Puerto Rico entre siglos: Historiografía y cultura

agosto 27, 2017

“Adiós! España”: aquel 18 de octubre de 1898…

  • Mario  Cancel Sepúlveda
  • Catedrático de Historia

El episodio que Robinson conserva para cerrar su volumen lo utiliza William Dinwiddie (1867-1934) para iniciar el suyo en Puerto Rico. Its Conditions and Posibilities, volumen que también se difundió en 1899. La posición del narrador ante los hechos varía. Si el primero usa el 1898 para reflexionar sobre el pasado puertorriqueño al lado de España y ubica la ceremonia como un fin esperado, el segundo lo usa para sugerir el comienzo de un futuro deseado al lado de Estados Unidos. La obra de Dinwiddie también contó con respaldo oficial. Las autoridades militares dieron al autor acceso a los archivos administrativos para que este pudiese documentar sus conclusiones. En la breve introducción el escritor agradece a los generales Guy V. Henry y John R. Brooke el respaldo a su empresa. El carácter oficial no se redujo a ello. John Russell Young, bibliotecario de la Biblioteca del Congreso, puso a su disposición una amplia bibliografía en torno a la isla ubicada en los anaqueles de aquella y otras instituciones estadounidenses. El hecho es relevante porque, aunque la afirmación de Dinwiddie se autorizó en marzo de 1899, no fue hasta el 1901 cuando aquella institución publicó un panfleto titulado A list of books (with references to periodicals) on Porto Rico, a cargo del bibliotecario y jefe de la división de bibliografía de la institución, Appleton Prentiss Clark Griffin (1852-1926) quien realizó un trabajo similar sobre Cuba. Los recursos bibliográficos sobre Puerto Rico en aquella época eran escasos. La bibliografía de Manuel María Sama, premiada en 1886 en un certamen del Ateneo e impresa en Mayagüez en 1887, y esta de Griffin son con toda probabilidad las dos compilaciones de referencias más remotas con las que cuenta la historiografía puertorriqueña.

Dinwiddie, nacido en Virginia no poseía formación universitaria y se dedicaba al periodismo como Robinson. A su condición de cronista añadía un vivo interés por la fotografía, uno de los recursos tecnológicos innovadores que tanto sirvió para documentar con precisión el conflicto del 1898. Durante los años 1886 y 1895 había trabajado para el Bureau of American Ethnology del Smithsonian Institute, organización que había mostrado un vivo interés en la cultura y la sociedad de los nativo-americanos. Los tiempos de expansionismo continental y los del expansionismo ultramarino fueron escenarios apropiados para el desarrollo de una “etnología del conquistador” que, a la larga, enriqueció el acervo de saber de los sectores intelectuales de los imperios cuyas burocracias coloniales las aprovecharon para fines prácticos.

El batallón «Patria»

Igual que Robinson, Dinwiddie estuvo en el campo de guerra actuando como corresponsal del Harper Weekly. A Journal of Civilization, una publicación fundada en 1857 por los hermanos James, John, Wesley y Fletcher Harper, asignado a las tropas de Cuba y Puerto Rico. Aquel semanario también había cubierto otro de los iconos de la identidad nacional estadounidense en su momento: la Guerra Civil (1861-1864). Dinwiddie incluso fungió como funcionario colonial en Filipinas, posesión ultramarina en la cual las cosas no resultaron tan sencillas para los invasores estadounidenses como lo fueron en las dos Antillas españolas. El cronista, acorde con su testimonio, permaneció en Puerto Rico entre octubre y diciembre de 1898 y fue testigo del protocolo de cambio de soberanía que Robinson sintetizó en la lapidaria frase “Adios! España” en su volumen.

