Puerto Rico entre siglos: Historiografía y cultura

mayo 27, 2015

Historiografía puertorriqueña: separatistas y liberales ante la invasión y la hispanidad

  • Mario R. Cancel Sepúlveda
  • Historiador y escritor

 

El consenso de los historiadores liberales reformistas y autonomistas era que la Insurrección de Lares había fracasado porque contradecía la voluntad popular y por la incapacidad palmaria de sus dirigentes para conducir un pueblo a la libertad. La Insurrección de Lares no se ajustaba a lo que José Julián Acosta denominó en un texto de 1889, la «Historia Psicológica de Puerto-Rico». El concepto «Historia Psicológica» aludía ese hipotético relato colectivo capaz de informar de manera verdadera la evolución de la cultura y el espíritu de un grupo humano. El pensamiento ilustrado francés había codificado la noción Espíritu del Pueblo para referirse a ello. El alemán lo nombró simplemente Volkgeist.

Tras aquellos argumentos intelectuales se encontraba una acusación mayor: el liderato del separatismo era incapaz de traducir las aspiraciones psicológicas -espirituales o culturales- de su pueblo por lo que era plausible concluir que la propuesta representaba una anomalía. La marginación que el discurso historiográfico aplicaba al separatismo, reflejaba su enajenación con respecto al verdadero puertorriqueño. La deriva de aquel procedimiento era simple y devastadora: si la gente de la provincia era moderada y amaba la hispanidad, el separatismo representaba un contrasentido tan grande como la aspiración a la anexión a Estados Unidos. Puerto Rico no podía ser una nación separada porque compartía la nacionalidad hispana.

Hostos_Betances_80Afirmando su integrismo con aquellos conceptos, los liberales reformistas y autonomistas se colocaban en una (in)cómoda posición de centro. Aquella decisión los convertía en blanco fácil de los integristas conservadores e incondicionales quienes los acusaban de separatismo, y de los separatistas que le reclamaban un compromiso mayor con su propuesta. Pero lo cierto era que los liberales reformistas y autonomistas no se sentían atraídos por el separatismo porque contradecía su integrismo, una de las claves de su discurso cultural.

Las tensiones entre estos últimos dos sectores fueron particularmente visibles en los textos producidos desde el fin del Sexenio Liberal (1868-1874), hasta la invasión de Estados Unidos en 1898, periodo en cual las relaciones con aquel país, que había sido muy buenas desde 1815, continuaban creciendo a la vez que generaban visibles contradicciones políticas.

El culto a la hispanidad de los sectores liberales reformistas y autonomistas colapsó con la invasión 1898, como se sabe. Cualquier observador cuidadoso del proceso reconocerá la facilidad con la que su liderato, salvo contadas excepciones, caminó en la ruta de un americanismo sincero. El dominio del proyecto estadoísta entre 1899 y 1903, es la demostración más clara de ello. El estadoísmo moderno que nace con el republicanismo barbosista, fue la reformulación del viejo anexionismo del siglo 19 cuyas manifestaciones más remotas se remontan a la década de 1810. La actitud de complacencia y confianza de aquellos ideólogos ante la presencia estadounidense y sus objetivos para Puerto Rico y su pertinaz oposición a la independencia, representa una continuidad con la tradicional oposición al separatismo que aquel sector manifestó.

La situación representa una paradoja interesante. Los liberales reformistas y autonomistas toleraron la acrimonia de una relación desigual y autoritaria con España y confiaban en mejorarla dentro del reino sobre la base de su culto a la hispanidad. Del mismo modo, tras la invasión aceptaron una relación incómoda y asimétrica con Estados Unidos, es decir colonial, con la esperanza de que desembocaría en un futuro no determinado en la democracia, la igualdad y la libertad. La actitud resulta comprensible tratándose de grupos políticamente moderados.

Sin embargo, sorprende cuando se mira el giro de los separatistas que antes habían defendido la independencia de España. En la práctica aquel sector se moderó, aceptó el lenguaje del imperio y lo reprodujo. Los separatistas independentistas y anexionistas vivieron una fractura lógica tras el 1898. La independencia siguió siendo una opción de minorías que, si bien resultaban visibles, no contaron o no pudieron conseguir el apoyo popular. El encantamiento con la cultura política sajona fue enorme en los primeros días de la invasión. Lo novedoso de la situación fue que los independentistas se enajenaron el apoyo de los anexionistas.

Es cierto que las relaciones entre independentistas y anexionistas habían sido tensas durante el siglo 19. Tras la invasión del 1898 era poco lo que se podía hacer. Las posibilidades de alianzas tácticas entre independentistas y anexionistas, ahora estadoístas, quedaron canceladas tras la invasión. Lo más interesante de aquel proceso fue el papel protagónico que tuvieron en el diseño del estadoísmo republicano de José Celso Barbosa, distinguidos separatistas anexionistas como José Julio Henna y Roberto H. Todd, asunto que trataré en otro momento.

No se trata sólo de eso. Los ideólogos y activistas separatistas que persistieron en la lucha por la independencia, como es el caso de Eugenio María de Hostos, confiaban en la buena voluntad de Estados Unidos. Un buen ejemplo de ello puede ser el que sigue. El separatismo independentista hasta el 1898 reconocía que la separación habría que hacerla por la fuerza de las armas: la agitación política debía conducir a una insurrección, grito o levantamiento que debía ser apoyado con una invasión militar eficaz. Pero los independentistas pos-invasión hasta 1930, presumieron que su meta se obtendría mediante una negociación sincera con las autoridades estadounidenses porque, en el fondo, seguían viendo el 1898 como un momento de «liberación». La impresión que da es que aquellos sectores confiaban más en la disposición de la civilización sajona a negociar que en la hispanidad.

La explicación que suele darse a esa anomalía aparente es que la «patria» de aquellos intelectuales era el «progreso» y el destino del viaje en cual se habían embarcado y del cual el 1898 era un peaje que había que pagar, era la «modernización». Estados Unidos podía garantizar mejor que España la modernización de Puerto Rico por lo que valía la pena esperar con paciencia. No pongo en duda la validez de un argumento teórico que incluso yo he sostenido. Pero cuando observo ese momento a la luz de la evolución del pensamiento historiográfico puertorriqueño aparecen otras posibilidades. La invisibilidad del pasado del separatismo independentista jugó un papel particular en aquel proceso confuso.

