Puerto Rico entre siglos: Historiografía y cultura

diciembre 14, 2018

La insurrección de 1868 en la memoria: el tránsito del siglo 19 al 20

  • Mario Cancel Sepúlveda
  • Historiador y escritor

 A los colegas y amigos José Paralitici y Miguel Rodríguez López

Punto de partida: dos pretextos betancinos

En agosto de 1891 Ramón E. Betances Alacán respondía una carta fechada el 29 de junio de Manuel Sanguily en la cual este le interrogaba sobre los hechos de Lares en 1868.  Sanguily planeaba escribir una historia de la revolución de Cuba por lo que Lares y Yara, movimientos antiespañoles sin conexión política concreta, eran temas de reflexión.  Dos cosas evidencian la respuesta de Betances. La primera era la desazón que le producía recordar el evento. La segunda, lo poco que podía aportar por “no tener a la mano ni el libro de Labra ni el de Moris y Cueto”.  Había perdido incluso las notas periodísticas escritas para Le XIXe Siècle, colección que “se ha llevado el viento con otras tantas cosas, como se lleva el humo de un tiroteo de guerrillas”. Sin libros ni archivos solo le quedaba la memoria, esa materia en bruto que un buen historiador podía pulir si se lo proponía.

En mayo de 1894 respondió otra nota enviada en abril esta vez por Sotero Figueroa quien se encontraba en Nueva York. Figueroa le consultaba porque quería escribir sobre, según Betances, los “patriotas puertorriqueños que tuvieron la osadía de lanzarse a lo que llama Muñoz Rivera la raquítica algarada de Lares” . El líder de Barranquitas no era el único que había devaluado el acto rebelde por motivaciones políticas sino quizá el más notable. Los autonomistas fueron consistentes en aquella actitud a fin de que no se les relacionara con el separatismo de cualquier tipo, ni el independentista ni el anexionista. La congoja que embargaba a Betances tenía que ver con lo que llamaba la ingratitud de Muñoz Rivera ante “el acto único de dignidad” de Puerto Rico al reclamar la abolición de la esclavitud y la independencia en un acto de la envergadura de Lares.

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José Pérez Moris

El recuerdo de la insurrección, un icono de la lucha anticolonial para el exilio independentista resultaba embarazoso para los liberales y los autonomistas. La revolución separatista fue un tema marginal en la historiografía puertorriqueña decimonónica. La autocensura y el olvido voluntario se impusieron entre los intelectuales coloniales quienes, sin embargo, fueron capaces de configurar una Historia Regional moderada centrada en el respeto y la sumisión a los valores hispanos.

El núcleo de la versión liberal y autonomista giró alrededor del tema de las motivaciones y desembocó en un bien acoplado relato del fracaso que excluía la separación de España como una opción racional o legítima. Alejandro Tapia y Rivera (1882) lo calificó como un acto de “descontentos”, Francisco Mariano Quiñones (1888) como una “asonada” o “calaverada”, “mal planificada” y “peor ejecutada”; y Salvador Brau Asencio (1904) como un acto “prematuro” y “precipitado” que culminó en una mera “algarada”.  El Muñoz Rivera que citaba Betances en 1891 representaba un sector muy amplio de la case criolla no separatista. La idea de Lares como un motín sin sentido no sólo devaluaba sus metas políticas sino que colocaba a los no separatistas en la frontera del anti-separatismo integrista.

Acorde con aquella postura inculparon al separatismo y al 1868, no a España, por el retraso en la concesión de “libertades” hasta el 1897 olvidando que aquellas se articularon en el contexto de una crisis internacional insostenible y como expresión de la desesperación de una España débil. Independientemente de lo errado que hoy pueda resultar semejante juicio la postura resulta comprensible. Los liberales y los autonomistas eran también críticos puntillosos e inteligentes de la relación con España, pero no querían aventurarse a que se les confundiera con los separatistas porque ello ponía en peligro sus aspiraciones concretas. Las disputas por el control del protagonismo de la oposición a España en defensa del proyecto liberal y modernizador no se circunscribieron, en efecto, a la política. Los liberales y los autonomistas también compitieron a los separatistas el logro de la supresión de la esclavitud y la libreta de jornaleros en 1873, es decir, el paso clave para la modernización del mercado, triunfo que Betances reclamaba para el separatismo en la nota a Figueroa de 1894.

La censura del tema de Lares no fue responsabilidad solo de liberales y autonomistas. La versión conservadora o incondicional, la del José Pérez Moris y Luis Cueto que Betances no tenía a la mano en 1891, trató al separatismo como un virus social peligroso que había que erradicar a la fuerza en términos análogos a los que había usado Pedro Tomás de Córdova, Secretario de la Gobernación de Miguel de la Torre, en la década de 1830. Los sinsabores que produjo la separación de Hispanoamérica siguieron vivos durante una parte significativa del siglo 19. A pesar de todo, el médico rebelde sabía que la historia publicada por aquellos en 1872 era indispensable a la hora de reflexionar sobre la rebelión. El libro era un registro documental muy minucioso que informaba sobre la mentalidad del integrismo y la interpretación que daban aquellos a los valores de la hispanidad, culto que terminaría por imponerse como un canon  en el Puerto Rico posterior al 1898. El texto informaba sobre otros asuntos de gran interés: el carpeteo decimonónico y las redes de informantes de entonces no eran diferentes de las que alimentaron el fichado político en el siglo 20. El libro citado, como he comentado en otro artículo, motejaba al liderato de Lares como uno incapaz para la tarea que se propuso, insistía en que servía a intereses egoístas y extranjeros y le imputaba una disolución moral que servía para justificar su exclusión de la hispanidad.

La versión separatista que adelantaban Sanguily y Figueroa, surgía cuando más falta hacía evaluar un pasado de luchas y fracasos. Los actos del 1868 no habían conducido a donde se esperaba y el separatismo independentista había sido testigo del crecimiento del interés de Estados Unidos en la región y del anexionismo. Una nueva generación de rebeldes reconoció a la altura de 1890 la necesidad de construir un pasado con los restos de la memoria de los sobrevivientes del liderato del medio siglo 19. La segunda la segunda fase del Ciclo Revolucionario Antillano, que comienza después del Pacto de Zanjón (1878) y el fracaso de la Guerra Chiquita (1879) en el exilio, no tuvo el mismo impacto en Cuba y en Puerto Rico. La pequeña Antilla se transformó en un apéndice incómodo de la causa cubana. En ese sentido la conversión de la memoria en historia poseía una importancia particular para los antillanos puertorriqueños.

La gestión de los amigos de la memoria en especial Figueroa, cerca de Betances, fue exitosa. Su curiosidad en una colección de biografías publicada en 1888, y en una serie de artículos sobre la insurrección de Lares difundida en el periódico cubano Patria en 1892 gracias al apoyo de un revolucionario de la nueva generación, José Martí Pérez. El proceso de convertir a Lares en el signo de la identidad nacional había comenzado. El asunto no deja de contener una curiosa paradoja. Figueroa, era un ex autonomista mulato de Ponce que no veía la relación de Puerto Rico y España en los mismos términos que los liberales y autonomistas más influyentes. Sus escritos inauguraron un discurso laudatorio y romántico comprometido con la reivindicación de un acto selectivamente negado. Su retórica estaba acorde por completo con la queja de Betances en torno a la actitud de Muñoz Rivera en la carta de 1894. A pesar de que no se puede garantizar cuanta penetración tuvieron los escritos de Figueroa en el universo de lectores potenciales, lo cierto es que el tono adoptado se reiteraría en distintos momentos en la discursividad del nacionalismo puertorriqueño del siglo 20. La idea del “rescate” de la gesta olvidada implicaba una queja franca respecto al omisión, voluntario o no, por parte de las elites intelectuales coloniales no separatistas.

Un evento que sin duda animó el recuerdo del 1868 fue el retorno de los restos de Betances a Puerto Rico, proyecto que involucró al gobernador colonial Arthur Yager (Dem. 1913-1921) y a los sectores nacionalistas moderados que militaban en el partido Unión de Puerto Rico, en particular a   Félix Córdova Dávila, Alfonso Lastra Charriez y Antonio R. Barceló, colaboradores cercanos al gobernador y defensores del self government.  Los autonomistas de nuevo cuño diferían de los del siglo 19: miraban con alguna nostalgia la vida y ejecuciones del líder rebelde decimonónico. Aquellas voces reiteraban, en gran medida, las ambigüedades que habían caracterizado a Muñoz Rivera, un antiguo adversario de la memoria de Lares, y José de Diego Martínez, prominente abogado de Aguadilla y fundamento de lo que luego el licenciado Pedro Albizu Campos motejó como el “nacionalismo ateneísta”.

