Puerto Rico entre siglos: Historiografía y cultura

marzo 21, 2023

Jíbaros, criollos, puertorriqueños: digresiones sobre la identidad

  • Mario R. Cancel-Sepulveda

¿Qué significa lo jíbaro?

El concepto jíbaro aparece casualmente en la Relación del Viaje a Puerto Rico de la Expedición de Sir George Clifford, Tercer Conde de Cumberland, escrita por el Reverendo Doctor John Layfield, capellán de la expedición invasora inglesa de 1598.[1]  El texto de Layfield fue difundido en la obra póstuma de Samuel Purchas (c. 1575 –1626) titulada Hakluytus Posthumus también conocida como Purchas his Pilgrimes, containing a History of the World in Sea Voyages and Lande Travells, by Englishmen and others, impresa en Londres en 1625 en cuatro volúmenes.

Purchas fue un religioso e historiador inglés que estudió en el Saint John’s College de la Universidad de Cambridge quien, como Pedro Mártir de Anglería (1457-1526), nunca viajó a América e hizo la obra de un recopilador e intérprete. La segunda edición de su colección corresponde a los años 1905 a 1907 y alcanzó los 20 volúmenes. Se trata de una colección desconocida para los lectores de los siglos 18 y 19 cuando el concepto de lo jíbaro se formula y difunde en Puerto Rico.

Layfield era teólogo, académico y traductor de la Biblia muerto en 1617 en Londres. La inclusión de su Relación… legitimaba el discurso de Purchas dado que Layfield había estado en San Juan Bautista durante la invasión inglesa de 1598. El testimonio del capellán, fundamentado en la observación directa y en el interrogatorio a ciertos vecinos, sintetizaba la mirada inglesa en torno a la posibilidad de una colonia tropical útil para los intereses ingleses.

La literatura de exploraciones y viajes sajona, posee numerosas concomitancias con la crónica de Indias hispana que historizó la situación antillana durante el siglo 16 desde la condición del testigo. En ambas, el pintoresquismo y el interés empresarial, el dualismo maniqueo y la devaluación de lo local, se imbricaban para ofrecer al lector europeo, fuese un empresario en ciernes o un posible migrante, una imagen sobre la naturaleza y su potencial material. Layfield, como algunos cronistas de Indias, escribió sobre Puerto Rico in situ, elemento que le daba confiabilidad a su discurso.

Aparte de los datos fidedignos que el texto ofrecía sobre el carácter cimarrón de la ganadería y el valor económico de las corambres, y el cuadro preciso sobre el panorama industrial y agrario del territorio, el autor realizó unas distinciones interesantes entre la región costera o la bajura y sus ingenios azucareros, y el interior o la altura y sus estancias de jengibre de mucha utilidad para comprender el sustrato de lo jíbaro como núcleo de una identidad puertorriqueña.

La asociación de la industria azucarera a los sectores poderosos e influyentes, y la de las estancias a los pobres o a la gente de escasos recursos, era inevitable. Ese es un lugar común en la interpretación de la economía social de San Juan Bautista a fines del siglo 16 y principios del 17. En la América Hispana, las estancias de subsistencia se asociaban a la vida en la ruralía. En San Juan Bautista sugerían las granjas aplicadas a la producción de jengibre y, ocasionalmente, a la ganadería y los cueros.

Una aportación de la obra de Layfield fueron sus anotaciones sobre el ganado mayor y el ganado menor. El reverendo reconocía que los novillos eran más grandes en Puerto Rico que en Inglaterra; a la vez que destacaba que el ganado caballar era de menor gracia y que no comparaba con el inglés porque se trata de animales “trotones” o que andaban a saltos y  sin elegancia. Una de cal y otra de arena: todavía la naturaleza indiana o americana no había sido devaluada del todo ante la naturaleza europea, como sucedió en el discurso de los naturalistas del siglo 18.

En su evaluación del ganado menor, concluyó que el mismo era escaso por causa de los perros salvajes que pululaban por la ciudad de Puerto Rico y se refugiaban durante las noches en los bosques. Las observaciones sobre ese episodio son detalladas. Aquellas jaurías se alimentaban de los cangrejos que cazaban en los manglares, pero también comían ovejas, cabras y otros animales pequeños. Lo más interesante era que en Cuba, los perros realengos eran denominados jíbaros, concepto que equivalía a un animal doméstico que se había hecho montaraz o mostrenco y terminaba siendo un habitante de los bosques. La noción jíbaro en Cuba sugería la cimarronería o anarquía de la altura y, en cierto modo, la barbarie como negación de civilidad: un jíbaro era un ser arisco, difícil de controlar.

Como podrá verse, esa concepción no tenía nada que ver con la raza o el color de piel. De lo que se trataba era de cifrar una actitud ante la vida y una forma distanciarse del orden. Entre jíbaro y canalla, concepto que procede del italiano canaglia o “muchedumbre de perros”, existe algún parentesco. Ambos conceptos tenían un origen despreciativo. Voltaire, pensador ilustrado aristocrático, usaba en voz de uno de sus personajes de Cándido, Martín, el concepto canalla para referirse a los sectores más rebeldes e insumisos del pueblo francés.[2]

Lo más interesante de aquel juego es la relación que se pueda establecer entre el interior y los bosques y la animalización del jíbaro que sugería el retorno a la barbarie con la cultura rural. Recuerden que el interior montañoso central, seguía inexplorado a fines del siglo 16, hecho por el cual estaba marcado por el misterio. La pregunta es ¿cómo se convirtió un insulto en el signo respetable de la identidad nacional puertorriqueña?

¿Qué significa lo criollo?

Cuando observo, de otra parte, el sentido de lo criollo, reconozco que en este se manifiesta un acto de sumisión a los valores peninsulares. Afirmar la criollidad, si se me permite el neologismo, significaba suprimir la condición de indiano en la medida en que se adoptaba una hispanidad problemática, difusa y evanescente. La jibaridad implicaba aceptar una condición alterna, la de aquel que huye de la formalidades del poder, igual que los perros salvajes en la noche, y se refugia en un interior feral, en un Jáuja o en el Pipiripao de la barbarie más prístina.[3] El criollo suprime lo que el jíbaro celebra. Lo criollo y lo jíbaro se contradicen, son conceptos difíciles de vincular tanto como la naturaleza de la costa y la del interior. Su principal punto de encuentro radica en que, tanto lo criollo como lo jíbaro, se asumen desde la blancura.

«El pan nuestro» (1905), Ramón Frade León (1875-1954).

El concepto criollo proviene del portugués crioulo, derivado del verbo criar. Conceptualmente sugiere la figura de aquel que es producto, sujeto y responsabilidad del padre. Posee un fuerte sentido patriarcal que afirma el carácter natural de la sujeción al otro a la vez que legitima su infantilización por parte de aquel que lo nombra. De un modo u otro el criollo, el indiano y el insular vienen a ser la sombra, el opuesto o el doble inferior del español, el hispano o el peninsular. Se trata de la reiterada dialéctica de los secos y los mojados. Semánticamente, la noción criollo constituye un reconocimiento de la diferencia y una justificación de la desigualdad al otro.

Insisto en que el criollo reconocía en España el signo de una patria. La patria es la tierra de los padres: no se equivocaba. El proceso lo llevó a identificar la ínsula con la nación o la tierra en que nació: tampoco se equivocaba. Pero esa misma lógica lo apartó del resto de la comunidad. La condición criolla acabó por ser tan excluyente como la hispano-europea. La relación del criollo con el mestizo, el mulato, el negro esclavo o libre, fue tan contenciosa como la de los hispano-europeos con ellos. La inferioridad que le adjudicaba el hispano-europeo, el criollo la desplazaba hacia los grupos subalternos por lo que este podía ser tan prejuiciado y racista como el hispano-europeo. El criollo, incluso el que se (des)dibuja en el criollismo del siglo 19 y el neocriollismo del siglo 20, fue parte de una aristocracia elitista y orgullosa de su condición de clase.

Aquella idea traducía un viejo prejuicio naturalista o cientificista a un plano etnocultural. Uno de las tendencias más visibles de los textos de Indias había sido la degradación del indio. Los observadores europeos apoyaron su actitud en el repudio de la naturaleza indiana o americana. La imagen devaluada se transmitió como si se tratase de un código genético: del indio pasó al mestizo y, de este, al criollo. A aquella conclusión se llegaba mediante procedimientos complejos. La presunción generalizada de que el progreso material era producto de la bondad del ambiente, condujo a la conclusión de que la inferioridad de otro indiano o americano, tenía una explicación  biológica. La naturaleza determinaba el temperamento. El temperamento era un derivado lógico de la temperie o el clima: un europeo y un americano tenía que ser seres distintos.

La realidad de que el criollo no era más que un hispano nacido en la Indias que compartía la mayor parte de sus valores, no era suficiente para aceptarlo como igual. Su nación, su lugar de nacimiento, eran las Indias o América. A lo más que podía apelar para contrarrestar la asimetría era al hecho de que España era su patria, es decir, el lugar de origen de sus padres. Ello no impedía que fuese considerado como un vasallo inferior. Las consecuencias políticas de ello fueron enormes: el criollo nunca tuvo acceso igual a los privilegios sociales de un hispano.

