Puerto Rico entre siglos: Historiografía y cultura

mayo 16, 2023

Jíbaros, criollos, puertorriqueños: miradas estadounidenses

  • Mario R. Cancel-Sepúlveda
  • Catedrático de Historia

Un perfil de Van Middeldyk

En 1903 Rudolph Adams van Middeldyk (1832-¿?) publicó para la editorial D(aniel) Appleton and Company el volumen The History of Puerto Rico, primero en elaborar la historia del país como un relato unitario.[1] La obra previa de Myddeldyk que he podido ubicar se reducía a un panfleto titulado Guatemala. Some facts and figures for the information of visitors (1895) auspiciada por la Guatemala Central Railroad Company. Aquella compañía, organizada en 1878 conforme a las leyes de California, estaba encabezada por el empresario de origen alemán Henry F.W. Nanne (1830-¿?).  La firma había adquirido la concesión para la construcción y administración del tren entre Escuintla, cerca de Ciudad de Guatemala y el Pacífico, obra que entró en operaciones en 1880.[2] Aquella era una ruta crucial para el tráfico mercantil en un momento en que el capital foráneo penetraba la república.

Como se sabe, el coco fue uno de los productos tropicales más apetecidos por las fruteras que arribaron al territorio después de 1898. La valoración de aquel bien fue inmediata. En 1899, William Dinwiddie (1867-1934), periodista y fotógrafo, llamó la atención sobre las propiedades de suelo costero insular para el producto y aseguraba que era un renglón de inversión que prometía excelentes márgenes de ganancia.[3] Frederick A. Ober (1849-1913), naturalista y escritor, lo definía como un “poor man’s tree”[4] por la diversidad de recursos que obtenía el nativo en su “primitive domestic economy” de aquel árbol desde la madera para la tablas de su residencia y la cobertura de los techos de sus bohíos, hasta el alimento que representaba su pulpa y su agua e incluso remedios para las fiebres a base de sus raíces. No faltaba, claro está, la copra recomendada por Van Middeldyk.

En Puerto Rico publicó El coco y la producción de copra: una industria agrícola nueva, fácil y remunerativa para los habitantes de la costa: datos prácticos recopilados (1899), impresa en el San Juan News Power Print, firma que difundía información útil para los interesados en invertir en el territorio recién adquirido. La copra o fibra del coco era utilizada para la elaboración de aceite mientras que los desechos servían como alimento para el ganado, para elaborar abonos y materiales que protegían los frutos de ciertas plagas y de las inclemencias del clima. Monetizar la naturaleza fue una de las respuestas de los estadounidenses al enfrentar la temida pero siempre deseada naturaleza tropical.

Nuestro autor no tenía el pasado de un humanista sino el de un facilitador empresarial que escribió con el propósito de orientar a los nuevos carpetbaggers e inversionistas en escenarios desconocidos para ellos. Su obra prefiguraba la del asesor financiero y el promotor empresarial como tantos otros escritores en aquel contexto innovador. El dato me parece importante para comprender mejor su representación de los puertorriqueños a lo largo de su libro de historia. Su conexión con el mundo académico derivaba de su trabajo como bibliotecario de la Free Public Library o Biblioteca Insular. Aquel proyecto había sido promovido desde 1901 por el comisionado de educación Martin G. Brumbaugh (1862-1930), primer Comisionado de Educación bajo la soberanía estadounidense y gobernador de Pensilvania entre 1915 y 1919, con el respaldo del gobernador Charles H. Allen (1848-1934), funcionario y empresario vinculado a las finanzas y a la American Sugar Refining Company desde 1907. Una aportación de $ 6,000 anuales del Consejo Municipal de la capital y un donativo de $100,000 del empresario del acero y filántropo  Andrew Carnegie (1835-1919), aseguró la consolidación del proyecto que entre 1914 y 1916 sirvió de base a lo que en 1917 sería la Biblioteca Carnegie.[5]

La D. Appleton and Company solicitó un manuscrito de historia de Puerto Rico a Van Middeldyk y otro a Salvador Brau Asencio (1842-1912) el historiador de Cabo Rojo. Aquella era una firma con centro en Boston y luego Nueva York fundada en 1831, interesada en la difusión de textos científicos y educativos a un costo razonable. A la altura de 1898, la editorial celebraba la expansión imperialista estadounidense en la serie “Expansion of the Republic” en la cual el texto sobre Puerto Rico de Middeldyk seguía a otro sobre la compra de Louisiana.

Todo sugiere que el libro de Brau y el de Middeldyk debían salir el mismo año, meta que no se consiguió. Una memoria de un nieto de Brau, el poeta y genealogista Enrique Ramírez Brau (1894-1970) así lo certifica. El hecho es importante porque indica que el editor planeaba publicar una versión estadounidense en inglés y otra puertorriqueña en castellano. Quien haya leído la obra de Brau reconocerá que este no era un escritor de pocas palabras. El historiador positivista redactó una “amplia, completa Historia de la Isla” que la Appleton devolvió indicándole que lo que necesitaban era “una historia compendiada para uso de las escuelas públicas”[6].

Según su nieto, durante largo tiempo Brau, después de la cena y hasta la madrugada, se sentaba “en la mesa de comer” a resumir su manuscrito. Brau, “de una constitución endeble, falto de carnes”, quien vivía en el 75 de la Calle San Francisco de San Juan, era vigilado por su nieto sentado en la base de una escalera. El texto original, con toda probabilidad irrecuperable, se perdió por aquella comprensible exigencia editorial. Brau pudo haber sido, según una vieja discusión ateneísta, el “historiador moderno” del cuál carecía Puerto Rico. El prólogo firmado por Van Middeldyk en su libro sugería otra cosa. La intención era que la figura del “historiador moderno”, ligada a la conferencia “Una relación de la historia con la literatura” dictada por Manuel Elzaburu Vizcarrondo (1851-1892) en el 1888 en el Ateneo Puertorriqueño, se asociara al bibliotecario de la Free Public Library.[7]

Los puertorriqueños en la retórica de Van Middeldyk

La representación de Puerto Rico en The History of Puerto Rico es paternal y devastadora. Los criterios utilizados por Van Middeldyk en su figuración se apoyaban en los principios de organicismo positivista propio de la mirada de la intelectualidad burguesa de la era de la industrialización. Aquella mirada no era sino una reformulación secularizada del organicismo providencialista cristiano. Su discurso reproducía las teorías progresistas instrumentalizadas y vulgarizadas que se habían impuesto en el discurso historiográfico académico y popular desde mediados del siglo 19.  En ese sentido, su plataforma filosófica no difería de la de Brau o de Eugenio María de Hostos (1847-1903). De lo que carecía era de la densidad intelectual de aquellos.  Es probable que la naturaleza del libro que le requirió D. Appleton, uno para la difusión entre no expertos, influyera en ello.

Para Van Middeldyk Puerto Rico era una “infant colony” (155)[8] que comenzó a crecer o sólo después de 1815.  La infantilización del periodo anterior a la Cédula de Gracias, un lugar común incluso entre los historiadores puertorriqueños, reducía los 300 años que la precedieron a una oscura premodernidad en la cual el territorio y su gente vivieron al margen de la Historia. La Historia, es decir los actos de los seres humanos en el tiempo y el espacio, era interpretada como un proceso autónomo que guiaba en general las acciones de sus actores en una dirección particular. La salida del país de la infancia hacia la pubertad, se asociaba en el texto a la administración de Miguel de la Torre (1786-1843), gobernador autoritario, moralista, antiseparatista y antianexionista por antonomasia pero eficaz administrador, que gobernó a Puerto Rico entre 1822 y 1837, una época de crecimiento material en el marco de la apertura que significó la Cédula de Gracias.

La tesitura progresista y organicista de su discurso es obvia. Para Van Myddeldyk el motor y el freno de todo progreso o retroceso de Puerto Rico había sido aquella España que vacilaba entre la regresión y la progresión. El Puerto Rico de Van Middeldyk era inocente:  no había sido responsable de su situación por su dependencia colonial. Con aquel argumento, común en la época entre los observadores estadounidenses y puertorriqueños, se solidarizaba con la clase política del pueblo recién conquistado que, ansiosa por ganar la confianza de los invasores,  animaba la hispanofobia, actitud cultural compartida por los estadoístas durante la primera década del siglo 20 y por los separatistas anexionistas e independentistas de todo el siglo 19.

La marginalidad o destierro del progreso explicaba la “evil reputation” de Puerto Rico cuando se le evaluaba desde las Antillas Francesas e Inglesas:   “an island where rape, robbery,  and assasination were rife” (159). Usando la autoridad de Brau Asencio, dejaba claro que aquella opinión no estaba equivocada. Del ostracismo y el aislamiento derivaba también la indolencia, la pasividad y las pocas ambiciones que manifestaban los insulares (160). Su fórmula para superar la flema o lo incuria puertorriqueña, metaforizada en el hábito de pasarse el día “swinging in a hammock” en un entorno cercano al salvajismo (160-161), hábito que lo convertía en un pueblo ingobernable, había sido el autoritarismo y la disciplina militar practicada por España en la Capitanía General.

Entre 1837 y 1874, desde la promesa de leyes especiales hasta la caída de la España republicana, Puerto Rico había estado dominado por el caos y el desorden. La situación formó un pueblo en el cual la disolución moral tolerada e incluso auspiciada por las autoridades hispanas para evitar la oposición política, era la orden del día. Los ejemplos utilizados para significar aquella vida corrompida eran las carreras de caballos y las peleas de gallos, en especial por las apuestas que generaban.

El emblema más significativo de la existencia inmoral del puertorriqueño bajo España no era otro que la fórmula de la Tres B’s: “Barraja, Botella, and Berijo” (166), que en una nota al calce aclaratoria traducía para el lector estadounidense como “Cards, rum, and women”, olvidando el “baile” que tradicionalmente ocupaba su lugar en las versiones más conocidas de la triada. La sexualidad tratada como un vicio fue otro lugar común entre numerosos observadores españoles, estadounidenses y puertorriqueños a la hora de evaluar el abajo social. La poca privacidad que aseguraban los bohíos, la numerosa prole de los campesinos y la precocidad sexual de los jóvenes, era traducida en un apetito sexual desmedido que correspondía con el primitivismo y el clima tropical. Para Van Middeldyk el puertorriqueño debía ser moralizado paternalmente por un mentor legítimo a fin de que superase el peso de su pasado hispano y su retraso y se convirtiese en un pueblo productivo capaz de aspirar al gobierno propio.

