Puerto Rico entre siglos: Historiografía y cultura

mayo 20, 2015

Historiografía Puertorriqueña: los consensos teóricos liberales en el siglo 19

  • Mario R. Cancel Sepúlveda
  • Historiador y escritor

 

Las redes de lectura desde Abbad y Lasierra hasta Brau Asencio fueron intensas, a pesar de que al ambiente colonial censuraba la reproducción de los saberes históricos. Son demostrativas del hecho las quejas irónicas de Tapia y Rivera en el capítulo XXXII de Mis memorias (1882). El censor había «tachado de inconveniente la Elegía de Ponce de León, de Juan de Castellanos» y le propuso que suprimiera la Octava 17 del «Canto II» cuando la publicara en la Biblioteca Histórica de Puerto Rico (1854). Algo había en la estrofa que atentaba contra la imagen de la hispanidad. La Elegía… fue suprimida finalmente del libro. El hecho no era aislado: en agosto de 1854, un joven de nombre Daniel de Rivera y su editor Felipe Conde, fueron condenados por una situación análoga con un poema titulado «Agüeybana el bravo» publicado en Ponce. Tal parece que el frágil indianismo, indianismo sin indios, que afloraba en la década de 1850 era visto como un discurso subversivo que había que silenciar.

La censura y las limitaciones que imponía el mercado a la difusión de la palabra impresa no impidieron que los observadores y comentaristas de la historia puertorriqueña arribaran a varios consensos interpretativos. En términos generales, primero, todos aceptaban que Puerto Rico se modernizaba materialmente. En segundo lugar, la modernización que celebraban tenía que ver con un cambio económico social preciso: la transformación de la colonia de un territorio ganadero en uno agroexportador. El hecho de que la agricultura de subsistencia fuese superada por otra para la exportación era considerado un beneficio neto del cambio. En tercer lugar, aceptaron que el peso de la responsabilidad estaba en el crecimiento de la industria azucarera.

Las implicaciones políticas e ideológicas de aquel juicio eran varias. Por un lado, para Puerto Rico el camino de la modernización material había constituido una «vía alterna» a la del resto de Hispanoamérica. Puerto Rico no se separó del Imperio Español en medio del vacío de poder que implicó el 1808. Ello significaba que las relaciones políticas con el Imperio Español, la dependencia colonial, no impedía el proceso de modernización material sino que lo estimulaba. El desprestigio del separatismo entre una parte significativa de los sectores de poder era comprensible. La expresión del «progreso» en la isla acabó por poseer un carácter excepcional. En la práctica el país ya no era parte de Hispanoamérica porque Hispanoamérica ya no era España.

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Alejandro Tapia y Rivera y Salvador Brau Asencio

Por otro lado, la idea de la modernización que poseían los observadores y comentaristas de la historia era instrumental y contable. El discurso del Secretario de Gobierno Pedro Tomás de Córdova (1831-1838) es el que mejor ejemplifica esa concepción. En Córdova, integrista radical, la celebración de la modernización se convierte en un «culto a la personalidad» de aquel a quien reconoce como motor de la misma: el Gobernador Miguel de la Torre. El Capitán General, quien enfrentó el separatismo de un modo frontal, resumía para este autor los rasgos del «iluminado» y el «déspota lustrado» a la vez que asumía los atributos del «héroe» capaz de guiar a la «canalla» o el populacho, mientras se hacía «amar» y «temer». De la Torre es un modelo del príncipe de Nicolás Maquiavelo.

Al individualismo excepcional que, para Córdova, representa De la Torre, se añadía un elemento jurídico. La Cédula de 1815 era percibida como un documento fundacional del proceso de modernización. Lo cierto es que celebrando la Cédula de 1815 se elogiaba la figura autoritaria de Fernando VII, conocido como «El deseado» desde la ocupación napoleónica de la península. El mensaje era claro: Puerto Rico se modernizaba de la mano del autoritarismo, la tradición y la hispanidad. Nada de ello representaba una contradicción en el caso de Córdova. Él era integrista, antiseparatista y favorecía el absolutismo borbónico. Lo interesante es que otros comentaristas asociados al liberalismo reformista, asimilista, al especialismo y al autonomismo, compartieran buena parte de ellas. Historiadores como Alejandro Tapia y Rivera, José Julián Acosta y Calbo y Salvador Brau Asencio, las reprodujesen con algunas variantes. Aquellas disparidades se reducían a detalles producto de la plasticidad que poseía la «hispanidad compartida» en el contexto de sumisión colonial.

Tapia y Rivera valoraba del mismo modo la transición de una sociedad de ganaderos a una de agricultores pero miraba en dirección de otro «iluminado» o «héroe». En la Noticia histórica de Ramón Power (1873), proyectaba a aquel militar como «lo mejor de Puerto Rico» y lo reconocía como el artífice del cambio. De modo paralelo lo convertía en el signo de la identidad criolla apropiada como sinónimo de la puertorriqueña. Para Tapia y Rivera, Power proyectaba la posibilidad de un balance entre la hispanidad y la puertorriqueñidad. Power era fiel a la vez a Fernando VII y a los criollos, a pesar de que ser liberal y fernandino era una contradicción. Los liberales reformistas, asimilistas, especialistas y autonomistas resolvían aquella contradicción en nombre de la modernización material.

