Puerto Rico entre siglos: Historiografía y cultura

mayo 27, 2015

Historiografía puertorriqueña: separatistas y liberales ante la invasión y la hispanidad

  • Mario R. Cancel Sepúlveda
  • Historiador y escritor

 

El consenso de los historiadores liberales reformistas y autonomistas era que la Insurrección de Lares había fracasado porque contradecía la voluntad popular y por la incapacidad palmaria de sus dirigentes para conducir un pueblo a la libertad. La Insurrección de Lares no se ajustaba a lo que José Julián Acosta denominó en un texto de 1889, la «Historia Psicológica de Puerto-Rico». El concepto «Historia Psicológica» aludía ese hipotético relato colectivo capaz de informar de manera verdadera la evolución de la cultura y el espíritu de un grupo humano. El pensamiento ilustrado francés había codificado la noción Espíritu del Pueblo para referirse a ello. El alemán lo nombró simplemente Volkgeist.

Tras aquellos argumentos intelectuales se encontraba una acusación mayor: el liderato del separatismo era incapaz de traducir las aspiraciones psicológicas -espirituales o culturales- de su pueblo por lo que era plausible concluir que la propuesta representaba una anomalía. La marginación que el discurso historiográfico aplicaba al separatismo, reflejaba su enajenación con respecto al verdadero puertorriqueño. La deriva de aquel procedimiento era simple y devastadora: si la gente de la provincia era moderada y amaba la hispanidad, el separatismo representaba un contrasentido tan grande como la aspiración a la anexión a Estados Unidos. Puerto Rico no podía ser una nación separada porque compartía la nacionalidad hispana.

Hostos_Betances_80Afirmando su integrismo con aquellos conceptos, los liberales reformistas y autonomistas se colocaban en una (in)cómoda posición de centro. Aquella decisión los convertía en blanco fácil de los integristas conservadores e incondicionales quienes los acusaban de separatismo, y de los separatistas que le reclamaban un compromiso mayor con su propuesta. Pero lo cierto era que los liberales reformistas y autonomistas no se sentían atraídos por el separatismo porque contradecía su integrismo, una de las claves de su discurso cultural.

Las tensiones entre estos últimos dos sectores fueron particularmente visibles en los textos producidos desde el fin del Sexenio Liberal (1868-1874), hasta la invasión de Estados Unidos en 1898, periodo en cual las relaciones con aquel país, que había sido muy buenas desde 1815, continuaban creciendo a la vez que generaban visibles contradicciones políticas.

El culto a la hispanidad de los sectores liberales reformistas y autonomistas colapsó con la invasión 1898, como se sabe. Cualquier observador cuidadoso del proceso reconocerá la facilidad con la que su liderato, salvo contadas excepciones, caminó en la ruta de un americanismo sincero. El dominio del proyecto estadoísta entre 1899 y 1903, es la demostración más clara de ello. El estadoísmo moderno que nace con el republicanismo barbosista, fue la reformulación del viejo anexionismo del siglo 19 cuyas manifestaciones más remotas se remontan a la década de 1810. La actitud de complacencia y confianza de aquellos ideólogos ante la presencia estadounidense y sus objetivos para Puerto Rico y su pertinaz oposición a la independencia, representa una continuidad con la tradicional oposición al separatismo que aquel sector manifestó.

La situación representa una paradoja interesante. Los liberales reformistas y autonomistas toleraron la acrimonia de una relación desigual y autoritaria con España y confiaban en mejorarla dentro del reino sobre la base de su culto a la hispanidad. Del mismo modo, tras la invasión aceptaron una relación incómoda y asimétrica con Estados Unidos, es decir colonial, con la esperanza de que desembocaría en un futuro no determinado en la democracia, la igualdad y la libertad. La actitud resulta comprensible tratándose de grupos políticamente moderados.

