Puerto Rico entre siglos: Historiografía y cultura

julio 5, 2017

El residente y el visitante: dos crónicas sajonas sobre la invasión. Parte 2

  • Mario R Cancel Sepúlveda
  • Catedrático de Historia

Dos batallas navales en la banda norte

Con los elementos del bombardeo puestos en escena, Lee dejaba el escenario preparado para el relato de la confrontación naval entre quienes articulaban el bloqueo de la ciudad y los sitiados. El bombardeo del 12 de mayo había sido una agresión amenazante por lo sorpresiva de modo que afectó de manera profunda la psicología de la comunidad sanjuanera. La respuesta de las fuerzas navales hispanas a aquel acto no se hizo esperar. La subnarración de “naval engagement” entre el destructor “Terror” y el “Saint Paul” el 22 de junio temprano en la tarde; y el enfrentamiento del “Yossemite” y el “New Orleans” con el trasatlántico  “Antonio López” y su protector el “Ponce de León” cerca de Punta Salinas el 28 de junio en horas de la mañana, es por demás interesante. El “Antonio López” venía  cargado de armas y municiones para los españoles.

El sinsabor de la derrota de las fuerzas hispanas predomina al final de uno y otro episodio. En el primer caso, el “Terror” regresó al puerto con el maquinista y un marinero muertos exhibiendo un enorme hoyo en el costado;  y el “Antonio López” fue destruido por completo pero su carga pudo ser rescatada. Para Lee, haber sido testigo de aquellos combates produjo una emoción sin par: “I had witnessed a naval engagement”, “I also witnessed that action”, son las afirmaciones que cierran una y otra subnarración.

Las huellas resultado de aquellas batallas navales, combinadas con el cercano recuerdo del bombardeo del 12 de mayo, provocaron en la maltrecha y atemorizada comunidad sanjuanera una profunda sensación de desasosiego. “(The) city was almost desert” afirmaba. Los elementos básicos para la subsistencia comenzaron a escasear hasta el punto de que no se conseguía ni siquiera leche para los niños.  La guerra había detenido la marcha del tiempo en la medida en que había alterado todas y cada una de las rutinas de la ciudad murada. Los cónsules de Francia, Gran Bretaña, Holanda y Dinamarca, presionaron al gobernador Manuel Macías para que estableciera zonas neutrales en las cuales se pudiera garantizar la seguridad de los extranjeros. La hacienda del francés Gerónimo Landrau en Pueblo Viejo, y la “Hacienda Progreso” en Carolina, sirvieron para esos fines. Los extranjeros no tuvieron que pasar las mismas angustias que atenazaron a los ciudadanos de la capital. Lee, que fue parte de aquel selecto grupo, asegura que disfrutaron de una “pleasant vacation there for several weeks”.

Tropa de la compañía “D” de la 5ta Caballería del ejército estadounidense esperando en fila para recibir su cena en Mayagüez, Puerto Rico (1898).

El Porto Rico americano

Las noticias del desembarco del 25 de julio y del armisticio llegaron a oídos de Lee estando en aquel seguro refugio. La incertidumbre era notable por aquellos días. Nadie podía imaginar cual sería el futuro de Puerto Rico después de los hechos.  Las noticias respecto a la actitud indulgente mostrada por las elites de Ponce con los invasores  tras la toma de aquella población del sur ofrecían algunas pistas: los encabezamientos de la correspondencia oficial de los portavoces de la ciudad parecían aceptar el trauma sin embarazo alguno mediante la inscripción “Ponce, Porto Rico, U.S.A.” Aquella urbe conocida como el París de Puerto Rico se había entregado con regocijo y sin resistencia. Era la misma actitud condescendiente de Olivia Paoli que he destacado en otras ocasiones, o la de Waldemar, hermano de Edward, quien de inmediato se conectó con los representantes de los conquistadores en la ciudad de Ponce. La percepción dominante era que los recién llegados representaban una garantía de progreso que la vieja y autoritaria España no era capaz de garantizar. La reflexión intelectual de las elites económicas ponceñas sentía una manifiesta afinidad con los estilos de aquel mercado.