Visto desde esta perspectiva, la pregunta obligada es ¿qué justificaba el manifiesto orgullo colectivo por la herencia criolla? ¿En qué condición se insertó la conciencia criolla en el proceso de maduración de la puertorriqueñidad? Me parece que el orgullo se apoyaba en la sobrevaloración de su condición de descendientes de padres hispano-europeos y en una supresión tácita a la circunstancia de que nacer en las Indias y las ínsulas los excluía de ser españoles y peninsulares. El hecho de la hispanidad o la pensisularidad heredada por sangre, lo privilegiaba en su ámbito social colonial. Pero nunca lo equipararía del todo con el hispano-europeo. Ser criollo traducía una carencia que no le dejaba más opción que respetar por la fuerza a aquel que lo rechazaba. Ello condujo al criollo a expresar un exagerado afán por ser aceptado o asimilado por el otro con los ribetes políticos que ello tuvo durante el siglo 19.

Los símbolos de poder a los que apelaba el criollo eran los mismos a los que apelaba el hispano-europeo: honores y privilegios que se podía adquirir y sostener con dinero. La nobleza y la posibilidad de ser denominado don era crucial.  La nobleza de sangre, la que se adquiría en buena lid o por ciertas ejecutorias, estaba a la mano del criollo. Si a ello se añadían ciertas condiciones vinculadas al oficio y a la raza, sus privilegios estaban seguros. En el juego discursivo sobre Puerto Rico las voces criollas ocupan una posición incómoda: se vieron precisados a aceptar una herencia que los rechazaba.

¿Qué significa lo puertorriqueño?

Salvador Brau Asencio (1842-1912) es considerado uno de los precursores de la historiografía y la sociología y la historia social puertorriqueñas. Fue activista abolicionista, liberal y autonomista, y trabajó al servicio de España y Estados Unidos en el cambio del siglo 19 al 20. El documento de 1883 titulado “Puertorriqueños, así somos nosotros”, es un interesante juicio sobre la percepción de la identidad puertorriqueña a los ojos de este intelectual de Cabo Rojo.[4]

Brau Asencio era un criollo neto que afirmaba el papel fundamental de la hispanidad en la puertorriqueñidad en la figuración de la puertorriqueñidad. En su texto  llamaba la atención sobre ciertas cualidades “tan especiales” que solo podían ser nuestras pero reconocía que “se trataba de “cualidades inherentes algunas a toda la familia española”. Una lectura cuidadosa del escrito confirma que Brau Asencio reconocía que entre lo hispánico y lo puertorriqueño existían elementos de continuidad y de discontinuidad.

Sus argumentos en torno a lo que se heredaba de España eran histórico-sociales, producto de la observación social y de la racionalidad positivista propia de su tiempo. Colonizados por la gente del sur el puertorriqueño era vivo de imaginación como aquellos, pero carente de pasión en el obrar. El puertorriqueño más bien parecía heredero de la gente del norte siempre fría y frugal en el hacer social. Se trataba de dos prejuicios y generalizaciones culturales indemostrables científicamente. Pero cuando enfrentaba lo que nos hacía “tan especiales”, es decir, el color local, su reflexión  se desplazaba hacia el terreno de las consideraciones morales y emocionales. Después de todo, afirmaba con un tono de aceptación, así somos nosotros”.

La descripción de Puerto Rico y los puertorriqueños como un pueblo “sufrido” y fantasioso, “fácil de dirigir y muy aficionado a dejar hacer”, “respetuoso con la autoridad, pero evitando todo lo posible el rozarse con ella” y “en sus deberes nacionales es un modelo”, racionalizaba la sumisión y la credulidad como virtudes o, en última instancia, como condiciones insuperables por naturales u orgánicas. El “aislamiento”, los “hábitos de la vida campestre”, el “régimen colonial” y la poca cultura social, explicaban aquella fisonomía moral.

El autor no quizo separar las virtudes de los defectos. La decisión de si lo expuesto era una cosa u otra la debía tomar el lector. Pero, en general, los rasgos que atribuía el caborrojeño al puertorriqueño eran como siguen:

  • La “vivacidad de imaginación y la delicadeza”
  • Lo “expansivo del carácter, lo generoso y sufrido, y lo propenso a resignarse con una promesa”
  • La “independencia de carácter” y el hecho de que el “puertorriqueño estima en mucho su libertad individual”.
  • La “parsimonia con que procede” y la ausencia de “vehemencia en el obrar”
  • Manifiesta “instintos solitarios” y tiene por virtud la “hospitalidad”
  • Son “los peores cortesanos del mundo”, distantes del boato, el formalismo, los protocolos y el lujo
  • Es un pueblo “decidor y jovial en sus reuniones, pero circunspecto y hasta desabrido en la vida pública”
  • Es un pueblo que posee una “calma estoica”, es “fácil de dirigir y muy aficionado a dejar hacer” y, a la vez, “respetuoso con la autoridad, pero evitando todo lo posible el rozarse con ella”, el cual cumpliendo “sus deberes nacionales es un modelo”
  • “¿Viene un gobernador nuevo? Le recibiremos con palmas”, pero “si el gobernador no cumple nada de lo ofrecido (…) no nos vemos obligados a ponernos en franquicia” o protestar y se guarda silencio
  • No cambian con facilidad: “apegados nos hallamos a nuestras costumbres” de donde deriva su tesis central de que “así somos nosotros”.

Las observaciones aludidas, de un modo u otro, han sido repetidas como una fórmula vinculada al mito de la docilidad natural del nacional ¿Eran así los puertorriqueños? ¿Era aquel acaso el borrador de como la elite política educada evaluaba a la canaglia o canalla insular? Eso sólo lo podría responder Brau Asencio pero, para su bien, ya no encuentra entre nosotros.

Publicado originalmente en Claridad-En Rojo el 13 de diciembre de 2022.


[1] Refiero a Mario R. Cancel Sepúlveda, notas (2010), “Reverendo John Layfield: Testimonio de 1598” en Puerto rico entre siglos. URL: https://puertoricoentresiglos.wordpress.com/2010/11/15/reverendo-john-layfield-testimonio-de-1598/ . Tomado de Samuel Purchas (1625) “Relación del Viaje a Puerto Rico de la Expedición de Sir George Clifford, Tercer Conde de Cumberland, escrita por el Reverendo Doctor John Layfield, Capellán de la Expedición. Año 1598” en His Pilgrims, Parte IV (Londres). Algunos fragmentos de la obra pueden ser revisados en  Eugenio fernández Méndez (1981) Crónicas de Puerto Rico ( Río Piedras: EDUPR): 135-156.

[2] De una traducción anónima de 1882 del francés al italiano de Voltaire (1759) “Cap. 21. Candido e Martino si avvicinano alle coste di Francia e ragionano” en Candido, cito a Martino diciendo “Io vi ho conosciuto la canaglia degli scrittori, la canaglia de’ cavillatori e la canaglia de’ convulsionari; si dice che vi è della gente assai civile in quel paese: io voglio crederlo. En la traducción al castellano en Voltaire (1974) “Cándido” en  Obras inmortales (Barcelona: Bruguera): 328, cito la misma parte “Conocí a los canallas que escribían, a los que pensaban y a los revolucionarios. Se dice que en esa ciudad hay gente muy educada; quiero creerlo”. La ciudad a que se refiere es París.

[3] Sobre este país imaginario  inventado en el siglo 17 véase Julio Caro Baroja (1993) Jardín de flores raras (Madrid: Seix Barral) : 56-58.

[4] El texto poder ser consultado en Mario R. Cancel Sepúlveda (2010) “Documento y comentario: Puertorriqueños, así somos nosotros” en Puerto rico su transformación en el tiempo. URL: https://historiapr.wordpress.com/2010/03/31/puertorriquenos-asi-somos-nosotros/

octubre 11, 2021

Otros Betances: el literato, dos relatos fantásticos y una segunda mirada

  • Mario R. Cancel Sepúlveda

A la memoria de Arturo Luis Dávila Toro por su pasión parisina y por viaje a Playa Rosada que nunca realizamos

La representación historiográfica y biográfica de la existencia social de Ramón E. Betances Alacán esboza con precisión la oposición vida / historia que el vitalismo filosófico señalaba a la mirada moderna hace más de un siglo. El Betances imaginado por la clase intelectual es el de la vida pública, una figuración que, si bien suple ciertas necesidades políticas del presente desde el cual se le evoca, en el proceso de invención es despojado de una parte significativa de su humanidad. El Betances de todos los días o el de la vida privada, a pesar de las múltiples pistas que sus textos ofrecen en torno a su cotidianidad, no aparece por ninguna parte y, para algunos, resulta imposible de reconstruir. La narrativa creativa que dejó, poca en realidad, y una lectura cuidadosa de su correspondencia puede ser de utilidad para comprender ese otro Betances y sus complejidades. Lo que me propongo es dialogar con ese otro Betances a la luz de dos textos narrativos que hablan de la complejidad de su figura. Betances la persona debe estar en algún lugar detrás del artificio.

Algo que llama mi atención es el entusiasmo del autor por lo fantástico, actitud presente en ciertos ejercicios escriturales.  Hay en la narrativa creativa, en la crónica periodística y en los segmentos narrativos de la correspondencia política de este escritor, una genuina necesidad de evadirse de la realidad, actitud propia del espíritu romántico. En ciertos momentos su discursividad penetra el problema de la oposición entre cotidianidad y extrañeza. La “inquietante extrañeza”, el balance entre el los familiar (Heimlich) y lo siniestro (umheimlich) ocupa una y otra vez su tiempo. Se trata de una nota común en numerosos escritores románticos que se movieron en las profundidades de los territorios de la psique. La experiencia de Betances coincidió en algunos puntos con la de Hostos narrador, periodista y memorialista.[1] Aquel procedimiento generaba una textualidad que se resistía a esclavizarse a la racionalidad de la realidad sensorial y conducía al creador a evadirse a las esferas de lo imaginario.

