Puerto Rico entre siglos: Historiografía y cultura

julio 16, 2015

Ramón E. Betances Alacán: el separatismo y las izquierdas. Primera parte

 

  • Mario R. Cancel Sepúlveda
  • Historiador y escritor

 

Betances Alacán y el republicanismo radical

Ramón E. Betances Alacán siempre fue un republicano radical. El norte de su interpretación político filosófica, era el mismo de los sectores más exigentes de la Revolución Francesa de 1789. El activista aspiraba a la demolición de la monarquía y al reconocimiento del poder efectivo de un tercer estado por oposición a la clerecía y la nobleza, el primer y el segundo estado en ese orden, que se confabulaban para sostener un orden considerado retrógrado. El republicanismo radical francés aspiraba a un gobierno administrado por las mayorías productivas, por oposición al control que la iglesia y la aristocracia, dos minorías improductivas, poseían de las estructuras de poder en las monarquías tradicionales. El republicanismo radical francés llamaba la atención sobre la necesidad de la participación ciudadana en las decisiones de poder y, con ello, confirmaba la autonomía del ciudadano ante el estado y concebía a aquel ente  como un sujeto de derecho y no como un súbdito o sujeto de otros. Aquella fue la base de una concepción de la soberanía del pueblo que se impuso en el ideario burgués la cual le daba mucha relevancia a una concepción de la libertad apoyada en la ley secular. Se trataba de una propuesta revolucionaria en el plano de las relaciones de clase, las relaciones de poder y la concepción del Estado.

La situación privilegiada que poseían la clerecía y la nobleza en la Francia  de 1789 no era muy distinta de la que poseían en la España de 1868. La idea de que la Monarquía Española era un orden retrógrado que no merecía la confianza de los liberales cuya estructura debía ser revisada con profundidad resultaba legítima y los que así lo proponían eran considerados subversivos, laborantes y revolucionarios. Betances Alacán encaja de manera diáfana en los parámetros del revolucionario burgués formado en el crisol de la tradición de 1789.

 

"Betances" (detalle) dibujo de Andrés Hernández García

«Betances» (detalle) dibujo de Andrés Hernández García

Betances Alacán y el republicanismo antillano: particularidades

El republicanismo y el anticlericalismo de Betances fueron posturas inseparables en un pensador y activista identificado con los valores seculares del siglo de la ciencia y el capitalismo modernos. En ambos casos se trataba de actitudes de avanzada o progresistas en el contexto concreto de la Europa en que surgieron y en la cual se formó cultural y profesionalmente el pensador y el científico caborrojeño. Si aquellas posturas resultaban todavía chocantes para la cultura tradicional europea a la altura de 1850, imagínense cuanto escándalo podían producir en el Puerto Rico de aquella época entre los sectores que detentaban el poder en nombre de la hispanidad.

Lo cierto es que el entorno concreto en el cual le correspondió vivir y combatir a Betances Alacán, poseía unas características particulares. El Puerto Rico antillano del siglo 19 seguía siendo una colonia de una de aquellas monarquías obsoletas y senescentes que se había mantenido al margen de la ola separatista que tuvo su mejor momento entre 1808 y 1824. El republicanismo de Betances tenía que enfrentar el doble dilema de la monarquía española y la condición de sumisión colonial de su provincia, con el aliciente de que el poder concreto era legitimado por las estructuras de una Iglesia Católica sumisa a la Corona de la cual dependía.

Defender la república española en España era una cosa. Pero ser republicano en Puerto Rico era un poco más complejo. En España se podía ser republicano e imperialista a la vez. El liderato más radical de la Revolución Gloriosa lo sabía porque lo era. En Puerto Rico se podía ser republicano y defender que Puerto Rico siguiera siendo español, es decir, condonar la relación y ser integristas. Pero también se podía ser republicano y ser anticolonialista. En ese peligroso territorio es donde se ubica Betances Alacán a la luz de la experiencia separatista independentista Hispanoamericana. Ser republicano integrista y ser republicano separatista representan dos niveles de interpretación distintos. El panorama ideológico de Puerto Rico ofrece modelos para toda esa diversidad de posturas. Eugenio María de Hostos, en el contexto de la Revolución Gloriosa, defendió la república para España y el integrismo, actitud a la que pronto renuncia. José Celso Barbosa fue republicano pero nunca abogó por el separatismo, defendió el integrismo pero no vaciló en reinvertir su respaldo a un invasor en 1898. Betances Alacán fue republicano y separatista que se oponía “minotauro americano” por consideraciones más geopolíticas y económicas que culturales. La diversidad del republicanismo radical era infinita.