Acosta y Calbo tampoco difiere al enfrentar el tema de la modernización material en su prólogo a la obra de Iñigo Abbad y Lasierra (1866). Con alguna candidez exponía que su objetivo era explicar el «interesante periodo del desenvolvimiento de la riqueza pública del país». Para explicarlo usaba los mismos parámetros de Córdova: Puerto Rico creció al perder «los situados de México» tras la Independencia de Hispanoamérica. Los agentes modernizadores, aquellos que aprovecharon la nueva situación, fueron dos fuerzas exógenas ajenas a la voluntad del país. De un lado, la inmigración de extranjeros con capital; y de otro, la «libertad de comercio» autorizada desde 1815.

Para un abolicionista convencido el hecho de que no mencionara que la inmigración venía con capital y esclavos llama la atención. La esclavitud negra y el trabajo servil en la ruralía fueron consustanciales al crecimiento material de la colonia después de 1815. Para Acosta y Calbo, la modernización material significaba que Puerto Rico había dejado de ser «un miserable parásito» que vivía a costa de España y el Situado y se había convertido en una posesión beneficiosa para aquella. El desprecio al pasado resulta visible: la imagen de Puerto Rico como un «parásito» improductivo con un potencial no explotado era común en los comentaristas e historiadores del siglo 17 y 18. Las preguntas que surgen son muchas ¿Había sido Puerto Rico «un miserable parásito» de España antes de 1815? ¿Acaso celebraba Acosta y Calbo la relación con España en 1866? ¿Aceptaba un régimen políticamente autoritario porque era económicamente exitoso? ¿Para qué sectores fue exitoso? ¿La profundización del coloniaje desde la Ilustración y el Reformismo Ilustrado, equivalía a la modernización? Brau Asencio, autor de una «sociología histórica» o una «historia sociológica» que se confunde con un análisis socio-cultural elitista, elaboró una teoría de las etapas de la historia de Puerto Rico que no contradice a los anteriores. Su propuesta, sostenida en criterios socio-económicos comunes, reconocía dos estadios mayores: antes de 1815 y después de 1815. La tesitura de la teoría de las etapas de Augusto Comte se percibe en su discurso. El 1815 y la Cédula, representaban una frontera entre la no-modernización y la modernización material. El limen entre un pasado y un presente se define como un AC (antes de la Cédula), y un DC (después de la Cédula). Previo al 1815 el país producía azúcar, cacao y café en el marco colonial estrecho, el estancamiento dominaba y Puerto Rico permanecía al margen Progreso. Posterior al 1815, se garantizó el «despegue» económico en el marco que todavía era colonial tras el retorno del absolutismo.

Los agentes claves del «despegue» en Brau Asencio eran varios. En primer lugar, otra vez el ingreso de extranjeros con cultura y capital, suprimiendo de nuevo la cuestión de los esclavos. En segundo lugar, la liberalización, parcial por cierto, del comercio. Y en tercer lugar, la creación de la «Sociedad Económica de Amigos del País» en 1813, un cuerpo elitista asesor del Estado. Para Brau Asencio el Progreso equivalía al crecimiento de la agricultura comercial, por lo que la modernización se interpretaba en su sentido «positivo» o «material» o «contable» como en Córdova. Su propuesta constituía una celebración del protagonismo del Reino de España y Fernando VII en el proceso.

Es cierto que el cambio estaba allí, pero el mismo había conducido a una modernización material asimétrica que poseía enormes grietas. El historiador de Cabo Rojo se encargó de demostrarlo en numerosas ocasiones. En la «Herencia devota» y «La campesina», monografías publicadas en 1886, se esforzó en documentar que culturalmente el país no era «moderno» porque la gente común, la «canalla» o el populacho, vivían cegados por un conjunto de «supersticiones» que había que superar. Borrar las costumbres no ilustradas de la gente había sido la pasión de los costumbristas puertorriqueños desde Manuel Alonso Pacheco en 1849. El tono pontificador dominaba aquellos textos, salvo contadas excepciones. En gran medida, la meta de comprender el volkgeist no tenía por finalidad de conservar sino la de reformar y podar la irracionalidad de la gente.

Brau Asencio, como Acosta y Calbo antes, se cuidó de pasar juicio sobre el absolutismo fernandino. No señaló el carácter conservador y antiseparatista de la inmigración de la cual el provenía, como tampoco mencionó la intensificación de la esclavitud en el marco del crecimiento de la economía de hacienda azucarera a pesar de su abolicionismo militante. En el proceso idealizó al inmigrante: «no llegaron…para oprimir sino víctimas de la opresión…». La candidez se imponía otra vez en el discurso. La intelectualidad hispana, integrista o conservadora, y la criolla liberal reformista, asimilista, especialista y autonomista, legitimaron un proceso de modernización impulsado desde «arriba» de un modo «autoritario» que sirvió para garantizar la relación de explotación colonial y profesionalizó la misma con rendimientos para España. Aquellos argumentos se apoyaban en una presunción teórica indemostrable: la fe en que la modernización económica (y el liberalismo económico), conducirían forzosamente a la modernización política (y el liberalismo político) en un futuro no precisado. El respeto o sumisión a la hispanidad era incuestionable. Todos condenaban las luchas separatistas por igual. En el caso de Brau Asencio, el pecado separatista consistía en que aquellas luchas habían forzado la emigración. La moderación política se impuso sobre el discurso historiográfico puertorriqueño del siglo 19.

