Puerto Rico entre siglos: Historiografía y cultura

mayo 25, 2015

Historiografía puertorriqueña: Lares en la imaginación histórica autonomista

  • Mario R. Cancel-Sepúlveda
  • Historiador y escritor

La Insurrección de Lares y sus figuras fue tema de discusión en una memoria histórica que permaneció inédita hasta 1978. Me refiero a la obra de José Marcial Quiñones (1827-1893), fechada en 1892, y titulada por su editor Aurelio Tió, Un poco de historia colonial. Los paralelos entre los argumentos de este autor y los de su hermano Francisco Mariano Quiñones son enormes pero no dejan de manifestar algunos repuntes de originalidad y una arquitectura literaria más modesta pero también más precisa.

El documento es una memoria privada, o al menos aspiró a serlo, que resume la lógica antiseparatista que caracterizó a los liberales reformistas y a los autonomistas de fines del siglo 19. José Marcial fue contemporáneo y contertulio de Segundo Ruiz Belvis y Ramón E. Betances Alacán aunque, según aclaró, nunca estuvo de acuerdo con sus ideas separatistas. La insistencia en esclarecer ese punto es comprensible. El hecho de que la aclaración se haga años después del evento de 1868 y la experiencia represiva de 1887, recuerda la actitud de negación atemorizada que siguió a los duros periodos de persecución aludidos. Los paralelos entre aquella postura y la de muchos puertorriqueños después de la aplicación de la Ley de la Mordaza en 1948 son numerosos.

Un contexto histórico ideológico

En la década de 1890 a 1899, momento en el cual el texto es pensado, España ha perdido las posesiones continentales (1808-1821), y ha fracasado en el intento de recuperar parte de ellas en el conflicto que condujo a la Guerra del Pacífico (1862-1871), escenario de enorme relevancia para los proyectos separatistas de Puerto Rico y Cuba en 1868. En el ámbito socioeconómico, el reino sufre los estragos de la Gran Depresión (1873-1896), es un poder político y económico marginal o periférico que se mueve por los márgenes de las economías continentales en medio de una revolución tecnológica y productiva que lo ha dejado a la zaga lo mismo que al Imperio Ruso. En medio de la crisis, Estados Unidos y el Imperio Alemán representan los nuevos modelos industriales que dominarán el siglo 20. Nadie imaginaba un conflicto futuro en el cual aquellos estuviesen en bandos opuestos.

El Puerto Rico de 1890 resulta el mejor ejemplo de la profundidad de la crisis material de la hispanidad. El 1886 fue un año trágico para la economía colonial y el recuerdo de la represión de los Compontes en 1887 estaba muy claro en la mente de todos. José Marcial dejó un ensayo sobre ese asunto en la obra citada, titulado por su editor Aurelio Tió, 1887 año terrible de Puerto Rico. Las condiciones eran teóricamente apropiadas para un renacimiento de las ideas radicales identificadas con el separatismo independentista y anexionista. El nuevo componente ideológico que asomaba era el artesanal y el obrero, apoyados en discursividades anarquistas, fraternas y socialistas, entre otras, y abonado por la reciente abolición de la esclavitud y del trabajo servil o la libreta (1873). Los últimos años de aquella década de 1880 fueron para cubanos y puertorriqueños radicales, fértiles y conflictivos porque material e ideológicamente la situación era distinta a la del 1868 y la diversidad social e ideológica de la militancia era mucha.

En aquel decenio, verdadero preámbulo del 1898, las tensiones entre Estados Unidos y España se hicieron más visibles. Una de las razones fue que el separatismo cubano y puertorriqueño, proyecto que tenía la simpatía de algunos sectores estadounidenses, consolidó un proceso de reorganización en el exilio bajo la influencia de figuras como la de José Martí Pérez, entre otros. El exilio puertorriqueño aprovechó la ola para llamar la atención sobre su caso. Dos hechos originales marcaban a la figura de Martí. Por un lado, el poeta miró hacia la base social productiva en el exilio con cierto romanticismo paternalista para atraerlos a la causa. Por otro, el líder aspiraba a establecer una conexión simbólica entre el 1868 y su presente, a fin de darle continuidad histórica al designio rebelde.

Aquella actitud tuvo implicaciones para Puerto Rico. En el proceso se reactualizó la imagen de personalidades como Betances quien entonces hacía su práctica médica en París. Ruiz Belvis, el otro signo de Lares, había muerto en 1867, como se sabe, razón por la cual había ganado un lugar en la historiografía puertorriqueña desde fines de la década de 1880, como demostraré más adelante, a través de la obra de Sotero Figueroa. La impresión latente era que a fines de 1880 y a principios de 1890, cualquier asociación con aquellos signos de subversión podían, resultar peligrosas en el país. Las excusas de José Marcial al devaluar su relación con Ruiz Belvis y Betances en su memoria corresponden a ello.

Lares de Augusto Marín

Lares de Augusto Marín

Autonomismo y radicalismo separatista: una relación conflictiva

La demolición del Partido Liberal Reformista y la fundación del Partido Autonomista Puertorriqueño en Ponce en 1887, fue una respuesta débil y contradictoria a aquellos eventos. Vista desde el interior y la domesticidad, la adopción del autonomismo siguiendo el modelo cubano, resultaba una expresión de la radicalización del discurso político local. Pero mirado desde afuera, proyectaba todo lo contrario: un freno al radicalismo que repuntaba por todas partes. La fragilidad del autonomismo es la misma del liberalismo reformista: se cuidaba en exceso de que lo relacionasen con el separatismo independentista y anexionista.

Para ello adoptó un programa autonomista moderado y se distanció de la autonomía radical o tipo Canadá, modelo impuesto desde 1867 por los ingleses en aquella posesión americana. La muerte de Román Baldorioty de Castro en 1889 representó también la muerte del radicalismo en el Partido Autonomista Puertorriqueño, aunque nada asegura que su supervivencia hubiese dirigido a la organización en otra dirección. Todo ello explica por qué en 1892, momento en que José Marcial redacta su memoria, el Partido Autonomista mostraba tanta inestabilidad a la vez que se empantanaba en medio de numerosas luchas internas.