El jíbaro o campesino en la retórica de Van Middeldyk

En el capítulo 29 “The Jíbaro, or Puerto Rican Peasant” (195-200) Van Middeldyk expone sus ideas sobre el habitante de la ruralía siempre sobre la base de fuentes secundarias. Nada en su retórica sugiere que haya sido testigo de las situaciones que anota. Las observaciones provienen de fuentes españolas, inglesas y puertorriqueñas y, en general, evita involucrarse en debates o polémicas. La selección de datos y el acomodo de aquellos en una narrativa coherente, sin embargo, ratificaba sus profundos prejuicios ante clima tropical como un hábitat amenazante e insalubre pero potencialmente próvido. Todo convergía en el desprecio al pasado hispano como algo que debía ser dejado atrás en nombre del progreso que se vivía después del 1898.

El jíbaro era el descendiente de un segmento de la población que se había refugiado al interior del territorio que, con la asistencia de un indio o algún negro esclavo, se dedicaba al cultivo su un predio de tierra (195). Se trataba de gente blanca de ascendencia europea que vivía en los márgenes. Los mestizos, mulatos y negros, aunque numerosos, no encajaban en la figura social y cultural que describía (196). Sus observaciones al respecto provenían de un escrito de Francisco del Valle Atiles (1852-1928) quien describía al jíbaro con rasgos que “generally be found to be of pure Spanish descent” (197). Bien formado, delgado, de constitución delicada, lento, taciturno y de aspecto enfermizo y anémico pero, en algunos casos, capaz en la ancianidad de montar un caballo en pelo con facilidad.[9]

Aquella fragilidad era resultado de la mala alimentación, la falta de higiene y las terribles condiciones de vida. Una interesante nota racista es la observación de que aquel tipo de dieta si bien sostenía a un indio, podían ser letales para la gente blanca. El hambre, aseguraba, se suplía con tabaco y ron (197). Para Middeldyk, no todo estaba perdido. Aquel jíbaro insalubre, sucio e inmoral “can display remarkable Powers of endurance” (198) y, a pesar de su fama de vago, era capaz de trabajar 10 a 11 horas diarias.

Para el autor la gran contradicción del jíbaro era que la naturaleza tropical, que ofrecía todas las posibilidades para una vida plena, había sido desaprovechada lo que explicaba que siguiera viviendo en la precariedad.  Lo que afirmaba con ello era la inhabilidad del puertorriqueño para desenvolverse en el marco de esa ética burguesa de la productividad y su curiosa capacidad para tolerar todas las carencias. Aquella actitud poco laboriosa y ausente de emprendimiento tenía que ver con el trópico y con la haraganería e indolencia heredada, a través de España, del retrógrado orden señorial o medieval. 

Por último, el jíbaro era intelectualmente tan pobre como lo era física y socialmente: un ser iletrado, incapaz de articular la palabra con coherencia y practicante de un catolicismo fetichista que chocaba al estadounidense. En sus expresiones artísticas creaba unas canciones “if not of a silly, meaningless character, are often obscene” (199). Con una suerte de guitarra artesanal y un güiro que producía un ruido que alteraba los nervios de quien no estaba acostumbrado a escucharlo, expresaban sus emociones colectivas. Aquellos seres simples se consideraban felices con la posesión de una vaca y un caballo, afirmación que acreditaba a George D. Flinter (¿?-1838)[10] .

En general el puertorriqueño era el producto de la mezcla de dos razas física, ética e intelectualmente diferentes, españoles e indios: un híbrido inferior caracterizado por las peores cualidades de sus dos ancestros (201). Sólo el cruce constante a lo largo del tiempo aseguraría la preponderancia de los atributos de la raza superior: la blanca. La salida de aquella trampa biológica resultaba esperanzadora. En cuanto al jíbaro Middeldyk aseguraba que no todo estaba perdido: la educación, la actividad industrial, el cuidado de la salud y la higiene, combinadas con la rectificación moral, acelerarían su destino inevitable: “in ten years the Puerto Rican jíbaro will have disappeared” (200). Su lugar sería ocupado por un tipo de “hombre nuevo” industrioso, correcto, educado y poseedor de una renovada concepción de la felicidad más allá de la posesión de una vaca y un caballo. Ese ser humano moderno y civilizado estaba a la vuelta de la esquina. La idea del 1898 como el principio regenerador o principio destructivo y constructivo a la vez  necesario para dejar atrás un pasado atroz, estaba completa. El “historiador moderno”, y esta es una ironía calculada, había nacido. Sin duda.

Publicado originalmente en Claridad-En Rojo el 14 de marzo de 2023.


[1]Ver mi ensayo “La arquitectura historiográfica en The History of Puerto Rico (1903) de Rudolph Adams Van Middeldyk” en José Anazagasty Rodríguez y Mario R. Cancel (2011) Porto Rico: Hecho en Estados Unidos (Cabo Rojo: EEE): 51-67.

[2] Wikiguate. Una enciclopedia en línea de Guatemala (2016) “Guatemala Central Railroad”   URL: https://wikiguate.com.gt/guatemala-central-railroad-company/

[3] William Dinwiddie (1899) Puerto Rico. Its Conditions and Possibilities (New York/London: Harper & Brothers Publishers): 135

[4] Frederic A. Ober (1899) Puerto Rico and its resources (New York: D. Appleton and Company): 47, sobre la copra 49.

[5] Ver Martin Brumbaugh, “Chapter VI. Report of the Commissioner of Education” en Charles Allen (1901) First Annual Report (Washington: Government Printing Office): 359-360; y Martin Brumbaugh (1903) “Editors Preface” en R. A. Van Middeeldyk, The History of Puerto Rico (New York: D. Appleton and Company) : v-ix.

[6] Véase Enrique Ramírez Brau (1957) Mi abuelo Salvador Brau (San Juan: s.e.): 4-5. Agradezco al escritor Luis Asencio Camacho, otro descendiente de Brau, el rescate de este texto en la Colección Álvarez Nazario de la Biblioteca general del RUM a petición mía.

[7] Manuel Elzaburu Vizcarrondo (1971) Prosas, poemas y conferencias. Luis Hernández Aquino, ed. (San Juan: Instituto de Cultura Puertorriqueña): 214.

[8] Todas las citas directas del libro se incluirán entre paréntesis dentro del texto.

[9] Francisco del Valle Atiles (1889) El campesino puertorriqueño (Puerto Rico: Tipografía José González Font), obra premiada  en Ciencias Morales por el Ateneo Puertorriqueño en el certamen de 1886.

[10] George D. Flinter (1838) An Account of the Present State of the Island of Puerto Rico (London).

agosto 27, 2017

“Adiós! España”: aquel 18 de octubre de 1898…

  • Mario  Cancel Sepúlveda
  • Catedrático de Historia

El episodio que Robinson conserva para cerrar su volumen lo utiliza William Dinwiddie (1867-1934) para iniciar el suyo en Puerto Rico. Its Conditions and Posibilities, volumen que también se difundió en 1899. La posición del narrador ante los hechos varía. Si el primero usa el 1898 para reflexionar sobre el pasado puertorriqueño al lado de España y ubica la ceremonia como un fin esperado, el segundo lo usa para sugerir el comienzo de un futuro deseado al lado de Estados Unidos. La obra de Dinwiddie también contó con respaldo oficial. Las autoridades militares dieron al autor acceso a los archivos administrativos para que este pudiese documentar sus conclusiones. En la breve introducción el escritor agradece a los generales Guy V. Henry y John R. Brooke el respaldo a su empresa. El carácter oficial no se redujo a ello. John Russell Young, bibliotecario de la Biblioteca del Congreso, puso a su disposición una amplia bibliografía en torno a la isla ubicada en los anaqueles de aquella y otras instituciones estadounidenses. El hecho es relevante porque, aunque la afirmación de Dinwiddie se autorizó en marzo de 1899, no fue hasta el 1901 cuando aquella institución publicó un panfleto titulado A list of books (with references to periodicals) on Porto Rico, a cargo del bibliotecario y jefe de la división de bibliografía de la institución, Appleton Prentiss Clark Griffin (1852-1926) quien realizó un trabajo similar sobre Cuba. Los recursos bibliográficos sobre Puerto Rico en aquella época eran escasos. La bibliografía de Manuel María Sama, premiada en 1886 en un certamen del Ateneo e impresa en Mayagüez en 1887, y esta de Griffin son con toda probabilidad las dos compilaciones de referencias más remotas con las que cuenta la historiografía puertorriqueña.

Dinwiddie, nacido en Virginia no poseía formación universitaria y se dedicaba al periodismo como Robinson. A su condición de cronista añadía un vivo interés por la fotografía, uno de los recursos tecnológicos innovadores que tanto sirvió para documentar con precisión el conflicto del 1898. Durante los años 1886 y 1895 había trabajado para el Bureau of American Ethnology del Smithsonian Institute, organización que había mostrado un vivo interés en la cultura y la sociedad de los nativo-americanos. Los tiempos de expansionismo continental y los del expansionismo ultramarino fueron escenarios apropiados para el desarrollo de una “etnología del conquistador” que, a la larga, enriqueció el acervo de saber de los sectores intelectuales de los imperios cuyas burocracias coloniales las aprovecharon para fines prácticos.

El batallón «Patria»

Igual que Robinson, Dinwiddie estuvo en el campo de guerra actuando como corresponsal del Harper Weekly. A Journal of Civilization, una publicación fundada en 1857 por los hermanos James, John, Wesley y Fletcher Harper, asignado a las tropas de Cuba y Puerto Rico. Aquel semanario también había cubierto otro de los iconos de la identidad nacional estadounidense en su momento: la Guerra Civil (1861-1864). Dinwiddie incluso fungió como funcionario colonial en Filipinas, posesión ultramarina en la cual las cosas no resultaron tan sencillas para los invasores estadounidenses como lo fueron en las dos Antillas españolas. El cronista, acorde con su testimonio, permaneció en Puerto Rico entre octubre y diciembre de 1898 y fue testigo del protocolo de cambio de soberanía que Robinson sintetizó en la lapidaria frase “Adios! España” en su volumen.

