Puerto Rico entre siglos: Historiografía y cultura

junio 2, 2015

Política y estatus: el estadoísmo en las dos primeras décadas del siglo 20

  • Mario R. Cancel Sepúlveda
  • Historiador y escritor

El estadoísmo en la década de 1910

Los acontecimientos acaecidos entre 1909 y 1921 fueron decisivos en el diseño del estadoísmo anexionista de la década del 1930. Todo parece indicar que a ello se debió, en buena parte, su triunfo electoral previo al imperio del popularismo. Durante aquel periodo, la conciencia de que el «futuro americano» de Puerto Rico no estaba a la vuelta de la esquina, hizo necesario el desarrollo de la paciencia política dentro de aquel sector exigente. Algo análogo ocurrió con la idea de la independencia al cabo de la Segunda Guerra Mundial. Esperar sin desesperar parecía una actitud lógica. Pero una cosa era lo que la lógica exigía y otra lo que las pasiones políticas provocaban en un sector tan desesperado como el nacionalista treintista.

Aquella crisis estuvo marcada por tres episodios poco discutidos. En primera instancia, la huelga legislativa de 1909 que estuvo centrada en el contencioso asunto del presupuesto estatal. El otro incidente fue la respuesta del Congreso de Estados Unidos a la actitud de reto de la elite colonial. La natimuerta Enmienda Olmstead a la Ley Foraker en 1909, se insertó a modo de un castigo paternal a una comunidad política que se consideraba pretenciosa e infantil. La propuesta de Marlin Olmstead, Republicano por Pennsylvania, tenía por objeto limitar los pocos poderes de la Cámara de Delegados de Puerto Rico al arrebatarle la facultad para dejar sin presupuesto al Estado como mecanismo de presión política. Se trataba de un escarmiento ejemplar: si exiges más de lo debido, esto es lo que te espera.

banderaDemás está decir que para el republicanismo puertorriqueño, adoptar una postura consistente ante aquella actitud no iba a ser fácil. La reprimenda autoritaria del Congreso beneficiaba políticamente a los unionistas independentistas y autonomistas, sin duda. Pero la rebatiña de Olmstead laceraba las esperanzas del partido que quería un «People of Porto Rico» que viera en Estados Unidos un signo benévolo y comprensivo. La situación guarda paralelos con la cargada atmósfera que dejó el primer proyecto de independencia de Myllard Tydings a raíz de los sucesos sangrientos de 1936.

Precisamente, la culminación de aquel resquebrajamiento fue el curioso episodio del Proyecto Olmstead de estatus en enero de 1910, suscrito con el propósito de sustituir la Ley Foraker. El «castigo» para la colonia pareció excesivo para muchos observadores, incluso para gente como Samuel Gompers. Los socialistas en Puerto Rico habían solicitado, por medio de Santiago Iglesias Pantín, la inclusión de ciertas reformas laborales básicas proyectadas en la Carta Orgánica de 1910. Ese solo hecho demuestra que muchos amigos de Estados Unidos en la isla cuestionaban la finalidad de la cruzada de Olmstead. Refiriéndose al proyecto HR 19718 del  61er. Congreso, Gompers aseguraba que el mismo daba la impresión de que «the Secretary o War and perhaps some other members of the administration are not willing to grant any practical reforms in the way of benefitting the masses of the workers of Porto Rico». El asunto era espinoso porque la clase obrera puertorriqueña era reconocida como la base fuerte del estadoísmo anexionista emergente desde principios del Siglo 20. Gompers no guardaba reparos en argumentar que «the working people of Porto Rico stand committed to the constructive American method of our trade union movement, and are acknowledge to have done more for the Americanization of Porto Rican people than all other elements combined». Las posibilidades de que lo que aquí denomino como la «actitud Olmstead», causaran tensiones entre los obreros, eran muchas.

Todo esto, unido a la Crisis Económica de 1913, dejó al estadoísmo anexionista, integrado en el Partido Republicano Puertorriqueño y el Partido Socialista, en una situación incómoda. En aquellos años, como se sabe, el proteccionismo azucarero fue amenazado por el impulso renovador del Mercado Libre. La Ley Underwood pretendía abolir la protección que disfrutaba el azúcar local en Estados Unidos. La «mano invisible» de Adam Smith no consideraba las hipotéticas necesidades del capital azucarero local en la medida en que ponía a esa industria en igualdad de condiciones que la del café. Los efectos políticos de aquella disposición podían ser desastrosos. Hay que apuntar que la rebeldía de los unionistas no sirvió de mucho en aquel contexto. Si la meta de su reto radical era estimular la configuración de una relación más democrática y de más soberanía para Puerto Rico, el 1917 debió ser desilusionante para su liderato.

El Estadoísmo en la oposición: tácticas y fisuras

El campo de opiniones dentro del estadoísmo anexionista, cimentado en un aparente monolitismo, siempre ha sido rico y diverso. Me parece que esa es una premisa crucial para desarrollar un entendimiento plausible de las ideas radicales en Puerto Rico, independientemente de la dirección de los proyectos estratégicos que se propongan. El affaire Olmstead de 1910 es un buen modelo para comprender el asunto. Por aquellos azarosos días circuló en los medios políticos una carta firmada por José Guzmán Benítez, Presidente del Comité Territorial del Partido Republicano, dirigida al General Clarence Edwards, Jefe del Insular Bureau of the War Department y publicada el 15 de abril de 1910 por el Committe of Insular Affairs de la House of Representatives. En la carta, Guzmán Benítez aseguraba que el Partido Republicano estaba «in accord with Bill No. 19718». La correspondencia previa entre Guzmán y Manuel F. Rossy en el mes de marzo de aquel año, confirmaba las simpatías que el Proyecto Olmstead despertó en algunos sectores del estadoísmo anexionista. La razón para el apoyo se comprende porque la versión original de la pieza disponía la extensión de la ciudadanía americana en forma colectiva a los puertorriqueños. Muchos pensaban que esta concesión aseguraba el camino de Puerto Rico a convertirse en un estado de la unión.