José Marcial escribió sobre Lares muy consciente de todo aquel entramado. Como en otros casos, la obra de José Pérez Moris resultó ser una pieza clave para el analista, pero José Marcial adoptó una interesante postura respecto a la misma. Se trata de la mirada crítica de un filántropo que no deja de proyectar un fuerte sentimiento pietista y romántico en sus reflexiones. El autor no vacila en confirmar que «lo de Lares» es un «memorable suceso», es decir, digno de ser recordado. Esto tiene mucha relevancia porque, en el siglo 19, el historiador  es quien decide lo que se recuerda y lo que se olvida.

Del mismo modo que lo había hecho su hermano Francisco Mariano, no vaciló en achacarle al acto rebelde de 1868 el empeoramiento de las condiciones coloniales durante el fin de siglo. Su juicio historiográfico representa la continuidad de una tradición interpretativa que se instituyó como una preconcepción o prejuicio válido. La represión del estado es una repuesta a la rebelión y no al contrario.

El aspecto de las condiciones coloniales que preocupaba a estos dos autores era que las relaciones de los liberales reformistas y autonomistas con los conservadores e incondicionales, se habían agriado en extremo después del hecho de armas y, con ello, se diluían sus posibilidades concretas de acceder al poder. La historiografía estaba puesta al servicio del proyecto político liberal reformista, ahora autonomista. La metáfora es simple: Lares justificó la tiranía de España, tiranía personificada en el «Instituto de Voluntarios» y la «Guardia Civil», dos cuerpos policiacos creados después de 1868. La insurrección legitimó la represión que tocaba a sectores que no eran peligrosos y cuya hispanidad no debía ser puesta en cuestión. Bajo aquellas condiciones, el campo de posibilidades de su política centrista y moderada se limitaba.

Para demostrar sus opiniones el autor recurrió a escenarios de estirpe romántica: su visita en 1874 a la tumba de tres rebeldes en Silla de Calderón guiado por un campesino, la narración de la tortura inmisericorde a Manuel Rojas, entre otros, justifican su piedad ante la desgracia de los rebeldes derrotados. Lo que le preocupaba eran los excesos de poder del vencedor. Para ello elaboró una imagen atemorizante del «soldado cruel» como «torturador», personificado en Martínez, Berris, Iturriaga, y documentada con la obra de Pérez Moris. Del mismo modo, la crítica a las actitudes cuestionables del Corregidor de San Germán, Fernando Acosta, y del hacendado José Ramón Fernández, conocido como el Marqués de la Esperanza, son datos interesantes.

El juicio de José Marcial sobre la Insurrección de Lares y sus líderes, Ruiz Belvis y Betances, sirve para contrastar las posturas conservadoras y liberales. Su fuente principal, el conservador Pérez Moris, aspiraba a llamar la atención sobre la conjura con el fin de confirmar la peligrosidad del separatismo. Pero José Marcial, como su hermano Francisco y más tarde Salvador Brau Asencio, la devalúa reduciéndola a una «calaverada». La imagen que tiene de Ruiz Belvis no es muy distinta a la del historiador conservador: el rebelde de Hormigueros se caracterizaba por su «carácter dominante, voluntarioso y poco avenible» y porque alardeaba de su radicalismo; a pesar de ser un buen escritor, resultaba un pésimo orador.

Betances, a quien Pérez Moris calificaba como una medianía o un mediocre, era para José Marcial un buen médico, pero era «reservado, algún tanto excéntrico, afectando singularidad en el vestir», e ideológicamente era un republicano que alardeaba de su radicalismo y le faltaban dotes oratorias. Desde su punto de vista, ninguno de los dos tenía facultades de líder y les faltaba «el prestigio que da el dinero». Los apuntes demuestran la cercanía que había tenido con ambos. Enjuiciar la forma en que una persona habla, viste o escribe implica que los escuchó, compartió socialmente con ellos de cerca y los leyó.

La derrota de la insurrección se explicaba por el hecho de que las «masas (eran) tímidas y vírgenes en este género de aventuras», por lo que no se comprometieron con el proyecto revolucionario, y porque el liderato era muy crédulo o confiaba en exceso en que así sería. Una persona como José Marcial que, probablemente, nunca conspiró a favor de ninguna causa, juzgaba el trabajo de dos veteranos conspiradores activos desde 1856 y 1857 en esas tareas.

Al final de su evaluación el autor deja la impresión de que la muerte de Ruiz Belvis en Valparaíso, Chile, en un cuarto del Hotel Aubry de aquella ciudad, liquidó la conjura. Como investigador de aquella figura, le doy el beneficio de la duda. De las gestiones que hacía el abogado en América del Sur, dependía el apoyo internacional que pudiese obtener el levantamiento de 1868. Pero la presunción de que el doctor Betances debía haberse arrepentido de la aventura, no fue sino la expresión de un deseo del autor más que una certeza.

Hay un notable proceso de infantilización de la generación rebelde en la escritura de José Marcial, sin duda. Pero ello resulta lógico porque el historiógrafo citado nunca fue separatista, no quería serlo y quería evitar que lo confundieran con uno de ellos. Esa fue la actitud emblemática del liberalismo y el autonomismo durante todo el siglo 19., y no ha dejado de imprimirse de modo original en el siglo 20. Devaluar, infantilizar y apiadarse con el idealismo de los separatistas independentistas, ha sido un componente interpretativo común en el siglo 20, en especial cuando se evalúa su sector independentista. Protegerlos contra la mácula de la crítica y proteger su hipotética pureza y rectitud, ha sido la otra. Ambas son posturas emocionales e irracionales que habrá que evaluar en algún momento.

Nota: Publicado originalmente en 80 Grados-Historia  el 15 de agosto de 2014.

mayo 24, 2015

Historiografía puertorriqueña: la historiografía liberal y el separatismo en el siglo 19

  • Mario R. Cancel Sepúlveda
  • Historiador y escritor

 

La intelectualidad criolla y la historiografía liberal veían al separatismo como una ideología que atentaba contra la hispanidad y lo codificaban como un peligro. Los intelectuales e historiógrafos integristas peninsulares o españoles, quienes se identificaban con el conservadurismo y el incondicionalismo, manifestaban la tendencia a exagerar la amenaza separatista con el fin de llamar la atención de las autoridades para que estuviesen atentas al mismo y lo reprimiesen con eficacia. Ese fue el caso de los escritores Pedro Tomás de Córdova (1832), un alto funcionario del gobierno colonial, y de José Pérez Moris, periodista y administrador del Boletín Mercantil (1872).