En Puerto Rico Its Conditions and Possibilities, producido por la prestigiosa Harper & Brothers Publishers que también poseía el Harper Weekley, Dinwiddie se movió con suma confianza entre el testimonio y la investigación formal. Su interés era hacer una tasación confiable de las posibilidades materiales del territorio recién ocupado. El lenguaje de los negocios dominaría su retórica de manera indiscutible. El capítulo que me interesa, el primero titulado “The evacuation of Puerto Rico”, es otra interesante crónica de aquel 18 de octubre de 1898 en la cual todos los observadores habían visto la marca de un antes y un después. El cuidado y la emoción con los que el autor redactó el mismo expresaba su percepción de que el cambio de soberanía debía ser interpretado como un nuevo comienzo para un pueblo que había vivido al margen del progreso o de la historia misma, o como un campo de posibilidades plausibles para las “American business enterprises”.

 

El 18 de octubre: “the black cloud of Spanish cruelty had passed away…”

La lógica dualista domina la textualidad de Dinwiddie. Puerto Rico, “the easternmost fertile isle of the western hemisfere”, salía de las manos del “galling yoke of tyranny and taxation” que significaba España, para pasar a manos de un imperio liberal y progresista.  El rechazo al pasado hispano era palmario: el 1898 tenía que ser interpretado como la sentencia de muerte de la supremacía española. No se puede pasar por alto que aquellas protestas, la de los impuestos y la tiranía, eran las mismas que expresaba la generación rebelde del 1860 y sintetizaban el reclamo del liberalismo económico y político puertorriqueño. La diferencia entre la utopía independentista y la de los invasores del 1898 era que los rebeldes del 1868, al menos los que circulaban alrededor de la figura de Betances Alacán, se habían alzado por la independencia.  Dinwiddie está seguro de que esas metas se conseguirían bajo el control colonial benévolo de Estados Unidos. El discurso modernizador manifestaba una plasticidad extraordinaria cuyos polos tenderían a chocar tras la imposición de la soberanía estadounidense.

Aquel mediodía de martes 18 de octubre fue apropiado por el autor como un “memorable day in Puerto Rican history”. Todo se conjuró para que así fuese. Un cielo claro, “not a cloud dotted the sky”, anticipaba un futuro promisorio para el territorio antillano. El despliegue de confianza y optimismo en la retórica del cronista no debería sorprender a nadie. El orgullo de aquel país con el paso dado, comenzar la creación de un imperio ultramarino con miras a expandir su hegemonía hemisférica, no era poca cosa.

¡Igual que en “Adios! España” de Robinson, el tono de “The evacuation of Puerto Rico” de Dinwiddie es solemne y cuidadoso.  La ceremonia de cambio de banderas no había dejado de llamar la atención de numerosos curiosos. Los hoteles de la ciudad estaban llenos a capacidad hasta el punto de que, en la víspera del acto protocolar, hasta tres y cuatro extraños tuvieron que dormir apiñados en los pequeños y oscuros cuartos “suffering all night long from an infestation o humming, insatiable mosquitoes”. El detalle de la agresividad del trópico contrasta con la grandilocuencia de la introducción del tema. El ambiente tenebroso y sórdido de las habitaciones de hotel en la colonia fue un tópico que se repitió de diversos modos en varios textos redactados por aquellos días. De igual manera, la vinculación del mosquito con los ambientes amenazantes para la salud del recién llegado ha sido un lugar común en la invención del trópico húmedo como una ecología peligrosa que era preciso domeñar con las armas de la civilización.

La percepción de que las tensiones entre España y Estados Unidos estaban superadas se expresaba en el hecho de que el General John R. Brooke había permitido que las fuerzas hispanas que todavía aguardaban por su salida de Puerto Rico permanecieran en sus barracas desarmados en tanto llegaban sus transportes, en lugar de trasladarse a un campamento temporero ubicado en Santurce que les habían asignado pare ese fin.

La idea de que el cambio de soberanía significaría el desarraigo y la destrucción de numerosos lazos que excedían las consideraciones políticas llama mucho la atención. Los milicianos españoles no era simples soldados estacionados en una plaza ultramarina. Durante siglos se habían integrado a las comunidades en las que estaban los campamentos que servían. La salida de Puerto Rico significaba dejara atrás mujeres e hijos y, claro está, imponía la posibilidad de un retorno en cuanto la situación se normalizase entre ambos países. Para Dinwiddie ese era el resultado inevitable de la guerra: el soldado victorioso y expresivo y el soldado derrotado y huraño significaban ese tránsito de un pasado ominoso y oscuro a un futuro halagüeño y luminoso: el costo humano era tolerable. Una simple expresión metafórica cargada de maniqueísmo confirma la concepción de la ruptura benéfica que el autor ha ido construyendo a través de sus observaciones. Entonces el relato se detiene en la crónica del acto.

Se acercaban las 12 del mediodía y los invasores eran puntuales. Un conjunto de soldados se estacionó en el patio de La Fortaleza y otro en la Plaza de Armas frente a la Alcaldía de la ciudad. Las distancias en la isleta son pequeñas: entre una y otra no median más de dos calles marcadas por el declive de la colina, la San Justo y la Del Cristo. El acto se repite a las puertas del castillo de San Felipe y el San Cristóbal. Entre los testigos de los hechos destacaba un conjunto abigarrado de “American tourists and newspapermen, of well-dressed Spanish and Puerto Rican merchants and landholders, and of the dark-colored, ragged, and tattered natives”. La mirada del cronista se emite desde una “noble posición de ventaja”, la que le da su vinculación a los invasores victoriosos. Desde allí clasifica a los testigos mediante el establecimiento de una jerarquía en la cual el origen nacional, la posición social y el color de la piel resultan ser los criterios clasificatorios utilizados. Los testigos, unos u otros, no dejan de ofrecer la impresión de un conjunto de seres sin voluntad. Zombificados en la espera del acto magno, se limitan a mirar en silencio hacia el asta vacía por donde ascenderá la bandera de las muchas estrellas a la vez que nerviosamente consultan los relojes. El tiempo se ha detenido y la tensión de relato llega a su clímax.

Al grito de “atención” todo salen de la inmovilidad: los soldados se ponen rígidos para presenciar el acto y los fotoperiodistas apuntan sus cámaras al objetivo. En un detalle que disminuye la tensión ceremonial, Dinwiddie reconoce que algunos militares, débiles y sofocados por el amenazante trópico, “lay uncaring beneath the shaded walls”. El tópico de clima, la fiereza del sol y los peligros que ello implicaba para un visitante del norte templado estaba bien presente en este y otros autores. La voluntad de domesticar esas condiciones con los instrumentos del progreso y la civilización que ellos representaban estaba sugerida. En su juego retórico el cronista imagina la incertidumbre que debía sentir el oficial, el Mayor J. T. Dean ubicado en lo alto de La Fortaleza, de que al tirar de la driza con la que se elevaba la bandera estadounidense esta se zafara, el gallardete cayera y el ritual se mutilara. En la Intendencia la labor correspondió al Coronel Goethals, en la Alcaldía al Mayor Carson y en el Morro al Mayor Day quien también lo había hecho en Ponce. Los procesos debían ocurrir con precisión cronométrica. Después de todo, el acto se visualizaba como la expresión de una génesis mágica, los hechos ocurrían in illo tempore por lo que redactar la crónica de los mismos significaba estructurar un ritual que debía ser repetido de algún modo en el futuro

El arribo de la enseña al tope de la asta de La Fortaleza debía coincidir con las campanadas que marcaban el mediodía, las de la Catedral y las de la Alcaldía, y una salva 21 cañonazos. Para Dinwiddie el conjunto representaba una melodía: el “sweet-tone” de la institución religiosa, el “Deep-bellowing clang” de la casa de gobierno, ambos signos de los vencidos, contrastaban con las “rowring guns…as they boomed out the twenty-one shots of honor and of freedom”. La gradación de los sonidos sugiere también una jerarquía concreta llena de significados.

Lo ocurrido el 18 de octubre era un acto iniciático único que debía ser recordado siempre y que, sin embargo, ha pasado inadvertido en la medida en que se ha reducido al mero dato. La agitación del cronista, invisible para los historiadores como toda emoción, no debe sorprender a nadie. A pesar de que Puerto Rico era tratado como “poca cosa”, una conquista era una conquista. Sin duda, “it was a deeply impressive ceremony”, concluye. De un modo u otro el protocolo y la historia les jugaban una broma a los recién llegados. La salve de una cantidad siempre impar de cañonazos era una tradición militar impuesta, de acuerdo con Fernando Ramos Fernández, por la misma España. La tradición comenzó en la ciudad alemana de Augsburgo durante la celebración de los actos de recepción del Emperador Carlos V.

Las virtudes inmateriales y materiales atribuidas a la nueva posesión son contrapuestas. Por un lado, Estados Unidos obtiene “a veritable Garden of Eden”, un lugar prístino en que todo está por hacerse; de otra parte, gana “a vast amount of government property”. La presencia física de la monarquía en las urbes coloniales era masiva en términos de infraestructura civil y militar. Si la valoración del carácter edénico se limita a la metáfora, la de la propiedad se pormenoriza con precisión. Aquel conjunto de viejos castillos no habían sido del todo inútiles según había demostrado el bombardeo del 12 de mayo anterior.

Las breves observaciones de Dinwiddie sobre el sentido histórico del llamado “cambio de soberanía” impusieron un tono que penetró la retórica de los puertorriqueños de todas las ideologías. Socialistas, anarcosindicalistas, federales, unionistas republicanos y nacionalistas moderados o ateneístas, como les calificaba Pedro Albizu Campos, no ponían en duda que su afirmación de que “our attitude was not that of a dictator, but of a protector” era cierta. El hecho de que aquel 18 de octubre no se dictarán discursos grandilocuentes ni se abusara de la pompa militar era una demostración de la sensibilidad del bando victorioso ante la España derrotada. La necesidad de que los paisanos aceptaran de buena fe aquella situación era imperiosa. Tras los actos los “hombres de azul” quedaron por dueños mientras la tropa española se convirtió en una presencia extranjera. El ciclo se había cerrado. La caída del sol tropical completó el escenario. Para Dinwiddie aquel 18 de octubre implicaba un meandro crucial: “the black cloud of Spanish cruelty had passed away, and in its stead had dawned the pearl -and rose- colored promise of future happiness for Puerto Rico”.

