- Mario R. Cancel Sepúlveda
- Historiador y escritor
Entre la discursividad separatista independentista y la anticapitalista existía un abismo que no se resolvería de alguna manera sino después de la Segunda Guerra Mundial. La antipatía de los activistas antisistémicos con cualquier expresión cercana al nacionalismo, incluyendo el activismo criollo, era enorme. El socialismo amarillo que se movía entre el anarquismo y el sindicalismo y que encontró un espacio legal de acción en el marco de la autonomía de 1897 y tras la invasión de 1898, fue un aliado de Estados Unidos y de los propulsores del estadoísmo.
Las razones para ello tenían que ver con que los teóricos y militantes anarquistas y socialistas franceses que miraban la lucha de las Antillas en contra del colonialismo no identificaban el concepto “independencia” con la idea de la “libertad”. Para los anarquistas la separación e independencia no garantizaba la eliminación de la coerción de una estructura artificial como el Estado sobre el productor directo al cual consideraban el protagonista de los procesos sociales.
Para los socialistas aquella solución política sólo le quitaba el poder a una clase explotadora extranjera para dársela a otra clase explotadora local por lo que, de ninguna manera, redimía de la explotación del capital. En ese sentido, para aquellas dos tradiciones antisistémicas la independencia hacía un buen servicio a las clases explotadas. La independencia era una forma de continuarla y de perpetuar la explotación del hombre por el hombre. Partiendo de aquellos supuestos interpretativos, nada justificaba el reconocimiento de legitimidad a la causa independentista de Cuba o de Puerto Rico.
Una mirada de la izquierda europea al asunto de las Antillas
Lo innovador del conflicto de 1895 a 1898 en Cuba era que, como la lucha de Armenia, Macedonia o Creta, la misma se podía popularizar entre las izquierdas si se la concebía como la expresión de una ofensiva secular contra dos imperios religiosos retrógrados y decadentes como lo eran la España católica y la Turquía islámica, y se hacía hincapié en su potencial modernizador o progresista. Llamo la atención sobre el hecho de que ese fue el tono dominante en la discursividad de una muestra significativa en los escritores estadounidenses al evaluar y justificar la toma de Puerto Rico por las fuerzas estadounidenses en 1898, según hemos comentado el sociólogo José Anazagasty Rodríguez y el que suscribe en dos volúmenes de ensayos recientes. La insistencia en el carácter retrógrado y feudal del Reino de España por cuenta de su catolicismo fetichista fue constante. El apoyo tácito de las izquierdas a los proyectos separatistas, secesionistas o independentistas se sostenía si se interpretaba a aquellos como expresiones de resistencia de raíces populares y no por su regionalismo, criollismo o proto-nacionalismo.
En el contexto europeo el anti-islamismo de los separatistas armenios, macedonios o cretenses era una fuerza que se apoyaba en el cristianismo ortodoxo. De igual manera, el carácter secular de los rebeldes antillanos sigue siendo una impresión cuestionable que deriva del hecho de que una parte del liderato más visible eran anticlericales. Ese es el caso de Ramón E. Betances Alacán. Pero en Cuba la guerra no se hacía contra el catolicismo español ni prometía una renuncia al mismo después de la independencia. De hecho, muchos de los rebeldes eran católicos como lo habían sido algunos de los iconos separatistas de México y como lo serían muchos nacionalistas cubanos y puertorriqueños en el siglo 20.
El balance entre lo religioso y lo político en el separatismo independentista de fines del siglo 19 es un asunto que valdría la pena investigar dada la costumbre de asociar esa propuesta con el anticlericalismo y el secularismo modernos. Lo cierto es que la modernidad es mucho más compleja que eso y no puede interpretarse desde una estrecha postura dualista. Betances Alacán era un pensador anticlerical y secular que convergía con anarquistas y socialistas franceses sin participar activamente de aquellas ideologías. Dadas las condiciones concretas de su lucha, tampoco desechaba una alianza productiva con un icono del catolicismo como los fue el Padere Fernando Arturo Meriño quien llegó a ser presidente de la República Dominicana. Los socialistas y los anarquistas franceses podían simpatizar con el separatismo independentista a pesar de los choques obvios con sus esquemas teóricos. El principio de la utilidad y el realismo político parece dominar la actitud de ambos extremos.