El separatismo que Betances Alacán configura entre 1856 y 1868 para Puerto Rico como se habrá visto de los hechos de Lares, es afirmativamente republicano pero no pretende resolver el problema de la monarquía en España y más bien se aleja de ese tema: la república de Puerto Rico se hará separada de España y no se conseguirá dentro de ella como una emanación. El gobierno que la insurrección estableció en 1868 tenía la fisonomía de un proyecto republicano. El republicanismo radical de Betances Alacán se complica en el entorno antillano en la medida en que se hibrida con el separatismo independentista. El dilema parece resuelto en 1868 para aquel puñado de teóricos: primero se hará la separación y la independencia y, una vez librados de la monarquía hispana, estarían en condiciones de echar las bases de la república radical antillana.

En la última mitad del siglo 19, con el desarrollo del capitalismo al calor de la segunda revolución industrial, el republicanismo radical  se aproximaba discursivamente a las propuestas democráticas radicales que habían sido la base del socialismo moderno lo mismo en su versión francesa que alemana. La Revolución Francesa fue una revolución burguesa que también fue el semillero de las ideas anarquistas, socialistas e igualitarias más visibles del siglo 19. Los republicanos radicales aspiraban a superar la demagogia liberal que vedaba la participación de los sectores productivos en el ejercicio del poder en nombre de la democracia popular más exigente. En gran medida, aquellos sectores resentían los efectos inmovilizadores sobre el individuo social o ciudadano, que producía la praxis del poder coercitivo de los estados nacionales centralizados y fuertes.

Sobre la base de ese criterio filosófico -la resistencia a la coerción del estado fuerte- el republicanismo radical europeo se acercó a las propuestas federalistas y confederacionistas. El punto en común entre todas aquellas miradas era una concepción de que las unidades de poder, a fin de que fuesen más justas y más efectivas, debían ser más pequeñas. Las posibilidades de la participación del individuo o el ciudadano en la res publicae eran mayores bajo aquella circunstancia. Democracia radical se identificaba con la participación directa y la autogestión. Esa había sido la lógica de la Comuna de París  de los días de marzo a mayo de 1871. Me parece innegable que también fue la lógica del sociólogo teórico Hostos cuando ideó la Liga de los Patriotas en 1898 en Nueva York y la puso en práctica en Juan Díaz y Mayagüez durante los primeros días de la presencia americana aquí: preparar para la vida cívica y la soberanía sería posible sobre la bases de unidades pequeñas. Las luchas contra el estado nacional coercitivo, el producto neto más emblemático de la revolución burguesa, dependían de la instauración de micropoderes autogestionarios eficientes. Federalistas, confederacionistas, anarquistas, socialistas, igualitarios convergía en esa posición al estado nacional como signo del orden burgués y capitalista.

Los republicanos radicales como Betances Alacán que acabaron por defender el separatismo y la independencia, dadas aquellas coincidencias interpretativas, estuvieron en posición de dialogar con una diversidad de ideologías con las que compartían algunos de aquellos principios. En el ambiente en el cual el caborrojeño se movía -París- los contactos con anarquistas, anarco sindicalistas y los socialistas de tradición francesa o alemana estaban al alcance de la mano. Es como si el puertorriqueño buscara en los márgenes político-sociales y las periferias  ideológicas, apoyo para enfrentar un centro dominante. La actitud es paralela al proceso a través del cual, por su anticlericalismo, se ordena masón y afirma un secularismo crítico e inteligente que todavía hoy sorprende a sus investigadores. La intrincada red de relaciones concretas de Betances Alacán con aquellas izquierdas a fines del siglo 19 ha sido apuntada con suma precisión por el investigador francés Paul Estrade y no estuvo exenta de contradicciones como se verá en otro momento. Lo cierto es se trató de acercamientos esporádicos y tácticos que se apoyaban en la necesidad política de ambos extremos. Los republicanos radicales y los demócratas aspiraban a fines parecidos a los anarquistas y socialistas de todo tipo. Pero los primeros seguían mirando el problema del siglo desde la perspectiva de la política, el estado y el ciudadano; mientras que los segundos la apropiaban desde la social, el mercado y el productor directo.