Publicado originalmente en 80 Grados-Historia el 11 de agosto de 2017.

agosto 7, 2017

«Adiós! España”: crónicas de un cambio de soberanía

  • Mario Cancel Sepúlveda
  • Catedrático de Historia

La emoción manifestada por Albert E. Lee Basanta cuando observaba el despliegue de la bandera americana en San Juan en los primeros días de la ocupación llama la atención pero resulta comprensible. En cierto modo él también reconocía que con aquel acto comenzaba una nueva era, lo que eso significase, para su país. Desde mi punto de vista, la solidaridad de este sajón residente criollizado con los invadidos no puede ser puesta en entredicho. La lectura de sus memorias demuestra que aquel evento trascendental le producía sentimientos encontrados. Lo curioso es que el empresario ponceño suprimiese cualquier observación en torno a la ceremonia de traspaso de soberanía y fuera tan solícito en documentar los roces que entre la comunidad sanjuanera y los recién llegados. Su subjetividad ante aquella eventualidad se entiende por el hecho de que el eje de la narración de Lee es su vida, su lugar en el entramado que imagina como historia. Sus emociones son un componente inherente de esa mirada.

Para otros cronistas la situación era distinta. Lo que les interesaba era el giro geopolítico que la situación implicaba y el valor simbólico que conferían a la derrota de un imperio legendario como el español por un imperio adolescente como Estados Unidos. Ese fue el caso del escritor Albert Gardner Robinson (1855-1932) en su breve texto “Adiós! España”. El mismo ocupa el capítulo 16 del libro The Porto-Rico of To-Day. Pen Pictures of the People and the Country, publicado por la editorial Charles Scribner’s Sons, empresa con un largo historial en el mundo de los libros fundada en 1846 por Charles Scribner e Isaac D. Baker la cual, desde 1893, tenía su centro de operaciones en la 5ta Avenida de la ciudad de Nueva York.

La relación de Robinson con Porto Rico se concretó durante la campaña bélica. En 1898 acompañó al General Nelson A. Miles durante la travesía que sucedió al desembarco por Guánica y fungió como cronista de primera línea durante la misma. Luego de los hechos permaneció en la isla varios meses durante los cuales visitó y conversó con numerosos paisanos, itinerario que lo llevó de la costa oeste del país a la capital. Sus observaciones puntillosas e irónicas sobre las localidades de San Germán, Hormigueros y Mayagüez, poseen un interés particular que discutiré en otro momento.

Aparte de esa experiencia directa, su libro se basó en una serie de cartas redactadas para The Evening Post, diario de Nueva York, publicadas entre septiembre y octubre de 1898. El interés de Robinson por los asuntos ultramarinos no se redujo a Porto Rico y su bibliografía posterior incluye temas sobre Filipinas y Cuba. En ese sentido, Robinson era un “experto” en asuntos ultramarinos al cual había que hacerle caso cuando se expresaba sobre estos temas. En términos generales el genuino interés por “conocer” a los “nativos” se unía a esa voluntad burguesa, propia de quien se sabe dueño de algo, de “tasar” las posibilidades materiales del territorio con el fin de ilustrar posibles inversionistas de su país de origen.

 

Un “cambio de soberanía”

Lo que llama mi atención en este momento es otra cosa. Me refiero a la crónica cuidadosa que hizo este autor del acto protocolar del “cambio de soberanía”, concepto que se ha convertido a lo largo del tiempo es uno de los eufemismos más comunes a la hora de mirar el 1898 y evadir la metáfora de la guerra. Robinson parece sugerir que se interprete ese momento a la luz de un significado metafórico trascendental como un “nuevo descubrimiento”. Después de todo, el estandarte español que muchos imaginaban hundió en San Juan Bautista el descubridor en algún lugar de la costa oeste en 1493, desaparecía mientras se izaba la bandera de Estados Unidos en La Fortaleza y otros lugares emblemáticos de la ciudad capital. El meticuloso relato confirma la alegoría del “nuevo comienzo” que los voceros de los invasores aspiraban significase su arribo.

Lo primero que hace Robinson es llamar la atención sobre el escenario. La sobriedad de la fachada de La Fortaleza, una “imposing structure (…) of no impressive style of architecture” se instituye como fondo. La asistencia a un acto de aquella relevancia asombra por lo exiguo de la misma. El registro es preciso: un par de oficiales del ejército y la marina, algunos 6 a 8 civiles, los cónsules extranjeros entre lo cuáles probablemente se encontraba Lee, y un puñado de miembros del gobierno insular muchos de los cuáles habían militado en Unión Autonomista y habían pactado con los invasores. La presencia de los representantes de las elites locales no debe sorprender a nadie. En Mayagüez, como ya aclaré en un artículo publicado en 1998, el autonomista y pensador heterodoxo Santiago R. Palmer quien se merecía toda la confianza de la ciudadanía bajo el dominio español, sirvió de intermediario de buena fe entre la vieja y la nueva soberanía aliviando las tensiones de un proceso que podía producir roces inesperados.

Frente a la antigua estructura capitalina, la banda de 11mo de Infantería junto a dos batallones del mismo, y la Tropa H del 6to de Caballería hicieron acto de presencia. En el balcón del palacio de gobierno se reunieron otros de los protagonistas del acto: los miembros de la Comisión estadounidense que había negociado los términos. Es curioso que Robinson destaque que la Comisión española se ausentó de los actos. Aunque no ofrece una explicación para el desplante, la lectura de su texto sugiere que el orgullo hispano o una inapropiada concepción del honor habían mediado en la decisión. Los reparos vertidos por Martha Blackford en su texto de 1828 a la concepción de la dignidad que dominaba a los españoles, volvían de un modo solapado en la retórica de Robinson. Los españoles no sabían aceptar con dignidad su derrota.

El relato del cronista es limpio y sobrio, distante de cualquier barroquismo o exuberancia.  La arquitectura textual, atada a los procedimientos descriptivos que ralentizan la narración, insiste en la representación de los uniformes de los soldados. Después de todo, el acto que le ocupa es el resultado de una guerra, pequeña y espléndida, pero guerra al fin. Aquella tropa “presented no brilliant spectacle”, es cierto. Parecían poca cosa, puntualiza, pero habían puesto a correr a los huestes hispanas en la región oeste. La campaña del oeste de la cual había sido testigo posee valores contradictorios para los cronistas estadounidenses. En una visita a Hormigueros Robinson se burlaba de las exageraciones de un interlocutor, el conducto anónimo del coche en que viajaba, quien recordaba con pasión el combate de la Bajura en la frontera entre aquel pueblo y Cabo Rojo.

Lo que para la memoria local era un evento fenomenal para Robinson no pasaba de ser una pobre escaramuza. El destino de la batalla de Hormigueros en la mentalidad estadunidense fue muy parecido al de la Insurrección de Lares en la de los liberales reformistas y autonomistas puertorriqueños. Devaluar la resistencia al enemigo parece ser una regla no escrita en la constitución de la memoria en historia en especial cuando la manejan las voces de los vencedores. En el momento en que observa a los opacos y deslucidos soldados yanquis, sin embargo, Robinson apela a aquella experiencia de un modo distinto. La alusión le sirve para resaltar la superioridad y la moderación ante el triunfo las huestes invasoras, por anteposición a la falta de dignidad de los españoles quienes no son capaces de aceptar su derrota. Cuando el lector evalúa esa situación y recuerda que la Comisión española se ausentó de los actos, el efecto se completa.

La lentificación del relato es un recurso que Robinson utiliza para mantener la sensación de suspenso o tensión que el episodio merece. Los actos que narra y describe suceden poco antes de las 12 del mediodía del 18 de octubre, cuando se formalizará el cambio de soberanía, la marca de un “antes” y un “después” definitivos. En breve tiempo las campanas de la vieja Catedral y las del Ayuntamiento de la ciudad marcarían las 12 y con ello el “nuevo comienzo”. Aquellos acordes se combinaron, con un cañonazo disparado desde el castillo de San Felipe del Morro por el Mayor Day del 5to de Artillería. Selden A. Day, como tantos otros, había estado activo en la Guerra Civil y había ganado el rango de Mayor en mayo de 1898 cuando ya el conflicto hispano estadounidense había comenzado. Ambos “ruidos”, no eran nada más que eso, sirvieron de preámbulo a los acordes de “The Star-Spangled Banner” mientras la “Stars and Stripes” ascendía con calculada parsimonia por un mastelero o asta ubicado en el tope del palacio de gobierno. Cuando los pocos soldados presentes rugieron su presencia, “…the ceremony is over”. En menos de una hora todo había vuelto a la normalidad.

Era como si nada grandioso hubiese acaecido. La pulcritud del acto, su sosería e inocuidad, poseía el sentido de un entierro o una inhumación: “Into the grave of the past there fall four centuries of History o Spanish power in the sea-girt Porto Rico”. Para Robinson, como para para tantos otros observadores, el pasado hispano era “tiempo perdido” que, de golpe y porrazo, “moría”. La insistencia en que España significaba el aislamiento insular, eso sugiere el concepto “sea-girt”, también subsistió en la retórica cultural puertorriqueña en la forma del “insularismo”. Puerto Rico se asume como un error de la naturaleza o como un margen de la historia que, sin embargo, podía ser salvado y devuelto a la corriente del progreso.

Los testigos del acto estaban en un estado de negación. Un detalle interesante de este testimonio es que confirma que las autoridades estadounidenses temían por su seguridad durante los actos de cambio de soberanía. Los peligros eran dos. Por una parte manifestaban recelos en torno a posibles manifestaciones por el “anti-Spanish element” y, por otro lado, les preocupaba el “danger of rowdysm on the part of our soldiers”. Ambas aprensiones tenían su fundamento. Por un lado, el bandolerismo rural ejecutado por elementos antiespañoles locales, los sediciosos o tiznados, ocupó a una parte de las fuerzas armadas en la Isla Grande. Por otra parte, los choques entre los soldados borrachos y la ciudadanía fueron comunes tal y como lo demuestra el testimonio de Lee Basanta citado en otra parte de esta serie. La tranquilidad con que todo transcurrió lo desengañaría.