En cierto modo, ese fue también el tono dominante en la reflexión de Lee cuando presenció el arribo del Mayor General John R. Brooke y su séquito a un campamento castrense en Río Piedras, mientras un cuerpo de artillería se acuartelaba en Santurce en un local de la Parada 19.  Es importante volver a llamar la atención en torno al hecho de que Lee no era un ciudadano cualquiera en el momento de cambio de soberanía imperial. Fungía como Cónsul de Holanda desde los días de la “pleasant vacation” en las zonas neutrales organizadas por Macías. Pero ante el hecho de que una historia termina y comienza otra, en esa frontera que representa la ocupación de la colonia por unos nuevos dueños, Lee cambia el ritmo y el tono de la narración. El alegato de  un funcionario extranjero de origen anglo-ponceño que reside en la capital, posee un valor incalculable para producir una contra-imagen o una anti-figuración, como denominé a ese procedimiento en un volumen de 2003, de los hechos del 1898. Entre la anécdota, la impresión, la micronarración y la microhistoria este escritor ofrece una imagen desconocida de los hechos.

“A disagreeable experience…”

La misma noche del día que empezamos a ser estadounidenses, Lee pasó una desagradable experiencia mientras aguardaba  por su hermano Waldemar, quien ya había comenzado a trabajar con el Servicio Postal Militar en Ponce. Cuando salía de su casa ubicada en la calle Dos Hermanos, se encontró con una situación extraña: un hombre negro a quien conocía corría despavorido como si temiera por su vida. Huía de dos soldados borrachos que le habían amenazado. Lee cerró con llave la puerta principal de su residencia para garantizar la seguridad de su esposa Catalina Concepción de las Mercedes, encendió un cigarrillo quizá para darse confianza en el trance y siguió su camino hacia la estación postal. Para su sorpresa,  aquellos individuos se le acercaron, lo tomaron por los hombros y lo amenazaron con un cuchillo y un arma de fuego. Lee, un hombre refinado de las clases altas y de calculado lenguaje, confiesa en sus memorias que se sorprende de su agresiva reacción:  “I gave them the choisest selection of bad language I have ever used in English, shaking myself  free as I call them the vilest names I could think of.” Lo inesperado de la reacción verbal y, con toda probabilidad, el hecho de que se vertiera en el lenguaje de los invasores, provocó que los agresores quisieran reducirlo todo a una broma. Cuando los soldados borrachos le extendieron la mano para resarcirse, Lee los mandó al infierno y les gritó que no le daba la mano a “dirty bums”. Lee reconocía e imponía el orgullo propio de su condición de clase. El problema podía ser más grave para los soldados. Waldemar, su hermano trabajaba para el servicio postal, y el agredido representaba al gobierno holandés en la ciudad.

Al otro día, el Teniente Arnold de las fuerzas armadas estadounidenses le informó que los agresores estaban bajo arresto y solicitó un informe sobre los hechos. Lee se negó a registrar cargo alguno contra los alborotadores. Otra  vez su orgullo de clase se impuso. Las autoridades militares los condenaron a estar dos meses en las barracas y a la suspensión de su sueldo. Lo interesante es que la agresión al negro anónimo durante la noche de los hechos no parece preocuparle a nadie. En el relato se reduce a un mero “cabo suelto” sin relevancia al cual el autor no regresa. Cuando los soldados cumplieron la pena impuesta por el Teniente Arnold, uno de ellos, el más joven, fue sumisamente a su casa a agradecerle el gesto. Pocos días después Lee se enteró de que aquel había vendido por 10 centavos  el cuchillo de ocho pulgadas con que lo  había amenazado cerca de su casa. El carpintero que lo había comprado se lo obsequió a Lee como un gesto de curiosa amistad.

