El libro de la Dra. Soraya Serra Collazo que me ocupa recoge una meticulosa investigación en torno a uno de los muchos aspectos desatendidos del pasado decimonónico nacional: la industria del algodón. El volumen representa una oportunidad única para enfrentar un problema historiográfico inédito. Debo recordar que una de las quejas más comunes de aquellos que nos interesamos en la historia económica y social de Puerto Rico ha sido el énfasis, en ocasiones excesivo, de la bibliografía al uso en la elucidación de las complejidades del orden azucarero y cafetalero y sus actores sociales en detrimento de otros tales como los frutos menores, las frutas tropicales, el tabaco y, claro está, el algodón. Aunque la marginación de esos asuntos es comprensible, no deja ser una carencia significativa. Para una historia económica y social abarcadora esas ausencias resultan problemáticas en la medida en que impiden una concepción abarcadora del pasado por lo que afirmar que este trabajo comienza a llenar ese vacío resulta forzoso.
El valor de la obra no se limita al hecho de que mire hacia un ámbito pasado por alto. A ello debo añadir que, para producir la misma la autora debió recurrir a los instrumentos de una tradición metodológica e interpretativa que, desde mediados de la década de 1990, buena parte de los observadores de la historiografía puertorriqueña consideran en proceso de revisión o incluso en franco retroceso: me refiero a la historia económica y social. Las implicaciones metodológicas y discursivas de esa decisión son obvias pero, desde mi punto de vista, no podía ser de otro modo.
El otro “oro blanco”: La producción de algodón en Puerto Rico, 1840-1880, se ha propuesto despejar o desbrozar el campo en torno a un tema marginal en la historiografía puertorriqueña para con ello sentar las bases para su elucidación posterior. El alcance del problema y el modelo central de su análisis, la Hacienda Esmeralda, hizo necesario reducir la óptica y recurrir a procedimientos propios de la microhistoria social que ya se habían aplicado con eficacia al estudio de dos de los iconos temáticos de la llamada Nueva Historia de las décadas del 1970 y el 1980: la economía de la hacienda azucarera y cafetalera. De más está decir que aquellos proyectos, en la medida en que aspiraban representar de modo confiable el problema planteado, se vieron precisados a recurrir a un constante contrapunteo entre las eventualidades del plano micro que estudiaba el detalle de un centro concreto de producción; y el plano macro que miraba hacia las condiciones del mercado colonial e internacional que le servía de contexto, a fin de precisar la dialéctica entre ambos extremos. Es importante tomar en cuenta que el adelanto o retroceso de la producción de azúcar y de café así como la del algodón, fueron parte de un engranaje que involucraba las economías de dos hemisferios, por lo que la práctica de vacilar metodológicamente entre la microhistoria y la macrohistoria era imperativo si se pretendía culminar este estudio. Las condiciones materiales vinculadas a los precios de las materias primas, los costos de producción y las fuerzas sociales involucradas en el proceso productivo, tenían que evaluarse además al socaire de un universo geopolítico lleno de fragilidades en la medida en que involucraba adversarios potenciales como España, Estados Unidos, Inglaterra o Cataluña, entre otros.
No creo que sea necesario aclarar que los procesos de producción de aquellos tres bienes dependieron de las mismas fuentes de mano de obra, esclavos y jornaleros, por lo que padecieron contrariedades comunes que valdría la pena calibrar con más profundidad. Por otro lado, las fronteras entre uno y otro escenario de producción fueron siempre porosas: los hacendados que cultivaban caña o café también podían aventurarse con el algodón como bien demuestra la investigación de Serra Collazo. Vista desde esa perspectiva, la lectura de este libro profundiza y rectifica la imagen de la burguesía hispano-criolla agraria del siglo 19 que habíamos heredado de la historia económica social, reconociendo en aquella clase un nuevo nivel de complejidad. Con esto lo que afirmo es que la obra de Serra Collazo demuestra lo mucho que falta por hacer en aquellos territorios investigativos. La historia económico social bien elaborada todavía está en condiciones de aportar saberes frescos al acervo historiográfico puertorriqueño.
Las virtudes de esta obra son varias. En primer lugar, si pienso en su contenido, visita una época y un actor de la historia social y económica de Puerto Rico en un momento, el periodo que va desde 1840 hasta el 1880, en la cual las condiciones del orden emanado de las reformas de 1815 se desmoronaban. La introducción de aquel personaje colectivo, el “oro blanco”, adelanta una concepción menos reduccionista del siglo 19 puertorriqueño tan habituado a la exaltación de la “dulce gramínea” de la costa y el “oro negro” de la montaña. La industria algodonera, como el azúcar, fue un ramo que estimuló la profundización de las relaciones económicas entre Puerto Rico y Estados Unidos en aquel periodo. Esta investigación ratifica la presunción de que Puerto Rico tenía, en efecto, dos metrópolis en el siglo 19: una política, España, y una económica, Estados Unidos. El interés estadounidense en el territorio español que condujo al 1898 no se circunscribió al dulce: la fibra también jugó un papel crucial en ello. La forma en que las relaciones materiales o de mercado animaron afinidades inmateriales o ideológicas, es un asunto que habrá que elucidar con recursos distintos a los de la historia social y económica, tal y como informé a la autora durante el proceso de formulación de este proyecto.
En segundo lugar, el discurso de la Serra Collazo consigue un excelente balance que permite que la microhistoria y la macrohistoria social económica y política dialoguen en paridad de condiciones. El balance neto de ese esfuerzo no es otro que el bloqueo de cualquier tentación sobredeterminista propio de la macrohistoria a la hora de producir sus conclusiones.
En tercer lugar, la historiadora ofrece un panorama de la presencia histórica, social y cultural del algodón durante la dominación española hasta fines del siglo 19. El texto elabora el tema de los circuitos internacionales de cultivo, producción y comercio del producto a la vez que ubica con precisión a la Hacienda “La Esmeralda”, que le servirá de modelo para el estudio del fenómeno en Puerto Rico. A lo largo de su estudio aclara el lenguaje propio de la cultura algodonera desde los tipos de semillas y las preferencias del mercado receptor, los criterios de rendimiento de cada una de aquellas, las políticas de fomento aplicadas por el Estado que recuerdan el proteccionismo mercantilista que se aplicó a la caña de azúcar antes y, claro está, el papel que en ese proceso cumplió la intensificación de las relaciones materiales con Estados Unidos. El algodón, que siempre había estado allí, maduró como opción lucrativa de exportación en una coyuntura particular: la Guerra Civil o de Secesión (1861-1865) y las necesidades de materia prima en un mercado que involucraba también otros socios y adversarios del Reino de España incluyendo a Inglaterra y Cataluña. Al cabo, Serra Collazo penetra el asunto de las circunstancias que condujeron al abandono de la opción algodonera y elabora una revisión parcial de la presencia de la referida experiencia en otros lugares del país. Las dificultades de profundizar en ese aspecto están vinculadas a carencias archivísticas que no estoy en posición de imaginar si podrán ser superadas alguna vez. De esa manera la presencia del “oro blanco” en la historia social y económica de Puerto Rico hasta fines del siglo 19 está completa.
¿A qué nos conmina este libro de Serra Collazo? Desde la perspectiva de un historiador cultural de lo político como es mi caso, se trata de un trabajo sugerente por demás. Es un convite para revisitar y reformular la historia cultural de la economía del siglo 19 puertorriqueño en especial la representación de las formas uso de mano de obra y la percepción de la explotación laboral libre, servil o esclava que algunos intelectuales del poder, en acuerdo tácito con la clase criolla, impusieron. Estimula la indagación de la relación entre la experiencia material desarrollada en los circuitos de producción e intercambio comercial y el desarrollo de las ideologías políticas en el Puerto Rico de mediados del siglo 19, momento en el cual integristas y separatistas de perspectivas diversas consolidaron sus posturas. Invita a reflexionar sobre las probables relaciones entre Ciclo Revolucionario Antillano (1867-1875) y el algodón para balancear el peso excesivo que se le ha dado al universo azucarero en el proceso de marras. Abre la posibilidad de reevaluar el papel de esos renglones, incluido el asunto de la esclavitud, en la diversificación de la resistencia antiespañola que en esa época miraba hacia Estados Unidos como un agente activo ya fuese en la forma de un modelo, un adversario o un aliado potencial. Me refiero, claro está, a los separatistas anexionistas, independentistas y confederacionistas que protagonizaron una parte de las luchas ideológicas en la Década Inquieta (1860-1869) que desembocó en el Sexenio Democrático o Revolucionario (1868-1874). Por último, conmina a insistir en la mirada del “oro blanco” hasta principios del siglo 20 cuando el producto fue evaluado y devaluado por muchos de los observadores estadounidenses que entre 1898 y 1926 visitaron el país como parte del proceso de desarrollo de una relación que sirviera a los propósitos estadounidenses en lo geoestratégico, lo económico y lo político.
El libro de la Dra. Soraya Serra Collazo, El otro “oro blanco”: La producción de algodón en Puerto Rico, 1840-1880, representa una aproximación refrescante que vale la pena paladear. Invito a todos a su lectura reflexiva.
