Puerto Rico entre siglos: Historiografía y cultura

marzo 20, 2011

Biografía laudatoria: Alejandro Tapia y Rivera y Ramón Power

Tomado de Alejandro tapia y Rivera, “Noticia histórica de Ramón Power”, Ediciones Rumbos: Barcelona, 1967.

Transcurría el año octavo de esta centuria, y España contestaba con grito heroico a las más negras de las traiciones, levantándose en masa a combatir al que osaba profanar el sagrado suelo de la patria; y de azar en azar y de combate en combate llegaba el 1812, fecha del primer paso en la regeneración nacional. Convocábase en Cádiz la Asamblea que había de codificar los nuevos principios proclamados por otros pueblos, y que impregnaban, por decirlo así, la atmósfera moderna. Habíanse, pues, reunido Cortes Constituyentes y extraordinarias llamadas por la Nación, huérfana de los Soberanos que hasta entonces la habían regido, y que no aceptaba a un monarca a quien reputaba intruso, por cuanto, a más de no ser de los propios, venía impuesto y amenazaba ser sustentado por las armas extranjeras.

Distaban mucho aquellas Cortes de las que antiguamente solían convocar los reyes, y que faltas de savia regeneradora habían muerto a manos del poder absoluto, de aquellas Cortes que a manera de burla solía evocar el trono como fantasma modelado a su capricho, y asaz distantes de merecer el nombre ni mucho menos la significación política que en un tiempo habían tenido.

Las de Cádiz brotaban del sepulcro de las tradiciones con la nueva vida de los principios, toda vez que traían la esencia del Parlamentarismo inglés, aunque vestido a la francesa, o sea la amalgama del estado nobiliario con el llano o tercero, descollando este último.

Pero si las Cortes resucitaban del caos del absolutismo con espíritu nuevo, no por ello osaron quebrantar el vínculo de la representación que por igual había ligado a todas las porciones del vastísimo territorio llamado las Españas; y en este concepto, la modesta isla de Puerto Rico, no de peor linaje ni condición en 1812, que en el siglo decimosexto, fue convocada a la parte que le correspondía en el todo nacional. Que si estaba contribuyendo con la hacienda de sus hijos al sostenimiento de la noble independencia española, ni eran ni debían ser pagados con olvido de los derechos, aquellos deberes no menos justos.

El salvamiento del niño Power por José Campeche

Entonces fue cuando pudo nuestra Provincia hacer oír su digna voz en la Asamblea legisladora por medio de algunos de sus más estimados hijos, entonces fue cuando alguno de éstos, don Ramón Power, grabando con nobles hechos su nombre en la memoria de los puertorriqueños agradecidos, dio motivos justos al aplauso y cimiento a esta noticia historia.

En efecto, ¿quién ha olvidado o no ha oído nombrar siquiera en esta Isla a don Ramón Power?

Nació este hombre benemérito en esta ciudad de Puerto Rico, el 7 de octubre de 1775, siendo sus legítimos padres don Joaquín Power y Morgan, natural de Bilbao, alférez Real de esta capital, y doña María Josefa Giral y Santalla, natural de Barcelona. Sus abuelos paternos fueron don Juan Bautista Power, vecino de Bilbao y oriundo de Burdeos, y doña María Morgan, natural del referido Bilbao; y los maternos don José Giral, capitán de Artillería, oriundo de Cataluña, y doña Lucía Santalla, oriunda de Granada.

Contaba don Ramón sobre 12 años de edad cuando se embarcó en compañía de su hermano mayor don José que contaba sobre 14, en la fragata Esperanza con objeto de continuar ambos sus estudios en Bilbao, patria de su padre. De esta época debe ser, sin duda, el retrato que del primero se ha conservado, y que acaso hubo de ordenar su familia al pintor Campeche con el fin de que quedase como recuerdo en la casa paterna al abandonar el niño su país con el propósito que se ha referido.

Si después ha sido y continúa siendo grande el número de jóvenes que se ven precisados a dejar este país para cursar los estudios profesionales por la falta de una Universidad que por su importancia y población debiera contar ya en su seno la Provincia, ¿qué no sería entonces cuando ésta se hallaba destituida por completo de cátedras y colegios en que cursar los estudios requeridos para las carreras científicas? Caracas y Santo Domingo ofrecían sus aulas universitarias a la juventud puertorriqueña, es verdad; pero dada la medianía de las fortunas de entonces, ¡cuán pocos estaban en aptitud de ir a utilizarlas!

Por fortuna para los Power, eran de los pocos privilegiados en esta materia; pero el mal les tocaba en cierto modo, pues si por no haber aulas suficientes en el país, podían gastar su hacienda en educar fuera a sus hijos, no por ello estaban menos condenados a sufrir las consecuencias de aquel mal aún hoy notorio. Entre la ignorancia y el ostracismo de algunos años, optaron sus padres por lo último. Entonces como ahora y como siempre, ¿no es la ciencia el pan necesario, indispensable para el Espíritu? ¿No es pan del cuerpo por la misma razón de que enseña la profesión que ha de ganarle?

En cuanto a los hermanos Power, emprendían viaje mucho más largo, sobre todo en aquel tiempo en que América respecto a Europa era otro mundo, dada la dificultad de las comunicaciones. Sin duda el padre de aquellos niños, vista la precisión de confiarlos a manos extrañas, en tan cortos años, creyó ser precavido eligiendo a Bilbao, ciudad de su cuna y residencia de parientes a quienes fiar la adolescencia de sus hijos.

Y sensible hubiera sido y frustrados para siempre sus paternales miras, a realizar la muerte sus terribles amagos como estuvo a punto de acontecer, privando a la desvalida Puerto Rico de los bienes que el menor de los dos hermanos había de dispensarle algunos años más tarde, cuando vestido por el niño hecho hombre, la toga del patricio, le fue dado consagrarse a favorecer y honrar el modesto suelo en que nació.