Ambos utilizaron alegorías extravagantes para llamar la atención sobre una amenaza que, si tocaba a la gente común, sería capaz de contagiarlos como si se tratase de una peste con potencial epidémico. Para Pérez Moris la mejor metáfora para describir la propaganda separatista era la de un «virus» que se esparcía con capacidad suficiente para penetrar hasta «las últimas capas sociales». Igual que una fiebre, los separatistas «extraviaban la opinión», es decir, la confundían. Ramón E. Betances, aseguraba ese comentarista, «inocula entre las masas el odio a la nación». La «nación» no era otra que la España monárquica y autoritaria que la intelectualidad criolla reclamaba como signo de identidad. La misma lógica se aplicaba a la otra figura que llamaba la atención de los comentaristas: Segundo Ruiz Belvis. La única diferencia era que, muerto el abogado en 1867 diez meses antes de la intentona de Lares, los señalamientos se concentraban en el médico de Cabo Rojo. Pérez Moris tenía un particular interés en llamar la atención sobre las diferencias entre ambos caudillos. Pero en cuanto a la vocación contracultural de los dos líderes, no vacilaba en equipararlos. El producto del discurso era completamente distinto a la imagen romántica del héroe martirizado que inventó en algún momento la intelectualidad separatista antes de la invasión de 1898, y la nacionalista después de aquella.

Tanto en Córdova como en Pérez Moris se reiteraba la tendencia a equiparar a los separatistas independentistas y los anexionistas a Estados Unidos. La impresión que dan aquellos textos a quien los lee desde el presente, es que temían más a la anexión que a la independencia o a la confederación de las Antillas. Después de todo, ambos autores reconocían la complejidad del separatismo del siglo 19 y las contradicciones internas que lo aquejaban. Los integristas de origen peninsular coincidían con la intelectualidad criolla en ese aspecto. Por eso la intelectualidad peninsular conservadora acostumbraba acusar a los liberales reformistas, ya fuesen asimilistas, autonomistas moderados o radicales, de poseer vinculaciones con los separatistas a pesar de que aquellos sectores juraban ser tan integristas como sus acusadores.

El conservadurismo y el liberalismo tenían por adversario natural común al separatismo. Ser separatista, desde la perspectiva conservadora, equivalía a no ser un buen español. Pero ser separatista, desde la perspectiva liberal, implicaba que no se era un buen criollo, es decir, un insular que desea ser reconocido como un español. El criollo, no hay que olvidarlo, sufría de una ominosa «ansiedad por la hispanidad» que nunca se cumplió del todo. Visto desde esta perspectiva, la marginación de los separatistas era más que notable y su condición de minoría dentro de una minoría, agravaba más su situación. El hecho de que los separatistas fuesen tan «puertorriqueños» como los criollos no alteraba la situación porque la opinión política se articulaba sobre el criterio de la relación y el afecto a la hispanidad.

Ramón E. Betances y Antonio Cabassa Tassara (1860)

Ramón E. Betances y Antonio Cabassa Tassara (1860)

Por eso la Insurrección de Lares (1868) resultó ser un tema historiográfico polémico. En aquel evento el separatismo se hizo visible confirmando el temor de Córdova en 1832. El comentarista por antonomasia de aquel acto rebelde, poco consultado al día de hoy, fue precisamente Pérez Moris en 1872, hecho que lo convirtió en una fuente obligatoria para los intelectuales criollos que se acercaron al asunto de la rebelión e incluso para los comentaristas estadounidenses que miraron al evento tras la invasión de 1898.

La historiografía políticamente conservadora de Pérez Moris proyecta la figura siniestra del separatista con los atributos de un anti-héroe pleno. El separatista -Ruiz Belvis o Betances o José Paradís- poseía un carácter «intratable y altanero» que se manifiestaba a través de un «lenguaje mordaz y atrevido», cargado de un cinismo que ofendía a las «personas honradas y bien nacidas». El separatista no era ni «honrado» ni «bien nacido». Se trataba de gente que «no se hace amar, pero se imponen» y que podían ser violentos, sanguinarios y morbosos hasta el extremo, además de anticatólicos, materialistas o incluso ateos. Un argumento cardinal fue la afirmación de que los separatistas «empequeñecen y calumnian a Cortés y a Pizarro», es decir, laceran la hispanidad y ofenden el orgullo nacional hispano.

La censura extrema que pesaba sobre el tema del separatismo en 1872 provocó que, incluso, hablar mal de separatismo fuese considerado tendencioso: evaluarlo, devaluarlo o valorarlo, siempre conllevaba el riesgo de ser condenado por las autoridades. El texto de Pérez Moris fue censurado por el general liberal Simón de la Torre acorde con los valores dominantes en el «Sexenio Liberal», por la razón de que denostar tanto a los separatistas podía encomiar la «sedición derechista». Paradójicamente, la misma censura que impedía defender el separatismo en la prensa y los libros, impedía a los conservadores despacharse con la cuchara grande tras la derrota de la insurrección de 1868.

Para la intelectualidad criolla, por otro lado, el separatista y el separatismo también ofendían a la hispanidad, como ya se ha señalado en otro artículo. La intelectualidad criolla y los separatistas estaban en lugares distantes del espectro político. Lo cierto es que el separatista y el separatismo como tema intelectual no fue una prioridad en la década de 1870. Era como si, con la excepción de Pérez Moris, todos coincidieran en que había que echarle tierra al asunto para que nadie lo recordada. Me parece que los intelectuales criollos liberales temían tocar un tema que podía afectar sus aspiraciones políticas concretas durante el «Sexenio Liberal». Sin embargo, cuando se extendió a Puerto Rico la Constitución de 1876 -eso ocurrió en abril de 1881 con numerosas limitaciones a la aplicación del Título I o Carta de Derechos- el tema comenzó a manifestarse con alguna timidez. En el contexto de la reorganización de liberalismo alrededor de la propuesta autonomista, entre 1883 y 1886, distantes ya los sucesos de Lares, la discusión maduró.