Nota: El texto es el prólogo del libro, Soraya Serra Collazo (2021) La producción de algodón en Puerto Rico. El caso de la Hacienda Esmeralda (1840-1880). San Juan: Los Libros de la Iguana. 337 págs. Agradezco a la autora la oportunidad de asesorar su investigación doctoral en CEAPRC y el privilegio de presentar su trabajo investigativo en este libro. Para más información sobre el mismo visite URL: https://www.facebook.com/marga.maldonadocolon y https://librosdelaiguana.tripod.com/ .
El texto que sigue fue redactado y leído en 2003 como parte de una actividad de presentación del libro de José Vélez Dejardín, San Germán: de villa andariega a nuestros tiempos 1506-2000. El volumen fue publicado de nuevo en 2018. Vuelvo a difundirlo a tenor de la conmemoración del 500 aniversario de la ciudad de San Juan.
José Vélez Dejardín nos ha dejado una nueva versión de su San Germán: de villa andariega a nuestros tiempos 1506-2000. Una lectura crítica del título nos dice mucho respecto a las intenciones del autor. El marco cronológico que establece es una invitación a que el lector considere la hipótesis del poblado del Río Guaorabo como garantía de antigüedad. Pero también impone un compromiso con la idea de que el San Germán de hoy es una prolongación de aquel mítico lugar.
¿Cuál es el valor de la divulgación de este libro hoy? La pregunta tiene más relevancia de la que aparenta. Hace apenas dos días el gobierno de Puerto Rico recordó oficialmente en todo el sistema escolar público el llamado “día de la raza.” Se trata de la efeméride del descubrimiento. Ambos conceptos, raza y descubrimiento, pretenden convencer a la nación de que acepte con serenidad todas las implicaciones del complejo y violento proceso de la historia colonial de este territorio al cabo de 510 años. Los conceptos raza y descubrimiento son una exhortación a que se acepte el intercambio biológico, étnico, material y cultural entre toda una variedad de seres humanos en conflicto porque, a fin de cuentas, en ello se encuentra la base de la configuración de esta nacionalidad.
Ese fue el mismo espíritu de condescendencia con el cual se inventó hace 110 la conmemoración del Cuarto Centenario del evento. En 1893, nadie podía imaginar que cinco años más tarde Puerto Rico pasaría por un hecho de armas a manos estadounidenses. En 1893 la debilitada España borbónica buscaba en el pasado elementos para afirmar un orgullo atenuado por una modernidad aberrante. La figura del “conquistador,” que la había hecho grande ante el enemigo árabe, volvió a configurarse como una garantía de que el Imperio creado por Carlos II de Augsburgo sobreviviría para conmemorar un Quinto Centenario desde el poder.
La celebración de aquel Cuarto Centenario en 1893 estuvo pletórica de españolismo. Todos están conscientes de los debates respecto al lugar del desembarco colombino que se generaron en el discurso de pensadores de la talla de Salvador Brau Asencio, el padre José María Nazario Cancel y Manuel Zeno Gandía, entre otros forjadores del pensamiento criollo. El debate colombino del desembarco estaba sobre el tapete desde mucho antes de aquella celebración. El 1ro. de diciembre de 1889 Brau, en carta privada a Lola Rodríguez de Tió, se quejó de la actitud de ciertos intelectuales puertorriqueños que trataban de obtener capital cultural por medio de la discusión de aquel problema secular. Brau quien es considerado por muchos el “padre de la historia puertorriqueña,” afirmación sobre la cual tengo mis reservas, insistía en que durante una de sus conferencias sobre el tema “… (Manuel) Zeno Gandía actuando de Mefistófeles, hizo del (santurrón) del Padre Nazario (Cancel) un nuevo Fausto, inventando la teoría astronómica de que Colón fondeó a occidente. . . de Guayanilla.”
¿Cuál era el código oculto detrás de aquellas duras palabras de Brau? El cinismo del caborrojeño, la diafanidad con la que consignaba un asunto que ocupaba y ocupa el tiempo de tanto presunto historiador no me sorprende. Brau era un historiógrafo profesional y un pensador de gran formación para quien el problema de la historia común entre España y Puerto Rico no radicaba en el dilema de “lugar del contacto” sino en la cuestión mayor de adónde condujo a la isla de Baneque / Boriquén aquel evento. Leer apropiadamente a Brau es confirmar la concepción de la inutilidad de ciertos debates que periódicamente nos ocupan.
Brau iba más allá cuando aseguraba a la Poeta de las Lomas con cierto desenfado: “Y yo me reía, porque lo que yo comentaba no era a Colón, sino la labor social de cuatro centurias que abarca desde la india concubina del español y del bozal, arrebatado rapazmente a sus arenales patrios, hasta el extranjero que nos trajo capital, vigor físico, ideales más amplios, tintes de seriedad, relaciones cultas, libros, pasto intelectual para nutrirnos y ayudarnos a ser lo que somos.” Para Brau el descubrimiento era un simple hecho factual, una fecha vacía si no se la vinculaba a los procesos que había generado.
Me permito, sin embargo cuestionar al maestro si en efecto toda la ilustración y la cultura se la debía la clase criolla de Puerto Rico a los extranjeros. Esa fue la tendencia marcada por intelectuales peninsulares como Carlos Peñaranda en sus pocas veces discutidas Cartas puertorriqueñaspensadas por la misma época. Brau no estaba libre de ese tipo de concepciones tuertas respecto a la forma en que se construye una cultura en especial cuando se le echa una ojeada desde el exclusivismo social que es la impronta de las clases altas.
Esa interpretación que cultivaba la valía de lo europeo era la postura típica de los intelectuales, historiadores y sociólogos influenciados por la entonces venerada “ciencia positiva” teorizada por el filósofo francés Augusto Comte. Por ello se venera al Eugenio María de Hostos teórico y maestro. Y por eso se reconoce el valor grandioso de la obra abolicionista de Segundo Ruiz Belvis, Francisco Mariano Quiñones y José Julián Acosta en la Junta Informativa de Reformas de 1867. Todos ellos estaban embebidos de aquel sistema de pensamiento que era vanguardia de occidente europeo.
Brau fue tajante en 1889 al afirmar que: “Aquí Lola no salimos del ojalaterismo[1] que condena la conquista, sin ver que somos su producto…” Bien vista esa fue la lección más interesante de Brau para las generaciones posteriores especialmente la de 1930 y sus acólitos. El argumento central era que Puerto Rico, la nación, había sido la consecuencia de aquella conquista, de aquel proceso de coloniaje que en 1887 había culminado en el abuso rampante de los compontes que el propio Brau sintió como militante que era del Partido Autonomista Puertorriqueño.
¿Por qué doy todo este rodeo para conversar sobre la historia de San Germán de Vélez Dejardín? Lo que sucede es que las conmemoraciones y en especial la del descubrimiento o encuentro europeo- americano, tienen un valor profundamente contradictorio en el imaginario nacional puertorriqueño. La cuestión del lugar del desembarco todavía permanece como un misterio borgiano, o como un laberinto sin solución que sigue apasionando a la cultura oficial. Decía el historiador rumano de las religiones Mircea Eliade que las fiestas por lo general exteriorizan “el deseo de reintegrar una situación primordial” a la vida de todos los días (Lo sagrado y lo profano, 1998). La “nostalgia por la perfección del origen,” perfección concebida por todas las versiones románticas de la historia, se agazapa detrás de cada una de estas recordaciones. Demás está decir que la recordación tiene siempre la finalidad de transformarse en un modelo para un tiempo presente que se imagina desde una perspectiva totalmente diferente. El presente se asume como la pérdida de algo, y la recordación se adjudica como una forma de la recuperación. Toda recordación y todo relato histórico ocurre, sin proponérselo, dentro de esa actitud.
La conmemoración es en consecuencia catalizador de la memoria: la fortalece alrededor de ciertos elementos que se reiteran. La recordación consolida toda una serie de convenciones respecto a un pasado aceptado como válido. Los conjuntos metafóricos que se reiteran se imponen. El saber resulta ser otro acto de fuerza tal y como ya había sugerido el filósofo alemán Federico Nietzsche en algunos de sus textos. Ese fenómeno es el que crea las historias oficiales, las convencionales y es un interesante instrumento analítico para comprender las historias de resistencias y las (contra/anti) historias que cuestionan las versiones tradicionales desde los márgenes. Una historia de San Germán no es otra cosa que eso.
“La historia, -decía el pensador francés Michel Foucault- en su forma tradicional, se dedica a ‘memorizar’ los monumentos del pasado, a transformarlos en documentos y a hacer hablar esas huellas que en sí mismas no son verbales, o dicen tácitamente cosas diferentes de las que dicen explícitamente…” (La arqueología del saber, 1970). Por ese camino se apuntalan los mitos alrededor de los cuales se tejen los relatos, más o menos exactos en torno al pasado de los pueblos.
El caso de esta historia de San Germán del investigador Vélez Dejardín no es la excepción. El volumen, como ya señalé en la presentación que le hice el 18 de noviembre de 1994, recoge la mitología de una región, San Germán, que teje su propia versión alterna de la nacionalidad mirándose en el espejo cóncavo / convexo de las historias inventadas desde la capital. San Germán: de villa andariega a nuestros tiempos 1506-2003 es un interesante ejercicio de microhistoria regional alternativa.
