Puerto Rico entre siglos: Historiografía y cultura

abril 29, 2023

Jíbaros, criollos, puertorriqueños: identidad y raza

La identidad y un antecedente ficcional

Para contrastar las certidumbres del positivista Salvador Brau Asencio en “Así somos nosotros” (1883) voy a elaborar un contrapunto remoto que ratifica la liquidez o historicidad de la identidad. Me refiero a un texto de Carlos de Sigüenza y Góngora (1645-1700), historiador y novelista de la Nueva España, quien aludió al San Juan Bautista del Puerto Rico de fines del siglo 17. En un sentido estricto, si se acepta el carácter moderno del discurso regional o nacional, aquel era un entorno pre identitario por lo que la concepción de yo colectivo debía elaborarse sobre la base de premisas distintas a las del siglo 19.

En Infortunios de Alonso Ramírez, publicada en 1690, el personaje afirma “mi patria (es) la ciudad de San Juan de Puerto Rico” (95). Alonso, el protagonista y voz narrativa indirecta de la narración de aventuras de tono picaresco, era un colono pobre con voluntad aventurera que, probablemente, poseía ancestros judíos. Había nacido en el Puerto Rico de San Juan Bautista que el Obispo Fray Damián López de Haro en una relación de 1644, había descrito como “muy pobre”, sin “una tienda donde poder enviar por nada” y donde los consumos básicos y “todo lo que es necesario para vestirse, viene por el mar, de Castilla o la Nueva España”.[1]  El marasmo era tal que la colonia todavía no se había recuperado de un innominado huracán ocurrido en 1642.[2] Aquel era un territorio del cual se justificaba emigrar a cualquier parte del mundo. Infortunios… narraba episodios que comenzaban hacía 1675.

La transcripción de Infortunios… que utilizo es la versión moderna de la Dra. Estelle Irizarry (1937-2017) publicada en 1990[3] con el respaldo de la Comisión Puertorriqueña para la Celebración de Quinto Centenario del Descubrimiento de América y Puerto Rico. Mi relación con esa edición oculta una historia que atesoro. En 1989 me encontré casualmente con Estelle en San Juan Antiguo mientras miraba al Atlántico que servía de fondo al castillo de San Felipe. El “tótem” no estaba allí, la Plaza del Quinto Centenario aún no había sido inaugurada. Aquel día conversamos largo rato. Ella llevaba consigo el manuscrito de aquel volumen para discutir su publicación como parte de los actos de recordación.

Estelle, un ser extraordinario, compartió sus hallazgos y especulaciones conmigo como si hubiésemos sido viejos colegas y amigos. La condición histórica o ficcional de Alonso, la posible coautoría del persona(je) de la autobiografía novelada y su ascendencia judía eran los temas más candentes del diálogo. En 1990 el libro fue difundido, recibí un ejemplar en Hormigueros y no volví a conversar con la editora por años. El 6 de febrero de 2009, recuerdo la fecha porque ella la anotó en su dedicatoria en la hoja de bitácora, me la encontré en una actividad en la Universidad del Sagrado Corazón. Le traje a la memoria aquella conversación y volvimos sobre el tema con el mismo entusiasmo que en 1989.

El otro asunto que apasionaba a Estelle en 1989 era la condición nacional de Alonso y la conciencia que tuviese de ella. Su esfuerzo por puertorriqueñizar al personaje era intenso, actitud que debería comprenderse en el contexto de dos condiciones. La primera tenía cimientos en el pasado. Me refiero a la estrecha relación de dependencia que tuvo San Juan Bautista con la Nueva España durante tres siglos. La segunda tenía cimientos en el presente inmediato en el cual se emitía. La conmemoración de quinto centenario del encuentro de 1492 realizó un esfuerzo enorme por re hispanizar la cultura puertorriqueña y monetizar la relación de la identidad nacional con la hispanidad con la tesitura de una innovadora post hispanofilia mercadeable.

El capítulo primero de la novela,  “Motivos que tuvo para salir de su patria: Ocupaciones y viajes que hizo por la Nueva España: su asistencia en México hasta pasar a Filipinas” contiene dos detalles interesantes. El primero es una defensa del acto de narrar sobre la base de que ese ejercicio entretiene y moraliza (95); y el segundo es el uso del concepto  “patria” (95) para nominar su lugar origen. En la presentación se expone la impresión del personaje sobre su “patria”, su vinculación con la Nueva España y las razones para su huida de aquella en 1675 sin haber cumplido los 13 años (96), es decir siendo niño aún. Fíjese el lector que la “patria” es la ciudad de San Juan de Puerto Rico, llamada “Borriquen (sic) en la antigüedad” (95-96). Aquella era la tierra de su “padres”, sin duda, con el sentido pre moderno que se señaló en otra parte de esta reflexión. La razón para su salida fue la pobreza y el hambre (97).

El discurso no desdice al de López de Haro sino que lo reafirma: todo sugiere que la colonia era improductiva producto de la mala administración española. La alabanza de los pobladores por su “pundonor y fidelidad” (96) es un lugar común que se ha reiterado a lo largo de los siglos incluso en el citado texto de Brau Asencio. El hecho de que Ramírez se identificara como “español” en todo el resto del texto me parece significativo. También lo es que, una vez fuera del territorio, la novo hispanidad o mexicanidad de la narración, atribuible a Sigüenza y Góngora,  se confirmara. Un modelo de ello es el cálido elogio a Ciudad de México, hecho que contrasta con la parquedad de las observaciones sobre La Habana, Puebla e incluso Puerto Rico. El capítulo cierra con la salida, contra su voluntad y casi como castigo, hacia las Filipinas en 1682.

Los capítulos 2 “Sale de Acapulco para Filipinas…” y 3 “Pónense en compendio los robos y crueldades que cometieron estos piratas…”, relatan las aventuras de Alonso en el Pacífico e introducen el tema del espíritu anti sajón de los españoles (105, 107 ss.). La hispana es una cultura nacional que se forjó ante dos poderosos adversarios: Inglaterra durante los siglos 17 y 18, poder que penetró su imperio desde fines del siglo 16 con la bandera del Mare Liberum; y Francia a principios del siglo 19 que destruyó de forma temporera el poder de los borbones en 1808 por primera vez desde 1713 tras la invasión napoleónica.

La narración confirma que Alonso pensaba y sentía como un español e incluso se distinguía del sajón por sus afinidades con el catolicismo (128). La codificación de los ingleses como “piratas” (107, 119 entre otras)  y “herejes” (121), así como la documentación del maltrato sádico que sufrió en sus manos durante el cautiverio es muy valiosa a la hora de enjuiciar “la identidad de Ramírez”. El aventurero no vacilaba en afirmar su hispanidad. “Sabiendo de mí ser español” (128), dice cuando se topa con algunos franceses de vuelta ya en el Caribe. De hecho, a pesar de la desconfianza en todo aquel que no fuese español su opinión sobre los franceses, por católicos, era más llevadera que la que tenía de los ingleses (129).

Fuera de una mención casual de San Juan de Puerto Rico, la percepción de aquella localidad como “patria” se ha disuelto.  Un último detalle. En su viaje por las Antillas la nave de Ramírez evade San Juan de Puerto Rico a pesar de que lógicamente tenía que bojearlo para transitar hacia La Española y Jamaica. Las razones para ello no están claras pero no son difíciles de imaginar: no deseaba regresar. Ser de Puerto Rico y ser puertorriqueño son asuntos semánticamente distintos.