Un texto emblemático de la mirada liberal autonomista en torno al separatismo y a la Insurrección de Lares lo constituye la obra de Francisco Mariano Quiñones (1830-1908), Historia de los partidos reformista y conservador de Puerto Rico, publicada en Mayagüez en 1889, poco después de la tragedia de los Compontes. El que hablaba era un autonomista moderado que había estado muy cerca de una de las figuras más notables del separatismo independentista, Ruiz Belvis, y del liberal reformista José Julián Acosta. En ese sentido, se trata de un testigo de privilegio de la evolución de las ideas políticas, culturales, literarias e historiográficas durante el siglo 19.

Quiñones, como buen intelectual criollo, establecía de entrada que Puerto Rico era «miembro inseparable de la gran familia española». La estabilidad de la familia que constituían la colonia y el imperio, estaba amenazada por un «mando militar» asfixiante y una «pesada máquina administrativa». La solución era eliminar «el estigma del nombre de colono» del panorama pero no mediante la separación sino mediante la integración y la autonomía. Nadie puede negar que Quiñones se opusiera al colonismo, como se denominaba al colonialismo en aquel entonces. Pero la metáfora de la «familia» y el uso del adjetivo «inseparable», lo ubican a gran distancia de cualquier separatista al uso. ¿Por qué el interés en dejar aclarados esos puntos? Porque los conservadores e incondicionales les achacaban a los liberales autonomistas «el nombre de separatista, que tanta bulla ha hecho en nuestras contiendas políticas» y eso afectaba el desempeño de aquel proyecto político, es decir, minaba sus posibilidades de acceso al poder. De allí en adelante el texto se convirtió en un esfuerzo por demostrar hasta la saciedad que los autonomistas no eran separatistas ni enemigos del orden.

En Quiñones la «asonada de Lares» era un acto que solo había servido para justificar la razia conservadora contra los autonomistas, es decir, los responsables de la represión furiosa de su partido eran los separatistas. «Asonada» es un sustantivo que vale por tumulto violento ejecutado con fines políticos cercano al motín. No sólo eso, aquella había sido una asonada «imprudente…en los campos de Pepino y Lares, sin raíces en los demás pueblos de la Isla» que contravenía las «pacíficas tendencias» y las «costumbres apacibles de nuestro pueblo». El desarraigo de los rebeldes, argumentaba Quiñones, se había combinado con la brevedad del acto rebelde para que, «dispersa a los primeros disparos de nuestros propios milicianos, ni dio tiempo para que el país pudiese apreciar el carácter y las miras de los que la acaudillaban». Para Quiñones, Lares resultó en una «algazara con media docena escasa de muertos».

Detrás de aquella postura estaba la tesis de que los separatistas no representaban al «verdadero puertorriqueño» el cual se presumía morigerado en la política, pasivo en la vida social e integrista de corazón. Para Quiñones la figura cimera del momento había sido el Capitán General Julián Juan Pavía y Lacy al evitar un injusto derramamiento de sangre en la isla a raíz de la revuelta. La valoración histórico-política de Quiñones sobre la Insurrección de Lares era que aquel acto había favorecido o legitimado la agresividad del bando conservador: «dio al partido conservador lo que antes le faltaba: fuerza, cohesión, crédito y disciplina; es decir, organización perfecta». El discurso que medra tras aquellas afirmaciones era que Lares había justificado los Compontes. El separatismo y la «calaverada de Lares», solo sirvieron para agriar las relaciones en el seno de la «gran familia española» en la isla. Lares fue un acto de gente de poco juicio que no correspondía a los valores de la hispanidad. Quiñones habla el lenguaje de Pérez Moris, sin duda.

Quiñones no sólo estaba intentando ganarse la confianza de los conservadores y las autoridades españolas afirmando su hispanidad de bien mientras atacaba el separatismo. Su interpretación confirmaba, mejor que ninguna otra, el anti-separatismo y el integrismo de numerosos intelectuales autonomistas de fines del siglo 19. El culto fervoroso a la hispanidad era comprensible: era la manifestación concreta del culto al progreso que identificaban con España. A nadie debe sorprender que, tras la invasión de 1898 y desaparecida España del panorama, Estados Unidos ocupara esa posición sin fisuras aparentes. Quiñones acabó militando en el Partido Republicano Puertorriqueño que defendía un programa estadoísta. Ser integrista bajo España y bajo Estados Unidos, no representaba para él una ruptura sino un acto de continuidad.

La historiografía criolla o puertorriqueña nunca desdijo de la hispanidad. Poseyó un discurso político moderado que se cuidó mucho de las imputaciones de radicalidad que le hacían desde la derecha española. La pregunta es: ¿hubo acaso alguna historiografía separatista que contestara a la tradición hispana conservadora y a tradición criolla o puertorriqueña de tendencias liberales autonomistas. En efecto la hubo y a discutirla me dedicaré en una próxima reflexión.

Publicado originalmente en 80 Grados-Historia el 11 de junio de 2014

 

abril 24, 2014

Los comentaristas de San Germán: una aproximación interpretativa

  • Mario R. Cancel Sepúlveda
  • Catedrático de Historia y escritor

 

Estudios Literarios (1881), un libro producido por J. Ramón González, editor  y tipógrafo de San Germán representa un interesante contrapunto al lenguaje dominante en la literatura puertorriqueña del siglo 19.  El libro recoge los ensayos premiados por el Círculo de Recreo de San Germán en un certamen literario realizado en 1880. El jurado de aquel concurso había estado presidido por José Marcial Quiñones, una de esas voces del historiografía decimonónica descubierta tardíamente y, por lo tanto, invisible para el canon. El título completo del proyecto era  Estudios Literarios Premiados en el Certamen del Círculo de Recreo de San Germán (1880), pieza rescatada gracias al interés del colega Juan Hernández Cruz quien la puso enm mis manos en 1995 para una reedición.