Nota: Publicado originalmente en 80 Grados-Historia el 2 de mayo de 2014

noviembre 9, 2013

Miguel de la Torre: mensaje de 1837

Exposición que hizo el gobernador Miguel de la Torre al dejar el mando político y militar de la isla a la Reina Isabel II de Puerto Rico en 1837. (Fragmento) Tomado de: Coll y Toste, Cayetano. Boletín Histórico de Puerto Rico. San Juan: Tipografía Cantero Fernández y Compañía, 1914-1927, IX, p. 303.

Puerto Rico, Señora, en la cuna de su riqueza, de su industria y aun de su organización económica y administrativa á mi arribo á ella, hoy ocupa con todo una esfera muy interesante en la consideración del mundo. Segunda en el número y calidad de sus productos entre los establecimientos coloniales de aquella parte, pero primera en elementos morales y de producción misma que aún están por desarrollar, nada hay en ella que no haga estimable su posesión para la madre patria, á quien puede servir de un recurso inapreciable en todas circunstancias. Su localidad la constituye la llave y como la vigía de todo el archipiélago. Sus fortalezas como de primer orden, y el pié brillante en que hoy quedan tanto ellas como el tren de artillería y todo lo necesario al servicio de la plaza, sin embargo de haberla encontrado á mi ingreso en estado del más absoluto abandono, la hacen de todo punto inexpugnable. Los fuertes construidos por mi orden en diferentes puertos, la aptitud defensable que adquirió toda la circunferencia de la Isla desde que con la aprobación soberana llevé á cabo la creación de los siete batallones de Milicias que guarnecen con especialidad los pueblos litorales, y sobre todo la disciplina de estos mismos cuerpos, objeto particular de mis esmeros durante mi mando, hacen que se pueda en todos tiempos contar con un ejército proporcionado á las necesidades del país y de muy poco costo á la nación, á medida que puede también decirse, que desde la fecha de este útil establecimiento fué desde cuando el gobierno se contó capaz de dominar las circunstancias, y reposándose en la confianza de un poder de que antes carecía, se halló en aptitud de garantizar la suerte del país en todo género de vicisitudes, …su fuerza puesta en armonía con la de los siete batallones, y en aptitud por tanto de poder ocurrir instantáneamente á prevenir ó resistir cualquiera tentativa exterior en el punto que se necesite, ofrecerá la idea más lisonjera de seguridad, y un apoyo el más respetable para el sostenimiento del orden en todos los trances á que las circunstancias locales, y el espíritu de defección generalizado en los continentes de la América, pudiera exponerla. A esta especie de garantías de la seguridad de aquel país, tan digno de todos los esmeros del gobierno Supremo, puede añadirse la abundancia de sus crías y elementos de primera necesidad, para no tener que implorar auxilios extraños, la fidelidad y sumisión característica de sus habitantes, el número de más de cincuenta mil que cuenta de armas llevar, la mayor parte de ellos organizados en cuerpos de milicias urbanas, y el valor y denuedo que les es connatural, heredado de sus mismas costumbres, é inherente en cierto modo á su espíritu hazañoso y bizarro…

Gral. Miguel de La TorreLa posición material y local de la Isla, si bien es la que por una parte la hace tan apreciable á la España en toda la extensión de sus intereses políticos, comerciales y de todas clases, no deja de ser también por otra la que la impone el deber de emplear los cuidados más exquisitos en precaver á sus habitantes y propiedades de los influjos perniciosos de los otros países, que más ó menos inmediatamente la rodean. Están de más los pormenores en esta materia: las formas de gobierno que rigen á los más notables de los pueblos vecinos, la variedad de castas de aquélla y éstos se componen, y la natural tendencia de la clase negra al quebrantamiento ó disolución de los vínculos que la ligarán y aun ligan á la servidumbre, explican bastantemente la delicadeza de la posición de un país, que sin esto sería el más venturoso del universo; delicadeza tanto más remarcable en las circunstancias de la época presente, en que el grito encantador de la libertad, escalado en los transportes juiciosos de aquellos pacíficos vecinos, no ha dejado de recibir inteligencias siniestras de parte de los esclavos, y producir consternaciones y cuidados poco desemejantes de la alarma. Si se reflexiona además de esto, que el número de esclavos que ya pueblan la Isla es tan considerable que pasa de cuarenta y cinco mil; que éstos por necesidad se hallan armados la mayor parte del día con los machetes, que son el instrumento en sus labores, y que el influjo de las instituciones de las otras Islas en cuanto á emancipación ó libertad de los siervos, y lo pegadizo de la opinión en esta parte por lo menos y entre la clase que resulta favorecida, es un incentivo continuo que entretiene la aversión hacia sus dominadores ó señores, y exalta con igual frecuencia las propensiones naturales hacia la libertad, á cualquier costa que esta pueda obtenerse, se concluirá necesariamente que la localidad geográfica de la Isla, que es la que constituye una de sus principales ventajas, es el aviso continuo de las precauciones que se deben tener en gobernarla, y en el modo de hacer aplicables á sus circunstancias los principios políticos que gloriosamente rigen á la nación, en cuyos derechos participa.

