Puerto Rico entre siglos: Historiografía y cultura

junio 9, 2017

El circunstante, el visitante, el residente: tres miradas sajonas sobre Puerto Rico. Parte 2

  • Mario Cancel Sepúlveda
  • Historiador y escritor

El circunstante y el visitante expresaron esa mirada despreciativa apoyada en una serie de prejuicios que traducía más su tirria hacia la hispanidad que hacia el portorriqueño. Este resultaba invisible para una mentalidad cosmopolita como la de aquellos. Los aludidos no tenían que sentir ninguna molestia con su invisibilidad.  Después de todo, los más eminentes exponentes de las elites criollas y la casa letrada insular pretendían que se les viese de ese modo, como especímenes o facsímiles razonables de la hispanidad. El integrismo tuvo muchas gradaciones durante el siglo 19 por lo que su presencia se hizo sentir desde los extremos del incondicionalismo hasta el autonomismo radical más exigente: todos aspiraban a ser españoles porque ello era parte integrante de sus particulares proyectos modernizadores. La única excepción parece haber sido los separatistas independentistas y anexionistas que eran partidarios de la desolidarización con España y de la desespañolización radical.  El atractivo del polo imperial ha sido seductor para aquellos sectores lo mismo en el siglo 19 que en el siglo 20 y el 21.

Pero la mirada sajona no se reducía a la experiencia estadounidense. El Puerto Rico decimonónico se había ido abriendo como resultado de su timoneado proceso de  inserción en las redes del mercado internacional en especial desde 1815. El intervencionismo mercantilista y ciertos avances del mercado libre convivieron con numerosas tensiones en aquel complejo tablero. Las urbes comerciales de la colonia mostraban una interesante pluralidad. La presencia de elementos sajones en el entramado social y económico colonial también incluyó británicos como sabemos. Resulta curioso que ciertos sectores del separatismo independentista en la década de 1860 y el 1890, manifestaran tácitamente más confianza en la probabilidad de elaborar alianzas concretas con sajones británicos que con sajones estadounidenses. Ciertos detalles presentes en la discursividad conspirativa del Gran Club de Borinquen encabezado por Andrés Vizcarrondo, y en la del Delegado General del Partido Revolucionario Cubano en Francia, Ramón E. Betances Alacán, así lo demuestran

 

Ya estábamos por aquí: la mirada de residente

En ese sentido, la personalidad de Albert Edward Lee Basanta (1873-1942) puede representar un contrapunto valioso y aclarador. Para los propósitos de esta reflexión Lee es el residente, el que nos mira desde “adentro” poseído por la familiaridad producto de una larga vida en la isla cerca de distinguidas figuras de las elites criollas y la casa letrada. Un sajón de ascendencia británica nacido en el seno de una familia de comerciantes en la ciudad de Ponce y que combinaba las tareas mercantiles con la actividad consular y diplomática quien, a la vez, es capaz de desenvolverse con  los gestos de un criollo legítimo en las redes materiales y espirituales de la ciudad de San Juan, es un fenómeno excepcional. En cierto modo su vida me confirma que la cultura criolla poseía una porosidad fuera de lo común y que las condiciones materiales eran capaces de atenuar los reparos que  la circunstancia de la extranjería podía generar.

En sus memorias tituladas An Island Grows, terminadas en 1942 y publicadas en 1963  por “Albert E. Lee and Son”, Lee se proyecta como el prototipo del sajón criollizado que ha hecho suyos muchos de los hábitos culturales y aristocráticos de elites criollas y la casa letrada hasta el extremo de manifestar una genuina solidaridad con el país en el cual se mueve. En 1905, en un libro titulado Political Development of Porto Rico, Edward Stansbury Wilson, otro residente nacido en Newark que fungía como Alguacil de la Corte Federal en la capital, tras aceptar que los portorriqueños eran inasimilables, admitía la posibilidad de una “mutual assimilation” en la  cual ambas partes, invasores e invadidos, saldrían ganando algo. Lee es un modelo de hasta dónde podían llegar esas transacciones durante el último tercio del siglo 19. Ese curioso problema identitario lo convierte en un testigo de primer rango en el contexto del meandro del 1898.