Dentro de una estructura expositiva cronológica, hasta dónde le permite el flujo de datos, el autor nos muestra un pasado cargado de combates y conflictos, de orgullos vanos y aspiraciones no consumadas por una rancia aristocracia ligada primero a la ganadería y el tráfico ilegal, y posteriormente a los grandes intereses de la tierra a través de cinco siglos. Lo digo de este modo porque todos los historiadores sabemos que la historia, cualquier historia, nunca fue un lecho de rosas. Jorge Luis Borges tenía razón cuando sugería que todo tiempo vivido siempre fue peor que los otros. Lo interesante de este volumen es la multiplicidad de lecturas que permite a los observadores inteligentes del discurso. Una cosa es la versión que ofrece de la evolución de la Villa Andariega, metáfora plástica pero frágil, y otra muy distinta la que tácitamente impone sobre la historia de las mentalidades puertorriqueñas en la dialéctica isla-capital.
Mucho se ha conseguido, debo aclarar, desde la década de 1970 en el territorio de la microhistoria nacional. La aportación de esta forma de hacer historia a la crítica del automatismo del cambio, a la idea preconcebida de la evolución homogénea de la historia de una nación, fueron claves en el cuestionamiento de buena parte de las concepciones modernas decadentes del discurso histórico.
Al lado de la microhistoria, las historias regionales erosionaron la idea de que se podía explicar, por ejemplo, el problema de España leyendo su pasado estrictamente desde el Madrid castellano. Cataluña, Galicia, Vasconia, tenían historias alternativas que contar y la mayor parte de las veces se relataban mirando a Madrid como un adversario. Algo similar demuestra este volumen de Vélez Dejardín y espero que él tenga conciencia de lo que voy diciendo. Lo digo porque cualquier historia de San Germán es un ejercicio tanto de microhistoria como de historia regional. El hecho de que Partido inventado hacia 1514 terminara convirtiéndose en un municipio entre mucho es demostrativo de ello.
Entre las microhistorias, las historias regionales y las nacionales se ha desarrollado una dialéctica cruenta. La obra que hoy nos ocupa es prueba ostensible de que es así. Durante los últimos cuarenta años la producción histórica sobre San Germán ha implicado la voluntad de rescatar un espacio hipotético o presuntamente usurpado: el que se garantiza a los fundadores, a los administradores de los orígenes. El argumento derivado del discurso de Brau vuelve a ser útil al cabo de 114 años ¿qué sentido tiene la condición de fundador?
El énfasis de ese tipo de discurso filo-sangermeño ha sido establecer fuera de toda duda las discrepancias entre las experiencias histórico-sociales, la psiquis, e incluso la visión de mundo de la gente de la capital y aquella que no lo era –la de la isla-. Es cierto que la noción dialéctica que antepone la capital a la isla sigue teniendo sentido para mucha gente. En ocasiones da la impresión de que los viejos partidos de San Germán y Puerto Rico fundados en el siglo 16 nunca hubiesen hecho las paces y continuaran resolviendo las disensiones jurídicas coloniales después de 499 años de convivencia y unos 50 años de estado moderno.
Algunos alegan que San Germán se hizo ante el otro, Puerto Rico, y apropian una idea de la marginalidad respecto al poder hispano colonial que en ocasiones es difícil demostrar. Es cierto que para que una región se defina tiene que hacerlo ante el otro. En lo que respecta a San Germán esa concepción de lo regional es cuestionable por diversas vías. La gente de Aguada y Coamo, que estaban en la periferia de dos Partidos distintos, se parecían probablemente más entre sí en el orden sociocultural que a la gente de la Capital. La concepción de un San Germán “aislado” en el sentido estricto de la palabra es sumamente improbable. Toda noción de aislamiento tiene que matizarse espacial y temporalmente a la luz de los magníficos trabajos sobre el siglo 17 y 18 que se han publicado en los último 20 años.
Incluso cuando se ha tratado de deslindar las regiones con las nociones de urbe y ruralía, la disposición es poco clara porque los patrones de comportamiento rural no desaparecían del todo en la temprana vida urbana de Puerto Rico. La disolución palmaria de la ruralía no puede precisarse hasta entrado el siglo 20. Esto significa que la gente que vivía en poblado (la capital por ejemplo) seguía interpretando el mundo desde una perspectiva rural. No había una fractura clara entre lo uno y lo otro. En gran medida la fragilidad visceral de la postura teórica de quienes ven en San Germán el nudo de la nacionalidad radica en que el argumento se puede elaborar con argumentos análogos para el caso de Ponce, Mayagüez y quizá Yauco y Utuado. Los países están llenos de ilusiones de “capitales alternas.” Jacmel puede hacer ese reclamo a Puerto Príncipe y Santiago a La Habana.
La lección que un historiador recoge de todo esto es sencilla. La determinación de la alteridad histórica, como es el caso de San Germán en el volumen que me ocupa, no debe conducir al historiógrafo a la atomización radical de su versión del mundo. Estas reconstrucciones alternas son útiles en la medida en que no cancelen los caminos hacia una comprensión general de la nación. El dilema es mucho mayor de lo que aparenta porque ser sangermeño es un gesto enteramente simbólico tan válido como ser mayagüezano, ser ponceño o yaucano o utuadeño. En verdad cualquier revisión general de la historia de San Germán nos demuestra que la mayoría de los pueblos emanados del viejo partido lo fueron tras vencer la oposición de los grandes intereses de San Germán. La Villa Fundadora de Pueblos lo fue, en consecuencia, a su pesar.
Un último apunte aclaratorio. El San Germán de 1506 o 1508, incluso el de 1514 no era una Villa. Era un simple lugar camino a ser un pueblo que capitaneaba el Partido que llevaba su nombre. La condición de Villa era un título jurídico que implicaba ciertos privilegios que los lugareños no poseían durante el siglo 16. Si el esfuerzo de José Vélez Dejardín en su versión revisada de San Germán: de villa andariega a nuestros tiempospermite abrir una discusión madura sobre estos problemas historiográfico, la aplaudo fraternalmente. Pero la lectura de este volumen no puede ser obtusa.
La apertura ideológica de Ramón E. Betances Alacán no terminaba en el territorio del espiritismo: también fue por algún tiempo un masón activo. A la altura del 1864 cuando organizaba en el oeste del territorio la conjura que conduciría a la Insurrección de Lares en 1868 el catolicismo, por voz del Papa Pío IX, había condenado esa y otras prácticas en la encíclica Quanta Cura y el Syllabus Errorum: las sociedades secretas eran un acto contra la fe. La Iglesia Católica resentía y condenaba el carácter anticlerical y el potencial modernizador de las propuestas de aquella sociedad las cuales habían puesto en entredicho ciertos fundamentos del “cristianismo realmente existente”, es decir el institucional, expresión cultural que la tradición y la historiografía liberal y nacionalista había recodificado como uno de los pilares identitarios de la personalidad europea moderna. Los tiempos del ateísmo oficial de los burgueses radicales que se impusieron en cierto momento durante la Revolución Francesa habían sido dejados atrás por consideraciones de utilidad política.
Masonería, retórica y política
El activismo masónico en Betances no fue extraño durante su formación. Su padre y sus protectores en Francia previo a su ingreso a la escuela de medicina de París estuvieron vinculados a la orden[1]. La experiencia masónica se desarrolló de forma paralela con su compromiso filantrópico (el abolicionismo como expresión de la igualdad), político (la independencia como expresión de la libertad) y fraterno (la solidaridad política que desemboca en la idea de la confederación como garantía de estabilidad). La masonería complementaba bien aquellos.
La cuestión de si Betances fue revolucionario porque militó en la masonería o, por el contrario, que militó en la masonería por sus convicciones revolucionarias no es más que una trampa. Enfrentar este dilema desde esa perspectiva maniquea evadiría el hecho de que durante el siglo 19 la masonería no fue en lo político y lo social ideológicamente homogénea: la masonería revolucionaria convivió y chocó con otra moderada y hubo numerosos revolucionarios que nunca fueron masones.
Betances mismo, según lo ha documentado el historiador francés Paul Estrade, fue un “masón inconforme”[2]. Su relación con las logias de París a partir de 1872 estuvo llena de tropiezos ideológicos en medio del debate entre el deísmo, el libre pensamiento y el anticlericalismo en la masonería. El centro de aquel debate giró alrededor de la concepción de Dios, la Naturaleza, la fe y el clero. Pero también, y esto es de mayor relevancia para el caso, hubo choques por cuenta del compromiso político que Betances exigía a sus hermanos masones con la causa de la separación de las Antillas. El intelectual de Cabo Rojo era un libre pensador y no deísta y un verdadero intransigente a la hora de reclamar la separación e independencia de la Antillas por lo menos desde 1850. Las tensiones fueron tantas que Estrade se vio forzado a afirmar que su vinculación con la masonería se había “deteriorado” o posiblemente “roto” entre 1877 y 1878, convirtiéndose en un hermano “durmiente”.
El Betances “masón inconforme” encaja bien dentro de la imagen de los “raros” y los “bohemios” del siglo 19. Resulta evidente que, aún dentro del espacio de inconformidad que era la masonería en una Europa cristiana que se reajustaba al giro de los tiempos, Betances era capaz de importunar y reafirmar la diferencia. Las causas de la “inconformidad” dentro de la “inconformidad” respondían a que el puertorriqueño era un filántropo exigente que abogaba por la abolición inmediata de la esclavitud en las Antillas y favorecía la separación e independencia de Cuba de la Monarquía Española durante la llamada Guerra Grande (1868-1878). Una opinión uniforme respecto a problemas tan complejos como aquel no era una prioridad para los masones franceses.