La población de Puerto Rico ha aumentado bajo el influjo de la prosperidad de todos sus ramos, y de las particulares atenciones que se le han prestado por el gobierno supremo, y por el mío como su vicegente. El número de sus habitantes es hoy próximamente el de cuatrocientos mil, entre los cuales es digno de notarse que la mitad á corta diferencia la componen la dos castas de pardos y negros tan libres como esclavos, y la otra mitad los blancos: circunstancia que no se puede perder de vista en el cálculo de su conservación y de su futura suerte. Su estado de cultura no está en el tercio de lo que puede incrementarse en solo los terrenos de mayor feracidad y más apropiados para toda clase de cosechas. Sus producciones exportables tienen un valor bastante regular, y esto vigoriza de día en día la industria. Las ventajas y franquicias que la Isla ha gozado desde la cédula de gracias de 1815, de que aún continúa gozando en los términos prescriptos por la reciente soberana disposición sobre este particular; las esperanzas lisonjeras que se pueden formar sobre la bondad y considerable cantidad de sus terrenos, y sobre el incremento futuro de los más estimables y preciosos de sus frutos; los atractivos de su orden administrativo que convida con la seguridad y la confianza, y más que todo el estado inseguro de la mayor parte de las Antillas extranjeras y caída consiguiente de sus establecimientos agrícolas, le han proporcionado algunas más gentes industriosas y aún capitales para su fomento…

…Háganse ostensibles tantos atractivos á la industria extranjera, enteramente desalentada en las restantes colonias con las irreflexivas medidas de sus gabinetes acerca de la esclavitud: auméntese la seguridad del país, fundándola sobre la política de instituciones locales prudentemente meditadas y deliberadas: sítiese la vagancia por medio la más rigurosa vigilancia en este punto, corrigiéndola con ejercicios útiles á la agricultura y á los propietarios, para que sin el menor gravamen del estado en sostener á los vagos en las correcciones públicas, y haciéndose estos más inteligentes y laboriosos al lado de los propietarios, sea menos necesario el recurso de los esclavos: no se perdone medio de aumentar la población blanca, proporcionando la inmigración en la Isla de familias de buenas costumbres, como los canarios, que al emigrar de sus países donde les falta ya la extensión suficiente, se tendrían tal vez por dichosos en pasar á gozar de las ventajas que se les ofrezcan en Puerto Rico, y últimamente si la humanidad y la política tienen medios para hacer menos oprobiosa la calidad de los pardos, y hay un punto en donde esta clase y la de los blancos casi se confunde, el cual puede hacerse favorable á aquellos sin agravio de estos, y si la atención á las verdaderas necesidades del país, estimulada por los sentimientos del verdadero patriotismo, puede producir mil otras mejoras de esta clase, favorecidas por el gobierno supremo, á quien únicamente corresponden las que salen del círculo de la administración local ó se relacionan con las leyes, veránse la población, la riqueza y la seguridad formando el encanto del país más prometedor y ameno de la tierra…

Comentario

Miguel de la Torre (1786-1838), Conde de Torrepando, fue Gobernador  Militar  de Puerto Rico durante el difícil periodo del auge de las luchas separatistas en Hispanoamérica (1822-1837), periodo que también se caracterizó por el notable crecimiento económico y material de la isla. Como Gobernador procuró evitar a toda costa el crecimiento del separatismo en la “siempre fiel” colonia antillana. Fiel a Fernando VII, adversario de las libertades civiles promovidas por el Liberalismo español, su discurso político demuestra, mejor que ninguno, lo que significaba el Absolutismo y el Conservadurismo a principios del siglo 19 También demuestra que el Conservadurismo no se oponía al progreso material de la colonia sino que, por el contrario lo veía como un mecanismo para garantizar la permanencia de Puerto Rico en el marco jurídico del Imperio Español y como un freno para la Independencia.

El Puerto Rico que se proyecta en su texto, similar al caso de Pedro Tomás de Córdova, se aleja de la colonia pobre y sin perspectivas de crecimiento que los textos del siglo 17 y los comentarios de los autores extranjeros proyectaban. La tesis medular del mensaje a Isabel II es que “nada hay en ella que no haga estimable su posesión”: el territorio, antes olvidado, ahora es imprescindible. El contexto concreto para ello es la pérdida de los territorios continentales y el crecimiento de la riqueza en la localidad. Pero el valor más concreto que le adjudica el Conde de Torrepando es el militar: la colonia es “la vigía de todo el archipiélago”. Para justificar el argumento, exalta las defensas como “inexpugnables” y la fidelidad de las 50,000 plazas con las que cuenta para su defensa. Por su relevancia la isla debe ser protegida de las influencias “perniciosas” de la políticas de sus vecinos y de las amenazantes minorías negras, propensa a darle crédito a las ideas libertarias y a las de abolición.

