Puerto Rico entre siglos: Historiografía y cultura

julio 29, 2019

Mariana Bracetti Cuevas: un perfil y una imagen

Conferencia dictada el 25 de julio de 1985 en Añasco, Puerto Rico en actividad auspiciada por el “Círculo Fraternal Mariana Bracetti” con el título “Mariana Bracetti: símbolo de libertad”
  • Mario R. Cancel Sepúlveda
  • Historiador

En la historia nacional puertorriqueña, hay figuras que han tomado la calidad de héroes y símbolos en la mente del pueblo a pesar de su sucinta aparición en lo que llamamos “historia”. Héroes anónimos que figuran con la fuerza y la brevedad de un fogonazo en la amplia gama de los hechos humanos. Figuras que subsisten a través de los años por la ruta escabrosa de la leyenda y de la tradición oral y que a veces desearíamos mantener tan nítidos como la leyenda y la tradición oral nos los ofrece. Figuras como Joaquín Parrilla que nunca, nunca se rinde; Venancio Román, que no fue a el Pepino “a juyil sino a pelial»; o Bolívar Márquez que con su sangre escribió el 22 de marzo de 1937 tras ser baleado durante la Masacre de Ponce “¡Viva la República! ¡Abajo los asesinos!”. Mariana Bracetti Cuevas es también uno de esos personajes. Una figura histórica que conocemos muy poco y que, alrededor de cuya biografía, quedan y quedarán muchas interrogantes sin responder. Son patriotas surgidos de las mismas entrañas del pueblo; urgentes hoy día en que en la nación puertorriqueña la disolución moral y material y la negación de lo nuestro son la orden del día.

Mariana Bracetti Cuevas (1825-1903)

Nace Mariana el día 26 de julio de 1825 siendo la más pequeña de los diez hijos procreados por don Francisco Bracetti y doña Antonia Cuevas; venezolano el primero y mayagüezana la segunda. El apellido “Bracetti”, parece ser una deformación del sustantivo “bracete”, diminutivo de brazo que antiguamente se utilizaba en España, proviniendo ambas palabras de la raíz catalana “braç», que significa “brazo”. Tal vez por conocimiento de este hecho o por una curiosa intuición, Mariana adoptaría posteriormente el seudónimo “Brazo de Oro”, es decir brazo magnifico, precioso, esplendoroso,

A los tres días de nacida fue bautizada con el nombre de Ana María en Mayagüez, hecho que no debe interpretarse como indicativo de que naciera en el vecino municipio, abonando a dicha consideración tal y como señala el investigador Jaime Carrero Concepción, el hecho de que la partida de bautismo no señalara el barrio o lugar preciso de nacimiento. Proveniente de una familia de pequeños propietarios, no gozó de las ventajas que tuvieron otros dirigentes del independentismo del siglo XIX. Si a esto añadimos el hecho de que se trataba de una mujer en una sociedad en donde éstas eran, y son, discriminadas surgiendo de éste modo impedimentos y escollos a su pleno desarrollo como seres humanos; podremos entender por qué su proyección y su desenvolvimiento como cuadro del separatismo es tan tardío y por qué el conocimiento de su vida es tan fragmentario.

Los años de la niñez y la adolescencia, debió vivirlos en el seno de su familia, entre las tareas cotidianas y recibiendo un mínimo de educación que la capacitara para competir en el Puerto Rico del siglo XIX. Sabemos que el 29 de julio de 1850, casó en primeras nupcias con José Adolfo Pesante Paz, matrimonio en el cual se procrearon cuatro hijos de nombres Josefa Antonia, Rita Antonia, Antonia Ramona y José Ramón Adolfo, quien con posterioridad fue alcalde del pueblo de Añasco. Es de notar el hecho de que pusiese el nombre de su madre, Antonia, a sus tres niñas. La relación entre Ana María y su madre Antonia Cuevas debió ser una muy rica, a pesar de los tiempos agobiantes que se vivían.