La peculiaridad de aquella escritura radicaba en el manifiesto afán cosmopolita y el aliento universalista de los autores.  De una manera consciente, aquellas voces tomaron distancia del “color local” o lo “puertorriqueño”, preocupaciones presuntamente dominantes en el discurso decimonónico, para producir una escritura aséptica o higienizada en la cual lo puertorriqueño se sintetiza en la voz autoral. Los escritores de estos textos se encuentra a una distancia  extraordinario de un Manuel Alonso Pacheco, un Salvador Brau Asencio un Federico Asenjo Arteaga. Aquellos tematizaron el “color local” con una voluntad correctiva y pontificadora que rayaba en la conmiseración o el rechazo al folclor. Los comentaristas del San Germán de 1881  dan, por el contrario, la impresión de que ese microcosmos no les interesa por lo que no lo evalúan ni para celebrarla ni para condenarla.

Estudios_Literarios2Incluso, cuando tratan temas tan “puertorriqueños” como la Insurrección de Lares o los partidos políticos locales, los hermanos José Marcial y Francisco Mariano Quiñones toman una distancia prudente del asunto. En ambos parece manifestarse una actitud intelectual propia de liberales que identifica aquella frialdad y mesura con la objetividad y el desapasionamiento. Ello no impide que las emociones afloren ocasionalmente en sus textos.

Tras renunciar a la mirada del color local, se apoyan en un lenguaje propia de una historiografía  que no vacilaba en celebrar los logros del Occidente: lo que les preocupa es el juego de agentes  como la Civilización, la Cultura y la Raza, entendidas como la expresión de una unidad cultural compartida por toda la cristiandad. Del mismo modo, lo que llama su atención son las estructuras ideológicas de la Filosofía, el Arte y la Religión y su entre juego con aquellas. El ser humano concreto, la preocupación principal de la Historia Social o la Sociología Histórica de Brau, queda por completo invisibilizado en estos autores. Sus escritos están en la frontera del ensayo interpretativo, creativo o especulativo, por lo que usan procedimientos propios de la Filosofía Especulativa de la Historia, la Estética y la Teología.

Aquella actitud intelectual, sin duda, favorecía o reflejaba su moderación política y su elitismo social. Ligados buena parte de ellos al liberalismo reformista, que tanto creció tras la derrota de los insurrectos de 1868, no vacilan es expresar su resistencia, a veces temor, al radicalismo tal y como se puede deducir de una lecturas de la obra de José Marcial y Francisco Mariano Quiñones en especial.

Los firmantes de las obras premiadas son Francisco Mariano Quiñones (1830-1908), Vicente Pagán y Enrique Soriano Hernández. Los ensayos interpretativos son redactados de cara a un siglo nuevo: el 20. En el discurso de estos intelectuales convergen posturas tradicionales emparentadas con el Providencialismo Cristiano; y modernas  en especial derivadas de Racionalismo Ilustrado, el Romanticismo, la Teoría del Progreso y el Positivismo. Los tres poseían cultura compleja y rica que convergía en la apropiación de su contemporaneidad o presente como tabú: los autores aceptan que los valores modernos se enfrentan a una crisis.

La forma en que los ensayistas enfrentan la  historia materia o proceso, es decir, la situación del ser humano en el tiempo y el espacio, informa al lector sobre su visión de mundo. La historia materia o proceso es apropiada como un todo orgánico y estructurado, autónomo de la voluntad humana, caracterizada por el movimiento, la contingencia y el cambio constante (Pagán). El “motor más poderoso” del cambio constante son las ideas, a la vez que todo cambio obedece a unas “leyes de desarrollo”  que son “ineludibles” y “universales”. Eso cambios se organizan u ordenan progresivamente, etapa por etapa, conduciendo “de lo simple a lo complejo” o del “caos” al “orden” (Pagán). El movimiento la  historia materia o proceso, tiene el fin preestablecido del Progreso General de la Humanidad, la Civilización y la unidad del Espíritu Humano. La tentación de identificar a Dios con el motor del Progreso es enorme, y en algún caso no se vacila en sostener que el Progreso es la expresión de una “acción divina” (Quiñones). La “Autoridad Divina” -la acción de Dios por medio del Progreso, traduce la “Naturaleza” o el “Orden Natural” (Hernández).

Se trata de una concepción determinista plena -cada causa tiene su efecto y viceversa- que se mueve entre la tradición y la modernidad. Los pre-textos teóricos son diversos e informan al investigador sobre la red de lecturas de los escritores: Agustín de Hipona (siglo 5), Jacques Bossuet y Giambattista Vico (siglo 17); Inmannuek Kant, Friedrich Hegel y el Marqués de Condorcet (transición 18-19); August Comte, Ferdinand Tönnies y Herbert Spencer (fines del siglo 19). Las citas indirectas o directas de estos autores son numerosas.

La ‘”historia relato” o la escritura histórica, se sostiene sobre la concepción tríadica o trinitaria del pasado. La Civilización Occidental evoluciona de una Edad Antigua, a una Edad Media, a una Edad Moderna, pero también viaja o emigra de Oriente hacia Occidente tal y como lo había sugerido el historiógrafo clásico  Polibio (siglo 2 AC). Lo cierto es que la teoría de las tres edades apenas se había codificado académicamente hacia 1688, momento en el cual el profesor Christophorus Cellarius o Cristóbal Cellarius (1638-1707), la impuso en un manual de historia  por aquel entonces. Hacia el siglo 19 la teoría de las tres edades se había constituido en una celebración del poder del capitalismo y el cristianismo como signos de Occidente, por cierto.

Para los autores de San Germán, como para sus fuentes teóricas, las transformaciones de una edad a otra eran “necesarios” o “inevitables” y se explicaban sobre la base de la causalidad a veces denominada “maldición divina” y, por lo tanto, equiparada con la voluntad o permisivisas de Dios (Pagán).

Los ensayistas de los Estudios Literarios son modernos pero siguen siendo buenos católicos y, en gran medida, hijos de la Restauración y herederos del “Orden de 1815”. La Edad Media, mal conocida por aquel entonces, era salvada filosóficamente por haber sido el espacio idóneo para la invención del cristianismo católico, ideología a la cual le adjudican un papel atenuador sobre la esclavitud, sistema de producción identificado con el Imperio Romano Tardío en especial.Para Quiñones, Pagar y Hernández, lo Universal es lo Europeo primero por su asociación con el Cristianismo, y luego por su asociación al Progreso. Para estos intelectuales Oriente ha “traicionado” el Progreso y  ha dejado de evolucionar o cambiar (Quiñones).Comprender la “historia materia” mediante la “historia relato” es una tarea aleccionadora que prepara para la vida: esa es la función de la historiografía y el valor de ser historiador.