Para el Conde de Torrepando, el aliado fundamenta para la conservación de la isla es el sector blanco que representaba, según sus datos, la mitad de los 400,000 habitantes del territorio. La población se ha ido “blanqueando” en la medida en que el conservadurismo y la riqueza crecen. De inmediato hace una crítica favorable a la Cédula de 1815 como factor crucial en ese proceso de crecimiento material, un punto en el cual la historiografía en general coincide con el autor. Al final elabora sus propias recomendaciones a la Reina las cuáles, en lo esencial sugieren que se continúe con las políticas económicas hasta ese momento implementadas.

marzo 20, 2011

Historia oficial: Pedro Tomás de Córdova, Miguel de la Torre y el separatismo (1832)

Fragmento del Capítulo primero de la obra de Pedro Tomas de Córdova. Memorias geograficas, históricas, económicas y estadísticas de la Isla de Puerto-Rico. Tomo IV, 1832. Tomado de la versión facsímil San Juan: Coquí, 1968. La ortografía ha sido parcialmente revisada.

(…)

Si los acontecimientos últimos de Venezuela, como quedan bosquejados dan una idea exacta de nuestros apuros en aquel punto, de los esfuerzos que había hecho su General para mejorar la situación desesperada del ejército, y de cuanto debían influir aquellas desgracias en los países vecinos, nada lo probara tanto como el estado de esta Is­la al pisar su suelo el nuevo Capitán general.

En los gobiernos de los Sres. Meléndez, Vasco, Arostegui y Navarro, y en el político del Sr. Linares, se ha demostrado suficientemente la precaria situación de Puerto-rico en el ramo de las rentas, los disgustos que presentaba semejante causa, lo que se había viciado la opinión desde el año de 1820 y lo que esta había adelantado desde las últimas desgracias de Costa-firme. Lo que jamas se había visto en el país, sucedió en dichas épocas, particularmente en el tiempo de los tres últimos jefes. Reunión de salteadores en cuadrilla, proyectos de revoluciones interiores de las esclavitudes, invasiones del exterior, y continuas depredaciones de los corsarios habían tenido en continua alarma a las autoridades y a los vecinos. No faltaban genios a propósito que daban ensanche a sus miras con todos estos ensayos y que ganaban prosélitos en favor de la desorganización. En los periódicos se asomaron también ideas las más escandalosas, y en las conversaciones públicas se manifestaban con descaro e impudencia las doctrinas más peligrosas. Las desgracias de nuestras armas en Venezuela se contaban por algunos con placer y con satisfacción, y aun antes de que las supiese la autoridad corrían por el público exageradas las noticias. La crítica contra la administración de hacienda era el platillo de todas las reuniones y de todas las casas, y cuanto desmoralizase al Gobierno, otro tanto se decía y circulaba sin rebozo. Había faltado la prudencia, se había descubierto cada cual la máscara y todos se veían y trataban con desconfianza y temor. Un estado tan expuesto vino a recibir mayor impulso con la independencia de la parte española de la isla de Sto. Domingo.

Pedro Tomás de Córdova

Parece que la política no estaba en favor de un cambio como el que presentó D. José Núñez de Cáceres en aquella Isla. Situada entre las fieles de Puerto-rico y Cuba, únicas de quienes podía sacar ventaja en sus relaciones, con una población escasísima, sin rentas y naciente, como efecto de las muchas vicisitudes que había experimentado, y con un enemigo tan peligroso como inmediato en su mismo territorio, eran la mayor garantía de su seguridad. No se veían otras aspiraciones en ese pueblo, o no debía tener otras, que las de nutrirse y conservar los mismos sentimientos que mantenían los de las islas vecinas, pues cualquier otro que abrigara debía serle destructor con solo pensarlo. Fue pues asombroso el cambio que hizo, por lo mismo que no era de preverse, y fue tan fugaz su existencia, como era próximo el enemigo que tenía que temer. Si no hubiese habido este en la misma Isla, la parte española habría sucumbido con otras ventajas a los esfuerzos que hubieran hecho Cuba y Puerto-rico para sacarla de las garras de Núñez, y esta sola consideración debió no haber olvidado ese ambicioso para no haber puesto en planta su inicuo y loco proyecto. No se contentó con verificarlo, sino que en su frenesí revolucionario procuró introducir la tea de la discordia en las vecinas islas y escribió para ello a sus autoridades. Ya se ha visto lo que contestó el Sr. Arostegui al desacordado Núñez, y por cuantos medios trató este benemérito Jefe de atajar aquel pernicioso ejemplo y desacreditar la conducta de su causante. Mas por lo mismo que fue inopinado el cambio de la parte española de Sto. Domingo, habida atención a su nulidad política, al inminente peligro que corría y a la ninguna utilidad que podía sacar de él, fue un despertador para los jefes de las otras islas, donde extraordinariamente eran superiores la población, la riqueza y los recursos comparados con los de aquella, pero que habrían sido nulos en igualdad de casos, y la ruina inevitable de cualquiera de ellas que hubiese seguido aquella desleal e inoportuna marcha. Debían pues esos jefes al ver lo sucedido en Sto. Domingo temer con fundamento la existencia de un foco oculto de revolución que dirigido por los disidentes de Costa-firme, trabajaba en desquiciar la tranquilidad de todos los pueblos que se mantenían fieles. Debían vivir alerta contra este enemigo oculto cuya existencia era más que probable, y no olvidar nada en favor de la tranquilidad y seguridad del territorio. Que tales temores eran fundados y que la prudencia aconsejaba desconfiar y vigilar, vendrá a probarse en el gobierno del Sr. Latorre de una manera incontestable; entonces se verán los efectos que habían causado en el país los sucesos de Costa-firme y de Santo Domingo, y que la desconfianza del gobierno era más que fundada porque fueron más que conatos contra la seguridad de la Isla los que se habían presentado para disturbarla, porque las amenazas pasaron a realidades, las críticas a licencias, las opiniones a personalidades, y la falta de medios para sostener las cargas públicas a miseria y desesperación.