Criollos en el siglo 18: la imaginación social de Abad y Lasierra

¿Y qué papel le adjudicaban los insulares, criollos o puertorriqueños a la cuestión racial? ¿Cuánto debía el imaginario racial a la hispanidad que se cultivaba con tanto respeto? El tema de la raza y el color de piel poseía un pasado problemático inseparable del de la identidad. Agustín Iñigo Abbad y Lasierra, uno de los primeros en reconocer la existencia de un discurso diferenciador entre los insulares secos o de la banda de acá, y los peninsulares mojados o de la banda de allá, no dejó lugar a dudas al respecto. El fraile benedictino, considerado modelo del historiador regional por la intelectualidad criolla o puertorriqueña durante la segunda parte del siglo 19[4], nada tenía que perder con sus comentarios. Después de todo era peninsular por lo que sus observaciones sobre la identidad emergente y las tonalidades de la piel en Puerto Rico poseen un valor particular. La relación entre ambas esferas no se discutía de manera directa pero su argumentación dejaba abiertas varias puertas.

En su volumen de 1788, sin confesarse con los criollos blancos,  incluía bajo aquel concepto a los negros y mulatos descendientes de bozales africanos. Criollo era un código inclusivo que definía a quien nacía en este suelo y tenía a Puerto Rico por “patria” como en el caso de Alonso. El rechazo universal del español al criollo blanco poseía otro rostro ominoso relacionado con las tensas relaciones interraciales dentro de la emergente puertorriqueñidad. Todo sugiere que, para los criollos puertorriqueños blancos, los pardos, como se denominaba a los no blancos desde fines del siglo 18, no merecían el título de criollos. Abbad decía que para quien no era negro o mulato (pardo) en Puerto Rico: “no ha(bía) cosa mas afrentosa en esta Isla que el ser negro, ó descendiente de ellos”[5]. Una “afrenta” no es otra cosa que una vergüenza o deshonor como la que se siente tras haber cometido una falta o delito. Ser negro o mulato era equivalente a un error o una carencia en este caso de honra, dignidad o decoro. 

La presunción racista de los insulares criollos se reafirmaba con actos. El insulto de los blancos y “su vara de tiranos”  era la nota dominante ante los negros y mulatos y, aunque ciertas excepciones había que los trataban con “sobrada estimación y cariño” (270), ello no impedía que otros blancos los vejaran y maltrataran. Esto sugiere que la batalla por la validación de la condición criolla y la emergente puertorriqueñidad estuvo llena de crueldades, violencia y exclusiones. En ese aspecto, valga la ironía, el insular, criollo o puertorriqueño blanco debía mucho a las glorias de la hispanidad católica racista.

La actitud discriminatoria no dejaba de ser paradójica. La llevada y traída “escasez de indios” de la que se quejaban los colonos desde 1510 y la exigua inmigración blanca a la isla, producto de la pobreza y las pocas posibilidades de crecimiento económico en un mercado que la relegó hasta el siglo 19, no dejaban dudas respecto a que la mayor parte de los insulares debían ser negros o descendientes de aquellos. La criollidad y la puertorriqueñidad, bases de la identidad moderna, se derivaban del rechazo y la invalidación de los grupos subalternos sobre la base de cuya explotación aquellos habían construido su poder. Lo cierto es que el punzante rechazo al “otro” por su color de piel debería ser considerado uno de los componentes de la emergente identidad regional, nacional o puertorriqueña.

Los historiadores del siglo 20, tradicionales y nuevos, acabaron por afirmar que modernizar a Puerto Rico, es decir, el escenario apropiado para una identidad nacional, tuvo un componente social y un componente racial básicos. El primero fue la transformación de los hateros libertarios, agrestes y adictos a la ilegalidad, en agricultores sumisos y fieles bajo el control de la legalidad, los comerciantes y los prestamistas.  El otro fue el supuesto “blanqueamiento” de la sociedad y de la producción cultural y la imaginación del “qué somos nosotros” claro está, como sucedáneo de la inmigración de gente blanca con capital entre 1815 y 1845 y de la inserción de la economía colonial en el mercado internacional. El crecimiento de las relaciones con Estados Unidos por medio del mercado azucarero no debe ser pasado por alto.

El ambiguo “blanqueamiento” no fue cuantitativo sino cualitativo. Las elites blancas hispanas, extranjeras y puertorriqueñas crecieron, se visibilizaron y politizaron con voluntad hegemónica, vacilando entre el liberalismo y el conservadurismo líquido propio de los criollos y sus aspiraciones a la igualdad con España. La premisa básica de aquellos era “todo por España y con España”. Separarse para la independencia o la anexión a otro país como Gran Colombia o estado Unidos, no era propio de criollos o puertorriqueños, argumento que se sigue utilizando en el presente como un fetiche para defender causas análogas.  Pero a pesar de la inmigración blanca las poblaciones negras y mulatas (pardas) consideradas inferiores, siempre fueron significativas en el país. Todavía recuerdo con extrañeza una valoración de Puerto Rico que se repetía entre historiadores tradicionales de principios de los 1980: “Puerto Rico es la más blanca de la Antillas”. Yo recordaba a las gentes de mi barrio y de la bajura de Hormigueros y el asunto me causaba extrañeza.

Claro que aquellas opiniones de Abbad y Lasierra sobre el racismo de criollos y puertorriqueños eran difíciles de sostener públicamente a mediados del siglo 19 tanto o más como lo son hoy en el siglo 21. Los liberales reformistas, separatistas independentistas y anexionistas de tendencia abolicionista que penetraron la opinión en España y Puerto Rico durante la década de 1860, si aspiraban a la credibilidad, debían ser cuidadosos a la hora de referirse a los negros y mulatos, esclavos o libres, y a los pardos en general. Los argumentos éticos, jurídicos, políticos y económicos, tan bien resumidos en el abortado proyecto de abolición de Segundo Ruiz Belvis, José Julián Acosta y Calbo y Francisco Mariano Quiñones en 1867, no ofrecían ninguna pista concreta sobre el problema del racismo.[6] Sólo elaboraban el problema de la institución de la esclavitud y sus choques con los fundamentos del mercado libre, el derecho liberal y la ética en general.

Los jíbaros españoles a fines del siglo 19: la imaginación liberal reformista

Una forma de enfrentar el espinoso dilema de la raza por los criollos y puertorriqueños de tendencias liberales fue suavizar el conflicto por medio del humor reflexivo o la comicidad evasiva. Ejemplo de ello es un texto periodístico de 1876 titulado “Jíbaro, una definición” firmado por “Un Jíbaro”. He tomado el mismo de la recopilación de José Pablo Morales (1828-1882), periodista liberal reformista y autonomista moderado de Toa Alta, titulada Misceláneas históricas publicada en San Juan en 1924.[7] El tema del jíbaro había estado allí desde mediados del siglo 19. La lectura de El Gíbaro de Manuel Alonso Pacheco publicado en 1849, traduce bien la voluntad de las elites de ilustrar y modernizar a ese sector social censurando algunas costumbres, tales como la lidia de gallos, que el “Gíbaro de Caguas” consideraba pocos edificantes[8].