El principal elemento de divergencia tiene que ver con la evaluación del “presente” o el siglo 19 que termina.  Quiñones (1830-1908), masón y católico, en el escrito “Influencia de las Bellas Artes en el carácter de los pueblos”,  “siente” la “decadencia” producto del relajamiento de los valores morales, a la vez que afirma la finalidad pedagógica y moralizadora del Arte. De formación germánica, Quiñones es un pensador único, dominado por un pesimismo que adelanta el talante expresionista postrero. Por su parte Pagán, firmante de “Apuntes sobre la Civilización”, confía en el presente y lo “siente” como un tiempo en el cual se hace realidad la democracia. La mirada va en otra dirección. El Puerto Rico de 1880 se caracterizaba por todo lo contrario: la crisis económica y política de 1886 y 1887, es una demostración de ello. Por último Hernández,  autor de “La religión fundamento de la moral”, si bien no se expresa sobre el presente posee una peculiaridad al alejarse de ciertas convenciones. Este autor amplía semánticamente el concepto  “Religión” evitando circunscribirlo al mero “Catolicismo Español” adelantando posturas que lo aproximan a un ecumenismo intelectual que debió ser raro en el país por aquel entonces.

Los pocos datos con los que se cuenta sobre Pagán y Hernández no me permiten elaborar  una hipótesis sobre sus posturas ideológicas. Lo que sí se puede afirmar es que se trata de pensadores Modernos, Progresistas, Deterministas, Liberales, con un fuerte influjo del Racionalismo Ilustrado. Imaginan un mundo Legislado, o sea,  sujeto a Leyes Universales que son cognoscibles y que se identifican con la Naturaleza, siguiendo las doctrinas del Barón de Montesquieu. Presumen que las Leyes de Desarrollo Histórico tienen una existencia objetiva y no son meros discursos o presunciones, y están obsesionados con la Causalidad Histórica a la vez que confían ciegamente en el Determinismo. El Progresismo Idealista hegeliano es aceptado como una explicación legítima de la relación pasado presente. Y sin duda, aceptan el protagonismo europeo en la historia universal: son ideológicamente Occidentalistas o Eurocentristas Radicales que aspiran que se les perciba como europeos del mismo modo que Brau Asencio aspiraba que se le percibiese como un español.

 

marzo 29, 2011

José Marcial Quiñones: la Insurrección de Lares

Tomado de  José Marcial Quiñones. Un poco de historia colonial. San Juan: Academia Puertorriqueña de la Historia, 1978. El manuscrito es de principios de la década de 1890 y la trascripción sigue las pautas del historiador Aurelio Tió. Quiñones nació en 1827 y murió en 1893.

XVI  Sobre la insurrección de Lares

Ya que he mencionado lo de Lares, que pasó a fines de septiembre de 1868, he de decir algo de este para Puerto-Rico memorable suceso, desde el cual data verdaderamente nuestra pésima actual situación; pues además de la continua desconfianza de que estamos rodeados, la institución de Voluntarios y la de la Guardia Civil, creadas a consecuencia de aquel acontecimiento, nos tiranizan cuanto pueden, como enemigos encarnizados y partido armado contra otro inerme, que no tiene más remedio que callar, sufrir y esperar justicia del tiempo.

La historia de lo de Lares ha sido escrita por Pérez Moris, que ha tenido buen cuidado de callar las inauditas crueldades, los atropellos, los desmanes y las vejaciones sin número cometidas más por los jefes que por los soldados y tenidas por ellos mismos como insignes proezas contra gentes desarmadas o inocentes. Pero día llegará en que también nosotros historiemos, pues no sería razonable ni justo oír sólo a una parte.

Yo he visitado, en el barrio Río-Prieto, al pie de la sierra que se llama la Silla de Calderón, las tumbas de Toledo, de Bruckman y de Guayubín. El primero, un inofensivo labrador; los dos últimos, complicados en el mencionado suceso. El coronel Martínez los asesinó a los tres; a aquél en su cama, mandando a hacer fuego contra los setos de su casa, que era de yaguas; a los dos últimos, un poco más arriba, al pie de unas zarzas, donde cansados y hambrientos habíanse refugiado y donde, como lo llevo referido, fueron encontrados dormidos. De aquel sueño pasaron sin sentirlo, por fortuna suya, al de la eternidad; pues ni siquiera se movieron, habiendo sido arcabuceados a boca de jarro. Estos individuos me eran desconocidos, y aún ignoraba sus nombres. No sé si fueron o no culpables; pero no pude negarles mi compasión por la muerte que tuvieron, ni contemplar, sin cierto respeto mezclado de terror, la tierra que cubría sus restos.

José Marcial Quiñones

Una tarde del mes de noviembre del año de 1874, el sol puesto, casi entrada la noche, al ruido que soplaba de la montaña y prestaba a aquella hora cierto religioso respeto y misterio, en la falda de una empinada cuesta y junto a un espeso bosque en el que se veían algunos yagrumos removiendo, a impulso de las ráfagas, sus grandes hojas plateadas por el reverso, tres personas, las cabezas descubiertas y desordenado el cabello por la brisa, colocadas de pie alrededor de una cruz rústica de madera, clavada en un mogote de tierra removida, rodeada de zarzas y de helechos, escuchábamos, con respetuoso silencio y ánimo conmovido, de los labios de un campesino, testigo ocular de aquella trágica escena y que, amarrado y el revólver a la sien, habíase visto obligado a descubrir el paradero de aquellos infelices, escuchábamos, digo, el relato sencillo, pero de seguro fiel y verídico de todas estas crueldades.

Algún tiempo después y con muy corta variación, oí, de labios de un soldado de la columna que mandaba el coronel Martínez, el relato de estos mismos hechos. De él recogí también estos otros datos no menos repugnantes, relativos a la conducta del mencionado coronel, quien, decíase, era gitano de raza y se distinguió, cuando aquellos acontecimientos, entre los demás oficiales, por su ferocidad y rapiñas. Causan verdaderamente horror, y conviene que la historia los consigne.