Los hombres extraordinarios remueven el mundo y éste les aplaude; pero en el corazón del que recibió los beneficios, tanto vale la gran figura como la modesta, lo esencial es que haya hecho el bien. En este sentir, la existencia de Power que fue la del hombre digno, la del ciudadano honrado y defensor de los derechos de un pueblo, perteneció a la esfera de los bienhechores, y, aunque modesta, será imperecedera en la memoria de los puertorriqueños agradecidos.

Volvamos a nuestra narración.

Hallábase la fragata Esperanza, conductora de los dos hermanos en la costa de Cantabria. El horizonte cubriéndose con negro manto, el viento silbando amenazador y el mar encrespándose agitado, eran pavorosas muestras de la tempestad tan terrible como frecuente en aquellos mares. La Esperanza demandaba auxilio, y del vecino puerto de Castro aparejábanse a favorecerla los animosos marinos de aquellas costas. Atracábase al costado de la fragata la lancha salvadora, y saltaban a ella en brazos del intrépido equipaje de la última los hermanos Power, que atendida su edad, debían ser los primeros en dejar el buque. Tocó su vez al niño don Ramón, cuando una inmensa ola interponiéndose entre la lancha y el costado de la fragata, puso a la primera a punto de abismarse, y el pobre niño, encontrando el vacío bajo su planta, cayó al mar…

Aquí parecía terminar segada en flor la existencia que después fue tan fecunda; pero uno de aquellos hombres avezados al dominio de las ondas, se abalanzó a la mura de la lancha, con peligro de caer también, y espiando el momento en que el niño volvía a la superficie para sumergirse de nuevo, acaso para siempre, acertó a asirle del cabello y logró salvarle, calmando la horrible ansiedad de su hermano y demás compañeros de peligro.

Esta escena que hemos oído narrar hace algunos años a su hermano don José, anciano respetable que sobrevivió a don Ramón por largo tiempo, era contada con tal colorido, con tanta verdad, que parecían revividas en el corazón del anciano las inolvidables emociones de aquel azaroso instante.

Ya hemos dicho que al partir para la Península contaba don Ramón sobre doce años. En Bilbao hizo algunos estudios, y luego se trasladó con su referido hermano don José a Burdeos y Bayona en donde aprendieron la lengua francesa que llegaron a hablar después con toda propiedad.

Hechos estos estudios, en cierta manera preparatorios, y de regreso en España, entró don Ramón en el Colegio de Guardias Marinas, de Cádiz tal vez, pues su hoja de servicios que nos ha sido facilitada por el Ministerio del ramo, no lo indica; obteniendo plaza como tal guardia, según dicha hoja en 22 de mayo de 1792 a los 17 años de edad aproximadamente. (…)

Alejandro Tapia y Rivera (1822-1882)

Volviendo a nuestra breve narración, diremos que no fueron los ya mencionados, los únicos servicios militares que prestó a la nación, toda vez que la reconquista de la ex provincia de Santo Domingo para España, le vio figurar como uno de los que más contribuyeron a aquella reversión.

Consumada por el impolítico tratado de Basilea que valió al favorito Godoy el título de Príncipe, la cesión de Santo Domingo a Francia, faltaba al hecho, para ser definitivo, la voluntad de los dominicanos. Amantes éstos de España entonces y por consiguiente mal avenidos con aquella cesión que atentaba a su natural y querida nacionalidad, diéronse a conspirar en pro de esto, ya dentro del territorio dominicano, ya desde Puerto Rico a donde emigraron no pocos por no ser de su devoción el extranjero.

Por iniciativa de aquéllos y con ayuda de éstos, dispusieron por el gobierno tropas y buques que fuesen a sostener el alzamiento de gente y poblaciones contra la dominación francesa.

No pocos puertorriqueños tomaron parte como voluntarios en esta expedición, y Power en su calidad de marino militar, tuvo a su cargo el mando de la división destinada al bloqueo y operaciones costeras en aquella Isla.

Con la acción memorable de Palo Hincado en que sucumbió el general Ferrand, caudillo de los franceses, y la rendición de la ciudad de Santo Domingo, ya bloqueada por aquel marino, terminó una guerra que devolvió a España una de sus mejores provincias.

Entonces regresó Power a Puerto Rico, y la proclama que dirigió a los dominicanos y tropas de su mando con motivo de aquellos hechos militares, cuyo documento reproducimos al final de estos apuntes, respira su acendrado españolismo y su amor al rey Fernando, tan deseado entonces como poco querido después.

También es ocasión de recordar la carta oficio en que la Dirección general de la Marina acogió con agrado las menciones honoríficas y propuestas de adelantamiento que hizo Power en favor de los que en aquella campaña estuvieron a sus órdenes, y en cuya comunicación declara el re­ferido centro, que el resultado de la expedición a Santo Domingo le honraba muy merecidamente.

Organizada en la Península, como dijimos al principio, la resistencia contra Bonaparte, formóse la Suprema Junta de Gobierno con vocales de todas las provincias, y electo por la de Puerto Rico don Ramón Power, durante su ausencia en Santo Domingo, fue recibido por la plaza y población con los honores correspondientes a Capitán General del Ejército que revestían los de aquel supremo cuerpo, y con todas las demostraciones propias de un pueblo que aplaude y espera los beneficios de una acertada y simpática elección.

La Gaceta extraordinaria del 29 de agosto de 1809 refiere los festejos que en la vía de obsequiarle, dispusieron el Municipio y la juventud de la ciudad allá sobre el 15 de dicho mes; y casi no valdría la pena de mencionar estos festejos, si no fuese porque demostraban la espontánea complacencia con que el público celebraba lo que reconocía como tributo debido al hombre íntegro en todos conceptos, eficaz servidor del Estado y siempre afanoso en la senda del bien público y de la Provincia.