El artículo de Morales es una demostración de la forma en que se discutió la cuestión jíbara en la última parte del siglo 19 en Puerto Rico. Partiendo de la octava edición del Diccionario de la Real Academia (1846), el autor establecía en tono joco-serio el hecho de que el vocabulario indo-antillano de la era de la colonización y conquista era incomprendido por los lingüistas europeos. El ejemplo de las palabras jíbaro y totumo, le servían para documentar el hecho. La definición oficial de jíbaro, que es la que me interesa, concordaba con la de John Layfield en el testimonio de 1598 publicado en 1625: “Se dice (…) de los animales domésticos que se hacen montaraces y particularmente de los perros. En sentido figurado agreste, grosero”.

Morales, molesto con la definición, alegaba con sorna sexista que si los autores del disparate “hubieran visto esta jibarita de talle gentil, ojos negros y pelo de ala de cuervo, leída y escribida, de seguro que confesarían, si vivos estuviesen, que jíbaro en Puerto Rico no quiere decir agreste ni montaraz.” En el artículo responsabilizaba al adicionador o editor Vicente Salvá (1786-1849) y a su asesor el venezolano Domingo M. del Monte y Aponte (1804-1853) por el desatino. La definición de jíbaro, por cierto, cambió el tono en la edición de 1884: “Campesino, silvestre. Dícese de las personas, los animales, las costumbres, las prendas de vestir y de algunas otras cosas”.

La definición alternativa del jíbaro propuesta por Morales se elabora mediante un procedimiento basado en la tesis del origen trinitario de la que somos, perspectiva que Brau Asencio también compartía y uno de los prejuicios intelectuales más permanentes que conozco. El “glorioso descubrimiento” de 1492, según le llama, había posibilitado la integración de tres razas presumidas puras: la blanca, la india y la negra. La negación de la heterogeneidad y complejidad de cada uno de esos conjuntos ha sido común a lo largo del tiempo.

De aquella mixtura salieron unas 16 castas “inferiores a las razas primitivas”: el mestizaje era interpretado como una desventaja biocultural.  La diversidad, sin embargo, no había desembocado en el apartheid o segregación voluntaria ni en la endogamia sino todo lo contrario. Morales suavizaba las relaciones interraciales, en efecto tensas, a fin de que el colectivo imaginado concordara con el perfil de la “gran familia puertorriqueña” que los criollos de ideas liberales cultivaban para fines políticos, económicos y sociales concretos.

La clasificación, que el autor achacaba al lenguaje de las Leyes de Indias, no deja ser una curiosidad por lo que la reproduzco en su totalidad:

  • Español con india, sale mestizo.
  • Mestizo con española, sale castizo.
  • Castizo con española, sale español.
  • Español con negro, sale mulato.
  • Mulato con española, sale morisco.
  • Morisco con española, sale salta-atrás.
  • Salta-atrás con india, sale chino.
  • Chino con mulata, sale lobo.
  • Lobo con mulata sale jíbaro.
  • Jíbaro con india, sale albarrazado.
  • Albarrazado con negra, sale cambujo.
  • Cambujo con india, sale sambaigo.
  • Sambaigo con mulata, sale calpan-mulato.
  • Calpan-mulato con sambaigo, sale tente en el aire.
  • Tente en el aire con mulata, sale no te entiendo.
  • No te entiendo con india, sale ahí estás.

Su matemática racial le conducía a elaborar una fórmula cultural joco-seria para comprender cuantitativamente al jíbaro y, a la vez, criticar el lenguaje de los españoles respecto al asunto. Aunque la lógica de Morales lo define como distante de la pureza racial ideal, le salva y le acepta. Dado que  “el jíbaro tendría 31/64 de español, 25/64 de africano y 8/64 de indio”, representaba la síntesis más lograda de cuatro siglos de relación colonial con España.

El juicio moral y social del jíbaro es por demás interesante. Ese es el “principal núcleo de la población de nuestros campos”. Lo más importante del documento es su conclusión de que “hoy los jíbaros somos españoles enteros y completos por deber, por derecho, por conveniencia y por afección: ciudadanos españoles por todos cuatro costados, a pesar de los matices de este u otro color físico o político”. La condición criolla del pardo que imponía Abbad y Lasierra a pesar del reconocido racismo de los insulares blancos, se había consagrado en la retórica de Morales.

Recuerden que escribe en 1876. Los logros de la Revolución Gloriosa de 1868 y de la República de 1873 a 1874 estaban muy vivos en la memoria de los intelectuales puertorriqueños liberales de aquel momento. El jíbaro ya no se proyectaba como un potencial rebelde según lo imaginó el lenguaje de la Insurrección de Lares de 1868, sino como un buen español acorde con el mito de la siempre fiel isla de Puerto Rico. Ahora habría que preguntarse ¿dónde quedó ese discurso tras la invasión de 1898? ¿Cómo interpretaron los observadores estadounidenses el fenómeno del puertorriqueño y el jíbaro? Esa será materia de otra reflexión.

Publicada originalmente en Claridad-En Rojo el 23 de enero de 23 de enro de 2023


[1] Mario R. Cancel Sepúlveda, notas (24 de junio de 2009) “Documento y comentario: Carta de Fray Damián López de Haro, a Juan Diez de la Calle…(1644)” en Puerto Rico su transformación en el tiempo. URL: http://historiapr.wordpress.com/2009/06/24/documento-y-comentario-damian-lopez-de-haro/

[2] Sobre este y otro huracán de 1615 refiero a Pío Medrano Herrero (2002) “Angustia, destrucción, pobreza y muerte: los huracanes de 1615 y 1642 en Puerto Rico” en Focus 7.1: 19-32.

[3] Estelle, nacida en Patterson, New Jersey, fue Profesora Emérita de literatura hispánica en la Universidad de Georgetown, autora de numerosos libros sobre la textualidad colonial y la literatura hispanoamericana y una adelantada en la aplicación de las tecnologías y la computación al estudio de la literatura. La obra a que me refiero es Estelle Irizarry, ed. (1990) Carlos Sigüenza y Góngora, Infortunios de Alonso Ramírez (San Juan: Comisión Puertorriqueña para la Celebración del Quinto Centenario del Descubrimiento de América y Puerto Rico). La citas de la novela aparecerán dentro del texto entre paréntesis.

[4] Manuel Elzaburu Vizcarrondo (1971) “Una relación de la historia con la literatura” en Prosas, poemas y conferencias. Luis Hernández Aquino, ed. (San Juan: Instituto de Cultura Puertorriqueña):

[5] Abbad y Lasierra (1788) Historia geográfica, civil y política de la Isla de S. Juan Bautista de Puerto Rico. Madrid: Imprenta de Antonio de Espinosa p. 269

[6] Refiero al lector a Segundo Ruiz Belvis, José Julián Acosta y Calbo y Francisco Mariano Quiñones (1867) “Capítulo VII” en Proyecto para la abolición de la esclavitud (Madrid: Establecimiento Tipográfico de B. Vicente).URL:  https://documentaliablog.files.wordpress.com/2016/05/ruiz-belvis-segundo-proyecto-de-abolicic3b3n-1867.pdf

[7] José Pablo Morales (1924) Misceláneas históricas (San Juan: Tipografía de «La Correspondencia de Puerto Rico») . Versión digital en Mario R. Cancel Sepúlveda, notas (27 de febrero de 2010) “José Pablo Morales. Documento y comentario: jíbaro, una definición» en Puerto Rico su transformación en el tiempo. URL: https://historiapr.wordpress.com/2010/02/27/jibaro-una-definicion/

[8] Manuel A. Pacheco (1848) El Gíbaro (Barcelona: D. Juan Oliveras, Impresor de S.M.): 87.

marzo 21, 2023

Jíbaros, criollos, puertorriqueños: digresiones sobre la identidad

  • Mario R. Cancel-Sepulveda

¿Qué significa lo jíbaro?