Una variedad de formas de colaboración
Varias situaciones favorecieron la colaboración de anarquistas y socialistas franceses con el separatismo independentista. De una parte, la evolución del fenómeno del capitalismo industrial a otro modelo en el cual los sectores financieros dominaban el panorama, el desarrollo de monopolios, trust y grandes conglomerados de capital que ubicaban la explotación en un nuevo nivel. De otra parte, el fenómeno del imperialismo de fines del siglo 19 y su voracidad con aquellas zonas que no había sido controladas del todo por los poderes más avanzados de Europa, hecho que excedía el colonialismo nacido en los siglos 15 y 16. Y, por último, el hecho intelectual de que la mayor parte de las certezas de la cultura decimonónica comenzaban a derrumbarse a fines de aquel periodo.
En aquel contexto la separación de un territorio pequeño del imperio que lo sojuzgaba podía interpretarse como un proyecto progresista. Lo era porque hipotéticamente debilitaba las redes del capital internacional y servía para dejar atrás formas caducas de coloniaje. Algunos anarquistas podían conjeturar que con ello se adelantaría el fin estratégico de la “fraternidad universal”. Los socialistas, por su parte, podían imaginar que el derrumbe de los viejos sistemas coloniales allanaría el camino a la “sociedad sin clases” y la rehumanización del ser enajenado. Ambas actitudes se apuntalaban en una concepción progresista de la historia y en la confianza en su telos o meta de libertad.
La solidaridad de anarquistas y socialistas franceses y del resto de Europa con los movimientos separatistas en Europa o las Antillas era también la expresión de cuestiones más concretas, por ejemplo, el carácter de sus luchas en el seno de las naciones estado en que se movían: Francia, Italia o España. Las tensiones dentro de las naciones estado favorecían la toma de posición respecto a los separatismos de todo tipo a la luz de consideraciones de táctica y estrategia. Naturalmente, favorecer a Cuba, Armenia, Macedonia o Creta significaba oponerse al estado coercitivo o a las burguesías y las clases dominantes de uno u otro imperio retrógrado. En el caso de las posesiones del Imperio Turco, la separación las devolvería a la ruta europea según se interpretó la liberación de Grecia entre 1821 y 1832. Las consideraciones de política nacional resultan cruciales para comprender la solidaridad y la ausencia de ella. A fines del siglo 19 Eugenio María de Hostos Bonilla se quejaba de la falta de apoyo a la causa de Cuba en el Cono Sur y explicaba la actitud a la luz de la intensas relaciones económicas y diplomáticas de aquellos países con España.
La separación, por cierto, no siempre condujo a la independencia. En el caso de Creta la llevó a integrarse a Grecia en 1908; Armenia permaneció entre la influencia de turcos y rusos hasta 1918; y Macedonia acabó integrándose a Serbia en 1912. Es importante llamar la atención de que la separación no equivalía siempre a la independencia y que, por el contrario, las arrastró a la dependencia de otros poderes hegemónicos o regionales. Para los territorios pequeños, separarse era la precondición para cambiar las relaciones de dependencia arreglándose a una tradición que se presumía valiosa. Pero la independencia de los territorios pequeños era inadmisible y Cuba y Puerto Rico encajaban de algún modo en aquel prejuicio desde la perspectiva de los poderosos observadores europeos.
La situación de Cuba y las Antillas, territorios coloniales pequeños, era distinta por el hecho de que había otros actores en el escenario, el más importante Estados Unidos. Separarse de España los dejaría al alcance de aquel poder sin que nadie pudiese impedirlo a la altura del 1890. La evaluación que hicieron anarquistas y socialistas del papel de Estados Unidos en el conflicto cubano y antillano puede parecer paradójica pero poesía una lógica extraordinaria en el contexto de su tiempo. Una de las fuentes más precisas para comprender ese laberinto son los escritos de la fase francesa Betances Alacán del historiador Paul Estrade
La imagen de Estados Unidos ante la izquierda europea
En el caso de los anarquistas el juicio sobre la función de Estados Unidos en el conflicto no era uniforme, generaba fricciones con los separatistas independentistas y, en ocasiones, favorecía a los anexionistas. Algunos parecían favorecer el separatismo independentista pero otros lo rechazaban. Anarquistas como Louise Michel (1830-1905), maestra, poeta, trabajadora de la salud y uno de los emblemas de la Comuna de París, activista blanquista y una de las figuras más influyentes entre intelectuales y estudiantes socialistas franceses de fines de siglo 19, veía en los estadounidenses que agredían a España una fuerza libertadora y emancipadora. La idea de que los “americanos no tienen otro objetivo que apoderarse de Cuba” era consideraba falsa porque “el pueblo americano sabría impedirlo” opinión, por otro lado, compartida por Hostos Bonilla en 1899. Michel daba por buena la versión del “Destino Manifiesto” y la concepción de la “inocencia americana”.