Himnos, fiestas, arcos de triunfo, pinturas alegóricas y conmemorativas, de las que alguna nos ha quedado, fueron la expresión del público regocijo. Por desgracia hubo algo que sentimos tener que recordar y que calláramos ciertamente para no anublar este cuadro; pero que la franca verdad de la historia no nos permite pasar en silencio.

En aquellos días y con motivo de alguna cuestión de etiqueta o ceremonial en el Ayuntamiento, surgió, según hemos podido percibir de la tradición y de algún rasgo impreso en los pocos e importantes documentos que para el intento de trazar estos apuntes nos están sirviendo, la enemiga que el brigadier don Salvador Meléndez y Bruna, entonces primera autoridad de esta Isla, tomó contra Power, y que trocada en fuente de sinsabores para éste, amargó hasta lo último su vida; pero escrito está, que el triunfo del bien es espinoso.

Convocadas luego en Cádiz las Cortes extraordinarias, fue elegido diputado por esta Provincia, compuesta entonces de 200,000 habitantes; no sin grave oposición por parte de la primera autoridad referida, y en cuyo acto hubieron de mostrar los electores de Power, sobrada entereza y el valor cívico requerido en tales circunstancias. Hechos que alcanzó nuestra generación de labios ya trémulos por la edad, y entonces bastante firmes para mantener sus prístinos derechos de españoles.

¿Y cómo no había de mostrar cierta ojeriza a la elección de Power, reputado como liberal y por consecuencia enemigo de las facultades omnímodas, aquel gobernante que arbitrario por principios, iracundo y apasionado por carácter, como nos lo revelan algunos hechos y expresiones suyas, cuya memoria ha conservado la tradición, debía hallarse perfectamente bien avenido con las facultades discrecionales?

Pero a pesar de todo, tomó asiento Power en la Cámara el 24 de septiembre, y tanto en aquel lugar como en la vice-presidencia que ocupó después y en las varias comisiones que hubo de desempeñar en aquellas Constituyentes, prestó a la nación y a Puerto Rico servicios importantes.

Por ellos guarda esta provincia su nombre en el santuario de su memoria; pues desde la separación de la Intendencia que obtuvo, proponiendo y logrando que se nombrase para ella al sabio y honrado hacendista don Alejandro Ramírez, regenerador económico de Puerto Rico, hasta la abolición de las facultades omnímodas, autorizadas por Real Orden de 4 de septiembre de 1810 (restauradas por desgracia en 1825), todos sus esfuerzos fueron una serie de hechos favorables al Comercio, Agricultura y bienestar de su provincia.

Baste decir que si desde la administración de Ramírez que llegó a esta isla en 1813, data su riqueza y prosperidad con la extinción del dañoso papel moneda, la sustitución de la Hacienda propia a los situados que venían de Méjico y que eran recibidos con campanas a vuelo, música y fiestas, como único recurso para todas sus cargas y fuente de vida para todas las clases, con la fundación del Diario Económico destinado a esparcir luces benéficas, con la creación de la Sociedad Económica de Amigos del País que tantos servicios ha prestado en lo posible, y con el planteamiento o propuesta de otras medidas que trocaron el hato de Puerto Rico en país de agricultores y comerciantes, dejando vestido de seda y paño, según la expresión de un benemérito patricio, el pueblo que encontró, vistiendo coleta. Todo esto se debió y debe a Power que, con instinto de verdadero repúblico y patriota, comprendió por algunos trabajos y noticias del digno Ramírez, lo que podría valer para la desatendida provincia aquel insigne hacendista; y en adelante no podrá hablarse de la prosperidad de Puerto Rico, sin nombrar a Ramírez ni podrá mentarse a éste sin que asome a los labios el nombre de Power.

Y no dejaron de serle amargados estos triunfos, sobre todo, la revocación de las facultades absolutas; que rara vez al ser vencido el mal, deja de lastimar con su ponzoña. La enemiga del gobernador Meléndez estaba allí para recordarle que no puede atentarse impunemente contra la enconada pasión de lo arbitrario, ni mucho menos denun­ciarse abusos cometidos a la sombra de éste.

Sea pues por unas y otras causas, es lo cierto que Power fue atacado acerbamente en algunos escritos de tal origen, no embozado lo bastante, y sobre todo, en un folleto anónimo que no hemos visto, pero que circuló en la Asamblea nacional bajo el título de «Primeros sucesos desagradables en la isla de Puerto Rico consecuente a la formación de la Junta de Caracas».

De las palabras de Power ante la Cámara explicando su conducta, colegimos que nada tuvo que ver con aquellos sucesos desagradables, ocurridos entre el obispo y el gobernador en que figuran algunos jóvenes ordenados procedentes de Caracas, si no es que se quisiera ver un conflicto en que la autoridad gubernativa echase de menos para imponerse al obispo, la falta de facultades extraordinarias suprimidas a petición de Power.

En el Apéndice podrá verse su discurso referente a esto, así como la contestación que dio al folleto mencionado, si bien es de lamentarse la vaguedad de este último docu­mento, en que, sin embargo, se advierte la justa indignación y la amargura del hombre honrado que padece por la justicia.

En el Apéndice referido, a más de los documentos citados en estos apuntes, podrán verse sus discursos exponiendo el derecho de igualdad en la representación nacional, en que se sentían menoscabadas las vastas regiones ultramarinas tan celosas de igualdad, como toda la raza española de ambos mundos, sentimiento que, como ha dicho un nota­ble escritor, es sensible en ella hasta la susceptibilidad.

Nada consiguió Power por entonces en este concepto, realizado hoy por la revolución de septiembre que ha abierto para Puerto Rico la representación nacional bajo la misma base electoral de que disfruta la Península, es decir, con igual proporción respecto al censo de almas.