El concepto jíbaro aparece casualmente en la Relación del Viaje a Puerto Rico de la Expedición de Sir George Clifford, Tercer Conde de Cumberland, escrita por el Reverendo Doctor John Layfield, capellán de la expedición invasora inglesa de 1598.[1]  El texto de Layfield fue difundido en la obra póstuma de Samuel Purchas (c. 1575 –1626) titulada Hakluytus Posthumus también conocida como Purchas his Pilgrimes, containing a History of the World in Sea Voyages and Lande Travells, by Englishmen and others, impresa en Londres en 1625 en cuatro volúmenes.

Purchas fue un religioso e historiador inglés que estudió en el Saint John’s College de la Universidad de Cambridge quien, como Pedro Mártir de Anglería (1457-1526), nunca viajó a América e hizo la obra de un recopilador e intérprete. La segunda edición de su colección corresponde a los años 1905 a 1907 y alcanzó los 20 volúmenes. Se trata de una colección desconocida para los lectores de los siglos 18 y 19 cuando el concepto de lo jíbaro se formula y difunde en Puerto Rico.

Layfield era teólogo, académico y traductor de la Biblia muerto en 1617 en Londres. La inclusión de su Relación… legitimaba el discurso de Purchas dado que Layfield había estado en San Juan Bautista durante la invasión inglesa de 1598. El testimonio del capellán, fundamentado en la observación directa y en el interrogatorio a ciertos vecinos, sintetizaba la mirada inglesa en torno a la posibilidad de una colonia tropical útil para los intereses ingleses.

La literatura de exploraciones y viajes sajona, posee numerosas concomitancias con la crónica de Indias hispana que historizó la situación antillana durante el siglo 16 desde la condición del testigo. En ambas, el pintoresquismo y el interés empresarial, el dualismo maniqueo y la devaluación de lo local, se imbricaban para ofrecer al lector europeo, fuese un empresario en ciernes o un posible migrante, una imagen sobre la naturaleza y su potencial material. Layfield, como algunos cronistas de Indias, escribió sobre Puerto Rico in situ, elemento que le daba confiabilidad a su discurso.

Aparte de los datos fidedignos que el texto ofrecía sobre el carácter cimarrón de la ganadería y el valor económico de las corambres, y el cuadro preciso sobre el panorama industrial y agrario del territorio, el autor realizó unas distinciones interesantes entre la región costera o la bajura y sus ingenios azucareros, y el interior o la altura y sus estancias de jengibre de mucha utilidad para comprender el sustrato de lo jíbaro como núcleo de una identidad puertorriqueña.

La asociación de la industria azucarera a los sectores poderosos e influyentes, y la de las estancias a los pobres o a la gente de escasos recursos, era inevitable. Ese es un lugar común en la interpretación de la economía social de San Juan Bautista a fines del siglo 16 y principios del 17. En la América Hispana, las estancias de subsistencia se asociaban a la vida en la ruralía. En San Juan Bautista sugerían las granjas aplicadas a la producción de jengibre y, ocasionalmente, a la ganadería y los cueros.

Una aportación de la obra de Layfield fueron sus anotaciones sobre el ganado mayor y el ganado menor. El reverendo reconocía que los novillos eran más grandes en Puerto Rico que en Inglaterra; a la vez que destacaba que el ganado caballar era de menor gracia y que no comparaba con el inglés porque se trata de animales “trotones” o que andaban a saltos y  sin elegancia. Una de cal y otra de arena: todavía la naturaleza indiana o americana no había sido devaluada del todo ante la naturaleza europea, como sucedió en el discurso de los naturalistas del siglo 18.

En su evaluación del ganado menor, concluyó que el mismo era escaso por causa de los perros salvajes que pululaban por la ciudad de Puerto Rico y se refugiaban durante las noches en los bosques. Las observaciones sobre ese episodio son detalladas. Aquellas jaurías se alimentaban de los cangrejos que cazaban en los manglares, pero también comían ovejas, cabras y otros animales pequeños. Lo más interesante era que en Cuba, los perros realengos eran denominados jíbaros, concepto que equivalía a un animal doméstico que se había hecho montaraz o mostrenco y terminaba siendo un habitante de los bosques. La noción jíbaro en Cuba sugería la cimarronería o anarquía de la altura y, en cierto modo, la barbarie como negación de civilidad: un jíbaro era un ser arisco, difícil de controlar.

Como podrá verse, esa concepción no tenía nada que ver con la raza o el color de piel. De lo que se trataba era de cifrar una actitud ante la vida y una forma distanciarse del orden. Entre jíbaro y canalla, concepto que procede del italiano canaglia o “muchedumbre de perros”, existe algún parentesco. Ambos conceptos tenían un origen despreciativo. Voltaire, pensador ilustrado aristocrático, usaba en voz de uno de sus personajes de Cándido, Martín, el concepto canalla para referirse a los sectores más rebeldes e insumisos del pueblo francés.[2]

Lo más interesante de aquel juego es la relación que se pueda establecer entre el interior y los bosques y la animalización del jíbaro que sugería el retorno a la barbarie con la cultura rural. Recuerden que el interior montañoso central, seguía inexplorado a fines del siglo 16, hecho por el cual estaba marcado por el misterio. La pregunta es ¿cómo se convirtió un insulto en el signo respetable de la identidad nacional puertorriqueña?

¿Qué significa lo criollo?

Cuando observo, de otra parte, el sentido de lo criollo, reconozco que en este se manifiesta un acto de sumisión a los valores peninsulares. Afirmar la criollidad, si se me permite el neologismo, significaba suprimir la condición de indiano en la medida en que se adoptaba una hispanidad problemática, difusa y evanescente. La jibaridad implicaba aceptar una condición alterna, la de aquel que huye de la formalidades del poder, igual que los perros salvajes en la noche, y se refugia en un interior feral, en un Jáuja o en el Pipiripao de la barbarie más prístina.[3] El criollo suprime lo que el jíbaro celebra. Lo criollo y lo jíbaro se contradicen, son conceptos difíciles de vincular tanto como la naturaleza de la costa y la del interior. Su principal punto de encuentro radica en que, tanto lo criollo como lo jíbaro, se asumen desde la blancura.

«El pan nuestro» (1905), Ramón Frade León (1875-1954).

El concepto criollo proviene del portugués crioulo, derivado del verbo criar. Conceptualmente sugiere la figura de aquel que es producto, sujeto y responsabilidad del padre. Posee un fuerte sentido patriarcal que afirma el carácter natural de la sujeción al otro a la vez que legitima su infantilización por parte de aquel que lo nombra. De un modo u otro el criollo, el indiano y el insular vienen a ser la sombra, el opuesto o el doble inferior del español, el hispano o el peninsular. Se trata de la reiterada dialéctica de los secos y los mojados. Semánticamente, la noción criollo constituye un reconocimiento de la diferencia y una justificación de la desigualdad al otro.