El escenario del retorno contenía sus propias paradojas. La primera tenía que ver con la violación de la petición de un muerto. Traer los restos de Betances a Puerto Rico era atentar contra su voluntad testamentaria. En el inciso 15 de su testamento había sido muy enfático en que sólo “cuando llegue el anhelado día” se le devolviera a su “querido Puerto Rico (…) envuelto en la sagrada bandera de la patria mía”. Sin duda “el anhelado día” se refería a la independencia y el Puerto Rico de 1921 no era soberano, sino que seguía sometido a una relación colonial bajo el palio de la Ley Jones de 1917.  La voz del médico esbozaba en aquel inciso el sabor de un nacionalismo emotivo que presagiaba los tonos que dominarían el de los 1930.

La segunda paradoja se relacionaba con el gobernador al cual los estadoístas republicanos consideraban un aliado de los unionistas.  Aquellos afirmaban que Yager trabajaba de acuerdo con aquellos “contra el americanismo en Puerto Rico”, asunto que ya he comentado en otro momento. La alianza tenía un costo para los unionistas: Yager esperaba que los unionistas lo favorecieran en sus aspiraciones a la presidencia de la Universidad de Puerto Rico.

La tercera contradicción tenía que ver con Lastra Charriez, entonces vice-presidente de la Cámara, y una figura que merecería un estudio aparte más allá de biografía laudatoria. Su creciente moderación política lo convierte en un modelo respecto a cómo un profesional educado colonial se insertaba en las redes del poder colonial desde el unionismo. En 1936 el abogado fue parte de la defensa de los policías insulares acusados de asesinar a Elías Beauchamp e Hiram Rosado en el cuartel de San Juan tras la ejecución del jefe de la policía Elisha F. Riggs. Su presencia fue suficiente para que el testigo de los hechos, el periodista Enrique Ramírez Brau, guardara silencio sobre el asunto por algún favor que le debía al abogado según aseguraba en sus Memorias de un periodista (1968)

Yager, en un probable acto de astucia política, estuvo ausente de la isla durante los días de los actos y encargó al gobernador interino José E. Benedicto Géigel que atendiera los mismos. Además de los unionistas mencionados, el acto movilizó intelectuales estadoístas hispanófilos como Cayetano Coll y Toste, Historiador Oficial; a distinguidas figuras de anexionismo del siglo 19 y el estadoísmo del siglo 20 incluyendo a un viejo amigo de Betances y Eugenio María de Hostos Bonilla, Julio Henna, y el educador y escritor Juan B. Huyke. Henna y Huyke, como se sabe, mantenían una sana distancia del estadoísmo republicano y del doctor José Celso Barbosa, por cierto.  La figura central de la efemérides fue Simplicia Jiménez Carlo, la viuda de Betances responsable de otorgar un poder para traerlo a la isla a pesar de la voluntad testada de su compañero.

En 1920 Betances fue reinventado y ajustado a la nueva situación. En su evaluación Coll y Toste afirmó que aquel “nunca sintió odio hacia España”, un argumento que luego el nacionalismo repetirá acríticamente, a la vez que aseguraba que, si la Corona le hubiese reconocido los “10 Mandamientos de los Hombres Libres” jamás hubiese sufrido el exilio. Coll y Tosta veía en aquel documento sedicioso algo asó como un adelanto metafísico de la Carta de Derechos de Estados Unidos. Con ello el historiador validaba la apropiación de la causa del caborrojeño como una que se completaba con la invasión del 1898. La retórica es comprensible en el escenario en que se articulaba la misma.

La idea de un Betances Alacán amigo y admirador de los logros de Estados Unidos está bien documentada. La admiración a la figura en la prensa estadounidense de los días de la invasión no puede ser puesta en entredicho y algunos foros lo veían como un candidato idóneo para la presidencia de una Cuba Libre amiga del invasor y no a Tomás Estrada Palma. Sus concepciones políticas antianexionista también son bien conocidas. Pero resulta innegable que una relación entre iguales entre Puerto Rico y Estados Unidos desde la soberanía era geopolítica y económicamente inevitable en el contexto de fines del siglo 19. Admirar y respetar a aquel país y querer evitar su absorción material e inmaterial no eran posturas excluyentes.

El problema de la lógica de Coll y Toste era que reincidía en al argumento de los liberales y los autonomistas del siglo 19: la insurrección había sido un acto azaroso e innecesario.  La imagen de Lares en la educación pública no era muy distinta. También el doctor Paul G. Miller reprodujo la interpretación liberal y autonomista en un libro de historia publicado en 1922. En aquel el autor insistió en que Lares respondía a intereses extranjeros y no a la voluntad de los puertorriqueños. La idea de que Lares no representaba lo mejor del país era clara. A la altura de 1920, Betances Alacán era una caricatura de sí mismo y Lares había sido reconfigurado para ponerlo al servicio de los proyectos de autonomistas y estadoístas. El ejercicio retórico no se hacía para asegurar que “Lares nos pertenece a todos”, como románticamente aspiran algunos en el presente. La meta era que “Lares nos pertenece a todos…excepto a los independentistas” quienes nunca comprendieron su verdadero sentido. Historiográficamente en 1921 Lares y betances habían sido reducidos a un simple “bache” de poca relevancia en la “autopista” del Progreso que la hispanidad había construido y que Estados Unidos continuaba.

Nota: Primera parte del conversatorio “La insurrección de Lares de 1868 en la memoria nacionalista” en Lares: memoria y promesa en el Aula Magna del Centro de Estudios Avanzados de Puerto Rico y El Caribe, San Juan, P.R. 15 de septiembre de 2018.

Publicado originalmente en 80 Grados-Historia el 17 de noviembre de 2018

diciembre 10, 2015

Reflexiones: Puerto Rico desde 1990 al presente I

  • Mario R. Cancel Sepúlveda
  • Catedrático de Historia

Los caminos hacia el neoliberalismo

En términos globales la década del 1990 fue el escenario del fin de una era y el inicio de otra. Los efectos sobre Puerto Rico fueron enormes aunque su papel en el giro, dada su relación de sumisión colonial con Estados Unidos, fue muy poco. El Puerto Rico moderno y dependiente, producto de las prácticas legitimadas tras el fin de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), vio como se cancelaban sus posibilidades, situación que abrió paso a un periodo de vacilación cuyos efectos aún no han sido superados. La incertidumbre económica, política y cultural, se manifestaron por doquier por el hecho de que las frágiles garantías que había ofrecido Operación Manos a la Obra (1947-1976) y su secuela,  la Sección 936 desde 1976, estaban en entredicho. Como se sabe, la condena final de la política de exenciones impuesta en 1976 se anunció en 1996 dejando al país con un periodo de 10 años, hasta 2006, para que hiciese los ajustes pertinentes para sobrevivir sin aquel recurso.

Los paradigmas sobre los cuales se habían apoyado las  políticas económicas de 1947 y 1976 se derrumbaron en la medida en que el capitalismo internacional, encabezado por Estados Unidos, se reorganizó recuperando la tradición del liberalismo clásico y la libre competencia desembocando en el discurso y la praxis neoliberal. La “relación especial” entre Puerto Rico y Estados Unidos, si alguna vez lo fue, dejó de serlo. El libre comercio con Estados Unidos se generalizó y la moneda común dejó de ser un rasgo exclusivo de nuestro mercado. Las “teorías del pacto” esgrimidas en 1952 por los defensores del estadolibrismo, había creado la ilusión de que existía un “pacto bilateral” entre  dos hipotéticos “iguales”. Los cambios de la década del 1990 demolieron aquella presunción.