Residió esta época la familia Pesante-Bracetti con toda posibilidad en Añasco de donde era natural José Adolfo. En noviembre de 1856 enviuda Mariana. La epidemia del cólera morbo que entró en Puerto Rico por Naguabo causando la muerte a poco más de 30,000 personas, incluyendo 5,000 esclavos, azotaba a Mariana Bracetti. Pero la epidemia y los gastos extraordinarios que ocasionaba, precipitaban también la crisis del tesoro insular lo cual permitía que se perfilara al calor de dicha crisis un nuevo y más vigoroso liderato revolucionario que ya no esperaría libertades de España.

En Mayagüez, el 5 de agosto de 1856, el Dr. Ramón E. Betances Alacán, luego de informar a José Antonio Ruiz, Regidor del Ayuntamiento, la detección de “diez casos de colerina muy graves”, solicitaba del mismo que se tomaran las debidas disposiciones preventivas a la mayor brevedad. La ciudad de Mayagüez habría de ser dividida en dos secciones: el norte para José Francisco Basora y el sur para Betances. El espíritu de sacrificio demostrado por Betances lo convirtió de inmediato en un hombre admirado por todos.

En efecto, ante las peticiones de los comisionados de Puerto Rico y Cuba, España contestó con aumentos de impuestos, una mayor vigilancia y finalmente con órdenes de destierro. La organiza­ción de la Revolución era perentoria y desde el exilio, Betances junto a un puñado de valientes antillanos, trabajaba con ese propósito. El 6 de enero de 1868 se constituía en Santo Domingo el Comité Revolucionario Puertorriqueño. En la directiva, al lado de Betances estarían de momento Mariano Ruiz Quiñones, Carlos Elio Lacroix y Ramón Mella. La isla estaba agitada y la punzante propaganda del médico laborante comenzó a ver sus frutos con la fundación de las primeras juntas y legaciones revolucionarias. Lares y Mayagüez fueron los pueblos pioneros al informar la constitución de sendas células.

A partir de 1857, una vez vencida la epidemia, y con el arribo a la isla de Segundo Ruiz Belvis, el marco de acción del independentismo iba en aumento. La lucha abolicionista iba también en ascenso y, vinculada la abolición a una alternativa política, la situación se tornaba explosiva. La persecución y la vigilancia precipitaban la salida al destierro de los doctores Betances y Basora en 1858 y de Betances nuevamente en 1864. Pero a pesar de la ausencia de parte del alto liderato separatista, en Mayagüez y diversos pueblos se conspiraba.

Puerto Rico entraba en un período de convulsión y en este momento, Mariana Bracetti dejaría de ser una incógnita. El 7 de mayo de 1860 se había casado en segundas nupcias con Miguel Rojas Luzardo de origen venezo­lano. Este matrimonio significaría para Mariana el ingreso a ese mundo de conspiración que entonces germinaba. Miguel Rojas y Mariana Bracetti se trasladarían de Añasco a Lares poco después de su matrimonio y en dicho pueblo nacería el 22 de marzo de 1864 su hija Bruna María, a la cual bautizaban con el nombre de la madre de los Rojas, Bruna, y el de Mariana, es decir María. Fue en los primeros años de la década de 1860 también, cuando, según Luis Hernández Aquino, Miguel y Manuel Rojas, futuro comandante en jefe de los insurrectos de 1868, conocerían Betances Alacán. La red revolucionaria se iba ampliando hasta el mismo corazón de la isla.

En el comité de Lares aparecía como suplente la “benemérita ciudadana” Mariana Bracetti. No hay, sin embargo, consenso respecto a su participación concreta en la directiva de la junta encabezada por Miguel Rojas, quien entonces era su esposo. Si bien en las actas del Partido Revolucionario se incluye a este como uno de los cabecillas, en los documentos del Archivo General referentes a la “Revolución de Lares” no está. Siendo Miguel hermano de Manuel Rojas y vecino de éste, y habiéndose encontrado como veremos más tarde, las claves de los revolucionarios en su hogar, no existe la menor duda de que estaba vinculado al movimiento revolucio­nario.