El hecho de que la historiografía puertorriqueña la hubiesen manufacturado liberales reformistas y autonomistas resultó determinante en aquella actitud de complacencia del liderato político e intelectual tras el 1898. La mayor gesta revolucionaria, Lares 1868, era un evento que había sido devaluado consistentemente sobre la base de argumentos compartidos con el conservadurismo y el incondicionalismo más feroces. Su mayor figura, Ramón E. Betances, moría en París en 1898. Eugenio María de Hostos, separatista independentista desde los primeros días pos-insurrección, era un extraño en su país tras años de trabajo en Chile.

El único esfuerzo que conozco por reevaluar la conjura de 1868 y el papel histórico de sus figuras más emblemáticas correspondió a un ideólogo autonomista radical quien con posterioridad defendió la independencia. Me refiero a Sotero Figueroa (1851-1923), uno de los fundadores del Partido Autonomista Puertorriqueño en 1887 y quien, dos años más tarde, ya se encontraba en Nueva York colaborando con el separatismo cubano. Lo más cercano a una historiografía desde la perspectiva separatista es la obra de este tipógrafo ponceño. A ella me dedicaré en otra columna.

 

Nota: Publicado originalmente en 80 Grados-Historia el 1ro. de agosto de 2014

mayo 20, 2015

Historiografía Puertorriqueña: los consensos teóricos liberales en el siglo 19

  • Mario R. Cancel Sepúlveda
  • Historiador y escritor

 

Las redes de lectura desde Abbad y Lasierra hasta Brau Asencio fueron intensas, a pesar de que al ambiente colonial censuraba la reproducción de los saberes históricos. Son demostrativas del hecho las quejas irónicas de Tapia y Rivera en el capítulo XXXII de Mis memorias (1882). El censor había «tachado de inconveniente la Elegía de Ponce de León, de Juan de Castellanos» y le propuso que suprimiera la Octava 17 del «Canto II» cuando la publicara en la Biblioteca Histórica de Puerto Rico (1854). Algo había en la estrofa que atentaba contra la imagen de la hispanidad. La Elegía… fue suprimida finalmente del libro. El hecho no era aislado: en agosto de 1854, un joven de nombre Daniel de Rivera y su editor Felipe Conde, fueron condenados por una situación análoga con un poema titulado «Agüeybana el bravo» publicado en Ponce. Tal parece que el frágil indianismo, indianismo sin indios, que afloraba en la década de 1850 era visto como un discurso subversivo que había que silenciar.

La censura y las limitaciones que imponía el mercado a la difusión de la palabra impresa no impidieron que los observadores y comentaristas de la historia puertorriqueña arribaran a varios consensos interpretativos. En términos generales, primero, todos aceptaban que Puerto Rico se modernizaba materialmente. En segundo lugar, la modernización que celebraban tenía que ver con un cambio económico social preciso: la transformación de la colonia de un territorio ganadero en uno agroexportador. El hecho de que la agricultura de subsistencia fuese superada por otra para la exportación era considerado un beneficio neto del cambio. En tercer lugar, aceptaron que el peso de la responsabilidad estaba en el crecimiento de la industria azucarera.

Las implicaciones políticas e ideológicas de aquel juicio eran varias. Por un lado, para Puerto Rico el camino de la modernización material había constituido una «vía alterna» a la del resto de Hispanoamérica. Puerto Rico no se separó del Imperio Español en medio del vacío de poder que implicó el 1808. Ello significaba que las relaciones políticas con el Imperio Español, la dependencia colonial, no impedía el proceso de modernización material sino que lo estimulaba. El desprestigio del separatismo entre una parte significativa de los sectores de poder era comprensible. La expresión del «progreso» en la isla acabó por poseer un carácter excepcional. En la práctica el país ya no era parte de Hispanoamérica porque Hispanoamérica ya no era España.

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Alejandro Tapia y Rivera y Salvador Brau Asencio

Por otro lado, la idea de la modernización que poseían los observadores y comentaristas de la historia era instrumental y contable. El discurso del Secretario de Gobierno Pedro Tomás de Córdova (1831-1838) es el que mejor ejemplifica esa concepción. En Córdova, integrista radical, la celebración de la modernización se convierte en un «culto a la personalidad» de aquel a quien reconoce como motor de la misma: el Gobernador Miguel de la Torre. El Capitán General, quien enfrentó el separatismo de un modo frontal, resumía para este autor los rasgos del «iluminado» y el «déspota lustrado» a la vez que asumía los atributos del «héroe» capaz de guiar a la «canalla» o el populacho, mientras se hacía «amar» y «temer». De la Torre es un modelo del príncipe de Nicolás Maquiavelo.

Al individualismo excepcional que, para Córdova, representa De la Torre, se añadía un elemento jurídico. La Cédula de 1815 era percibida como un documento fundacional del proceso de modernización. Lo cierto es que celebrando la Cédula de 1815 se elogiaba la figura autoritaria de Fernando VII, conocido como «El deseado» desde la ocupación napoleónica de la península. El mensaje era claro: Puerto Rico se modernizaba de la mano del autoritarismo, la tradición y la hispanidad. Nada de ello representaba una contradicción en el caso de Córdova. Él era integrista, antiseparatista y favorecía el absolutismo borbónico. Lo interesante es que otros comentaristas asociados al liberalismo reformista, asimilista, al especialismo y al autonomismo, compartieran buena parte de ellas. Historiadores como Alejandro Tapia y Rivera, José Julián Acosta y Calbo y Salvador Brau Asencio, las reprodujesen con algunas variantes. Aquellas disparidades se reducían a detalles producto de la plasticidad que poseía la «hispanidad compartida» en el contexto de sumisión colonial.