A diferencia del circunstante y el visitante, este residente es un testigo vinculado emocionalmente a Puerto Rico. Albert Edward Lee Basanta, hijo de Thomas Edward Lee Baggs procedente de Saint Thomas, y de Josefina Basanta Wainwright de Ponce,  casó con una hija de Alejandro Tapia y Rivera, Catalina Concepción de las Mercedes Tapia (1874-1932). Entre sus hijos se encuentra Consuelo Lee Tapia (1904-1989) esposa del poeta Juan Antonio Corretjer. Yerno del “padre” de letras, el teatro y la historia en el país, An Island Grows (1963) un texto invisible en la historiografía puertorriqueña,  aspiraba continuar la tarea de su suegro en Mis memorias.

El texto de Lee es toda una aventura. Fue revisado y editado por Earl Parker Hanson (1899-1978),  uno de los cerebros del “desarrollismo dependiente” de Puerto Rico durante  la era de “Operación Manos a la Obra”. Su producción estuvo al cuidado de sus hijos, Waldemar Fernando y Consuelo. El diseño del volumen estuvo a cargo de Irene, esposa de Jack Delano, y Margarita Ashford de Lee, hija de Bailey K. Ashford quien a la sazón era la esposa de Waldemar,  redactó una cronología histórica que serviría de marco de referencia para la vida de Albert. Se trata de un libro bien cuidado que materializa el esfuerzo de una elite sajona “amiga” de Puerto Rico y que puede informar al investigador sobre la imagen de Puerto Rico y los puertorriqueños en ese grupo de observadores. La autobiografía de Lee merecería una lectura incisiva de cara a la de Tapia para determinar las continuidades y las discontinuidades entre las miradas de estos dos intelectuales criollos tan cercanos el uno del otro.

Para los propósitos de esta reflexión voy a referirme a los apuntes de Lee en torno a los últimos días de España y los primeros de Estados Unidos. La década de 1890 en su conjunto y el 1898 en particular, llamaron mucho su atención. El irregular y asimétrico proceso de modernización puertorriqueña en aquel decenio sigue siendo un asunto por trabajar desde la perspectiva de la historia cultural y de las representaciones que las elites y la casa letrada se hicieron de los personajes presentes en aquel complejo juego.

En el capítulo “The Gay Nineties”, metáfora que recreaba la de los “Gay Twenties” estadounidenses,  Lee parecía afirmar el derecho a la nostalgia. Sus apuntes sobre la década de 1990, dejan en el lector una imagen distinta a la de los textos estadounidenses producidos entre 1898 y 1926 que el Dr. José Anazagasty Rodríguez y yo junto a otros especialistas discutíamos en dos colecciones de ensayos publicadas en 2008 y 2011. Aquellos visitantes y residentes, empecinados en devaluar el pasado hispano, parecían haberse impuesto la tarea de degradar el pasado español con una retórica que, lejos de aspirar a la comprensión empática del Otro en el sentido en que le daba a ese concepto Marc Bloch, hacían todo lo contrario: afirmaba las diferencias y, por medio de una distribución desigual del valor, degradaban a los “nativos” con el efecto de enaltecer a los invasores. En su conjunto aquellos textos, como los de Blackford y Mixer, invisibilizaban al portorriqueño y sólo veían el español y sus vestigios. La negación de la posibilidad de una identidad era por lo demás ostensible.

El texto de Lee va en otra dirección: la nostalgia romántica marcada por el embeleso se impone. El San Juan, ya viejo/provecto/antiguo, cuyos callejones a veces te recuerdan el Madrid artesano medieval que se respira en la calle de Cuchilleros de la capital española, se despliega como una ciudad moderna, con espacios cosmopolitas accesibles para las clases altas que él representa. Distinto a los sajones que llegan en el 1898 con las fuerzas armadas, Lee celebra una ciudad progresista en donde la elites urbanas no tenían mucho que envidiarle a las de cualquier otra capital europea. Su descripción de la vida capitalina recuerda la imagen de la ciudad moderna articulada en un extraordinario estudio sobre el tema por Jacques Dugast, La vida cultural en Europa entre los siglos XIX y XX, volumen publicado en 2001 en francés y en 2003 en castellano. Vivir como cualquier otro europeo, es decir ser moderno, no era sólo la ansiedad de los ciudadanos.  La aristocracia rural, si vuelvo sobre la lectura de ciertas estampas de Manuel  Alonso Pacheco en El Gíbaro de  1849, también pretendía lo mismo.