A partir de aquel momento los hermanos Rojas, particularmente Manuel tendrían una participación más activa en los asuntos públicos que preo­cupaban a las mentes más alertas en la época. El 7 de mayo de 1866, sometido por el gobernador José María Marchessi y Oleaga un cuestionario sobre la libreta de jornaleros, proponía una asamblea de mayores contribuyentes de Lares que se suspendiera el uso de la fatídica libreta para todos los fines excepto para el de identificación del portador. Entre los firmantes estaba Manuel Rojas Luzardo, cuñado de Mariana. Ya sea este un criterio conservador como lo catalogó Labor Gómez Acevedo, o una posición demostrativa de la inmadurez del separatismo, como la evalúa Germán Delgado Pasapera, lo cierto y positivo es que el independentismo incidía y participaba en el proceso colectivo de tomar decisiones. Un solo hombre no iba a hacer la opinión del conjunto de mayores contribuyentes de Lares.

Entre 1860 y 1868 el independentismo había tenido un acelerado crecimiento no sólo entre los profesionales y los hacendados sino también entre las masas pobres de campesinos, jornaleros y esclavos. La independencia se iba convirtiendo en una alternativa al sistema colo­nial y en este proceso, sus dirigentes se iban radicalizando. De este modo, los veríamos lo mismo participando al lado de los liberales en espera de ciertas reformas al régimen, en la burocracia ocupando algunas posiciones dentro de los ayuntamientos y, finalmente, en la lucha armada cuando no quedó ninguna alternativa. Cuando todas las posibilidades de negociar con el Imperio Español un cambio ventajoso para las Antillas se cancelaron, el camino de la Revolución quedó libre y expedito. En la Junta Informativa de Reformas, celebrada entre noviembre de 1866 y abril de 1867, el separatismo jugó su última ficha en la legalidad sabiendo de antemano que la respuesta de España ante la solicitud de reformas iba a ser en la negativa.

Mariana Bracetti у Miguel Rojas estaban atravesando por una situación difícil a raíz del huracán San Narciso de octubre de 1867 y de los temblores de noviembre del mismo año. Así queda demostrado en una carta suscrita por la revolucionaria dirigida al gobernador Marchessi y fechada el 12 de noviembre de 1867. En la misma dramatizaba el hecho de que con su esposo enfermo y su hijo paralítico (debe refe­rirse a José Ramón Adolfo Pesante, su único varón); su oficio de costurera no le era suficiente para mantener a flote a la familia. Solicitaba permiso Mariana para retener un esclavo de su propiedad de nombre Marcos que tenía alquilado en una panadería de Añasco. Esta carta, según señala Olga Jiménez en su libro El Grito de Lares, al parecer no recibió respuesta del gobernador Marchessi. El huracán y los temblores habían obligado a muchos pequeños propietarios y a funcionarios de algunos ayuntamientos a solicitar que cesara el cobro de tributos en el año en curso. El país estaba sumido en la pobreza. Mientras por un lado el Partido Revolucionario Puertorriqueño se fortalecía, España se tornaba más suspicaz y fortalecía también su sistema de espionaje, convirtiendo a sus agentes comerciales en diversos puntos del Caribe en informantes y presionando a sus aliados para que no dieran albergue a los conspira­dores puertorriqueños en el exilio. En la isla, un movimiento revolucionario joven y sin gran experiencia desarrollaba una organiza­ción sólida pero propensa a la infiltración y dada a los descuidos que levantan sospechas en la oficialidad.

El verano de 1868 fue uno de gran actividad que no pasó inadvertida para las autoridades españolas. En los primeros días de septiembre se acordó levantar en armas la isla el día 29. Pero por un golpe de suerte para el gobierno, la Revolución en ciernes era descubierta. El capitán de milicias de Quebradillas Juan Castañón escuchó a dos jinetes dialogando sobre el asunto. Al otro día, 20 de septiembre, Carlos Antonio López, soldado de milicias, corroboraba la versión de Castañón. El allanamiento de la residencia de Manuel María González, presidente de la Junta Lanzador del Norte el día 21, obligaba a los revolucionarios a adelantar el estallido insurreccional para el día 23 de septiembre. En Lares se daría el grito de independencia. La Revolución de Lares, en cuyos detalles no podemos entrar en el marco de esta charla, sirvió de base para el desarrollo de una de las leyendas más hermosas, emotivas y permanentes de la historia nacional puertorriqueña: la leyenda de “Brazo de Oro”.