El episodio en el cual se detiene Lee es un laboratorio de la cotidianidad conflictiva que generó la invasión asunto que, en cuanto al 1898 puertorriqueño, no ha llamado la atención de los historiadores tanto como se merece. Lo cierto es que en Aguadilla, en Mayagüez, en Ponce y en San Juan, las investigaciones han registrado interesantes confrontaciones entre aquella soldadesca orgullosa e irracional y los miembros de aquellas comunidades que, en términos generales, les estaban ofreciendo una bienvenida decorosa. Las tensiones emocionales que generó el momento que se vivía es un asunto que excede las posibilidades de la historia social y económica pero también las de la interpretación geopolítica.

Lo cierto es que la incertidumbre respecto al futuro de Puerto Rico seguía presente. Lee afirmó en sus notas que el interés de Estados Unidos en quedarse con la isla sorprendió a muchos de sus contemporáneos. Quedarse con la isla ¿por qué? ¿para qué? Algunos esperaban que estados Unidos, con una nobleza in esperada, la dejara en manos de España al menos “for sentimentals reasons”. La expresión me confirma la imagen de aquel país como un imperio benévolo, Pero también confirma que  el encono con la dureza del coloniaje español comenzaba a ablandarse y a transformarse en nostalgia sosa desde que se supo que todo estaba perdido. La disolución de la relación con España, si uso un sugestivo planteamiento del historiador alemán Jörn Rüsen, “mejoraba” de manera significativa el “pasado”.

La rigurosidad del calendario de la desocupación y la urgencia por cambiar las banderas, hizo necesario el acuartelamiento de las últimas fuerzas hispanas que se retiraban en el Arsenal de la Puntilla bajo incómodas condiciones. La gestión estuvo a cargo del nuevo gobernador Ricardo Ortega, el último de la hispanidad, y el Capitán Ángel Rivero Méndez, autor de una famosa crónica de aquella invasión desde la perspectiva hispano-puertorriqueña. Aquel día se arriaron las enseñas españolas en la mañana, mientras que por la tarde se izaron las estadounidenses con el propósito de no hacer sentir mal a los derrotados.

Viejo San Juan/ New San Juan

Cuando en agosto después del armisticio entraron al puerto de la capital los cruceros “Cincinnatti” y “New Orleans” al mando de los capitanes Colby M. Chester y William M. Folger, la emoción vuelve a invadir a Lee: “The beauty of the American flag has never thrilled me more than it did that morning”. Sin embargo, tras el traspaso del 18 de octubre, su actitud fue otra. Aquel día atracaron entre otras compañías, el “47th New York Volunteers” compuesto, según su fama, por “Brooklyn wharf rats”. La figura fuerte en la capital sería la del General Fred D. Grant al cual Lee no menciona por su nombre en su texto. El arribo del primer regimiento de ocupación al territorio produjo un efecto desesperanzador. El discurso de la armonía de la invasión afirmado por ciertos sectores se hizo sal y agua de inmediato.

El San Juan de los primeros días después del traspaso ofrecía una imagen patética y perturbadora. El episodio con los soldados borrachos en casa de Lee comenzó a convertirse en un asunto común de acuerdo con su testimonio. “Many disagreeable incidents caused by drunken soldiers from their regiment (el “47th New York Volunteers”) led to the first of serious anti-American reactions through the island”. La ilusoria luna de miel entre invasores e invadidos duró poco en la vieja ciudad. El exhibicionismo marcial de las fuerzas armadas cuando se movilizaron hacia la calle de la Fortaleza al choque de tambores, hizo que un español que se  cruzó con Lee le dijera: “parece que van a ajusticiar a uno”. La ironía de la expresión de aquel ciudadano resentido por un espectáculo que representaba una historia que se dejaba atrás hizo que Lee, quien ya simpatizaba con el cambio, le respondiera: “no es mala la justicia que van a aplicar”.