junio 2, 2015

El 1898: la alternativa radical y la crisis del estadoísmo

  • Mario R. Cancel Sepúlveda
  • Historiador y escritor

 

La estadidad dejó de ser la alternativa radical. Algo minó la confianza en la americanización y la anexión: su condición de puentes sobre el Leteo en el rumbo de la modernidad colapsó. Los eslabones de aquel proceso fueron varios. El cuestionamiento y el fin de la breve hegemonía del Partido Republicano Puertorriqueño y la consolidación del unionismo, han sido las huellas más discutidas por la historiografía tradicional. Me parece evidente que la prepotencia de la mirada proceritista que dominó la discusión durante años, fue una de las claves para que esos desencajamientos ocuparan una posición protagónica en la explicación.

En aquel contexto confuso, 1903 a 1904, maduró un nuevo concepto de la independencia que desdecía la tradición betancina en contados y cruciales aspectos mientras continuaba y completaba otros. Los esfuerzos por empalmar la una con la otra sobre la sinapsis del 1898, fueron coronados con el espectacular y performativo entierro de sus restos en el país en agosto de 1920. La inhumación honrosa de un perseguido del siglo 19, anticlerical y masón por más señas, no puede ser pasada por alto.

1898_2_almacenLa alternativa radical se (re)semantizó en un sentido muy original. La idea de la independencia en un momento en que el crecimiento de la clase obrera y su organización marcaba una pauta amenazante para las aristocracias locales, se desarrolló con un visible sabor a democracia popular, a cierto jacobinismo exigente y procaz con algunas tangencias con el socialismo francés en boga. En su lenguaje convergían procedimientos lo mismo del populismo ruso como del anarquismo y el anarcosindicalismo europeos. Otro elemento que he discutido en otras ocasiones, fue la reinversión de una variedad de fuentes heterodoxas tales como la del saber masónico, el espiritismo, la teosofía, la antroposofía, entre otros. En aquel discurso confluían propuestas anticlericales y anticapitalistas como las ideas fraternas y el cooperativismo inglés. Si a ello se añade una pizca del fogonazo utilitarista que cruza desde David Hume hasta William James, se tendrá una idea más precisa de la riqueza intelectual de lo que he denominado el primer independentismo del siglo 20. Nada más distante de la idea del nacionalismo puertorriqueño que luego se haría con el terreno en la década del 1930. A ello habría que añadir un elemento consustancial con el escenario y el contenido: la discusión pública no dependía de políticos profesionales. El camino de la modernidad se había multiplicado.

La lógica de la década del 1910 muestra una organicidad sorprendente. Un sector de la intelectualidad, vanguardia o no es indistinto, reconoció que las posibilidades de concretar el sueño hegeliano y liberal por medio del estadoísmo era irreal. La correspondencia política y privada de José Celso Barbosa en aquel momento, asunto que me propongo discutir en otra ocasión, no deja lugar a dudas de que la estadidad se percibía como un proyecto en retroceso, incluso en la conciencia de su más alto líder.

El otro elemento curioso de aquella situación resulta patético. Otra vez, como en 1903, la eficacia de los partidos políticos profesionales estaba en entredicho. La imagen de la clase política puertorriqueña ante la elite americana  era muy mala. Si a ello se añade cierta incapacidad, consustancial con su condición de clase, para comunicarse eficazmente con la gente o pueblo, se tendrá una idea de lo que pretendo plantear. Pienso en la lírica engolada y ateneísta de José de Diego o en el preciosismo de Luis Muñoz Rivera. A la luz de ello se comprenderá por qué la lógica hostosiana de la Liga de Patriotas o la matiencista de la Unión Puertorriqueña, ambas no partidistas, se convirtió nuevamente en una opción concreta. Se trataba de una protesta contra el pasado y las clases que controlaban la expresión pública. Ese fue el caldo de cultivo en el que germinó la Asociación Cívica Puertorriqueña, luego Partido de la Independencia. Se trata de un inesperado chispazo que apenas duró hasta 1914.