Mariana Bracetti, al igual que la mayoría de los conspiradores había adoptado también un nombre de batalla. Un nombre de batalla acorde con su personalidad y su función dentro del movimiento revo­lucionaria, Mariana, la costurera y ama de casa de oficio, fue también la ciudadana benemérita que confeccionó la bandera de la Revolución; fue la “Brazo de Oro”. Cayetano Coll y Toste en su Boletín Histórico de Puerto Rico apunta que al momento de la Revolución de Lares existían varias banderas con el mismo diseño que había enviado Betances desde el exilio y que habían sido cosidas por Mariana, por Dolores Cos у por Eduviges Beauchamp, miembro del comité de Maya­güez. La versión de Coll у Toste aparece sustanciada por la del investigador Vicente Borges, autor de unas Memorias de un revolucionario que basó en testimonios de veteranos de la Revolución y descendientes de éstos. Señala Borges la existencia de una bandera que para los días de la insurrección confeccionaba Mariana junto a Dolores Cos y la cual tenía la cruz latina con los cuadros azules en la parte superior y los dos cuadros rojos en la parte inferior pero con una estrella roja. Señala además Borges la existencia de una bandera bordada en el extranjero con una lanza sobre un disco plateado como diseño y una tercera que fue la que ocupó el coronel Manuel de Iturriaga con la típica estrella blanca.

Residencia de Manuel Rojas

Pero cierto es que al momento de asignar los cargos a los presos de Lares, el Juez Nicasio Navascués Aísa acusó a Mariana Bracetti de poseer las claves de los revolucionarios que fueron halladas en su residencia y a Eduviges Beauchamp por bordar la bandera. Sin embargo, y vale la pena señalarlo en aras de trazar la evolución de nuestra mujer-leyenda, el coronel Manuel de Iturriaga, según el periodista José Pérez Moris, conservaba como “trofeo, una bandera puertorriqueña de los independientes de Lares…, bordada sin duda por Brazo de Oro, o sea, la mujer que, al entusiasmo… unía una hermosura singular que magnetizaba hasta el heroísmo a los jóvenes de Puerto Rico libre”. Dicha bandera había sido encontrada en una de las dos cajas de pertrechos que los revolucionarios tenían enterradas en la finca de José Antonio Hernández, vecino de Camuy, y estaba cuidadosamente guardada en el fondo de una caja repleta de cápsulas. José Antonio Hernández se había negado a apoyar a los revolucionarios a última hora y tras tres días de cárcel en Arecibo, confesaba.

Mariana Bracetti, aquella “especie de hada de la insurrección”, como le decía Pérez Moris, había nacido para la leyenda. Presa temporeramente en Lares y trasladada a Arecibo, se acogió a la amnistía decretada por el gobernador José Laureano Sanz y Posse el 25 de enero de 1869. Pero el afán del dictador Sanz de “extinguir rápidamente con actos de generosidad los aciagos efectos de la funesta sublevación” no se cumplieron. En el ámbito popular el Grito de Lares y los héroes y mártires que en él nacieron no fuero relegados al olvido. Mariana tampoco iba a ser relegada al olvido. La mujer que, según Pérez Moris, “Bordaba banderas y seducía con sus encantos a los futuros libertadores”, crecía en magnitud ante el pueblo que la cantaba en los campos y la recordaba en las tertulias. Así lo demuestran los versos que recogió Germán Delgado Pasapera de labios de su madre y que según él mismo señala «cruzaba campos y pueblos»:

Marianita se encierra en su cuarto

y allí sola se pone a pensar…

¡Si el tirano la viera bordando

la bandera de la libertad!

Retirada de las luchas políticas y ya fuera del presidio, nace en Añasco al 28 de septiembre de 1870 su hija Wencesla Higinia Rojas. Desaparecido de la isla Miguel Rojas posiblemente hacia ese mismo año, procuró Mariana disolver su matrimonio con éste y el 6 de abril de 1875 casó en terceras nupcias a la edad de cincuenta años con Ruperto Santiago Laviosa Olavarría, comerciante aguadillano.