Sin embargo, sorprende cuando se mira el giro de los separatistas que antes habían defendido la independencia de España. En la práctica aquel sector se moderó, aceptó el lenguaje del imperio y lo reprodujo. Los separatistas independentistas y anexionistas vivieron una fractura lógica tras el 1898. La independencia siguió siendo una opción de minorías que, si bien resultaban visibles, no contaron o no pudieron conseguir el apoyo popular. El encantamiento con la cultura política sajona fue enorme en los primeros días de la invasión. Lo novedoso de la situación fue que los independentistas se enajenaron el apoyo de los anexionistas.

Es cierto que las relaciones entre independentistas y anexionistas habían sido tensas durante el siglo 19. Tras la invasión del 1898 era poco lo que se podía hacer. Las posibilidades de alianzas tácticas entre independentistas y anexionistas, ahora estadoístas, quedaron canceladas tras la invasión. Lo más interesante de aquel proceso fue el papel protagónico que tuvieron en el diseño del estadoísmo republicano de José Celso Barbosa, distinguidos separatistas anexionistas como José Julio Henna y Roberto H. Todd, asunto que trataré en otro momento.

No se trata sólo de eso. Los ideólogos y activistas separatistas que persistieron en la lucha por la independencia, como es el caso de Eugenio María de Hostos, confiaban en la buena voluntad de Estados Unidos. Un buen ejemplo de ello puede ser el que sigue. El separatismo independentista hasta el 1898 reconocía que la separación habría que hacerla por la fuerza de las armas: la agitación política debía conducir a una insurrección, grito o levantamiento que debía ser apoyado con una invasión militar eficaz. Pero los independentistas pos-invasión hasta 1930, presumieron que su meta se obtendría mediante una negociación sincera con las autoridades estadounidenses porque, en el fondo, seguían viendo el 1898 como un momento de «liberación». La impresión que da es que aquellos sectores confiaban más en la disposición de la civilización sajona a negociar que en la hispanidad.

La explicación que suele darse a esa anomalía aparente es que la «patria» de aquellos intelectuales era el «progreso» y el destino del viaje en cual se habían embarcado y del cual el 1898 era un peaje que había que pagar, era la «modernización». Estados Unidos podía garantizar mejor que España la modernización de Puerto Rico por lo que valía la pena esperar con paciencia. No pongo en duda la validez de un argumento teórico que incluso yo he sostenido. Pero cuando observo ese momento a la luz de la evolución del pensamiento historiográfico puertorriqueño aparecen otras posibilidades. La invisibilidad del pasado del separatismo independentista jugó un papel particular en aquel proceso confuso.

El hecho de que la historiografía puertorriqueña la hubiesen manufacturado liberales reformistas y autonomistas resultó determinante en aquella actitud de complacencia del liderato político e intelectual tras el 1898. La mayor gesta revolucionaria, Lares 1868, era un evento que había sido devaluado consistentemente sobre la base de argumentos compartidos con el conservadurismo y el incondicionalismo más feroces. Su mayor figura, Ramón E. Betances, moría en París en 1898. Eugenio María de Hostos, separatista independentista desde los primeros días pos-insurrección, era un extraño en su país tras años de trabajo en Chile.

El único esfuerzo que conozco por reevaluar la conjura de 1868 y el papel histórico de sus figuras más emblemáticas correspondió a un ideólogo autonomista radical quien con posterioridad defendió la independencia. Me refiero a Sotero Figueroa (1851-1923), uno de los fundadores del Partido Autonomista Puertorriqueño en 1887 y quien, dos años más tarde, ya se encontraba en Nueva York colaborando con el separatismo cubano. Lo más cercano a una historiografía desde la perspectiva separatista es la obra de este tipógrafo ponceño. A ella me dedicaré en otra columna.