El Yo roto y la pasión por la extrañeza

La salida de la realidad y la apropiación de una pararealidad ansiada y consoladora fue notable en “La Virgen de Borinquen” (1859)[2], relato que detallaba el duelo por la muerte inesperada de su sobrina, protegida y prometida María del Carmen Henry Betances en el marco de Romanticismo oscuro. En aquel caso, la ruta de la fuga se alimentaba del saber de los alienistas y el imaginario de la irracionalidad y la locura. El escritor jugaba además con el recurso de la doble personalidad (doppelganger) con el fin de aclarar su lugar en medio de la aflicción que le arropaba. El personaje del doliente se liberaba de la realidad apabullante mediante el suicidio. Nada más secular y revolucionario en una cultura como la cristiana que ha condenado siempre ese pecado mayor. El suicidio no era un simple recurso literario.  Betances, igual que Hostos en alguna de sus narraciones juveniles, pensó recurrir a ello según se desprende de las tensiones emocionales expuestas en su “Epistolario íntimo”, un registro de los días de duelo por la muerte de Carmelita, y una de las colecciones de correspondencia literariamente más ricas del siglo 19 puertorriqueño.

Es cierto que “La Virgen de Borinquen” recuerda dos piezas del escritor bostoniano Edgar Allan Poe (1809-1849): “The Oval Portrait” (1850) y “William Wilson” (1839)[3]. La pasión por la obra de Poe es un elemento que Betances compartió, por ejemplo, con Charles Baudelaire (1821-1867) el “poeta maldito” pensador incisivo francés quien encontraba en la obra del narrador y poeta estadounidense uno de los signos más poderosos de la llamada cultura gótica, discursividad cargada de melancolía que contenía una crítica severa a la sociedad burguesa.[4] El elemento gótico fue algo más que una técnica literaria en Betances. La descripción que elaboró Salvador Brau Asencio (1842-1912) de la experiencia mayagüezana de doliente tras la muerte de Carmelita no deja dudas al respecto: “La intensidad del dolor hizo incurrir al joven médico en extravagancias; dejóse crecer sin aliño toda la barba; caíale sobre los hombros, y envuelto en negro gabán, largo y holgado como una hopalanda, tocado con inmenso sombrero negro de cuáquero que apenas dejaba verle el semblante, pasábase días enteros en el cementerio de Mayagüez, cultivando flores en torno del sepulcro que guardaba los despojos de la mujer idolatrada”[5]. Que las notas citadas provengan de la pluma de un católico ortodoxo como Brau Asencio, quien nunca convino políticamente con Betances y satirizó sus posturas tras la invasión de 1898, no deja de llamar la atención.

El relato también podría ubicarse como parte de una tradición criolla poco investigada con la cual guarda relación temática. La misma tiene en el cuadro costumbrista de Manuel Alonso Pacheco (1822-1889) “Los sabios y los locos en mi cuarto” (1849) un antecedente de sabor más cómico que trágico.[6] El tema del loco o el alienado en Betances también adelantaba la refrescante narración “El loco de Sanjuanópolis” (1880)[7] de Alejandro Tapia y Rivera (1826-1882), una agresiva observación en torno a los dislates de la vida urbana de la capital de la colonia. La diferencia entre aquellas tres narraciones radicaba en el tono. Entre lo trágico de Betances y lo festivo de Alonso Pacheco y Tapia y Rivera, la alienación y la perturbación mental se transformaron en medio ideal para señalar las fisuras del ordenamiento moderno en el marco colonial o, en el caso de Betances, para expresar la inconformidad más cruda ante una situación que le resultaba incomprensible e inevitable. En una tradición literaria como la puertorriqueña, ausente de utopías literarias, la crítica social encontraba un medio original de expresión en aquella simbólica “nave de los locos”.

Instrucciones para evadirse de la realidad

Pero la narrativa de Betances, un intelectual poroso a las influencias de su tiempo reflejaba también el impacto de las vertientes creativas innovadoras de la última parte del siglo 19 europeo. Los veinte y tantos años vividos por el puertorriqueño en Francia en la madurez no pasaron en vano. Betances no fue ajeno al Parnasianismo (1870), el Simbolismo (1880) y el Decadentismo (1890) franceses. Todas aquellas expresiones del postromanticismo europeo representaron una reacción visceral ante los denominados valores materialistas, entiéndase deshumanizadores, y la artificialidad de la cultura capitalista burguesa que afloraba por todas partes. Dominados por la inconformidad, aquellos intelectuales se opusieron de diversos modos tanto a los excesos del Romanticismo y su subjetivismo individualista, como a los excesos de Racionalismo propio del Realismo y el Naturalismo que, entendían, podían conducir a un objetivismo obcecado y limitante. Betances, poeta y médico, estaba en una posición incómodamente privilegiada en aquel debate.

Entre la crítica política y social y el desengaño producido por el liberalismo burgués propio del capitalismo en expansión, aquellas voces disidentes mostraron un hondo recelo ante la aparente solidez de las convenciones que afirmaban la universalidad de los valores occidentales: sus agresivos textos minaban la legitimidad cultural cristiana y occidental. El discurso confirmaba los valores anticlericales y seculares que habían ido madurando, con sus altas y sus bajas, en el pensamiento antisistémico desde la histórica revolución de 1789. De otra parte, la morigeración y la templanza asociadas a la ortodoxia liberal eran barridas simbólicamente de la mano de un lenguaje capaz de la belleza y de la violencia.

Aquella actitud atrevida y experimentalista colocaba a quienes la compartían cerca de las preocupaciones de un conjunto de las ideologías antisistémicas que, identificadas como “izquierdas”, socavaban la presumida estabilidad de la sociedad liberal y del capitalismo avanzado que, en las décadas de 1880 y 1890, entraba en su fase francamente imperialista. La actitud de aquellos escritores no los hacía “izquierdistas”, pero la convergencia abría las posibilidades de cooperación entre unos y otros. La crisis de los valores occidentales se manifestaba con diafanidad en aquel periodo y Betances, al final de sus días, era parte del fenómeno. En su caso la afición a la cultura francesa no debería ser interpretada como una celebración del imperialismo francés. En Betances se trató más bien de un calculado “dejarse llevar” que le permitía insertarse en el seno de la pequeña y mediana burguesía educada de París con el fin de recabar apoyo para su proyecto antillanista.  

El entusiasmo por lo fantástico y la voluntad de evadirse en Betances se expresó también de otro modo. En la crónica periodística “El Perú en París” (1891)[8] firmada como “El Antillano”, se asociaba al atractivo producido por los “paraísos artificiales” producidos por el consumo, muy popular en el mercado de la época, de derivados de la hoja de coca entre otros estimulantes. Su vasta experiencia como médico conocedor de los efectos benéficos de los fármacos debió ser una ventaja para el autor. El interés no debería extrañar a nadie. La invención del jarabe del que se derivaría la moderna Coca-Cola por un farmacéutico de nombre John Sith Pemberton (1831-1888), incluía dos ingredientes principales: los extractos de la hoja de coca y la nuez de cola o nuez de Sudán de cuya combinación se obtuvo el nombre con el cual se comercializó a partir 1892 la bebida desde Atlanta, Georgia. La cocaína y la cafeína, dos poderosos estimulantes, estaban detrás de los componentes del sirope.

Un asunto que llama mi atención y que puede servir para abrir la memoria de Betances a numerosas posibilidades interpretativas, es la relación de los médicos y los farmacéuticos con el mercado capitalista en desarrollo a fines del siglo 19. Aquellos sectores buscaban obtener beneficios del objeto que mejor conocían: el cuerpo humano. Acostumbrados a imaginar a los médicos como unos seres transparentes e impolutos dedicados a la gestión de la salud, Betances ha sido comentado como “médico de los pobres”, los investigadores han pasado por alto las inquietudes materiales que también atenazaron a aquel sector en acelerado proceso de modernización. La comercialización de la protección del cuerpo y la creación de recursos que garantizaran su vitalidad es un asunto que debería investigarse con más detenimiento desde una perspectiva puertorriqueña. El filántropo y el empresario convivieron en la clase médica sin mayores problemas. Betances fue parte, no siempre con éxito, de aquel interesante esfuerzo, discusión que en su caso ha sido omitido e incluso censurado por algunos investigadores.[9]

“El Perú en París” testimonia la participación del narrador en una bohemia extravagante. Se trataba de una actividad común de las clases medias urbanas vinculadas a lo que un investigador ha identificado como la “culturas de los cafés”[10] de la cual el “Le Procope” ha sido un emblema hasta el presente. El escenario elaborado por el escritor se transformó en el más franco retrato de aquello que la academia francesa tradicional había denominado decadentismo finisecular. Para quienes lean el relato y conozcan el perfil de Betances, así como el de Ruiz Belvis, elaborado por José Pérez Moris (1840-1881) en su Historia de la Insurrección de Lares, las convergencias de la representación resultarán numerosas.[11]

Pérez Moris identificaba a aquellas figuras con los antivalores decadentistas para los cuáles la ley y el orden de la sociedad burguesa eran un engaño. Por ello y sobre la base de testimonios de primera mano de importantes informantes de Mayagüez, San Germán, Cabo Rojo y Hormigueros, entre otros, proyectaba a los cabecillas rebeldes como dos seres pecaminosos, desordenados y displicentes que se movían a margen de la racionalidad y la sociedad decente. Las acusaciones morales eran numerosas: “audacia”, “mal carácter”, “lenguaje mordaz y atrevido”, o bien “agrio y agresivo”, un “carácter intratable y altanero” característico de personas que “no se hacen amar, pero se imponen”.