Insisto en que el criollo reconocía en España el signo de una patria. La patria es la tierra de los padres: no se equivocaba. El proceso lo llevó a identificar la ínsula con la nación o la tierra en que nació: tampoco se equivocaba. Pero esa misma lógica lo apartó del resto de la comunidad. La condición criolla acabó por ser tan excluyente como la hispano-europea. La relación del criollo con el mestizo, el mulato, el negro esclavo o libre, fue tan contenciosa como la de los hispano-europeos con ellos. La inferioridad que le adjudicaba el hispano-europeo, el criollo la desplazaba hacia los grupos subalternos por lo que este podía ser tan prejuiciado y racista como el hispano-europeo. El criollo, incluso el que se (des)dibuja en el criollismo del siglo 19 y el neocriollismo del siglo 20, fue parte de una aristocracia elitista y orgullosa de su condición de clase.

Aquella idea traducía un viejo prejuicio naturalista o cientificista a un plano etnocultural. Uno de las tendencias más visibles de los textos de Indias había sido la degradación del indio. Los observadores europeos apoyaron su actitud en el repudio de la naturaleza indiana o americana. La imagen devaluada se transmitió como si se tratase de un código genético: del indio pasó al mestizo y, de este, al criollo. A aquella conclusión se llegaba mediante procedimientos complejos. La presunción generalizada de que el progreso material era producto de la bondad del ambiente, condujo a la conclusión de que la inferioridad de otro indiano o americano, tenía una explicación  biológica. La naturaleza determinaba el temperamento. El temperamento era un derivado lógico de la temperie o el clima: un europeo y un americano tenía que ser seres distintos.

La realidad de que el criollo no era más que un hispano nacido en la Indias que compartía la mayor parte de sus valores, no era suficiente para aceptarlo como igual. Su nación, su lugar de nacimiento, eran las Indias o América. A lo más que podía apelar para contrarrestar la asimetría era al hecho de que España era su patria, es decir, el lugar de origen de sus padres. Ello no impedía que fuese considerado como un vasallo inferior. Las consecuencias políticas de ello fueron enormes: el criollo nunca tuvo acceso igual a los privilegios sociales de un hispano.

Visto desde esta perspectiva, la pregunta obligada es ¿qué justificaba el manifiesto orgullo colectivo por la herencia criolla? ¿En qué condición se insertó la conciencia criolla en el proceso de maduración de la puertorriqueñidad? Me parece que el orgullo se apoyaba en la sobrevaloración de su condición de descendientes de padres hispano-europeos y en una supresión tácita a la circunstancia de que nacer en las Indias y las ínsulas los excluía de ser españoles y peninsulares. El hecho de la hispanidad o la pensisularidad heredada por sangre, lo privilegiaba en su ámbito social colonial. Pero nunca lo equipararía del todo con el hispano-europeo. Ser criollo traducía una carencia que no le dejaba más opción que respetar por la fuerza a aquel que lo rechazaba. Ello condujo al criollo a expresar un exagerado afán por ser aceptado o asimilado por el otro con los ribetes políticos que ello tuvo durante el siglo 19.

Los símbolos de poder a los que apelaba el criollo eran los mismos a los que apelaba el hispano-europeo: honores y privilegios que se podía adquirir y sostener con dinero. La nobleza y la posibilidad de ser denominado don era crucial.  La nobleza de sangre, la que se adquiría en buena lid o por ciertas ejecutorias, estaba a la mano del criollo. Si a ello se añadían ciertas condiciones vinculadas al oficio y a la raza, sus privilegios estaban seguros. En el juego discursivo sobre Puerto Rico las voces criollas ocupan una posición incómoda: se vieron precisados a aceptar una herencia que los rechazaba.

¿Qué significa lo puertorriqueño?

Salvador Brau Asencio (1842-1912) es considerado uno de los precursores de la historiografía y la sociología y la historia social puertorriqueñas. Fue activista abolicionista, liberal y autonomista, y trabajó al servicio de España y Estados Unidos en el cambio del siglo 19 al 20. El documento de 1883 titulado “Puertorriqueños, así somos nosotros”, es un interesante juicio sobre la percepción de la identidad puertorriqueña a los ojos de este intelectual de Cabo Rojo.[4]

Brau Asencio era un criollo neto que afirmaba el papel fundamental de la hispanidad en la puertorriqueñidad en la figuración de la puertorriqueñidad. En su texto  llamaba la atención sobre ciertas cualidades “tan especiales” que solo podían ser nuestras pero reconocía que “se trataba de “cualidades inherentes algunas a toda la familia española”. Una lectura cuidadosa del escrito confirma que Brau Asencio reconocía que entre lo hispánico y lo puertorriqueño existían elementos de continuidad y de discontinuidad.

Sus argumentos en torno a lo que se heredaba de España eran histórico-sociales, producto de la observación social y de la racionalidad positivista propia de su tiempo. Colonizados por la gente del sur el puertorriqueño era vivo de imaginación como aquellos, pero carente de pasión en el obrar. El puertorriqueño más bien parecía heredero de la gente del norte siempre fría y frugal en el hacer social. Se trataba de dos prejuicios y generalizaciones culturales indemostrables científicamente. Pero cuando enfrentaba lo que nos hacía “tan especiales”, es decir, el color local, su reflexión  se desplazaba hacia el terreno de las consideraciones morales y emocionales. Después de todo, afirmaba con un tono de aceptación, así somos nosotros”.

La descripción de Puerto Rico y los puertorriqueños como un pueblo “sufrido” y fantasioso, “fácil de dirigir y muy aficionado a dejar hacer”, “respetuoso con la autoridad, pero evitando todo lo posible el rozarse con ella” y “en sus deberes nacionales es un modelo”, racionalizaba la sumisión y la credulidad como virtudes o, en última instancia, como condiciones insuperables por naturales u orgánicas. El “aislamiento”, los “hábitos de la vida campestre”, el “régimen colonial” y la poca cultura social, explicaban aquella fisonomía moral.

El autor no quizo separar las virtudes de los defectos. La decisión de si lo expuesto era una cosa u otra la debía tomar el lector. Pero, en general, los rasgos que atribuía el caborrojeño al puertorriqueño eran como siguen:

  • La “vivacidad de imaginación y la delicadeza”
  • Lo “expansivo del carácter, lo generoso y sufrido, y lo propenso a resignarse con una promesa”
  • La “independencia de carácter” y el hecho de que el “puertorriqueño estima en mucho su libertad individual”.
  • La “parsimonia con que procede” y la ausencia de “vehemencia en el obrar”
  • Manifiesta “instintos solitarios” y tiene por virtud la “hospitalidad”
  • Son “los peores cortesanos del mundo”, distantes del boato, el formalismo, los protocolos y el lujo
  • Es un pueblo “decidor y jovial en sus reuniones, pero circunspecto y hasta desabrido en la vida pública”
  • Es un pueblo que posee una “calma estoica”, es “fácil de dirigir y muy aficionado a dejar hacer” y, a la vez, “respetuoso con la autoridad, pero evitando todo lo posible el rozarse con ella”, el cual cumpliendo “sus deberes nacionales es un modelo”
  • “¿Viene un gobernador nuevo? Le recibiremos con palmas”, pero “si el gobernador no cumple nada de lo ofrecido (…) no nos vemos obligados a ponernos en franquicia” o protestar y se guarda silencio
  • No cambian con facilidad: “apegados nos hallamos a nuestras costumbres” de donde deriva su tesis central de que “así somos nosotros”.