En Puerto Rico Its Conditions and Possibilities, producido por la prestigiosa Harper & Brothers Publishers que también poseía el Harper Weekley, Dinwiddie se movió con suma confianza entre el testimonio y la investigación formal. Su interés era hacer una tasación confiable de las posibilidades materiales del territorio recién ocupado. El lenguaje de los negocios dominaría su retórica de manera indiscutible. El capítulo que me interesa, el primero titulado “The evacuation of Puerto Rico”, es otra interesante crónica de aquel 18 de octubre de 1898 en la cual todos los observadores habían visto la marca de un antes y un después. El cuidado y la emoción con los que el autor redactó el mismo expresaba su percepción de que el cambio de soberanía debía ser interpretado como un nuevo comienzo para un pueblo que había vivido al margen del progreso o de la historia misma, o como un campo de posibilidades plausibles para las “American business enterprises”.

 

El 18 de octubre: “the black cloud of Spanish cruelty had passed away…”

La lógica dualista domina la textualidad de Dinwiddie. Puerto Rico, “the easternmost fertile isle of the western hemisfere”, salía de las manos del “galling yoke of tyranny and taxation” que significaba España, para pasar a manos de un imperio liberal y progresista.  El rechazo al pasado hispano era palmario: el 1898 tenía que ser interpretado como la sentencia de muerte de la supremacía española. No se puede pasar por alto que aquellas protestas, la de los impuestos y la tiranía, eran las mismas que expresaba la generación rebelde del 1860 y sintetizaban el reclamo del liberalismo económico y político puertorriqueño. La diferencia entre la utopía independentista y la de los invasores del 1898 era que los rebeldes del 1868, al menos los que circulaban alrededor de la figura de Betances Alacán, se habían alzado por la independencia.  Dinwiddie está seguro de que esas metas se conseguirían bajo el control colonial benévolo de Estados Unidos. El discurso modernizador manifestaba una plasticidad extraordinaria cuyos polos tenderían a chocar tras la imposición de la soberanía estadounidense.

Aquel mediodía de martes 18 de octubre fue apropiado por el autor como un “memorable day in Puerto Rican history”. Todo se conjuró para que así fuese. Un cielo claro, “not a cloud dotted the sky”, anticipaba un futuro promisorio para el territorio antillano. El despliegue de confianza y optimismo en la retórica del cronista no debería sorprender a nadie. El orgullo de aquel país con el paso dado, comenzar la creación de un imperio ultramarino con miras a expandir su hegemonía hemisférica, no era poca cosa.

¡Igual que en “Adios! España” de Robinson, el tono de “The evacuation of Puerto Rico” de Dinwiddie es solemne y cuidadoso.  La ceremonia de cambio de banderas no había dejado de llamar la atención de numerosos curiosos. Los hoteles de la ciudad estaban llenos a capacidad hasta el punto de que, en la víspera del acto protocolar, hasta tres y cuatro extraños tuvieron que dormir apiñados en los pequeños y oscuros cuartos “suffering all night long from an infestation o humming, insatiable mosquitoes”. El detalle de la agresividad del trópico contrasta con la grandilocuencia de la introducción del tema. El ambiente tenebroso y sórdido de las habitaciones de hotel en la colonia fue un tópico que se repitió de diversos modos en varios textos redactados por aquellos días. De igual manera, la vinculación del mosquito con los ambientes amenazantes para la salud del recién llegado ha sido un lugar común en la invención del trópico húmedo como una ecología peligrosa que era preciso domeñar con las armas de la civilización.

La percepción de que las tensiones entre España y Estados Unidos estaban superadas se expresaba en el hecho de que el General John R. Brooke había permitido que las fuerzas hispanas que todavía aguardaban por su salida de Puerto Rico permanecieran en sus barracas desarmados en tanto llegaban sus transportes, en lugar de trasladarse a un campamento temporero ubicado en Santurce que les habían asignado pare ese fin.

La idea de que el cambio de soberanía significaría el desarraigo y la destrucción de numerosos lazos que excedían las consideraciones políticas llama mucho la atención. Los milicianos españoles no era simples soldados estacionados en una plaza ultramarina. Durante siglos se habían integrado a las comunidades en las que estaban los campamentos que servían. La salida de Puerto Rico significaba dejara atrás mujeres e hijos y, claro está, imponía la posibilidad de un retorno en cuanto la situación se normalizase entre ambos países. Para Dinwiddie ese era el resultado inevitable de la guerra: el soldado victorioso y expresivo y el soldado derrotado y huraño significaban ese tránsito de un pasado ominoso y oscuro a un futuro halagüeño y luminoso: el costo humano era tolerable. Una simple expresión metafórica cargada de maniqueísmo confirma la concepción de la ruptura benéfica que el autor ha ido construyendo a través de sus observaciones. Entonces el relato se detiene en la crónica del acto.