Tapia y Rivera valoraba del mismo modo la transición de una sociedad de ganaderos a una de agricultores pero miraba en dirección de otro «iluminado» o «héroe». En la Noticia histórica de Ramón Power (1873), proyectaba a aquel militar como «lo mejor de Puerto Rico» y lo reconocía como el artífice del cambio. De modo paralelo lo convertía en el signo de la identidad criolla apropiada como sinónimo de la puertorriqueña. Para Tapia y Rivera, Power proyectaba la posibilidad de un balance entre la hispanidad y la puertorriqueñidad. Power era fiel a la vez a Fernando VII y a los criollos, a pesar de que ser liberal y fernandino era una contradicción. Los liberales reformistas, asimilistas, especialistas y autonomistas resolvían aquella contradicción en nombre de la modernización material.

Acosta y Calbo tampoco difiere al enfrentar el tema de la modernización material en su prólogo a la obra de Iñigo Abbad y Lasierra (1866). Con alguna candidez exponía que su objetivo era explicar el «interesante periodo del desenvolvimiento de la riqueza pública del país». Para explicarlo usaba los mismos parámetros de Córdova: Puerto Rico creció al perder «los situados de México» tras la Independencia de Hispanoamérica. Los agentes modernizadores, aquellos que aprovecharon la nueva situación, fueron dos fuerzas exógenas ajenas a la voluntad del país. De un lado, la inmigración de extranjeros con capital; y de otro, la «libertad de comercio» autorizada desde 1815.

Para un abolicionista convencido el hecho de que no mencionara que la inmigración venía con capital y esclavos llama la atención. La esclavitud negra y el trabajo servil en la ruralía fueron consustanciales al crecimiento material de la colonia después de 1815. Para Acosta y Calbo, la modernización material significaba que Puerto Rico había dejado de ser «un miserable parásito» que vivía a costa de España y el Situado y se había convertido en una posesión beneficiosa para aquella. El desprecio al pasado resulta visible: la imagen de Puerto Rico como un «parásito» improductivo con un potencial no explotado era común en los comentaristas e historiadores del siglo 17 y 18. Las preguntas que surgen son muchas ¿Había sido Puerto Rico «un miserable parásito» de España antes de 1815? ¿Acaso celebraba Acosta y Calbo la relación con España en 1866? ¿Aceptaba un régimen políticamente autoritario porque era económicamente exitoso? ¿Para qué sectores fue exitoso? ¿La profundización del coloniaje desde la Ilustración y el Reformismo Ilustrado, equivalía a la modernización? Brau Asencio, autor de una «sociología histórica» o una «historia sociológica» que se confunde con un análisis socio-cultural elitista, elaboró una teoría de las etapas de la historia de Puerto Rico que no contradice a los anteriores. Su propuesta, sostenida en criterios socio-económicos comunes, reconocía dos estadios mayores: antes de 1815 y después de 1815. La tesitura de la teoría de las etapas de Augusto Comte se percibe en su discurso. El 1815 y la Cédula, representaban una frontera entre la no-modernización y la modernización material. El limen entre un pasado y un presente se define como un AC (antes de la Cédula), y un DC (después de la Cédula). Previo al 1815 el país producía azúcar, cacao y café en el marco colonial estrecho, el estancamiento dominaba y Puerto Rico permanecía al margen Progreso. Posterior al 1815, se garantizó el «despegue» económico en el marco que todavía era colonial tras el retorno del absolutismo.

Los agentes claves del «despegue» en Brau Asencio eran varios. En primer lugar, otra vez el ingreso de extranjeros con cultura y capital, suprimiendo de nuevo la cuestión de los esclavos. En segundo lugar, la liberalización, parcial por cierto, del comercio. Y en tercer lugar, la creación de la «Sociedad Económica de Amigos del País» en 1813, un cuerpo elitista asesor del Estado. Para Brau Asencio el Progreso equivalía al crecimiento de la agricultura comercial, por lo que la modernización se interpretaba en su sentido «positivo» o «material» o «contable» como en Córdova. Su propuesta constituía una celebración del protagonismo del Reino de España y Fernando VII en el proceso.

Es cierto que el cambio estaba allí, pero el mismo había conducido a una modernización material asimétrica que poseía enormes grietas. El historiador de Cabo Rojo se encargó de demostrarlo en numerosas ocasiones. En la «Herencia devota» y «La campesina», monografías publicadas en 1886, se esforzó en documentar que culturalmente el país no era «moderno» porque la gente común, la «canalla» o el populacho, vivían cegados por un conjunto de «supersticiones» que había que superar. Borrar las costumbres no ilustradas de la gente había sido la pasión de los costumbristas puertorriqueños desde Manuel Alonso Pacheco en 1849. El tono pontificador dominaba aquellos textos, salvo contadas excepciones. En gran medida, la meta de comprender el volkgeist no tenía por finalidad de conservar sino la de reformar y podar la irracionalidad de la gente.

Brau Asencio, como Acosta y Calbo antes, se cuidó de pasar juicio sobre el absolutismo fernandino. No señaló el carácter conservador y antiseparatista de la inmigración de la cual el provenía, como tampoco mencionó la intensificación de la esclavitud en el marco del crecimiento de la economía de hacienda azucarera a pesar de su abolicionismo militante. En el proceso idealizó al inmigrante: «no llegaron…para oprimir sino víctimas de la opresión…». La candidez se imponía otra vez en el discurso. La intelectualidad hispana, integrista o conservadora, y la criolla liberal reformista, asimilista, especialista y autonomista, legitimaron un proceso de modernización impulsado desde «arriba» de un modo «autoritario» que sirvió para garantizar la relación de explotación colonial y profesionalizó la misma con rendimientos para España. Aquellos argumentos se apoyaban en una presunción teórica indemostrable: la fe en que la modernización económica (y el liberalismo económico), conducirían forzosamente a la modernización política (y el liberalismo político) en un futuro no precisado. El respeto o sumisión a la hispanidad era incuestionable. Todos condenaban las luchas separatistas por igual. En el caso de Brau Asencio, el pecado separatista consistía en que aquellas luchas habían forzado la emigración. La moderación política se impuso sobre el discurso historiográfico puertorriqueño del siglo 19.