El perfil elaborado por Pérez Moris y el personaje del texto “El Perú en París”, hablan de un Betances desconocido por todos que apenas aflora en su correspondencia y su textualidad. Lo que encuentra el lector es un tipo bohemio con pocas inhibiciones pigmentado con elementos de dandismo, figuraciones que ofrecen una nueva complejidad a su extraordinaria condición de rebelde con causa. La imagen, no cabe duda, lastima la sacralidad canónica del “apóstol” mesiánico con carácter de cuáquero, inventada por un fragmento del nacionalismo romántico, ateneísta decía Albizu Campos, del siglo 20. Aquí hallamos otro Betances que, para los que valoramos la mirada secular, resulta más atractiva que la del santón impoluto.  

Las pararealidades que se visitaban en “El Perú en París” tenían otra tesitura: eran generadas por los efectos alucinógenos del popular “Vin Mariani”, bebida tónica de moda que degustaban los invitados a aquella interesante “fiesta de la coca” celebrada en la casa de su creador. El “Vin Mariani” fue un producto elaborado desde 1863 por el químico y empresario ítalo francés Ángelo Mariani (1838-1914), un contertulio y amigo de la familia de Betances. La bebida, elaborada con vino de Burdeos y extracto de hojas de coca poseía, como la Coca-Cola, un componente de cocaína que, junto con el alcohol, lo convertía en un licor comparable al láudano, un analgésico compuesto de vino blanco, opio, azafrán y otras sustancias; o la absenta o ajenjo con aromas a base de artemisa, flores hinojo y anís. El láudano es un opiáceo con el que numerosos intelectuales decimonónicos enfrentaron el problema colectivo de la “crisis del siglo” o el problema individual de la melancolía, es decir, el agotamiento o la ausencia de inspiración. La evasión producida por la bebida de opio o la de coca según fuese el caso, estimulaba la creatividad en la medida en que ponía al artista en comunicación con los ansiados y retadores “paraísos artificiales” inalcanzables mediante la racionalidad. La tradición de Thomas de Quincey (1785-1859), autor de las famosas Confesiones de un comedor de opio (1821), había documentado los usos del opio y allanado el camino de la coca a mediados del siglo 19.

La cocaína había sido sintetizada de la hoja de la coca en 1859 por el farmacéutico y químico de Gotinga Albert Niemann (1834-1861), hecho que representó uno de los logros farmacológicos más importantes de su tiempo. Su aplicación comercial por Mariani en su conocida bebida embriagante era la expresión más acabada no solo del espíritu y la creatividad científica sino también de la capacidad empresarial de la clase médica. también expresaba el alma misma de la bohemia en una cultura altamente desarrollada como aquella.

En su texto, que circuló en La Revue Diplomatique del 11 de abril de 1891, Betances resumía la leyenda del origen de la coca como regalo del dios de la luz a los Incas en el lago Titij-Haca (Titicaca) en medio de una “eclipse interminable”. En el lugar de la donación se fundó Cuzco, un verdadero Dorado desde la perspectiva del autor. De inmediato elaboraba la sugerente y surrealista crónica de la “fiesta de la coca” del 4 de abril de 1891, celebrada en un recinto de la casa de Mariani. El salón estaba adornado con cuadros de Francisco Domingo Marqués (1842-1920), artista que pintó tanto a Betances como a su perro faldero Nicolás, iconos de la grandeza de los Incas e invitados vestidos con atuendos alusivos al mito de la divina coca. La fiesta descrita expresaba un poderoso sabor carnavalesco y hermosamente mundano.

La transgresión de la realidad sensorial obsedía: en el salón “todo brillaba con los destellos más dorados, desde las naranjas glaseadas, hasta la barba y los cabellos de Mariani”. Si hubiese podido mirarse desde afuera, también Betances habría estado brillando. En medio de suave frenesí del relato el autor afirma que “una hoja de coca (es) más exuberante que la hoja de la vid”. La hoja de coca no sugería otra cosa que la “rama dorada” a la que aludía en su libro de historia de la magia el antropólogo escocés James George Frazer (1854-1941). Cuando todo termina cerca del amanecer y el grupo se dispersa, Betances lamenta que no podrá asistir al centenario de la fiesta: la mortalidad asoma en el horizonte.

Se trata de un texto intrincado, lleno de alusiones a los detalles y personalidades de la época que no voy a discutir en este breve trabajo. Con posterioridad Betances, en un tono más formal, volvería sobre el tema de la coca en el interesante texto “Leyenda y ciencia”[12], artículo que dedicó al también investigador Antonio de María Gordon y Acosta (1848-1897), autor a su vez del folleto científico Medicina indígena de Cuba: su valor histórico, trabajo leído en la sesión celebrada el día 28 de octubre de 1894, publicado en La Habana por los editores Sarachaga y H. Miyares. Pero esa es una historia que compete a otro Betances, el médico, que miraré luego.

Recogiendo fragmentos dispersos

“La Virgen de Borinquen” y “El Perú en París” representan dos momentos de lo fantástico: uno en el cual el acercamiento se elabora desde el lugar del romanticismo lacrimoso cargado de tragedia; y otro desde el decadentismo pleno posicionado en las fronteras del más sano cinismo. El decadentismo, me parece necesario recordarlo, fue una de las expresiones más radicales del horror producido por las derivas del capitalismo moderno a fines del siglo 19, coincidiendo con el desarrollo del imperialismo europeo en África, la rapiña, cuando occidente imaginaba su proyecto colonial como la expresión genuina del cumplimiento de un deber civilizador impuesto por la Providencia o el Destino.

El 1898 puertorriqueño y cubano fue parte integrante de aquel fenómeno que agarrotó el imaginario occidental en las décadas previas a la Gran Guerra (1914-1918). Los decadentistas imaginaban a la civilización occidental como una sombra maltrecha del Imperio Romano decadente según lo había retratado Publio Cornelio Tácito ​(c. 55-c. 120) en De Germania, y auguraban su pronta disolución. En cierto modo, aquella intuición reproducía el argumento de Tácito y anticipa el decadentismo moderno de un Oswald Spengler (1880-1936), por ejemplo. Aquel pesimismo, sin duda, poseía numerosas convergencias con el vitalismo filosófico y el materialismo histórico práctico que se difundían en ciertos sectores del ámbito intelectual en el cual Betances se movía. Pero el puertorriqueño, atento marginalmente a aquellas tendencias, nunca se hizo acólito de ninguna de aquellas. En ello radicaba una parte fundamental de la complejidad de lo moderno en esta figura.

Publicado originalmente el 28 de septiembre de 2021 en Claridad-En Rojo-Literatura


[1] He comentado la relación de Hostos con el cuento en Mario R. Cancel-Sepúlveda (25 de diciembre de 2017) “Eugenio María de Hostos literato: el cuento” en Lugares imaginarios: Literatura puertorriqueña

[2] Ramón E. Betances “La virgen de Borinquen”  (1859/1981) en Ada Suárez Díaz. La virgen de Borinquen y Epistolario íntimo (San Juan: Instituto de Cultura Puertorriqueña): 2-11.

[3] Edgar Allan Poe (1971) Obras selectas. Tomo I (Barcelona: Nauta): 59-64, 215-241.

[4] Recomiendo la lectura de Charles Baudelaire (1995) Mi corazón al desnudo y otros papeles íntimos (Madrid: Visor).

[5] El texto proviene de Salvador Brau (31 de octubre de1943) “Vigilia de Difuntos” en Pica-Pica. Año XXXIII, núm. 1038 citado en Ada Suárez Díaz (1981) Op. Cit.: 166-167.

[6] Ver Manuel Alonso pacheco (1849) “Escena X. Los sabios y los locos en mi cuarto” en El Gíbaro (Barcelona: D. Juan Oliveras, Impresor de S.M.): 109-121

[7] Alejandro Tapia y Rivera (25 de noviembre de 2012) “El loco de  Sanjuanópolis” en Lugares imaginarios: Literatura puertorriqueña

[8] Ramón Emeterio Betances (2008) Obras completas. Vol. III. Escritos literarios. Op. Cit.: 273-276.

[9] Una interesante excepción es Amado Martínez Lebrón (2015) Betances, un empresario sin dios en 80 Grados. Es poco lo que puedo añadir al respecto porque la investigación se realizó como requisito de un seminario sobre Betances que yo dictaba en aquel momento.

[10] Jacques Dugast (2003) La vida cultural en Europa entre los siglos XIX y XX. Barcelona: Paidós: 91-96.

[11] El perfil puede consultarse en Mario R. Cancel-Sepúlveda, notas (29 de marzo de 2011) “José Pérez Moris: la Insurrección de Lares” en Puerto Rico entre siglos

[12] Ramón Emeterio Betances (2008) Obras completas. Vol. I. Escritos médicos y científicos. San Juan: Puerto: 259-262.

agosto 7, 2017

«Adiós! España”: crónicas de un cambio de soberanía

  • Mario Cancel Sepúlveda
  • Catedrático de Historia

La emoción manifestada por Albert E. Lee Basanta cuando observaba el despliegue de la bandera americana en San Juan en los primeros días de la ocupación llama la atención pero resulta comprensible. En cierto modo él también reconocía que con aquel acto comenzaba una nueva era, lo que eso significase, para su país. Desde mi punto de vista, la solidaridad de este sajón residente criollizado con los invadidos no puede ser puesta en entredicho. La lectura de sus memorias demuestra que aquel evento trascendental le producía sentimientos encontrados. Lo curioso es que el empresario ponceño suprimiese cualquier observación en torno a la ceremonia de traspaso de soberanía y fuera tan solícito en documentar los roces que entre la comunidad sanjuanera y los recién llegados. Su subjetividad ante aquella eventualidad se entiende por el hecho de que el eje de la narración de Lee es su vida, su lugar en el entramado que imagina como historia. Sus emociones son un componente inherente de esa mirada.