Puerto Rico vio como las columnas sobre las cuales se había levantado el crecimiento económico (y dependiente) del Estado Libre Asociado -exenciones contributivas, trato preferencial selectivo, proteccionismo, asimetría salarial, austeridad en el gasto público, intervencionismo del estado en el mercado, ahorro individual- comenzaron a perder legitimidad en el nuevo orden. Incluso el papel adjudicado a la isla en el contexto de la Guerra Fría (1947-1991) tuvo que ser reevaluado: la “vitrina de la democracia” ante la “amenaza comunista” en Hispanoamérica era cosa del pasado tras la caída del Muro de Berlín y el fin de la Guerra Fría. El derrumbe de aquel espejismo hacía necesaria la reformulación de las relaciones entre, por un lado, Puerto Rico y Estados Unidos; y, por otro lado, Puerto Rico y el mundo.

 

Neoliberalismo y anticolonialismo

Aquellas circunstancias explican el hecho de que la década de 1990 fuese interpretada como un momento apropiado para la descolonización. De un modo u otro se comprendía que el orden de 1952 dejaría de ser funcional y que la soberanía, ya fuese en la forma del Estado 51, la Independencia o un Pacto de Libre Asociación, sería necesaria para facilitar la inserción del país en la economía neoliberal y global. El consenso, excepto en el influyente sector de los populares más conservadores, era que el ELA no era un estatuto soberano sino un régimen de dependencia colonial y que la interdependencia que la era global imponía como pauta, requería soberanía o independencia jurídica en buenos términos con Estados Unidos. Un tropiezo cardinal de aquel proceso fue que, cuando llegó el 2006 y cerró el periodo de transición tras la eliminación del amparo de la Sección 936, nada se había conseguido: la economía  estaba estancada y el tema del estatus empantanado.

El giro al neoliberalismo vino acompañado en Puerto Rico por el desprestigio del “orden democrático” emanado de la Segunda Guerra Mundial. La discursividad de la guerra contra el totalitarismo nazi y fascista había sido uno de los componentes del populismo del primer Partido Popular Democrático (1938). La confianza en la democracia electoral y el saneamiento de la imagen maltrecha de los partidos políticos como instrumento confiable de lucha para los puertorriqueños no tuvo un efecto permanente. El escándalo de la aplicación de la Ley Smith criollizada en la forma de la Ley de la Mordaza de 1948,  el asunto de la recopilación de las carpetas informativas de ciudadanos considerados potencialmente  subversivos  destapado en 1986,  su devolución y la demanda civil que generó el caso en 1992, desenmascararon el significado de la “democracia” en la era de la Guerra Fría. Aquella democracia electoral, partidista y constitucionalista había violado los derechos civiles de numerosos ciudadanos comunes de múltiples formas. Entre la Cheká, la Schutzstaffel, el Buró Federal de Investigaciones y la División de Inteligencia de la Policía de Puerto Rico no había mucha diferencia. La discusión sobre este verdadero “déficit democrático” en el marco de la relación colonial, se hizo pública en numerosas publicaciones académicas y en la prensa del país.

La inestabilidad del orden heredado propició un auge inusitado pero comprensible del estadoísmo y sus organizaciones. Después de todo, el PPD era uno de los principales acusados y el independentismo, ya fuese socialdemócrata, socialista o nacionalista, atravesaba por un momento de reflexión que más bien parecía una crisis. Por eso la década de 1990 da la impresión de haber sido el decenio de un estadoísmo dinámico, encabezado por un liderato innovador y agresivo. El estadoísmo radical, exigente e inmediatista en cuanto al reclamo de Estado 51, cuya genealogía podría trazarse hasta la figura del abogado Carlos Romero Barceló, se impuso como el estilo dominante. Lo cierto es que desde 1968 al presente el estadoísmo ha ejecutado una revisión profunda de las posturas de su fundador, Luis A. Ferré Aguayo, y ha tomado tanta distancia de aquel como ya había tomado de José Celso Barbosa.

Pedro Rosselló González

Pedro Rosselló González

Uno de los misterios que valdría la pena indagar en cuanto a aquel giro se develaría  si se pudiera responder la pregunta de cuánto pesa  dentro de estadoísmo puertorriqueño la afiliación demócrata y la republicana a la hora de diseñar una táctica para alcanzar la meta propuesta. La transición de un estadoísmo gradualista a uno inmediatista que se da entre 1968 y 1976 está marcada por ese fenómeno. En la década de 1990 los estadoístas  demócratas con  Pedro Rosselló González a la cabeza, coincidieron con el dominio demócrata en Estados Unidos con Bill Clinton. Pero no hay que olvidar que los demócratas de la segunda pos-guerra mundial, Franklyn D. Roosevelt y Harry S. Truman, y los del tránsito al neoliberalismo como Clinton,  eran distintos por completo. Roosevelt y Truman estuvieron dispuestos a  trabajar con un PPD que no quería ni la estadidad ni la independencia, a la vez que  manifestaba simpatías con las políticas del Nuevo Trato y la formulación del Estado Interventor. La relación Clinton/Rosselló era escabrosa: el presidente tuvo que trabajar con demócratas que presionaban por la incorporación y el  Estado 51 que él no defendía. Del mismo modo, el interés del gobierno federal por “descolonizar” que dominó en la década de 1940, ya no era tan visible en década de 1990 porque, entre otras cosas, el fin de la Guerra Fría (1989-1991) convirtió el tema de Puerto Rico, que nunca había sido  prioritario, en un asunto invisible. En 1990, la incomprensión entre las partes involucradas era bidireccional o mutua.

 

Conservadores y soberanistas

El auge estadoísta de la década de 1990 estimuló el reavivamiento de lo que ahora se conocía como “soberanismo” en el PPD, actitud que persistía en la creencia de que el Estado Libre Asociado era una forma de “autonomía” que serviría como preparación para la independencia. El soberanismo reproducía la teoría de los “tres pasos o etapas” que sirvió de apoyo a Luis Muñoz Rivera y José De Diego Martínez cuando fundaron el Partido Unión de Puerto Rico, y la teoría de la “independencia a la vuelta de la esquina” apoyada por Luis Muñoz Marín en la década de 1940.  La paradoja de aquella hipótesis interpretativa era que, tanto los unionistas como los populares, terminaron por renunciar a la independencia en algún momento.

La “Nueva Tesis” de Rafael Hernández Colón (1978-1979) fue un intento de cerrar desde arriba y autoritariamente el debate sobre la relación colonial dentro del PPD.  El momento en que se formuló representó, desde mi punto de vista, una respuesta defensiva a la victoria del PNP entonces bajo la dirección de Romero Barceló. El alegato de Hernández Colón era que, dada que la  independencia era irrealizable y la estadidad económicamente inconveniente, había que aceptar que el  ELA era la “solución final” al debate estatutario. La tesis no obligaba al inmovilismo pero reducía el margen de acción del cambio estatutario a los límites dominantes desde el 1952. El conservadurismo se impuso en ese segmento de la cúpula del PPD.

Williie MIranda Marín

Willie Miranda Marín

El problema era que, en la década de 1990 el argumento de Hernández Colón,  no hacía sentido. Las razones de los críticos de la “Nueva Tesis” dentro y fuera del PPD eran predecibles. El orden que había inventado al ELA ya no existía y el “déficit democrático” del régimen de relaciones había de ser reconocido por el mismo Hernández Colón en 1998. En su retórica jurídica, el reconocimiento del problema no  tenía que interpretarse como una señal de que debía romperse con los esquemas del 1952. Por el contrario, los conservadores han insistido en que lo más práctico es y será trabajar el cambio -superar el “déficit democrático”- en el marco del ELA sin quebrar sus fundamentos más celebrados: la autonomía fiscal y arancelaria. La actitud es comprensible pero, me parece, debería ser discutida con más profundidad a fin de que resulte más convincente al día de hoy. La meta de una táctica política como la de los conservadores del PPD ha sido denominada en ocasiones con el nombre de ELA Soberano o Culminado, pero el concepto jurídico no parece encajar en el lenguaje estándar del Derecho Internacional como tampoco encajaba el concepto jurídico del ELA.  Del mismo modo, tampoco ha tenido mucho éxito entre los soberanistas más exigentes que parecen concebirlo como una propuesta contradictoria, poco clara o como una paradoja de derecho.