Es cierto que Lee habla desde un nicho privilegiado. Sus observaciones hubiesen significado  poco o nada, a lo sumo una pretensión de clase, para el liberto, el artesano o el vagabundo que (sobre) vivía en medio de un orden autoritario y un mercado degradado que lo rechazaban. Sus afirmaciones tampoco hubiesen sido convincentes para un exilio político, pienso en Betances Alacán, que no celebraba la desigual relación política que sufría el país. Lo interesante es como a través de este texto se ratifica el principio interpretativo marxista de que la producción de ideas y representaciones es una “emanación”  de la actividad material y la posición de clase de los individuos que la formulan. El otro dato relevante de este fragmento es el efecto que genera la observación de las estrechas calles de la ciudad en dos observadores: donde el citado Mixer encuentra “aglomeración urbana”, Lee encuentra “armonía”. Lo apretado de una ciudad con resabios tardo medievales produce emociones distintas en uno de otro: de rechazo en el visitante, de atracción en el residente. Lo que cambia es la “mirada”, no lo “observado”.

Lo que desde la perspectiva de Lee enriquecía a San Juan  era la presencia de los mismos  elementos que las evaluaciones estadounidenses de 1898 a 1926 alegan que falta: la complejidad, la sofisticación y la aceleración de la vida urbana propia de una ciudad moderna. Los observadores estadounidenses no fueron, por cierto, los únicos en quejarse de esas ausencias. Muchos miembros de la elites criollas y la casa letrada, lo mismo liberales reformistas, autonomistas o separatistas se quejaban de lo mismo. Los estudiosos de este tipo de asuntos deben recordar las observaciones por ejemplo de Carlos Peñaranda en sus Cartas puertorriqueñas redactadas entre 1880 y 1887, o las de Tapia y Rivera en su autobiografía terminada en 1882 antes citada. Betances mismo, refiriéndose a Tapia en una carta a Lola Rodríguez afirmaba con pesar que “en otro país, en otras circunstancias ¿qué cosas no hubiera dado ese cerebro?» La idea de que no éramos “modernos” producía una visible ansiedad a los sectores educados del país.

La situación privilegiada de Lee, su refinamiento, los lugares sociales en los cuales se mueve le  autorizaban a emitir una opinión distinta. Todo parece indicar que para la gente de su clase los indicadores de la modernidad estaban accesibles. El registro de las obras de teatro clásico, las zarzuelas y los conciertos públicos semanales en la Plaza de Armas, tan relevantes para el diseño de lo moderno en aquel entonces, no faltan. La visita del actor español Paulino Delgado y su troupe y la presencia del dramaturgo y poeta Leopoldo Cano, conmovía a la juventud educada

Los deportes competitivos que llaman la atención de los jóvenes pudientes tampoco: la equitación, el ciclismo y las regatas eran parte de la atractiva oferta. El “Club Neptuno”, luego “Club de Regatas” y más tarde “Union Club” ubicado en La Puntilla, era la sede de las diversiones marina. Pero no hay que olvidar que un buen caballo, una bicicleta o un velero no eran accesibles a todos los jóvenes de la capital para fines de diversión. El gusto de las clases altas por los deportes competitivos era reforzado por el sistema educativo elitista en el cual se formaban fuese en Europa, Estados Unidos o Hispanoamérica. Estando en Toulouse Betances obtuvo algún premio en el deporte de la esgrima y que también tomó clases de gimnasia. Todas las leyendas urbanas que conozco de Segundo Ruiz Belvis ratifican que era un excelente jinete y un buen esgrimista.