Las contradicciones afloraban porque muchos de los hermanos masones franceses poseían esclavos o no sentían afinidad alguna por las luchas políticas de los antillanos a quienes consideraban gente extraña. La cuestión nacional y cultural, más allá de la hipotética fraternidad, pesaba mucho a la hora de adoptar un programa de acción. La táctica discursiva de Betances, no siempre exitosa, fue apelar a los valores fundamentales de la masonería con el propósito expreso de politizar a sus miembros y moverlos en la dirección de un propósito que él considera legítimo.
Mi hipótesis es que, por un lado, el pensamiento masónico y el revolucionario no siempre tuvieron una relación armónica. Por otro lado, en última instancia y a contrapelo de la representación dominante, Betances no fue un masón que se transformó en revolucionario sino un revolucionario que se ordenó masón por consideraciones que de momento desconozco, cuya pasión y compromiso lo condujeron a experimentar una relación contenciosa con la orden. Aclaro, sin embargo, que ello no debe interpretarse como un menosprecio a los valores fraternales, filantrópicos y, en general, progresistas del pensamiento masónico en ambos hemisferios.
Un ejercicio de retrospección ayudará a comprender lo que digo. Veinte años antes de los conflicto de París, en 1857, Betances y el abogado de Hormigueros Segundo Ruiz Belvis fundaron una organización filantrópica y militante, la “Sociedad Abolicionista Secreta”, en la zona suroeste de Puerto Rico. Los comentaristas del evento han insistido en las similitudes organizativas entre las sociedades masónicas y aquel club híbrido que lo ejecutaba tanto tareas públicas y legales que clandestinas e ilegales. Sobre la base de aquella y otras experiencias que no voy a precisar en este momento, fue que ambos formalizaron en 1867 las “Sociedades Secretas” tipo “célula” que tendrían la responsabilidad de preparar el terreno para la Insurrección de Lares de 1868.
Algunos testigos de la época como es el caso de José Pérez Moris, autor de una valiosa obra sobre el acto rebelde, reconocían numerosos paralelos entre las sociedades secretas y las masónicas a la vez que tildaban a Betances y Ruiz Belvis, según la cita de varios testigos de la región oeste, de ser inmorales, ateos y materialistas por cuenta de su discurso anticlerical y su alarde de librepensadores.[3] Todo sugiere que a la altura de 1857 ninguno de los dos se había ordenado masón. En el caso de Betances como se ha dicho, aunque su padre había sido masón y el joven debió estar en contacto con masones durante el periodo de estudios en Francia previo a Paría, no fue hasta 1866 cuando se inició en la Logia “Unión Germana No. 8” cuyo templo ubicaba en San Germán.
En aquella logia, además del pensador y escritor abolicionista y autonomista moderado Francisco Mariano Quiñones, defensor de la estadidad para Puerto Rico después de 1898, estaba su amigo Ruiz Belvis. Es probable que las afinidades ideológicas, Ruiz Belvis a quien conocía desde 1857 también favorecía la abolición inmediata y la separación y la independencia de Puerto Rico de España, le movieran a asociarse con aquél para fundar la “Logia Yagüez” de Mayagüez durante el 1867 a las puertas del levantamiento insurreccional[4]. Aquel fue un año lleno de obstáculos para el separatismo independentista representado por Ruiz Belvis y Betances. Las relaciones entre el referido sector y los liberales reformistas se habían roto por cuenta de la cuestión de la lucha armada tras una serie de tensas reuniones preparatoria.[5] En mayo de 1868, cuatro meses antes del alzamiento, un grupo de separatistas anexionistas a Estados Unidos de Mayagüez decidió no apoyar la causa debido a la cuestión del futuro estatus del país separado que aquellos querían incorporar a Estados Unidos. Aquel fue un segundo deslinde dentro del seno de liberalismo que, en cierto modo limitó las posibilidades de la insurrección. La reacción de los anexionistas no fue monolítica. José Francisco Basora, un médico anexionista bona fide a quien Betances conocía desde 1856, permaneció fiel de Betances hasta el final de sus días.
En medio de las disputas locales, la concepción de la fraternidad masónica pareció proyectarse sobre la idea de una futura federación o confederación antillana alrededor de la República Dominicana. Alguna proclama rebelde mayagüezana de 1864 citada por Pérez Moris así lo sugiere. El protagonismo de Cuba en aquel proyecto transnacional antillano, eso y no otra cosa parece ser la confederación, fue un fenómeno posterior al 1868 y siempre estuvo repleto de dificultades y choques ideológicos y culturales entre cubanos, dominicanos y puertorriqueños.
Valdría la pena indagar la posibilidad de que en medio de la fastidiosa situación de 1867 y 1868 las fuerzas separatistas independentistas, aisladas de los liberales reformistas y los anexionistas, se vieron precisados a echar mano de la masonería con el propósito de animar un proceso de reorganización dentro de un sector bajo amenaza. La “Logia Yagüez” pudo haber sido un medio para adelantar ese fin. De más está decir que para espíritus republicanos como el de Betances y Ruiz Belvis, entre la noción fraternidad del 1789 y la fraternidad masónica debía haber una relación simbólica estrecha.
La lógica de aquella década no deja lugar a duda de que ambas logias, “Unión Germana No. 8” y la “Logia Yagüez”, tenían orientes dominicanos, elemento que ratifica el hecho de que los contactos más intensos de la promoción rebelde de aquella década fuesen con la República Dominica. Después de todo la independencia y la soberanía de aquel país había sido objeto de amenazas cada vez más intensas por parte de los gobiernos de España y de Estados Unidos durante la década de 1860.
Es probable que para Betances y Ruiz Belvis las relaciones entre masonería y revolución fuesen evidentes. Pero ello no significa que para todos los masones organizados en la “Unión Germana No. 8” y la “Logia Yagüez” lo fuesen. En el caso del Puerto Rico del siglo 19 la masonería y el separatismo independentista compartían, eso sí, un fuerte componente contracultural y antisistémico en la medida en que cuestionaban la herencia del antiguo régimen y la alianza entre el Estado Monárquico y la Iglesia Católica. Aquella actitud los hacía ver como una amenaza mayor y una combinación de fuerzas peligrosa.
La relación de Betances y Ruiz Belvis con la masonería resultó, en suma, instrumental para sus proyectos políticos. Ruiz Belvis dependió de sus contactos dentro de esa afiliación cuando realizó su viaje a Valparaíso, Chile buscando apoyo militar para la causa antillana durante el año 1867. En 1874, cuando Betances volvió a Europa con el propósito de radicarse en París, fue invitado a integrarse “El Templo de los Amigos del Honor Francés” (Temple des Amis de l’Honneur Français) como Miembro Honorario Grado 18 o Caballero de la Rosa Cruz. El grado reconocido plantea un interesante dilema. Algunas autoridades lo definen como uno de alto contenido religioso dirigido a conmemorar la pasión, muerte y resurrección de Jesús. Conociendo a Betances y ocurriendo el hecho en medio del debate entre los deístas y los librepensadores la contradicción es obvia. Otros investigadores lo asocian a la vida itinerante de algunos masones recién llegados a escenarios nuevos como era el caso de Betances, concepción que, me parece, se ajusta mejor al caso.[6]
Durante la etapa masónica francesa, como ya ha documentado Estrade, el caborrojeño escribió en los foros masónicos sobre temas de actualidad política, maduró su formulación antillanista con elementos teóricos del pensamiento fraterno y a la vez exigió, sin mucho éxito, un mayor compromiso de la orden con los proyectos progresistas y de cambio que proponía. Pero, insisto, la masonería puertorriqueña y francesa no poseían una opinión unitaria con respecto a la solución idónea para los problemas que Betances y Ruiz Belvis encontraban en la relación del Puerto Rico colonial con España.
Logia Cuna de Betances, Cabo Rojo, PR
Masonería, retórica y literatura
La presencia de la experiencia masónica en la discursividad literaria betancina excede sus formulaciones teóricas y políticas. Como recurso literario la cultura masónica lo preparó para dominar un lenguaje de enorme plasticidad de carácter hierático o esotérico cargado de simbolismos y sugerencias que colocaba su discurso en las fronteras de la pararealidad o lo fantástico. Betances, como se sabe, no fue el único caso de esa índole en la experiencia literaria puertorriqueña del siglo 19. El lenguaje innovador del pensamiento alternativo masónico tenía uno de sus focos de origen en la misma cultura ilustrada y neoclásica que desembocó en la experiencia de la Revolución de 1789 y de la cual bebió el liberalismo clásico y el republicanismo. Aquella fue una discursividad compartida por el pensamiento antisistémico del siglo 19 que, como el de 1789, minaba la cultura y la canonicidad heredada propia del antiguo régimen dominado por el cristianismo.