Power era un diputado de quien no pudo decirse que debiese su elección a influencias ni recomendaciones oficiales, ni pasó el tiempo en recabar de los Ministerios otras concesiones que las del bien general, ni fue a pedir restricciones en vez de franquicias, ni abultó temores, ni sem­bró desconfianzas, ni entorpeció proyectos justos, ni el escaño de las Cortes fue trono de vanidad o baño de opio para sus infatigables anhelos del bien público, ni hubo medio que le embarazara, ni promesa que lograra alucinarle. Aquel escaño fue para él verdadero puesto de sacrificios, de honra, de valor y de amarguras. Nunca calló cuando debía hablar, ni dejó oír su voz para transacciones indebidas. Fue un digno ciudadano antes, un digno ciudadano allí y siempre un legítimo y verdadero diputado de Puerto Rico.

Su opinión en cuanto a Ultramar fue la de atraer por la justicia, y clamó contra toda especialidad sinónimo de exclusión.

Así fue en todo: lógico para aquellos tiempos y para éstos como quiera toma por pauta la justicia; pero por desgracia, poco más podríamos extendernos al narrar su bravísima existencia, puesto que a más de esta circunstancia, desnuda aquella de lances y accidentes que den pasto al novelesco interés, tiene sin duda que ser poco variada y pintoresca, tropezando presto con el sepulcro.

A él le llevó la letal fiebre en Cádiz el 10 de junio de 1813, es decir, a los 38 años de edad, cuando ejercía tan notablemente las funciones de diputado y cuando tanto podía esperarse aún de aquella vida laboriosa.

Sus mortales cenizas descansan en el elegante mausoleo que el Ayuntamiento de Cádiz consagró a los diputados de las Constituyentes doceañistas, muertos en aquella ciudad, y el Municipio de ésta, al saber su fallecimiento, ordenó y llevó a cabo, con anuencia de la Diputación Provincial, pomposos funerales por cuenta de los fondos propios.

Pero Power vive aún, pues viven sus obras. Y si amarguras le costaron éstas, la satisfacción íntima de quien obra el bien, debió colmar en cierto modo las aspiraciones de su alma generosa. Que no era egoísta el hombre que como Power, mimado por la cuna, heredero de honoríficos cargos y de hacienda con que holgar, llamado a las distinciones por su carrera, hijo de una familia considerada por los hombres que se sucedían en el poder y poseedor de los respetos públicos; en vez de abandonarse al sueño del bienestar, como tantos otros, que así lo harían, dada la negligente vida de nuestra sociedad en aquellos tiempos, no rehuyó las pesadumbres que lleva consigo el afanarse por el bien de los demás. Sin duda comprendió que el bien y la dignidad particulares no pueden estar garantizados debidamente sin el bien y dignidad de todos, y desdeñó la indiferente holganza del espíritu a que le atraía lo que debió rodearle. Por eso, ardiendo en cívicas virtudes, sacrificó al ejercicio de éstas, como deber que se imponen las nobles almas, una tranquilidad que rara vez se compra sin serviles complacencias y sin pérdida o desmedro del carácter; por eso la posteridad agradecida le paga recordándole como debió pagarle en vida su conciencia.

No son ni el torrente asolador, ni el aguacero tropical los que fecundizan mejor la tierra; el modesto arroyo perseverante, la lluvia tenue y continuada, se filtran y penetran mejor en el limo vegetal sin arrastrarlo.

Le celebramos por lo que hizo y por lo que hubiera hecho a vivir más tiempo. Fue un carácter, porque era una voluntad reflexiva; fue digno, porque quiso y realizó el bien. ¡Estimable carácter, noble y fecunda existencia!

Comentario:

Un aspecto determinante de este texto de Alejandro Tapia y Rivera es que se fija en una figura determinada, Ramón Power y Giralt, y lo transforma en signo de lo mejor de Puerto Rico y en un emblema de la Identidad que dominó hasta la década de 1970. Sólo la Nueva Historiografía Social y la Historiografía Post-estructural, han revisado el protagonismo de Power en el discurso identitario desde entonces. La Identidad Puertorriqueña se sintetiza en un hombre excepcional: “Los hombres extraordinarios remueven el mundo y éste les aplaude”. La idea de que la Historia es un proceso en que, como ha dicho Fernando Picó, se ha “venido saltando de prócer en prócer”, queda instituida. La Historia se convierte en la expresión de las elites y en una gestión desde arriba, no muy distinta a la mirada de los historiógrafos españoles y extranjeros antes citados.

El texto está manufacturado como una obra dramática, tal y como la imaginaba Voltaire. Inicia con un paseo o introducción, plantea el conflicto con sus protagonistas y antagonistas, y articula un desenlace con el elogio de despedida. El héroe se convierte en signo moral y en un modelo social digno de ser imitado. El recurso a la Rueda de la Fortuna, es patente fortuna y azar convergen en la consolidación de la figura prócer y lo convierten en un inmortal. Y en el azar, como buen Romántico, una “tempestad tan terrible como frecuente” amenaza al niño Power en el mar de Cantabria.

La Biografía Laudatoria se caracterizó por su fin cívico y moral, o la voluntad de ser “útil” y “agradable” como las antologías literarias  publicadas en 1843 y 1844. El biógrafo destaca los valores de la verticalidad y la integridad del biografiado. Se trata de la proyección de una figura sin dobleces, sin cambios y que, en sí misma, representa un todo. Esa condición lo trasforma en el motor de cambio. El documento de Tapia y Rivera consagra dos fechas. El 1812 como momento de “regeneración nacional”, y el 1813 como el momento en que entramos a la Modernidad y se trocó “el hato de Puerto Rico en país de agricultores y comerciantes”. Los gestores son dos hombres: el Militar Ramón Power y Giralt y el Hacendista o Intendente Alejandro Ramírez. Vistos desde el presente, se trata de dos simplificaciones atroces.