Las observaciones aludidas, de un modo u otro, han sido repetidas como una fórmula vinculada al mito de la docilidad natural del nacional ¿Eran así los puertorriqueños? ¿Era aquel acaso el borrador de como la elite política educada evaluaba a la canaglia o canalla insular? Eso sólo lo podría responder Brau Asencio pero, para su bien, ya no encuentra entre nosotros.

Publicado originalmente en Claridad-En Rojo el 13 de diciembre de 2022.


[1] Refiero a Mario R. Cancel Sepúlveda, notas (2010), “Reverendo John Layfield: Testimonio de 1598” en Puerto rico entre siglos. URL: https://puertoricoentresiglos.wordpress.com/2010/11/15/reverendo-john-layfield-testimonio-de-1598/ . Tomado de Samuel Purchas (1625) “Relación del Viaje a Puerto Rico de la Expedición de Sir George Clifford, Tercer Conde de Cumberland, escrita por el Reverendo Doctor John Layfield, Capellán de la Expedición. Año 1598” en His Pilgrims, Parte IV (Londres). Algunos fragmentos de la obra pueden ser revisados en  Eugenio fernández Méndez (1981) Crónicas de Puerto Rico ( Río Piedras: EDUPR): 135-156.

[2] De una traducción anónima de 1882 del francés al italiano de Voltaire (1759) “Cap. 21. Candido e Martino si avvicinano alle coste di Francia e ragionano” en Candido, cito a Martino diciendo “Io vi ho conosciuto la canaglia degli scrittori, la canaglia de’ cavillatori e la canaglia de’ convulsionari; si dice che vi è della gente assai civile in quel paese: io voglio crederlo. En la traducción al castellano en Voltaire (1974) “Cándido” en  Obras inmortales (Barcelona: Bruguera): 328, cito la misma parte “Conocí a los canallas que escribían, a los que pensaban y a los revolucionarios. Se dice que en esa ciudad hay gente muy educada; quiero creerlo”. La ciudad a que se refiere es París.

[3] Sobre este país imaginario  inventado en el siglo 17 véase Julio Caro Baroja (1993) Jardín de flores raras (Madrid: Seix Barral) : 56-58.

[4] El texto poder ser consultado en Mario R. Cancel Sepúlveda (2010) “Documento y comentario: Puertorriqueños, así somos nosotros” en Puerto rico su transformación en el tiempo. URL: https://historiapr.wordpress.com/2010/03/31/puertorriquenos-asi-somos-nosotros/

abril 20, 2012

¿Qué significa lo jíbaro? Apuntes para un debate

  • Mario R. Cancel
  • Escritor e historiador

 

El concepto jíbaro aparece casualmente sugerido en la Relación del Viaje a Puerto Rico de la Expedición de Sir George Clifford, Tercer Conde de Cumberland, escrita por el Reverendo Doctor John Layfield, Capellán de la Expedición. Año 1598.  El referido texto se encuentra en la obra póstuma de Samuel Purchas (Thaxted, c. 1575 – Londres, 1626)  titulada Hakluytus Posthumus también conocida como Purchas his Pilgrimes, contayning a History of the World in Sea Voyages and Lande Travells, by Englishmen and others impresa en Londres en 1625 en cuatro volúmenes. Purchas fue un religioso e historiador inglés que estudió en el Saint John’s College de la Universidad de Cambridge quien, como Pedro Mártir de Anglería, nunca viajó a América e hizo la obra de un recopilador e intérprete. La segunda edición de su colección corresponde a los años 1905  a 1907 y alcanzó los 20 volúmenes. Su difusión entre los lectores era, en consecuencia, muy poca durante  el siglo pasado.

El Doctor John Layfield era teólogo, académico y traductor inglés muerto en 1617 en Londres. La inclusión del texto de Layfield, legitimaba el discurso de Purchas dado que Layfield  había estado en contacto directo con San Juan Bautista durante la invasión inglesa de 1598 que dejó a la isla en manos inglesas por breve tiempo. El testimonio de Layfield, fundamentado en la observación directa y en el interrogatorio a ciertos vecinos, sintetizaba la mirada inglesa en torno a la posibilidad de una colonia tropical eficiente.

Rev. Samuel Purchas

La literatura de exploraciones y viajes sajona, muestra numerosas concomitancias con la crónica de Indias latina que historizó la situación antillana durante el siglo 16. En ambas, el pintoresquismo y el interés empresarial se imbricaban para ofrecer al lector europeo, fuese un empresario en ciernes o un posible migrante, una imagen  sobre la naturaleza y la cultura observadas y su potencial material. Layfield, como algunos cronistas de  Indias, escribe sobre Puerto Rico in situ, elemento que le da un valor peculiar a su discurso.

Aparte de los datos fidedignos que el texto ofrece sobre el carácter cimarrón de la ganadería y el valor económico de las corambres, y el cuadro preciso sobre el panorama industrial y agrario, el autor realizó unas distinciones interesantes entre la costa o la bajura, y el interior o la altura que pueden ser de utilidad para comprender el sustrato de lo jíbaro como núcleo de una identidad puertorriqueña.

Layfield distinguió los ingenios como empresas de la costa, y las estancias de jengibre como empresas del interior. Las primeras requerían una mayor inversión que las segundas. La asociación de la industria azucarera a los sectores poderosos, y la de las estancias a los pobres o a la gente de escasos recursos, era inevitable. Se trata de un lugar común en la interpretación de la economía social de San Juan Bautista a fines del siglo 16 y principios del 17. En la América Hispana, las estancias apelaban a la vida en la ruralía. En San Juan Bautista sugerían las granjas de subsistencia aplicadas también al jengibre y, ocasionalmente, al ganado y los cueros.

Un aspecto por demás curioso en la obra de Layfield, son sus anotaciones sobre el ganado mayor y el ganado menor. El reverendo ofrece el detalle sorprendente de que los novillos fuesen más grandes en Puerto Rico que en Inglaterra; a la vez que destaca que el ganado caballar era de menor gracia y que no comparaba con el inglés porque se trata de animales “trotones” o que anda al trote, a saltos y, probablemente, sin elegancia. Una de  cal y otra de arena: todavía la naturaleza indiana o americana no había sido devaluada ante la naturaleza europea, como sucedió en el discurso de los naturalistas del siglo 18. Pero en su evaluación del ganado menor, concluye con el reconocimiento de que el mismo es escaso por causa de los perros salvajes que pululaban por la ciudad de Puerto Rico y se refugiaban durante las noches en los bosques. Las observaciones sobre ese episodio son bien interesantes y detalladas. Aquellos animales  se alimentaban de cangrejos que cazaban en los manglares, pero también comían ovejas, cabras y otros animales pequeños.

Lo más interesante es que en Cuba, aquellas jaurías de perros eran denominados jíbaros,  concepto que equivalía a un animal que, habiendo sido doméstico, se había hecho montaraz, mostrenco y había acabado siendo un habitantes de los bosques. La noción jíbaro en Cuba sugería la cimarronería o anarquía de la altura  y, en cierto modo, la barbarie como negación de civilidad: un jíbaro era un ser arisco, difícil de controlar. Como podrá verse, esa concepción tampoco tenía nada que ver con la raza o el color de piel. De lo que se trataba era de cifrar una actitud ante la vida y una forma de ser. Entre jíbaro y canalla, concepto que procede del italiano canaglia o “muchedumbre de perros”, no hay mucha distancia. El concepto tiene un origen despreciativo. Voltaire, pensador ilustrado aristocrático, usaba el concepto canalla para referirse a la masa irracional, a la gente común.