Se acercaban las 12 del mediodía y los invasores eran puntuales. Un conjunto de soldados se estacionó en el patio de La Fortaleza y otro en la Plaza de Armas frente a la Alcaldía de la ciudad. Las distancias en la isleta son pequeñas: entre una y otra no median más de dos calles marcadas por el declive de la colina, la San Justo y la Del Cristo. El acto se repite a las puertas del castillo de San Felipe y el San Cristóbal. Entre los testigos de los hechos destacaba un conjunto abigarrado de “American tourists and newspapermen, of well-dressed Spanish and Puerto Rican merchants and landholders, and of the dark-colored, ragged, and tattered natives”. La mirada del cronista se emite desde una “noble posición de ventaja”, la que le da su vinculación a los invasores victoriosos. Desde allí clasifica a los testigos mediante el establecimiento de una jerarquía en la cual el origen nacional, la posición social y el color de la piel resultan ser los criterios clasificatorios utilizados. Los testigos, unos u otros, no dejan de ofrecer la impresión de un conjunto de seres sin voluntad. Zombificados en la espera del acto magno, se limitan a mirar en silencio hacia el asta vacía por donde ascenderá la bandera de las muchas estrellas a la vez que nerviosamente consultan los relojes. El tiempo se ha detenido y la tensión de relato llega a su clímax.

Al grito de “atención” todo salen de la inmovilidad: los soldados se ponen rígidos para presenciar el acto y los fotoperiodistas apuntan sus cámaras al objetivo. En un detalle que disminuye la tensión ceremonial, Dinwiddie reconoce que algunos militares, débiles y sofocados por el amenazante trópico, “lay uncaring beneath the shaded walls”. El tópico de clima, la fiereza del sol y los peligros que ello implicaba para un visitante del norte templado estaba bien presente en este y otros autores. La voluntad de domesticar esas condiciones con los instrumentos del progreso y la civilización que ellos representaban estaba sugerida. En su juego retórico el cronista imagina la incertidumbre que debía sentir el oficial, el Mayor J. T. Dean ubicado en lo alto de La Fortaleza, de que al tirar de la driza con la que se elevaba la bandera estadounidense esta se zafara, el gallardete cayera y el ritual se mutilara. En la Intendencia la labor correspondió al Coronel Goethals, en la Alcaldía al Mayor Carson y en el Morro al Mayor Day quien también lo había hecho en Ponce. Los procesos debían ocurrir con precisión cronométrica. Después de todo, el acto se visualizaba como la expresión de una génesis mágica, los hechos ocurrían in illo tempore por lo que redactar la crónica de los mismos significaba estructurar un ritual que debía ser repetido de algún modo en el futuro

El arribo de la enseña al tope de la asta de La Fortaleza debía coincidir con las campanadas que marcaban el mediodía, las de la Catedral y las de la Alcaldía, y una salva 21 cañonazos. Para Dinwiddie el conjunto representaba una melodía: el “sweet-tone” de la institución religiosa, el “Deep-bellowing clang” de la casa de gobierno, ambos signos de los vencidos, contrastaban con las “rowring guns…as they boomed out the twenty-one shots of honor and of freedom”. La gradación de los sonidos sugiere también una jerarquía concreta llena de significados.

Lo ocurrido el 18 de octubre era un acto iniciático único que debía ser recordado siempre y que, sin embargo, ha pasado inadvertido en la medida en que se ha reducido al mero dato. La agitación del cronista, invisible para los historiadores como toda emoción, no debe sorprender a nadie. A pesar de que Puerto Rico era tratado como “poca cosa”, una conquista era una conquista. Sin duda, “it was a deeply impressive ceremony”, concluye. De un modo u otro el protocolo y la historia les jugaban una broma a los recién llegados. La salve de una cantidad siempre impar de cañonazos era una tradición militar impuesta, de acuerdo con Fernando Ramos Fernández, por la misma España. La tradición comenzó en la ciudad alemana de Augsburgo durante la celebración de los actos de recepción del Emperador Carlos V.