La memoria de Lee demuestra que existía toda una red de espacios y multiplicidad de rituales complejos y ostentosos que alimentan la solidaridad de las clases altas. La imagen pública se constituía en las actividades de Casino Español, donde la presencia de puertorriqueños era muy poca,  y el rival “Liceo Militar” al parece más exclusivo que aquel. Ello junto al ritual cortesano del “Besa Manos” auspiciado por La Fortaleza y sus  “carreras de cintas”,  parecían llamar la atención de los “chicos bien”. Las “carreras de cintas” eran un ritual de apareamiento con retazos de justa medieval. Las citas tenía las iniciales de los nombre de las jóvenes solteras y los varones debía demostrar su habilidad tomándolas al galope.

Pero Lee “mira” desde un lugar de “excluyente” y en una sola dirección: desde las clases altas y hacia las clases altas. En una parte de su memoria, refiriéndose a los conciertos públicos, afirma que “since each class knew its alloted place in the scheme of things, police intervention was never necessary”. La plebe o la canalla, como se refería al común de la gente Voltaire en algún texto, es una sombra  que apenas se esboza cuando relata el episodio de lo “quintos” o los reclutas recién llegados. El episodio, que recuerda algunas de las quejas de Alejando O’Reilly en su informe de 1765 con su frío lenguaje administrativo, es de erotismo tropical sugerente en el criollo sajón: las “mulatas” están allí dispuestas para seducirlos expresando su disposición a someterse a ellos. La metáfora es interesante. Los conscriptos las perciben como mujeres “willing to take them in and slave for the, doing their washing and other chores”

En medio de su reflexión, Lee hace una afirmación que llama la atención sobre la diferencia entre un peninsular y un insular que completa, en cierto modo, las reflexiones de Iñigo Abbad y Lasierra de 1788: “Spanish could have anything they want in Puerto Rico except Spanish children”. Por otro lado, el planteamiento parece una paráfrasis de una afirmación de  Betances escrita en 1876 quien afirmaba que “trescientos años” de coloniaje no han podido crear “españoles” en América.

 

¿Qué significa la hispanidad? Un contraste

En suma, el San Juan de Lee conserva “The Old World Flavor”, un rasgo que Mixer también había anotado  en sus observaciones de 1926. Lee, el romántico, “siente” el placer del viejo mundo cuando se extasía ante el castillo de San Felipe del Morro y rememora los “old days of the buccaneers and the Inquisition”. La sensación es que reconoce que los castillos no dejan de ser sino los vestigios de una “(falsa) Edad Media boricua” y que representan un pasado que ya se dejó atrás y al cual no se quiere regresar. Mixer, el pragmático, entiende que “The Old World Flavor” posee otras potencialidades. Mirando el paisaje del distante y sencillo pueblo de Isabela, descubre las reminiscencias de “La Mancha, the land of Don Quixote” y, afirma, “the old world flavor which gives the Island its chief charm to the American traveller” Para este observador Puerto Rico es España y está congelado en el tiempo y así podría venderse.

Isabela y el Morro eran  España en Puerto Rico. La sensación es análoga. La actitud de uno y otro ante ese fenómeno es la que cambia. Se trata de dos formas distintas de posesión. La discrepancia radica en  que, lo que para Lee es un espacio vital, formativo y cercano porque es memoria cumplida; para Mixer es exotismo, atractivo empresarial y distancia porque es futuro potencial. El pasado hispano como  mercancía capaz de ser consumido por el viajero o el turista estadounidense replantea la asimilación del territorio colonial como un problema. Para que ese engranaje funcione debe ser protegido, domesticado, etiquetado y estandarizado. De ese modo, dejará de resultar amenazante. La modernidad, bajo el imperio estadounidense, se molestaba con las cicatrices de hispanidad presentes, es cierto. Capitalizarlas les devolvería valor.

Publicada originalmente en 80 Grados-Historia

mayo 30, 2017

El circunstante, el visitante, el residente: tres miradas sajonas sobre Puerto Rico. Parte 1

  • Mario Cancel Sepúlveda
  • Historiador y escritor

A José Anazagasty, por llamarme la atención sobre estas lecturas

Un prólogo remoto: la mirada del circunstante

A mediados de la década del 1990 una colega de la Universidad de Puerto Rico en Aguadilla puso en mis manos un curioso y poco conocido escrito estadounidense sobre Puerto Rico. Era un panfleto para niños titulado The Young West-Indian  atribuido a Mrs. M. Blackford e impreso en 1828 en Boston. Mis indagaciones preliminares demostraron que había sido vuelto a imprimir en Philadelphia en 1848 por lo que la posibilidad de que hubiesen sido difundidas otras ediciones era muy alta.