Sebastién Fauré (1858-1942), escritor socialista hasta 1888 y anarquista desde ese momento en adelante, también veía en los estadounidenses un aliado lícito para los cubanos y no un enemigo. Su lógica era la de un republicano progresista: Estados Unidos ayudaría a “expulsar de su territorio el ejército real”. La intervención de ese país en el conflicto entre cubanos y españoles también fue aplaudida por J. R. Brunet como un acto de apoyo a la liberación de Cuba y no como un acto imperialista agresivo. Aquel conjunto convergía con el separatismo anexionista pero no con el independentista: entendían que la presencia de Estados Unidos en el futuro de Cuba y de Puerto Rico, a la larga, cumpliría un papel progresista y no retardatario como sugerían los independentistas.
En socialista Paul Lafargue (1842-1911), cubano y yerno de Carlos Marx, veía en la independencia el nicho de otra república burguesa por lo que se resistía a favorecer la lucha cubana. En buena parte de los casos, según el citado Estrade, prefirieron no expresarse con respecto al tema. Este investigador sostiene que la Segunda Internacional demuestra “su incomprensión del problema colonial”. En realidad es que aquellos teóricos comprendían el asunto de un modo muy europeo y hasta ortodoxo que luego fue revisado en el contexto de la Gran Guerra (1914-1918). Betances Alacán, que era independentista y antiseparatista convencido, debía sentir cierta incomodidad ante aquella lógica teórica.
Una “incomprensión” que es “comprensible”
Las posturas de los anarquistas y socialistas franceses sobre el separatismo independentista y anexionista, el papel de Estados Unidos, el futuro de Cuba, en respaldo o rechazo a la insurrección, es determinante para comprender a Betances Alacán. En Cuba y en Puerto Rico el movimiento obrero emergente nacido de la era de las aboliciones, tomó una actitud paralela a la de los modelos antisistémicos europeos. Influidos por las doctrinas anarcosindicalistas y socialistas filtradas a la España decimonónica, se resistieron a apoyar a los separatistas independentistas y vieron con buenos ojos la presencia de Estados Unidos en el escenario post-invasión. La contradicción es comprensible a la luz de sus respectivas perspectivas teóricas. La distancia entre la clase obrera y el independentismo puertorriqueño del siglo 20, un fenómeno que preocupó muchísimo a la nueva historia social de los años 1970, extiende sus raíces hasta aquel escenario. Los desencuentros entre productores directos y los líderes nacionalistas en el siglo 20 (en 1904, 1922 y 1934) son tres modelos extraordinarios. La Unión, la Alianza y el Nacionalismo, pasaron por una experiencia similar.
El socialismo y el anarquismo teóricos y prácticos de fines del siglo XIX no estaban preparados intelectualmente para comprender las problemáticas particulares de Cuba y Puerto Rico. A eso se refiere estrada cuando semana “su incomprensión del problema colonial”. Me temo que tampoco estaban dispuestos a hacer el esfuerzo por “comprenderlo”. Después de todo, aquellas eran interpretaciones formuladas por pensadores europeos para entender problemas europeos propios de una sociedad capitalista avanzada que se movía orgullosamente en el marco del imperialismo y seguía mirando con ojeriza a los pueblos no europeos. La opinión del socialismo y el anarquismo teóricos y prácticos sobre el tema antillano, no dejaba de ser otra expresión propia del eurocentrismo dominante en su militancia.
Las excepciones están allí también presentes, según lo confirma la lectura de las investigaciones de Estrade. El escritor anarquista Charles Malato (1857-1938), el geógrafo Elisée Reclu (1830-1905), el artesano y teórico Jean Grave (1854-1939), entre otros; y socialistas procedentes de las tendencias blanquistas y guesdistas, ambas de influencia marxistas, apoyaran la causa de Cuba porque la valoraban como una propuesta antimonárquica y anticlerical ejecutada contra un imperio decadente y retrógrado. Todas las opiniones se vertían mirando hacia Cuba. Puerto Rico, sin una resistencia armada activa, hecho del cuál Betances Alacán se quejaba en 1898, era invisible en la discusión internacional. Después del 1898 la relación entre el separatismo independentista reformulado en independentismo o nacionalismo cultural, y las izquierdas sería reformulada. El asunto fue más complejo de lo que parecía. Para madurar ese nuevo discurso también tuvieron que reinventar a Betances Alacán. Una cosa era esta figura bajo España y otra fue bajo Estados Unidos.