Las virtudes inmateriales y materiales atribuidas a la nueva posesión son contrapuestas. Por un lado, Estados Unidos obtiene “a veritable Garden of Eden”, un lugar prístino en que todo está por hacerse; de otra parte, gana “a vast amount of government property”. La presencia física de la monarquía en las urbes coloniales era masiva en términos de infraestructura civil y militar. Si la valoración del carácter edénico se limita a la metáfora, la de la propiedad se pormenoriza con precisión. Aquel conjunto de viejos castillos no habían sido del todo inútiles según había demostrado el bombardeo del 12 de mayo anterior.

Las breves observaciones de Dinwiddie sobre el sentido histórico del llamado “cambio de soberanía” impusieron un tono que penetró la retórica de los puertorriqueños de todas las ideologías. Socialistas, anarcosindicalistas, federales, unionistas republicanos y nacionalistas moderados o ateneístas, como les calificaba Pedro Albizu Campos, no ponían en duda que su afirmación de que “our attitude was not that of a dictator, but of a protector” era cierta. El hecho de que aquel 18 de octubre no se dictarán discursos grandilocuentes ni se abusara de la pompa militar era una demostración de la sensibilidad del bando victorioso ante la España derrotada. La necesidad de que los paisanos aceptaran de buena fe aquella situación era imperiosa. Tras los actos los “hombres de azul” quedaron por dueños mientras la tropa española se convirtió en una presencia extranjera. El ciclo se había cerrado. La caída del sol tropical completó el escenario. Para Dinwiddie aquel 18 de octubre implicaba un meandro crucial: “the black cloud of Spanish cruelty had passed away, and in its stead had dawned the pearl -and rose- colored promise of future happiness for Puerto Rico”.

Publicado originalmente en 80 Grados-Historia el 11 de agosto de 2017.

julio 5, 2017

El residente y el visitante: dos crónicas sajonas sobre la invasión. Parte 2

  • Mario R Cancel Sepúlveda
  • Catedrático de Historia

Dos batallas navales en la banda norte

Con los elementos del bombardeo puestos en escena, Lee dejaba el escenario preparado para el relato de la confrontación naval entre quienes articulaban el bloqueo de la ciudad y los sitiados. El bombardeo del 12 de mayo había sido una agresión amenazante por lo sorpresiva de modo que afectó de manera profunda la psicología de la comunidad sanjuanera. La respuesta de las fuerzas navales hispanas a aquel acto no se hizo esperar. La subnarración de “naval engagement” entre el destructor “Terror” y el “Saint Paul” el 22 de junio temprano en la tarde; y el enfrentamiento del “Yossemite” y el “New Orleans” con el trasatlántico  “Antonio López” y su protector el “Ponce de León” cerca de Punta Salinas el 28 de junio en horas de la mañana, es por demás interesante. El “Antonio López” venía  cargado de armas y municiones para los españoles.

El sinsabor de la derrota de las fuerzas hispanas predomina al final de uno y otro episodio. En el primer caso, el “Terror” regresó al puerto con el maquinista y un marinero muertos exhibiendo un enorme hoyo en el costado;  y el “Antonio López” fue destruido por completo pero su carga pudo ser rescatada. Para Lee, haber sido testigo de aquellos combates produjo una emoción sin par: “I had witnessed a naval engagement”, “I also witnessed that action”, son las afirmaciones que cierran una y otra subnarración.