La praxis de aquella organización política fue la responsable de transformar la independencia y la soberanía en la alternativa radical de los modernizadores. Esta reconversión podría explicarse mediante la revisión de tres episodios sorprendentes. Primero, la denominada huelga legislativa de 1909: el famoso contencioso por el presupuesto estatal que permitió determinar hasta dónde llegaba la paciencia del Congreso, y cuánto estaba dispuesta arriesgar la clase política local. Segundo, la Enmienda Olmstead a la Ley Foraker en 1909, artificio que limitó los pocos poderes de la Cámara de Representantes colonial al arrebatarles el poder de dejar sin presupuesto al Estado. Y tercero, el Proyecto Olmstead de estatus para sustituir la Ley Foraker, presentado en 1910: la amenaza fue convertir la relación colonial en una más autoritaria.

La situación parecía ideal para que floreciera un independentismo radical. Pero desde 1911, el contencioso entre la elite radical y las autoridades americanas se aplacó. El dilema del estatus perdió relevancia ante la crisis de las relaciones económicas impuestas por el Congreso en 1900. Como se sabe, el nervio de la relación entre Puerto Rico y Estados Unidos, era la creciente industria azucarera. La burguesía agraria puertorriqueña, mediante una palpable alianza con los azucareros extranjeros, nunca cedió todo el control de la situación a los inversionistas estadounidenses. Los nichos de acción política de aquella burguesía eran precisamente los partidos Unión de Puerto Rico y Republicano. La sumisión del Partido Socialista al mercado, convertían a la colonia en un paraíso para el capital americano.

Por eso, cuando entre 1912 y 1913 se discutió la aplicación de la Ley Underwood a Puerto Rico y el proteccionismo de azúcar era amenazado por el impulso del mercado libre, el balance ideológico de la relación con Estados Unidos se alteró. El problema de la Ley Underwood era que abolía los privilegios del azúcar del país al ingresar al mercado americano, colocando esta industria en igualdad de condiciones que la del café. La aspiración de los unionistas de principios de siglo de equiparar ambos sectores, se conseguía pero de una manera aviesa: ninguno disfrutaría de la protección americana. Los efectos de aquella discusión fueron inmediatos. Primero, la contracción de crédito industrial a los azucareros se generalizó. Segundo, el flujo del comercio de azúcar se redujo. La artificialidad de la crisis económica de 1913 resulta palmaria. La desilusión con las posibilidades de una solución del problema colonial en la estadidad, se impuso.

La alternativa radical tomó en 1912 la forma del Partido de la Independencia y tuvo como jefe político al abogado Rosendo Matienzo Cintrón. Lo más valioso de aquel natimuerto proyecto revolucionario fue su capacidad para revisar la praxis política al uso. Ante su difusión pública, el poderoso Speaker de la Cámara, de Diego, en un artículo titulado «¡Alerta y en guardia!», cuestionó la validez del mismo porque no se trataba de un partido político electoral tradicional. No se equivocaba: el recién fundado organismo no iría a elecciones, a pesar de lo cual realizó una intensa campaña de orientación popular entre 1912 y 1913.

El discurso público de los independentistas ratificó que, en general, se había idealizado al nuevo régimen impuesto en el 1898. En la realidad de las cosas, aquel fue el primer llamado a combatir la presencia americana en nombre de la independencia. Desde un punto de vista cultural y simbólico, la noción del 1898 se impuso como un gran desengaño. El affaire de la Ley Underwood fue clave en toda aquella transformación ideológica. Matienzo Cintrón, un pensador excepcional, acabó interpretando la Ley Underwood como una que favorecía a los monopolios. Su alegato no ha perdido un ápice de actualidad. De acuerdo con el abogado, en un «mercado libre autoregulado», aquellos pulpos económicos disfrutarían de una enorme ventaja ante los débiles y los menos competitivos.