Los meses que siguieron a la  salida del país de los últimos funcionarios españoles fueron de acuerdo con Lee, “an interesting and often a wild time”. Detrás de los soldados vinieron aventureros, “camp-followers”, los medianos inversionistas y numerosos curiosos del norte. Aquella avanzadilla de saltimbanquis, pícaros y  gente con dólares en un escenario que, por el cambio de moneda y la devaluación de la riqueza local desde arriba, favorecía a aquel que los poseía, representaba la ansiedad imperialista de conocer/poseer la colonia ultramarina de un modo distinto, agresivo e inusitado. La presencia de trotamundos y bohemios  impactó tanto la fisonomía urbana de la ciudad colonial que algunas áreas “came to resemble pictures of the early westerns settlements”. La asimilación de los espacios al gusto de los “hombres de la frontera” esta vez ultramarina, tomó un carácter carnavalesco  y esperpéntico según lo describe Lee. Las casas de apuestas y los tiroteos se hicieron comunes por aquellos predios. La descripción de Lee se ajusta a la imagen de un arquetípico pueblo del lejano oeste con su cantina, sus nichos de pecado y sus contradicciones en donde la violencia machista vaga por doquier. En sus palabras es visible el pre-texto inventado por una cinematografía que ya había madurado cuando el autor daba forma final a sus recuerdos en su autobiografía. La agresión cultural del otro posee, como se verá de inmediato, numerosos y originales rostros

El bar de Charlie Pohl, ubicado donde luego se construyó el Banco Nova Scotia entre las calles San Justo y Tetuán, poseía un  anuncio eléctrico que cruzaba la calle. La imagen de aquellas letras luminiscentes se insertó en el fugaz folclor citadino. En el bar de Charlie que ocupaba dos pisos completos, todo era exuberante y kitsch. La barra, según su dueño, había sido propiedad del boxeador del peso completo  Jim Corbett o de algún otro campeón del popular deporte de las narices chatas. En la planta alta las mesas de apuestas dominaban: “roulette, monte, and faro were kept going full swing from noon until daylight”. Las alusiones de cuáquero y moralista extremo que manifestaba José Pérez Moris cuando acusaba a Betances de noctámbulo, aventurero y de irse a jugar cartas y apostar a los garitos del área oeste eran poco comparadas con el panorama de los bajos urbanos de San Juan por aquellos días. El abarrocamiento del local se convirtió en sinónimo del exceso por lo que, cada vez que algún contertulio exageraba en sus afirmaciones, su interlocutor le decía: “Son anuncios de Mr. Charles, much as later one said: Es buche y pluma”. Los “americanos”  como Charlie pasaban por altaneros, petulantes y soberbios que movían más a la risa que al respeto que debía merecer un “libertador”.

El otro elemento señalado por Lee tiene que ver con la vida disoluta que se permitía en aquellos lugares: “As with gambling, so it was with drinking”.  Le llamaba la atención el favor del paladar estadounidense por el whisky  y la cerveza fría y las incomodidades que ello imponía en un país de ron y cerveza con poca producción de hielo al momento de la toma de posesión.  La cultura popular de los invasores se refleja en la anécdota de Padre John P. Chidwick (1863-1935), el capellán del acorazado “Maine” accidentado en La Habana quien se convirtió en un héroe nacional por su sacrificada labor de rescate después del incidente. Lee relata que cuando Chadwick arribó a Ponce señaló con emoción hacia el almacén de Ramón Cortada & Compañía y le dijo a los soldados: “Boys, this is a civilized community”. ¿La razón para ello? En la pared divisó un rótulo que leía “Canadian Club Whisky”, marca fundada en 1858. El representante y distribuidor de esa marca en Puerto Rico era la compañía de Lee por lo que disponía en almacén de 45 cajas desde hacía varios años.  Con su peculiar desenfado, Lee afirma que esas 45 cajas fueron vendidas en 45 segundos tras el desembarco de las tropas. Las órdenes por cable o telegrama del Canadian Club Whisky aumentaron dramáticamente hasta el extremo de que en un solo cargamento tuvieron que ordenar 1,500  al productor en Walkerville, Ontario. La invasión también abrió las puertas a la Anheuser-Busch fundada en 1852 en Misuri, a la Budweiser, al Distiller Company Limited Scotch, a la champaña Mumm’s, al borbón, al whiskey de centeno y la ginebra Old Tom y Holland, bebidas que también penetraron de la mano de las armas los resquicios del mercado y del paladar.