Las huellas resultado de aquellas batallas navales, combinadas con el cercano recuerdo del bombardeo del 12 de mayo, provocaron en la maltrecha y atemorizada comunidad sanjuanera una profunda sensación de desasosiego. “(The) city was almost desert” afirmaba. Los elementos básicos para la subsistencia comenzaron a escasear hasta el punto de que no se conseguía ni siquiera leche para los niños.  La guerra había detenido la marcha del tiempo en la medida en que había alterado todas y cada una de las rutinas de la ciudad murada. Los cónsules de Francia, Gran Bretaña, Holanda y Dinamarca, presionaron al gobernador Manuel Macías para que estableciera zonas neutrales en las cuales se pudiera garantizar la seguridad de los extranjeros. La hacienda del francés Gerónimo Landrau en Pueblo Viejo, y la “Hacienda Progreso” en Carolina, sirvieron para esos fines. Los extranjeros no tuvieron que pasar las mismas angustias que atenazaron a los ciudadanos de la capital. Lee, que fue parte de aquel selecto grupo, asegura que disfrutaron de una “pleasant vacation there for several weeks”.

Tropa de la compañía “D” de la 5ta Caballería del ejército estadounidense esperando en fila para recibir su cena en Mayagüez, Puerto Rico (1898).

El Porto Rico americano

Las noticias del desembarco del 25 de julio y del armisticio llegaron a oídos de Lee estando en aquel seguro refugio. La incertidumbre era notable por aquellos días. Nadie podía imaginar cual sería el futuro de Puerto Rico después de los hechos.  Las noticias respecto a la actitud indulgente mostrada por las elites de Ponce con los invasores  tras la toma de aquella población del sur ofrecían algunas pistas: los encabezamientos de la correspondencia oficial de los portavoces de la ciudad parecían aceptar el trauma sin embarazo alguno mediante la inscripción “Ponce, Porto Rico, U.S.A.” Aquella urbe conocida como el París de Puerto Rico se había entregado con regocijo y sin resistencia. Era la misma actitud condescendiente de Olivia Paoli que he destacado en otras ocasiones, o la de Waldemar, hermano de Edward, quien de inmediato se conectó con los representantes de los conquistadores en la ciudad de Ponce. La percepción dominante era que los recién llegados representaban una garantía de progreso que la vieja y autoritaria España no era capaz de garantizar. La reflexión intelectual de las elites económicas ponceñas sentía una manifiesta afinidad con los estilos de aquel mercado.

En cierto modo, ese fue también el tono dominante en la reflexión de Lee cuando presenció el arribo del Mayor General John R. Brooke y su séquito a un campamento castrense en Río Piedras, mientras un cuerpo de artillería se acuartelaba en Santurce en un local de la Parada 19.  Es importante volver a llamar la atención en torno al hecho de que Lee no era un ciudadano cualquiera en el momento de cambio de soberanía imperial. Fungía como Cónsul de Holanda desde los días de la “pleasant vacation” en las zonas neutrales organizadas por Macías. Pero ante el hecho de que una historia termina y comienza otra, en esa frontera que representa la ocupación de la colonia por unos nuevos dueños, Lee cambia el ritmo y el tono de la narración. El alegato de  un funcionario extranjero de origen anglo-ponceño que reside en la capital, posee un valor incalculable para producir una contra-imagen o una anti-figuración, como denominé a ese procedimiento en un volumen de 2003, de los hechos del 1898. Entre la anécdota, la impresión, la micronarración y la microhistoria este escritor ofrece una imagen desconocida de los hechos.

“A disagreeable experience…”