 

Nota: Publicado originalmente en 80 Grados-Historia el 1ro. de agosto de 2014

mayo 24, 2015

Historiografía puertorriqueña: la historiografía liberal y el separatismo en el siglo 19

  • Mario R. Cancel Sepúlveda
  • Historiador y escritor

 

La intelectualidad criolla y la historiografía liberal veían al separatismo como una ideología que atentaba contra la hispanidad y lo codificaban como un peligro. Los intelectuales e historiógrafos integristas peninsulares o españoles, quienes se identificaban con el conservadurismo y el incondicionalismo, manifestaban la tendencia a exagerar la amenaza separatista con el fin de llamar la atención de las autoridades para que estuviesen atentas al mismo y lo reprimiesen con eficacia. Ese fue el caso de los escritores Pedro Tomás de Córdova (1832), un alto funcionario del gobierno colonial, y de José Pérez Moris, periodista y administrador del Boletín Mercantil (1872).

Ambos utilizaron alegorías extravagantes para llamar la atención sobre una amenaza que, si tocaba a la gente común, sería capaz de contagiarlos como si se tratase de una peste con potencial epidémico. Para Pérez Moris la mejor metáfora para describir la propaganda separatista era la de un «virus» que se esparcía con capacidad suficiente para penetrar hasta «las últimas capas sociales». Igual que una fiebre, los separatistas «extraviaban la opinión», es decir, la confundían. Ramón E. Betances, aseguraba ese comentarista, «inocula entre las masas el odio a la nación». La «nación» no era otra que la España monárquica y autoritaria que la intelectualidad criolla reclamaba como signo de identidad. La misma lógica se aplicaba a la otra figura que llamaba la atención de los comentaristas: Segundo Ruiz Belvis. La única diferencia era que, muerto el abogado en 1867 diez meses antes de la intentona de Lares, los señalamientos se concentraban en el médico de Cabo Rojo. Pérez Moris tenía un particular interés en llamar la atención sobre las diferencias entre ambos caudillos. Pero en cuanto a la vocación contracultural de los dos líderes, no vacilaba en equipararlos. El producto del discurso era completamente distinto a la imagen romántica del héroe martirizado que inventó en algún momento la intelectualidad separatista antes de la invasión de 1898, y la nacionalista después de aquella.

Tanto en Córdova como en Pérez Moris se reiteraba la tendencia a equiparar a los separatistas independentistas y los anexionistas a Estados Unidos. La impresión que dan aquellos textos a quien los lee desde el presente, es que temían más a la anexión que a la independencia o a la confederación de las Antillas. Después de todo, ambos autores reconocían la complejidad del separatismo del siglo 19 y las contradicciones internas que lo aquejaban. Los integristas de origen peninsular coincidían con la intelectualidad criolla en ese aspecto. Por eso la intelectualidad peninsular conservadora acostumbraba acusar a los liberales reformistas, ya fuesen asimilistas, autonomistas moderados o radicales, de poseer vinculaciones con los separatistas a pesar de que aquellos sectores juraban ser tan integristas como sus acusadores.

El conservadurismo y el liberalismo tenían por adversario natural común al separatismo. Ser separatista, desde la perspectiva conservadora, equivalía a no ser un buen español. Pero ser separatista, desde la perspectiva liberal, implicaba que no se era un buen criollo, es decir, un insular que desea ser reconocido como un español. El criollo, no hay que olvidarlo, sufría de una ominosa «ansiedad por la hispanidad» que nunca se cumplió del todo. Visto desde esta perspectiva, la marginación de los separatistas era más que notable y su condición de minoría dentro de una minoría, agravaba más su situación. El hecho de que los separatistas fuesen tan «puertorriqueños» como los criollos no alteraba la situación porque la opinión política se articulaba sobre el criterio de la relación y el afecto a la hispanidad.

Ramón E. Betances y Antonio Cabassa Tassara (1860)

Ramón E. Betances y Antonio Cabassa Tassara (1860)

Por eso la Insurrección de Lares (1868) resultó ser un tema historiográfico polémico. En aquel evento el separatismo se hizo visible confirmando el temor de Córdova en 1832. El comentarista por antonomasia de aquel acto rebelde, poco consultado al día de hoy, fue precisamente Pérez Moris en 1872, hecho que lo convirtió en una fuente obligatoria para los intelectuales criollos que se acercaron al asunto de la rebelión e incluso para los comentaristas estadounidenses que miraron al evento tras la invasión de 1898.