Lee atenúa aquel escenario de aparente disolución moral con la fugaz presencia en la capital de la filántropa y activista humanitaria Margaret Livingston Chandler quien vino a establecer un hospital militar para oficiales en la esquina suroeste de las calles Fortaleza y Cruz. Lee se quedó a cargo del local cuando aquella abandonó el proyecto por considerarlo innecesario. Igual que aquella troupe de recién llegados quería poseer la ciudad, los ciudadanos aspiraban apropiar a los invasores. “The desire to learn english became an obsession”, afirma,  por lo que Lee comenzó a dar clases en horas de la tarde en su casa. Su juicio al final de este capítulo es muy significativo por lo que lo cito completo:  “If the teaching  of English had been kept up on the same scale as during the first ten years of the American occupation, it would soon have become the Island’s general language, though I believe that Spanish will always be the vernacular”.

Otro tanto sucedió en la ciudad de Ponce acorde con las memorias de Paoli de Braschi. En su caso, Olivia y dos de sus hijas, Estela y Aida quienes leían y hablaban perfectamente el inglés, se prestaron para ser maestras de español de algunos de los soldados estadounidenses que se fueron radicando en la ciudad. El atractivo de inglés para los puertorriqueños era visible y viceversa. Para aquellos que soñaban con la asimilación cultural o la mutua asimilación en bien de ambas partes, se había perdido un gran momento. No se puede pasar por alto que la voluntad popular y el liderato político local era, en su mayoría, abierta y sinceramente estadoísta durante aquellos primeros aciagos días. En aquel apretado momento se reconocía que, en verdad, habían llegado los “americanos”. Al menos así me lo contaba  mi abuelo que fue testigo del paso de las tropas entre San Germán y Mayagüez  desde su pequeña casa en Hormigueros. Pero del mismo modo que llegaban, comenzaban a irse mientras la gente común olvidaba y era olvidada.

Publicado originalmente en 80 Grados-Historia el 23 de junio de 2017

julio 3, 2017

El residente y el visitante: dos crónicas sajonas sobre la invasión. Parte 1

  • Mario Cancel Sepúlveda
  • Catedrático de Historia
A Miguel Rodríguez López, por dejarme hablar de estos temas en el Seminario Conciliar

Una vez se somete a la argumentación nacionalista o a la lógica geopolítica, el 1898 siempre ofrecerá la imagen de un corte. Las teorías de la ruptura y el trauma, hijas putativas de la interpretación liberal progresista, proyectaron el acontecimiento con toda su complejidad como un acto de emasculación. La sugerencia de que la invasión significó que el país dejó de ser una cosa para convertirse en otra y la condena de la intervención de un agente ajeno,  han sido centrales para la interpretación del fenómeno. Aquella trama llena de patetismo y tragedia fue en extremo fértil para el crecimiento de la mirada nostálgica del pasado hispano y ha sido adoptada como explicación legítima por una parte significativa de los observadores.

La gran excepción, comprensible por demás,  han sido los favorecedores de la anexión a Estados Unidos durante el siglo 19, un sector complejo que incluyó, desde la perspectiva ideológica, activistas republicanos, autonomistas moderados o radicales, separatistas antiespañoles e incluso socialistas moderados, anarquistas  y sindicalistas vinculados a la emergente clase obrera puertorriqueña. Aquel palimpsesto de posturas interpretativas posee un valor extraordinario como tema de estudio para quienes deseen comprender la exacerbación de las pasiones que provocó la guerra entre España y Estados Unidos desde una perspectiva macrohistórica, geopolítica  e incluso moral. No creo que deba recordar que la concepción del Estado como un poder moralizador todavía era muy común en las elites políticas e intelectuales insulares por aquel entonces.