Martha Blackford era el pseudónimo de Lady Isabella Wellwood Stoddart, de origen escocés y autora de numerosas obras de literatura para jóvenes, historia y biografía entre 1810 y 1850. La búsqueda respecto a esta, para mí, obscura figura me condujo a un callejón sin salida. Blackford tuvo a su haber 58 títulos que se difundieron en inglés, francés y alemán pero ninguna de las fuentes revisadas podía aclararme cosas tan simples como su fecha de nacimiento o algún dato concreto de su vida personal. Me encontraba ante una figura marginal. Los registros de la Biblioteca del Congreso me informaron que había fallecido en 1846, pero los ficheros de las bibliotecas europeas y americanas que revisé demostraban que su obra había continuado reproduciéndose durante todo el resto del siglo 19.

La lectura del panfleto The Young West-Indian  y de los títulos de una parte significativa de su bibliografía revelaban un hecho irrebatible: la preocupación profunda de Blackford por la educación de los pequeños y los adolescentes, rasgo que ya había conocido en la obra escritural de la poeta sangermeña Lola Rodríguez de Tió y en los cuentos del mayagüezano Eugenio María de Hostos para sus hijos. Los escenarios familiares, el asunto de la orfandad como antípoda de aquella y la utilización de la literatura creativa e histórica como un medio de moralizar a las nuevas generaciones dominaban aquel conjunto. El que Blackford escribiera sobre Puerto Rico en 1828, momento en el cual las relaciones de la colonia española con el mercado estadounidense se iban haciendo más intensas al amparo del orden de 1815 y cuando, sin duda, la imagen de progreso de aquel país del norte comenzaba a seducir a algunos grupos de interés en la colonia española, llamó poderosamente mi atención. Lo que ella dijera sobre Puerto Rico podía darme indicaciones de la imagen que un estadounidense de su peculiar condición social poseía sobre aquel territorio remoto del Imperio Español. La revisión del relato me dijo mucho más de que hubiese esperado.

The Young West-Indian  narra la historia de Francisco Gómez, a “native of Porto Rico” de 7 años, hijo de un hacendado español cuyo nombre se suprime. Warthon, un “American gentlemen” de Long Island con espíritu de filántropo, le pide al  padre de Francisco que le permita llevarlo a su país para que acompañe a un hijo suyo de la misma edad. La petición oculta una preocupación particular: Warthon no deseaba que el chico llegase a la adultez, “ruined by a false mode of education”. La imagen del estadounidense recto, puritano y piadoso que se preocupa genuinamente por el otro, se impone en el relato. El juicio sobre la naturaleza retrógrada del escenario de la colonia hispana se transparenta de inmediato en el sencillo relato. Desarraigar a Francisco del escenario en el cual iba a crecer redundaría a la larga en el bien del muchacho. Warthon rechazaba los valores hispanos representados por el muchacho, no su condición de portorriqueño la cual es por completo invisible.  Un portorriqueño es un español de la islas y nada más que eso.

Durante su estadía en Long Island, Francisco aprende dos lecciones morales al lado de Charles, hijo de Warthon. La primera tiene que ver con la libertad. Francisco se empecina en  enjaular unos gorriones que le seducen con su canto para conservarlos en su cuarto. Charles lo corrige: los gorriones enjaulados se sentirían prisioneros y dejarían de cantar. El tema de egoísmo autoritario de uno y el respeto reverente a la  libertad como el estado natural de las cosas, diafaniza la oposición maniquea entre el hispano egoísta y el sajón altruista.

La segunda lección ilustra al lector sobre el asunto de los prejuicios de clase. Francisco, sobre la base de su “honor” herido, trata mal a un muchacho mayor que él porque no le obedece cuando le da una orden. La narración insiste en que lo humilla de modo análogo al que lo haría  con la esclava negra Juana, su nana. La moraleja del episodio se completa cuando, al final del texto,  ese mismo chico salva a Francisco de ahogarse en un lago. El  villano y pícaro de mala sangre al cual ha humillado le demuestra con aquel acto que el “honor” hispano es un valor inútil. La escena diafaniza la oposición maniquea entre el hispano aristocrático y el sajón liberal.