La historiografía políticamente conservadora de Pérez Moris proyecta la figura siniestra del separatista con los atributos de un anti-héroe pleno. El separatista -Ruiz Belvis o Betances o José Paradís- poseía un carácter «intratable y altanero» que se manifiestaba a través de un «lenguaje mordaz y atrevido», cargado de un cinismo que ofendía a las «personas honradas y bien nacidas». El separatista no era ni «honrado» ni «bien nacido». Se trataba de gente que «no se hace amar, pero se imponen» y que podían ser violentos, sanguinarios y morbosos hasta el extremo, además de anticatólicos, materialistas o incluso ateos. Un argumento cardinal fue la afirmación de que los separatistas «empequeñecen y calumnian a Cortés y a Pizarro», es decir, laceran la hispanidad y ofenden el orgullo nacional hispano.

La censura extrema que pesaba sobre el tema del separatismo en 1872 provocó que, incluso, hablar mal de separatismo fuese considerado tendencioso: evaluarlo, devaluarlo o valorarlo, siempre conllevaba el riesgo de ser condenado por las autoridades. El texto de Pérez Moris fue censurado por el general liberal Simón de la Torre acorde con los valores dominantes en el «Sexenio Liberal», por la razón de que denostar tanto a los separatistas podía encomiar la «sedición derechista». Paradójicamente, la misma censura que impedía defender el separatismo en la prensa y los libros, impedía a los conservadores despacharse con la cuchara grande tras la derrota de la insurrección de 1868.

Para la intelectualidad criolla, por otro lado, el separatista y el separatismo también ofendían a la hispanidad, como ya se ha señalado en otro artículo. La intelectualidad criolla y los separatistas estaban en lugares distantes del espectro político. Lo cierto es que el separatista y el separatismo como tema intelectual no fue una prioridad en la década de 1870. Era como si, con la excepción de Pérez Moris, todos coincidieran en que había que echarle tierra al asunto para que nadie lo recordada. Me parece que los intelectuales criollos liberales temían tocar un tema que podía afectar sus aspiraciones políticas concretas durante el «Sexenio Liberal». Sin embargo, cuando se extendió a Puerto Rico la Constitución de 1876 -eso ocurrió en abril de 1881 con numerosas limitaciones a la aplicación del Título I o Carta de Derechos- el tema comenzó a manifestarse con alguna timidez. En el contexto de la reorganización de liberalismo alrededor de la propuesta autonomista, entre 1883 y 1886, distantes ya los sucesos de Lares, la discusión maduró.

Un texto emblemático de la mirada liberal autonomista en torno al separatismo y a la Insurrección de Lares lo constituye la obra de Francisco Mariano Quiñones (1830-1908), Historia de los partidos reformista y conservador de Puerto Rico, publicada en Mayagüez en 1889, poco después de la tragedia de los Compontes. El que hablaba era un autonomista moderado que había estado muy cerca de una de las figuras más notables del separatismo independentista, Ruiz Belvis, y del liberal reformista José Julián Acosta. En ese sentido, se trata de un testigo de privilegio de la evolución de las ideas políticas, culturales, literarias e historiográficas durante el siglo 19.