En una carta de Cayetano Coll y Cuchí a Roberto H. Todd del 15 de abril de 1910, se censuraba a Guzmán Benítez por su «audacia» o «atrevimiento» al ofrecer su sentir como la opinión del Partido Republicano «when he knows that this statements are at an absolute variance with the attitude of said party». Todo parece indicar que las tensiones dentro del movimiento estadoísta anexionista, eran comunes y que, en ocasiones, sobrepujaban las luchas ideológicas y jurídicas. A nadie debe sorprender el hecho, se trata de algo consustancial a la naturaleza de las organizaciones políticas modernas, cimentadas en una hipotética unidad de propósitos que nunca es, ni puede ser, total o real.

En junio de 1911, Roberto H. Todd, alcalde la Capital y separatista anexionista, recibió unas cartas anónimas que criticaban con severidad su criterio al elegir funcionarios para ciertos puestos públicos claves en la Capital. La disciplina del partido había sido violada. Los argumentos para la censura anónima eran diversos. Una nota fechada el día 17, apelaba a la necesidad de que Todd fuese agradecido con quienes le habían servido bien en el pasado: «(D)ebo decirle al amigo Don Roberto, que mas de las veces no debe echarse en el olvido el pasado, y tener en cuenta mayormente a los que con gratitud, voluntad, buena fe y sin interés alguno expusieron su tiempo y esfuerzos para lograr que el amigo Roberto llegara [a] la posición Social que hoy ocupa». El reclamo de que los puestos públicos pagaban favores políticos era obvio. Se trata de una tradición política de todos los tiempos en los ancestrales términos del quid pro quo más vulgar. El uso del recurso de la anonimia puede ser interpretado de una diversidad de modos: miedo al poder, pudor, respeto a la figura pública. Sin embargo, la situación deja por sentado que la política en la colonia tenía mucho de seducción y manipulación.

El 29 de junio un nuevo anónimo criticaba el nombramiento del Sr. Carballeira como Director de los Hospitales Municipales de Santurce. La extranjería del nombrado, ser español era ser foráneo después del 1898, resultó ser la manzana de la discordia. El secreto remitente preguntaba retóricamente: «¿No cree [usted], que en el número de profesionales en medicina y cirugía que hay de Puertorriqueños dentro del partido Republicano haya quien tenga más meritos contraídos, tanto intelectual como profesional para desempeñar ese cargo con más acierto que el Sr. Carballeira?». La oposición no se limitaba al nombramiento de peninsulares:

Y, ¿qué me dice [usted], amigo Roberto, del nombramiento del Sr. Lippitt? . . . ¿porqué en lugar de nombrar á un Americano, no nombró [usted] aunque fuese de los quintos Infiernos a un galeno Puertorriqueño fuese quien fuese?.

William F. Lippitt, coronel del ejército, médico y masón grado 33, había llegado a Puerto Rico en 1903. Lippitt, casado con una puertorriqueña, fue Comisionado de Salud del Puerto Rico en 1912. El prestigio de Lippitt en los anales perdidos de la americanización puertorriqueña se puede equiparar al que poseen el doctor Paul G. Miller y el doctor Bailey K. Ashford, entre otros. La lección más sugestiva de todo esto es que el nacionalismo de los estadoístas anexionistas poseía características muy particulares. Contrario a lo que se acostumbra pensar, la defensa de lo «puertorriqueño» es un asunto que hay que abrir más allá de los estrechos márgenes del independentismo.

El efecto más significativo, desde la perspectiva de una historia política renovada, se encuentra en otro lugar. La idea de la Estadidad que animaba al estadoísmo anexionista fue revisitada a la luz de las relaciones contradictorias entre táctica y estrategia, también fueron examinadas y atenuadas al socaire de los tiempos. La polisemia de la Estadidad como la de la Independencia, es un asunto que no puede ser pasado por alto.

El estadoísmo en la década de 1920

El 1917, la Gran Guerra y la ciudadanía americana, forzaron la revisión del lenguaje político en Puerto Rico. Concesión o imposición, la ciudadanía movilizó la opinión política en una diversidad de direcciones. Cuando se evalúa aquel acto jurídico de cara a la opinión formulada por diversos autores estadounidenses durante la década subsiguiente al año 1898, el contraste es enorme. El Dr. José Anazagasty y yo hemos discutido ese problema en dos libros recientes a los que remito al interesado: We the People: La representación americana de los puertorriqueños, 1898-1927 (2008) y Porto Rico hecho en Estados Unidos (2011).

«Ambos a dos» (Rossy y Barbosa), caricatura de Mario Brau

Es cierto que el valor geoestratégico del territorio fue crucial en la decisión. Los portavoces del imperialismo neoaristocrático y la Marina de Guerra de Estados Unidos, reconocían, incluso antes de 1898, el valor militar de Puerto Rico en el Caribe. Pero es una postura frágil partir de ese aserto para desembocar en la hipótesis moral de que la ciudadanía se aplicó con el fin de usar a los puertorriqueños como «carne de cañón». Cuando se observa el periodo referido desde una perspectiva panorámica, la impresión que queda es que la crisis legislativa de 1909 a 1910 y el interesante pugilato que produjo, incidió en el cambió de actitud de la clase política estadounidense ante el problema de los puertorriqueños.

En 1911, el asesor militar y Secretario de Guerra del Presidente Woodrow Wilson, Henry L. Stimson (1867-1950), sugirió revisar la relación de la metrópoli con su posesión tropical. La relación se examinaría a la luz de varias consideraciones de política internacional. Por un lado estaba el valor geoestratégico del territorio. Por el otro, se hallaban las aspiraciones hegemónicas de Estados Unidos sobre la América Latina y la futura apertura del Canal de Panamá en 1914. Puerto Rico cumpliría una función de relevancia en aquel contexto. Stimson fue una de las figuras más interesantes de aquel periodo. Laboró al servicio de administraciones lo mismo republicanas que demócratas, fue Secretario de Guerra y de Estado, tenía experiencia colonial dado que sirvió en Filipinas y Nicaragua y fue el impulsor de la Doctrina Stimson que se oponía a la expansión japonesa en oriente. La lógica de Stimson sugería que un Puerto Rico «American» garantizaría la seguridad del Canal de Panamá. Asegurar esa asociación fue lo que trajo el tema de la ciudadanía americana al tapete.