Apresado que fuera el cabecilla Rojas, fue, por su orden, colgado por las manos de una solera de la casa en que se hallaba y en aquella posición suspendido, en presencia de los soldados, lo abofeteó, le escupió el rostro, le ensangrentó la boca pegándole en ella con el revólver y finalmente le arrancó a puñadas las barbas en las cuales se venía pegada la carne. «Señor», decíame el soldado, «al militar le repugna siempre hacer el papel de asesino. Damos muerte, cuando se nos hace frente y vemos en ello una gloria; pero nos indigna matar al hombre indefenso. El coronel no era querido entre nosotros, y cuando aquello hacía, un movimiento de horror corrió por toda la columna, pintándose la indignación en nuestras caras. ¡Ay del coronel, si uno de nosotros hace una señal!»

Este último dicho no le creí, juzgándolo una fanfarronada del que esto me decía; pero me satisfizo que, por sentimiento, así expresara, algún tiempo después, su indignación. Sea lo que fuere, tal comportamiento con el vencido sólo fue propio de la ferocidad de la hiena. Aunque nunca igualado, otros oficiales, el coronel Iturriaga, el comandante Berris y el capitán Prats, le imitaron en su crueldad.

El libro de Pérez Moris, justo es confesarlo, está bien escrito y abunda en muchos datos. Sólo le sobra el odio con que nos mira a los hijos del país y que se revela en cada una de sus páginas; pero le falta lo principal, la imparcialidad. De la parte oficial no digo nada, porque sabiendo todo el mundo lo que aquí es esta verdad, puede presumirse también que, por este lado, peque de exageración, si no de veracidad.

Entre nosotros, pocos lo leerán, con gusto, sino es el Marqués de la Esperanza, Fernando Acosta y otros, por los elogios que allí se les tributa; pero donde solamente, debo asegurarlo, el primero se ha visto llamado patriota y el segundo honrado; virtudes de que nunca el uno diera pruebas, y que el otro jamás ha cultivado. No calumnio. El público y ciertos expedientes seguidos por el tribunal, a los que en estos tiempos, con sobrado empeño, se les ha echado tierra, pueden dar fe de cuanto avanzo respecto del último.

Este Fernando Acosta, cuya elevación al empleo de corregidor de este pueblo no comprendieron ni aún los suyos, pues ni por la inteligencia habíase hecho acreedor y que sólo pudo tomarse por una irrisión y una befa de los que fue destinados a mandar, hizo poco honor al gobierno que le nombró para este destino, sin duda, por no conocerlo o también, por un nuevo género de venganza, no reparando todo lo que él mismo iba perdiendo en la partida.

Respecto del hecho mismo de Lares, debo sólo decir que no habiendo tomado parte directa ni indirecta en ese asunto, ni siquiera había tenido conocimiento de él, hasta el mismo momento en que tuvo lugar, no puedo presentar datos positivos sobre su origen, ni que ramificaciones tuviera en la Isla, o fuera.

Por lo aislada que pareció, lo mal concertada y lo peor ejecutada, siempre había creído que los pocos complicados en esta calaverada sólo habían obrado por cuenta propia. Pero luego, y no ha mucho de ello, he sospechado, con algún fundamento, que aquel amago de revolución obedeció a un plan concebido en el extranjero y que los encargados aquí de su ejecución no hicieron más que anticiparse. La responsabilidad recaiga, pues, sobre quien de derecho corresponda. La opinión pública ha señalado siempre al Lcdo. Ruiz Belvis y al Dr. Betances, como sus iniciadores.

El primero era amigo de la infancia, casi pariente. Listo y con talento, Ruiz estaba acreditado en su profesión de abogado en Mayagüez, donde residía. Escribía bien y con vehemencia, razón por lo que sus escritos eran leídos con avidez, pero extremadamente apasionado y de carácter dominante, voluntarioso aún y poco avenible, lo que, además de privarle del consejo, le hacía mal quisto, menos de sus amigos de quienes sabía serlo, lejos de disimular su mala voluntad a los peninsulares, tenía la imprudencia de hacer de ella alarde.

Plaza de San Germán (1878)

Con Betances también me unía la amistad. Entendido en la ciencia médica, que ejercía con acierto, de carácter reservado, algún tanto excéntrico, afectando singularidad en el vestir, de convicciones republicanas, practicando noble y grandemente la caridad con los pobres, por lo que era muy popular, y por cuyo motivo también las autoridades locales, con suspicacia suma, veían en ello un fin, Betances, no sintiendo tampoco simpatías hacia nuestros señores, igualmente se cuidaba poquísimo de ocultarles su malquerencia.

Estos son los dos hombres que el Gobierno consideraba como los más separatistas y por consiguiente como sus mayores enemigos, y es menester confesar que con razón. Ambos estaban unidos por estrecha amistad. A los dos los rodeaba gente moza, novicia, inexperimentada, indiscreta, buena más para concitar las pasiones que para dar un buen consejo. Ruiz no tenía dotes para jefe de partido, porque además de la inquebrantable voluntad que se requiere en semejantes empresas y que verdaderamente él tenía, se necesita un espíritu sereno y conciliador para oír, pensar, y tomar en cuenta las objeciones opuestas. Betances necesitaba ser hombre más persuasivo, para lo cual se requieren dotes oratorias que no poseía y de las que el primero estaba falto también. De sentimientos nobles y caballerosos los dos, esto, no bastada. Igualmente necesitaban el prestigio que da el dinero.

Todas estas circunstancias las debieran tener presentes aquellos que, en un momento dado, quieran capitanear a los hombres y lanzarlos a un movimiento político, cuyos resultados son dudosos, sobre todo cuando tienen que habérselas con masas tímidas y vírgenes en este género de aventuras. Pero cegados el uno y el otro por sus pasiones, o se dejaron engañar por ellas, o fueron muy crédulos con la clase de gente que los rodeaba, no advirtiendo que para salir bien de una empresa revolucionaria, se requieren otros elementos. Ignoro, sin embargo, los recursos con que contaban de fuera. Yo no estaba en el secreto; pero sea lo que ello fuera, a nadie deben culpar de su mal éxito. Á tiempo los dos lograron huir del país y por tanto escapar de las iras del Gobierno, que se hubiera alegrado mucho de apresarlos, para hacer un ejemplo.