Para otros cronistas la situación era distinta. Lo que les interesaba era el giro geopolítico que la situación implicaba y el valor simbólico que conferían a la derrota de un imperio legendario como el español por un imperio adolescente como Estados Unidos. Ese fue el caso del escritor Albert Gardner Robinson (1855-1932) en su breve texto “Adiós! España”. El mismo ocupa el capítulo 16 del libro The Porto-Rico of To-Day. Pen Pictures of the People and the Country, publicado por la editorial Charles Scribner’s Sons, empresa con un largo historial en el mundo de los libros fundada en 1846 por Charles Scribner e Isaac D. Baker la cual, desde 1893, tenía su centro de operaciones en la 5ta Avenida de la ciudad de Nueva York.

La relación de Robinson con Porto Rico se concretó durante la campaña bélica. En 1898 acompañó al General Nelson A. Miles durante la travesía que sucedió al desembarco por Guánica y fungió como cronista de primera línea durante la misma. Luego de los hechos permaneció en la isla varios meses durante los cuales visitó y conversó con numerosos paisanos, itinerario que lo llevó de la costa oeste del país a la capital. Sus observaciones puntillosas e irónicas sobre las localidades de San Germán, Hormigueros y Mayagüez, poseen un interés particular que discutiré en otro momento.

Aparte de esa experiencia directa, su libro se basó en una serie de cartas redactadas para The Evening Post, diario de Nueva York, publicadas entre septiembre y octubre de 1898. El interés de Robinson por los asuntos ultramarinos no se redujo a Porto Rico y su bibliografía posterior incluye temas sobre Filipinas y Cuba. En ese sentido, Robinson era un “experto” en asuntos ultramarinos al cual había que hacerle caso cuando se expresaba sobre estos temas. En términos generales el genuino interés por “conocer” a los “nativos” se unía a esa voluntad burguesa, propia de quien se sabe dueño de algo, de “tasar” las posibilidades materiales del territorio con el fin de ilustrar posibles inversionistas de su país de origen.

 

Un “cambio de soberanía”

Lo que llama mi atención en este momento es otra cosa. Me refiero a la crónica cuidadosa que hizo este autor del acto protocolar del “cambio de soberanía”, concepto que se ha convertido a lo largo del tiempo es uno de los eufemismos más comunes a la hora de mirar el 1898 y evadir la metáfora de la guerra. Robinson parece sugerir que se interprete ese momento a la luz de un significado metafórico trascendental como un “nuevo descubrimiento”. Después de todo, el estandarte español que muchos imaginaban hundió en San Juan Bautista el descubridor en algún lugar de la costa oeste en 1493, desaparecía mientras se izaba la bandera de Estados Unidos en La Fortaleza y otros lugares emblemáticos de la ciudad capital. El meticuloso relato confirma la alegoría del “nuevo comienzo” que los voceros de los invasores aspiraban significase su arribo.

Lo primero que hace Robinson es llamar la atención sobre el escenario. La sobriedad de la fachada de La Fortaleza, una “imposing structure (…) of no impressive style of architecture” se instituye como fondo. La asistencia a un acto de aquella relevancia asombra por lo exiguo de la misma. El registro es preciso: un par de oficiales del ejército y la marina, algunos 6 a 8 civiles, los cónsules extranjeros entre lo cuáles probablemente se encontraba Lee, y un puñado de miembros del gobierno insular muchos de los cuáles habían militado en Unión Autonomista y habían pactado con los invasores. La presencia de los representantes de las elites locales no debe sorprender a nadie. En Mayagüez, como ya aclaré en un artículo publicado en 1998, el autonomista y pensador heterodoxo Santiago R. Palmer quien se merecía toda la confianza de la ciudadanía bajo el dominio español, sirvió de intermediario de buena fe entre la vieja y la nueva soberanía aliviando las tensiones de un proceso que podía producir roces inesperados.

Frente a la antigua estructura capitalina, la banda de 11mo de Infantería junto a dos batallones del mismo, y la Tropa H del 6to de Caballería hicieron acto de presencia. En el balcón del palacio de gobierno se reunieron otros de los protagonistas del acto: los miembros de la Comisión estadounidense que había negociado los términos. Es curioso que Robinson destaque que la Comisión española se ausentó de los actos. Aunque no ofrece una explicación para el desplante, la lectura de su texto sugiere que el orgullo hispano o una inapropiada concepción del honor habían mediado en la decisión. Los reparos vertidos por Martha Blackford en su texto de 1828 a la concepción de la dignidad que dominaba a los españoles, volvían de un modo solapado en la retórica de Robinson. Los españoles no sabían aceptar con dignidad su derrota.

El relato del cronista es limpio y sobrio, distante de cualquier barroquismo o exuberancia.  La arquitectura textual, atada a los procedimientos descriptivos que ralentizan la narración, insiste en la representación de los uniformes de los soldados. Después de todo, el acto que le ocupa es el resultado de una guerra, pequeña y espléndida, pero guerra al fin. Aquella tropa “presented no brilliant spectacle”, es cierto. Parecían poca cosa, puntualiza, pero habían puesto a correr a los huestes hispanas en la región oeste. La campaña del oeste de la cual había sido testigo posee valores contradictorios para los cronistas estadounidenses. En una visita a Hormigueros Robinson se burlaba de las exageraciones de un interlocutor, el conducto anónimo del coche en que viajaba, quien recordaba con pasión el combate de la Bajura en la frontera entre aquel pueblo y Cabo Rojo.

Lo que para la memoria local era un evento fenomenal para Robinson no pasaba de ser una pobre escaramuza. El destino de la batalla de Hormigueros en la mentalidad estadunidense fue muy parecido al de la Insurrección de Lares en la de los liberales reformistas y autonomistas puertorriqueños. Devaluar la resistencia al enemigo parece ser una regla no escrita en la constitución de la memoria en historia en especial cuando la manejan las voces de los vencedores. En el momento en que observa a los opacos y deslucidos soldados yanquis, sin embargo, Robinson apela a aquella experiencia de un modo distinto. La alusión le sirve para resaltar la superioridad y la moderación ante el triunfo las huestes invasoras, por anteposición a la falta de dignidad de los españoles quienes no son capaces de aceptar su derrota. Cuando el lector evalúa esa situación y recuerda que la Comisión española se ausentó de los actos, el efecto se completa.

La lentificación del relato es un recurso que Robinson utiliza para mantener la sensación de suspenso o tensión que el episodio merece. Los actos que narra y describe suceden poco antes de las 12 del mediodía del 18 de octubre, cuando se formalizará el cambio de soberanía, la marca de un “antes” y un “después” definitivos. En breve tiempo las campanas de la vieja Catedral y las del Ayuntamiento de la ciudad marcarían las 12 y con ello el “nuevo comienzo”. Aquellos acordes se combinaron, con un cañonazo disparado desde el castillo de San Felipe del Morro por el Mayor Day del 5to de Artillería. Selden A. Day, como tantos otros, había estado activo en la Guerra Civil y había ganado el rango de Mayor en mayo de 1898 cuando ya el conflicto hispano estadounidense había comenzado. Ambos “ruidos”, no eran nada más que eso, sirvieron de preámbulo a los acordes de “The Star-Spangled Banner” mientras la “Stars and Stripes” ascendía con calculada parsimonia por un mastelero o asta ubicado en el tope del palacio de gobierno. Cuando los pocos soldados presentes rugieron su presencia, “…the ceremony is over”. En menos de una hora todo había vuelto a la normalidad.

Era como si nada grandioso hubiese acaecido. La pulcritud del acto, su sosería e inocuidad, poseía el sentido de un entierro o una inhumación: “Into the grave of the past there fall four centuries of History o Spanish power in the sea-girt Porto Rico”. Para Robinson, como para para tantos otros observadores, el pasado hispano era “tiempo perdido” que, de golpe y porrazo, “moría”. La insistencia en que España significaba el aislamiento insular, eso sugiere el concepto “sea-girt”, también subsistió en la retórica cultural puertorriqueña en la forma del “insularismo”. Puerto Rico se asume como un error de la naturaleza o como un margen de la historia que, sin embargo, podía ser salvado y devuelto a la corriente del progreso.

Los testigos del acto estaban en un estado de negación. Un detalle interesante de este testimonio es que confirma que las autoridades estadounidenses temían por su seguridad durante los actos de cambio de soberanía. Los peligros eran dos. Por una parte manifestaban recelos en torno a posibles manifestaciones por el “anti-Spanish element” y, por otro lado, les preocupaba el “danger of rowdysm on the part of our soldiers”. Ambas aprensiones tenían su fundamento. Por un lado, el bandolerismo rural ejecutado por elementos antiespañoles locales, los sediciosos o tiznados, ocupó a una parte de las fuerzas armadas en la Isla Grande. Por otra parte, los choques entre los soldados borrachos y la ciudadanía fueron comunes tal y como lo demuestra el testimonio de Lee Basanta citado en otra parte de esta serie. La tranquilidad con que todo transcurrió lo desengañaría.