Sobre esa base, la Inteligencia Militar recomendó la necesidad de reconocer la ciudadanía americana colectivamente para los puertorriqueños. Lo más interesante de aquel proceso fue la insistencia en que se dejara claro que la ciudadanía no debía interpretarse como un compromiso de Estados Unidos a conceder la Estadidad. Hacer a los puertorriqueños ciudadanos, no equivalía a la incorporación. De hecho, se trataba de procesos distintos y distantes. Tenía que estar claro que sólo la incorporación como territorio implicaba un compromiso concreto en aquella dirección. La impresión de que Estados Unidos podía reconocer y legitimar aspectos parciales de equiparación para Puerto Rico sin comprometerse con la Estadidad y los estadoístas se hizo evidente. El sabor que quedó en muchos observadores fue que el estadoísmo estaba en retroceso.

La elite política y la ciudadanía americana

Diversos sectores de opinión aspiraban a la ciudadanía americana desde 1898, premisa importante para comprender las actitudes de la clase política colonial. Durante el 1912, año en que madura el Partido de la Independencia y precede a la crisis económica de 1913 al palio de la discusión de la Ley Underwood, la conmoción de algunos y el entusiasmo de otros era palpable. El Partido Republicano Puertorriqueño y el Partido Obrero Socialista, que se hallaba en camino a su revisión ideológica de 1915, respaldaron la posibilidad de la concesión. En ambos casos, la anexión por medio de la ciudadanía era visto como un acto de equiparación jurídica que mejoraría la imagen de Estados Unidos en Puerto Rico y adelantaría la causa estadoísta. Jurídicamente la decisión tenía especial relevancia: la veían como una garantía de unión permanente con Estados Unidos. La idea de que después de ello ya no habría un paso atrás, dominaba. La semántica del concepto “unión permanente” estaba entonces vinculada casi con exclusividad a la Estadidad y el estadoísmo. La ciudadanía era un escalón en el camino de la Estadidad, argumento que contradecía la postura de la Inteligencia Militar. Los estadoístas, para consumo electoral, alegaban que la decisión comprometería a aquel país con la integración total en un futuro mediato. El argumento era más la expresión de un deseo que una realidad.

El Partido Unión de Puerto Rico enfrentó el proceso con sumo cuidado. La «Ciudadanía Portorriqueña», emanada de la Ley Foraker de 1900, había sido motivo de orgullo para parte del liderato independentista de la organización, en particular el abogado y escritor José De Diego. Es probable que, dada la situación de que se trataba de una decisión que se presumía inevitable, respaldaran la misma no sin imponer ciertas condiciones. Su situación de partido en el poder les daba un margen de movimiento que no poseían los partidos de minoría.

Con todo, si bien los defensores del self-government del unionismo convenían en que la ciudadanía era aceptable si se le reconocía mayor autonomía a Puerto Rico, los independentistas tenían reservas. Para figuras como De Diego y Luis Muñoz Rivera, el problema se reducía a una cuestión de principios: la «Ciudadanía Portorriqueña» estaba por ser sustituida por la «Ciudadanía Americana». La lógica del liderato de la Unión resulta curiosa. En 1913, eliminaron la estadidad de la Base Quinta de su programa, y concentraron en la meta del self-government y la independencia con protectorado. En ello había una contradicción palmaria: el self-government era interpretado, dentro del marco de un progresismo vulgar, como un paso necesario hacia la independencia. Esa condición reducía al unionismo a la situación de un partido autonomista y a la independencia en una utopía moral. El radicalismo de Muñoz Rivera y de Diego se expresaba en otros ámbitos: en que se eliminara el Tribunal Federal de Puerto Rico, y en que se sacara a la isla del control de las Leyes de Cabotaje. La Gran Guerra (1914-1918), confirmó la opinión de la Inteligencia Militar. La ciudadanía fue extendida colectivamente a los puertorriqueños en marzo de 1917. De Diego había muerto en 1918 y Muñoz Rivera en 1916.

«A la vera de la Cámara» (Matienzo), caricatura de Mario Brau

Después de la ciudadanía y la Gran Guerra ¿qué?

Desde 1917 en adelante, el independentismo y el estadoísmo reevalúan sus posiciones ideológicas. La fundación de un Partido Nacionalista en 1922, y la consolidación de la Alianza de 1924, son prueba al canto de ello. En gran medida, la ciudadanía tuvo un efecto tranquilizador. Era como si las opciones radicales -Estadidad e Independencia- hubiesen sido canceladas en nombre de la voluntad estadounidense de mirar hacia las posibilidades de una evanescente tercera vía.

Una carta de Roberto H. Todd a Ogden L. Mills, asesor del gobierno de Estados Unidos, fechada el 24 de mayo de 1920, servirá para ilustrar la incómoda situación por la que pasaban los estadoístas. Se trata de una lógica análoga a la de los unionistas: «(if) Statehood is temporarily withheld, the Porto Rican should be entitled to at least as much self-government as the people of the Territory.» El asunto de la No-Incorporación de Puerto Rico como Territorio de Estados Unidos, y el hecho de que la Isla no fuese un candidato para el status de Estado, estaba en la médula del dilema.

La correspondencia política de José Celso Barbosa y Todd de los primeros años de la década del 1920 está plagada de observaciones en torno al peligro que representaba el independentismo para una relación sana con Estados Unidos. Muerto De Diego, las acusaciones de subversión se concentraban en Antonio R. Barceló y José Coll y Cuchí, entre otros. Unionismo e independentismo eran sinónimos para el liderato estadoísta republicano. Lo que preocupaba a aquel liderato era que el retraso en integrar a Puerto Rico a Estados Unidos mediante la incorporación o su transformación en un Territorio organizado tuviese resultados desastrosos. Para Todd, ello:

…has resulted in keeping alive the agitation for independence, autonomy, a protectorate, any sort of a scheme that makes of Porto Rico an old-time, old-fashioned «Republic», with a few politicians riding big, white horses, with plumes and helmets, while the masses toil to support the «dignity» of this sort of nonsense. It has resulted in resisting the growth and use of the English language, a resistance that has at times developed into bitterness.

La situación de incertidumbre también afectaba otras zonas de la incómoda relación entre la metrópoli y la colonia.Todd insistía en que esa inseguridad había provocado que, a la altura de 1920, «this language (english) is use less in government court and offices, and there is less ambition to acquire it in the country than was the case fifteen years ago.» La ausencia de voluntad del Congreso americano atentaba contra el futuro de la relación entre ambos países. Todd quería colocar la responsabilidad de la situación en manos del Otro -el Congreso- con el fin de forzar la situación a favor del estadoísmo.