Nota: Publicado originalmente en 80 Grados-Historia el 2 de mayo de 2014

mayo 19, 2015

Historiografía puertorriqueña: Alejandro Tapia y Rivera

  • Mario R. Cancel Sepúlveda
  • Historiador y escritor

 

Noticia histórica de Ramón Power, de Alejandro Tapia y Rivera, constituye el modelo más acabado de la biografía civil del siglo 19 puertorriqueño. En aquel texto, redactado durante el sexenio liberal entre los años 1868 y 1874, mirar hacia la figura del militar y diputado a cortes de principios de siglo rezumaba nostalgia. Sin duda, el culto al «doceañismo» se había fortalecido entre los liberales reformistas tras la «Revolución Gloriosa» de 1868. Power era una figura que podía llenar los requerimientos de esa doble temporalidad -1812 / 1868- que imponía el desdoblamiento ideológico. Tapia y Rivera acomete el acto ritual de la actualización del prócer.

El Power de la biografía laudatoria de Tapia y Rivera fue determinante para la canonización de aquella personalidad apenas recordada hoy. La retórica del historiador apostaba por su afirmación como un signo colectivo legítimo. El texto llamaba la atención en torno a las características que lo convertían en un icono moderno, es decir, válido para su presente y, por tanto, vanguardia o modelo de un futuro probable. Los días que sucedieron la «Revolución Gloriosa» llenaron de esperanza al Liberalismo Reformista emergente en la colonia. El Power de Tapia y Rivera era, sin embargo, inventado como una síntesis de la Hispanidad y la Puertorriqueñidad: fiel a Fernando VII pero, a la vez, voz de los puertorriqueños. Aquel argumento representaba en sí mismo una contradicción.

 

Tapia y Rivera y la historiografía en 1850

El Tapia y Rivera de la «Sociedad Recolectora de Documentos Históricos de la isla de San Juan Bautista de Puerto Rico» (1851) es otro. Figura con diafanidad la imagen que la tradición denominó «Padre de la Historia Puertorriqueña». El que se llame también «Padre de la Literatura Puertorriqueña», lo convierte en un icono inescapable de la Nacionalidad. La Identidad Puertorriqueña ha sido apropiada como un producto neto del trabajo intelectual. La politización de la misma también. Hijo de un militar y de una criolla, representaba bien una clase media profesional ascendente que resentía la situación crítica que minaba sus bases sociales desde 1848.

Alejandro Tapia y Rivera (1822-1882)

Alejandro Tapia y Rivera (1822-1882)

La «Sociedad…» fue una organización estudiantil fundada en la Universidad Central de Madrid cuya historia íntima he terminado por poseer rasgos épicos. Animada por Román Baldorioty de Castro, intelectual mulato y autonomista radical, y articulada por Tapia y Rivera, estudiante de química y física de ideas liberales reformistas, la organización involucró una diversidad de figuras. Declarados separatistas como Segundo Ruiz Belvis y Ramón E. Betances; y el enigmático del «traidor» de 1868, Calixto Romero Togores, se movieron alrededor del proyecto. De un modo u otro, la «Sociedad…» sirvió para conectar a una exigua «diáspora» puertorriqueña que se movía entre Madrid, Paris, Londres y Berlín.

La trasformación de la obra de la «Sociedad…» en un libro, la Biblioteca Histórica de Puerto Rico (1854), consagró aquel esfuerzo. El «libro» llenaba una de las mayores ansiedades intelectuales del siglo 19 en una colonia donde esa experiencia escaseaba. El valor que posee la Biblioteca… es que funda un imaginario histórico coherente desde una perspectiva puertorriqueña. Se trata de un volumen que está más allá de la obra de Agustín Iñigo Abbad y Lasierra y ello, a pesar de que la Biblioteca… no posea la forma de la narración-exposición que caracterizó el trabajo del monje español.

La relación entre la Historia geográfica, civil y natural...de Abad y Lasierra y la Biblioteca...es más profunda. El hecho de que un miembro de la «Sociedad…», José Julián Acosta y Calbo, se ocupara en 1866 de producir unas «Notas» a la obra del monje benedictino lo ratifica. La versión de Acosta y Calbo superó el trabajo de Pedro Tomás de Córdova, el modelo de Historiador Oficial, quien había reproducido la Historia… en el tomo I de sus Memorias geográficas, históricas, económicas y estadísticas… impresas en la Imprenta del Gobierno entre 1831 y 1833. Por otro lado, el hecho de que otro miembro de la «Sociedad.», Segundo Ruiz Belvis, produjera con Acosta y Francisco Mariano Quiñones el Proyecto para la abolición de la esclavitud en Puerto Rico, habla del impacto que aquella asociación de jóvenes curiosos tuvo en las ideas de las elites durante aquel periodo. La obra de los recolectores de 1851 es uno de los momentos decisivos para la conciencia liberal. La Identidad Puertorriqueña, lo mismo en sus aspectos culturales que en los políticos, tuvo en La «Sociedad.» una de sus claves.

 

Un prólogo de Tapia y Rivera (1854)

Las palabras iniciales de la Biblioteca… presentan unos rasgos únicos. El que se pronuncia primero es un naturalista: describe y celebra el paisaje por medio de un acercamiento acelerado que ubica el territorio en el contexto de las Antillas. La celebración naturalista del paisaje le sirve de apoyo para llamar la atención la contradictoria situación del país. Un territorio que amerita «una página en la cartera del viajero y un recuerdo en el corazón del poeta», ha pasado inadvertido para ambos. La invitación a la lectura está servida. Entonces se pronuncia el historiador. Al contrastar la escasez de fuentes primarias respecto a Puerto Rico y contrastarla con el resto de Hispanoamérica, Tapia y Rivera lo achaca al hecho de que nuestros conquistadores fuesen «más dados a las armas que a las letras». Para el autor la escasez de fuentes documentales es suficiente para comprender la invisibilidad. La ausencia de conocimiento positivo limita las posibilidades del saber histórico.