Sin embargo, las miradas en pequeña escala que pueden derivarse de la lectura de los alegatos de los testigos presenciales de aquella trama dejan en el investigador una sensación de extrañeza y estupefacción. Una impresión análoga me produjo en 1997 la lectura de las memorias de Olivia Paoli, hermana del tenor Antonio Paoli y viuda de Mario Braschi, cuando se me pidió una investigación en torno a la invasión del 1898 en el contexto de la historia de Ponce. La condición de teósofa y librepensadora de aquella mujer de las elites, su formación cultural única y su compromiso con los invasores, fueron un valioso laboratorio para comprender la diversidad de formas en las que se podía apropiar un fenómeno de la envergadura de aquel.

Vista de la carretera central San Juan – Ponce. Soldado en guardia en las montañas de Aibonito.

Todo es según el color…

La lectura del capítulo “Uncle Sam Takes Charge” de la memoria An Island Grows de Albert Edward Lee Basanta, guarda alguna relación con aquella. El empresario, también ponceño, ofrece su percepción de los días de la ocupación desde una perspectiva privilegiada y original: la del sajón residente criollizado. Para la señora Paoli la presencia del otro tenía algo del lirismo de un acto de liberación con el cual estaba  por completo de acuerdo. El corte que produjo el acto agresivo no desemboca en su caso en la incubación de un trauma ominoso de la cual deba dolerse. Para ella y su familia la invasión fue “un acto jubiloso” y excitante. El detalle ratifica que la polisemia de aquel episodio es enorme.

Para otros la guerra también posee, como era de esperarse,  el  sentido del cumplimiento de un deber cívico y moral. Ese fue el caso de personalidades como el soldado raso Karl Stephen Herrmann, miembro del quinto de artillería de las fuerzas armadas. Lo mismo puede decirse del General Theodore Schwan, un veterano de la Guerra Civil que como Herrmann, estuvo vinculado a la campaña en el área oeste de Puerto Rico. Herrmann y Schwan comparten la condición de testigos con la de actantes o participantes directos desde posiciones de mando diferentes, por cierto. Desde la representación estadounidense, sus discursos son expresivos del heroísmo mediático que justificó la agresión. Ambos fueron capaces de ofrecer detalles, el primero en una autobiografía y el otro en sus informes oficiales de campaña, sobre la forma en que se desarrollan los combates desde la perspectiva de la mentalidad militar.

Diferente era la situación de Lee, testigo partícipe ubicado en la vieja capital, la beligerancia  adquiere el cariz de una calamidad. Se trata de un ciudadano exitoso que enfrenta la incertidumbre que genera el conflicto del 1898. El hecho de que lo vea todo desde un “afuera” que es un “adentro” antinómico, me parece crucial. La antinomia tiene que ver con que, muy adentro de sí, el testigo manifiesta alguna afinidad con los invasores. Pero su formación cultural y espiritual lo ubica muy cerca de los invadidos. Ese un sajón criollizado al servicio del gobierno inglés no veía el acto agresivo como aquellos sajones estadounidenses al servicio de un proyecto imperialista.

Los filtros y los lugares desde donde los dos testigos ponceños, Paoli y Lee,  y los dos estadounidenses, Herrmann y Schwan, evaluaban   el acontecer eran distintos por lo que la imagen que se forman de la situación difería. La condición de clase, la cultura, la emocionalidad, el pasado particular de cada uno, el lugar desde donde se apropian un acto, entre otros múltiples factores, “hacen” la memoria y “modelan” el juicio histórico que la formaliza.