El otro aspecto que le molestaba era algo que ya se había manifestado en los textos americanos sobre Puerto Rico que ya he comentado en los dos volúmenes aludidos: la precariedad y la inmadurez de la praxis de la clase política insular. Todd se había tomado muy en serio el lenguaje paternalista que justificaba el tutelaje colonial de los puertorriqueños. Para demostrarlo resaltaba el carácter extravagante de la administración unionista desde 1904, el patronazgo político, y el hecho de que la cuota de empleados del Estado alcanzaba la friolera de 5,000 personas. No sólo eso:

Our Governor draws down $22,000 with the old «Palace» for a residence, a summer home in the mountains, a Packard automobile, with all accessions; and if callers present themselves at the Palace, and are regaled with cheese sandwiches and pink lemonade, the People of Porto Rico pay for the entertainment…

Todd, un hombre que había vivido la política del siglo 19, reconocía que las convenciones, miradas e inflexiones de aquel segmento de la clase política vinculada al unionismo y al independentismo, no habían cambiado tras el 1898: «…we have maintained in Porto Rico an old Spanish or British Colony, instead of a simple territorial government…». El fantasma de la Autonomía Radical tipo Canadá y del 1887, seguía vivo en el país. El desplazamiento de la culpa era evidente: la responsabilidad del atraso estaba en el desinterés del Congreso, actitud que a veces era interpretada como debilidad. El estadoísmo se sentía abandonado a su suerte por el Imperio. La imagen que tenían los estadoístas sobre los americanos estaba cambiando. La ilusión que había despertado la invasión de 1898 había llegado a su fin.

Nota: Publicado originalmente en dos partes es  80 Grados-Historia  el 20 de enero de 2012 y en 80 Grados-Historia el 17 de febrero de 2012

junio 29, 2011

Porto Rico: Hecho en Estados Unidos.Un comentario crítico

  •  Dr.Wilkins Román Samot

Mario R. Cancel y José Anazagasty Rodríguez son profesores en el Departamento de Ciencias Sociales de la Universidad de Puerto Rico, Recinto de Mayagüez. El primero es un historiador y escritor muy destacado, especialista en Estudios Puertorriqueños y del Caribe. El segundo, un sociólogo especialista en Estudios Americanos. Ambos, se han puesto de acuerdo para prologar este texto, y distribuirse su contenido aportando así varios capítulos cada uno. El epílogo o pos-prólogo es escrito por Cancel.

Este libro es una continuación de las ponencias que sus dos autores prepararan en un seminario para docentes universitarios y de las escuelas públicas de Puerto Rico. El seminario fue celebrado en la Universidad de Puerto Rico, Recinto de Mayagüez, entre el 15 de octubre y el 26 de noviembre de 2005, y tuvo por título: “Los americanos y sus ‘textos imaginarios’: La economía de la alegoría maniqueísta y la representación americana de los puertorriqueños, 1898-1926”. Otros de los ponentes del seminario fueron Camille R. Krawiec, Michael González Cruz, Aníbal J. Aponte y José Eduardo Martínez. Las ponencias de éstos fueron editadas en el 2008 por Cancel y Anazagasty Rodríguez bajo el título de “We the People”: La representación americana de los puertorriqueños, 1898-1926.

El título del seminario hacía referencia a los textos que sobre los puertorriqueños escribieran los estadounidenses poco después de invadir a Puerto Rico a finales de julio de 1898. Se trata de una serie de textos que en el seminario pretendían ser objeto de análisis e interpretación, luego que varios de estos textos fueran publicados ese mismo año por la Fundación Puertorriqueña de las Humanidades. Se trata de textos que al decir de Krawiec (2008: 13), fueron escritos por los agentes coloniales de los Estados Unidos de América en Puerto Rico. Eran éstos: Charles H. Allen (1901), Henry K Carroll (1899), William Dinwiddie (1899), Frederick A. Ober (1899), Albert Gardner Robinson (1899), Rudolph Adams Van Middeldyk (1903), Edward S. Wilson (1905) y Knowlton Mixer (1926).

Cancel y Anazagasty Rodríguez dividen su libro en tres partes. En la primera, cada uno aporta su propio capítulo, mientras que en las otras dos, cada uno aporta una parte completa. Cancel, en el primer capítulo trata de relacionar los textos coloniales con la post-guerra hispanoamericana y el desarrollo de la historiografía puertorriqueña de o sobre las primeras dos décadas. Se trata de un estudio a profundidad basado en la bibliografía ahora disponible, como de la que emergiera entonces por voz de los textos de los agentes coloniales. Anazagasty Rodríguez, en el segundo capítulo entrelaza los estudios realizados de los textos coloniales y les sitúa dentro del des-contexto con el sentido de lo común expresado en éstos. Su lectura de éstos es ciertamente novel, dado que nos brinda también su propia lectura de estudios que ahora tenemos disponibles.

En el tercer capítulo, Cancel analiza The History of Puerto Rico de Rudolph Adams Van Middeldyk. Cancel se enfoca en cómo su autor reinventa nuestra historia con el ánimo de encontrar en ésta los obstáculos al desarrollo de su presente. Se trata de una actitud o lectura asumida no sólo en la historiografía puertorriqueña o sobre Puerto Rico, ocurrió y tal vez ocurre en la latinoamericana. Mentes lúcidas como Eugenio María de Hostos, la pregonaron. El positivismo euro-atlántico y su visión del progreso lineal nos cegó a casi todos.

En el cuarto capítulo, Cancel realiza un análisis comparado de dos de las obras generales sobre la historia de Puerto Rico, una escrita por Salvador Brau y otra por Paul G. Miller. En estos dos capítulos, Cancel ha de hacer una aplicación conciente del análisis del discurso, mientras que en la segunda aplica también la técnica del análisis comparado. Me extraño, ciertamente, que en su lectura Cancel no tratara de aplicar la distinción que entre el colonizador (Miller) y el colonialista (Brau) elabora Albert Memmi. Ello, sin embargo, no le resta a la calidad de su análisis cruzado de estas dos obras canónicas.