Es importante destacar que en el caso de Power y Giralt, la hispanidad y la puertoriqueñidad son equiparadas. El autor no vacila en destacar “su acendrado españolismo y su amor al rey Fernando” cuando aquel era denominado el “Deseado”. Pero cuando habla en las Córtes de Cádiz, lo hace como puertorriqueño digno de “la memoria de los puertorriqueños agradecidos”. La dualidad de Liberalismo Insular en ciernes es evidente, pero la hispanidad se impone porque es la fuerza que permite la expresión del puertorriqueño.

En términos técnicos debo destacar, el uso de fuentes orales y escritas, de notas al calce informativas que he suprimido en el texto, el recurso a los apéndices documentales que expresan la voluntad de que “el documento hable por sí mismo” y convierte a la biografía en una introducción o prefacio a la colección documental; y el recurso de la digresión para insertar reflexiones críticas como la que se hace respecto al tema de la educación. Debo recordar que el  documento se escribió en el Sexenio Democrático (1868-1874) cuando había espacio y libertad suficiente para ello.

  • Mario R. Cancel
  • Historiador y escritor

marzo 5, 2011

André Pierre Ledrú: Puerto Rico en 1797

Fragmento de André Pierre Ledrú. Relación del viaje a la Isla de Puerto Rico, en el año 1797 por el naturalista francés en traducción de Julio L. Vizcarrondo. Imprenta Militar de J. González, Puerto Rico, 1863.

A las seis estábamos frente a la isla desierta de la Culebra, y al día siguiente, a mediodía, el Triunfo echó el ancla en la rada de San Juan, capital de Puerto Rico. En seguida el Capitán bajó a tierra para visitar a S. E. Don Ramón de Castro, Gobernador de la provincia, y a M. París, Agente comercial de la Francia. El primero le permitió desembarcar en la Isla, y ocuparse en ella con sus colaboradores en los trabajos relativos al objeto de la expedición. El segundo le prometió todos los socorros de dinero y víveres que dependieran de su ministerio. Desde este momento la tripulación del Triunfo tuvo la libertad de bajar a tierra.

El día siguiente el Capitán hizo desembarcar todas nuestras colecciones, que fueron cuidadosamente transportadas a la fonda, del Correo. El director de este establecimiento público prestó generosamente su jardín para depositar en él las plantas vivas, y puso a nuestra disposición tres aposentos.

Sábese cuanto gustan a los Españoles las fiestas y las ceremonias públicas. En Europa son apasionados a las corridas de toros; en América por las carreras de caballo. Hacía dos días que este último espectáculo ocupaba a la ciudad entera, que me pareció convertida en un vasto picadero. Una multitud de habitantes de los campos habían concurrido para esta diversión. Imagínense tres a cuatrocientos caballeros, enmascarados o vestidos con trages extraños, corriendo sin orden por las calles, tan pronto solos, tan pronto reunidos en grupos numerosos. Por aquí, muchos petimetres disfrazados de mendigos divertían a los espectadores con el contraste de los harapos que los cubrían y el rico arnés de los corceles que oprimían; por allá levantaba una polvareda un grupo de jóvenes oficiales. Muchos franceses, mezclados con ellos, eran reconocidos fácilmente por su ligero y bullicioso talante. Su amable locura, variada bajo mil formas diferentes, esparcía a su paso la risa y la alegría. Muchas jóvenes entraron en la lid; todas se llevaron el honor de la carrera, tanto por su gracioso y seductor porte, como por la velocidad de su palafrén. Dudo que nuestras bellas de París puedan disputar con las amazonas de Puerto Rico el arte de manejar un caballo con tanta gracia como atrevimiento. La velocidad de estos caballos indígenas es admirable: no tienen trote, ni el galope ordinario, sino una especie de andadura, un paso tan precipitado que el ojo más atento no puede seguir el movimiento de sus patas.

Los habitantes de Puerto-Rico celebran con semejantes carreras las principales fiestas del calendario romano, especialmente las de Pascuas, San Juan, Santiago, San Mateo. Desde la víspera viene a la ciudad un gran número de ginetes de todos los puntos de la Isla. Los juegos comienzan a mediodía precisamente y continúan sin interrupción hasta la noche. Es un espectáculo agradable ver las calles y las plazas llenas de corredores al galope; y los balcones, las puertas y hasta los techos llenos de curiosos: por todas partes se oyen risas, provocaciones que recuerdan los picantes placeres del carnaval. Al día siguiente la fiesta toma un carácter más serio. El Gobernador, seguido de los miembros del Cabildo, de la oficialidad, de la nobleza, escoltado por la guarnición, todos a caballo y ricamente vestidos, sale a las nueve de la casa consistorial: el cortejo recorre gravemente las principales calles, al sonido de una música guerrera, y se dirige en seguida hacia la Catedral, en donde se celebra una solemne misa, terminada la cual vuelve en el mismo orden a la casa consistorial; y entonces dan principio de nuevo las carreras de la víspera, que duran hasta por la noche, aunque ésta no siempre da la señal de retirada. El gusto por las cabalgatas, general en toda la Isla, degenera a menudo en locura, y ocasiona gastos que arruinan a más de un padre de familia: colono hay, poco favorecido por la fortuna, que se priva durante seis meses de muchos goces ordinarios para distinguirse en las primeras carreras por la elegancia de su trage y la riqueza del arnés de su caballo.