La argumentación permitirá a lector comprender la imagen de Puerto Rico que se mueve en el pensamiento de Tapia y Rivera: la nación de los orígenes se consolida en la metáfora de la «raza de Agueynaba» (sic).El indianismo fue uno de los rasgos distintivos de parte de aquella generación que se había formado en el nicho de Romanticismo y caminaba hacia el Positivismo. Se trata de un «indio» reducido a textos, vacío de materialidad y arqueología. El historiador lamenta, eso sí, la ausencia de una «versión de los vencidos» capaz de darle voz al conquistado y concluye que, «careciendo del conocimiento de la escritura, no pudieron aquellos legarnos la menor reseña de su primitiva historia». Sin «monumentos», sin «artes», sin «arqueología», la «raza de Agueynaba» (sic) era una ficción incomprensible.

El otro elemento valioso de este breve texto es el boceto de una crítica a la interpretación dominante en las fuentes que evalúa. Tapia y Rivera las caracterizaba como de «pueril candidez», «credulidad rústica», y como discursos en los que la «pasión individual» excede el «sentimiento de justicia innato en cada hombre». Las observaciones son las de un Racionalista y un Iusnaturalista Ilustrado maduro. En ese contexto, elabora unas observaciones de método en las cuales el poeta y el clasicista se imponen. La indagación es un «laberinto» casi como una búsqueda azarosa. La metáfora de la historiografía como una búsqueda en el interior de un recinto se impone. El «laberinto» es el Archivo Histórico, un espacio en el cual los tropiezos del investigador le dejan con un producto irregular: un «hilo cortado a trechos». El sueño del historiador moderno, el relato continuo y limpio del pasado, no aparece por ninguna parte. Todo se reduce a pistas y posibilidades, como el papel que cumplió el hilo en el mito de Ariadna, Teseo y el Minotauro.

La justificación de una publicación como la Biblioteca… destaca la conciencia que poseía Tapia y Rivera de su condición de intelectual ciudadano. Reconoce su esfuerzo como continuación de la de sus antecedentes pero toma distancia aquellos. Resalta el papel de Oviedo y de Abad (de la Mota) -probablemente Abbad y Lasierra-, pero asegura que su trabajo, aunque «no exento de errores», poseía el valor de que habían vivido «próximo a la época en que pasaron los sucesos». El observador social se manifiesta cuando Tapia y Rivera llama la atención sobre el hecho de que algunas de la obras son «costosas», y que buena parte de las mismas se hallaban «inéditas hasta el día» y «diseminados aquí y allá» o mal clasificados en los fondos documentales «con asignaturas muy ajenas a Puerto Rico». Por último, la conciencia ciudadana lo forzaba a mirar hacia un lugar social. El destinatario de su esfuerzo era «la juventud estudiosa de la nación y la provincia», es decir, de España y Puerto Rico, en ese orden. La invención de la Historiografía Liberal Puertorriqueña estaba completa.

 

Nota: Publicado originalmente en 80 Grados-Historia el 21 de Febrero de 2014

 

mayo 18, 2015

Historiografía Puertorriqueña: Abbad y Lasierra y nosotros

  • Mario R. Cancel Sepúlveda
  • Historiador y escritor

De la Ilustración a la Modernidad

La Ilustración Española creó las condiciones para el desarrollo de una suerte de «Historia Regional» que interpretó las colonias de un modo distinto al que lo había hecho la literatura historiográfica de los siglos 16 y 17. La obra de Agustín Iñigo Abbad y Lasierra, Historia geográfica, civil y natural de la isla de San Juan Bautista de Puerto Rico (1788) es un excelente ejemplo de ello. El lenguaje del fraile reconocía una nueva complejidad en el ámbito colonial. La sorpresa que caracterizaba la discursividad de Gonzalo Fernández de Oviedo en el siglo 16, se había convertido en un juicio que respiraba la certidumbre del racionalismo dominante.

El resultado fue promisorio. Aquella nueva complejidad confirmaba la diversidad socio-cultural de los territorios del Imperio y sugería que lo «americano» y lo «indiano» debían comprenderse en sus propios términos. Desde mi punto de vista, con ello se legitimaba la «diferencia» sin que el reconocimiento implicara un acto de celebración de la misma. Abbad y Lasierra no fue otra cosa que un religioso español integrista como todos aquellos que durante el siglo 18 hablaron en torno a Puerto Rico. La tensión que percibía el escritor entre los de la banda de acá y los de la banda de allá o entre secos y mojados fue, quizá, su mayor aportación a la historia cultural del país.

mapaAbbad y Lasierra estaba en mejor posición para llegar a ese tipo de conclusiones que, por ejemplo, los militares Alejandro O’Reilly (1765) o Fernando Miyares González (1775), por la naturaleza de su aproximación a Puerto Rico. De hecho, el componente «histórico» en el libro de Abbad y Lasierra es mucho más relevante que en aquellos dos autores. Sus observaciones culturales y sociales también. Los capítulos 1-19configuran una «narración lineal» -al menos aspiran a ello- del pasado de la isla. Los capítulos 20-40 son una «descripción» del estado de situación y su potencial futuro. Los ritmos de la escritura cambian de una manera dramática pero mantienen un diálogo esclarecedor. Como contraste, basta pensar en las Noticias particulares de la Isla de San Juan Bautista de Puerto Rico de Miyares González en donde los capítulos 1-9 son una «descripción» del estado de situación, mientras el pasado histórico se reduce a «listas» de autoridades civiles y eclesiásticas. Lo «histórico» en Miyares González recuerda la labor propia de un logógrafo y un genealogista.

La «Historia Regional» producida por la Ilustración Española fue apropiada en el siglo 19 como la plataforma idónea para una posible «Historia Puertorriqueña». Correspondió a una intelectualidad que oscilaba entre la mirada Neoclásica y la Romántica fijarle ese papel. Las razones para esa «elección» ideológica son varias. Por un lado, la obra de Abbad y Lasierra es la única mirada «totalizadora» escrita por un autor que, primero, se ignora y, luego al ser descubierto, se venera y se le reconoce el papel de precursor. Por otro, el hecho de que la escritura del religioso incluyera una síntesis de la naturaleza, de la vida civil y cultural de la región y que, además, ofreciera un balance material y sugiriese pistas sobre su potencial futuro, me parece determinante.