Robinson estaba preocupado por la seguridad de las minorías españolas que vivían en la capital, concepto que distingue entre insulares y peninsulares porque Puerto Rico es España. El habitante de la capital era un fantasma incapaz de mostrar emociones: “no excitement”, “little enthusiasm”. Todo se había alterado pero nada se había alterado. Después de todo, las variaciones eran cosméticas. El cambio se reducía a la presencia de los “bright colors of the red, white, and blue, instead of the red and yellow of Spain”; al hecho de que el Krag-Jorgensen abrirá paso al Mauser o el Remington”; o acaso al detalle de que algunos vecinos y comerciantes adoptaron los colores nacionales (estadounidenses) en sus casas o sus negocios con el fin de expresar su fidelidad al invasor o atraer a un cliente con dólares para gastar. Algo análogo sucedió en Ponce por aquellos días. En los comercios de la ciudad comenzaron a aparecer anuncios y ofertas en inglés con el fin de seducir a los soldados-clientes que pululaban con curiosidad por el “París de Puerto Rico”, según confirman las memorias de Paoli de Braschi.

 

“Well! Here to — whatever it might be”

El inmovilismo y la vacilación se impusieron en la siquis de la gente de la capital. Los conquistados no imaginaban qué sería de ellos. Pero los dos o trescientos civiles americanos que arribaron al territorio detrás de la soldadesca, los aventureros o “camp followers” que describió Lee Basanta ocupando la ciudad con una voluntad carnavalesca, tampoco estaban seguros de lo que les esperaba. Según Robinson celebraban el cambio pero, de paso, especulaban: “Well! Here to —  whatever it might be”. La sensación dominante era, como quien dice, ¿y ahora qué?

La incertidumbre manifiesta por Robinson estaba relacionada con el hecho de que para este cronista la conquista de Porto Rico no era un logro significativo del cual Estados Unidos pudiese sentirse orgullosos. Una metáfora agraria difícil de traducir le sirve de apoyo: “We have hardly laid a big enough egg to warrant our doing any great amount of cackling”. En cierto modo tenía razón, no valía la pena cacarear en exceso porque el huevo que se había puesto no era muy grande. Los hechos de Puerto Rico, comparados con los de Cuba y Filipinas, siempre fueron vistos como “poca cosa” por aquel grupo de testigos de primera mano. Pero Robinson, como para Edward S. Wilson en un volumen publicado en 1905, no estaba del todo desesperanzado respecto a las posibilidades de la nueva posesión ultramarina. Robinson confiaba en que “the coming years should be a time of sure and steady growth and development for this spot for which a beneficient Creator has done so much.” La rama de olivo estaba extendida.

Una interesante observación de Robinson ante el proceso de invasión y ocupación es la comparación que hizo de la reacción de la gente en distintas regiones del país. Su interés se centraba en las ciudades, escenario que los recién llegados observaron con gran intensidad desde el primer momento. En Ponce y Mayagüez, aseguraba, “was an affair of some abruptness”. La gente no esperaba un desenlace tan rápido de los acontecimientos por lo que la reacción española de retroceder ante el avance de las tropas estadounidense sorprendió a muchos. El carácter abrupto y la reacción de retroceso es explicada sobre la base de que el elemento hispano que se oponía al conquistador era en aquellas ciudades minoritario ante el elemento criollo que, en general, lo favorecía. Los sectores criollos habían visto en los invasores un aliado legítimo ante su enemigo común, situación que también se había manifestado en los casos cubano y filipino.

En San Juan la situación era contraria. La predominancia del elemento español en el entramado urbano era notable por lo que las tropas estadounidenses suponían más expresiones de oposición.  Por eso la pasividad ante el acto del cambio de soberanía le sorprende: “But I saw nothing of the sort”. Con alguna ironía el autor señala que el rechazo se redujo a alguna inofensiva mala mirada o descortesía casual. La reflexión de Robinson posterior a los hechos es interesante: el periodista sinceramente temía una respuesta violenta que nunca sucedió. La situación era propicia para ello. La caballería estadounidense estaba estacionada a 15 millas en Río Piedras y los estadounidenses que pululaban por la isleta eran apenas un puñado.

No se equivocaba a ese respecto. La presencia estadounidense en San Juan se reducía a la Comisión oficial, y a algunos periodistas, comerciantes y civiles que estaban alojados en los hoteles “Inglaterra” y “Francia”, hospederías de las cuáles se burlaría por su vulgaridad. La situación era apropiada para que una turbamulta los agrediera con furia, pero nada pasó. Aquella pasividad le resultaba incomprensible como también lo era para otros observadores más interesados y distantes como fue el caso del doctor Betances Alacán. San Juan había visto pasar la historia por encima de su cuerpo moribundo sin hacer nada para evitarlo o siquiera manifestar su ira. ¿Lo hacía por honor o por civilidad? ¿Lo hacía por fatalismo o por miedo? Robinson prefiere la segunda respuesta. El juego retórico de Robinson vuelve a inventar una imagen convencional del descubrimiento: igual que el natural en Guanahani había actuado con cautela y temor ante el extraño que llegó a sus costas en 1492, el habitante de la ciudad lo hacía ante el invasor en 1898. La apelación al miedo le permite volver a alabar el poder de la civilización que representa. Después de todo, afirma, cualquier resistencia hubiese sido una locura. El La Puntilla “…lay a Little bunch of graceful, but grim-looking, slate color vessels showing the bright fold of the American flag”. La nueva situación era el producto de una guerra por lo que la garantía era la fuerza y, aparte de ello, el recuerdo del bombardeo del 12 de mayo en horas de la mañana seguía fresco en la memoria de los habitantes de la capital.

Su apreciación del bombardeo manifiesta un extraordinario contraste con el de Lee Basanta en sus memorias. Devalúa la devastación y el horror que pudo producir el mismo. Los daños fueron pocos y se ciñeron a la banda norte de la isla para al cabo con algún cinismo, afirmar que “(the) city generally shows but little sign of having been used as an object of target-practice”. La Marina de Guerra, aunque podía haberlo hecho, no hubiera querido demoler una ciudad que sabía iba a caer en su posesión para luego tener que reconstruirla. El fantasma de la ucrónica devastación de Seva narrada por el narrador Luis López Nieves en la década de 1980 atravesó por la mente de este escritor en algún momento como un acto posible. Al cabo, el bombardeo iba dirigido a la banda sur y la bahía interior donde se presumía podía estar acuartelada una parte de la marina hispana, y a la línea de castillos de la banda norte. El objetivo no eran los vecinos. El orgullo con el poderío militar de su país invadía a Robinson en este breve fragmento. La alusión a los refugiados que salían rumbo a Bayamón se atenúa, el que habla es un militar, a una anécdota sin importancia aunque, en general, valida las observaciones de Lee.

 

En San Juan “all quite and peaceful”

La vida de la ciudad tomada se sintetiza en la frase “all quite and peaceful”. Pero San Juan tiene un “sonido” que molesta:  los “cries of street venders” que le resultan más ofensivos que los ruidos de las calles de Nueva York. La idea del San Juan “ruidoso” e “inarmónico” no era solo suya. El juicio también era compartido por observadores entrenados de Puerto Rico como era el caso de Salvador Brau Asencio. La incomodidad con la ciudad murada, sin murallas ya en la parte de tierra desde 1897, también fue una de las quejas de Alejandro Tapia y Rivera en alguno de sus textos tardíos. Para Robinson aquel “sonido” carecía de la resonancia de los carros de bueyes, los carros del ejército, los carruajes y tranvías tan visibles en Ponce, por ejemplo.

En última instancia, el único lugar que mostraba cierta actividad eran los cafés en especial “La Mallorquina…the best and most fashionable of these”, en donde convergían soldados y civiles de todos los orígenes sin problema. El tema de las borracheras vuelve: “there was little drunkenness, and such as there was, I regret to say, was American”. El problema no parecía ser que los estadounidenses bebieran más que los locales sino que se emborrachaban con más facilidad. El “soldado borracho” parece ser un icono común de aquellos primeros días de la presencia estadounidense en nuestro país.

 

¿Y ahora qué?

San Juan había sido era un adversario débil para la marina de Estados Unidos, sin duda, pero si sus fortalezas se modernizaban “the forts of San Juan could be made extremely offensive and dangerous to an attacking fleet”. Robinson pensaba que incluso, pudo haberlo sido durante los combates navales que Lee Basanta registra con minuciosidad y admiración en sus memorias. La observación no impide que concluya que la confrontación se convirtió en una “semi-comedy” para los invasores. Para Robinson “we had no real battles with them”. Ni lo que sucedió en la Bajura de Hormigueros ni los combates en la banda norte de San Juan eran suficientes para acreditar una verdadera guerra en este observador.

El retrato del soldado hispano es curioso. En los días del conflicto las autoridades reales le habían adelantado el sueldo de dos meses. Tenían dinero para gastar en lo que quisieran antes de ser repatriados. A pesar de ello, nunca vio a uno borracho. La imagen del militar ordenado, morigerado y respetuoso contrasta con la de los suyos. El cronista de guerra veía en aquellos hombres signos contradictorios. Algunos militares hispanos lamentaban las condiciones en que se iban, otros prometían volver porque aquí tenían familia, pero muy adentro, a pocos parecía importarle el futuro político del país que dejaban atrás. Entre el 3 y el 4 de octubre zarparon los últimos ante la indiferencia de la ciudadanía en el “Isla de Panay” y el “Satrustegui”, amontonados e incómodos. El “Adiós! España” se había completado. Lo que quedaba de ella en la recién adquirida colonia parecía tan poca cosa que pronto se disolvería en la forma de un recuerdo borroso. Me temo que se equivocaba.