El soberanismo articuló durante la década de 1990 una respuesta más o menos coherente al problema del estatus al calor de dos procesos de consulta: los plebiscitos de estatus de 1993 y 1998. La década de estadoísmo radical necesitaba medir el pulso de su proyecto y los plebiscitos siempre han sido considerados en la tradición electoral local como la más precisa encuesta de opinión. Lo interesante es que las figuras dominantes de la nueva ola soberanista del 1990  no surgiese del alto liderato de la organización popular sino de tres poderosos alcaldes: William Miranda Marín de Caguas, José Aponte de la Torre de Carolina y Rafael Cordero Santiago de Ponce, todos ya fallecidos. Me da la impresión de que, ideológicamente y en su praxis, los tres representaban la tradición populista y radical del primer PPD, el de 1938 a 1943. La gran diferencia entre estos y aquellos es que el soberanismo populista de los años 1940 se alimentaba de un fuerte corriente ruralista propia de un Puerto Rico preindustrial y agrario. En la década del 1990 la propuesta ideológica ya se había urbanizado y poseía una tesitura completamente distinta. El resultado de aquel proceso fue la fundación de Alianza Pro Libre Asociación Soberana cuyo efecto sobre los sectores moderados del PPD sigue siendo poco. El superviviente de aquel grupo fundacional fue Marco A. Rigau, figura fuerte detrás de la líder soberanista Carmen Yulín Cruz, alcaldesa de la capital.

junio 2, 2015

Política y estatus: el estadoísmo en las dos primeras décadas del siglo 20

  • Mario R. Cancel Sepúlveda
  • Historiador y escritor

El estadoísmo en la década de 1910

Los acontecimientos acaecidos entre 1909 y 1921 fueron decisivos en el diseño del estadoísmo anexionista de la década del 1930. Todo parece indicar que a ello se debió, en buena parte, su triunfo electoral previo al imperio del popularismo. Durante aquel periodo, la conciencia de que el «futuro americano» de Puerto Rico no estaba a la vuelta de la esquina, hizo necesario el desarrollo de la paciencia política dentro de aquel sector exigente. Algo análogo ocurrió con la idea de la independencia al cabo de la Segunda Guerra Mundial. Esperar sin desesperar parecía una actitud lógica. Pero una cosa era lo que la lógica exigía y otra lo que las pasiones políticas provocaban en un sector tan desesperado como el nacionalista treintista.

Aquella crisis estuvo marcada por tres episodios poco discutidos. En primera instancia, la huelga legislativa de 1909 que estuvo centrada en el contencioso asunto del presupuesto estatal. El otro incidente fue la respuesta del Congreso de Estados Unidos a la actitud de reto de la elite colonial. La natimuerta Enmienda Olmstead a la Ley Foraker en 1909, se insertó a modo de un castigo paternal a una comunidad política que se consideraba pretenciosa e infantil. La propuesta de Marlin Olmstead, Republicano por Pennsylvania, tenía por objeto limitar los pocos poderes de la Cámara de Delegados de Puerto Rico al arrebatarle la facultad para dejar sin presupuesto al Estado como mecanismo de presión política. Se trataba de un escarmiento ejemplar: si exiges más de lo debido, esto es lo que te espera.

banderaDemás está decir que para el republicanismo puertorriqueño, adoptar una postura consistente ante aquella actitud no iba a ser fácil. La reprimenda autoritaria del Congreso beneficiaba políticamente a los unionistas independentistas y autonomistas, sin duda. Pero la rebatiña de Olmstead laceraba las esperanzas del partido que quería un «People of Porto Rico» que viera en Estados Unidos un signo benévolo y comprensivo. La situación guarda paralelos con la cargada atmósfera que dejó el primer proyecto de independencia de Myllard Tydings a raíz de los sucesos sangrientos de 1936.

Precisamente, la culminación de aquel resquebrajamiento fue el curioso episodio del Proyecto Olmstead de estatus en enero de 1910, suscrito con el propósito de sustituir la Ley Foraker. El «castigo» para la colonia pareció excesivo para muchos observadores, incluso para gente como Samuel Gompers. Los socialistas en Puerto Rico habían solicitado, por medio de Santiago Iglesias Pantín, la inclusión de ciertas reformas laborales básicas proyectadas en la Carta Orgánica de 1910. Ese solo hecho demuestra que muchos amigos de Estados Unidos en la isla cuestionaban la finalidad de la cruzada de Olmstead. Refiriéndose al proyecto HR 19718 del  61er. Congreso, Gompers aseguraba que el mismo daba la impresión de que «the Secretary o War and perhaps some other members of the administration are not willing to grant any practical reforms in the way of benefitting the masses of the workers of Porto Rico». El asunto era espinoso porque la clase obrera puertorriqueña era reconocida como la base fuerte del estadoísmo anexionista emergente desde principios del Siglo 20. Gompers no guardaba reparos en argumentar que «the working people of Porto Rico stand committed to the constructive American method of our trade union movement, and are acknowledge to have done more for the Americanization of Porto Rican people than all other elements combined». Las posibilidades de que lo que aquí denomino como la «actitud Olmstead», causaran tensiones entre los obreros, eran muchas.

Todo esto, unido a la Crisis Económica de 1913, dejó al estadoísmo anexionista, integrado en el Partido Republicano Puertorriqueño y el Partido Socialista, en una situación incómoda. En aquellos años, como se sabe, el proteccionismo azucarero fue amenazado por el impulso renovador del Mercado Libre. La Ley Underwood pretendía abolir la protección que disfrutaba el azúcar local en Estados Unidos. La «mano invisible» de Adam Smith no consideraba las hipotéticas necesidades del capital azucarero local en la medida en que ponía a esa industria en igualdad de condiciones que la del café. Los efectos políticos de aquella disposición podían ser desastrosos. Hay que apuntar que la rebeldía de los unionistas no sirvió de mucho en aquel contexto. Si la meta de su reto radical era estimular la configuración de una relación más democrática y de más soberanía para Puerto Rico, el 1917 debió ser desilusionante para su liderato.

El Estadoísmo en la oposición: tácticas y fisuras

El campo de opiniones dentro del estadoísmo anexionista, cimentado en un aparente monolitismo, siempre ha sido rico y diverso. Me parece que esa es una premisa crucial para desarrollar un entendimiento plausible de las ideas radicales en Puerto Rico, independientemente de la dirección de los proyectos estratégicos que se propongan. El affaire Olmstead de 1910 es un buen modelo para comprender el asunto. Por aquellos azarosos días circuló en los medios políticos una carta firmada por José Guzmán Benítez, Presidente del Comité Territorial del Partido Republicano, dirigida al General Clarence Edwards, Jefe del Insular Bureau of the War Department y publicada el 15 de abril de 1910 por el Committe of Insular Affairs de la House of Representatives. En la carta, Guzmán Benítez aseguraba que el Partido Republicano estaba «in accord with Bill No. 19718». La correspondencia previa entre Guzmán y Manuel F. Rossy en el mes de marzo de aquel año, confirmaba las simpatías que el Proyecto Olmstead despertó en algunos sectores del estadoísmo anexionista. La razón para el apoyo se comprende porque la versión original de la pieza disponía la extensión de la ciudadanía americana en forma colectiva a los puertorriqueños. Muchos pensaban que esta concesión aseguraba el camino de Puerto Rico a convertirse en un estado de la unión.

En una carta de Cayetano Coll y Cuchí a Roberto H. Todd del 15 de abril de 1910, se censuraba a Guzmán Benítez por su «audacia» o «atrevimiento» al ofrecer su sentir como la opinión del Partido Republicano «when he knows that this statements are at an absolute variance with the attitude of said party». Todo parece indicar que las tensiones dentro del movimiento estadoísta anexionista, eran comunes y que, en ocasiones, sobrepujaban las luchas ideológicas y jurídicas. A nadie debe sorprender el hecho, se trata de algo consustancial a la naturaleza de las organizaciones políticas modernas, cimentadas en una hipotética unidad de propósitos que nunca es, ni puede ser, total o real.