El 25 de febrero de 1903 fallecía en Añasco aquella dama que Luis Lloréns Torres llamó “bravo modelo de patriotismo… la bella y magnánima doña Mariana Bracetti”. La vida había sido dura con ella pero aunque no se diera cuenta,  su ejemplo sería imperecedero. Había fallecido la elegante dama de la mirada perdida, los pómulos salientes, el rostro aindiado y el cabello cuidadosamente trenzado sobre el pecho. Aquella que Sanz decía que con sus “halagos y seducciones hacía prosélitos en grande escala”. La dama que signó la conciencia del pueblo y que hallamos presente en Mercedes Caraballo de Jesús, campesina que en 1895 fue condenada junto a 27 labradores más por defender con el machete la vida de los conspiradores que en Arroyo y Patillas laboraban por la independencia; presente en Natalia Vega Bonilla, esposa de Fidel Vélez, que cosió la bandera que enarbolaron los insurrectos de Yauco en 1897, y presente en Luisa Capetillo, dirigente sindical y feminista que tal día como hoy en 1915 fue arrestada por andar con falda pantalón en público. Presente en Blanca Canales, en Rosa Collazo, en Isabel Rosado, en Carmín Pérez.

Hoy, más que nunca, podemos decir con Germán Delgado Pasapera: Mariana sigue soñando, con una estrella lejana…

febrero 14, 2019

La insurrección de 1868 en la memoria: la década del 1930

  • Mario R. Cancel Sepúlveda
  • Catedrático de Historia

Pedro Albizu Campos se impuso la tarea de dar a la Insurrección de Lares y al separatismo el lugar prominente que nunca había tenido durante los siglos 19 y 20. Buscaba confrontar la amnesia colectiva cultivada por dos órdenes coloniales distintos que resentían el acto rebelde.  La efervescencia generada por el retorno de los restos de Ramón E. Betances Alacán a la isla en 1921 fue un preludio sugestivo. Hasta esa fecha la memoria de pasado rebelde de Puerto Rico había sido suprimida y descontextualizada o, a lo sumo, edulcorada hasta reducirla a la expresión de un acto romántico, irracional y precipitado, tal y como sugería la discursividad liberal reformista y autonomista. El resultado neto de aquel proceso puede percibirse en el Lares folclórico y despolitizado que se rememoraba privadamente como un signo de disgusto con la España que se había dejado atrás en 1898 de la mano de Estados Unidos. Una vez concebido de ese modo, el acto subversivo de 1868 resultaba inofensivo para la soberanía estadounidense.

Discurso en el Sixto Escobar

Hay un detalle que no puede ser pasado por alto.  Algunos de los veteranos del 1868 y del 1895 que todavía vivían acabaron por militar en las filas del estadoísmo republicano. Además, una parte significativa de la memoria del pasado rebelde estaba en posesión de los herederos del separatismo anexionista. La reflexión de los intelectuales estadoístas republicanos en el estilo de Roberto H. Todd, cuya obra merece una lectura más profunda de la que se le ha dado hasta el presente, es un modelo de ello. Una y otra situación estimuló que se presumiera una continuidad “natural” o “lógica” entre los objetivos del separatismo del siglo 19 y los del nuevo régimen del 20, hasta el punto de que llegó a sugerirse que el 1898 había consumado el ideal revolucionario decimonónico. El argumento no solo fue esgrimido por intelectuales estadoístas republicanos sino por notables voces estadounidenses que reflexionaron sobre el fenómeno del encuentro del 1898 en numerosos libros durante el primer tercio del siglo pasado. Aquella era una manera de aplanar un escenario problemático y ponerlo al servicio del orden posinvasión.