El renacimiento de los Estudios Clásicos y los Estudios Orientales durante el siglo 19, junto a su capacidad para penetrar la discusión cultural que se ofrecía en la universidad europea moderna, resultó determinante en aquel proceso.[7] Betances se había formado intelectualmente en medio de aquella efervescencia cultural y fue un buen discípulo de todo ello, sin duda. El efecto de aquel giro no se limitó, en un contexto puertorriqueño, a la figura de Betances. Uno de los maestros masones que intervino en su integración a la orden, Francisco Mariano Quiñones, pasó por la misma experiencia según demuestra la lectura de sus novelas Kalila (1875), Fátima (1885) y Riza-kouli (s.f) bajo el pseudónimo Caballero Kadosh de fuerte sentido mágico masónico.[8] Aquella poco conocida y compleja trilogía titulada Nadir Sha permaneció inacabada. Hace algunos años me topé con un intercambio de cartas entre Lola Rodríguez y Quiñones en la Casa Museo Aurelio Tió en la cual este aclaraba que la tercera parte nunca había sido escrita y la invitaba a leer las otras. En aquellos textos narrativos la cultura persa y la masónica sirvieron a Quiñones de escudo protector para evaluar desde una perspectiva moderna el problema de la humanidad en la historia y el de la libertad. Masonería y pensamiento oriental se identificaban en estos autores a pesar del hecho de que la masonería había sido un invento plenamente occidental.
Los estudios sobre la penetración de la retórica masónica, esotérica o mágica en la obra literaria de Betances no se han realizado todavía. Los modelos retóricos que se presenten en su obra son varios, pero no parecen llamar la atención de la crítica. Uno de ellos es la forma que este autor reinvierte el saber de la numerología en particular el tránsito o progreso del 12 y el 13, un asunto vital para la Astrología Fiduciaria, las artes adivinatorias y la predicción del futuro. El hecho es patente en el antes referido relato de “La Virgen de Borinquen” (1859). En aquel el “loco suicida”, una proyección trágica del Betances doliente, cuando una “viejecita con cara de momia” se sienta frente a él, se imagina prisionero en una habitación que “tenía en todas sus dimensiones trece pies (y) trece paredes sin salida”. El “loco suicida” había sido hecho prisionero en aquella caja inexplicable y oscura habitada por alimañas por el “genio maléfico, ciego y destructivo” que había matado a su novia.[9] Muerta en Viernes Santo parece una acusación directa a Dios.
De igual modo, en el relato satírico-político “Viajes de Escaldado” (1888), el viajero venezolano que en este caso representa la voz del autor y sus contradicciones filosóficas, regresa después de su trágico periplo a su “país” a un “bosque que me pertenecía”. En medio de la soledad que asegura la naturaleza, reflexiona en un interesante discurso en torno a las 12 virtudes humanas soñadas por la filosofía representadas en 12 animales.[10] El mejor comentario en torno a este texto sigue siendo en de Carmen Lugo Filippi, sin duda, y a él me remito.
Las virtudes de las cuáles carece el mundo burgués las encontró en aquellos seres incapaces de razonar como la humanidad y prefirió vivir rodeado por aquellos. La lista es por demás interesante: temperancia en el camello, silencio en la carpa, orden en el castor, resolución en el colibrí, economía en la hormiga, trabajo en el buey, sinceridad en el perro, moderación en el cordero, limpieza en el cisne, tranquilidad en el elefante, castidad en la cotorra, humildad en el asno.[11] Pero Betances / Escaldado evade asociar la virtud número 13 que no es otra que la inalcanzable, utópica y “demasiado noble” justicia. El desaliento tragicómico con el futuro de la humanidad y el ideal liberal era patente: occidente moderno, Europa y su emanación americana, no estaban preparados para la alcanzar la justicia. En su lugar coloca en letras de oro la palabra “tolerancia”. Se trata de un reclamo a la intolerancia europea y una reafirmación de la incapacidad de la civilización europeo-americana burguesa de cultivarla “no antes de seis mil u ocho mil años”. El occidentalismo europeísta de Betances es un mito. El asunto de que el viajero fuese venezolano complica el relato: después de todo en Venezuela comenzó el contradictorio “viaje” hispanoamericano hacia una “libertad” llena de ambigüedades que nunca se consolidó. La retórica masónica, esotérica o mágica volvía a encontrarse con la retórica política revolucionaria de manera puntual.
La numerología informa sobre el sentido atribuible a aquellas escenas trágicas. Según el mitólogo Juan Eduardo Cirlot (1916-1973) el número 12 significa el orden cósmico y la salvación, mientras que el 13 sugiere la muerte y el renacimiento, el cambio y la reanudación, la revolución en su sentido más clásico y estricto. En alguna tradición masónica, el 13 recuerda la muerte del Caballero Templario el viernes 13 de octubre de 1307 a manos de la Santa Inquisición; y en la cristiana, a los 13 comensales de la última cena cuya matemática marca la condición de Judas el traidor. La magia de este número no termina allí: en el capítulo 13 del “Apocalipsis” se manifiesta el Anticristo (666); y en la “Cábala” judía son 13 los espíritus malignos que amenazan a la humanidad y 13 son los años que marcan la “Bar Mitzvah” o ceremonia de la adultez del varón y la edad casamentera de la hembra.[12]
El asunto no termina allí. El 12 y el 13 también fueron apropiados por los discursos antisistémicos del siglo 19, si es que se prefiere una interpretación mágica pero secular de este juego. Charles Gide (1847-1922) uno de los padres franceses del cooperativismo y el asociacionismo que está en base del filantropismo y los primeros socialismos decimonónicos que influyeron sin duda a Betances, codificó las 12 virtudes del cooperativismo que Betances debió conocer. El lenguaje simbólico de la literatura de Betances es complejo en extremo como él mismo lo fue. En algún momento habrá que volver a mirar a este bohemio, revolucionario antillano que tan bien representó la síntesis entre la pasión y la ciencia, entra la ciencia y la emoción en aquel siglo 19 cambiante.
Otras retóricas en pugna
Dos tradiciones consideradas no literarias alimentan la retórica literaria betanciana a partir de 1888. El tema es apasionante y apenas ha sido tocado por la crítica. Una es la de los escritos de los naturalistas que a fines del siglo 19 giraba alrededor de la obra de Charles Darwin (1809-1882), el evolucionismo, la selección natural discutían sus conclusiones. El elemento anticlerical de aquella discusión era innegable. Un debate cardinal era si el ser humano era un animal según sugería Darwin o no, según afirmaba Jean Louis Armand de Quatrefages de Bréau (1810-1892). Betances parecía tener una respuesta tentativa para aquel dilema darwiniano. Me refiero a sus planteamientos en los textos “Nicolás. Inteligencia de los animales” (1891) y “Huelga en Jacmel” (1892).[13] El primero, el cual comentaré con más calma en otro artículo, representa una discusión de etología y sobre la base de un cuadro de la cotidianidad. El texto describe su relación con su perro faldero Nicolás y la forma en que este reaccionaba ante sus contertulios conservadores y liberales: con unos era agresivo y con los otros afectivo. Las posibilidades de un lenguaje animal y de la comunicación entre estos y los seres humanos llamaban la atención de algunos intelectuales entonces. Las observaciones satíricas sobre los lagartos, el gallo y las cotorras parlantes, le permitieron insertar la crítica política incisiva que le caracteriza. El escritor, el fabulador y el activista se integraban de manera armoniosa en estos oscuros y olvidados textos.
La segunda tradición, que también discutiré en otro momento es la de la de los panfletos de las izquierdas y las narraciones o poemas políticos con fines éticos y militantes en el estilo de Graco Babeuf (1797) o Henri de Saint-Simon (1803, 1819). No debe pasarse por alto que el anarquismo apeló mucho al lenguaje del naturalismo y el mundo animal para conjeturar sobre el fin del estado y afirmar la igualdad y la fraternidad. Ese fue el caso de Mijaíl Bakunin (1814-1876) y del anarco-comunista Piotr Kropotkin (1842-1921), entre otros.
La metáfora de la lucha de clases y los reclamos de las clases populares son comunes en textos como el de Nicolás y la huelga en Jacmel. La retórica del texto haitiano me trae a la memoria un extraordinario relato del polaco Leszek Kolakowski (1927-2009) titulado “La guerra con las cosas”[14]. En Betances el carbón, los huevos, la hierba y el asno se rebelan con un lenguaje propio de las izquierdas ante el abuso del mercado y el estado en el marco de una crisis haitiana. El pesimismo lo domina: la macana del policía los demuele y el relato cierra: “Ustedes se asemejan mucho, en todo, a las ilusiones humanas.” Aquella tradición convivió con la de las izquierdas y, juntas, minaron la seguridad de los valores burgueses y pusieron en duda la legitimidad del capitalismo y la democracia liberal. Betances Alacán fue parte de ello en “Viajes de Escaldado” (1888) y en “La estafa” (1896). En ambos reclamó a Estados Unidos y a Europa su insensibilidad respecto a Puerto Rico y Cuba ante la España criminal. Betances dejó una colección que se movió con libertad entre el cuento, la novella italiana, la leyenda, la crónica periodística y la fábula moral, conjunto que el canon, enamorado de la novela y el cuento burgués moderno, invisibilizó.
[5] Germán Delgado Pasapera (1984) Puerto Rico sus luchas emancipadoras (San Juan: Cultural): 118-119, evalúa la naturaleza de las disputas en la reunión de la finca “El Cacao” como un deslinde dentro del liberalismo.
[7] Los interesados en el papel de aquellos campos en el desarrollo de las ciencias sociales modernas pueden consultar a Immanuel Wallerstein, coord. (1996) Abrir las ciencias sociales (México: Siglo XXI editores): 26-28.