En junio de 1911, Roberto H. Todd, alcalde la Capital y separatista anexionista, recibió unas cartas anónimas que criticaban con severidad su criterio al elegir funcionarios para ciertos puestos públicos claves en la Capital. La disciplina del partido había sido violada. Los argumentos para la censura anónima eran diversos. Una nota fechada el día 17, apelaba a la necesidad de que Todd fuese agradecido con quienes le habían servido bien en el pasado: «(D)ebo decirle al amigo Don Roberto, que mas de las veces no debe echarse en el olvido el pasado, y tener en cuenta mayormente a los que con gratitud, voluntad, buena fe y sin interés alguno expusieron su tiempo y esfuerzos para lograr que el amigo Roberto llegara [a] la posición Social que hoy ocupa». El reclamo de que los puestos públicos pagaban favores políticos era obvio. Se trata de una tradición política de todos los tiempos en los ancestrales términos del quid pro quo más vulgar. El uso del recurso de la anonimia puede ser interpretado de una diversidad de modos: miedo al poder, pudor, respeto a la figura pública. Sin embargo, la situación deja por sentado que la política en la colonia tenía mucho de seducción y manipulación.

El 29 de junio un nuevo anónimo criticaba el nombramiento del Sr. Carballeira como Director de los Hospitales Municipales de Santurce. La extranjería del nombrado, ser español era ser foráneo después del 1898, resultó ser la manzana de la discordia. El secreto remitente preguntaba retóricamente: «¿No cree [usted], que en el número de profesionales en medicina y cirugía que hay de Puertorriqueños dentro del partido Republicano haya quien tenga más meritos contraídos, tanto intelectual como profesional para desempeñar ese cargo con más acierto que el Sr. Carballeira?». La oposición no se limitaba al nombramiento de peninsulares:

Y, ¿qué me dice [usted], amigo Roberto, del nombramiento del Sr. Lippitt? . . . ¿porqué en lugar de nombrar á un Americano, no nombró [usted] aunque fuese de los quintos Infiernos a un galeno Puertorriqueño fuese quien fuese?.

William F. Lippitt, coronel del ejército, médico y masón grado 33, había llegado a Puerto Rico en 1903. Lippitt, casado con una puertorriqueña, fue Comisionado de Salud del Puerto Rico en 1912. El prestigio de Lippitt en los anales perdidos de la americanización puertorriqueña se puede equiparar al que poseen el doctor Paul G. Miller y el doctor Bailey K. Ashford, entre otros. La lección más sugestiva de todo esto es que el nacionalismo de los estadoístas anexionistas poseía características muy particulares. Contrario a lo que se acostumbra pensar, la defensa de lo «puertorriqueño» es un asunto que hay que abrir más allá de los estrechos márgenes del independentismo.

El efecto más significativo, desde la perspectiva de una historia política renovada, se encuentra en otro lugar. La idea de la Estadidad que animaba al estadoísmo anexionista fue revisitada a la luz de las relaciones contradictorias entre táctica y estrategia, también fueron examinadas y atenuadas al socaire de los tiempos. La polisemia de la Estadidad como la de la Independencia, es un asunto que no puede ser pasado por alto.

El estadoísmo en la década de 1920

El 1917, la Gran Guerra y la ciudadanía americana, forzaron la revisión del lenguaje político en Puerto Rico. Concesión o imposición, la ciudadanía movilizó la opinión política en una diversidad de direcciones. Cuando se evalúa aquel acto jurídico de cara a la opinión formulada por diversos autores estadounidenses durante la década subsiguiente al año 1898, el contraste es enorme. El Dr. José Anazagasty y yo hemos discutido ese problema en dos libros recientes a los que remito al interesado: We the People: La representación americana de los puertorriqueños, 1898-1927 (2008) y Porto Rico hecho en Estados Unidos (2011).

«Ambos a dos» (Rossy y Barbosa), caricatura de Mario Brau

Es cierto que el valor geoestratégico del territorio fue crucial en la decisión. Los portavoces del imperialismo neoaristocrático y la Marina de Guerra de Estados Unidos, reconocían, incluso antes de 1898, el valor militar de Puerto Rico en el Caribe. Pero es una postura frágil partir de ese aserto para desembocar en la hipótesis moral de que la ciudadanía se aplicó con el fin de usar a los puertorriqueños como «carne de cañón». Cuando se observa el periodo referido desde una perspectiva panorámica, la impresión que queda es que la crisis legislativa de 1909 a 1910 y el interesante pugilato que produjo, incidió en el cambió de actitud de la clase política estadounidense ante el problema de los puertorriqueños.

En 1911, el asesor militar y Secretario de Guerra del Presidente Woodrow Wilson, Henry L. Stimson (1867-1950), sugirió revisar la relación de la metrópoli con su posesión tropical. La relación se examinaría a la luz de varias consideraciones de política internacional. Por un lado estaba el valor geoestratégico del territorio. Por el otro, se hallaban las aspiraciones hegemónicas de Estados Unidos sobre la América Latina y la futura apertura del Canal de Panamá en 1914. Puerto Rico cumpliría una función de relevancia en aquel contexto. Stimson fue una de las figuras más interesantes de aquel periodo. Laboró al servicio de administraciones lo mismo republicanas que demócratas, fue Secretario de Guerra y de Estado, tenía experiencia colonial dado que sirvió en Filipinas y Nicaragua y fue el impulsor de la Doctrina Stimson que se oponía a la expansión japonesa en oriente. La lógica de Stimson sugería que un Puerto Rico «American» garantizaría la seguridad del Canal de Panamá. Asegurar esa asociación fue lo que trajo el tema de la ciudadanía americana al tapete.

Sobre esa base, la Inteligencia Militar recomendó la necesidad de reconocer la ciudadanía americana colectivamente para los puertorriqueños. Lo más interesante de aquel proceso fue la insistencia en que se dejara claro que la ciudadanía no debía interpretarse como un compromiso de Estados Unidos a conceder la Estadidad. Hacer a los puertorriqueños ciudadanos, no equivalía a la incorporación. De hecho, se trataba de procesos distintos y distantes. Tenía que estar claro que sólo la incorporación como territorio implicaba un compromiso concreto en aquella dirección. La impresión de que Estados Unidos podía reconocer y legitimar aspectos parciales de equiparación para Puerto Rico sin comprometerse con la Estadidad y los estadoístas se hizo evidente. El sabor que quedó en muchos observadores fue que el estadoísmo estaba en retroceso.

La elite política y la ciudadanía americana

Diversos sectores de opinión aspiraban a la ciudadanía americana desde 1898, premisa importante para comprender las actitudes de la clase política colonial. Durante el 1912, año en que madura el Partido de la Independencia y precede a la crisis económica de 1913 al palio de la discusión de la Ley Underwood, la conmoción de algunos y el entusiasmo de otros era palpable. El Partido Republicano Puertorriqueño y el Partido Obrero Socialista, que se hallaba en camino a su revisión ideológica de 1915, respaldaron la posibilidad de la concesión. En ambos casos, la anexión por medio de la ciudadanía era visto como un acto de equiparación jurídica que mejoraría la imagen de Estados Unidos en Puerto Rico y adelantaría la causa estadoísta. Jurídicamente la decisión tenía especial relevancia: la veían como una garantía de unión permanente con Estados Unidos. La idea de que después de ello ya no habría un paso atrás, dominaba. La semántica del concepto “unión permanente” estaba entonces vinculada casi con exclusividad a la Estadidad y el estadoísmo. La ciudadanía era un escalón en el camino de la Estadidad, argumento que contradecía la postura de la Inteligencia Militar. Los estadoístas, para consumo electoral, alegaban que la decisión comprometería a aquel país con la integración total en un futuro mediato. El argumento era más la expresión de un deseo que una realidad.

El Partido Unión de Puerto Rico enfrentó el proceso con sumo cuidado. La «Ciudadanía Portorriqueña», emanada de la Ley Foraker de 1900, había sido motivo de orgullo para parte del liderato independentista de la organización, en particular el abogado y escritor José De Diego. Es probable que, dada la situación de que se trataba de una decisión que se presumía inevitable, respaldaran la misma no sin imponer ciertas condiciones. Su situación de partido en el poder les daba un margen de movimiento que no poseían los partidos de minoría.