El elemento que sellaba la continuidad entre los separatistas independentistas del siglo 19 y el nuevo régimen era el antiespañolismo agresivo de su liderato más visible, postura inherente a las teorías progresistas y modernizadoras de Betances. Aquel discurso no tomaba en cuenta, por supuesto, el antianexionismo militante del activista de Cabo Rojo, a la vez que pasaba por alto por alto las duras críticas que el dirigente había manifestado ante cualquier forma de autonomía al lado de España o de protectorado al lado de Estados Unidos. Betances no confiaba en los puntos medios, las etapas de tránsito o los acomodos tácticos que, a la larga, podían conculcar la meta de la “independencia absoluta”, nombre con el que denominaba a su proyecto político a fin de diferenciarlo de la “media independencia” de muchos países del orbe hispanoamericano.

El emborronamiento, olvido o desconocimiento del radicalismo betanciano permite comprender, por una parte, el respeto cándido en las virtudes de los ideales de los republicanos continentales y la confianza en que la autonomía era un lugar jurídico que adelantaba la independencia que manifestó José de Diego Martínez. También arroja luz sobre el hecho de que el Partido Nacionalista rindiera culto en el panteón de la nacionalidad a figuras que nada tenían que ver con su proyecto radical. Ese era el caso de José Gautier Benítez, recordado por el valor de su poesía romántica y patriótica a pesar de que en 1868 había luchado contra los insurrectos de Lares; o de Luis Muñoz Rivera, un crítico agresivo de la experiencia revolucionaria del 1868 y un declarado opositor a la independencia de Puerto Rico lo mismo ante España que ante Estados Unidos cuyo retrato engalanada la tribuna nacionalista en la década de 1920. La idea de la Nación como una “casa grande” donde las contradicciones eran ignoradas a fin de que todos cupiesen en ella funcionaba bien para los muertos del imaginario nacional, pero nunca produjo los efectos deseados en medio de un presente ominoso y lleno de contradicciones.

La imagen del pasado rebelde que desarrolló Albizu Campos en el marco del nacionalismo exigente y el principio de la “acción inmediata” tras la asamblea de mayo de 1930, fue un proyecto original y pertinente. Sin embargo, no puede obviarse que fue elaborado sobre la base de recursos limitados:   el conocimiento de la cultura revolucionaria del siglo 19 en aquella fecha era muy superficial. El contenido de aquel pasado y la arquitectura que se le dio estaba mediada por aquella condición. Su enunciación no podía depende de una historiografía profesional madura por entonces inexistente o en proceso de formación. El contenido debía suplirlo la memoria cargada de subjetividad de unos cuantos testigos directos o indirectos de los hechos. La memoria informal ocupó el lugar del pasado formalizado en el proceso de elaboración de una narración de la nación aceptable. El registro que sigue no es exhaustivo, pero me permitirá confirmar las carencias de una concepción del pasado que, desde mi punto de vista, resultó ser ineficaz.

Los fundamentos: reliquias, monumentos vivos y fuentes

Por un lado, el nacionalismo echó mano del contacto directo con los testigos directos o indirectos de la experiencia revolucionaria de 1868 y 1895. Con ello se establecían las zapatas para un panteón heroico nacional que la intelectualidad y la militancia nacionalista completarían en la reflexión y en la praxis. El vínculo se estableció por medio de los pocos sobrevivientes o los descendientes de los participantes en aquellos eventos. La reverencia a los veteranos de la experiencia armada de 1868, muy pocos a la altura de 1930, debió estar cargada de una profunda emocionalidad que invitaba al culto.

Un ejemplo de ello es la breve relación que estableció Albizu Campos con Pedro Angleró con quien se entrevistó en Barrio Obrero en 1931 poco antes de su muerte ocurrida el 16 de octubre de aquel año. Los hermanos Angleró, Polo y en especial Pedro, quien no es mencionado por su nombre en la memoria histórica de José Pérez Moris, fueron cruciales para el imaginario nacionalista. De acuerdo con aquel periodista integrista, los hermanos Angleró habían sido parte de “la vanguardia de los salteadores (rebeldes) y fueron los primeros que, excitados por los que al grito de ¡viva la libertad!”, se integraron a la columna revolucionaria en ruta hacia el pueblo de Lares. Todo parece indicar que algunos esclavos de Ambrosio Angleró se habían incorporado a los insurrectos al mando de Manuel Rojas cuyo programa prometía la libertad a todo esclavo que tomara las armas por la independencia. La “partida” de los “hermanos Angleró” se mantuvo activa en las selvas y montes de Maricao hasta el 4 de octubre cuando fue capturada en la finca de Ambrosio en las Guabas por la fuerza del Teniente Coronel Cayetano Iborti.