[8] En 1998 preparé una edición de Kalila para el Círculo de Recreo de San Germán. La introducción produjo roces con los descendientes católicos de Quiñones. Hay que reconocer que esos prejuicios antimasónicos siguen vivos en las elites locales hallazgo la mar de interesante. Véase Mario R. Cancel (1998) “De Kalila a la literatura nacional o el oprobio del cosmopolitanismo” (Introducción) en Francisco Mariano Quiñones alias Kadosh, Nadir Shah-Kalila. (San Germán: Círculo de Recreo): I-XXXI. Colección del Libro Sangermeño. URL : https://www.academia.edu/3784491/De_Kalila_a_la_literatura_nacional_o_el_oprobio_del_cosmopolitismo_apuntes_en_torno_a_una_novela_de_Francisco_Mariano_Qui%C3%B1ones
[9] Véase Ada Suárez Díaz (1981) La Virgen de Borinquen y Epistolario íntimo (San Juan: Instituto de Cultura Puertorriqueña): 8.
[12] Juan Eduardo Cirlot (1992) Diccionario de símbolos (Barcelona: Labor, S.A.): 59, 148-149.
[13] Félix Ojeda Reyes y Paul Estrade, editores (2008) Ramón Emeterio Betances. Obras completas. Escritos literarios (San Juan: Ediciones Puerto): 267-271 y 283-295.
[14] Leszek Kolakowski (1993) “La guerra de las cosas” en Las claves del cielo (Caracas: Monte Ávila): 147-152.
El episodio que Robinson conserva para cerrar su volumen lo utiliza William Dinwiddie (1867-1934) para iniciar el suyo en Puerto Rico. Its Conditions and Posibilities, volumen que también se difundió en 1899. La posición del narrador ante los hechos varía. Si el primero usa el 1898 para reflexionar sobre el pasado puertorriqueño al lado de España y ubica la ceremonia como un fin esperado, el segundo lo usa para sugerir el comienzo de un futuro deseado al lado de Estados Unidos. La obra de Dinwiddie también contó con respaldo oficial. Las autoridades militares dieron al autor acceso a los archivos administrativos para que este pudiese documentar sus conclusiones. En la breve introducción el escritor agradece a los generales Guy V. Henry y John R. Brooke el respaldo a su empresa. El carácter oficial no se redujo a ello. John Russell Young, bibliotecario de la Biblioteca del Congreso, puso a su disposición una amplia bibliografía en torno a la isla ubicada en los anaqueles de aquella y otras instituciones estadounidenses. El hecho es relevante porque, aunque la afirmación de Dinwiddie se autorizó en marzo de 1899, no fue hasta el 1901 cuando aquella institución publicó un panfleto titulado A list of books (with references to periodicals) on Porto Rico, a cargo del bibliotecario y jefe de la división de bibliografía de la institución, Appleton Prentiss Clark Griffin (1852-1926) quien realizó un trabajo similar sobre Cuba. Los recursos bibliográficos sobre Puerto Rico en aquella época eran escasos. La bibliografía de Manuel María Sama, premiada en 1886 en un certamen del Ateneo e impresa en Mayagüez en 1887, y esta de Griffin son con toda probabilidad las dos compilaciones de referencias más remotas con las que cuenta la historiografía puertorriqueña.
Dinwiddie, nacido en Virginia no poseía formación universitaria y se dedicaba al periodismo como Robinson. A su condición de cronista añadía un vivo interés por la fotografía, uno de los recursos tecnológicos innovadores que tanto sirvió para documentar con precisión el conflicto del 1898. Durante los años 1886 y 1895 había trabajado para el Bureau of American Ethnology del Smithsonian Institute, organización que había mostrado un vivo interés en la cultura y la sociedad de los nativo-americanos. Los tiempos de expansionismo continental y los del expansionismo ultramarino fueron escenarios apropiados para el desarrollo de una “etnología del conquistador” que, a la larga, enriqueció el acervo de saber de los sectores intelectuales de los imperios cuyas burocracias coloniales las aprovecharon para fines prácticos.
El batallón «Patria»
Igual que Robinson, Dinwiddie estuvo en el campo de guerra actuando como corresponsal del Harper Weekly. A Journal of Civilization, una publicación fundada en 1857 por los hermanos James, John, Wesley y Fletcher Harper, asignado a las tropas de Cuba y Puerto Rico. Aquel semanario también había cubierto otro de los iconos de la identidad nacional estadounidense en su momento: la Guerra Civil (1861-1864). Dinwiddie incluso fungió como funcionario colonial en Filipinas, posesión ultramarina en la cual las cosas no resultaron tan sencillas para los invasores estadounidenses como lo fueron en las dos Antillas españolas. El cronista, acorde con su testimonio, permaneció en Puerto Rico entre octubre y diciembre de 1898 y fue testigo del protocolo de cambio de soberanía que Robinson sintetizó en la lapidaria frase “Adios! España” en su volumen.
En Puerto Rico Its Conditions and Possibilities, producido por la prestigiosa Harper & Brothers Publishers que también poseía el Harper Weekley, Dinwiddie se movió con suma confianza entre el testimonio y la investigación formal. Su interés era hacer una tasación confiable de las posibilidades materiales del territorio recién ocupado. El lenguaje de los negocios dominaría su retórica de manera indiscutible. El capítulo que me interesa, el primero titulado “The evacuation of Puerto Rico”, es otra interesante crónica de aquel 18 de octubre de 1898 en la cual todos los observadores habían visto la marca de un antes y un después. El cuidado y la emoción con los que el autor redactó el mismo expresaba su percepción de que el cambio de soberanía debía ser interpretado como un nuevo comienzo para un pueblo que había vivido al margen del progreso o de la historia misma, o como un campo de posibilidades plausibles para las “American business enterprises”.
El 18 de octubre: “the black cloud of Spanish cruelty had passed away…”
La lógica dualista domina la textualidad de Dinwiddie. Puerto Rico, “the easternmost fertile isle of the western hemisfere”, salía de las manos del “galling yoke of tyranny and taxation” que significaba España, para pasar a manos de un imperio liberal y progresista. El rechazo al pasado hispano era palmario: el 1898 tenía que ser interpretado como la sentencia de muerte de la supremacía española. No se puede pasar por alto que aquellas protestas, la de los impuestos y la tiranía, eran las mismas que expresaba la generación rebelde del 1860 y sintetizaban el reclamo del liberalismo económico y político puertorriqueño. La diferencia entre la utopía independentista y la de los invasores del 1898 era que los rebeldes del 1868, al menos los que circulaban alrededor de la figura de Betances Alacán, se habían alzado por la independencia. Dinwiddie está seguro de que esas metas se conseguirían bajo el control colonial benévolo de Estados Unidos. El discurso modernizador manifestaba una plasticidad extraordinaria cuyos polos tenderían a chocar tras la imposición de la soberanía estadounidense.
Aquel mediodía de martes 18 de octubre fue apropiado por el autor como un “memorable day in Puerto Rican history”. Todo se conjuró para que así fuese. Un cielo claro, “not a cloud dotted the sky”, anticipaba un futuro promisorio para el territorio antillano. El despliegue de confianza y optimismo en la retórica del cronista no debería sorprender a nadie. El orgullo de aquel país con el paso dado, comenzar la creación de un imperio ultramarino con miras a expandir su hegemonía hemisférica, no era poca cosa.
¡Igual que en “Adios! España” de Robinson, el tono de “The evacuation of Puerto Rico” de Dinwiddie es solemne y cuidadoso. La ceremonia de cambio de banderas no había dejado de llamar la atención de numerosos curiosos. Los hoteles de la ciudad estaban llenos a capacidad hasta el punto de que, en la víspera del acto protocolar, hasta tres y cuatro extraños tuvieron que dormir apiñados en los pequeños y oscuros cuartos “suffering all night long from an infestation o humming, insatiable mosquitoes”. El detalle de la agresividad del trópico contrasta con la grandilocuencia de la introducción del tema. El ambiente tenebroso y sórdido de las habitaciones de hotel en la colonia fue un tópico que se repitió de diversos modos en varios textos redactados por aquellos días. De igual manera, la vinculación del mosquito con los ambientes amenazantes para la salud del recién llegado ha sido un lugar común en la invención del trópico húmedo como una ecología peligrosa que era preciso domeñar con las armas de la civilización.
La percepción de que las tensiones entre España y Estados Unidos estaban superadas se expresaba en el hecho de que el General John R. Brooke había permitido que las fuerzas hispanas que todavía aguardaban por su salida de Puerto Rico permanecieran en sus barracas desarmados en tanto llegaban sus transportes, en lugar de trasladarse a un campamento temporero ubicado en Santurce que les habían asignado pare ese fin.
La idea de que el cambio de soberanía significaría el desarraigo y la destrucción de numerosos lazos que excedían las consideraciones políticas llama mucho la atención. Los milicianos españoles no era simples soldados estacionados en una plaza ultramarina. Durante siglos se habían integrado a las comunidades en las que estaban los campamentos que servían. La salida de Puerto Rico significaba dejara atrás mujeres e hijos y, claro está, imponía la posibilidad de un retorno en cuanto la situación se normalizase entre ambos países. Para Dinwiddie ese era el resultado inevitable de la guerra: el soldado victorioso y expresivo y el soldado derrotado y huraño significaban ese tránsito de un pasado ominoso y oscuro a un futuro halagüeño y luminoso: el costo humano era tolerable. Una simple expresión metafórica cargada de maniqueísmo confirma la concepción de la ruptura benéfica que el autor ha ido construyendo a través de sus observaciones. Entonces el relato se detiene en la crónica del acto.