Con todo, si bien los defensores del self-government del unionismo convenían en que la ciudadanía era aceptable si se le reconocía mayor autonomía a Puerto Rico, los independentistas tenían reservas. Para figuras como De Diego y Luis Muñoz Rivera, el problema se reducía a una cuestión de principios: la «Ciudadanía Portorriqueña» estaba por ser sustituida por la «Ciudadanía Americana». La lógica del liderato de la Unión resulta curiosa. En 1913, eliminaron la estadidad de la Base Quinta de su programa, y concentraron en la meta del self-government y la independencia con protectorado. En ello había una contradicción palmaria: el self-government era interpretado, dentro del marco de un progresismo vulgar, como un paso necesario hacia la independencia. Esa condición reducía al unionismo a la situación de un partido autonomista y a la independencia en una utopía moral. El radicalismo de Muñoz Rivera y de Diego se expresaba en otros ámbitos: en que se eliminara el Tribunal Federal de Puerto Rico, y en que se sacara a la isla del control de las Leyes de Cabotaje. La Gran Guerra (1914-1918), confirmó la opinión de la Inteligencia Militar. La ciudadanía fue extendida colectivamente a los puertorriqueños en marzo de 1917. De Diego había muerto en 1918 y Muñoz Rivera en 1916.

«A la vera de la Cámara» (Matienzo), caricatura de Mario Brau

Después de la ciudadanía y la Gran Guerra ¿qué?

Desde 1917 en adelante, el independentismo y el estadoísmo reevalúan sus posiciones ideológicas. La fundación de un Partido Nacionalista en 1922, y la consolidación de la Alianza de 1924, son prueba al canto de ello. En gran medida, la ciudadanía tuvo un efecto tranquilizador. Era como si las opciones radicales -Estadidad e Independencia- hubiesen sido canceladas en nombre de la voluntad estadounidense de mirar hacia las posibilidades de una evanescente tercera vía.

Una carta de Roberto H. Todd a Ogden L. Mills, asesor del gobierno de Estados Unidos, fechada el 24 de mayo de 1920, servirá para ilustrar la incómoda situación por la que pasaban los estadoístas. Se trata de una lógica análoga a la de los unionistas: «(if) Statehood is temporarily withheld, the Porto Rican should be entitled to at least as much self-government as the people of the Territory.» El asunto de la No-Incorporación de Puerto Rico como Territorio de Estados Unidos, y el hecho de que la Isla no fuese un candidato para el status de Estado, estaba en la médula del dilema.

La correspondencia política de José Celso Barbosa y Todd de los primeros años de la década del 1920 está plagada de observaciones en torno al peligro que representaba el independentismo para una relación sana con Estados Unidos. Muerto De Diego, las acusaciones de subversión se concentraban en Antonio R. Barceló y José Coll y Cuchí, entre otros. Unionismo e independentismo eran sinónimos para el liderato estadoísta republicano. Lo que preocupaba a aquel liderato era que el retraso en integrar a Puerto Rico a Estados Unidos mediante la incorporación o su transformación en un Territorio organizado tuviese resultados desastrosos. Para Todd, ello:

…has resulted in keeping alive the agitation for independence, autonomy, a protectorate, any sort of a scheme that makes of Porto Rico an old-time, old-fashioned «Republic», with a few politicians riding big, white horses, with plumes and helmets, while the masses toil to support the «dignity» of this sort of nonsense. It has resulted in resisting the growth and use of the English language, a resistance that has at times developed into bitterness.

La situación de incertidumbre también afectaba otras zonas de la incómoda relación entre la metrópoli y la colonia.Todd insistía en que esa inseguridad había provocado que, a la altura de 1920, «this language (english) is use less in government court and offices, and there is less ambition to acquire it in the country than was the case fifteen years ago.» La ausencia de voluntad del Congreso americano atentaba contra el futuro de la relación entre ambos países. Todd quería colocar la responsabilidad de la situación en manos del Otro -el Congreso- con el fin de forzar la situación a favor del estadoísmo.

El otro aspecto que le molestaba era algo que ya se había manifestado en los textos americanos sobre Puerto Rico que ya he comentado en los dos volúmenes aludidos: la precariedad y la inmadurez de la praxis de la clase política insular. Todd se había tomado muy en serio el lenguaje paternalista que justificaba el tutelaje colonial de los puertorriqueños. Para demostrarlo resaltaba el carácter extravagante de la administración unionista desde 1904, el patronazgo político, y el hecho de que la cuota de empleados del Estado alcanzaba la friolera de 5,000 personas. No sólo eso:

Our Governor draws down $22,000 with the old «Palace» for a residence, a summer home in the mountains, a Packard automobile, with all accessions; and if callers present themselves at the Palace, and are regaled with cheese sandwiches and pink lemonade, the People of Porto Rico pay for the entertainment…

Todd, un hombre que había vivido la política del siglo 19, reconocía que las convenciones, miradas e inflexiones de aquel segmento de la clase política vinculada al unionismo y al independentismo, no habían cambiado tras el 1898: «…we have maintained in Porto Rico an old Spanish or British Colony, instead of a simple territorial government…». El fantasma de la Autonomía Radical tipo Canadá y del 1887, seguía vivo en el país. El desplazamiento de la culpa era evidente: la responsabilidad del atraso estaba en el desinterés del Congreso, actitud que a veces era interpretada como debilidad. El estadoísmo se sentía abandonado a su suerte por el Imperio. La imagen que tenían los estadoístas sobre los americanos estaba cambiando. La ilusión que había despertado la invasión de 1898 había llegado a su fin.

Nota: Publicado originalmente en dos partes es  80 Grados-Historia  el 20 de enero de 2012 y en 80 Grados-Historia el 17 de febrero de 2012

El 1898: la alternativa radical y la crisis del estadoísmo

  • Mario R. Cancel Sepúlveda
  • Historiador y escritor

 

La estadidad dejó de ser la alternativa radical. Algo minó la confianza en la americanización y la anexión: su condición de puentes sobre el Leteo en el rumbo de la modernidad colapsó. Los eslabones de aquel proceso fueron varios. El cuestionamiento y el fin de la breve hegemonía del Partido Republicano Puertorriqueño y la consolidación del unionismo, han sido las huellas más discutidas por la historiografía tradicional. Me parece evidente que la prepotencia de la mirada proceritista que dominó la discusión durante años, fue una de las claves para que esos desencajamientos ocuparan una posición protagónica en la explicación.

En aquel contexto confuso, 1903 a 1904, maduró un nuevo concepto de la independencia que desdecía la tradición betancina en contados y cruciales aspectos mientras continuaba y completaba otros. Los esfuerzos por empalmar la una con la otra sobre la sinapsis del 1898, fueron coronados con el espectacular y performativo entierro de sus restos en el país en agosto de 1920. La inhumación honrosa de un perseguido del siglo 19, anticlerical y masón por más señas, no puede ser pasada por alto.

1898_2_almacenLa alternativa radical se (re)semantizó en un sentido muy original. La idea de la independencia en un momento en que el crecimiento de la clase obrera y su organización marcaba una pauta amenazante para las aristocracias locales, se desarrolló con un visible sabor a democracia popular, a cierto jacobinismo exigente y procaz con algunas tangencias con el socialismo francés en boga. En su lenguaje convergían procedimientos lo mismo del populismo ruso como del anarquismo y el anarcosindicalismo europeos. Otro elemento que he discutido en otras ocasiones, fue la reinversión de una variedad de fuentes heterodoxas tales como la del saber masónico, el espiritismo, la teosofía, la antroposofía, entre otros. En aquel discurso confluían propuestas anticlericales y anticapitalistas como las ideas fraternas y el cooperativismo inglés. Si a ello se añade una pizca del fogonazo utilitarista que cruza desde David Hume hasta William James, se tendrá una idea más precisa de la riqueza intelectual de lo que he denominado el primer independentismo del siglo 20. Nada más distante de la idea del nacionalismo puertorriqueño que luego se haría con el terreno en la década del 1930. A ello habría que añadir un elemento consustancial con el escenario y el contenido: la discusión pública no dependía de políticos profesionales. El camino de la modernidad se había multiplicado.

La lógica de la década del 1910 muestra una organicidad sorprendente. Un sector de la intelectualidad, vanguardia o no es indistinto, reconoció que las posibilidades de concretar el sueño hegeliano y liberal por medio del estadoísmo era irreal. La correspondencia política y privada de José Celso Barbosa en aquel momento, asunto que me propongo discutir en otra ocasión, no deja lugar a dudas de que la estadidad se percibía como un proyecto en retroceso, incluso en la conciencia de su más alto líder.