Por último, la bibliografía conocida sobre el pasado insular a la altura de 1850 todavía era escasa. El tono teórico del autor no dejaba de ser atractivo. Abbad y Lasierra hablaba con el lenguaje de las «Ciencias Sociales Emergentes» o, por lo menos, apelaba al mismo. El producto era versión de la «sociedad» que la explicaba a la luz de la «naturaleza» en que la misma se desenvolvía. Su concepción de la «sociedad» como un «organismo» más que evolucionaba de lo simple a lo complejo, era expresión de un consenso del siglo 18 que seguiría siendo funcional a lo largo del siglo 19 a la luz del Evolucionismo e incluso del Positivismo, expresiones más acabadas de la Teoría del Progreso dominante.

Todo ello hacía de Abbad y Lasierra un texto atractivo por su modernidad para los intelectuales del siglo 19 al momento de articular un discurso puertorriqueño sobre la puertorriqueñidad. El asunto encierra varias paradojas, por cierto. La primera es que no hubo voces criollas en la literatura histórica insular del siglo 18 y las que hoy se imaginan como criollas -Juan Troche Ponce de León o Alonso Ramírez- no eran comprendidas de ese modo. La segunda es que se trata de la voz de un cura y no la de un laico. La toma de posesión de la obra de Abbad y Lasierra y su transformación en un antecedente de la historiografía puertorriqueña fue crítica, cuidadosa y desigual.La consagración de Abbad y Lasierra como precursor fue producto de la intelectualidad puertorriqueña del siglo 19.La ausencia de consenso se manifiesta con claridad en la mirada de tres lectores excepcionales.

 

De la Historia Regional a la Historia Puertorriqueña

Cuando Alejandro Tapia y Rivera escribió el proemio de la Biblioteca histórica de Puerto Rico (1854) fue muy cuidadoso en su juicio probablemente por el hecho de que no estaba del todo claro respecto a quién era el autor de la obra de 1788. El manuscrito de la Historia… había estaba extraviado, por lo que en el breve texto introductorio, se acredita a un tal Abad (de la Mota), a la vez que se equipara con otro que sí conoce muy bien: la crónica de Gonzalo Fernández de Oviedo. Su crítica se circunscribió a un par de generalidades: apunta que es un texto «no exento de errores» y que su valor radicaba en que el autor había vivido «próximo a la época en que pasaron los sucesos». Los comentarios son tan genéricos como los que producirían una lectura parcial de la fuente o una referencia de oídas. La valoración de la obra de Abad (de la Mota) por su cercanía a la «época en que pasaron los sucesos», sintetizaba el prejuicio propio de Neoclásicos que valoraban el saber «alto» o «antiguo» como más verdadero que el «bajo» o «reciente». Pero aplicado al autor de 1788, aquel hubiese sido una autoridad confiable sólo para el siglo 18. No hay que olvidar que para Tapia y Rivera, el siglo 18 era todavía el «pasado reciente» de una «modernidad» que había comenzado apenas en 1815.

José Julián Acosta y Calbo poseía un criterio más ambicioso hacia el 1866. El mismo provenía de una relación más íntima con el texto: lo conocía mejor que ninguno de su época. Para Acosta y Calbo se trataba de una obra «única» cuyos ejemplares eran «escasos y raros». Su edición anotada y ampliada, llenaría un «lamentable vacío» bibliográfico e intelectual. El lector se encuentra ante el rito de paso que garantizaría a Abbad y Lasierra un lugar de honor en la
Historiografía Puertorriqueña. A diferencia de Tapia y Rivera, Acosta y Calbo vería en la obra una «Historia de Puerto-Rico». Pero se trata de una historia abierta o inconclusa que debía ser puesta al día al socaire de los progresos vividos la colonia. Sus objetivos eran claros. Aseguraba haber hecho un trabajo imparcial al afirmar que había sido «parco en emitir juicios»; y escribía con la intención de que el lector pudiese «seguir cronológicamente» el pasadocolonial. La ansiedad por el relato limpio y lineal es tan obvia como en Tapia y Rivera. Por último, confiaba en que el lector obtuviese «lecciones morales y enseñanzas económicas» de la lectura.

Para Acosta y Calbo, Abbad y Lasierra era el «historiador» de Puerto Rico: el cura español había sido adecuado y puertorriqueñizado. La mirada no dejaba de ser cuidadosa: el comentarista lo catalogaba como «un criterio generalmente adelantado y no muy común en un hombre de su estado y su época». Un cura del siglo 18 que se identifica con el preámbulo de la modernización tenía que ser algo notable. Acosta y Calbo, por último, colectiviza su lectura como antes lo había hecho Tapia y Rivera en el proemio de la Biblioteca...En su caso, agradeció a Julián Blanco Sosa y Calixto Romero Togores, dos Liberales Reformistas de tendencias moderadas y antiseparatistas. Su lectura es la lectura de su generación.

El contrapunto más sonoro lo ofrece Manuel Elzaburu y Vizcarrondo, quien fuera Presidente del Ateneo Puertorriqueño. En 1888, como parte de la conferencia «Una relación de la historia con la literatura» dictada el 20 de febrero, el autor afirmaba que «el historiador moderno en Puerto Rico todavía no había aparecido». El argumento poseía sus mensajes secretos: aplicada aquella lógica cultural a Abbad y Lasierra, significa el deslinde de dos campos: ser Ilustrado no significaba ser Moderno. El siglo 18 ya no era parte de la historia contemporánea inmediata. Si bien Elzaburu y Vizcarrondo no ve el «historiador moderno» en Abbad y Lasierra, tampoco lo descubrió en Tapia y Rivera o Acosta y Calbo, quienes ya tenían una obra notable en ese campo intelectual.