El carácter radical de, valga la redundancia, la alternativa radical consistía en que la independencia, que había sido un instrumento de resistencia ante la vieja España, ahora también lo era ante Estados Unidos. Pero de paso, la coherencia del relato de la modernidad heredado de la invasión había dejado de ser funcional: el estadoísmo había sido derribado de su trono, al menos por el momento. El independentismo cuestionaba todo coloniaje pasado y presente en nombre de un concepto más abierto e inclusivo de la noción gente o pueblo.

 

Nota: publicado originalmente en 80 Grados-Historia  el 28 de octubre de 2011

enero 11, 2015

Una reflexión sobre el libro Hostos insepulto de Roberto Mori González

  • Mario R. Cancel Sepúlveda
  • Historiador y escritor

 

Hostos insepulto de Roberto Mori González, es un volumen que dialoga en dos direcciones. Uno de los diálogos tiene que ver con un Eugenio María de Hostos rescatable: el que retornó a la política activa en la coyuntura de la invasión de la guerra entre España y Estados Unidos y fundó la “Liga de los Patriotas” de 1898 en Nueva York. El otro es un diálogo con el presente a través del cual Mori González se esfuerza en demostrar la pertinencia del pensamiento y la praxis hostosiana en otro momento coyuntural asociado al final del siglo 20. Me refiero a la salida de la Marina de Guerra de Estados Unidos de la Isla Municipio de Vieques.

Eugenio María de Hostos

La lectura de este libro tiene que ser elaborada a partir de esos dos extremos. En ese sentido Hostos insepulto no es tanto un libro sobre el pensamiento y los sistemas ideológicos de Eugenio María de Hostos, sino un conjunto de textos en torno a como Mori González lo representan hoy. Se trata de una actualización del hostosianismo a la luz de las luchas de un segmento de la sociedad civil puertorriqueña. El cambio de lenguaje y el centralismo de las nociones “sociedad civil,” “autogestión” y “comunitarismo” en los 17 textos incluidos en el volumen, es sintomático de estos tiempos de reevaluación de los artefactos analíticos heredados del análisis estructural radical.

Me parece que esa es una de las virtudes mayores del texto. Digo esto porque el hostosianismo de los saberes públicos y del estado ha evolucionado al presente en la ruta de un ritualismo manoseado que ha domesticado la figura de Hostos hasta reducirla al más simple civismo. El hostosianismo de la educación puertorriqueña proclamado con tanta rimbombancia por el sistema de educación pública en año 2001, resultó ser un discurso vacío que no fue capaz de actualizar la pedagogía para el civismo que Hostos proponía. Las razones para que se abortara cualquier esfuerzo es esa dirección son variadas y serían buena materia de discusión en el futuro.

Los centros del volumen Hostos insepulto están en consecuencia bien definidos. Hostos fue un traductor de la ciencia positiva de su tiempo. Las apetencias totalizadoras de Augusto Comte, su percepción de la sociología como una suprahistoria, voluntad que tanto molestó a los historiadores de su tiempo, y la distancia que tomó de las posturas combativas y protosocialistas  de su colaborador Henri de Saint-Simon, son conocidas por todos. No creo que deba recordar que el positivismo comtiano propuso una utopía que debía caracterizarse por la concordia entre el poder espiritual y el temporal. La meta oculta de Comte consistía en asegurar la preeminencia del poder espiritual sobre el temporal.

En la utopía comtiana el poder efectivo lo ejercerían los jefes industriales, la admirada burguesía racionalizadora del mundo de los negocios, punto en el cual coincidía con Saint Simon. En Comte el culto a la ciencia se tradujo en una reverencia hacia las disciplinas no exactas – la sociología, la política y la moral social- que él consideraba más complejas que las ciencias naturales. Las contradicciones de Comte lo condujeron del ataque a la metafísica, que era la meta de la ciencia positiva del siglo 19, a la construcción de una metafísica alterna en la cual el “Gran Ser” era el centro de todo y Comte su sacerdote. Se trataba de un humanismo sacerdotal extremo.