Robinson estaba preocupado por la seguridad de las minorías españolas que vivían en la capital, concepto que distingue entre insulares y peninsulares porque Puerto Rico es España. El habitante de la capital era un fantasma incapaz de mostrar emociones: “no excitement”, “little enthusiasm”. Todo se había alterado pero nada se había alterado. Después de todo, las variaciones eran cosméticas. El cambio se reducía a la presencia de los “bright colors of the red, white, and blue, instead of the red and yellow of Spain”; al hecho de que el Krag-Jorgensen abrirá paso al Mauser o el Remington”; o acaso al detalle de que algunos vecinos y comerciantes adoptaron los colores nacionales (estadounidenses) en sus casas o sus negocios con el fin de expresar su fidelidad al invasor o atraer a un cliente con dólares para gastar. Algo análogo sucedió en Ponce por aquellos días. En los comercios de la ciudad comenzaron a aparecer anuncios y ofertas en inglés con el fin de seducir a los soldados-clientes que pululaban con curiosidad por el “París de Puerto Rico”, según confirman las memorias de Paoli de Braschi.

 

“Well! Here to — whatever it might be”

El inmovilismo y la vacilación se impusieron en la siquis de la gente de la capital. Los conquistados no imaginaban qué sería de ellos. Pero los dos o trescientos civiles americanos que arribaron al territorio detrás de la soldadesca, los aventureros o “camp followers” que describió Lee Basanta ocupando la ciudad con una voluntad carnavalesca, tampoco estaban seguros de lo que les esperaba. Según Robinson celebraban el cambio pero, de paso, especulaban: “Well! Here to —  whatever it might be”. La sensación dominante era, como quien dice, ¿y ahora qué?

La incertidumbre manifiesta por Robinson estaba relacionada con el hecho de que para este cronista la conquista de Porto Rico no era un logro significativo del cual Estados Unidos pudiese sentirse orgullosos. Una metáfora agraria difícil de traducir le sirve de apoyo: “We have hardly laid a big enough egg to warrant our doing any great amount of cackling”. En cierto modo tenía razón, no valía la pena cacarear en exceso porque el huevo que se había puesto no era muy grande. Los hechos de Puerto Rico, comparados con los de Cuba y Filipinas, siempre fueron vistos como “poca cosa” por aquel grupo de testigos de primera mano. Pero Robinson, como para Edward S. Wilson en un volumen publicado en 1905, no estaba del todo desesperanzado respecto a las posibilidades de la nueva posesión ultramarina. Robinson confiaba en que “the coming years should be a time of sure and steady growth and development for this spot for which a beneficient Creator has done so much.” La rama de olivo estaba extendida.

Una interesante observación de Robinson ante el proceso de invasión y ocupación es la comparación que hizo de la reacción de la gente en distintas regiones del país. Su interés se centraba en las ciudades, escenario que los recién llegados observaron con gran intensidad desde el primer momento. En Ponce y Mayagüez, aseguraba, “was an affair of some abruptness”. La gente no esperaba un desenlace tan rápido de los acontecimientos por lo que la reacción española de retroceder ante el avance de las tropas estadounidense sorprendió a muchos. El carácter abrupto y la reacción de retroceso es explicada sobre la base de que el elemento hispano que se oponía al conquistador era en aquellas ciudades minoritario ante el elemento criollo que, en general, lo favorecía. Los sectores criollos habían visto en los invasores un aliado legítimo ante su enemigo común, situación que también se había manifestado en los casos cubano y filipino.

En San Juan la situación era contraria. La predominancia del elemento español en el entramado urbano era notable por lo que las tropas estadounidenses suponían más expresiones de oposición.  Por eso la pasividad ante el acto del cambio de soberanía le sorprende: “But I saw nothing of the sort”. Con alguna ironía el autor señala que el rechazo se redujo a alguna inofensiva mala mirada o descortesía casual. La reflexión de Robinson posterior a los hechos es interesante: el periodista sinceramente temía una respuesta violenta que nunca sucedió. La situación era propicia para ello. La caballería estadounidense estaba estacionada a 15 millas en Río Piedras y los estadounidenses que pululaban por la isleta eran apenas un puñado.

No se equivocaba a ese respecto. La presencia estadounidense en San Juan se reducía a la Comisión oficial, y a algunos periodistas, comerciantes y civiles que estaban alojados en los hoteles “Inglaterra” y “Francia”, hospederías de las cuáles se burlaría por su vulgaridad. La situación era apropiada para que una turbamulta los agrediera con furia, pero nada pasó. Aquella pasividad le resultaba incomprensible como también lo era para otros observadores más interesados y distantes como fue el caso del doctor Betances Alacán. San Juan había visto pasar la historia por encima de su cuerpo moribundo sin hacer nada para evitarlo o siquiera manifestar su ira. ¿Lo hacía por honor o por civilidad? ¿Lo hacía por fatalismo o por miedo? Robinson prefiere la segunda respuesta. El juego retórico de Robinson vuelve a inventar una imagen convencional del descubrimiento: igual que el natural en Guanahani había actuado con cautela y temor ante el extraño que llegó a sus costas en 1492, el habitante de la ciudad lo hacía ante el invasor en 1898. La apelación al miedo le permite volver a alabar el poder de la civilización que representa. Después de todo, afirma, cualquier resistencia hubiese sido una locura. El La Puntilla “…lay a Little bunch of graceful, but grim-looking, slate color vessels showing the bright fold of the American flag”. La nueva situación era el producto de una guerra por lo que la garantía era la fuerza y, aparte de ello, el recuerdo del bombardeo del 12 de mayo en horas de la mañana seguía fresco en la memoria de los habitantes de la capital.

Su apreciación del bombardeo manifiesta un extraordinario contraste con el de Lee Basanta en sus memorias. Devalúa la devastación y el horror que pudo producir el mismo. Los daños fueron pocos y se ciñeron a la banda norte de la isla para al cabo con algún cinismo, afirmar que “(the) city generally shows but little sign of having been used as an object of target-practice”. La Marina de Guerra, aunque podía haberlo hecho, no hubiera querido demoler una ciudad que sabía iba a caer en su posesión para luego tener que reconstruirla. El fantasma de la ucrónica devastación de Seva narrada por el narrador Luis López Nieves en la década de 1980 atravesó por la mente de este escritor en algún momento como un acto posible. Al cabo, el bombardeo iba dirigido a la banda sur y la bahía interior donde se presumía podía estar acuartelada una parte de la marina hispana, y a la línea de castillos de la banda norte. El objetivo no eran los vecinos. El orgullo con el poderío militar de su país invadía a Robinson en este breve fragmento. La alusión a los refugiados que salían rumbo a Bayamón se atenúa, el que habla es un militar, a una anécdota sin importancia aunque, en general, valida las observaciones de Lee.

 

En San Juan “all quite and peaceful”

La vida de la ciudad tomada se sintetiza en la frase “all quite and peaceful”. Pero San Juan tiene un “sonido” que molesta:  los “cries of street venders” que le resultan más ofensivos que los ruidos de las calles de Nueva York. La idea del San Juan “ruidoso” e “inarmónico” no era solo suya. El juicio también era compartido por observadores entrenados de Puerto Rico como era el caso de Salvador Brau Asencio. La incomodidad con la ciudad murada, sin murallas ya en la parte de tierra desde 1897, también fue una de las quejas de Alejandro Tapia y Rivera en alguno de sus textos tardíos. Para Robinson aquel “sonido” carecía de la resonancia de los carros de bueyes, los carros del ejército, los carruajes y tranvías tan visibles en Ponce, por ejemplo.

En última instancia, el único lugar que mostraba cierta actividad eran los cafés en especial “La Mallorquina…the best and most fashionable of these”, en donde convergían soldados y civiles de todos los orígenes sin problema. El tema de las borracheras vuelve: “there was little drunkenness, and such as there was, I regret to say, was American”. El problema no parecía ser que los estadounidenses bebieran más que los locales sino que se emborrachaban con más facilidad. El “soldado borracho” parece ser un icono común de aquellos primeros días de la presencia estadounidense en nuestro país.

 

¿Y ahora qué?

San Juan había sido era un adversario débil para la marina de Estados Unidos, sin duda, pero si sus fortalezas se modernizaban “the forts of San Juan could be made extremely offensive and dangerous to an attacking fleet”. Robinson pensaba que incluso, pudo haberlo sido durante los combates navales que Lee Basanta registra con minuciosidad y admiración en sus memorias. La observación no impide que concluya que la confrontación se convirtió en una “semi-comedy” para los invasores. Para Robinson “we had no real battles with them”. Ni lo que sucedió en la Bajura de Hormigueros ni los combates en la banda norte de San Juan eran suficientes para acreditar una verdadera guerra en este observador.

El retrato del soldado hispano es curioso. En los días del conflicto las autoridades reales le habían adelantado el sueldo de dos meses. Tenían dinero para gastar en lo que quisieran antes de ser repatriados. A pesar de ello, nunca vio a uno borracho. La imagen del militar ordenado, morigerado y respetuoso contrasta con la de los suyos. El cronista de guerra veía en aquellos hombres signos contradictorios. Algunos militares hispanos lamentaban las condiciones en que se iban, otros prometían volver porque aquí tenían familia, pero muy adentro, a pocos parecía importarle el futuro político del país que dejaban atrás. Entre el 3 y el 4 de octubre zarparon los últimos ante la indiferencia de la ciudadanía en el “Isla de Panay” y el “Satrustegui”, amontonados e incómodos. El “Adiós! España” se había completado. Lo que quedaba de ella en la recién adquirida colonia parecía tan poca cosa que pronto se disolvería en la forma de un recuerdo borroso. Me temo que se equivocaba.