Las preconcepciones que la autora manifiesta a través del personaje de Francisco son el modelo de una representación cultural generalizada y comprensible. En los chicos se manifiesta el choque de dos mentalidades antinómicas. Aquella mirada devaaluadora del otro dominó la opinión estadounidense sobre la hispanidad decadente a lo largo de todo el siglo 19.  El etnocentrismo del discurso de Blackford es notable: los valores sajones, altruistas y liberales, son superiores a los hispanos, egoístas y aristocráticos. La devaluación de Francisco y lo que este significa culturalmente se completa mediante un  proceso de infantilización de sus valores más caros. De igual modo, Charles manifiesta la voluntad sajona de actuar como  mentora del hispano por medio de ese  juego en el cual un Charles civilizado pontifica de buena fe a un Francisco bárbaro que, a la larga, conviene con el proceso.

La idea de que ser portorriqueño equivale a ser español, perceptible por demás en el contexto de la escritura de este relato, me parece crucial. Los procedimientos discursivos de esta escritora mostraban  una tendencia que se repetiría una y otra vez en el contexto generado a raíz de la invasión del 1898. Lady Isabella Wellwood Stoddart alias Martha Blackford, la circunstante, la espectadora y observadora desde la distancia, expresaba bien un interés y un forcejeo presente en un segmento de las elites estadounidenses respecto al tema la hispanidad. Vale la pena recordar que  Ramón E. Betances Alacán, en su conocido ensayo “Cuba” escrito en 1874, había trazado esas tensiones hasta 1823 por medio de una cita de Thomas Jefferson. Para Betances, sin duda,  los hijos de “Medea furibunda” estaban en la mirilla de la “constrictor” del norte desde aquel remoto entonces.

 

La troupe del 1898: la mirada del visitante

En 1926 Knowlton Mixer, Jr. publicó el volumen Porto Rico History and Conditions. El libro ha tenido 13 ediciones entre aquella fecha y el 2005, cuando se difundió una versión facsimilar en Puerto Rico como secuela de la conmemoración del centenario de la invasión del 1898. Con Mixer sucede algo análogo que con Blackford: las posibilidades de construirle un perfil que llene de humanidad su nombre son pocas por lo que le queda al investigador es el diálogo contencioso con la textualidad que nos deja esta figura difícil de identificar con la imagen del historiador o escritor profesional.

En el capítulo 7 de su  libro “Customs and Habits of the People” Mixer, armado con la sensibilidad del burgués confiado, se ocupaba de la cultura de la gente que hallaron los invasores en la posesión ultramarina. El discurso de este autor proyecta la soberbia, el orgullo, la satisfacción y la altivez propia del periodo de prosperidad que Estados Unidos disfrutó desde 1922 hasta 1929. El final de la Gran Guerra en 1918, el cobro de las deudas de guerra de los aliados, el retorno al aislamiento vinculado al inicio de una nueva era de dominio republicano desde 1921 y el fin de la presidencia de Woodrow Wilson fueron, como se sabe, el caldo de cultivo de los “alegres veintes”.

Mixer era un excelente fotógrafo sin duda, pero no pasó de ser un modesto escritor que se abrazaba una perspectiva idílica del pasado de su país como buen nacionalista. El expansionismo hacia aquellos lugares exóticos que garantizó el 1898, fue un componente crucial para aquel nacionalismo que apropiaba el imperialismo como una culminación de la identidad. Mixer también mostró especial interés en las tradiciones que habían hecho a su país grande en especial la arquitectura colonial. Old Houses of New England (1927), obra en el cual comenta diseños arquitectónicos estadounidenses desde 1627 hasta el 1900, es su título  más conocido.