La misma noche del día que empezamos a ser estadounidenses, Lee pasó una desagradable experiencia mientras aguardaba  por su hermano Waldemar, quien ya había comenzado a trabajar con el Servicio Postal Militar en Ponce. Cuando salía de su casa ubicada en la calle Dos Hermanos, se encontró con una situación extraña: un hombre negro a quien conocía corría despavorido como si temiera por su vida. Huía de dos soldados borrachos que le habían amenazado. Lee cerró con llave la puerta principal de su residencia para garantizar la seguridad de su esposa Catalina Concepción de las Mercedes, encendió un cigarrillo quizá para darse confianza en el trance y siguió su camino hacia la estación postal. Para su sorpresa,  aquellos individuos se le acercaron, lo tomaron por los hombros y lo amenazaron con un cuchillo y un arma de fuego. Lee, un hombre refinado de las clases altas y de calculado lenguaje, confiesa en sus memorias que se sorprende de su agresiva reacción:  “I gave them the choisest selection of bad language I have ever used in English, shaking myself  free as I call them the vilest names I could think of.” Lo inesperado de la reacción verbal y, con toda probabilidad, el hecho de que se vertiera en el lenguaje de los invasores, provocó que los agresores quisieran reducirlo todo a una broma. Cuando los soldados borrachos le extendieron la mano para resarcirse, Lee los mandó al infierno y les gritó que no le daba la mano a “dirty bums”. Lee reconocía e imponía el orgullo propio de su condición de clase. El problema podía ser más grave para los soldados. Waldemar, su hermano trabajaba para el servicio postal, y el agredido representaba al gobierno holandés en la ciudad.

Al otro día, el Teniente Arnold de las fuerzas armadas estadounidenses le informó que los agresores estaban bajo arresto y solicitó un informe sobre los hechos. Lee se negó a registrar cargo alguno contra los alborotadores. Otra  vez su orgullo de clase se impuso. Las autoridades militares los condenaron a estar dos meses en las barracas y a la suspensión de su sueldo. Lo interesante es que la agresión al negro anónimo durante la noche de los hechos no parece preocuparle a nadie. En el relato se reduce a un mero “cabo suelto” sin relevancia al cual el autor no regresa. Cuando los soldados cumplieron la pena impuesta por el Teniente Arnold, uno de ellos, el más joven, fue sumisamente a su casa a agradecerle el gesto. Pocos días después Lee se enteró de que aquel había vendido por 10 centavos  el cuchillo de ocho pulgadas con que lo  había amenazado cerca de su casa. El carpintero que lo había comprado se lo obsequió a Lee como un gesto de curiosa amistad.

El episodio en el cual se detiene Lee es un laboratorio de la cotidianidad conflictiva que generó la invasión asunto que, en cuanto al 1898 puertorriqueño, no ha llamado la atención de los historiadores tanto como se merece. Lo cierto es que en Aguadilla, en Mayagüez, en Ponce y en San Juan, las investigaciones han registrado interesantes confrontaciones entre aquella soldadesca orgullosa e irracional y los miembros de aquellas comunidades que, en términos generales, les estaban ofreciendo una bienvenida decorosa. Las tensiones emocionales que generó el momento que se vivía es un asunto que excede las posibilidades de la historia social y económica pero también las de la interpretación geopolítica.

Lo cierto es que la incertidumbre respecto al futuro de Puerto Rico seguía presente. Lee afirmó en sus notas que el interés de Estados Unidos en quedarse con la isla sorprendió a muchos de sus contemporáneos. Quedarse con la isla ¿por qué? ¿para qué? Algunos esperaban que estados Unidos, con una nobleza in esperada, la dejara en manos de España al menos “for sentimentals reasons”. La expresión me confirma la imagen de aquel país como un imperio benévolo, Pero también confirma que  el encono con la dureza del coloniaje español comenzaba a ablandarse y a transformarse en nostalgia sosa desde que se supo que todo estaba perdido. La disolución de la relación con España, si uso un sugestivo planteamiento del historiador alemán Jörn Rüsen, “mejoraba” de manera significativa el “pasado”.

La rigurosidad del calendario de la desocupación y la urgencia por cambiar las banderas, hizo necesario el acuartelamiento de las últimas fuerzas hispanas que se retiraban en el Arsenal de la Puntilla bajo incómodas condiciones. La gestión estuvo a cargo del nuevo gobernador Ricardo Ortega, el último de la hispanidad, y el Capitán Ángel Rivero Méndez, autor de una famosa crónica de aquella invasión desde la perspectiva hispano-puertorriqueña. Aquel día se arriaron las enseñas españolas en la mañana, mientras que por la tarde se izaron las estadounidenses con el propósito de no hacer sentir mal a los derrotados.