Publicado originalmente en 80 Grados-Historia el 28 de julio de 2017

mayo 21, 2015

Historiografía puertorriqueña: los consensos político-ideológicos de los liberales en el siglo 19

  • Mario R. Cancel Sepúlveda
  • Historiador y escritor

 

Los conservadores e integristas, los liberales reformistas y los autonomistas moderados y radicales, no sólo convergían al ver la relación con España como una garantía para el progreso de la colonia. El argumento se convertía para todos ellos en una justificación intelectual legítima de su oposición al separatismo. Teóricamente la historia de Puerto Rico desde 1808 demostraba que la modernización era posible sin la separación de España, argumento que contravenía la discursividad radical fuese independentista, confederacionista o anexionista. La Historiografía Criolla no ponía en duda aquella aseveración.

Desde ese punto de vista, las posibilidades de una concertación entre cualquiera de aquellos sectores y el movimiento separatista eran pocas. La afirmación era irrefutable cuando se aplicaba a conservadores e incondicionales españoles cuyo integrismo nadie ponía en duda. Sin embargo, la interpretación nacionalista de la historia de Puerto Rico ha insistido en la disposición de la amplia y diversa gama de pensadores liberales a transitar hacia el separatismo, en particular cuando se trata de los autonomistas radicales. Me parece que esa postura interpretativa ha tenido más que ver más con una ansiedad manifiesta en numerosos ideólogos nacionalistas del siglo 20, en especial durante la era de la Guerra Fría, que con una posibilidad real dentro de los parámetros del siglo 19.

Lo cierto es que la mayoría de los intelectuales autonomistas moderados y radicales, prefirieron adoptar la defensa de la estadidad después de la invasión de 1898 porque veían en Estados Unidos la promesa radical y la garantía de modernización y progreso que habían soñado. No sólo eso, en ocasiones se apropió la Estadidad como el equivalente de la Autonomía simplificando un problema complejo. En cierto modo, en el tránsito del 1898, lo único que hicieron fue cambiar el objeto de su compromiso integrista: en lugar de España colocaron a Estados Unidos.

Tapia_BetancesLos matices son muchos. En historiadores como Pedro Tomás de Córdova, el separatismo era representado como un virus del cual había que evitar el «contagio». Una metáfora análoga, «virus revolucionario y antinacional», usó José Pérez Moris cuando comentó la Insurrección de Lares en un volumen poco comentado. El «tono antiseparatista» de los historiógrafos criollos tenía sus grados pero era igualmente manifiesto. En Alejandro Tapia y Rivera (1882) Lares aparece como un acto de «descontentos». Del mismo modo, en Salvador Brau Asencio (1904), se trata de un evento «prematuro» y «precipitado» que culminó en una «algarada». En línea análoga, Francisco Mariano Quiñones (1888) arguye que no vale la pena «recordar una calaverada, una verdadera calaverada», y acusa indirectamente de Pérez Moris de que «abulta el hecho», todo ello en un texto titulado «Lo de Lares» en el cual devalúa cualquier proyecto que se opusiese al integrismo. Y José Marcial Quiñones, hermano de aquel, lo reproduce: Lares es una «calaverada» responsabilidad de Segundo Ruiz Belvis y Ramón E. Betances que, «por lo aislada que pareció, lo mal concertada y lo peor ejecutada», fracasó estrepitosamente.

Conservadores y liberales compartían una opinión devastadora sobre Lares apoyados en metáforas distintas. Los ejemplos podrían multiplicarse pero no vale la pena hacerlo en este momento. La desvalorización del acto rebelde separatista -Lares era el único que reconocían como tal- permitía a Tapia y Rivera en el «Capítulo XXX» de Mis memorias (1882), imponer la tesis de que «toda regeneración y progreso eran posibles bajo la bandera de la patria española». Si para Betances «España no puede dar lo que no tiene», es decir libertades y el acceso a la Modernidad, para Tapia y Rivera era todo lo contrario.

Aquellas voces del abanico liberal, al igual que los conservadores, eran afirmativamente integristas, imaginaban que el progreso del siglo se debía a España y apostaban a su verdad sostenidos en la seguridad que les daba su «condición de clase» y el lugar que ocupaban en el engranaje colonial decimonónico. Todos hablaban desde un «arriba social» afín a los valores de la hispanidad que, igual que ellos, despreciaba a la «canalla» o al pueblo. La única excepción en aquel territorio ideológico dominado por la fe cándida en España era el campo separatista en todas sus manifestaciones. Los independentistas, confederacionistas y anexionistas, no eran parte de la Intelectualidad Criolla por ello. Desde la perspectiva criolla, el separatismo no pertenecía a la «Gran Familia» porque había abandonado el hogar simbólico de la Hispanidad.

Hay que dejar por sentado un asunto. El separatismo del siglo 19 incluyó independentistas de tendencias republicanas y democráticas, confederacionistas que tras separar a Puerto Rico aspiraban unirlo a las Antillas españolas o a todas ellas en un arreglo político común; y anexionistas que tras separar a Puerto Rico querían unirlo lo mismo a Gran Colombia, México y Estados Unidos en diversos momentos del siglo 19. Valero quería que Puerto Rico fuese estado de la Gran Colombia. En la segunda mitad del siglo 19 el anexionismo que quedaba activo era el pro-estadounidense y sobre esa base ha sido enjuiciado todo anexionismo. Mi tesis es que la intelectualidad criolla, que defiende la unidad con España no considera a los separatistas parte de su proyecto porque su condición de separatistas. El separatismo era una negación del integrismo o de la unidad con España fuese mediante el asimilismo o la autonomía. Las afinidades entre liberales reformistas, asimilistas, autonomistas e independentistas no podían ser muchas porque, en lo sustancial, diferían con respecto a lo central: el futuro de la relación con España

La virtud de «arriba social» y su orgullo por la hispanidad también atravesaron por un proceso de intelectualización agresiva. En este aspecto la figura cimera fue la de Brau Asencio (1882). Su respeto por la Hispanidad irradiaba en todas direcciones, lo cual lo condujo a concluir que la conquista había sido un «acto regenerador» porque logró imponer la «civilización». Con aquel argumento manifestaba su deprecio al pasado precolonial y a los naturales al equipararlos, como los conquistadores ante la resistencia en el siglo 16, con la «barbarie». Aquella «regeneración» producida por la conquista había sido necesaria, forzosa y hasta providencial. Conquistar al precio que fuese, constituía una responsabilidad histórica, como se sugiere en el folleto «Las clases jornaleras».

En Brau Asencio la disquisición le condujo a una versión confiable de la «Teoría de las Tres Fuentes». El trinitarismo criollo veía la identidad como el agregado asimétrico de tres razas: la «indígena», la «europea» y la «africana», las cuales eran tratadas como las «tres piedras angulares» de la identidad. El concepto «Raza», como en el Nacionalismo de principios del siglo 20, valía por «Cultura» o «Etnicidad» más que por color de piel. La asimetría de la tríada se convertía en una jerarquía natural: el elemento civilizador era la raza «europea» pero las otras no, se limitaban a la condición de recipientes.

La herencia de las tres razas era desigual y servía para evaluar los defectos colectivos del criollo, defectos que gente como Brau Asencio no identificaban en su propia clase sino en la «canalla» y en el pueblo común. Del indio, la taciturnidad, el desinterés, la indolencia y la hospitalidad; del africano, la resistencia, la sensualidad, la superstición y el fatalismo. Pero del español venía la gravedad caballeresca, la altivez, los gustos festivos, la austera devoción, la constancia, el patriotismo y el amor a la independencia. La superioridad española era racional, natural o positiva y, en consecuencia, irrefutable.

Para Brau Asencio los criollos no eran mestizos ni híbridos por el hecho de que no se trataba de una mezcla entre iguales. El indio y el africano habían sido absorbidos por el español. Sobre esa base convenía con Tapia y Rivera: la superioridad de los «europeos» servía para reclamar que somos españoles, queremos y debemos serlo siempre. La clase criolla era responsable de hacer valer ese desiderátum integrista.

Como se verá en otro momento, el acontecimiento que rompió aquel consenso fue el 1898 cuando los liberales reformistas y autonomistas radicales y moderados fueron proclives a respaldar la presencia de Estados Unidos, mientras los conservadores e integristas mostraron más resistencia a ello y se convirtieron en un eslabón esencial para el surgimiento del nacionalismo hispanófilo emergente desde 1910 en un sector de la intelectualidad puertorriqueña. Al menos en ese sentido, la idea del 1898 como trauma no resulta tan absurda.

Para ampliar esta discusión puede consultarse: Separatismo y nacionalismo: continuidad y discontinuidad, y Reflexiones en torno al separatismo.

 

Nota: Publicado originalmente en 80 Grados-Historia el  6 de Junio de 2014

mayo 20, 2015

Historiografía Puertorriqueña: los consensos teóricos liberales en el siglo 19

  • Mario R. Cancel Sepúlveda
  • Historiador y escritor

 

Las redes de lectura desde Abbad y Lasierra hasta Brau Asencio fueron intensas, a pesar de que al ambiente colonial censuraba la reproducción de los saberes históricos. Son demostrativas del hecho las quejas irónicas de Tapia y Rivera en el capítulo XXXII de Mis memorias (1882). El censor había «tachado de inconveniente la Elegía de Ponce de León, de Juan de Castellanos» y le propuso que suprimiera la Octava 17 del «Canto II» cuando la publicara en la Biblioteca Histórica de Puerto Rico (1854). Algo había en la estrofa que atentaba contra la imagen de la hispanidad. La Elegía… fue suprimida finalmente del libro. El hecho no era aislado: en agosto de 1854, un joven de nombre Daniel de Rivera y su editor Felipe Conde, fueron condenados por una situación análoga con un poema titulado «Agüeybana el bravo» publicado en Ponce. Tal parece que el frágil indianismo, indianismo sin indios, que afloraba en la década de 1850 era visto como un discurso subversivo que había que silenciar.