Se acercaban las 12 del mediodía y los invasores eran puntuales. Un conjunto de soldados se estacionó en el patio de La Fortaleza y otro en la Plaza de Armas frente a la Alcaldía de la ciudad. Las distancias en la isleta son pequeñas: entre una y otra no median más de dos calles marcadas por el declive de la colina, la San Justo y la Del Cristo. El acto se repite a las puertas del castillo de San Felipe y el San Cristóbal. Entre los testigos de los hechos destacaba un conjunto abigarrado de “American tourists and newspapermen, of well-dressed Spanish and Puerto Rican merchants and landholders, and of the dark-colored, ragged, and tattered natives”. La mirada del cronista se emite desde una “noble posición de ventaja”, la que le da su vinculación a los invasores victoriosos. Desde allí clasifica a los testigos mediante el establecimiento de una jerarquía en la cual el origen nacional, la posición social y el color de la piel resultan ser los criterios clasificatorios utilizados. Los testigos, unos u otros, no dejan de ofrecer la impresión de un conjunto de seres sin voluntad. Zombificados en la espera del acto magno, se limitan a mirar en silencio hacia el asta vacía por donde ascenderá la bandera de las muchas estrellas a la vez que nerviosamente consultan los relojes. El tiempo se ha detenido y la tensión de relato llega a su clímax.
Al grito de “atención” todo salen de la inmovilidad: los soldados se ponen rígidos para presenciar el acto y los fotoperiodistas apuntan sus cámaras al objetivo. En un detalle que disminuye la tensión ceremonial, Dinwiddie reconoce que algunos militares, débiles y sofocados por el amenazante trópico, “lay uncaring beneath the shaded walls”. El tópico de clima, la fiereza del sol y los peligros que ello implicaba para un visitante del norte templado estaba bien presente en este y otros autores. La voluntad de domesticar esas condiciones con los instrumentos del progreso y la civilización que ellos representaban estaba sugerida. En su juego retórico el cronista imagina la incertidumbre que debía sentir el oficial, el Mayor J. T. Dean ubicado en lo alto de La Fortaleza, de que al tirar de la driza con la que se elevaba la bandera estadounidense esta se zafara, el gallardete cayera y el ritual se mutilara. En la Intendencia la labor correspondió al Coronel Goethals, en la Alcaldía al Mayor Carson y en el Morro al Mayor Day quien también lo había hecho en Ponce. Los procesos debían ocurrir con precisión cronométrica. Después de todo, el acto se visualizaba como la expresión de una génesis mágica, los hechos ocurrían in illo tempore por lo que redactar la crónica de los mismos significaba estructurar un ritual que debía ser repetido de algún modo en el futuro
El arribo de la enseña al tope de la asta de La Fortaleza debía coincidir con las campanadas que marcaban el mediodía, las de la Catedral y las de la Alcaldía, y una salva 21 cañonazos. Para Dinwiddie el conjunto representaba una melodía: el “sweet-tone” de la institución religiosa, el “Deep-bellowing clang” de la casa de gobierno, ambos signos de los vencidos, contrastaban con las “rowring guns…as they boomed out the twenty-one shots of honor and of freedom”. La gradación de los sonidos sugiere también una jerarquía concreta llena de significados.
Lo ocurrido el 18 de octubre era un acto iniciático único que debía ser recordado siempre y que, sin embargo, ha pasado inadvertido en la medida en que se ha reducido al mero dato. La agitación del cronista, invisible para los historiadores como toda emoción, no debe sorprender a nadie. A pesar de que Puerto Rico era tratado como “poca cosa”, una conquista era una conquista. Sin duda, “it was a deeply impressive ceremony”, concluye. De un modo u otro el protocolo y la historia les jugaban una broma a los recién llegados. La salve de una cantidad siempre impar de cañonazos era una tradición militar impuesta, de acuerdo con Fernando Ramos Fernández, por la misma España. La tradición comenzó en la ciudad alemana de Augsburgo durante la celebración de los actos de recepción del Emperador Carlos V.
Las virtudes inmateriales y materiales atribuidas a la nueva posesión son contrapuestas. Por un lado, Estados Unidos obtiene “a veritable Garden of Eden”, un lugar prístino en que todo está por hacerse; de otra parte, gana “a vast amount of government property”. La presencia física de la monarquía en las urbes coloniales era masiva en términos de infraestructura civil y militar. Si la valoración del carácter edénico se limita a la metáfora, la de la propiedad se pormenoriza con precisión. Aquel conjunto de viejos castillos no habían sido del todo inútiles según había demostrado el bombardeo del 12 de mayo anterior.
Las breves observaciones de Dinwiddie sobre el sentido histórico del llamado “cambio de soberanía” impusieron un tono que penetró la retórica de los puertorriqueños de todas las ideologías. Socialistas, anarcosindicalistas, federales, unionistas republicanos y nacionalistas moderados o ateneístas, como les calificaba Pedro Albizu Campos, no ponían en duda que su afirmación de que “our attitude was not that of a dictator, but of a protector” era cierta. El hecho de que aquel 18 de octubre no se dictarán discursos grandilocuentes ni se abusara de la pompa militar era una demostración de la sensibilidad del bando victorioso ante la España derrotada. La necesidad de que los paisanos aceptaran de buena fe aquella situación era imperiosa. Tras los actos los “hombres de azul” quedaron por dueños mientras la tropa española se convirtió en una presencia extranjera. El ciclo se había cerrado. La caída del sol tropical completó el escenario. Para Dinwiddie aquel 18 de octubre implicaba un meandro crucial: “the black cloud of Spanish cruelty had passed away, and in its stead had dawned the pearl -and rose- colored promise of future happiness for Puerto Rico”.
A Miguel Rodríguez López, por dejarme hablar de estos temas en el Seminario Conciliar
Una vez se somete a la argumentación nacionalista o a la lógica geopolítica, el 1898 siempre ofrecerá la imagen de un corte. Las teorías de la ruptura y el trauma, hijas putativas de la interpretación liberal progresista, proyectaron el acontecimiento con toda su complejidad como un acto de emasculación. La sugerencia de que la invasión significó que el país dejó de ser una cosa para convertirse en otra y la condena de la intervención de un agente ajeno, han sido centrales para la interpretación del fenómeno. Aquella trama llena de patetismo y tragedia fue en extremo fértil para el crecimiento de la mirada nostálgica del pasado hispano y ha sido adoptada como explicación legítima por una parte significativa de los observadores.
La gran excepción, comprensible por demás, han sido los favorecedores de la anexión a Estados Unidos durante el siglo 19, un sector complejo que incluyó, desde la perspectiva ideológica, activistas republicanos, autonomistas moderados o radicales, separatistas antiespañoles e incluso socialistas moderados, anarquistas y sindicalistas vinculados a la emergente clase obrera puertorriqueña. Aquel palimpsesto de posturas interpretativas posee un valor extraordinario como tema de estudio para quienes deseen comprender la exacerbación de las pasiones que provocó la guerra entre España y Estados Unidos desde una perspectiva macrohistórica, geopolítica e incluso moral. No creo que deba recordar que la concepción del Estado como un poder moralizador todavía era muy común en las elites políticas e intelectuales insulares por aquel entonces.
Sin embargo, las miradas en pequeña escala que pueden derivarse de la lectura de los alegatos de los testigos presenciales de aquella trama dejan en el investigador una sensación de extrañeza y estupefacción. Una impresión análoga me produjo en 1997 la lectura de las memorias de Olivia Paoli, hermana del tenor Antonio Paoli y viuda de Mario Braschi, cuando se me pidió una investigación en torno a la invasión del 1898 en el contexto de la historia de Ponce. La condición de teósofa y librepensadora de aquella mujer de las elites, su formación cultural única y su compromiso con los invasores, fueron un valioso laboratorio para comprender la diversidad de formas en las que se podía apropiar un fenómeno de la envergadura de aquel.
Vista de la carretera central San Juan – Ponce. Soldado en guardia en las montañas de Aibonito.
Todo es según el color…
La lectura del capítulo “Uncle Sam Takes Charge” de la memoria An Island Grows de Albert Edward Lee Basanta, guarda alguna relación con aquella. El empresario, también ponceño, ofrece su percepción de los días de la ocupación desde una perspectiva privilegiada y original: la del sajón residente criollizado. Para la señora Paoli la presencia del otro tenía algo del lirismo de un acto de liberación con el cual estaba por completo de acuerdo. El corte que produjo el acto agresivo no desemboca en su caso en la incubación de un trauma ominoso de la cual deba dolerse. Para ella y su familia la invasión fue “un acto jubiloso” y excitante. El detalle ratifica que la polisemia de aquel episodio es enorme.
Para otros la guerra también posee, como era de esperarse, el sentido del cumplimiento de un deber cívico y moral. Ese fue el caso de personalidades como el soldado raso Karl Stephen Herrmann, miembro del quinto de artillería de las fuerzas armadas. Lo mismo puede decirse del General Theodore Schwan, un veterano de la Guerra Civil que como Herrmann, estuvo vinculado a la campaña en el área oeste de Puerto Rico. Herrmann y Schwan comparten la condición de testigos con la de actantes o participantes directos desde posiciones de mando diferentes, por cierto. Desde la representación estadounidense, sus discursos son expresivos del heroísmo mediático que justificó la agresión. Ambos fueron capaces de ofrecer detalles, el primero en una autobiografía y el otro en sus informes oficiales de campaña, sobre la forma en que se desarrollan los combates desde la perspectiva de la mentalidad militar.