Amazona de José Campeche

La permanencia de las ciudades es poco conveniente a los naturalistas: en el campo, a la entrada de los bosques, es donde deben fijarse para observar y recoger a su satisfacción las más bellas producciones del suelo. San Juan de Puerto-Rico, situado a la extremidad de una lengua de tierra, entre la mar y una rada, era poco propio para el género de trabajos que debíamos emprender: el comisario París viendo la necesidad de procurarnos un alojamiento en otra parte, obtuvo permiso del Sr. O’Daly, negociante irlandés y propietario de una hacienda situada a tres leguas de la ciudad, para que pasáramos en ésta algunos meses.

Dos días después, [Nicolás] Baudin y mis colegas se hallaban instalados en esta nueva vivienda. El 28 de julio fui a reunirme a ellos: una canoa me trasportó a la extremidad de la bahía que recibe las aguas de Puerto-Nuevo. Remonté este río en la extensión de una legua: sus pantanosas orillas están cubiertas de helechos, de bejucos, de manglares (como Carpas erecta, C. rasemosa L.) y de paletuvios (Rhizo-phora mangle L.) Las ramas de este arbolillo en su mayor parte vuelven a caer a tierra, se arraigan en ella y producen nuevos tallos que a su vez implantan sus flexibles brazos en el limo. Estas ramas raíces están ordinariamente cubiertas de ostras (Ostreaparasítica L.) que se adhieren a ellas y permanecen descubiertas en la marea baja. Esto es lo que da motivo a decir que en América se cogen ostras en los árboles. Después de desembarcar, atravesé un pasto al fin del cual se encuentra la hacienda nombrada San Patricio que se nos había concedido.

Todas las haciendas de Puerto-Rico son semejantes, salvo algunas diferencias ocasionadas por el gusto, el lujo o los medios del propietario. La nuestra estaba compuesta de una casa principal, construida de madera y cubierta de hojas de caña; de un vasto tinglado que cubre los molinos puestos en movimiento por bueyes y que sirven para exprimir el jugo de las cañas recientemente cortadas: de otro en que se depositan esas mismas cañas, después de haber sido exprimidas entre dos cilindros de cobre, bajo el nombre de bagazos, para alimentar el fuego de las calderas; de un edificio construído de mampostería y que contiene la azucarería, los alambiques y el almacén. Las chozas en que se alojan los negros están reunidas en tres líneas rectas y paralelas.

Los naturalistas permanecieron dos meses y medio en San Patricio. Durante este tiempo, cada cual se entregó con entusiasmo, a pesar de las lluvias y del calor, al género de trabajos que le estaba designado.

Dos meses y medio hacía que recorría yo los alrededores de San Patricio, a cuatro o seis leguas de distancia, para conocer las producciones vegetales; y ya tenía curiosidad de visitar otras comarcas de la Isla, sobre todo algunos anillos de esa cadena de montañas que la atraviesa en toda su longitud.

Baudin, deseoso como yo de fijarse en otra parte, me encargó que hiciese un reconocimiento hasta el pueblecillo de Fajardo, situado en la costa oriental de la Isla, a catorce leguas de San Juan, a fin de buscar allí algún alojamiento conveniente para nuestro género de ocupaciones.

Partí el 5 de noviembre, acompañado de un guía y provisto de cartas para algunos colonos, a los que me proponía pedir de paso la hospitalidad.

Después de haber pasado las fortificaciones avanzadas de la ciudad y haber andado durante una hora por un terreno arenoso, cubierto de acacias (Mimosa), icacos (Chrysobalanus icaco L.), pajuiles (Anacardium occidentale L.) y otros arbustos, llegamos a la boca de Cangrejos, que se ha hecho célebre desde que los ingleses operaron allí su infructuoso desembarco el 17 de abril de 1797. No hay en ella ni puente, ni barca para la comodidad del pasagero; nos vimos obligados a pasar esta peligrosa boca con agua hasta la cintura, dirigiendo nuestros caballos por los arrecifes: el océano bate con furor esta especie de dique natural que se adelanta un metro bajo el agua. Cada ola levantaba nuestras monturas, que iban bamboleando; y la cima de las olas, reducida a lluvia por el viento norte, bastante fuerte, nos mojaba completamente.

Los habitantes de Cangrejos, casi todos negros o mulatos, han comprado con su industria la libertad de que gozan. Aunque habitan un suelo árido, cultivan con buen éxito muchos frutos y legumbres para el consumo de San Juan. Este pueblecillo cuenta ciento ochenta casas y sobre setecientos habitantes.

El territorio de esta comarca es inundado en parte por un lago de agua salada y abundante de pesca, cuyas orillas están cubiertas, en muchos lugares, por manzanillos (Hippomane mancimella L.)

Desde la boca de Cangrejos hasta el río de Loíza, cuatro leguas más lejos, el camino es uno de los más agradables de la Isla. Trazado a orillas del mar, entre dos líneas de arbolillos siempre verdes e impenetrables a los rayos del sol, se parece a las calles de nuestros bosquecillos, cuya sombra y verdura ofrecen al amigo de los campos un agradable paseo.

Atravesamos sin apearnos el lindo pueblecito de Loíza. que contaba en 1778 mil cuatrocientos dos habitantes y ciento tres casas; y está situado cerca de la embocadura del río que lleva su nombre. Durante tres horas continuamos andando cerca de la orilla del mar, por un terreno arenoso en medio de vastas sabanas cubiertas en muchos lugares de palmeras, de comocladias (Comocladia intergrifolia, Com. dentates L., C. ilicifoloa Sw.), de uveros (Coccoloba uvífera, C. excoriata L., C. diversifolia nivea Jacq.), de pinas, de naranjos y de plátanos.

El suelo se hace más compacto y más cubierto, a medida que se aleja uno de las costas y se interna en los campos; pero los caminos son menos cómodos. Muchas veces nos vimos obligados a atravesar montañas cubiertas de hermosos árboles; pero las cuestas son tan rápidas y malas que nuestros caballos, aunque habituados a estos senderos, bamboleando a cada paso amenazaban sepultarnos en el lodo.