La censura y las limitaciones que imponía el mercado a la difusión de la palabra impresa no impidieron que los observadores y comentaristas de la historia puertorriqueña arribaran a varios consensos interpretativos. En términos generales, primero, todos aceptaban que Puerto Rico se modernizaba materialmente. En segundo lugar, la modernización que celebraban tenía que ver con un cambio económico social preciso: la transformación de la colonia de un territorio ganadero en uno agroexportador. El hecho de que la agricultura de subsistencia fuese superada por otra para la exportación era considerado un beneficio neto del cambio. En tercer lugar, aceptaron que el peso de la responsabilidad estaba en el crecimiento de la industria azucarera.

Las implicaciones políticas e ideológicas de aquel juicio eran varias. Por un lado, para Puerto Rico el camino de la modernización material había constituido una «vía alterna» a la del resto de Hispanoamérica. Puerto Rico no se separó del Imperio Español en medio del vacío de poder que implicó el 1808. Ello significaba que las relaciones políticas con el Imperio Español, la dependencia colonial, no impedía el proceso de modernización material sino que lo estimulaba. El desprestigio del separatismo entre una parte significativa de los sectores de poder era comprensible. La expresión del «progreso» en la isla acabó por poseer un carácter excepcional. En la práctica el país ya no era parte de Hispanoamérica porque Hispanoamérica ya no era España.

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Alejandro Tapia y Rivera y Salvador Brau Asencio

Por otro lado, la idea de la modernización que poseían los observadores y comentaristas de la historia era instrumental y contable. El discurso del Secretario de Gobierno Pedro Tomás de Córdova (1831-1838) es el que mejor ejemplifica esa concepción. En Córdova, integrista radical, la celebración de la modernización se convierte en un «culto a la personalidad» de aquel a quien reconoce como motor de la misma: el Gobernador Miguel de la Torre. El Capitán General, quien enfrentó el separatismo de un modo frontal, resumía para este autor los rasgos del «iluminado» y el «déspota lustrado» a la vez que asumía los atributos del «héroe» capaz de guiar a la «canalla» o el populacho, mientras se hacía «amar» y «temer». De la Torre es un modelo del príncipe de Nicolás Maquiavelo.

Al individualismo excepcional que, para Córdova, representa De la Torre, se añadía un elemento jurídico. La Cédula de 1815 era percibida como un documento fundacional del proceso de modernización. Lo cierto es que celebrando la Cédula de 1815 se elogiaba la figura autoritaria de Fernando VII, conocido como «El deseado» desde la ocupación napoleónica de la península. El mensaje era claro: Puerto Rico se modernizaba de la mano del autoritarismo, la tradición y la hispanidad. Nada de ello representaba una contradicción en el caso de Córdova. Él era integrista, antiseparatista y favorecía el absolutismo borbónico. Lo interesante es que otros comentaristas asociados al liberalismo reformista, asimilista, al especialismo y al autonomismo, compartieran buena parte de ellas. Historiadores como Alejandro Tapia y Rivera, José Julián Acosta y Calbo y Salvador Brau Asencio, las reprodujesen con algunas variantes. Aquellas disparidades se reducían a detalles producto de la plasticidad que poseía la «hispanidad compartida» en el contexto de sumisión colonial.

Tapia y Rivera valoraba del mismo modo la transición de una sociedad de ganaderos a una de agricultores pero miraba en dirección de otro «iluminado» o «héroe». En la Noticia histórica de Ramón Power (1873), proyectaba a aquel militar como «lo mejor de Puerto Rico» y lo reconocía como el artífice del cambio. De modo paralelo lo convertía en el signo de la identidad criolla apropiada como sinónimo de la puertorriqueña. Para Tapia y Rivera, Power proyectaba la posibilidad de un balance entre la hispanidad y la puertorriqueñidad. Power era fiel a la vez a Fernando VII y a los criollos, a pesar de que ser liberal y fernandino era una contradicción. Los liberales reformistas, asimilistas, especialistas y autonomistas resolvían aquella contradicción en nombre de la modernización material.

Acosta y Calbo tampoco difiere al enfrentar el tema de la modernización material en su prólogo a la obra de Iñigo Abbad y Lasierra (1866). Con alguna candidez exponía que su objetivo era explicar el «interesante periodo del desenvolvimiento de la riqueza pública del país». Para explicarlo usaba los mismos parámetros de Córdova: Puerto Rico creció al perder «los situados de México» tras la Independencia de Hispanoamérica. Los agentes modernizadores, aquellos que aprovecharon la nueva situación, fueron dos fuerzas exógenas ajenas a la voluntad del país. De un lado, la inmigración de extranjeros con capital; y de otro, la «libertad de comercio» autorizada desde 1815.

Para un abolicionista convencido el hecho de que no mencionara que la inmigración venía con capital y esclavos llama la atención. La esclavitud negra y el trabajo servil en la ruralía fueron consustanciales al crecimiento material de la colonia después de 1815. Para Acosta y Calbo, la modernización material significaba que Puerto Rico había dejado de ser «un miserable parásito» que vivía a costa de España y el Situado y se había convertido en una posesión beneficiosa para aquella. El desprecio al pasado resulta visible: la imagen de Puerto Rico como un «parásito» improductivo con un potencial no explotado era común en los comentaristas e historiadores del siglo 17 y 18. Las preguntas que surgen son muchas ¿Había sido Puerto Rico «un miserable parásito» de España antes de 1815? ¿Acaso celebraba Acosta y Calbo la relación con España en 1866? ¿Aceptaba un régimen políticamente autoritario porque era económicamente exitoso? ¿Para qué sectores fue exitoso? ¿La profundización del coloniaje desde la Ilustración y el Reformismo Ilustrado, equivalía a la modernización? Brau Asencio, autor de una «sociología histórica» o una «historia sociológica» que se confunde con un análisis socio-cultural elitista, elaboró una teoría de las etapas de la historia de Puerto Rico que no contradice a los anteriores. Su propuesta, sostenida en criterios socio-económicos comunes, reconocía dos estadios mayores: antes de 1815 y después de 1815. La tesitura de la teoría de las etapas de Augusto Comte se percibe en su discurso. El 1815 y la Cédula, representaban una frontera entre la no-modernización y la modernización material. El limen entre un pasado y un presente se define como un AC (antes de la Cédula), y un DC (después de la Cédula). Previo al 1815 el país producía azúcar, cacao y café en el marco colonial estrecho, el estancamiento dominaba y Puerto Rico permanecía al margen Progreso. Posterior al 1815, se garantizó el «despegue» económico en el marco que todavía era colonial tras el retorno del absolutismo.

Los agentes claves del «despegue» en Brau Asencio eran varios. En primer lugar, otra vez el ingreso de extranjeros con cultura y capital, suprimiendo de nuevo la cuestión de los esclavos. En segundo lugar, la liberalización, parcial por cierto, del comercio. Y en tercer lugar, la creación de la «Sociedad Económica de Amigos del País» en 1813, un cuerpo elitista asesor del Estado. Para Brau Asencio el Progreso equivalía al crecimiento de la agricultura comercial, por lo que la modernización se interpretaba en su sentido «positivo» o «material» o «contable» como en Córdova. Su propuesta constituía una celebración del protagonismo del Reino de España y Fernando VII en el proceso.

Es cierto que el cambio estaba allí, pero el mismo había conducido a una modernización material asimétrica que poseía enormes grietas. El historiador de Cabo Rojo se encargó de demostrarlo en numerosas ocasiones. En la «Herencia devota» y «La campesina», monografías publicadas en 1886, se esforzó en documentar que culturalmente el país no era «moderno» porque la gente común, la «canalla» o el populacho, vivían cegados por un conjunto de «supersticiones» que había que superar. Borrar las costumbres no ilustradas de la gente había sido la pasión de los costumbristas puertorriqueños desde Manuel Alonso Pacheco en 1849. El tono pontificador dominaba aquellos textos, salvo contadas excepciones. En gran medida, la meta de comprender el volkgeist no tenía por finalidad de conservar sino la de reformar y podar la irracionalidad de la gente.

Brau Asencio, como Acosta y Calbo antes, se cuidó de pasar juicio sobre el absolutismo fernandino. No señaló el carácter conservador y antiseparatista de la inmigración de la cual el provenía, como tampoco mencionó la intensificación de la esclavitud en el marco del crecimiento de la economía de hacienda azucarera a pesar de su abolicionismo militante. En el proceso idealizó al inmigrante: «no llegaron…para oprimir sino víctimas de la opresión…». La candidez se imponía otra vez en el discurso. La intelectualidad hispana, integrista o conservadora, y la criolla liberal reformista, asimilista, especialista y autonomista, legitimaron un proceso de modernización impulsado desde «arriba» de un modo «autoritario» que sirvió para garantizar la relación de explotación colonial y profesionalizó la misma con rendimientos para España. Aquellos argumentos se apoyaban en una presunción teórica indemostrable: la fe en que la modernización económica (y el liberalismo económico), conducirían forzosamente a la modernización política (y el liberalismo político) en un futuro no precisado. El respeto o sumisión a la hispanidad era incuestionable. Todos condenaban las luchas separatistas por igual. En el caso de Brau Asencio, el pecado separatista consistía en que aquellas luchas habían forzado la emigración. La moderación política se impuso sobre el discurso historiográfico puertorriqueño del siglo 19.

Nota: Publicado originalmente en 80 Grados-Historia el 2 de mayo de 2014

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