El «historiador moderno» es un fenómeno cultural europeo que ya apelaba al «historiador nacional». Pero para los intelectuales coloniales, ambos conceptos podía representar un problema. De hecho, Elzaburu y Vizcarrondo no ignoraba a Abbad y Lasierra sino que lo reducía o devaluaba a la condición de gran «historiador regional» de Puerto Rico, a la vez que tomaba distancia de aquel. Tampoco desconocía la obra de Acosta y Calbo a quien denominaba el «gran modernizador» por su lectura y anotación de aquel. Pero ser el «gran modernizador» no significaba ser el «historiador moderno».

Me parece que es importante recordar que el contexto de Elzaburu y Vizcarrondo era distinto al de los historiadores de 1850 y 1860. En la década de 1880, sobre las cenizas del Neoclasicismo y el Romanticismo, se había impuesto el Positivismo. Su revisión de la imagen de Abbad y Lasierra era comprensible. Aquí la paradoja es otra: en el Puerto Rico colonial no podía hablarse de un «historiador moderno» ni de un «historiador nacional» mirando hacia la ínsula. La intelectualidad liberal y la autonomista veían al Puerto Rico criollo como un «gesto» de la hispanidad que debía seguir siéndolo, eso sí, bajo condiciones más equitativas. La intelectualidad liberal reformista y la autonomista, imaginaban que los puertorriqueños no sólo eran españoles sino que querían seguir siéndolo y que debían seguir siéndolo siempre acorde con la idea del Progreso.

 

Nota: Publicado originalmente en 80 Grados-Historia el 28 de Marzo de 2014

abril 14, 2011

La Historiografía Puertorriqueña hacia el 1850

  • Mario R. Cancel
  • Historiador y escritor

Introducción

La tradición interpretativa liberal y nacionalista acepta que la Identidad Cultural Puertorriqueña se expresa con diafanidad en la Literatura y la Historiografía Puertorriqueña desde 1850. El hecho de que numerosos autores acepten la pobreza de la literatura y la historiografía en aquel momento, no ha desmerecido esa conclusión. La impresión de pobreza de la producción cultural puertorriqueña, está condicionada por el asunto de contra qué tradición se contrasta. Una Identidad Política madura en aquel contexto contradictorio.

Lo cierto es que la situación de aquel medio siglo parece determinante para la elaboración del juicio. Hacia el 1850 ya se reconocía que el  Modelo Desarrollista Dependiente asociado a la figura de Fernando VII y a la Cédula de 1815, estaba en crisis. Desde 1848, la Economía de Hacienda Azucarera se enfrentaba al colapso y la economía colonial tuvo que reformularse. El inconveniente central de aquel Modelo Desarrollista Dependiente era el problema de la tierra. La situación abierta en 1815, tan celebrada por Pedro Tomás de Córdova y George Dawson Flinter, favorecía a los extranjeros con capital y a la inmigración hispanoamericana de tendencias realistas. La derrota de España en la contienda separatista desprestigió al reino y estimuló la resistencia en las Antillas. En ese sentido, es importante reconocer que una Identidad Política era comprensible en el marco de la competencia por la tierra.

Los propietarios puertorriqueños se sentían amenazados por el poder de los propietarios extranjeros y españoles. En el proceso desarrollaron una relación tensa con el Estado que favorecía a los segundos. La politización de esas tensiones era una realidad palpable desde antes del 1850. La tensión se tradujo, por un lado,  en su ansiedad por una relación menos cercana a España. El Liberalismo, el Autonomismo y el Separatismo Independentista cumplían con ese cometido.  También produjo animó la curiosa tentación por sustituir al Otro, como fue el caso del Anexionismo a la Gran Colombia o a Estados Unidos, y el Confederacionismo que tendía a reformular entre las islas mediante un Antillanismo en que convergían utopías del pasado y del futuro.

Una Identidad Política es, por lo tanto, una forma de la conciencia propia de un segmento de la burguesía agraria puertorriqueña. Florece en la mente de los hijos de un sector socialmente privilegiado: los Hacendados, Comerciantes e Industriales puertorriqueños. Se trataba de estudiantes puertorriqueños residentes en el extranjero. La coincidencia con la experiencia del Álbum puertorriqueño, publicado también por estudiantes en Barcelona en 1844, es relevante. Aquellos jóvenes eran lo más cercano a una clase media profesional emergente. Nacidos en el seno de los Señores de la Tierra, estaban dispuestos a desprenderse de los mismos. Poseían una Cultura Ilustrada y Científica impresionante, producto de la Universidad Moderna,  y eran una manifestación novedosa de la Civilidad de Grandes Urbes. Aquel sector era proclive a expresa sus posturas heterodoxas en una época en que el liberalismo y la ciencia todavía eran consideradas amenazantes por la Iglesia Católica Romana.

Esa Generación fue el modelo más cercano de un Tercer Estado Rebelde en el país. Me parecen la expresión -en ciertos casos- de un cierto Jacobinismo Tropical, como sucede en la imagen de Betances y Ruiz Belvis en el pensamiento conservador e integrista de su tiempo. Con ellos, la contradicción entre criollos o insulares y peninsulares fue revisada, y tomó la forma de la contradicción entre puertorriqueños y españoles. Esa fue base suficiente para la elaboración de un  Proyecto Político Radical que adelanta el Nacionalismo Político en el país. El Cosmopolitismo de aquellos jóvenes distaba mucho del Criollismo dominante en el Aguinaldo puertorriqueño  publicado en San Juan en 1843.

La Sociedad Recolectora de Documentos Históricos

La experiencia y la obra derivada de la Sociedad, sintetiza un Imaginario Historiográfico marcado por varias tendencias. Por una parte, la actitud dominante en el Racionalismo y la Historiografía Liberal francesa, a la manera de Thierry y Guizot, entre otros, centrada en la convención del Progreso. Por la otra, la meticulosidad de la Erudición Alemana, al modo de Niehbur, Von Ranke y Mommsen. La actitud Positivista y/o Científica en la cual el documento histórico, su transcripción y anotación resulta crucial, es evidente. Se trata de Historicistas Críticos  bien articulados que consideran que la interpelación e interpretación de los documentos o la evidencia, conduce a la Verdad. Son intelectuales Liberales y Burgueses que aceptan que el conocimiento tiene un fin activo y que el intelectual tiene una Responsabilidad Social ineluctable. Con su trabajo de recolección, interpretación y traducción, echan las bases de un Relato Nacional confiable y fundan una Versión Canónica  de la Historia de Puerto Rico. La politización de aquel  discurso justificó al Liberalismo y el Separatismo decimonónicos, y sirvió de cimiento al Modernismo literario de entreguerras, a la Generación del 1930 y a la del 1950.