Un bloqueo que culmina en bombardeo…

“Uncle Sam Takes Charge” es una narración interesante cuya  estructura ficcional comienza con el bloqueo naval a la isleta de San Juan en los días 8 y 9 de mayo de 1898, y se extiende hasta el “cambio de soberanía” formalizado el 18 de octubre de ese mismo año. A Lee le llama la atención las colisiones entre invasores e invadidos durante aquel intenso y apretado periodo de tiempo. El escenario que dibuja de los primeros días de la presencia estadounidense es muy rico y, dado que se sostiene en la percepción del testigo solidario con los invadidos, produce un efecto distinto a la imagen del “acto jubiloso” recordado por Paoli o la “Splendid Little War” que la prensa corporativa y cierta historiografía celebrativa ha conseguido configurar. Las emociones encontradas y la confusión por  la presencia del otro se patentizan de manera palpable en el texto de Lee.

La narración comunica bien  la incertidumbre o la inseguridad que generaba el bloqueo naval de la ciudad capital. Detrás de aquella sensación de perplejidad estaba agazapado el temor a que, en algún momento, se desatará un bombardeo criminal que pusiera en peligro la población civil. Esas aprensiones que terminaron en una falsa alarma los días 8 y 9,  se materializaron el 12 de mayo a tempranas horas de la mañana. El impresionismo de la narración de Lee es extraordinario: su descripción meticulosa del pánico de la gente durante el “general exodus” hacia las afueras de la isleta, como tantas veces había sucedido durante las agresiones holandesas o inglesas anteriores, llama poderosamente la atención: la comunidad de San Juan no había vivido una situación como aquella desde 1797. Las imágenes de los  anónimos “refugees”, así los denomina, que se transitaban con dificultad y prisa  hacia la calle Dos Hermanos, “walked in silence, and some carried the most unusual lares y penates” como reliquias vivas de lo que hasta ese momento había sido su casa: uno lleva una jaula con una cotorra, otro la imagen barata de un santo. Se trata de minucias que algo significaban para aquellos seres escasamente vestidos que marchaban por las calles con los rostros marcados por la ansiedad y la fatiga. El testimonio de Lee pone sobre el tapete algo que por lo regular pasa inadvertido: lo que significa en realidad una guerra, la que sea, para aquellos seres humanos que se ven involucrados en ella sin haberlo decidido. El relato del bombardeo del 12 de mayo adopta en este texto un rostro más humano que el que se recoge de las versiones que lo reducen a un mero “show of force” de la marina de guerra estadounidense o a la respuesta a una provocación de las defensas hispanas de la capital.

Una vez el memorialista ha destacado el aspecto humano del bombardeo mediante la articulación narrativa, vuelve sobre el escenario o telón de fondo con la precisión de un artista. “A cloud, more of dust than of smoke” enmarcaba la huida. Los casquillos silbaban sobre sus cabezas hasta caer cerca de un polvorín en Miraflores y los fragmentos de cartucho proliferaban por las calles como desecho del acto bélico. Las imágenes sugieren de manera convincente el efecto de la destrucción y el caos. Tras tres horas de fuego intenso el bombardeo terminó.

Lee dio un recorrido a caballo por la vieja ciudad en ruinas y pudo confirmar que el epicentro de los daños estaba en los alrededores de la Casa Alcaldía frente a la Plaza de Armas. Las calles San José y Cruz, a ambos lados del Ayuntamiento, mostraban la intensidad del fuego con varias casas demolidas, pero los daños en el puerto interior de La Puntilla habían sido relativamente escasos. Dos detalles le sirven para bajar las tensiones en el relato. Se trata de dos paradojas excepcionales. Un barco carbonero inglés que traía combustible para la flota del Almirante Pascual Cervera había entrado sin problemas en el puerto sin darse cuenta del peligro por el que atravesaba sin ser atacado. De igual modo,  una embarcación francesa con severos daños en el casco atracaba con todas sus banderas desplegadas ante la mira sorprendida de los numerosos viandantes. El azar acababa de hacer su juego incluso en medio de la más cruenta de las confrontaciones.