El otro elemento curioso de aquella situación resulta patético. Otra vez, como en 1903, la eficacia de los partidos políticos profesionales estaba en entredicho. La imagen de la clase política puertorriqueña ante la elite americana  era muy mala. Si a ello se añade cierta incapacidad, consustancial con su condición de clase, para comunicarse eficazmente con la gente o pueblo, se tendrá una idea de lo que pretendo plantear. Pienso en la lírica engolada y ateneísta de José de Diego o en el preciosismo de Luis Muñoz Rivera. A la luz de ello se comprenderá por qué la lógica hostosiana de la Liga de Patriotas o la matiencista de la Unión Puertorriqueña, ambas no partidistas, se convirtió nuevamente en una opción concreta. Se trataba de una protesta contra el pasado y las clases que controlaban la expresión pública. Ese fue el caldo de cultivo en el que germinó la Asociación Cívica Puertorriqueña, luego Partido de la Independencia. Se trata de un inesperado chispazo que apenas duró hasta 1914.

La praxis de aquella organización política fue la responsable de transformar la independencia y la soberanía en la alternativa radical de los modernizadores. Esta reconversión podría explicarse mediante la revisión de tres episodios sorprendentes. Primero, la denominada huelga legislativa de 1909: el famoso contencioso por el presupuesto estatal que permitió determinar hasta dónde llegaba la paciencia del Congreso, y cuánto estaba dispuesta arriesgar la clase política local. Segundo, la Enmienda Olmstead a la Ley Foraker en 1909, artificio que limitó los pocos poderes de la Cámara de Representantes colonial al arrebatarles el poder de dejar sin presupuesto al Estado. Y tercero, el Proyecto Olmstead de estatus para sustituir la Ley Foraker, presentado en 1910: la amenaza fue convertir la relación colonial en una más autoritaria.

La situación parecía ideal para que floreciera un independentismo radical. Pero desde 1911, el contencioso entre la elite radical y las autoridades americanas se aplacó. El dilema del estatus perdió relevancia ante la crisis de las relaciones económicas impuestas por el Congreso en 1900. Como se sabe, el nervio de la relación entre Puerto Rico y Estados Unidos, era la creciente industria azucarera. La burguesía agraria puertorriqueña, mediante una palpable alianza con los azucareros extranjeros, nunca cedió todo el control de la situación a los inversionistas estadounidenses. Los nichos de acción política de aquella burguesía eran precisamente los partidos Unión de Puerto Rico y Republicano. La sumisión del Partido Socialista al mercado, convertían a la colonia en un paraíso para el capital americano.

Por eso, cuando entre 1912 y 1913 se discutió la aplicación de la Ley Underwood a Puerto Rico y el proteccionismo de azúcar era amenazado por el impulso del mercado libre, el balance ideológico de la relación con Estados Unidos se alteró. El problema de la Ley Underwood era que abolía los privilegios del azúcar del país al ingresar al mercado americano, colocando esta industria en igualdad de condiciones que la del café. La aspiración de los unionistas de principios de siglo de equiparar ambos sectores, se conseguía pero de una manera aviesa: ninguno disfrutaría de la protección americana. Los efectos de aquella discusión fueron inmediatos. Primero, la contracción de crédito industrial a los azucareros se generalizó. Segundo, el flujo del comercio de azúcar se redujo. La artificialidad de la crisis económica de 1913 resulta palmaria. La desilusión con las posibilidades de una solución del problema colonial en la estadidad, se impuso.

La alternativa radical tomó en 1912 la forma del Partido de la Independencia y tuvo como jefe político al abogado Rosendo Matienzo Cintrón. Lo más valioso de aquel natimuerto proyecto revolucionario fue su capacidad para revisar la praxis política al uso. Ante su difusión pública, el poderoso Speaker de la Cámara, de Diego, en un artículo titulado «¡Alerta y en guardia!», cuestionó la validez del mismo porque no se trataba de un partido político electoral tradicional. No se equivocaba: el recién fundado organismo no iría a elecciones, a pesar de lo cual realizó una intensa campaña de orientación popular entre 1912 y 1913.

El discurso público de los independentistas ratificó que, en general, se había idealizado al nuevo régimen impuesto en el 1898. En la realidad de las cosas, aquel fue el primer llamado a combatir la presencia americana en nombre de la independencia. Desde un punto de vista cultural y simbólico, la noción del 1898 se impuso como un gran desengaño. El affaire de la Ley Underwood fue clave en toda aquella transformación ideológica. Matienzo Cintrón, un pensador excepcional, acabó interpretando la Ley Underwood como una que favorecía a los monopolios. Su alegato no ha perdido un ápice de actualidad. De acuerdo con el abogado, en un «mercado libre autoregulado», aquellos pulpos económicos disfrutarían de una enorme ventaja ante los débiles y los menos competitivos.

El carácter radical de, valga la redundancia, la alternativa radical consistía en que la independencia, que había sido un instrumento de resistencia ante la vieja España, ahora también lo era ante Estados Unidos. Pero de paso, la coherencia del relato de la modernidad heredado de la invasión había dejado de ser funcional: el estadoísmo había sido derribado de su trono, al menos por el momento. El independentismo cuestionaba todo coloniaje pasado y presente en nombre de un concepto más abierto e inclusivo de la noción gente o pueblo.

 

Nota: publicado originalmente en 80 Grados-Historia  el 28 de octubre de 2011

mayo 29, 2015

El 1898, la alternativa radical y el apogeo del estadoísmo

  • Mario R. Cancel Sepúlveda
  • Historiador y escritor

El separatismo puertorriqueño del siglo 19 fue un semillero de proyectos innovadores. El anexionismo, el independentismo, y el confederacionismo en todas sus dimensiones culturales, ya fuese hispanizante o pluricultural, surgieron del seno del separatismo. Las interconexiones entre aquellas propuestas fueron numerosas. El separatismo confederacionista, por ejemplo, se propuso la integración de las Antillas a Estados Unidos o a la Gran Colombia. Su interpretación como una forma del anexionismo más allá de la Nación es legítima. Pero la construcción de una confederación soberana no le fue extraña. La necesidad de asegurar la independencia de las pequeñas naciones ante la rapacidad de los imperios Europeo-Americanos, explicaba su disposición a disolver la nacionalidades en un hipernacionalismo nntillano de lógica kantiana.

Los fundamentos del separatismo eran simples: había que apartarse de España a toda costa por el carácter retrógrado de las prácticas políticas, jurídicas y económicas hispanas. La Monarquía representaba la negación del Progreso y la Modernidad. La forma final que tomara la Res Publicae, no era una prioridad, por lo que el asunto de la anexión o la independencia futuras, fuese individual o colectiva, resultaba lesivo para la causa. Las cuestiones de táctica y estrategia estaban sobre la mesa: lo que importaba era la separación. Lo demás podía esperar.

La riqueza ideológica del separatismo, sin embargo, ha sido obscurecida por la insistencia a vincularlo con el independentismo y el nacionalismo, tal y como maduraron en la segunda parte del siglo 19. Se confía más en el testimonio de Ramón E. Betances que en el de Roberto H. Todd, con un cierto maniqueísmo simplificador. Por otro lado, si anexión e independencia eran los extremos ideológicos en disputa, el balance de ambas dentro del separatismo nunca se ha discutido. La idea de que el anexionismo dominó el separatismo puertorriqueño, como ocurrió en ocasiones en la experiencia cubana, sigue siendo una aporía para la interpretación nacionalista, pero no deja de ser una idea tentadora.

En mayo de 1868, el Gobierno Superior Civil de la Isla de Puerto Rico sospechaba que la conjura que se cernía sobre Puerto Rico y Cuba, la que condujo a los gritos de Lares y Yara, buscaba la anexión a Estados Unidos. Se sospechaba que los activistas de Nueva York mantenían un comité en Madrid. El separatismo anexionista de 1868 se nutría del mito de la América Libre joven y poderosa, capaz de retar a la «vieja Europa (…) llevando adelante la célebre doctrina Monroe». Aquellos ideólogos estaban lejos de concebir a Estados Unidos como un imperialismo amenazante. Se sostenía que el futuro de las islas había «sido trazado por la sabia mano de la naturaleza», el Dios de la Ilustración. La imagen de que cierto Destino Manifiesto Antillano se hallaba detrás de la ansiedad anexionista, no resulta excesiva. La anexión era inevitable por dos razones: por su «posición geográfica», y por las «necesidades de la política».