Publicado originalmente en 80 Grados-Historia el 28 de julio de 2017

julio 5, 2017

El residente y el visitante: dos crónicas sajonas sobre la invasión. Parte 2

  • Mario R Cancel Sepúlveda
  • Catedrático de Historia

Dos batallas navales en la banda norte

Con los elementos del bombardeo puestos en escena, Lee dejaba el escenario preparado para el relato de la confrontación naval entre quienes articulaban el bloqueo de la ciudad y los sitiados. El bombardeo del 12 de mayo había sido una agresión amenazante por lo sorpresiva de modo que afectó de manera profunda la psicología de la comunidad sanjuanera. La respuesta de las fuerzas navales hispanas a aquel acto no se hizo esperar. La subnarración de “naval engagement” entre el destructor “Terror” y el “Saint Paul” el 22 de junio temprano en la tarde; y el enfrentamiento del “Yossemite” y el “New Orleans” con el trasatlántico  “Antonio López” y su protector el “Ponce de León” cerca de Punta Salinas el 28 de junio en horas de la mañana, es por demás interesante. El “Antonio López” venía  cargado de armas y municiones para los españoles.

El sinsabor de la derrota de las fuerzas hispanas predomina al final de uno y otro episodio. En el primer caso, el “Terror” regresó al puerto con el maquinista y un marinero muertos exhibiendo un enorme hoyo en el costado;  y el “Antonio López” fue destruido por completo pero su carga pudo ser rescatada. Para Lee, haber sido testigo de aquellos combates produjo una emoción sin par: “I had witnessed a naval engagement”, “I also witnessed that action”, son las afirmaciones que cierran una y otra subnarración.

Las huellas resultado de aquellas batallas navales, combinadas con el cercano recuerdo del bombardeo del 12 de mayo, provocaron en la maltrecha y atemorizada comunidad sanjuanera una profunda sensación de desasosiego. “(The) city was almost desert” afirmaba. Los elementos básicos para la subsistencia comenzaron a escasear hasta el punto de que no se conseguía ni siquiera leche para los niños.  La guerra había detenido la marcha del tiempo en la medida en que había alterado todas y cada una de las rutinas de la ciudad murada. Los cónsules de Francia, Gran Bretaña, Holanda y Dinamarca, presionaron al gobernador Manuel Macías para que estableciera zonas neutrales en las cuales se pudiera garantizar la seguridad de los extranjeros. La hacienda del francés Gerónimo Landrau en Pueblo Viejo, y la “Hacienda Progreso” en Carolina, sirvieron para esos fines. Los extranjeros no tuvieron que pasar las mismas angustias que atenazaron a los ciudadanos de la capital. Lee, que fue parte de aquel selecto grupo, asegura que disfrutaron de una “pleasant vacation there for several weeks”.

Tropa de la compañía “D” de la 5ta Caballería del ejército estadounidense esperando en fila para recibir su cena en Mayagüez, Puerto Rico (1898).

El Porto Rico americano

Las noticias del desembarco del 25 de julio y del armisticio llegaron a oídos de Lee estando en aquel seguro refugio. La incertidumbre era notable por aquellos días. Nadie podía imaginar cual sería el futuro de Puerto Rico después de los hechos.  Las noticias respecto a la actitud indulgente mostrada por las elites de Ponce con los invasores  tras la toma de aquella población del sur ofrecían algunas pistas: los encabezamientos de la correspondencia oficial de los portavoces de la ciudad parecían aceptar el trauma sin embarazo alguno mediante la inscripción “Ponce, Porto Rico, U.S.A.” Aquella urbe conocida como el París de Puerto Rico se había entregado con regocijo y sin resistencia. Era la misma actitud condescendiente de Olivia Paoli que he destacado en otras ocasiones, o la de Waldemar, hermano de Edward, quien de inmediato se conectó con los representantes de los conquistadores en la ciudad de Ponce. La percepción dominante era que los recién llegados representaban una garantía de progreso que la vieja y autoritaria España no era capaz de garantizar. La reflexión intelectual de las elites económicas ponceñas sentía una manifiesta afinidad con los estilos de aquel mercado.

En cierto modo, ese fue también el tono dominante en la reflexión de Lee cuando presenció el arribo del Mayor General John R. Brooke y su séquito a un campamento castrense en Río Piedras, mientras un cuerpo de artillería se acuartelaba en Santurce en un local de la Parada 19.  Es importante volver a llamar la atención en torno al hecho de que Lee no era un ciudadano cualquiera en el momento de cambio de soberanía imperial. Fungía como Cónsul de Holanda desde los días de la “pleasant vacation” en las zonas neutrales organizadas por Macías. Pero ante el hecho de que una historia termina y comienza otra, en esa frontera que representa la ocupación de la colonia por unos nuevos dueños, Lee cambia el ritmo y el tono de la narración. El alegato de  un funcionario extranjero de origen anglo-ponceño que reside en la capital, posee un valor incalculable para producir una contra-imagen o una anti-figuración, como denominé a ese procedimiento en un volumen de 2003, de los hechos del 1898. Entre la anécdota, la impresión, la micronarración y la microhistoria este escritor ofrece una imagen desconocida de los hechos.

“A disagreeable experience…”

La misma noche del día que empezamos a ser estadounidenses, Lee pasó una desagradable experiencia mientras aguardaba  por su hermano Waldemar, quien ya había comenzado a trabajar con el Servicio Postal Militar en Ponce. Cuando salía de su casa ubicada en la calle Dos Hermanos, se encontró con una situación extraña: un hombre negro a quien conocía corría despavorido como si temiera por su vida. Huía de dos soldados borrachos que le habían amenazado. Lee cerró con llave la puerta principal de su residencia para garantizar la seguridad de su esposa Catalina Concepción de las Mercedes, encendió un cigarrillo quizá para darse confianza en el trance y siguió su camino hacia la estación postal. Para su sorpresa,  aquellos individuos se le acercaron, lo tomaron por los hombros y lo amenazaron con un cuchillo y un arma de fuego. Lee, un hombre refinado de las clases altas y de calculado lenguaje, confiesa en sus memorias que se sorprende de su agresiva reacción:  “I gave them the choisest selection of bad language I have ever used in English, shaking myself  free as I call them the vilest names I could think of.” Lo inesperado de la reacción verbal y, con toda probabilidad, el hecho de que se vertiera en el lenguaje de los invasores, provocó que los agresores quisieran reducirlo todo a una broma. Cuando los soldados borrachos le extendieron la mano para resarcirse, Lee los mandó al infierno y les gritó que no le daba la mano a “dirty bums”. Lee reconocía e imponía el orgullo propio de su condición de clase. El problema podía ser más grave para los soldados. Waldemar, su hermano trabajaba para el servicio postal, y el agredido representaba al gobierno holandés en la ciudad.

Al otro día, el Teniente Arnold de las fuerzas armadas estadounidenses le informó que los agresores estaban bajo arresto y solicitó un informe sobre los hechos. Lee se negó a registrar cargo alguno contra los alborotadores. Otra  vez su orgullo de clase se impuso. Las autoridades militares los condenaron a estar dos meses en las barracas y a la suspensión de su sueldo. Lo interesante es que la agresión al negro anónimo durante la noche de los hechos no parece preocuparle a nadie. En el relato se reduce a un mero “cabo suelto” sin relevancia al cual el autor no regresa. Cuando los soldados cumplieron la pena impuesta por el Teniente Arnold, uno de ellos, el más joven, fue sumisamente a su casa a agradecerle el gesto. Pocos días después Lee se enteró de que aquel había vendido por 10 centavos  el cuchillo de ocho pulgadas con que lo  había amenazado cerca de su casa. El carpintero que lo había comprado se lo obsequió a Lee como un gesto de curiosa amistad.

El episodio en el cual se detiene Lee es un laboratorio de la cotidianidad conflictiva que generó la invasión asunto que, en cuanto al 1898 puertorriqueño, no ha llamado la atención de los historiadores tanto como se merece. Lo cierto es que en Aguadilla, en Mayagüez, en Ponce y en San Juan, las investigaciones han registrado interesantes confrontaciones entre aquella soldadesca orgullosa e irracional y los miembros de aquellas comunidades que, en términos generales, les estaban ofreciendo una bienvenida decorosa. Las tensiones emocionales que generó el momento que se vivía es un asunto que excede las posibilidades de la historia social y económica pero también las de la interpretación geopolítica.

Lo cierto es que la incertidumbre respecto al futuro de Puerto Rico seguía presente. Lee afirmó en sus notas que el interés de Estados Unidos en quedarse con la isla sorprendió a muchos de sus contemporáneos. Quedarse con la isla ¿por qué? ¿para qué? Algunos esperaban que estados Unidos, con una nobleza in esperada, la dejara en manos de España al menos “for sentimentals reasons”. La expresión me confirma la imagen de aquel país como un imperio benévolo, Pero también confirma que  el encono con la dureza del coloniaje español comenzaba a ablandarse y a transformarse en nostalgia sosa desde que se supo que todo estaba perdido. La disolución de la relación con España, si uso un sugestivo planteamiento del historiador alemán Jörn Rüsen, “mejoraba” de manera significativa el “pasado”.

La rigurosidad del calendario de la desocupación y la urgencia por cambiar las banderas, hizo necesario el acuartelamiento de las últimas fuerzas hispanas que se retiraban en el Arsenal de la Puntilla bajo incómodas condiciones. La gestión estuvo a cargo del nuevo gobernador Ricardo Ortega, el último de la hispanidad, y el Capitán Ángel Rivero Méndez, autor de una famosa crónica de aquella invasión desde la perspectiva hispano-puertorriqueña. Aquel día se arriaron las enseñas españolas en la mañana, mientras que por la tarde se izaron las estadounidenses con el propósito de no hacer sentir mal a los derrotados.

Viejo San Juan/ New San Juan

Cuando en agosto después del armisticio entraron al puerto de la capital los cruceros “Cincinnatti” y “New Orleans” al mando de los capitanes Colby M. Chester y William M. Folger, la emoción vuelve a invadir a Lee: “The beauty of the American flag has never thrilled me more than it did that morning”. Sin embargo, tras el traspaso del 18 de octubre, su actitud fue otra. Aquel día atracaron entre otras compañías, el “47th New York Volunteers” compuesto, según su fama, por “Brooklyn wharf rats”. La figura fuerte en la capital sería la del General Fred D. Grant al cual Lee no menciona por su nombre en su texto. El arribo del primer regimiento de ocupación al territorio produjo un efecto desesperanzador. El discurso de la armonía de la invasión afirmado por ciertos sectores se hizo sal y agua de inmediato.