La relación de Mixer con Porto Rico es la del visitante, el forastero o el transeúnte. Su texto refleja la mirada de la extrañeza armada de la frialdad y el cálculo, capaz de resaltar sin pudor la diferencia y la inferioridad del “otro”. La devaluación de lo que se observa se apoya en los  instrumentos de una interpretación elitista elaborada desde arriba. Mixer parte de la premisa de que la historia de una sociedad o un pueblo “concerns itself necessarily with the record of activities of the ruling class”. Hablar sobre Porto Rico, en consecuencia, equivale a representar los actos de la “ruling class” local.

Mixer la descubre en ciertos nichos dentro del ambiente de abrumadora pobreza en el cual vivía el país a unos años plazo de la Gran Depresión. Para este autor el problema central de la “ruling class” en la isla fue que la misma arribó tarde al territorio. La genealogía que establece Mixer para esa “ruling class” no difiere de la que los historiógrafos liberales reformistas del siglo 19 puertorriqueño le dieron a la misma. La “clase dirigente” insular y, por lo tanto, la  “historia” de Puerto Rico comenzó con los procesos migratorios de la gente con capital y capacidad empresarial auspiciada por el decreto autoritario de 1815: la Cédula de Gracias.  Todo el periodo anterior, se deduce, fue solo pre-historia, preámbulo, preparación y, en consecuencia, barbarie. Mixer descubre esa “ruling class” en la ciudad en la forma del comerciante, el profesional o el burócrata;  y en el campo en la expresión del terrateniente o el “cacique”. La mirada liberal se impone con su señorío: la tesis es que los avances de la economía de mercado, el progreso comercial e industrial y la modernización material “inauguran” el tiempo histórico verdadero. Mixer como Blackford, identifica a Porto Rico como un espécimen de sus clases privilegiadas.

Una diferencia entre Mixer y Blackford tiene que ver con su condición de visitante. El discurso del autor apoya numerosas valoraciones sobre la base del contacto directo con el otro, el portorriqueño. No vacila en llamar la atención sobre la sociabilidad natural de la gente pero de inmediato antepone el defecto que la acompaña: “privacy is almost unknown”. No niega la profunda y visible lealtad que manifiesta el portorriqueño hacia la familia,  pero en la medida en que la entrelaza con la fidelidad férrea a la cultura latina – “Our Country-Our Flag-Our Latin culture”- el valor se convierte en un defecto. La forma en que Mixer, como Blackford, apropiaba al portorriqueño, en última instancia invisible,  era como el equivalente del español.

Detrás de la argumentación de Mixer subyace cierta incomodidad por la radical hispanidad manifiesta en la gente que observa. No debe pasarse por alto que de cara a la década del 1930 el discurso de la hispanidad, redivivo desde la primera década de siglo 20, se hacía cada vez más manifiesto en las elites del país. Dos distinguidos pensadores nacionalistas, Cayetano Coll y Cuchí (1923) y Pedro Albizu Campos  (1930), afirmaron sin recato de ninguna clase que el puertorriqueño era, en efecto “inasimilable” sobre la base de la presunción de que la civilización latina era superior a la sajona.

Más allá de la “ruling class”, las notas dominantes de portorriqueño común producían desazón al escritor: el “ruido” que lo penetra todo,  “a by-product of the over-crowding of the Island” llama su atención. La contaminación sonora generaba escenarios confusos e inarmónicos que afectaban el oído educado y civilizado de Mixer. Los sonidos de la cotidianidad insular le ofendían: las camas, las victrolas, las “barbaric notes of the Bomba”, las bandas musicales populares eran reducidas a simples “ruidos” que vejaban el gusto del visitante. El arrebato interpretativo era más profundo: el uso del ajo y el aceite de oliva en la comida le incomodaba. La persistencia entre la gente ordinaria de usos y costumbres indígenas en la zona cafetalera y el la altura llamaba su atención.

Para Mixer la cultura hispano criolla o mulata o mestiza eran indicadores de barbarie. Sin proponérselo confirmaba que la  promesa de progreso y democracia de 1898, lo que ello significara para el Gen. Nelson A. Miles, no había sido cumplida. Para Mixer el progreso no era otra cosa que la la ruptura con el pasado primitivo y medieval español sintetizado en la trilogía “Borinquen, the Conquistador, the Buccaneer.” Tanto para Blackford como para Mixer el portorriqueño era el otro y el otro era España.

Publicado originalmente en 80 Grados-Historia

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