Diferente era la situación de Lee, testigo partícipe ubicado en la vieja capital, la beligerancia adquiere el cariz de una calamidad. Se trata de un ciudadano exitoso que enfrenta la incertidumbre que genera el conflicto del 1898. El hecho de que lo vea todo desde un “afuera” que es un “adentro” antinómico, me parece crucial. La antinomia tiene que ver con que, muy adentro de sí, el testigo manifiesta alguna afinidad con los invasores. Pero su formación cultural y espiritual lo ubica muy cerca de los invadidos. Ese un sajón criollizado al servicio del gobierno inglés no veía el acto agresivo como aquellos sajones estadounidenses al servicio de un proyecto imperialista.
Los filtros y los lugares desde donde los dos testigos ponceños, Paoli y Lee, y los dos estadounidenses, Herrmann y Schwan, evaluaban el acontecer eran distintos por lo que la imagen que se forman de la situación difería. La condición de clase, la cultura, la emocionalidad, el pasado particular de cada uno, el lugar desde donde se apropian un acto, entre otros múltiples factores, “hacen” la memoria y “modelan” el juicio histórico que la formaliza.
Un bloqueo que culmina en bombardeo…
“Uncle Sam Takes Charge” es una narración interesante cuya estructura ficcional comienza con el bloqueo naval a la isleta de San Juan en los días 8 y 9 de mayo de 1898, y se extiende hasta el “cambio de soberanía” formalizado el 18 de octubre de ese mismo año. A Lee le llama la atención las colisiones entre invasores e invadidos durante aquel intenso y apretado periodo de tiempo. El escenario que dibuja de los primeros días de la presencia estadounidense es muy rico y, dado que se sostiene en la percepción del testigo solidario con los invadidos, produce un efecto distinto a la imagen del “acto jubiloso” recordado por Paoli o la “Splendid Little War” que la prensa corporativa y cierta historiografía celebrativa ha conseguido configurar. Las emociones encontradas y la confusión por la presencia del otro se patentizan de manera palpable en el texto de Lee.
La narración comunica bien la incertidumbre o la inseguridad que generaba el bloqueo naval de la ciudad capital. Detrás de aquella sensación de perplejidad estaba agazapado el temor a que, en algún momento, se desatará un bombardeo criminal que pusiera en peligro la población civil. Esas aprensiones que terminaron en una falsa alarma los días 8 y 9, se materializaron el 12 de mayo a tempranas horas de la mañana. El impresionismo de la narración de Lee es extraordinario: su descripción meticulosa del pánico de la gente durante el “general exodus” hacia las afueras de la isleta, como tantas veces había sucedido durante las agresiones holandesas o inglesas anteriores, llama poderosamente la atención: la comunidad de San Juan no había vivido una situación como aquella desde 1797. Las imágenes de los anónimos “refugees”, así los denomina, que se transitaban con dificultad y prisa hacia la calle Dos Hermanos, “walked in silence, and some carried the most unusual lares y penates” como reliquias vivas de lo que hasta ese momento había sido su casa: uno lleva una jaula con una cotorra, otro la imagen barata de un santo. Se trata de minucias que algo significaban para aquellos seres escasamente vestidos que marchaban por las calles con los rostros marcados por la ansiedad y la fatiga. El testimonio de Lee pone sobre el tapete algo que por lo regular pasa inadvertido: lo que significa en realidad una guerra, la que sea, para aquellos seres humanos que se ven involucrados en ella sin haberlo decidido. El relato del bombardeo del 12 de mayo adopta en este texto un rostro más humano que el que se recoge de las versiones que lo reducen a un mero “show of force” de la marina de guerra estadounidense o a la respuesta a una provocación de las defensas hispanas de la capital.
Una vez el memorialista ha destacado el aspecto humano del bombardeo mediante la articulación narrativa, vuelve sobre el escenario o telón de fondo con la precisión de un artista. “A cloud, more of dust than of smoke” enmarcaba la huida. Los casquillos silbaban sobre sus cabezas hasta caer cerca de un polvorín en Miraflores y los fragmentos de cartucho proliferaban por las calles como desecho del acto bélico. Las imágenes sugieren de manera convincente el efecto de la destrucción y el caos. Tras tres horas de fuego intenso el bombardeo terminó.
Lee dio un recorrido a caballo por la vieja ciudad en ruinas y pudo confirmar que el epicentro de los daños estaba en los alrededores de la Casa Alcaldía frente a la Plaza de Armas. Las calles San José y Cruz, a ambos lados del Ayuntamiento, mostraban la intensidad del fuego con varias casas demolidas, pero los daños en el puerto interior de La Puntilla habían sido relativamente escasos. Dos detalles le sirven para bajar las tensiones en el relato. Se trata de dos paradojas excepcionales. Un barco carbonero inglés que traía combustible para la flota del Almirante Pascual Cervera había entrado sin problemas en el puerto sin darse cuenta del peligro por el que atravesaba sin ser atacado. De igual modo, una embarcación francesa con severos daños en el casco atracaba con todas sus banderas desplegadas ante la mira sorprendida de los numerosos viandantes. El azar acababa de hacer su juego incluso en medio de la más cruenta de las confrontaciones.
Es cierto que San Juan había sido atacada e incluso destruida en el pasado: los holandeses le pegaron fuego por los cuatro costados en 1625 luego de robarse literalmente hasta “los clavos de la cruz” de la catedral y convertir el Convento de los Dominicos en cuartel. Pero la memoria del desastre o la ruina, es corta y la capacidad del ser humano para suprimirla, sea el 1898 o el 2017, es enorme. El recuerdo y el olvido selectivo siempre se combinan en la configuración de la imagen del pasado con el propósito de domesticarlo. En medio de todo, Lee siguió siendo el burgués consciente de su ubicación en el entramado social. La perspectiva empresarial de este testigo no se pierde del todo durante el desastre. Caminando entre los escombros se dirigió a la actual calle Tizol en donde se encontraba la sede de sus negocios los cuales estaba mudando desde la zona de la Marina. El local que estaba adjunto a donde ubicaría luego el National City Bank, para su tranquilidad, no había sufrido daño alguno.
El ajetreo post-bombardeo deja en el lector el sabor incómodo del miedo y la desolación. La movilización del Cuerpo de Voluntarios y de un Cuerpo de Ciclistas vinculada a las fuerzas del orden, una curiosa novedad en la capital, completaban la escena. El aliento de la modernidad que el autor exaltaba en su escrito sobre “The Gay Nineties”, también se manifiesta en esa imagen de la policía sobre ruedas. Las bajas contabilizadas alcanzaron 80 personas entre muertos y heridos. La mayor parte eran civiles víctimas de un ataque sorpresa, como ocurre en todas las guerras. Se trataba de personas sin rostro, sin nombre y sin piel. Esos muertos -daño colateral-, compartían la anonimia que proponía la estadística de los esclavos liberados o un registro de jornaleros cualquiera. Levantar esa lista de víctimas y nominarlos cuidadosamente tendría un valor simbólico e historiográfico extraordinario a propósito de ofrecer con trasparencia otra de las muchas caras del 1898 que la interpretación dominante suprime.
El balance de fuerzas y el comienzo del fin
Lee parece saber que todo está perdido para España. De inmediato evalúa el balance entre la fuerza naval de ambas partes. Su lógica le dice que, sin la escuadra del Almirante Pascual Cervera tras el desastre de Manila, las posibilidades de una victoria española son nulas. El reino está en negación, se rehúsa a reconocer el desastre que se avecina por lo que todos los boletines de guerra de Cuba cierran con la misma oscura frase: “Por nuestra parte, sin novedad” locución que Lee compara con la de los alemanes “All quiet in the western front”.
Las defensas de la isleta daban pena. Puerto Rico contaba con unos pocos barcos de madera que ya eran viejos, como es el caso de “El Criollo” construido durante la Guerra Grande en los ríos de Cuba entre 1868 y 1878. Otros le resultan pequeños o lentos. Esa es la situación del “Isabel II” y el “Ponce de León”. El más impresionante seguía siendo el destructor “Terror”, una nave moderna que alcanzaba una velocidad de hasta 28 nudos. El registro nominal es simbólico. Por un lado, la apelación a la identidad entre peninsulares e insulares en el nombre del primero, a un signo de la conquista de otro de ellos, y al momento del “romanticismo isabelino” del tercero, habla de aquellos valores a los cuales la hispanidad asociaba a los puertorriqueños. La fragilidad de la pequeña flota y los nombres apelaban a un pasado que el evento de la guerra y el cambio de imperio estaban por destruir. Por otro lado, la idea de que la capital estaba indefensa y de que España, la “madrastra patria” como la llamaba Betances Alacán, ocultaba información sobre los aciagos hechos de Filipinas y Cuba, confirmaba, que era muy poco lo que se podía hacer para contener el empuje de los invasores. España había perdido la confianza de sus ciudadanos. Los días de la hispanidad jurídica estaban contados.