Lo que me parece interesante de todo este juego es la relación que se pueda establecer entre el  interior y los bosques, con la animalización que implica el retorno a la barbarie que se sintetiza en la concepción de lo jíbaro. Recuerden que el interior montañoso central, seguía inexplorado a fines del siglo 16, hecho por el cual el mismo estaba marcado por el misterio. La pregunta es ¿cómo se convirtió un insulto en el signo respetable de la Identidad Nacional puertorriqueño?

Cuando observo el concepto de lo criollo, no me queda más alternativa que reconocer en el mismo se manifiesta un acto de sumisión a los valores peninsulares. Afirmarse en la criollidad, si se me permite el neologismo, significa suprimir la condición de indiano en la medida en que se afirma una hispanidad evanescente. Cuando observo el concepto jíbaro el sabor es otro. Significa aceptar una condición alterna, la de aquel que huye de la capital como signo de hispanidad, igual que los perros salvajes en la noche, y se refugia en un interior que no ha sido civilizado o en el Piripao de la barbarie. Son conceptos difíciles de conectar gnoseológicamente. Lo criollo y lo jíbaro se contradicen, tanto como la naturaleza de la costa y del interior. Su principal punto de encuentro radica en que, tanto lo criollo como lo jíbaro, presumen de su blancura.

La forma en que ambos se encuentran en la literatura y el nacionalismo del siglo 19, será tema de otra reflexión.

noviembre 15, 2010

Reverendo John Layfield: Testimonio de 1598

“Relación del Viaje a Puerto Rico de la Expedición de Sir George Clifford, Tercer Conde de Cumberland, escrita por el Reverendo Doctor John Layfield, Capellán de la Expedición. Año 1598” (Fragmentos). Tomado de Samuel Purchas, His Pilgrims, Parte IV. Londres, 1625.

 

Mapa del asalto de 1595

Otras noticias y curiosidades de la isla: El Monte Luquillo

La isla entera está graciosa y agradablemente dividida en montes y valles. Entre los montes hay uno sobre todos llamado el Luquillo en donde se dice que hay la mayor cantidad y riqueza de minas. Y ninguno de los ríos que he oído mencionar tiene su nacimiento en él, quizás sea ésa la razón por qué en todos los montes es él el menos gas­tado. Pues ellos dicen que en los otros montes se encuentran venas, de cuya pobreza nadie necesita discutir. Este monte, que ellos llaman Luquillo, está situado al E(ste) de Luisa. Los valles son muy selvosos, pero en muchos sitios entrelazados con grandes llanos y es­paciosos prados. Los bosques no son solamente de madera inferior, como la mayor parte de la isla menor, si no de árboles de buena ma­dera y de hermosa altura, a propósito para la fabricación de barcos o cualquiera parte de ellos. Y no he hablado de un barco, que encon­tramos aquí, una embarcación con la carga de cien, el gran Bugonia, de mil toneladas, que habiendo perdido los mástiles en el mar, los tenía hechos de maderas de esta isla. El mástil principal de dos ár­boles solamente, y estando preparado para marchar para España, estaba ya muy cerca el momento de partir cuando Sir Francis Drake y Sir John Hawkins llegaron con el honorable intento de apoderarse de la isla y de un tesoro de cuatro millones que habían traído de la Habana. Dicho barco era el almirante de la flota, que este año había ido a Tierra Firme y habiéndolo cogido una tormenta y habiendo perdido los mástiles había venido a esta isla a recobrarse con mucho trabajo y aquí fue otra vez arreglado. Pero la escuadra de la reina Isabel de Inglaterra advertida de este accidente, vino en tan opor­tuna ocasión que los españoles tuvieron que hundir la nave y con tanta prisa que los pasajeros no tuvieron tiempo de tomar sus ropas y el cargamento y los víveres y todo se perdió. Algunas de las costi­llas de esta gran bestia se encontraron aquí, pero el tuétano y el va­lor de ella se había ido; pues traía consigo cuatro millones de tesoro. Y la destrucción de las fragatas que Sir Francis Drake mandó que­mar en esta bahía fue a propósito. Mientras Sir Francis estaba ha­ciendo aguada en Guadalupe, algunos barcos de su flota descubrieron el paso de estas fragatas por Dominica; tan buenas noticias, como verdaderamente eran, aseguró a Sir Francis, como públicamente dijo a la flota, que el tesoro no había salido aún de San Juan de Puerto Rico, y él mismo se aseguraba que estos barcos habían ido a tomarlo.

Los valles. El ganado crece salvaje

Los valles y prados de la isla principal están dotados con gran variedad de frutas, pues además de las grandes porciones de terrenos donde el ganado pace con tan ilimitada licencia que salvaje crece. La llanura que han escogido para hacer su estañera e ingenios está rica­mente cubierta con jengibre y caña de azúcar. Los ingenios están comúnmente, cerca de algún río o de terreno pantanoso, pues en sitios de esta clase la caña de azúcar prospera más. Y además se usa mucho del agua para los molinos y otros trabajos, aunque comúnmente los molinos trabajan con la fuerza de hombres y caballos, a mi entender, como los de Inglaterra, y si yo mismo los hubiera visto podría ser más extenso y describirlos con más precisión. Los que los han visto pueden hablar de ellos con más exactitud y elogiarlos.

Estancias de jengibre

Las estancias están situadas más al interior y a conveniente dis­tancia de algún río para el mejor transporte del jengibre a Puerto Rico, de donde dan salida sus productos para otros países. Yo creo que una de las causas de que unos prefieran el cultivo del jengibre al de la caña de azúcar, es porque las fincas de jengibre no necesitan tanto escoger el terreno, de manera que los pobres pueden tenerlas fácilmente y no necesitan grandes recursos para principiar dicho cul­tivo. Aquí, en general, los principales productos son el azúcar y el jengibre.

Un hombre que tiene doce mil cabezas de ganado, que son mayores que los de Inglaterra

Un tercer producto de esta isla además del jengibre y del azúcar, son los cueros, de los que ya hice mención. De éstos, sin contradic­ción, hay mucha abundancia. Me informó un español, que el vecino Chereno, cuya finca está muy cerca de la Aguada, al lado opuesto a Cabo Rojo, se dice que tiene unas doce mil cabezas de ganado. De esto podemos deducir lo abundante que es en ganado esta isla, cuan­do en el oeste, en el último extremo, que se considera de los peores lugares para la cría, comparado con el este de la isla, hay tanta abun­dancia. Una vez, lo cuenta todo el mundo y se cree, que por causa de la mucha abundancia de ganado, era permitido conforme a la ley, el que un hombre matase cuantos necesitase para su uso, si era tan honrado que traía los cueros a los amos. Estas pieles producen enor­mes sumas de dinero, teniendo en cuenta que sus novillos son más grandes que los que se crían en Inglaterra.