Estas dificultades provienen de la humedad continua del suelo, mantenida por la sombra de las ramas que pendían sobre nuestras cabezas, y el inconcebible descuido de los habitantes, que cuando tienen que abrirse un camino por los bosques, se contentan con tumbar los árboles que les incomodan, sin cuidarse de la dirección que los mismos árboles toman al caer. Veinte veces nos detuvieron troncos enormes atravesando en el sendero y que permanecerán allí hasta que sean reducidos a polvo por la acción de los elementos. En fin llegamos a Fajardo poco antes de ponerse el sol.

Yo llevaba una carta de recomendación para Don José, rico colono que hacía largo tiempo se había fijado en aquella parte de la Isla, y obtuve por su parte la mejor acogida. Su casa está construida en la cima de un montecillo, por cuyo pie corre un arroyo. Desde aquella elevación la vista se esparce sobre una vasta sabana que embellece una eterna verdura, dividida en praderas o en campos de cañas, de en medio de las cuales se elevan aquí y allá otros montecillos aislados cubiertos de árboles montaraces y de café: algunas cabañas diseminadas en las llanuras o en los flancos de las colinas animan este lindo paisage.

No pude descubrir en Fajardo alojamiento propio para los naturalistas y partí de este pueblo el 11 de noviembre, acompañado de un guía que me proporcionó Don José; pero en vez de seguir el camino ordinario que conduce a San Juan, tomé a la izquierda el sendero de los bosques, a fin de aproximarse a las altas montañas de Aybonito, famosas por las cascadas, los sitios pintorescos y los árboles preciosos que se encuentran en ellas: después de cinco horas de marcha llegué a su pie. Mi guía iba delante en el bosque, conduciendo nuestros dos caballos de mano; yo le seguía, separándome aquí y allá para coger flores; y frecuentemente me detenía para admirar las bellezas de aquellos lugares salvages.

Empero, la noche se aproximaba y estábamos a cuatro leguas de distancia del pueblo más cercano. Al salir del bosque no descubrí más que una vasta llanura en la que no se veía una sola cabaña. Mi guía me dijo entonces: detrás de aquel platanal que limita nuestro horizonte, hay una hacienda; ése es el único asilo en que podemos pasar la noche… Vamos allá… Andábamos paso a paso según estaban de malos los caminos: llegamos al fin a la casa de Don Benito, situada cerca de las orillas del Loíza. Yo estaba agonizante de cansancio y de frío, y apenas tenía fuerzas para hablar.

Empleé los días siguientes en visitar las plantaciones de caña, las de café y los talleres de mi huésped. ¡Qué diferencia, pensaba yo, entre esta hacienda y muchas de las que he visto hasta hoy. En aquellas un amo avaro y cruel tiene sin cesar la verga de la tiranía y aun el hacha de la muerte suspendidas sobre la cabeza de sus desgraciados negros: aquí estos africanos no tienen más que el nombre de esclavos, sin sufrir las cadenas; bien vestidos, bien alimentados con una robusta salud, trabajan con celo para un colono bien hechor que dobla sus ganancias aliviando las desgracias de aquéllos.

Durante mi permanencia en casa de Don Benito, fui testigo de un baile que daba el mayordomo de la hacienda para celebrar el nacimiento de su primer hijo. La reunión estaba compuesta de cuarenta a cincuenta criollos de los alrededores, de uno y otro sexo. Algunos habían venido desde seis leguas de distancia, porque estos hombres, de ordinario indolentes, son muy apasionados por el baile. La mezcla de blancos, mulatos y negros libres formaba un grupo bastante original: los hombres con pantalón y camisa de indiana, las mugeres con trages blancos y largos collares de oro, todos con la cabeza cubierta con un pañuelo de color y un sombrero redondo galoneado, ejecutaron sucesivamente bailes africanos y criollos al son de la guitarra y del tamboril llamado vulgarmente bomba.

Habíase preparado, en un aposento contiguo, una mesa compuesta de crema, café, sirop, casabe, confituras y frutas: éstas eran piñas, aguacates, guayabas, zapotes, cocos maduros o en leche. En este último estado el coco ofrece una bebida deliciosa; en vez de la almendra que no está aún formada, presenta un licor blanco, semejante en el gusto a la leche azucarada. Las confituras eran, una mermelada azucarada de guayabas, naranjas, calabazas, albaricoques, mameyes y papayas.

Después de mi salida de Fajardo, mi vida en San Patricio fue bien triste: las continuas incursiones por los bosques y sabanas pantanosas alteraron mi salud, y el 7 de enero de 1798 fui atacado de una fiebre gástrica intermitente que se manifestó con síntomas alarmantes. Cubrióseme todo el cuerpo de una erupción exantemática de tres centímetros de espesor y un decímetro de estensión: enflaquecí, perdí el apetito, y el estómago dejó de funcionar: al verme en este estado el Capitán me hizo conducir a la casa del Doctor Raiffer en la ciudad. El restablecimiento de mi salud lo debo a ese Profesor, que durante veinte días me prodigó todos los recursos del arte y los cuidados de un cariñoso amigo.

Con objeto de continuar mis estudios sobre la Historia Natural y Estadística de esta bella Isla, salía a menudo a San Juan, y me dirigía a distintos puntos cercanos. El mercado de Puerto-Rico se surte de las aves, frutas y legumbres que conducen diariamente a su puerto las lanchas que bajan por los ríos de la costa norte: al regreso de esas embarcaciones me unía a sus conductores y subía con ellos, ora el río de Bayamón o el de Toa, ora el de la Vega o Manatí, y cuando me encontraba a 20 ó 25 kilómetros al interior del país saltaba a tierra y me dirigía a cualquier casa, donde seguramente se me recibía con las mayores muestras de hospitalidad; una vez allí, recorría las inmediaciones y regresaba luego a la Capital por la misma ,vía, cargado de una gran cosecha plantas. A estos viages debí el enriquecimiento de mis herbarios y el conocimiento del interior de la Isla y de los usos y costumbres de sus habitantes.