El San Juan de los primeros días después del traspaso ofrecía una imagen patética y perturbadora. El episodio con los soldados borrachos en casa de Lee comenzó a convertirse en un asunto común de acuerdo con su testimonio. “Many disagreeable incidents caused by drunken soldiers from their regiment (el “47th New York Volunteers”) led to the first of serious anti-American reactions through the island”. La ilusoria luna de miel entre invasores e invadidos duró poco en la vieja ciudad. El exhibicionismo marcial de las fuerzas armadas cuando se movilizaron hacia la calle de la Fortaleza al choque de tambores, hizo que un español que se  cruzó con Lee le dijera: “parece que van a ajusticiar a uno”. La ironía de la expresión de aquel ciudadano resentido por un espectáculo que representaba una historia que se dejaba atrás hizo que Lee, quien ya simpatizaba con el cambio, le respondiera: “no es mala la justicia que van a aplicar”.

Los meses que siguieron a la  salida del país de los últimos funcionarios españoles fueron de acuerdo con Lee, “an interesting and often a wild time”. Detrás de los soldados vinieron aventureros, “camp-followers”, los medianos inversionistas y numerosos curiosos del norte. Aquella avanzadilla de saltimbanquis, pícaros y  gente con dólares en un escenario que, por el cambio de moneda y la devaluación de la riqueza local desde arriba, favorecía a aquel que los poseía, representaba la ansiedad imperialista de conocer/poseer la colonia ultramarina de un modo distinto, agresivo e inusitado. La presencia de trotamundos y bohemios  impactó tanto la fisonomía urbana de la ciudad colonial que algunas áreas “came to resemble pictures of the early westerns settlements”. La asimilación de los espacios al gusto de los “hombres de la frontera” esta vez ultramarina, tomó un carácter carnavalesco  y esperpéntico según lo describe Lee. Las casas de apuestas y los tiroteos se hicieron comunes por aquellos predios. La descripción de Lee se ajusta a la imagen de un arquetípico pueblo del lejano oeste con su cantina, sus nichos de pecado y sus contradicciones en donde la violencia machista vaga por doquier. En sus palabras es visible el pre-texto inventado por una cinematografía que ya había madurado cuando el autor daba forma final a sus recuerdos en su autobiografía. La agresión cultural del otro posee, como se verá de inmediato, numerosos y originales rostros

El bar de Charlie Pohl, ubicado donde luego se construyó el Banco Nova Scotia entre las calles San Justo y Tetuán, poseía un  anuncio eléctrico que cruzaba la calle. La imagen de aquellas letras luminiscentes se insertó en el fugaz folclor citadino. En el bar de Charlie que ocupaba dos pisos completos, todo era exuberante y kitsch. La barra, según su dueño, había sido propiedad del boxeador del peso completo  Jim Corbett o de algún otro campeón del popular deporte de las narices chatas. En la planta alta las mesas de apuestas dominaban: “roulette, monte, and faro were kept going full swing from noon until daylight”. Las alusiones de cuáquero y moralista extremo que manifestaba José Pérez Moris cuando acusaba a Betances de noctámbulo, aventurero y de irse a jugar cartas y apostar a los garitos del área oeste eran poco comparadas con el panorama de los bajos urbanos de San Juan por aquellos días. El abarrocamiento del local se convirtió en sinónimo del exceso por lo que, cada vez que algún contertulio exageraba en sus afirmaciones, su interlocutor le decía: “Son anuncios de Mr. Charles, much as later one said: Es buche y pluma”. Los “americanos”  como Charlie pasaban por altaneros, petulantes y soberbios que movían más a la risa que al respeto que debía merecer un “libertador”.

El otro elemento señalado por Lee tiene que ver con la vida disoluta que se permitía en aquellos lugares: “As with gambling, so it was with drinking”.  Le llamaba la atención el favor del paladar estadounidense por el whisky  y la cerveza fría y las incomodidades que ello imponía en un país de ron y cerveza con poca producción de hielo al momento de la toma de posesión.  La cultura popular de los invasores se refleja en la anécdota de Padre John P. Chidwick (1863-1935), el capellán del acorazado “Maine” accidentado en La Habana quien se convirtió en un héroe nacional por su sacrificada labor de rescate después del incidente. Lee relata que cuando Chadwick arribó a Ponce señaló con emoción hacia el almacén de Ramón Cortada & Compañía y le dijo a los soldados: “Boys, this is a civilized community”. ¿La razón para ello? En la pared divisó un rótulo que leía “Canadian Club Whisky”, marca fundada en 1858. El representante y distribuidor de esa marca en Puerto Rico era la compañía de Lee por lo que disponía en almacén de 45 cajas desde hacía varios años.  Con su peculiar desenfado, Lee afirma que esas 45 cajas fueron vendidas en 45 segundos tras el desembarco de las tropas. Las órdenes por cable o telegrama del Canadian Club Whisky aumentaron dramáticamente hasta el extremo de que en un solo cargamento tuvieron que ordenar 1,500  al productor en Walkerville, Ontario. La invasión también abrió las puertas a la Anheuser-Busch fundada en 1852 en Misuri, a la Budweiser, al Distiller Company Limited Scotch, a la champaña Mumm’s, al borbón, al whiskey de centeno y la ginebra Old Tom y Holland, bebidas que también penetraron de la mano de las armas los resquicios del mercado y del paladar.

Lee atenúa aquel escenario de aparente disolución moral con la fugaz presencia en la capital de la filántropa y activista humanitaria Margaret Livingston Chandler quien vino a establecer un hospital militar para oficiales en la esquina suroeste de las calles Fortaleza y Cruz. Lee se quedó a cargo del local cuando aquella abandonó el proyecto por considerarlo innecesario. Igual que aquella troupe de recién llegados quería poseer la ciudad, los ciudadanos aspiraban apropiar a los invasores. “The desire to learn english became an obsession”, afirma,  por lo que Lee comenzó a dar clases en horas de la tarde en su casa. Su juicio al final de este capítulo es muy significativo por lo que lo cito completo:  “If the teaching  of English had been kept up on the same scale as during the first ten years of the American occupation, it would soon have become the Island’s general language, though I believe that Spanish will always be the vernacular”.

Otro tanto sucedió en la ciudad de Ponce acorde con las memorias de Paoli de Braschi. En su caso, Olivia y dos de sus hijas, Estela y Aida quienes leían y hablaban perfectamente el inglés, se prestaron para ser maestras de español de algunos de los soldados estadounidenses que se fueron radicando en la ciudad. El atractivo de inglés para los puertorriqueños era visible y viceversa. Para aquellos que soñaban con la asimilación cultural o la mutua asimilación en bien de ambas partes, se había perdido un gran momento. No se puede pasar por alto que la voluntad popular y el liderato político local era, en su mayoría, abierta y sinceramente estadoísta durante aquellos primeros aciagos días. En aquel apretado momento se reconocía que, en verdad, habían llegado los “americanos”. Al menos así me lo contaba  mi abuelo que fue testigo del paso de las tropas entre San Germán y Mayagüez  desde su pequeña casa en Hormigueros. Pero del mismo modo que llegaban, comenzaban a irse mientras la gente común olvidaba y era olvidada.

Publicado originalmente en 80 Grados-Historia el 23 de junio de 2017

julio 3, 2017

El residente y el visitante: dos crónicas sajonas sobre la invasión. Parte 1

  • Mario Cancel Sepúlveda
  • Catedrático de Historia
A Miguel Rodríguez López, por dejarme hablar de estos temas en el Seminario Conciliar

Una vez se somete a la argumentación nacionalista o a la lógica geopolítica, el 1898 siempre ofrecerá la imagen de un corte. Las teorías de la ruptura y el trauma, hijas putativas de la interpretación liberal progresista, proyectaron el acontecimiento con toda su complejidad como un acto de emasculación. La sugerencia de que la invasión significó que el país dejó de ser una cosa para convertirse en otra y la condena de la intervención de un agente ajeno,  han sido centrales para la interpretación del fenómeno. Aquella trama llena de patetismo y tragedia fue en extremo fértil para el crecimiento de la mirada nostálgica del pasado hispano y ha sido adoptada como explicación legítima por una parte significativa de los observadores.

La gran excepción, comprensible por demás,  han sido los favorecedores de la anexión a Estados Unidos durante el siglo 19, un sector complejo que incluyó, desde la perspectiva ideológica, activistas republicanos, autonomistas moderados o radicales, separatistas antiespañoles e incluso socialistas moderados, anarquistas  y sindicalistas vinculados a la emergente clase obrera puertorriqueña. Aquel palimpsesto de posturas interpretativas posee un valor extraordinario como tema de estudio para quienes deseen comprender la exacerbación de las pasiones que provocó la guerra entre España y Estados Unidos desde una perspectiva macrohistórica, geopolítica  e incluso moral. No creo que deba recordar que la concepción del Estado como un poder moralizador todavía era muy común en las elites políticas e intelectuales insulares por aquel entonces.

Sin embargo, las miradas en pequeña escala que pueden derivarse de la lectura de los alegatos de los testigos presenciales de aquella trama dejan en el investigador una sensación de extrañeza y estupefacción. Una impresión análoga me produjo en 1997 la lectura de las memorias de Olivia Paoli, hermana del tenor Antonio Paoli y viuda de Mario Braschi, cuando se me pidió una investigación en torno a la invasión del 1898 en el contexto de la historia de Ponce. La condición de teósofa y librepensadora de aquella mujer de las elites, su formación cultural única y su compromiso con los invasores, fueron un valioso laboratorio para comprender la diversidad de formas en las que se podía apropiar un fenómeno de la envergadura de aquel.

Vista de la carretera central San Juan – Ponce. Soldado en guardia en las montañas de Aibonito.

Todo es según el color…

La lectura del capítulo “Uncle Sam Takes Charge” de la memoria An Island Grows de Albert Edward Lee Basanta, guarda alguna relación con aquella. El empresario, también ponceño, ofrece su percepción de los días de la ocupación desde una perspectiva privilegiada y original: la del sajón residente criollizado. Para la señora Paoli la presencia del otro tenía algo del lirismo de un acto de liberación con el cual estaba  por completo de acuerdo. El corte que produjo el acto agresivo no desemboca en su caso en la incubación de un trauma ominoso de la cual deba dolerse. Para ella y su familia la invasión fue “un acto jubiloso” y excitante. El detalle ratifica que la polisemia de aquel episodio es enorme.