El encuentro entre personal Albizu Campos y Angleró tuvo un valor simbólico incalculable. La peregrinación hacia aquella figura icónica, como la romería hacia un santón y su santuario, buscaba establecer un vínculo preciso con el pasado que se buscaba reproducir y, a la vez, confirmar la continuidad entre el separatismo independentista y el nacionalismo de nuevo cuño. Tanto es así que, cuando en 1967 el Partido Nacionalista, entonces bajo la presidencia de Jacinto Rivera Pérez, publicó el panfleto Lares 6 proclamas del nacionalismo 1930-1935 como preparación para la conmemoración del centenario, el preámbulo de aquellas fue ilustrado con los iconos de Betances, Angleró y Albizu Campos bajo el significativo epígrafe “Pasan la antorcha de la historia y la libertad”.

Un efecto análogo debió tener el culto que se levantó alrededor de Antonio Vélez Alvarado considerado, sobre la base de una anécdota, el “padre de la bandera” emblema de la Sección de Puerto Rico del Partido Revolucionario Cubano. Aquel había sido un comité puertorriqueño en el cual los intereses de los separatistas independentistas y los separatistas anexionistas convivían y en ocasiones chocaban. El principio que los había mantenido unidos durante años había sido la animosidad que manifestaban hacia el poder político español. Aquella bandera se había convertido, a la altura de 1930, en la enseña del Partido Nacionalista que Albizu Campos conducía.

En este caso el contacto entre las dos figuras poseía una complejidad particular por dos cosas. Por un lado, Vélez Alvarado había sido corresponsal casual de Betances al final de su vida cuando a éste se le solicitó que fuese presidente honorario del nuevo comité revolucionario puertorriqueño con el fin de imbricar la experiencia del 1868 y el 1895. Por otro lado, a diferencia de otros militantes separatistas, tras la invasión de 1898 había continuado defendiendo la independencia para su país. Hasta el 1917 había sido parte del Partido Unión cerca de la figura de De Diego. Su decisión de abandonar aquel partido se produjo a raíz de la afirmación de la corriente conservadora que se impuso tras la muerte del abogado de Aguadilla y la afirmación de Antonio R. Barceló en la presidencia.

Poco después de aquellos hechos el unionismo abandonó la independencia y se impuso la defensa de un tipo de autonomía bajo la soberanía estadounidense en el contexto de un proyecto presentado por Phillip P. Campbell, un representante republicano de Kansas, en 1921. Entre 1919 y 1922 Vélez Alvarado promovió, junto de José Coll y Cuchí y José S. Alegría, entre otros, la fundación del Partido Nacionalista. En un sentido amplio, fue parte de lo que luego Albizu Campos motejó como “nacionalismo ateneísta” durante la asamblea del 1930. Su pasado lo excusaba de ello: Vélez Alvarado constituía un eslabón real entre una vieja y una nueva forma de lucha por la independencia, asunto que tampoco ha sido tratado con propiedad por los investigadores de este campo.

Aparte de ello, durante la conmemoración de la insurrección en Lares en 1932, el partido convocó a la tribuna a Josefina Cuebas y Cuebas, una sobrina de la mítica “costurera” de la bandera de 1868, Mariana Bracetti; y a un hijo adoptivo de Francisco Ramírez, figura que había ejercido como Presidente de la primera efímera república. Su presencia durante el acto también traía a la memoria al Ministro de Estado de la República de 1868, Manuel Ramírez, identificado irónicamente por Pérez Moris en su memoria como “administrador de una gallera”. Albizu Campos ansiaba que el nacionalismo al cual apelaba fuese interpretado como la culminación genuina del proyecto inacabado del 1868 al cual atribuía la génesis de un Puerto Rico libre infringido que debía ser restituido. Aquellos seres eran la expresión material de la memoria que se quería edificar independientemente de las ideas que defendieran en el nuevo siglo. Con excepción de Vélez Alvarado, nada se sabe de las posturas políticas de los demás. El nacionalismo los presentaba ante la comunidad puertorriqueña como reliquias de carne y hueso, como el residuo o vestigio tangible de un pasado glorioso y, de paso, los erigía como monumentos que invitaban a la emulación. La invención de una memoria confiable era crucial para el nacionalismo.