Los bueyes prosperan más que los caballos

Las vacas que yo he visto aquí pueden ser comparadas con el ga­nado inglés por su cabeza y cuerpo. No sé por qué estas bestias tienen parecido especial con las de las partes suroestes del mundo. No he visto ningún caballo más hermoso ni más alto que los que ordinaria­mente se ven en Inglaterra. Son bien formados y abundan, pero me parece que les faltan muchas cosas que poseen nuestros ligeros caba­llos ingleses. Todos son muy trotones. No me acuerdo haber visto más que un andador y muy pocas jacas que caminan de lado. Pero si hubiese mejores criaderos, habría mayor incremento en la produc­ción; así y todo son bastante buenos para caballos de alquiler que es al uso que se les destina.

Cabras, loros y cotorras

De ovejas y cabras no puedo decir que haya abundancia; y de los dos, hay menos ovejas que cabras. He visto y gustado de muchas cabras, pero según mi memoria no me acuerdo haber visto una oveja, aunque me han informado que en la isla hay rebaños; y este informe procede de personas que lo han visto. La escasez de ovejas no puede atribuirse a la naturaleza del terreno, como siendo impropio para criar estos animales, más bien se debe a una clase de perros salvajes, que habitan en los bosques y andan en grandes jaurías. Esto sucede porque dichos perros encuentran en el bosque alimento bastante y prefieren esa vida salvaje a la doméstica con mucha más ganancia para ellos. Estos perros comen también cangrejos, cuyo alimento también los hombres aprecian mucho. Los bosques están llenos de estos cangrejos, cuyo tamaño es mayor que los que yo he visto en Inglaterra. No hablo de ellos por lo que me hayan informado, si no por mi propia experiencia. He visto grandes cantidades de estos can­grejos en esta isla y en Dominica. Los más blancos, pues hay unos negros, muy feos, los han comido nuestros hombres con gusto y sin sufrir daño alguno, de lo que se quejaban otros. Cuando nuestra primera venida a Puerto Rico, los perros de la ciudad aullaban todas las noches y por el día se les veía ir en grupos por los bosques a lo lar­go de la costa. Esto lo creímos al principio como una sensible lamen­tación por la ausencia de sus amos, que los habían abandonado; pero después ya se acostumbran a nuestra presencia, que al principio les era extraña, y dejaron de ladrar, aunque continuaron su paseo diario a los bosques, en grupos. Por fin nos enteramos que estos viajes eran para cazar cangrejos, de los que encontraban gran abundancia en los manglares. Este es el alimento principal de los perros de Puerto Rico y cuando encuentran ovejas las atacan haciendo grandes daños en ellas, lo cual sería fácil de evitar si los españoles quisieran molestar­se un poco matando estos perros. Las cabras viven más seguras por­que les gusta las escabrosidades de las rocas y las cimas de las colinas, de modo que casi siempre están fuera del alcance de estos perros hambrientos, que merodean por las costas en busca de cangrejos. Además de las cabras y las ovejas hay gran abundancia de cerdos, que en éstas islas, al oeste y noroeste, producen el más gustoso toci­no. No me acuerdo haber visto en esta isla liebres ni conejos; pero sé que hay buena provisión de excelentes aves caseras, como gallos, ga­llinas y capones, algunos pavos y guineas, palomas en maravillosa cantidad, no en palomares como las tenemos nosotros, si no criadas y viviendo en los árboles. Además de otros sitios, hay dos o tres islotes inmediatos a Puerto Rico, cerca de la boca del Toa, donde un bote puede ir en una tarde o en una mañana, y cazar nueve, diez o una docena de docenas. La más importante de las tres islitas es una llamada, según he oído decir, la isla del Gobernador. No he marcado la provisión de aves de esta pequeña isla porque no he oído decir nada de ella a los que han estado en la isla principal. Loros y cotorras hay aquí como cuervos y cornejas en Inglaterra. Las veo ordinariamente volar en apretados grupos y excepto que son extraordinariamente habladoras, no son muy estimadas aquí como parece serlo.

Comentario:

El texto de Layfield aclara las razones para el ataque de Drake y Hawkins a Puerto Rico y ofrece un cuadro sobre la riqueza potencial de la misma. La información se obtuvo durante la breve ocupación inglesa de la colonia en 1598 y contó con el testimonio de algunos colonos locales. Lo primero que resalta es la riqueza potencial de las Minas de Luquillo y el potencial industrial de la madera de los bosques de la Isla. Su ejemplo, los mástiles del Bugonia, debía impresionar positivamente a un lector educado de la época. El arribo de esa nave de la Flota en arribada forzosa a Puerto Rico, colocó el Tesoro de Indias en la mirilla del Corsario inglés y justificó su fracasado intento de asalto en 1595, acto que Layfield celebra sin el menor empacho.

El Corsario Francis Drake

La riqueza de la colonia giraba alrededor del la caña de azúcar, industria entonces en crisis, y el  jengibre, que crecía a costa de aquella. El ganado “pace con tan ilimitada licencia que salvaje crece”, o sea, es cimarrón, y el paisaje ofrece una infinita variedad de frutas. Layfield no puede ser más específico porque, según confiesa, no ha sido testigo directo de ello. Los ríos eran fundamentales lo mismo para la caña, cerca de la costa, que para el jengibre, industria del interior. Buena parte de la producción jengibrera era transportada por esas vías pluviales hacia el mercado. Las ventajas del jengibre sobre la caña son apuntadas por el reverendo: los costos de producción son más bajos, hecho que favorece que el jengibre sea preferido por los pobres.

La otra industria es la del cuero de res. La ganadería se proyecta como una empresa difundida por todo el territorio. La referencia a un propietario de Aguada de apellido Chereno, es un dato importante. Chereno aparece en otra parte del texto identificado como mulato y como un persistente cultivador del trigo en la colonia. El dato de que la “mucha abundancia” de ganado, justificase en un momento no especificado la matanza indiscriminada de reses para la venta de sus cueros en desprecio de la carne, sorprende al reverendo inglés. El hecho de que el rendimiento del cuero en el mercado fuese elevado, justificaba el mito. El detalle de que los novillos fuesen más grandes en Puerto Rico que en Inglaterra, implica que no siempre se despreció la naturaleza americana en favor de la naturaleza europea. El poder de la ganadería cimarrona se reiterará posteriormente en los textos históricos redactados por criollos y constituirá uno de los problemas más interesantes de la historia social de Puerto Rico en los siglos 17 y 18.

En el caso de los caballos, el juicio es el opuesto: no comparan con el ganado caballar inglés y son «trotones». El ganado menor, cabras y ovejas, tampoco sale bien parado. Pero para un observador que provenía de un rico país lanero, cualquier cosa que Puerto Rico pudiese ofrecer en el campo del ganado ovino sería poco. Con todo, no atribuye el problema de las ovejas a la naturaleza sino a la plaga de perros salvajes que habitan los bosques. La descripción de las jaurías de perros salvajes, sus viajes a los montes y su contumaz consumo de cangrejos es valiosa. En Cuba esas jaurías de perros alzados eran denominados jíbaros, equivalente a montaraz. La genealogía del concepto tiene en este texto una fuente invaluable sobre la evolución del significado del mismo. Los cerdos y las aves de corral completan el cuadro. Los islotes del norte resultaba en un valioso coto de caza, según el testimonio del autor inglés.

Layfield tenía informantes que, desde el interior, le orientaban sobre la situación de la Isla con mucho detalle. Sería interesante establecer la situación de los mismos y su finalidad al colaborar con un enemigo de la soberanía hispana en el país. Otros apuntes sobre el texto pueden consultarse en Documento y comentario: relación de John Layfield (1598)

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