Un estado tan lamentable en el país y de tanto influjo en los intereses de sus habitantes, no había sido contrariado por la autoridad de manera alguna, ya sea que no se creyese con bastante fuerza para variarlo, o ya porque temiese introducir una reforma que no creyera acomodada al desorden en que se hallaban los ánimos. Esta orfandad pudo haber causado males de la mayor trascendencia, pero triunfó de todo la sensatez de los puerto-riqueños, y entre la miseria y la des­confianza, el temor y la ansiedad se pasó el tiempo y oportunamente llegó a la Isla el que estaba reservado para librarla de un trastorno, el genio profetizado por el Sr. Arostegui, que sacándola del estado comprometido en que yacía la pusiese en la senda de su prosperidad, y guiara sin detención alguna a la era feliz que disfruta desde el año de 1824, tercer periodo en que se ha dividido la historia moderna de la Isla. No faltaron a la entrada del Sr. Latorre en Mayagüez las ideas de que no se le debía admitir al mando por falta de comunicaciones directas sobre su nombramiento, pero como trajese consigo la Real orden que se lo cometía, no pasaron adelante unas especies hijas de aquel tiempo turbulento y propias de los que las concibieron en conformidad de sus particulares miras y privados intereses. Lo cierto es que propalándose en aquellos momentos la noticia de una expedición que se reunía en los Estados-Unidos contra el país, tuvo avisos el gobierno del de Martinica de haber declarado allí uno de los que se habían alistado en  la expedición, que esta se había precipitado para que estallase la decisión que se suponía en algunos de la Isla antes de que el  nuevo capitán general llegase a ella, en cuyo caso podía se dudosa la empresa. Especies de esta clase comunicadas oficialmente por un Gobernador amigo que acompaña a su aviso la declaración de la persona de donde adquirió la noticia ¿no basta para ponerlo en cuidados y alarma? (…)

En el referido día 13 recibió el Sr. Latorre parte de que en el barrio del Daguado, jurisdicción de Naguabo, se habían propalado especies subversivas por un mulato francés nombrado Duboy, vecino de aquel partido. Este parte fue acompañado de una proclama manuscrita datada en los Estados-Unidos, y de otro papel en que se pedían noticias individuales de la fuerza existente en la Isla, de la opinión de los habitantes, y si era posible hacer un desembarco en la Aguadilla o Mayagüez, y tener a su favor alguna de las clases del país. Se designaba la costa del partido de Añasco como punto por donde debía desembarcar una persona con instrucciones sobre el particular.

Igual aviso recibió el Jefe político, y sin perder instante se adoptaron medidas para aprehender a Duboy y a un tal Romano, avecindado en Guayama, con quien aquel estaba en relaciones, La actividad que desplegaron las dos autoridades, comisionando el Sr. Latorre dos oficiales al efecto, fue extraordinaria. Los reos fueron presos y se les formó la correspondiente causa para averiguar una ocurrencia de tamaña importancia, que se hizo más grave por la comunicación que recibió el 16 el referido Jefe del gobernador de la isla de San Bartolomé, comunicándole el peligro en que se hallaba Puerto-rico amenazado por una próxima invasión de aventureros.

Las faltas que se experimentaban en la Isla en aquellos momentos por el estado precario de la Tesorería, la medida misma que acababa de adoptarse con los emigrados, la multitud de corsarios que infestaban las costas, el desaliento de los empleados a quienes no se suministraba la cuarta parte de sus haberes, y la desconfianza que todo esto debía ofrecer, pusieron al Sr. Latorre en una situación harto desagradable, pues falto de recursos tropezaba a cada paso con un fuerte obstáculo que le impedía llevar al cabo aquellas providencias que asegurase a los habitantes la paz alterada por unos pocos malvados, no quedándole arbitrio para reanimar el abatimiento que estos sucesos causan en todos los países donde los medios para destruirlos o son lentos o ineficaces. Pero como siempre fue la masa general de la Isla fiel a toda prueba, bastó ella para desbaratar en aquellos momentos las ideas de los pocos que pudieron pensar en un trastorno, pero no quita esto que el primer Jefe de la Isla, el primer responsable de su conservación se viese en un estrecho tan complicado de circunstancias, en unos apuros de tanto tamaño, y en una situación tan difícil a los seis días de pisar un territorio donde todo le era desconocido y nuevo.