Para otros la guerra también posee, como era de esperarse,  el  sentido del cumplimiento de un deber cívico y moral. Ese fue el caso de personalidades como el soldado raso Karl Stephen Herrmann, miembro del quinto de artillería de las fuerzas armadas. Lo mismo puede decirse del General Theodore Schwan, un veterano de la Guerra Civil que como Herrmann, estuvo vinculado a la campaña en el área oeste de Puerto Rico. Herrmann y Schwan comparten la condición de testigos con la de actantes o participantes directos desde posiciones de mando diferentes, por cierto. Desde la representación estadounidense, sus discursos son expresivos del heroísmo mediático que justificó la agresión. Ambos fueron capaces de ofrecer detalles, el primero en una autobiografía y el otro en sus informes oficiales de campaña, sobre la forma en que se desarrollan los combates desde la perspectiva de la mentalidad militar.

Diferente era la situación de Lee, testigo partícipe ubicado en la vieja capital, la beligerancia  adquiere el cariz de una calamidad. Se trata de un ciudadano exitoso que enfrenta la incertidumbre que genera el conflicto del 1898. El hecho de que lo vea todo desde un “afuera” que es un “adentro” antinómico, me parece crucial. La antinomia tiene que ver con que, muy adentro de sí, el testigo manifiesta alguna afinidad con los invasores. Pero su formación cultural y espiritual lo ubica muy cerca de los invadidos. Ese un sajón criollizado al servicio del gobierno inglés no veía el acto agresivo como aquellos sajones estadounidenses al servicio de un proyecto imperialista.

Los filtros y los lugares desde donde los dos testigos ponceños, Paoli y Lee,  y los dos estadounidenses, Herrmann y Schwan, evaluaban   el acontecer eran distintos por lo que la imagen que se forman de la situación difería. La condición de clase, la cultura, la emocionalidad, el pasado particular de cada uno, el lugar desde donde se apropian un acto, entre otros múltiples factores, “hacen” la memoria y “modelan” el juicio histórico que la formaliza.

Un bloqueo que culmina en bombardeo…

“Uncle Sam Takes Charge” es una narración interesante cuya  estructura ficcional comienza con el bloqueo naval a la isleta de San Juan en los días 8 y 9 de mayo de 1898, y se extiende hasta el “cambio de soberanía” formalizado el 18 de octubre de ese mismo año. A Lee le llama la atención las colisiones entre invasores e invadidos durante aquel intenso y apretado periodo de tiempo. El escenario que dibuja de los primeros días de la presencia estadounidense es muy rico y, dado que se sostiene en la percepción del testigo solidario con los invadidos, produce un efecto distinto a la imagen del “acto jubiloso” recordado por Paoli o la “Splendid Little War” que la prensa corporativa y cierta historiografía celebrativa ha conseguido configurar. Las emociones encontradas y la confusión por  la presencia del otro se patentizan de manera palpable en el texto de Lee.

La narración comunica bien  la incertidumbre o la inseguridad que generaba el bloqueo naval de la ciudad capital. Detrás de aquella sensación de perplejidad estaba agazapado el temor a que, en algún momento, se desatará un bombardeo criminal que pusiera en peligro la población civil. Esas aprensiones que terminaron en una falsa alarma los días 8 y 9,  se materializaron el 12 de mayo a tempranas horas de la mañana. El impresionismo de la narración de Lee es extraordinario: su descripción meticulosa del pánico de la gente durante el “general exodus” hacia las afueras de la isleta, como tantas veces había sucedido durante las agresiones holandesas o inglesas anteriores, llama poderosamente la atención: la comunidad de San Juan no había vivido una situación como aquella desde 1797. Las imágenes de los  anónimos “refugees”, así los denomina, que se transitaban con dificultad y prisa  hacia la calle Dos Hermanos, “walked in silence, and some carried the most unusual lares y penates” como reliquias vivas de lo que hasta ese momento había sido su casa: uno lleva una jaula con una cotorra, otro la imagen barata de un santo. Se trata de minucias que algo significaban para aquellos seres escasamente vestidos que marchaban por las calles con los rostros marcados por la ansiedad y la fatiga. El testimonio de Lee pone sobre el tapete algo que por lo regular pasa inadvertido: lo que significa en realidad una guerra, la que sea, para aquellos seres humanos que se ven involucrados en ella sin haberlo decidido. El relato del bombardeo del 12 de mayo adopta en este texto un rostro más humano que el que se recoge de las versiones que lo reducen a un mero “show of force” de la marina de guerra estadounidense o a la respuesta a una provocación de las defensas hispanas de la capital.

Una vez el memorialista ha destacado el aspecto humano del bombardeo mediante la articulación narrativa, vuelve sobre el escenario o telón de fondo con la precisión de un artista. “A cloud, more of dust than of smoke” enmarcaba la huida. Los casquillos silbaban sobre sus cabezas hasta caer cerca de un polvorín en Miraflores y los fragmentos de cartucho proliferaban por las calles como desecho del acto bélico. Las imágenes sugieren de manera convincente el efecto de la destrucción y el caos. Tras tres horas de fuego intenso el bombardeo terminó.

Lee dio un recorrido a caballo por la vieja ciudad en ruinas y pudo confirmar que el epicentro de los daños estaba en los alrededores de la Casa Alcaldía frente a la Plaza de Armas. Las calles San José y Cruz, a ambos lados del Ayuntamiento, mostraban la intensidad del fuego con varias casas demolidas, pero los daños en el puerto interior de La Puntilla habían sido relativamente escasos. Dos detalles le sirven para bajar las tensiones en el relato. Se trata de dos paradojas excepcionales. Un barco carbonero inglés que traía combustible para la flota del Almirante Pascual Cervera había entrado sin problemas en el puerto sin darse cuenta del peligro por el que atravesaba sin ser atacado. De igual modo,  una embarcación francesa con severos daños en el casco atracaba con todas sus banderas desplegadas ante la mira sorprendida de los numerosos viandantes. El azar acababa de hacer su juego incluso en medio de la más cruenta de las confrontaciones.

Es cierto que San Juan había sido atacada e incluso destruida en el pasado: los holandeses le pegaron fuego por los cuatro costados en 1625 luego de robarse literalmente hasta “los clavos de la cruz” de la catedral y convertir el Convento de los Dominicos en cuartel. Pero la memoria del desastre o la ruina, es corta y la capacidad del ser humano para suprimirla, sea el 1898 o el 2017, es enorme. El recuerdo y el olvido selectivo siempre se combinan en la configuración de la imagen del pasado con el propósito de domesticarlo. En medio de todo, Lee siguió siendo el burgués consciente de su ubicación en el entramado social. La perspectiva empresarial de este testigo no se pierde del todo durante el desastre. Caminando entre los escombros se dirigió a la actual calle Tizol en donde se encontraba la  sede de sus negocios los cuales estaba mudando desde la zona de la Marina. El local que estaba adjunto a donde ubicaría luego el National City Bank, para su tranquilidad, no había sufrido daño alguno.

El ajetreo post-bombardeo deja en el lector el sabor incómodo del miedo y la desolación. La movilización del  Cuerpo de Voluntarios y de un Cuerpo de Ciclistas vinculada a las fuerzas del orden,  una curiosa novedad en la capital, completaban la escena. El aliento de la modernidad que el autor exaltaba en su escrito sobre “The Gay Nineties”, también se manifiesta en esa imagen de la policía sobre ruedas.  Las bajas contabilizadas alcanzaron 80 personas entre muertos y heridos. La mayor parte eran civiles víctimas de un ataque sorpresa, como ocurre en todas las guerras. Se trataba de personas sin rostro, sin nombre y sin piel. Esos muertos -daño colateral-, compartían la anonimia que proponía la estadística de los esclavos liberados o un registro de jornaleros cualquiera. Levantar esa lista de víctimas y nominarlos cuidadosamente tendría un valor simbólico e historiográfico extraordinario a propósito de ofrecer con trasparencia otra de las muchas caras del 1898 que la interpretación dominante suprime.

El balance de fuerzas y el comienzo del fin

Lee parece saber que todo está perdido para España. De inmediato evalúa el balance entre la fuerza naval de ambas partes. Su lógica le dice que, sin la escuadra del Almirante Pascual Cervera tras el desastre de Manila, las posibilidades de una victoria española son nulas. El reino está en negación, se rehúsa a reconocer el desastre que se avecina por lo que todos los boletines de guerra de Cuba cierran con la misma oscura frase: “Por nuestra parte, sin novedad” locución que Lee compara con la de los alemanes “All quiet in the western front”.

Las defensas de la isleta daban pena. Puerto Rico contaba con unos pocos barcos de madera que ya eran viejos, como es el caso de “El Criollo” construido durante la  Guerra Grande en los ríos de Cuba entre 1868 y 1878. Otros le resultan pequeños o lentos. Esa es la situación del “Isabel II” y el “Ponce de León”. El más impresionante seguía siendo el destructor “Terror”, una nave moderna que alcanzaba una velocidad de hasta 28 nudos. El registro nominal es simbólico. Por un lado, la apelación a la identidad entre peninsulares e insulares en el nombre del primero, a un signo de la conquista de otro de ellos, y al momento del “romanticismo isabelino” del tercero, habla de aquellos valores a los cuales la hispanidad asociaba a los puertorriqueños. La fragilidad de la pequeña flota y los nombres apelaban a un pasado que el evento de la guerra y el cambio de imperio estaban por destruir. Por otro lado, la idea de que la capital estaba indefensa y de que España, la “madrastra patria” como la llamaba Betances Alacán, ocultaba información sobre los aciagos hechos de Filipinas y Cuba, confirmaba, que era muy poco lo que se podía hacer para contener el empuje de los invasores. España había perdido la confianza de sus ciudadanos. Los días de la hispanidad jurídica estaban contados.

Publicado originalmente en 80 Grados-Historia el 16 de junio de 2017.
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