Anazagasty Rodríguez, en el quinto capítulo estudia Down in Porto Rico de George Milton Fowles. En su análisis relaciona la desvalorización que su autor hace de los españoles y los puertorriqueños, la plusvalía moral que tal desvaloración produjo y el problema que resulta de pretender prescribir un régimen colonial basado en una moralidad cristiana y misionera. Esta última pretensión de Fowles, es lo que hace a su texto uno imaginario. En el sexto capítulo, Anazagasty Rodríguez estudia Political Development of Porto Rico de Edward S. Wilson. Al así hacerlo, busca establecer la posibilidad de una relación híbrida entre puertorriqueños y estadounidenses, el desarrollo de una economía a base de la minusvaloración y explotación colonial de los primeros, y el esfuerzo de Wilson por prescribirnos un ordenamiento colonial, liberal y estable. Su prescripción de tal orden no divino le hace un texto simbólico, en lugar de imaginario. La distinción aplicada por Anazagasty Rodríguez a estos dos textos coloniales es sin duda una novedad en la historiografía puertorriqueña.

En el epílogo del libro, Cancel reflexiona y sugiere posibles lecturas de los textos coloniales. Cancel busca en éste dejarnos saber que su lectura de los textos coloniales no se ha agotado. Le delata ciertamente una actitud postmoderna que tal vez sea la razón por la que ha descartado aplicar a Memmi en su lectura abierta de las obras de Miller y Brau. Lo bueno de tal actitud, es que no cierra puertas y nos permite pensar en lecturas alternativas. Este libro, por último, debemos señalar es una aportación al conocimiento del contenido de los textos coloniales, no una mera interpretación que resulte en nuevos textos o lecturas propias del proceso político dado en el Puerto Rico de finales del Siglo XIX y principios del XX.

La lectura que sus dos autores nos dan de los textos coloniales es una particular, pero sobre todo, sustentada en el texto y el contexto en que éste es desarrollado. Los escritos de cada uno de ellos, como la de Krawiec, González Cruz, Aponte y Martínez, son textos que nos dan una lectura mucho más amplia del contenido de los otros textos republicados en el 2005 por la Fundación Puertorriqueña de las Humanidades. En fin, debo decir que su publicación es sin duda una aportación que merece la pena tomar en cuenta al momento de estudiar o analizar los textos y el período comprendido entre el 1898 y el 1926. Debería ser considerada fuente secundaria fundamental en cuanto a éstos y su época.

Reseña en torno al volumen Anazagasty Rodríguez, José y Mario R. Cancel (2011), Porto Rico: Hecho en Estados Unidos, Puerto Rico (Cabo Rojo), Editora Educación Emergente. ISBN 978-1-4507-6094-2Publicada en Revista de Estudios Avanzados IDEA de la Universidad de Santiago de Chile.

Para adquirir el libro comuníquese con EEE

mayo 8, 2011

Paul G. Miller: la Insurrección de Lares

Capítulo XVII Militarismo, absolutismo y separatismo (…)

11. Los comisionados de Cuba y Puerto Rico presentan informes acerca de las reformas para las Antillas.

Con sobrada paciencia los puertorriqueños, como los cubanos, habían estado aguardando desde 1837 las «leyes especiales…propias para hacer su felicidad». Por fin en 1865, el gobierno español autorizó una información, e invitó a los cubanos y puertorriqueños a que enviaran comisionados para informar al gobierno en qué debían basarse las leyes especiales para las provincias de Ultramar.

En las elecciones de comisionados triunfó el elemento reformista. De los seis que correspondían a Puerto Rico fueron electos José Julián Acosta, Segundo Ruiz Belvis, Francisco Mariano Quiñones y Manuel de Jesús Zeno, no concurriendo los otros dos. Al tratar las reformas políticas, económicas y sociales, se dio preferencia por los informadores a la abolición de la esclavitud. Las sesiones duraron desde el 30 de octubre de 1866 hasta el 27 de abril de 1867.

Esta información no tuvo inmediatos resultados positivos. La abolición de la esclavitud no vino hasta 1873, y las reformas políticas aceptables para gran parte del pueblo no llegaron hasta 1897. Es precisamente en años posteriores a esta información que los generales Marchesi, Sanz y Palacios cometieron los mayores abusos y atropellos que se han experimentado en Puerto Rico.

Sin embargo, como dice Ángel Acosta Quintero: «Los trabajos y reuniones de la Información desacreditaron para siempre los exagerados temores y las falsas alarmas de los que se oponían á su formación y convocatoria. Con posterioridad, nadie se atrevió a defender como bueno el antiguo sistema de misterio, de silencio y de reservas que imperaba en las provincias de Ultramar. La palabra Reformas se pronunciaba por todos.»

Gabinete de 1917. De izquierda a derecha: A. Ruiz Soler (Salud), José E. Benedicto (Tesorero), Ramón Siaca Pacheco (Secretario), Hon. Arthur Yager (Gobernador, 1914-1921), Paul G. Miller (Educación), Manuel Camuñas (Trabajo y Agricultura), Salvador Mestre (Fiscal General), Guillermo Esteves (Interior), Jesse W. Bonner (Auditor), Pedro L. Rodríguez (Secretario de la Gobernación)

12. Patriotas puertorriqueños desterrados.

En la guerra de Santo Domingo, de 1861 a 1865, cuando España trató, por medios violentos, de incorporar de nuevo el territorio de la República Dominicana, Puerto Rico ayudaba a la metrópoli con tributos y milicias. Como algunos puertorriqueños simpatizaban con los dominicanos se imaginaban las autoridades que se estaba fomentando una revolución, para la cual las armas y pertrechos habían de venir de afuera de un momento a otro.

Uno de los oficiales puertorriqueños Luis Padial Vizcarrondo, que servía en el ejército español, fue herido en Puerto Plata y regresó a Puerto Rico para restablecerse. Censuraba la mala administración militar de la campaña contra los dominicanos. A él atribuía el gobernador general el fomento y dirección de la revolución aludida; y, en 1864, en vista de sus sentimientos liberales, Messina desterró a Padial de Puerto Rico.

En 1867 estalló una sedición militar en la Capital, que fue sofocada inmediatamente, terminando con el fusilamiento del cabo Benito Montero, y suicidándose el coronel de artillería Nicolás Rodríguez de Cela.

El gobernador general Marchesi creía que algunos puertorriqueños tenían parte en el movimiento militar. Sin ningún procedimiento judicial, pero en pleno uso de las «facultades omnímodas» y con gran asombro del país entero, Marchesi desterró de Puerto Rico a los doctores Pedro Gerónimo Goico, Ramón Emeterio Betances  Calixto Romero Togores y a los señores Segundo Ruiz Belvis, Julián E. Blanco, José de Celis Aguilera, Vicente María Quiñones, Vicente Rufino de Goenaga y Carlos E. Lacroix. Les ordenó que se presentaran a disposición del Gobierno en Madrid y les prohibió volver a Puerto Rico.