No se había aun salido de la averiguación de la causa de Duboy cuando se presentó otro suceso de la misma y aun más inmediata trascendencia. El 25 del citado mes recibió el Sr. Latorre un aviso de que en el pueblo de Guayama estaba próxima a estallar una sublevación de los negros de algunas haciendas. En dicho pueblo se hallaba avecindado el Romano, que se decía de inteligencia con Duboy: este no quedaba ya duda era un agente de los malvados aventureros que tramaban una invasión en la Isla: entre los prosélitos que buscaban para su logro se contaba con aquella clase, y todo hacia justamente creer fuese uno mismo el plan y uno mismo el objeto. El Sr. Latorre creyó que era indispensable su presencia en Guayama para la más pronta indagación del hecho, y para inspirar mayor confianza en el pueblo. Se puso en marcha acompañado del Asesor militar, del Secretario y Ayudantes, e hizo salir al mismo tiempo una partida de 17 veteranos con un oficial. A su llegada al pueblo halló a los vecinos en la mayor consternación, los tranquilizó, tomó varias providencias de seguridad, inspiró ánimo y confianza entre aquellas gentes, y habiendo procedido con la mayor festinación a averiguar los hechos que se le habían participado, y cuyos reos encontró en seguridad, formalizó la averiguación sumaria, que elevada a proceso y celebrado inmediatamente el Consejo de guerra, fueron sentenciados a la pena capital dos esclavos confesos y convictos del atroz crimen de asesinar sus amos y a todos los blancos. Con este pronto juicio y con la ejecución de los reos, se impuso eficazmente en aquellos momentos a los malvados y se desbarató en mucha parte cualquiera combinación que pudiese existir, y la cual aún no era tiempo de completar su descubrimiento. Duboy fue pasado por las armas en la Capital el 12 de Octubre convencido del delito de agente de los malvados para tramar la revolución de la Isla, y cuyo ejemplar se hizo indispensable con prontitud para el condigno escarmiento, y se siguió instruyendo la causa a los demás complicados.

Gob. Miguel de la Torre (1786-1843)

No quedaba ya duda alguna de lo que se tramaba contra la Isla. Se había cogido en ella un agente con proclamas e instrucciones para el efecto; había al mismo tiempo descubiértose una conspiración horrorosa precisamente en un pueblo donde estaba avecindada una de las personas con quien decía Duboy se hallaba en inteligencia; el gobernador de San Bartolomé había dado aviso de los aventureros que se habían allí presentado y de la expedición que reclutaba un tal [Luis Guillermo] Ducodray [Holstein] contra la Isla, y el Comandante general del apostadero de Puerto-cabello avisó también sobre la existencia de la expedición y su objeto, participando por último que habían llegado dos buques a Curazao con el referido Ducodray, varios de los titulados jefes, armamento y otros objetos propios a los fines que proyectaban los malvados. No eran pues temores fundados en recelos, sino realidades que debían traer en una continua vigilia a la autoridad, cuyo cuidado y celo debían redoblarse tanto más, cuanta era la carencia de recursos en el país, su falta de conocimientos prácticos en él, y la urgencia que tenia de medios para asegurarlo, y sostener el gobierno de S. M. y la paz de los habitantes.

No puede negarse que aquellos momentos fueron críticos, que fue indispensable se desplegase toda la energía que puso en acción el Sr. Latorre, y que le era preciso adoptar medidas de precaución contra tales hechos. El Sr. Latorre vio desde luego abierto un cráter que podía absolver al país en la mayor desolación, y que por falta de recursos pudiera llegar el caso de que los aventureros, cuya patria está fundada en el desorden, el pillaje y la destrucción, lograse conseguir introducir semejantes males en una Isla cuya importancia, al paso que extraordinaria, tenía una población la más acreedora a ser socorrida por su fidelidad al Soberano y por sus sacrificios y sufrimientos. Estas consideraciones, el deber y la responsabilidad estimularon a dicho Jefe a hacer presente a S. M, el verdadero estado de Puerto-rico, y después de enumerar los hechos que habían pasado, de fijar la precaria situación de sus cajas, el abandono de sus costas, la falta absoluta de medios, y los muchos enemigos que atacaban su seguridad, pidió arbitrios para poner en servicio la fuerza sutil, y que se le auxiliase con fusiles, tropa y con los demás elementos que facilitaran la marcha de un gobierno que carecía de todo.

Hecha la completa averiguación del proyecto de Ducodray, dio el Sr. Latorre un manifiesto al público, de acuerdo con el Jefe político, el cual salía insertado ya en la narración histórica del mando de este. Reclamó del gobernador de la isla de Curazao a Ducodray y a sus compañeros como piratas perturbadores de toda sociedad culta. En los dos buques que habían llegado a aquella Isla, a causa de los malos tiempos, se hallaban el referido Ducodray, el que tenían previsto para Intendente, 2 tesoreros, 5 coroneles y 100 oficiales; los buques habían sido embargados por el Gobierno, en vista de los papeles subversivos que halló en ellos, y depositados sus cargamentos consistentes, en armas, municiones y otros varios artículos. Pidió también a la Diputación provincial que facilitase la cantidad de 100,000 pesos para que se pudiese contar can este indispensable recurso en favor de la segundad del país, y tuvo el desconsuelo de ver que a pesar de los sucesos que acababan de pasar presentara esta corporación obstáculos para reunir tan mezquina suma, cuya falta en caso de apuro, le obligarían a adoptar otras providencias más violentas pero indispensables. Esto prueba bastante lo inútil del pasado sistema, mas a propósito para debilitar que para dar vigor a la marcha publica. Nada dejó por tocar el Sr. Latorre. Interior y exteriormente buscó con ahínco cuanto creyó a propósito para conservar la Isla y se le debe en aquellos momentos de apuros la detención que dio a las maquinaciones contra ella.