El temor de que «los voraces yankees nos absorverían» (sic) era ridiculizado. La argumentación era terminante: «los que temen la absorción tiemblan ante una quimera forjada por su propia mente». El argumento cultural que esgrimía la oposición no tenía validez alguna para estos teóricos, ante los beneficios políticos y económicos que reportaría. Lo que estaba detrás de la tesis anexionista era la esperanza de que la integración de Puerto Rico y Cuba a Estados Unidos, fuese por el mecanismo que fuese, las liberaría del empantanamiento histórico-social, y las pondría en la ruta del Progreso y la Modernización. Como decía Betances en otro contexto, España no podía dar lo que no tenía. La anexión era la garantía de la libertad, el sueño hegeliano y liberal, incluso si Estados Unidos tuviese que recurrir al vulgar recurso de una compraventa como se propuso bajo la administración de James Buchanan (1857-1861).

1898_1_NY_TimesEn 1903 el intelectual puertorriqueño J. J. Bas publicó el artículo «La Confederación Antillana» en respuesta a unos cuestionamientos del señor Carlos Casanova. Bas era un hostosiano y un confederacionista convencido. Pero el contenido de su confederación tomó otro cariz tras la separación de España. El periodo pos invasión cambió el lenguaje político radicalmente. Para Bas, la unidad de Cuba y Puerto Rico sería la clave de una futura Unión de las Antillas. En ello no difería de Betances o de Hostos. Bas decía que la Confederación era «cosa tan fácil, como que la hacen los Estados Unidos». La ruta de la idea había hecho su periplo: de gestión de los Antillanos, la Confederación había evolucionado a gestión del Congreso y la Presidencia. El acicate de unas Antillas Unidas estaba ligado al hecho de que, en ambos territorios, Estados Unidos había hecho de las suyas, diseñando una relación neocolonial en Cuba, y concretando el tutelaje colonial mediante la Ley Joe Foraker de 1900 en Puerto Rico. Lo mismo en 1868 que en 1903, la culminación del relato liberal -la libertad- se consumaba de modos que contradecían el imaginario romántico de la lucha heroica por la independencia. La libertad se equiparaba a la integración al “otro”.

Un problema de la interpretación de estos asuntos en la historiografía puertorriqueña ha sido que la conveniencia o inconveniencia de un proyecto político como la anexión, se evalúa a la luz de una complicada postura moral. El compromiso de defenderla u oponerse a ella se convierte en una camisa de fuerza. Filosóficamente, se plantea un problema mayor: ¿puede la sujeción de la nación al “otro” leerse como la consecución de la meta de la Libertad? Es cierto que para los anexionistas esa pregunta es fácil de responder. Pero para los independentistas, la idea de la Libertad y la de la anexión son mutuamente excluyentes.

Una (re)visita a la opinión vertida al filo de la invasión del 1898 por los testigos del proceso podría resultar interesante. Prescindir de la postura nacionalista que ve la anexión como una opción retrógrada y reaccionaria, resultaría saludable. La condición de la independencia como signo exclusivo de la idea de la Libertad, limita las posibilidades de interpretación de un proceso complejo que sigue despertando pasiones entre los comentaristas.

La conmoción del 1898 produjo un fenómeno interesante: las voces públicas más visibles de la elite política local favorecieron la anexión y solicitaron la estadidad para el país. La anexión había sido un concepto quefijaba el protagonismo del proceso en Estados Unidos: o nos invaden o nos compran, qué más da. La Estadidad-Statehood o «condición de estado»- traducía la situación a un lenguaje jurídico. No bastaba con ser anexados: la invasión de 1898 lo había hecho, pero la estadidad no estaba en el horizonte. Los anexionistas convencidos como José Celso Barbosa, tuvieron que reconocer que el camino hacia la Libertad no estaría exento de tropiezos.

Un lugar común en la historiografía del 1898, una vez aclarados los nudos de resistencia a los invasores, es reconocer la celebración del hecho una vez consumado. La elite política local alcanzó un tipo peculiar de consenso. Luis Muñoz Rivera y José De Diego, que habían militado en el Partido Unión Autonomista; Barbosa quien dirigió el Partido Autonomista Ortodoxo, se acomodaron de inmediato a la nueva situación. La petición de que se diera a Puerto Rico la «condición de Estado», figuró en el programa del partido Republicano y del Federal. Del mismo modo, el liderato de la Sección de Puerto Rico del Partido Revolucionario Cubano, encabezado por Julio Henna y el señor Todd, coincidieron. Los Separatistas fueron consecuentes con su actitud: ofrecieron su “Plan de Invasión” y un cuerpo paramilitar de apoyo -los Porto Rican Scouts– a los invasores. Incluso, informaron sobre las defensas de España en Puerto Rico en la Oficina del Secretario de la Marina, Theodore Roosevelt, y en julio de 1898, Antonio Mattei Lluveras y Mateo Fajardo Cardona, presionaron para que los exiliados acompañaran a los americanos en la aventura. Como organización la Sección… se comprometió a no solicitar la soberanía tras la invasión. El mismo Betances en una carta escrita a Henna el 16 de abril de 1898, desde su lecho de enfermo en Arcachón, Gironde, llegó a afirmar que «valdría más llegar a formar un estado en la Unión que seguir siendo españoles». En esto no difería nada de los anexionistas de 1868.

La culminación de la anexión con la estadidad disfrutó también del apoyo popular: artesanos y obreros urbanos, los ensoñados herederos de los libertos de 1873, abrazaron con sinceridad el ideal. Numerosos trabajadores diestros y no diestros de la ruralía, mostraron una inusitada confianza en que la democracia americana reconocería sus derechos laborales y restablecería el orden. La clase profesional y una parte de la intelectualidad, confiaron en la promesa de Progreso lanzada por los estadounidenses. Incluso las «fuerzas vivas» de la colonia, los productores de azúcar, café, tabaco y frutas, la vieron como una oportunidad para el crecimiento. Los azucareros pensaron que la nueva soberanía podría sacar a la industria de su larga crisis. Y los caficultores y torrefactores estuvieron contestes en que después de la paces, se abriría el mercado del café en aquella nación. Resulta interesante la plasticidad de los boricuas de entonces. En Ponce los comerciantes medianos y pequeños, intentaron adaptarse con celeridad al cambio y comenzaron a presentar sus ofertas en inglés con el propósito de atraer / seducir al invasor / consumidor. Atribuir estos hechos a la confusión o al arribismo político, resulta insuficiente.

Es cierto: el 1898 significó una cosa para el 1930. Pero el 1898 del 1898 identificó la invasión con el esperado sueño de la modernización. Lo que me parece es que, para los puertorriqueños del 1898, el evento significaba que se cerraban las puertas de la independencia y de la autonomía. Incluso, intelectuales de la talla de Rosendo Matienzo Cintrón y Rafael López Landrón, llegaron a conceptualizar el 1898 como una revolución única porque se trataba de una revolución sin sangre. Pare ellos el 1898 equiparaba y superaba al 1789 francés. En el fondo, ambos pensaban el problema como los anexionistas del siglo 19, y como aquellos y como Betances, manifestaron un vigoroso menosprecio al carácter retrógrado y oscurantista de España.

La impresión que queda al cabo es que la estadidad fue no solo la respuesta colectiva más visible, sino la alternativa radical a la desaparición de la soberanía española en 1898. Aquel era el momento para anexar a Puerto Rico sin la menor resistencia. En ese sentido, la conveniencia de la anexión y la estadidad, y su conexión con el relato liberal, debe ser reevaluada desapasionadamente. Si el Puerto Rico que la reclamaba era masa amorfa o pueblo consciente, es indiferente. Se trata de una consideración que enmascara el hecho de que la imagen de la estadidad en 1898 y hoy, son distintas. La pregunta que queda en el tintero es ¿cuándo la estadidad dejó de ser la alternativa radical? A esa pregunta intentaré responder en otro momento.

Nota: Publicado originalmente en 80 Grados-Historia el 23 de Septiembre de 2011.

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