Puede consultar además: Documento y comentario: André-Pierre Ledrú (1810) donde hace recomendaciones específicas para el adelantamiento o progreso de la colonia.

Comentario:

El libro de Ledrú se publicó en 1810. Su expedición se realizó desde los primeros meses de 1797, poco después de la Invasión Inglesa. La traducción corresponde al líder liberal y abolicionista Julio L. Vizcarrondo y es de 1863. Ledrú es francés, nacido en Chatenai, cerca de Le Mans y es un naturalista y un hombre de ciencia. Su interés estaba cifrado en la naturaleza, pero entró en observaciones antropológicas y sociológicas muy originales. El viajero llegó a San Juan en el “El triunfo” con Nicolás Baudín. Fue recibido por el gobernador Ramón de Castro, el Agente Comercial francés Monsieur Paris, y de hospedó en la fonda el Correo, donde ocupó el jardín y tres habitaciones. La alianza hispano-francesa explica la apertura a una expedición científica de aquella naturaleza.

Ledrú reconoce “cuando gustan a los españoles las fiestas y las ceremonias públicas” y de inmediato establece un contraste: en Europa son famosas las “corridas de toros” y en América las “carreras de caballos”. Las “cabalgata(s)” son una costumbre de “toda la isla”, indicativo de que la condición de “caballero” tiene un gran valor social. De inmediato describe el Carnaval de San Juan con la precisión de un cronista: “cuatrocientos caballeros enmascarados”; numerosos “petimetres (petit maître o señoritos) disfrazados de mendigos”, “jóvenes oficiales” y “franceses mezclados con ellos”. Lo que más le impresiona es la presencia de “muchas jóvenes” caracterizadas lo mismo por “su gracioso y seductor porte, como por la velocidad de su palafrén” o caballos mansos. Sus observaciones sobre los caballos contrastas con las de John Layfield de 1598: los caballos “no tienen trote, ni el galope ordinario, sino una especie de andadura, un paso tan precipitado que el ojo más atento no puede seguir el movimiento de su patas”  en una alusión al paso fino. Las cabalgatas son comunes en las fiestas de Pascuas, San Juan, Santiago, San Mateo. El Carnaval iguala socialmente a la gente a la luz de los “picantes placeres”, observación que sugiere un rico contraste con las Peregrinaciónes a un lugar sacro que también igualan pero a la luz de la “fe”.

De San Juan pasa a la Hacienda San Patricio de Tomás O’Daly donde permanece dos meses. O’Daly era militar de origen irlandés, y Miguel Kirwan, su socio de negocios en la empresa. El viaje se hizo en canoa y el traslado por tierra en caballos. Lo más valioso de esta sección es la descripción de una hacienda típica:

1. Contiene “una casa principal” de madera y cubierta de hojas de caña

2. Posee “un vasto tinglado” para los molinos que ya poseen cilindros de cobre y son movidos por bueyes. El autor aclara que el bagazo se usa de combustibe para las calderas.

3. Un “edificio (…) de mampostería” para “la azucarería, los alambiques y el almacén”

4. Y “las chozas” para los negros en tres líneas rectas y paralelas

Se trata del retrato de un hombre poderoso del interior.

Luego describe su viaje a Fajardo. El paso por la boca de Cangrejos, población de “negros o mulatos” libres, y por la desembocadura del Río Grande de Loíza y el “lindo pueblecito de Loíza” son literariamente ricos. En el proceso, anota las dificultades para un viajero en la isla. No hay “ni puente ni barca” para cruzar por Boca de Cangrejos, el viaje es difícil por la “humedad continua del suelo” y el peligro de los caminos, y le impresiona “el inconcebible descuido de los habitantes” con los mismos ya que no les dan mantenimiento alguno. La ausencia de infraestructura para el transporte, el clima tropical húmedo y la desidia de los vecinos se combinan para explicar el atraso.

Ledrú documenta una entrevista con “Don José, colono rico” de Fajardo, productor de caña y café y poseedor de predios montaraces. De regreso realizó una gira por las Montañas de Aybonito y tuvo que pasar la noche en “la casa de Don Benito”, cerca del río Loíza también plantador de caña y café. Benito es un esclavista humanitario: “aquí estos africanos no tienen más que el nombre de esclavos”. Los datos sugieren que café y caña competían la tierra en condiciones pares al menos en la zona visitada por Ledrú. En aquella hacienda Ledrú fue testigo de un baile de bomba por el nacimiento del hijo del mayordomo. La descripción es extraordinaria: 40 a 50 “criollos” definidos como “indolentes” pero “muy apasionados al baile”, asistieron. Eran gente dispuesta a mezclarse: “blancos, mulatos y negros libres”, ejecutaban “bailes africanos y criollos”.  También se detiene en las comidas -crema, café, sirop, casabe-, en las frutas -piñas, aguacates, guayabas, zapote, cocos maduros o en leche-, y en las confituras o frutas en almíbar elaboradas a base de guayaba, naranja, calabaza, albaricoques, mameyes y papayas.

Por último, comenta como San Juan se suple de alimentos frescos. Hay un rico tráfico de lanchas procedentes de la costa norte  a través de los ríos Bayamón, Toa, Vega y hasta Manatí. El tránsito de lanchas desde y hacia el interior de la Isla era enorme y, en cierto modo, suplía la escasez de caminos, a la vez que facilitaba una labor común en aquel entonces: la pesca.

  • Mario R. Cancel
  • Historiador

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