Por otro lado, debo destacar la contradictoria pasión betanciana que manifestara Albizu Campos desde su regreso a Puerto Rico durante su breve militancia en el Partido Unión. En 1924, poco después del arribo de los restos del patriota a la isla gracias a las gestiones de los unionistas moderados y la dispensa de su viuda Simplicia Jiménez, reclamó que se levantase un monumento en su memoria ya fuese en Cabo Rojo o San Juan, haciéndose eco de una protesta del militar, escritor y empresario hispano-puertorriqueño Ángel Rivero Méndez. La propuesta me parece significativa: en aquel momento no estaba claro si Betances debía ser rememorado como un objeto de culto local o nacional. Con posterioridad se transó en favor de la primera opción, decisión que no impidió su proyección como un valor nacional e internacional después de la década de 1960.

A todo ello habría que añadir las carencias bibliográficas del momento histórico en que se elabora la reflexión sobre la revolución del siglo 19. La gesta lareña había sido el tema de la obra El Grito de Lares (1917), un drama histórico de Luis Lloréns Torres antecedido de un prólogo de Luis Muñoz Rivera. Todo parece indicar que tras el 1898 el dirigente unionista, un viejo adversario del separatismo independentista como buen heredero del liberalismo reformista y el autonomismo, se sentía más seguro a la hora de evaluar la gesta separatista. También estaba disponible el panfleto Memorias de un revolucionario (1915) publicadas por Vicente Borges, hijo, obra que recogía el testimonio de un insurrecto lareño. Borges había sido miembro del centro Espiritista “Lazo Unión” ubicado en Lares, institución dedicada a los “Estudios Psicológicos”, de acuerdo con el membrete de una carta ubicada en el archivo de Roberto H Todd, dirigida por aquel al Mayor General George W. Davis.

Pensador de ideas progresistas que anticipan las de Rosendo Matienzo Cintrón, en 1899 Borges favorecía el reclutamiento de policías municipales de “ilustración completa”, es decir educados, con el fin de evitar “atropellos injustos” a la comunidad, e insistía en que se hiciera realidad la libertad de cultos prometida por los invasores con lo que esperaba se afirmarían la tolerancia y los valores seculares vinculados a la modernidad. Para Borges, sin embargo, Lares había sido el resultado del esfuerzo conjunto de liberales reformistas y separatistas y no la secuela del choque entre aquellas dos posturas, en efecto, excluyentes. Sus posturas políticas a altura del 1915 son inciertas, aunque se sabe que fue representante a la Cámara de Delegados por el Partido Unión entre 1906 y 1908 con toda probabilidad en el marco del independentismo dieguista.

Aunque no me consta una lectura de las obras por parte de Albizu Campos, su conocimiento sobre el fenómeno revolucionario del 1868 no podía exceder aquellos límites. En sus comentarios dispersos sobre el asunto entre 1924 y 1948 reprodujo muchas de las posturas acríticas de Borges como se verá más adelante. Sobre aquel fundamento se convenció de que el rescate de la insurrección de 1868 podía servir para reforzar el nacionalismo emergente e innovador de sus tiempos de crisis económica, política y espiritual. Las proclamas para los actos de conmemorativos 1930 a 1936 sintetizan su interpretación sobre aquel complejo conjunto de fenómenos.

Nota: Segunda parte del conversatorio “La insurrección de Lares de 1868 en la memoria nacionalista” en Lares: memoria y promesa en el Aula Magna del Centro de Estudios Avanzados de Puerto Rico y El Caribe, San Juan, P.R. 15 de septiembre de 2018. Publicada originalmente en 80 Grados Historia el 25 de enero de 2019

 

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