La Sociedad fue una organización estudiantil universitaria fundada en 1851 en la Universidad Central de Madrid. La misma fue presumiblemente animada por Román Baldorioty de Castro (1823-1889), educador y autonomista radical en su madurez, y Alejandro Tapia y Rivera (1822-1882), estudiante de química y física y escritor polifacético e historiador. A su rededor giraron figuras hoy olvidadas como José Cornelio Cintrón, Jenaro Aranzamendi, Lino Dámaso Saldaña, José Vargas, Juan Viñals y Federico González. Pero también llamó la atención de otros más conocidos como lo fueron Calixto Romero Togores, líder liberal; y Segundo Ruiz Belvis (1829-1867), separatista y abolicionista radical quien estudió en Caracas y Madrid. Fuera de Madrid vinculó a  Ramón E. Betances (1827-1898), estudiante en Toulousse y Paris; y a José Julián Acosta (1825-1891),  estudiante de física, matemáticas y geografía en Madrid quien completó estudios en París, Londres y Berlín. Se trataba de un grupo diverso caracterizado por su vigorosa cultura: Ruiz Belvis y Betances dominaban el francés; Acosta el inglés y el alemán; y Tapia y Rivera además del francés, conocía el inglés y el árabe.

Con todo, la figura central fue la de Tapia y Rivera por el hecho de que dio continuidad a la obra juvenil y el antólogo y autor de la Biblioteca Histórica de Puerto Rico (1854). Aquel volumen puede considerarse como una verdadera base de datos y, en general, documenta textualmente el pasado colonial insular. Desde mi punto de vista el problema de Tapia y Rivera es que nunca produjo un Relato Orgánico sobre la historia del país y su obra, en este caso emblemático, conservó el aire de enciclopedia y libro de consulta que todavía hoy proyecta cuando se consulta. En el campo historiográfico, siempre prefirió los denominados Géneros Menores como la biografía, la autobiografía o memoria personal, género que la historiografía tradicional identificaba con la Literatura y con la Escritura Creativa, marginándolos de la Historiografía que preciaban como Científica. Ejemplo de ellos son la Vida del pintor José Campeche (1854),  biografía laudatoria escrita por encargo de encargo de la Real Junta de Fomento de Puerto Rico; La Noticia histórica de Ramón Power (1873), en la cual propone una genealogía de la Modernidad y del Liberalismo basada en la obra de esa figura; El bardo de Guamaní (La Habana, 1862), donde integra uno de los mitos fundacionales de la nacionalidad; y Mis memorias, redactadas en 1880-1882, inéditas hasta 1928, donde se queja de la pobreza cultural del Puerto Rico colonial.

El producto más acabado maduró de la Sociedad después de 1854 en dos obras. Por un lado, las “Notas” de José Julián Acosta a la historia de  Fray Iñigo Abbad y Lasierra (1866) que, coincidiendo con Pedro Tomás de Córdova, reconocen el carácter precursor de la obra y pretenden corregir y completar el esfuerzo del fraile benedictino. Acosta fue aficionado a la Historia Antigua y del Cercano Oriente, gusto común a la Generación Romántica y a los Heterodoxos en una época en que aparece la Arqueología Moderna. También cultivó la biografía en El brigadier don Luis Padial y Vizcarrondo (San Juan, 1879).

Por otro lado, está la obra de Segundo Ruiz Belvis (1829-1867),  Francisco M. Quiñones (1830-1908) y el propio Acosta. Se trata del  Proyecto para la abolición de la esclavitud en Puerto Rico presentado por los comisionados en 1867 en la Junta Informativa de Reformas en Madrid y publicado poco después en Nueva York. Quiñones, era de San Germán, había estudiado en Bremen y dominaba el alemán y el inglés. El Proyecto combina procedimientos de interpretación historiográfica, jurídica, económica, estadística y social. La relevancia de la Junta Informativa de Reformas en la interpretación historiográfica ha sido afirmada por el historiador Ángel Acosta Quintero en su libro José Julián Acosta y su tiempo (1965) y por Silvia Álvarez Curbelo, Un país de porvenir. El afán de modernidad en Puerto Rico (siglo XIX) (2001). En ambos se sugiere que este documento es crucial en la configuración de la Modernidad en Puerto Rico. Su valor político como preámbulo textual de la Insurrección o Grito de Lares  en 1868, tampoco debe ser pasado por alto.

La Biblioteca Histórica de Puerto Rico incluye en su primera parte es una antología de Textos de Indias o Crónicas. Se trata de una transcripción del Libro 16 de Gonzalo Fernández de Oviedo, pero también comenta los textos de Castellanos y Las Casas. En el conjunto se añade una  novedad de la bibliografía holandesa: los capítulo 1, 2 y 3 del Libro 1º Islas del Océano. Isla de San Juan Bautista de Puerto Rico, de Juan de Läet, procedentes de su Historia del Nuevo Mundo o Descripción de la Indias Occidentales (1640). La traducción fue de Ruiz Belvis. La segunda parte incluye “algunos escritos” de Colón. La tercera parte contiene documentos del siglo 16. La Cuarta parte son documentos del siglo 17 hasta 1647 donde aparecen los textos del Obispo Damián López de Haro y el Canónigo Diego de Torres Vargas. La Quinta parte contiene  documentos desde 1750 hasta el ataque inglés de 1797. La colección es discontinua: deja un “siglo en blanco”  desde 1647 hasta 1750. La única excepción es un informe sobre la defensa de Arecibo por el Teniente a Guerra Antonio de los Reyes Correa en el año de 1703. Con todo, se trata del esfuerzo erudito más impresionante del siglo 19 y todavía hoy puede ser consultado por los interesados en la historia colonial del país.

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