Ruiz murió inopinadamente aquel mismo año en Chile, donde, dicen, fue a dar cuerpo a su idea, ya que por acá había fracasado. Algunos, al principio, creyeron en un veneno administrado por mano oculta; otros hablaron de un suicidio. ¿Con qué fundamentos? Lo ignoro. Ello es que la honda impresión, causada por esta muerte, pronto debilitóse en los ánimos y, con ella, los comentarios gratuitos y algo novelescos del vulgo cesaron a influencia de los acontecimientos políticos, que se precipitaban y que, no dejando tiempo para pensar en los muertos, hacían que pareciésemos vivir más de prisa.

Sobre el proyecto de Ruiz nunca he sabido nada de positivo. Con su muerte, que como amigo he sentido mucho, han quedado por ahora sin realización sus proyectos separatistas que creo mejor, pues nunca he tenido fe en el apoyo extranjero para ningún alzamiento popular, cuando los interesados carecen, sino de valor, de experiencia y de otras condiciones para por sí mismos llevarlos a efecto. Siempre es exponerse a otros riesgos y a otros males peores, después del triunfo. Hay que satisfacer las exigencias siempre desmedidas de unos y de otros, tanto del que hizo mucho, como del que hizo poco, cuando no hay quien, alzándose con el santo y la limosna, hace propio lo que es de todos. Respecto de Betances, que todavía anda proscrito en el extranjero, tal vez nos acuse a todos de falta de consecuencia y se habrá arrepentido también de haberse sacrificado por una causa que dudo vea triunfar, por el momento al menos, aunque muchos y grandes sean los motivos de descontento que seguimos teniendo.

Mal estábamos antes; peor lo pasamos hoy; pero aquí declaro formalmente, aleccionado por la experiencia, por todo lo que he visto y veo pasar ante mis ojos, que nunca comprometeré en tales aventuras la tranquilidad de mi familia, ni el porvenir de mis hijos. No sé cuando este mal concluya, pues veo nuestro porvenir oscuro y pavoroso.

La Isla de Cuba ofrece un cuadro de miseria y de desolación que espanta. Nunca creyera que se llegase a un grado tal de rabia, de encono y de salvajismo. Qué resolución nos sea dado tomar después de todo, es muy difícil prever. Estos tiempos son de indignas veleidades, de traiciones, de cobardías, de vergonzosos contratos y de hipócritas acciones. Lo peor que nos pudiera haber sucedido, en particular, es que la fe nos falta y que las ilusiones de la juventud nos han abandonado. Un desconsolador escepticismo de las cosas y de las personas es lo único que nos queda.

Comentario:

José Marcial Quiñones resume la postura de un liberal moderado antiseparatista. La memoria privada que leemos se publicó mucho después de su muerte por lo que no representó una amenaza para su persona bajo el dominio de España en ningún sentido. Hermano de Francisco Mariano Quiñones, José Marcial fue amigo de Ruiz Belvis y Betances aunque nunca convino con sus ideas como aclara varias veces en el texto seleccionado. El fragmento citado tiene el valor de que representa una crítica a la versión de Pérez Moris a quien acusa de parcialidad y de ocultar la crueldad de la represión contra los filibusteros o rebeldes capturados. Destaca a Lares como un “memorable suceso”, pero le achaca al evento el empeoramiento de la situación colonial tras la Insurrección. De hecho, la tiranía de España, personificada en el Instituto de Voluntarios y la Guardia Civil, dos cuerpos policiacos creados después de 1868, le parece argumento suficiente para ello.

Para confirmar sus opiniones el autor recurre a escenarios de estirpe romántica: la tumba de los tres rebeldes en Silla de Calderón y su visita al sitio en 1874 guiado por un campesino, la tortura inmisericorde de Rojas justifican su mirada piadosa de la desgracia de los rebeldes aunque nunca se solidariza con ellos ni con su causa. La imagen de soldado cruel -Martínez, Berris, Iturriaga- todos documentados en la versión de Pérez Moris, está bien elaborada. La crítica de Quiñones al tratamiento del Corregidor de San Germán Fernando Acosta, y al Hacendado  José Ramón Fernández el Marqués de la Esperanza en la obra de Pérez Moris, son datos interesantes. Fernández era un signo del integrismo español que el mismo Betances había burlado en varios de sus escritos.

El juicio sobre la Insurrección de Lares, Ruiz Belvis y Betances sirve para contrastar las posturas Conservadoras y Liberales: El juicio en torno a esos signos de la rebelión no es muy distinta en ambos extremos. Pérez Moris quiere llamar la atención sobre la peligrosidad de la conjura; Quiñones le resta importancia y la reduce a una “calaverada”. No hay en el siglo 19 una voz separatistas que explique su causa o justifique el acto revolucionario públicamente. Ruiz Belvis no cambia mucho: es una persona de “carácter dominante, voluntarioso y poco avenible”. Alardea de su radicalismo, es buen escritor y mal orador. Betances es un buen médico, “reservado, algún tanto excéntrico, afectando singularidad en el vestir”, republicano que alardea de su radicalismo al cual le faltan dotes oratorias. Desde la perspectiva del autor, ninguno de los dos tenía dotes de líder por una causa o la otra y les faltaba “el prestigio que da el dinero”. La derrota de la Insurrección se justifica por las “masas tímidas y vírgenes es este género de aventuras” y por el hecho de que el liderato es muy crédulo. Una persona que probablemente nunca conspiró acaba de juzgar a los conspiradores.

Al final deja el sabor de que la muerte de Ruiz Belvis en Valparaíso, Chile, en un cuarto del Hotel Aubry de la ciudad, liquidó la conjura. Le doy la razón en parte. Después de esa fecha el apoyo internacional para la causa de Puerto Rico se centró en la Antillas. De aquellas gestiones de Ruiz Belvis dependía el apoyo internacional a un levantamiento abortado por las circunstancias. La idea de que Betances debe haberse arrepentido de la aventura es más un deseo del autor que una certeza. Lo único cierto que José Marcial Quiñones no fue separatista, no quiere serlo y no quiere que lo confundan con uno de ellos. Esa fue la actitud emblemática del Liberalismo y el Autonomismo durante todo el siglo 19. Y no ha dejado de serlo en el siglo 20 ante las posturas radicales.

  • Mario R. Cancel Sepúlveda
  • Historiador y escritor

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