La expedición de Ducodray se había proyectado y llevado a efecto en los Estados-Unidos, donde se trató como un negocio mercantil. Además de la gente que reunió allí Ducodray, debía reclutarla también en las islas de San Bartolomé y Santomas; en una palabra ella era la reunión de los malvados de todas las Colonias, su santo fin el robo, el asesinato y el desorden de Puerto-rico, y aquel jefe de bandidos contaba con prosélitos en la Isla, con los corsarios disidentes y con los auxilios que le prestasen los países insurrectos.

Puerto-rico se salvó en aquel tiempo de males que no es posible calcular, y alejó de sus habi­tantes los horrores que trae consigo la revolución, y de la clase que se los preparaba Ducodray. Con este importante beneficio abrió la carrera de su mando el Sr. Latorre, y nunca deben sus habitantes olvidar a este Jefe protector, cuyo mérito lo hallaran a la menor reflexión que hagan sobre aquella época, en su actividad, decisión y celo, en el resultado que esto tuvo, y en la felicidad que hoy disfrutan.

El interesado puede consultar también Pedro Tomás de Córdova: La Cédula de Gracia

Comentario:

En la Historia Oficial el Poder habla por medio de sus Intelectuales y justifica sus acciones defensivas u ofensivas. Se trata de un producto de la Era Napoleónica propia del Estado Burgués Moderno que celebra el triunfo de su clase. Todavía hoy Puerto Rico tiene un Historiador Oficial casi invisible en acción. Pedro Tomás de Córdova se ocupa de inventar una imagen de Miguel de la Torre orlada con los atributos de un padre colectivo cuyo autoritarismo, en ocasiones extremo, se justifica en nombre del hipotético Bien Común. Pero el Bien Común es el Integrismo, hay que evitar la Separación de las colonias a cualquier precio. Por eso insiste tanto en el grave estado de la Isla cuando el funcionario llegó a ella por el puerto de Mayagüez: las rentas en crisis, la opinión extraviada o viciada, salteadores y esclavos rebeldes activos por todas partes e invasiones foráneas cerniéndose  sobre el territorio.

Las “ideas escandalosas” y “las doctrinas peligrosas” parecían muy populares entre los puertorriqueños, concepto que el autor usa para referirse a los que no son españoles ni integristas y alude expresamente al Separatismo Hispanoamericano y el Anexionismo a Estados Unidos. El relato de la Independencia Dominicana de 1821 y el fracaso de la gestión de José Núnez de Cáceres en invitar a Cuba y Puerto Rico a proclamarla con ella, sirve al autor para ratifica la fidelidad de ambas islas. Los puertorriqueños son fieles, pero muy susceptibles de ser impresionados por los aires de Revolución dominantes. Infantilizar al puertorriqueño es una nota común en este tipo de textos. Su sensatez es una virtud que no tiene precio.

La virtud de De la Torre es que reconoce ese hecho y establece un tipo de política agresiva con las amenazas que se ciernen. Se trata de un elegido: “el genio profetizado” por sus precedentes. La Colonia es el escenario de un conflicto entre los intereses españoles que son legítimos, y los intereses extranjeros que son ilegítimos. Para Córdova De la Torre inicia el “el tercer periodo en que se ha divido la historia moderna de la Isla”. Power y Giralt y Ramírez no significan nada para este autor.

La parte más interesante de este texto es el relato detallado de la conjura de Luis Guillermo Doucoudray Holstein (1822) y su conexión con los negros esclavos de Naguabo. El papel amenazante de Estados Unidos y la cooperación de los gobiernos de Curaçao, San Bartolomé y Martinica, hablan de la capacidad del gobierno colonial de entonces. La mano dura del gobernador con los conjurados de Naguabo, el mulato francés Pedro Dubois y el negro Pedro Romano, también resulta de interés para el investigador. El apunte de que “como siempre fue la masa general de la Isla fiel a toda prueba” es emblemático.

Este tipo de tratamiento del asunto Puerto-rico fue muy eficaz. En 1825 se reimpusieron en el país el privilegio de las Facultades Omnímodas como resultado de la histeria política promovida por Miguel de la Torre. En realidad el lector se encuentra ante una figura opuesta a los valores destacados por Alejandro Tapia y Rivera en Ramón Power y Giralt. Pero lo que Tapia y Rivera veía como defectos en Salvador Meléndez Bruna en 1808, Córdova lo justifica y evalúa elogiosamente en De la Torre.

  • Mario R. Cancel
  • Historiador y escritor

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