Es cierto que San Juan había sido atacada e incluso destruida en el pasado: los holandeses le pegaron fuego por los cuatro costados en 1625 luego de robarse literalmente hasta “los clavos de la cruz” de la catedral y convertir el Convento de los Dominicos en cuartel. Pero la memoria del desastre o la ruina, es corta y la capacidad del ser humano para suprimirla, sea el 1898 o el 2017, es enorme. El recuerdo y el olvido selectivo siempre se combinan en la configuración de la imagen del pasado con el propósito de domesticarlo. En medio de todo, Lee siguió siendo el burgués consciente de su ubicación en el entramado social. La perspectiva empresarial de este testigo no se pierde del todo durante el desastre. Caminando entre los escombros se dirigió a la actual calle Tizol en donde se encontraba la  sede de sus negocios los cuales estaba mudando desde la zona de la Marina. El local que estaba adjunto a donde ubicaría luego el National City Bank, para su tranquilidad, no había sufrido daño alguno.

El ajetreo post-bombardeo deja en el lector el sabor incómodo del miedo y la desolación. La movilización del  Cuerpo de Voluntarios y de un Cuerpo de Ciclistas vinculada a las fuerzas del orden,  una curiosa novedad en la capital, completaban la escena. El aliento de la modernidad que el autor exaltaba en su escrito sobre “The Gay Nineties”, también se manifiesta en esa imagen de la policía sobre ruedas.  Las bajas contabilizadas alcanzaron 80 personas entre muertos y heridos. La mayor parte eran civiles víctimas de un ataque sorpresa, como ocurre en todas las guerras. Se trataba de personas sin rostro, sin nombre y sin piel. Esos muertos -daño colateral-, compartían la anonimia que proponía la estadística de los esclavos liberados o un registro de jornaleros cualquiera. Levantar esa lista de víctimas y nominarlos cuidadosamente tendría un valor simbólico e historiográfico extraordinario a propósito de ofrecer con trasparencia otra de las muchas caras del 1898 que la interpretación dominante suprime.

El balance de fuerzas y el comienzo del fin

Lee parece saber que todo está perdido para España. De inmediato evalúa el balance entre la fuerza naval de ambas partes. Su lógica le dice que, sin la escuadra del Almirante Pascual Cervera tras el desastre de Manila, las posibilidades de una victoria española son nulas. El reino está en negación, se rehúsa a reconocer el desastre que se avecina por lo que todos los boletines de guerra de Cuba cierran con la misma oscura frase: “Por nuestra parte, sin novedad” locución que Lee compara con la de los alemanes “All quiet in the western front”.

Las defensas de la isleta daban pena. Puerto Rico contaba con unos pocos barcos de madera que ya eran viejos, como es el caso de “El Criollo” construido durante la  Guerra Grande en los ríos de Cuba entre 1868 y 1878. Otros le resultan pequeños o lentos. Esa es la situación del “Isabel II” y el “Ponce de León”. El más impresionante seguía siendo el destructor “Terror”, una nave moderna que alcanzaba una velocidad de hasta 28 nudos. El registro nominal es simbólico. Por un lado, la apelación a la identidad entre peninsulares e insulares en el nombre del primero, a un signo de la conquista de otro de ellos, y al momento del “romanticismo isabelino” del tercero, habla de aquellos valores a los cuales la hispanidad asociaba a los puertorriqueños. La fragilidad de la pequeña flota y los nombres apelaban a un pasado que el evento de la guerra y el cambio de imperio estaban por destruir. Por otro lado, la idea de que la capital estaba indefensa y de que España, la “madrastra patria” como la llamaba Betances Alacán, ocultaba información sobre los aciagos hechos de Filipinas y Cuba, confirmaba, que era muy poco lo que se podía hacer para contener el empuje de los invasores. España había perdido la confianza de sus ciudadanos. Los días de la hispanidad jurídica estaban contados.

Publicado originalmente en 80 Grados-Historia el 16 de junio de 2017.

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