13. La fuga de Betances y Ruiz Belvis.

Betances y Ruiz Belvis no obedecieron la orden del gobernador. Se embarcaron furtivamente en Mayagüez, tal vez con intención de llegar a Santo Domingo. La corriente los arrastró hacia el sur, y tuvieron que aterrar en la costa áspera y desierta de la actual jurisdicción de Lajas. Ocultos y protegidos por Fernando Calder, que vivía en aquella costa, se prepararon para su salida definitiva de la isla. Con la ayuda de Ventura Quiñones, hijo del malogrado Buenaventura que murió en el castillo del Morro, lograron embarcarse por el puerto de Guánica en un buque de carga, llegando a Santomas, sin mayores contratiempos. De allí fueron a Nueva York. En el New York Herald publicaron una carta en la cual manifestaron «que es enteramente falso que tengamos nada que ver con la Conspiración a que se refiere su corresponsal. El gobierno de la Isla, como es su costumbre, sin forma alguna de proceso, decretó la expulsión de varios individuos de buena posición social, entre ellos los infrascritos. Hemos rehusado de dar nuestra palabra de honor…porque sería perder tiempo, trabajo y dinero confiar en la buena fe de tal gobierno.»

En Nueva York se separaron los dos amigos. Ruiz Belvis se trasladó a Chile, donde falleció poco después a la edad de treinta y ocho años. Betances hizo rumbo hacia Santo Domingo. Después de largas peregrinaciones estableció su residencia en París. Allí dedicó sus energías a fomentar el espíritu revolucionario de los puertorriqueños y a dar impulso a la insurrección en Cuba. La Junta Revolucionaria de Cuba en Nueva York lo nombró su representante diplomático cerca del gobierno francés.

Betances murió en París en 1898. Por disposición de la Asamblea Legislativa sus restos fueron trasladados a Puerto Rico en 1920, y yacen hoy en Cabo Rojo, pueblo donde nació en 1827.

En una proclama que lanzó a los puertorriqueños desde Santomas en 1867 expuso los diez mandamientos de los hombres libres, como él llamó su programa de reformas para el país. Helos aquí: «Abolición de la esclavitud; derecho de votar todos los impuestos; libertad de cultos; libertad de la palabra; libertad de imprenta; libertad de comercio; derecho de reunión; derecho de poseer armas; inviolabilidad del ciudadano; y derecho de eligir nuestras autoridades.»

Por orden del Ministro de Ultramar, los otros desterrados pudieron regresar a sus hogares.

Todavía en 1884 se cursaron muchos telegramas entre el gobernador y el alcalde de Juana Díaz referente al paradero del doctor Betances, porque se corría el rumor de que había regresado a Puerto Rico, a fomentar una revolución.

14. Año de calamidades, 1867.

A los desmanes de Marchesi, se deben agregar dos acontecimientos que resultaron verdaderos desastres para el país. El 29 de octubre el ciclón de San Narciso causó grandes daños a las propiedades, sufriendo la agricultura y el comercio grandes pérdidas. El 18 de noviembre hubo un terrible terremoto, que tal vez ha sido el más horroroso que registra la historia de Puerto Rico. Las sacudidas duraron unos cuantos días. Muchos vecinos de San Juan abandonaron la ciudad, a causa de los desperfectos sufridos por los edificios. Las iglesias de Coamo, Corozal, Dorado, Gurabo y Juncos se inutilizaron. En los campos se abrieron grietas; y casi todas las chimeneas de las haciendas quedaron destruidas. Muchos edificios de mampostería sufrieron daños.

15. La Revolución de Lares.

La primera manifestación abierta del separatismo en Puerto Rico fue la llamada revolución de Lares. Ya en 1866 el gobernador de Puerto Rico mandó una comunicación al de Cuba referente a la «existencia de una vasta conspiración muy próxima a estallar para proclamar la independencia de estas dos Antillas españolas. Efectivamente la guerra de Cuba, que duró de 1868 a 1878, dio principio en Yara.

En Puerto Rico existían asociaciones secretas, como la sociedad Capá Prieto de Mayagüez y el Lanzador del Norte, que estaban fomentando un movimiento revolucionario. El día 20 de septiembre las autoridades sorprendieron en el Palomar, jurisdicción de Camuy al vecino Manuel González, venezolano, hallándosele pruebas de una conspiración separatista. El día 22 llegó a Mayagüez la noticia de la prisión de González. Manuel Rojas, también venezolano, presidente de la asociación secreta Centro Bravo número 2, envió un aviso a Mathias Bruckman, norte-americano, presidente del organismo Capá Prieto, que anticipara el movimiento general y que le enviara fuerzas a su hacienda en el barrio de Pezuela de Lares, para dar el grito de independencia en esa población, y luego posesionarse del Pepino (San Sebastián) y otros pueblos pequeños, antes de marchar sobre Arecibo. Mr. Bruckman reunió en su finca de café unos doscientos hombres que emprendieron la marcha a casa de Rojas en Lares. Llegó el número en la hacienda de Rojas a unos trescientos de a pie y unos ochenta a caballo. El ejército libertador de la República de Puerto Rico llegó al pueblo de Lares como a las diez de la noche del día 23. Tomaron posesión de la población, cayendo sobre los establecimientos comerciales y encarcelando a las autoridades. Dice José Pérez Moris:

«Apoderados así de la Alcaldía y arrojado el retrato del monarca y demás símbolos nacionales, procedieron los insurrectos á organizar…el gobierno provisional de la república de Puerto Rico, constituyéndolo del modo siguiente: Presidente, D. Francisco Ramírez, dueño de una mala tienda de pulpería y de escasos terrenos; Ministro de Hacienda, D. Federico Valencia, escribiente del Juzgado de Paz; Ministro de la Gobernación, D. Aurelio Méndez, Juez de paz de aquel pueblo; Ministro de Gracia y Justicia, D. Clemente Millán, dependiente de comercio; Ministro de Estado, D. Manuel Ramírez, arrendador de una gallera; Secretario del Ministerio de la Gobernación, D. Bernabé Pol, propietario arruinado.»