Respecto al darwinismo social de Herbert Spencer como pretexto hostosiano es poco lo que tengo que decir. Asociar a Hostos a Comte y a Spencer implica relacionarlo teóricamente con dos tradiciones conservadoras que negaron la vertiente que condujo al socialismo utópico prefigurado por Henri de Saint Simon en la Francia de 1825 y por Esteban Echevarría en la Argentina de 1837 dentro del movimiento intelectual en el Plata. Una lectura sosegada de Hostos permite detectar la presencia de los utopismos en algunas de sus propuestas. Su percepción de que la “Liga de Patriotas” debía cimentar su lucha en las unidades sociales más pequeñas es un buen ejemplo de ello. El falansterio de Charles Fourier, las comunidades tejanas de Ettiene Cabet (1842), o el New Harmony de la Indiana de 1825 de Robert Owen, asoman en esa interesante propuesta. Aquellas comunidades y la “Liga…” representan una protesta contra la masividad urbana y la deshumanización de las relaciones sociales. A pesar de obvia relación, no recuerdo muchas referencias a este asunto en los estudios sobre Hostos. La cuestión de la sociología hostosiana se ha resuelto con el argumento fácil de las influencias jerárquicas de Comte y Spencer.

Mori González propone una evaluación de Hostos sociólogo y teórico ya no por la consideración de cuáles fueron sus herencias teóricas sino por los artefactos teóricos prácticos que utiliza para enjuiciar la situación de Puerto Rico en 1898. Por eso, y en ello radica la otra aportación de este volumen, concentra su interés en el manejo que hace Hostos de una serie de conceptos que, si bien están derivados de una fuente teórica conservadora como es la “ciencia positiva” tardía, cumplen una función antisistémica y hasta subversiva en el momento de la posguerra del 1898.

Como historiador me consta que los sistemas ideológicos y las prácticas que de ellos se derivan no tienen un carácter absoluto. De un modo u otros todas son refutables o  falsables. Ninguna postura ideológica es intrínsecamente progresista, reaccionaria o conservadora. La historiografía de las ideas y de las representaciones es mucho más compleja que eso. Las reflexiones de este conjunto de ensayos son demostrativas de lo que llevo dicho.

Mori González se ocupa de ilustrar al lector en torno a la forma en que Hostos interpretaba en los papeles de Madre Isla la relación entre las partes del dístico estado-sociedad. El papel que le da a cada uno de los extremos es muy interesante. Si bien el estado aparece  caracterizado por su artificialidad, la sociedad resulta marcada por su carácter natural. Se trata del contraste entre una construcción y un hecho esencial. La preeminencia de la sociedad interpretada como un sistema de relaciones entre individuos al margen del poder formal dentro del dístico, es lo que distingue el planteamiento hostosiano. Hay un evidente trazo anti hobbesiano, anti Leviatán en esta propuesta.

La parte problemática del juicio es que no se puede traducir automáticamente la noción sociedad a la noción pueblo o volk si se piensa en la propuesta de Johann Gottfried von Herder de 1784. La sociedad no es la nación. La sociedad es una estructura o forma en el sentido que la ilustración y el racionalismo le dieron al concepto. El volk o pueblo es un espíritu o geist en el sentido del romanticismo nacionalista. El carácter anti estatal de Hostos es central. La percepción de la sociedad en Hostos está más relacionada a los utopismos antes referidos y a la democracia radical en la tradición de los montañistas franceses que a otra cosa. Esta concepción de la sociedad como un órgano soberano equivalente a la voluntad general de los teóricos de la revolución, abre paso a la prédica de la autogestión que Hostos promovía.

La crítica a la democracia representativa y liberal, una traición de las democracias directas más prístinas, se justifica por el hecho de que la representación de la gente concreta se transforma con suma facilidad en un acto de delegación total de la responsabilidad del poder en manos de políticos profesionales. El corolario de todo ello es que el poder efectivo se enajena de la sociedad. La partidocracia o el elitismo competitivo definido por David Held contienen de un modo análogo los parámetros que Hostos adopta. La valoración del “poder social” como un ejercicio de democracia directa es otra de las aportaciones de esta colección de ensayos.