Quiñones, como buen intelectual criollo, establecía de entrada que Puerto Rico era «miembro inseparable de la gran familia española». La estabilidad de la familia que constituían la colonia y el imperio, estaba amenazada por un «mando militar» asfixiante y una «pesada máquina administrativa». La solución era eliminar «el estigma del nombre de colono» del panorama pero no mediante la separación sino mediante la integración y la autonomía. Nadie puede negar que Quiñones se opusiera al colonismo, como se denominaba al colonialismo en aquel entonces. Pero la metáfora de la «familia» y el uso del adjetivo «inseparable», lo ubican a gran distancia de cualquier separatista al uso. ¿Por qué el interés en dejar aclarados esos puntos? Porque los conservadores e incondicionales les achacaban a los liberales autonomistas «el nombre de separatista, que tanta bulla ha hecho en nuestras contiendas políticas» y eso afectaba el desempeño de aquel proyecto político, es decir, minaba sus posibilidades de acceso al poder. De allí en adelante el texto se convirtió en un esfuerzo por demostrar hasta la saciedad que los autonomistas no eran separatistas ni enemigos del orden.

En Quiñones la «asonada de Lares» era un acto que solo había servido para justificar la razia conservadora contra los autonomistas, es decir, los responsables de la represión furiosa de su partido eran los separatistas. «Asonada» es un sustantivo que vale por tumulto violento ejecutado con fines políticos cercano al motín. No sólo eso, aquella había sido una asonada «imprudente…en los campos de Pepino y Lares, sin raíces en los demás pueblos de la Isla» que contravenía las «pacíficas tendencias» y las «costumbres apacibles de nuestro pueblo». El desarraigo de los rebeldes, argumentaba Quiñones, se había combinado con la brevedad del acto rebelde para que, «dispersa a los primeros disparos de nuestros propios milicianos, ni dio tiempo para que el país pudiese apreciar el carácter y las miras de los que la acaudillaban». Para Quiñones, Lares resultó en una «algazara con media docena escasa de muertos».

Detrás de aquella postura estaba la tesis de que los separatistas no representaban al «verdadero puertorriqueño» el cual se presumía morigerado en la política, pasivo en la vida social e integrista de corazón. Para Quiñones la figura cimera del momento había sido el Capitán General Julián Juan Pavía y Lacy al evitar un injusto derramamiento de sangre en la isla a raíz de la revuelta. La valoración histórico-política de Quiñones sobre la Insurrección de Lares era que aquel acto había favorecido o legitimado la agresividad del bando conservador: «dio al partido conservador lo que antes le faltaba: fuerza, cohesión, crédito y disciplina; es decir, organización perfecta». El discurso que medra tras aquellas afirmaciones era que Lares había justificado los Compontes. El separatismo y la «calaverada de Lares», solo sirvieron para agriar las relaciones en el seno de la «gran familia española» en la isla. Lares fue un acto de gente de poco juicio que no correspondía a los valores de la hispanidad. Quiñones habla el lenguaje de Pérez Moris, sin duda.

Quiñones no sólo estaba intentando ganarse la confianza de los conservadores y las autoridades españolas afirmando su hispanidad de bien mientras atacaba el separatismo. Su interpretación confirmaba, mejor que ninguna otra, el anti-separatismo y el integrismo de numerosos intelectuales autonomistas de fines del siglo 19. El culto fervoroso a la hispanidad era comprensible: era la manifestación concreta del culto al progreso que identificaban con España. A nadie debe sorprender que, tras la invasión de 1898 y desaparecida España del panorama, Estados Unidos ocupara esa posición sin fisuras aparentes. Quiñones acabó militando en el Partido Republicano Puertorriqueño que defendía un programa estadoísta. Ser integrista bajo España y bajo Estados Unidos, no representaba para él una ruptura sino un acto de continuidad.

La historiografía criolla o puertorriqueña nunca desdijo de la hispanidad. Poseyó un discurso político moderado que se cuidó mucho de las imputaciones de radicalidad que le hacían desde la derecha española. La pregunta es: ¿hubo acaso alguna historiografía separatista que contestara a la tradición hispana conservadora y a tradición criolla o puertorriqueña de tendencias liberales autonomistas. En efecto la hubo y a discutirla me dedicaré en una próxima reflexión.

Publicado originalmente en 80 Grados-Historia el 11 de junio de 2014

 

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