Además del general en jefe y jefe superior de la isla, Manuel Rojas, se reconocieron nueve generales de división. No faltaba un director general de artillería, ni un comandante general de caballería. El ejército que tal vez nunca llegó a más de 800 hombres, se retiró precipitadamente del Pepino, al encontrarse con los pocos milicianos de aquel pueblo.

Las fuerzas revolucionarias así como el presidente, ministros, y demás cabecillas se dispersaron. El venezolano [Baldomero] Bauren y el americano Bruckman fueron muertos al tratarse de reducirlos a prisión. La cárcel de Arecibo fue atestada de presos. Un consejo de guerra condenó a muerte a siete cabecillas. En España la revolución iniciada en septiembre puso fin al gobierno de Isabel II. Los condenados a muerte fueron indultados; y todos, presos y huidos, recibieron amnistía amplia.

La Revolución de Lares no pudo prosperar. Fue un movimiento prematuro. No contó con elementos adecuados para una operación militar. Sus iniciadores eran extranjeros e ilusionistas del país. No tenía el apoyo de los puertorriqueños de prestigio. El país miró sus actuaciones con indiferencia. Algunos liberales la han llamado la Algarada de Lares. En una palabra, el separatismo no tenía arraigo en Puerto Rico.

16. Elecciones y reformas.

Establecida la República en España, se decretó, en 1869, la celebración de elecciones para Cortes. De once representantes, los liberales lograron tres: Román Baldorioty de Castro, Luis Padial y José Eurípedes de Escoriaza. El nuevo gobernador Baldrich hizo las elecciones para la Diputación Provincial, con toda imparcialidad. Constituida por hombres de afiliación liberal reformista inauguró sus sesiones en 1871.

Baldrich concedió la libertad de imprenta; y se fundaron nuevos periódicos: «El Progreso» en la Capital, «La Razón» y «Don Simplicio» en Mayagüez. Todos eran de tendencias liberales y combatían a los conservadores, luego llamado Partido Español sin condiciones, cuyo vocero era «El Boletín Mercantil». En 1873 vino la abolición de la esclavitud, por decreto de la Asamblea Nacional.

En las elecciones de 1870 tomó tanta intervención el gobierno por medio de los alcaldes y Guardia Civil a las órdenes del gobernador Gómez Pulido que solamente tres distritos eligieron sus candidatos: Ponce, Cabo Rojo y Vega Baja.

Gómez Pulido fue separado de su cargo, sustituyéndole Simón de la Torre. Éste efectuó varios cambios en las comandancias militares y otros puestos públicos para garantizar la libre emisión del voto. Vencieron los liberales. Los incondicionales, aunque en minoría, consiguieron la separación de la Torre.

En 1873 el gobernador Rafael Primo de Rivera publicó la ley votada por las Cortes en 1872, haciendo extensivo a Puerto Rico el título primero de la Constitución de 1869. Este título consta de treintaiún artículos que establecen los derechos naturales de los españoles.

La Monarquía fue restaurada en 1874. Muchos de las reformas concedidas por la República fueron suspendidas con el regreso al país del general José Laureano Sanz como gobernador.

17. Los atropellos y arbitrariedades de Sanz.

Las medidas represivas contra los intereses y libertades del país llegaron a su colmo bajo las dos administraciones del general Sanz, gobernador de triste recuerdo en los anales puertorriqueños (1868-1870 y 1874-1875).

Creó el cuerpo de la Guardia Civil y como secuela el cuerpo militar de Orden Público formados de elementos peninsulares. Disolvió las Milicias Disciplinadas, constituidas de hijos del país, y fundó el Instituto de Voluntarios con individuos de procedencia española. Esta fuerza tomó carácter político, incondicionalmente español, con gran perjuicio de la tranquilidad pública. Sanz suprimió la Diputación Provincial y los Ayuntamientos de origen popular; y los constituyó de oficio, a su gusto con elementos incondicionales. Prohibió las reuniones públicas y veladas literarias.

Separó de sus cátedras en la Sociedad Económica de Amigos del País a José Julián Acosta y Román Baldorioty de Castro por sus ideas liberales. Se negó a conceder la escuela superior de Ponce al reputado profesor Ramón Marín, quien la había ganado en rigurosa oposición. Bajo el pretexto de que estaba «destruyendo y cortando de raíz los gérmenes de separatismo que pudieran existir en el importante ramo de instrucción pública,» separó casi todos los maestros de escuela, hijos del país, para cubrir las vacantes con españoles traídos expresamente de la Península. Prohibió el establecimiento de escuelas particulares sin la autorización del gobierno, evitando así que los maestros puertorriqueños cesantes pudieran ganarse el sustento con la enseñanza particular, ni siquiera permitiéndoles dar clase en sus hogares.

Dice el historiador Coll y Toste: «Precisamente esos atropellos del gobernador…Sanz produjeron más enemigos a España que las proclamas de Betances. Todo el profesorado puertorriqueño, destituido injustamente de la dirección de sus escuelas, ganadas por oposición, fueron desde aquel trágico momento anti-españoles.»

A Sanz se le debe la instalación del telégrafo y el activar la construcción de la Carretera Central, pero se interesó en estas obras para fines militares, para mejor poder tener al país subyugado a su capricho.

18. Efectos del separatismo.

A pesar de las continuas gestiones de Betances y de Hostos, partidario de la Confederación Antillana, y de la Junta Revolucionaria establecida en Nueva York, el separatismo nunca llegó a echar raíces profundas en el suelo borincano. Los puertorriqueños dejaron de ser españoles como resultado de la Guerra Hispanoamericana. El resultado del movimiento separatista está condensado con acierto por Ángel Acosta Quintero, cuando escribió:

«Si próspero, feliz y con libertades quería a Puerto Rico con España, próspero, feliz y con libertades lo quiero con los Estados Unidos. He procurado vivir siempre dentro de la realidad, y ésta me dice que Puerto Rico, por circunstancias que no son del caso, hechos, situación geográfica, razones políticas y económicas, jamás será libre e independiente como Nación Soberana…

Así pensaron y racionaron mi padre, Román B. de Castro, los Quiñones, Vizcarrondo, Celis, Corchado, Goico, Blanco, Morales, Marín y tantos otros más, en lo pasado. Ruiz Belvis, Betances, Basora, Hostos, Henna y algunos otros más, pensaron y trataron de independizar esta tierra de la Soberanía de España. Fracasaron en sus anhelos y estuvieron siempre en minoría. El pueblo y la masa ilustrada de Puerto Rico estuvo divorciada de ellos. Esa es la verdad y a la Historia se debe la verdad.»