Un elemento interesante que deriva Mori González de la revisión del pensamiento de Hostos a la altura de 1898, es el rescate de una parte de la propuesta de una confederación de las Antillas en el mismo tono en que lo hicieron Segundo Ruiz Belvis en 1864, Ramón Emeterio Betances en 1868 y José Martí en 1895, y de la pertinencia de aquella propuesta hoy a la luz de la globalización. La concepción parte de la premisa de la aceptación de carácter antisistémico de la confederación como una forma de resistencia a la globalización en el sentido que le da Samir Amin a ese fenómeno.

La confianza de Hostos en aquella estructura superior no se cimentaba en consideraciones positivas, es decir concretas ni verificables. La confederación era un resultado natural justificado dentro de una estructura jerárquica y teleológica de pensamiento. Por eso la comunidad conducía a la nación, y esta a la confederación. La evolución era forzosa y necesaria. Solo había que promoverla y racionalizarla. Hostos preveía, al cabo, la consolidación de una unión latinoamericana en el sentido bolivariano, pero como una liga diplomática. Creo que todos estarán de acuerdo en aceptar que por más que la Organización de Estados Americanos sea una liga diplomática en el sentido estricto de la palabra, no representa ni el sueño de Bolívar ni el de Hostos. La historiografía también demuestra que muchos sueños utópicos pueden convertirse en pesadillas.

En 1898 Hostos construyó su utopía con artificios del pasado. La unidad soñada por Bolívar puede ser interpretada como una extrapolación de la unión de los virreinos y las capitanías de la era colonial. Se dirá que no hay otro modo de construirlas. Eso se llama historicismo radical e implica que no se puede pensar al margen de la experiencia vivida. La validez de un proyecto utópico de unidad continental tenía que pensarse en relación con el desarrollo del poder hegemónico de Estados Unidos, en el cual la generación del 1898 parecía confiar.

El último punto que quiero destacar es la propuesta que hace este libro para la construcción de la identidad caribeña a partir de esas premisas hostosianas. La refundición del antillanismo exclusivista en el gran caribeñismo de la era de la globalización parece ser la fórmula. Los estudios caribeños, con su afán totalizador, han sumido las perspectivas antillanistas en el ámbito del romanticismo más vulgar. El antillanismo de José de Diego resultó ser el último ramalazo romántico de aquella índole con su centrismo lingüístico y el culturalismo de sus combates, mientras se confiaba en la buena voluntad de Estados Unidos con una inocencia atroz. Me parece que la lección, si alguna, de aquel momento histórico es evidente.

No me parece que identificar la globalización como un camino alterno o un agente facilitador para la integración cultural e ideológica de un Caribe presumiblemente balcanizado solucione nada. El Caribe estuvo integrado de algún modo durante tres siglos de coloniaje español y fue muy poco lo que se consiguió en términos de una conciencia colectiva. Integrar las economías caribeñas al mercado global regionalizando estas economías para la generación del placer turístico o la venta de servicios, no es un proyecto de todos los caribeños. Es una propuesta del postcapitalismo euroamericano. El tipo de conciencia caribeña que esa situación genere no tiene mucho que ver con el antillanismo del siglo 19.

Para concluir, este volumen es una invitación a revisitar a Hostos como teórico y ello es válido si quien le visita reconoce sus prejuicios. Su mayor aportación es que hace de Hostos un modelo en un momento de crisis ideológica para los que todavía abrigan proyectos como la independencia y la confederación. Debo confesar que no soy hostosiano ni por formación ni por pasión. Soy solo un estudioso de Hostos y su tiempo, nada más. Es probable que alguien piense que eso representa un problema insalvable al mirar un texto como este. Yo creo que no. Esa condición permite mirar el texto desde un afuera que es también un adentro. Eugenio María de Hostos se lo merece.

Comentario escrito en 2003 en torno al libro de Roberto Mori González, Hostos insepulto. Ensayos en la búsqueda de la utopía  inconclusa. San Juan / Santo Domingo: Isla Negra editores, 2003. 199 págs.

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