Viejo San Juan/ New San Juan

Cuando en agosto después del armisticio entraron al puerto de la capital los cruceros “Cincinnatti” y “New Orleans” al mando de los capitanes Colby M. Chester y William M. Folger, la emoción vuelve a invadir a Lee: “The beauty of the American flag has never thrilled me more than it did that morning”. Sin embargo, tras el traspaso del 18 de octubre, su actitud fue otra. Aquel día atracaron entre otras compañías, el “47th New York Volunteers” compuesto, según su fama, por “Brooklyn wharf rats”. La figura fuerte en la capital sería la del General Fred D. Grant al cual Lee no menciona por su nombre en su texto. El arribo del primer regimiento de ocupación al territorio produjo un efecto desesperanzador. El discurso de la armonía de la invasión afirmado por ciertos sectores se hizo sal y agua de inmediato.

El San Juan de los primeros días después del traspaso ofrecía una imagen patética y perturbadora. El episodio con los soldados borrachos en casa de Lee comenzó a convertirse en un asunto común de acuerdo con su testimonio. “Many disagreeable incidents caused by drunken soldiers from their regiment (el “47th New York Volunteers”) led to the first of serious anti-American reactions through the island”. La ilusoria luna de miel entre invasores e invadidos duró poco en la vieja ciudad. El exhibicionismo marcial de las fuerzas armadas cuando se movilizaron hacia la calle de la Fortaleza al choque de tambores, hizo que un español que se  cruzó con Lee le dijera: “parece que van a ajusticiar a uno”. La ironía de la expresión de aquel ciudadano resentido por un espectáculo que representaba una historia que se dejaba atrás hizo que Lee, quien ya simpatizaba con el cambio, le respondiera: “no es mala la justicia que van a aplicar”.

Los meses que siguieron a la  salida del país de los últimos funcionarios españoles fueron de acuerdo con Lee, “an interesting and often a wild time”. Detrás de los soldados vinieron aventureros, “camp-followers”, los medianos inversionistas y numerosos curiosos del norte. Aquella avanzadilla de saltimbanquis, pícaros y  gente con dólares en un escenario que, por el cambio de moneda y la devaluación de la riqueza local desde arriba, favorecía a aquel que los poseía, representaba la ansiedad imperialista de conocer/poseer la colonia ultramarina de un modo distinto, agresivo e inusitado. La presencia de trotamundos y bohemios  impactó tanto la fisonomía urbana de la ciudad colonial que algunas áreas “came to resemble pictures of the early westerns settlements”. La asimilación de los espacios al gusto de los “hombres de la frontera” esta vez ultramarina, tomó un carácter carnavalesco  y esperpéntico según lo describe Lee. Las casas de apuestas y los tiroteos se hicieron comunes por aquellos predios. La descripción de Lee se ajusta a la imagen de un arquetípico pueblo del lejano oeste con su cantina, sus nichos de pecado y sus contradicciones en donde la violencia machista vaga por doquier. En sus palabras es visible el pre-texto inventado por una cinematografía que ya había madurado cuando el autor daba forma final a sus recuerdos en su autobiografía. La agresión cultural del otro posee, como se verá de inmediato, numerosos y originales rostros

El bar de Charlie Pohl, ubicado donde luego se construyó el Banco Nova Scotia entre las calles San Justo y Tetuán, poseía un  anuncio eléctrico que cruzaba la calle. La imagen de aquellas letras luminiscentes se insertó en el fugaz folclor citadino. En el bar de Charlie que ocupaba dos pisos completos, todo era exuberante y kitsch. La barra, según su dueño, había sido propiedad del boxeador del peso completo  Jim Corbett o de algún otro campeón del popular deporte de las narices chatas. En la planta alta las mesas de apuestas dominaban: “roulette, monte, and faro were kept going full swing from noon until daylight”. Las alusiones de cuáquero y moralista extremo que manifestaba José Pérez Moris cuando acusaba a Betances de noctámbulo, aventurero y de irse a jugar cartas y apostar a los garitos del área oeste eran poco comparadas con el panorama de los bajos urbanos de San Juan por aquellos días. El abarrocamiento del local se convirtió en sinónimo del exceso por lo que, cada vez que algún contertulio exageraba en sus afirmaciones, su interlocutor le decía: “Son anuncios de Mr. Charles, much as later one said: Es buche y pluma”. Los “americanos”  como Charlie pasaban por altaneros, petulantes y soberbios que movían más a la risa que al respeto que debía merecer un “libertador”.