19. Resumen.

Hasta la implantación de la autonomía en 1898 subsistió en Puerto Rico un gobierno militar en el cual toda la administración estaba centralizada en la persona del gobernador designado por la Corona. Este sistema absolutista se prestaba a grandes abusos y el gobierno sufría alteraciones «según la mayor instrucción y modo de pensar del que gobernaba». Salvo dos breves períodos constitucionales, hasta 1873 el gobernador tenía poderes discrecionales que le permitían cometer abusos y excesos.

Además de las Leyes de Indias, el pueblo se regía por reales órdenes y reglamentos, y por los decretos, circulares, ordenanzas y los bandos de policía promulgados por el gobernador general.

La vida del pueblo estaba reglamentada; y durante algún tiempo fue obligatorio que todos los jornaleros de la isla tuvieran su libreta de inscripción. Las reformas prometidas desde 1837 no llegaron. Con el tiempo se levantó la voz de protesta y se abrió una información en Madrid. Algunos puertorriqueños fueron desterrados. En 1868, estalló la llamada Revolución de Lares, que no tenía el apoyo del país en general. Las mayores arbitrariedades las cometieron los generales Messina, Marchesi, Sanz y más tarde Palacios. A pesar de esta forma de gobierno absolutista, los puertorriqueños se mantuvieron leales a España.

Nota: Fragmento de Paul G. Miller, “Capítulo XVII Militarismo, absolutismo y separatismo” en Historia de Puerto Rico. New York: Rand McNally y Compañía, 1939. pág. 274-284

Comentario:

El texto que sigue es un framento de un  ensayo que escribí hacia en 2010 cuya referencia es la que sigue:  «Continuidades y discontinuidades: de Salvador Brau a Paul G. Miller»en José Anazagasty Rodríguez y Mario R. Cancel (2011) Porto Rico: hecho en Estados Unidos. Cabo Rojo: EEE. 88-89.

El relato del separatismo en Paul G. Miller no es muy distinto (al de Salvador Brau Asencio). El auge separatista está relacionado con el incumplimiento de las prometidas Leyes Especiales de 1837.[1] Pero ello se combinaba con un juicio elogioso del largo gobierno de La Torre porque durante el mismo “la riqueza territorial, el movimiento mercantil y la población aumentaron considerablemente.”[2] Se trata del pragmático juicio de un hombre de negocios. Miller no compartía la censura moral que hacía Brau al periodo de las tres B’s. La impresión que queda era que celebraba el puritanismo del gobernador militar como una forma de compromiso con la moralidad.

Al enjuiciar la conspiración de los hermanos Vizcarrondo de 1838, Miller la ataba a la finalidad de “proclamar la Constitución de Cádiz de 1812”[3] e insistía en aclarar el carácter liberal y moderado de todos los conatos que se produjeron en el Regimiento de Granada en 1835 y 1838. La idea era podar su carácter amenazante y afirmarlos como movimientos que no atentaban contra la relación de Puerto Rico y España. Para concluir citaba a Coll y Toste, su autoridad preferida, diciendo que “los separatistas los crearon los malos gobernantes, que vinieron después, como Marchesi, Messina, Sanz, Palacios, atropelladores, y sus perversos consejeros, que no supieron llevar las riendas del gobierno.”[4] La imagen del separatismo como una vendetta que pudo haberse evitado reaparece. El autor presume que, en otras circunstancias, la idea de la “siempre fiel” no hubiese sido alterada.

Al cabo Lares quedaba como la “primera manifestación abierta de separatismo.”[5] En su descripción, siguiendo a Pérez Moris, Miller resaltaba el papel predominante de los extranjeros en la causa. Su juicio final era lapidario. “Fue un movimiento prematuro” cuyos “iniciadores fueron extranjeros e ilusionistas del país,” es decir, personas carentes de la virtud del pragmatismo. Todo ello condujo a la falta de “apoyo de los puertorriqueños de prestigio” y a la indiferencia del país. En una clara alusión a Brau dice que “algunos liberales la han llamado la Algarada de Lares” sin acreditar la cita en ningún momento.[6]

El separatismo no entraba nunca en crisis en el imaginario de Miller porque jamás fue una amenaza real a la relación de Puerto Rico y España. La independencia entendida como sinónimo de la emancipación a la que conducía la ley del progreso, era una utopía en el caso de Puerto Rico. La idea central del nacionalismo moderno y del progresismo teórico occidental no era funcional para este país. Miller se cuidaba de no decirlo con sus palabras. Para ello recurrió otra vez a una autoridad puertorriqueña, Ángel Acosta Quintero, hijo de liberal moderado José Julián Acosta. “He procurado –decía- vivir siempre dentro de la realidad, y ésta me dice que Puerto Rico, por circunstancias que no son del caso, hechos, situación geográfica, razones políticas y económicas, jamás será libre e independiente como nación soberana…”[7] El razonamiento de Acosta Quintero le permitió acomodar a los separatistas independentistas como una minoría de idealistas de la cual “el pueblo y la masa ilustrada de Puerto Rico estuvo divorciada” siempre.[8] Afirmar la alienación del pueblo con aquel proyecto radical era perentorio. De ese modo, la patología social era convertida en orden, la anormalidad en normalidad. El parecido de aquel discurso con el de Luis Muñoz Marín tras la consolidación del estadolibrismo es enorme.

Miller salvaba la figura compasiva de Estados Unidos. El discurso de la compasión y la inocencia americana se manifiesta con diafanidad ante el espectáculo de la opresión hispana en la Cuba del fin del siglo 19. La invasión podía ser interpretada desde ese momento como un acto humanitario y una gestión misericordiosa.

Acotación: Las notas corresponden a Paul G. Miller (1939) Historia de Puerto Rico. Nueva York: Rand McNally y Compañía.

[1] Miller 260.

[2] Miller 263.

[3] Miller 265.

[4] Miller 266.

[5] Miller 278.

[6] Miller 280.

[7] Miller 283.

[8] Miller 284.

  •  Mario R. Cancel Sepúlveda
  • Historiador y escritor

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