brau Asencio, la devalúa reduciéndola a una «calaverada». La imagen que tiene de Ruiz Belvis no es muy distinta a la del historiador conservador: el rebelde de Hormigueros se caracterizaba por su «carácter dominante, voluntarioso y poco avenible» y porque alardeaba de su radicalismo; a pesar de ser un buen escritor, resultaba un pésimo orador.

Betances, a quien Pérez Moris calificaba como una medianía o un mediocre, era para José Marcial un buen médico, pero era «reservado, algún tanto excéntrico, afectando singularidad en el vestir», e ideológicamente era un republicano que alardeaba de su radicalismo y le faltaban dotes oratorias. Desde su punto de vista, ninguno de los dos tenía facultades de líder y les faltaba «el prestigio que da el dinero». Los apuntes demuestran la cercanía que había tenido con ambos. Enjuiciar la forma en que una persona habla, viste o escribe implica que los escuchó, compartió socialmente con ellos de cerca y los leyó.

La derrota de la insurrección se explicaba por el hecho de que las «masas (eran) tímidas y vírgenes en este género de aventuras», por lo que no se comprometieron con el proyecto revolucionario, y porque el liderato era muy crédulo o confiaba en exceso en que así sería. Una persona como José Marcial que, probablemente, nunca conspiró a favor de ninguna causa, juzgaba el trabajo de dos veteranos conspiradores activos desde 1856 y 1857 en esas tareas.

Al final de su evaluación el autor deja la impresión de que la muerte de Ruiz Belvis en Valparaíso, Chile, en un cuarto del Hotel Aubry de aquella ciudad, liquidó la conjura. Como investigador de aquella figura, le doy el beneficio de la duda. De las gestiones que hacía el abogado en América del Sur, dependía el apoyo internacional que pudiese obtener el levantamiento de 1868. Pero la presunción de que el doctor Betances debía haberse arrepentido de la aventura, no fue sino la expresión de un deseo del autor más que una certeza.

Hay un notable proceso de infantilización de la generación rebelde en la escritura de José Marcial, sin duda. Pero ello resulta lógico porque el historiógrafo citado nunca fue separatista, no quería serlo y quería evitar que lo confundieran con uno de ellos. Esa fue la actitud emblemática del liberalismo y el autonomismo durante todo el siglo 19., y no ha dejado de imprimirse de modo original en el siglo 20. Devaluar, infantilizar y apiadarse con el idealismo de los separatistas independentistas, ha sido un componente interpretativo común en el siglo 20, en especial cuando se evalúa su sector independentista. Protegerlos contra la mácula de la crítica y proteger su hipotética pureza y rectitud, ha sido la otra. Ambas son posturas emocionales e irracionales que habrá que evaluar en algún momento.

Nota: Publicado originalmente en 80 Grados-Historia  el 15 de agosto de 2014.

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