El otro elemento señalado por Lee tiene que ver con la vida disoluta que se permitía en aquellos lugares: “As with gambling, so it was with drinking”.  Le llamaba la atención el favor del paladar estadounidense por el whisky  y la cerveza fría y las incomodidades que ello imponía en un país de ron y cerveza con poca producción de hielo al momento de la toma de posesión.  La cultura popular de los invasores se refleja en la anécdota de Padre John P. Chidwick (1863-1935), el capellán del acorazado “Maine” accidentado en La Habana quien se convirtió en un héroe nacional por su sacrificada labor de rescate después del incidente. Lee relata que cuando Chadwick arribó a Ponce señaló con emoción hacia el almacén de Ramón Cortada & Compañía y le dijo a los soldados: “Boys, this is a civilized community”. ¿La razón para ello? En la pared divisó un rótulo que leía “Canadian Club Whisky”, marca fundada en 1858. El representante y distribuidor de esa marca en Puerto Rico era la compañía de Lee por lo que disponía en almacén de 45 cajas desde hacía varios años.  Con su peculiar desenfado, Lee afirma que esas 45 cajas fueron vendidas en 45 segundos tras el desembarco de las tropas. Las órdenes por cable o telegrama del Canadian Club Whisky aumentaron dramáticamente hasta el extremo de que en un solo cargamento tuvieron que ordenar 1,500  al productor en Walkerville, Ontario. La invasión también abrió las puertas a la Anheuser-Busch fundada en 1852 en Misuri, a la Budweiser, al Distiller Company Limited Scotch, a la champaña Mumm’s, al borbón, al whiskey de centeno y la ginebra Old Tom y Holland, bebidas que también penetraron de la mano de las armas los resquicios del mercado y del paladar.

Lee atenúa aquel escenario de aparente disolución moral con la fugaz presencia en la capital de la filántropa y activista humanitaria Margaret Livingston Chandler quien vino a establecer un hospital militar para oficiales en la esquina suroeste de las calles Fortaleza y Cruz. Lee se quedó a cargo del local cuando aquella abandonó el proyecto por considerarlo innecesario. Igual que aquella troupe de recién llegados quería poseer la ciudad, los ciudadanos aspiraban apropiar a los invasores. “The desire to learn english became an obsession”, afirma,  por lo que Lee comenzó a dar clases en horas de la tarde en su casa. Su juicio al final de este capítulo es muy significativo por lo que lo cito completo:  “If the teaching  of English had been kept up on the same scale as during the first ten years of the American occupation, it would soon have become the Island’s general language, though I believe that Spanish will always be the vernacular”.

Otro tanto sucedió en la ciudad de Ponce acorde con las memorias de Paoli de Braschi. En su caso, Olivia y dos de sus hijas, Estela y Aida quienes leían y hablaban perfectamente el inglés, se prestaron para ser maestras de español de algunos de los soldados estadounidenses que se fueron radicando en la ciudad. El atractivo de inglés para los puertorriqueños era visible y viceversa. Para aquellos que soñaban con la asimilación cultural o la mutua asimilación en bien de ambas partes, se había perdido un gran momento. No se puede pasar por alto que la voluntad popular y el liderato político local era, en su mayoría, abierta y sinceramente estadoísta durante aquellos primeros aciagos días. En aquel apretado momento se reconocía que, en verdad, habían llegado los “americanos”. Al menos así me lo contaba  mi abuelo que fue testigo del paso de las tropas entre San Germán y Mayagüez  desde su pequeña casa en Hormigueros. Pero del mismo modo que llegaban, comenzaban a irse mientras la gente común olvidaba y era olvidada.

Publicado originalmente en 80 Grados-Historia el 23 de junio de 2017

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