Puerto Rico entre siglos: Historiografía y cultura

mayo 9, 2021

Historia de la suerte: un libro de Mario Ramos Méndez

  • Mario R. Cancel Sepúlveda
  • Historiador

Una introducción

La modernización de la suerte (2020), obra del historiador Mario Ramos Méndez publicada por Editorial Las Marías es uno de esos libros que, como tantos otros, ha pasado bajo el radar. Se trata de una elucidación ágil alrededor de un tema poco trabajado y sugerente: la legalización de las máquinas tragamonedas en 1974 en Puerto Rico bajo la administración de Rafael Hernández Colón (1936-2019). La aprobación de la ley del 30 de julio de aquel año representó un giro radical al enmendar en un sentido liberalizador la Ley 221 del 15 de mayo de 1948.

Si bien, como anota el prologuista Carmelo Delgado Cintrón, el 1948 fue una fecha “determinante y simbólica”, nada menos se puede decir  del 1974. A mediados de la década de 1970 el proyecto industrializador articulado alrededor de la Sección 931 del Código de Rentas Internas estadounidense, el cual había dado aire a Operación Manos a la Obra (1947-1976) colapsaba. Paralelamente se  preparaba el terreno para la aprobación de un recurso que sustituyese a aquel alrededor de la Sección 936 (1976-2005) del mismo código. El Informe Tobin de 1976, en particular sus observaciones en torno a la deuda pública y los gastos gubernamentales, representó una sentencia de muerte para aquel diseño tan ligado a la figura del gobernador Luis Muñoz Marín (1898-1980)

La muerte de una forma de capitalismo liberal animado por los valores keynesianos de la segunda posguerra el cual respondía a un tipo peculiar de Estado, abría paso a mediados de la década de 1970, acorde con el historiador David Harvey, a una nueva fase de desarrollo del capital que acabó por conocerse como neoliberalismo. El propósito de poner “freno al poder del trabajo” guiaba aquel esfuerzo. En el caso particular de Puerto Rico el giro se dio en el marco de la persistente dependencia colonial.

En aquel emblemático año 1974, en el cual las expresiones del capitalismo global y el capitalismo dependiente local se torcían, Ramos Méndez narra cómo los juegos de azar entraron con fuerza a formar parte del mercado y de la vida cotidiana puertorriqueña. Había algo de paradójico en ello: una jurisdicción como esta había resistido y condenado consistentemente aquella tentación por cuestiones culturales y morales. La frase del autor, esa “modernización de la suerte” (que bien podría nombrarse “postmodernización”) recoge aquel momento de transición de modo lúcido.

En torno a un libro

“Alea iacta  est”, una expresión que podría traducirse como “la suerte está echada” que sirve de título al breve prólogo Delgado Cintrón, es un sugestivo convite a la lectura. Debo recordar que Ramos Méndez es un experto en el tema y ya había entregado en el año 2012 el volumen Sin los dados cargados. Breve genealogía de la ley de juegos de azar. El autor nacido en Yauco fungió como Director de la División de Juegos de Azar de la Compañía de Turismo de Puerto Rico. En Ramos Méndez la experiencia concreta alrededor del ámbito de estudio y la formación historiográfica se unen a la hora de formular su reflexión sobre el asunto tratado. Me parece que si se precisa una imagen de conjunto del tema propuesto, uno  y otro volumen deben ser leídos en conjunto.

Mario Ramos Méndez, historiador

En el texto “Introducción” se dispone el esquivo tema y se contextualizan las políticas de 1948 y 1974 realzando los contrastes entre la una y la otra. Tal vez sin proponérselo, el autor hace una velada invitación a que se module una mirada cultural a la actitud del Estado ante los juegos de azar y los casinos a lo largo del tiempo. A través del texto el autor aclara la situación de Puerto Rico en la historia de la introducción de la industria del juego y los casinos en el conjunto de los Estados de la Unión, ámbito en el cual se le introduce  no empecé su condición de territorio no incorporado. Lo cierto es que en 1974 el Estado Libre Asociado de Puerto Rico fue la segunda jurisdicción después de Las Vegas Nevada en 1931, en tener una legislación de casinos. Aquella autorización precedió la que se dio a  Nueva Jersey, jurisdicción que obtuvo la autorización legal para Atlantic City, en 1978. Las circunstancias de ello no deben pasar inadvertidas. Todo sugiere cierta resistencia del Gobierno Federal a admitir ese tipo de prácticas en el territorio continental. El hecho de que Las Vegas sea conocida como la “ciudad del pecado” es un indicador cultural interesante respecto a la impresión que generaba la industria en el estadounidense común.

En la sección “Breve historia de las tragamonedas” se muestra al lector la figura del mecánico californiano Charles Fey (1862-1944) quien en 1895 inventó la primera “slot machine”. Su modelo más famoso fue la Liberty Bell, signo que no necesita presentación alguna. En 1925 y como resultado del pleito State vs. Ellis, se dispuso que aquella máquina no era otra cosa que un “gambling device” y que su uso recreativo reunía los rasgos de un “juego de azar”. Una historia llena de tropiezos culminó en la década de 1930 cuando las “fruit machines”, como se les denominaba en Inglaterra por los iconos que utilizaba, o la “one-armed bandit” como se les identificaba en Estados Unidos por la palanca que había que halar para hacerla correr, se convirtieron en un objeto común en las salas de juego de los casinos en medio de la Gran Depresión en el marco concreto de la invención de la “Sin City”: Las Vegas. 

Llama la atención el hecho de que los momentos de inflexión más relevantes de la historia de  este artefacto de la industria de las apuestas coincidan, una y otra vez, con momentos de crisis económicas generales: la había en 1895 cuando se les inventó, crisis que sirvió para legitimar los eventos del 1898, y también en 1930, preámbulo de la Segunda Guerra Mundial, cuando vivieron su época de oro. La actitud del “volver la cara hacia la suerte” ha sido recurrente y parece ligada al reconocimiento de la irracionalidad del mercado capitalista y, claro está, a la disolución del prejuicio  teórico inventado por el economista escocés Adam Smith (1723-1790) respecto a la “mano invisible”, otra metáfora de la “mano de Dios”, que tanta relevancia simbólica tuvo para el desarrollo del capitalismo emergente durante los siglos 18 y 19. A mi modo de ver, era como si la cognición de la irracionalidad del mercado, con los efectos sociales que generaba cada crisis, legitimara la necesidad de “echar a correr los dados” o apostar, tal y como sugiere la frase latina citada por el prologuista Delgado Cintrón.

La sección titulada “La Ley” contiene la tesis fundamental del volumen. El capítulo gira en torno a la Ley Núm. 2 del 30 de julio de 1974, anota sus antecedentes y apunta los parámetros del debate que generó su aprobación en un Puerto Rico distinto tanto al de 1948 como al del presente. Ramos Méndez se cuida de detallar los sectores que se opusieron y los que favorecieron la implementación de una ley que resultaba innovadora y necesaria para algunos y, disruptiva respecto a la tradición para otros. Dos retóricas entraron en conflicto en aquel momento, asunto que valdría la pena trabajar con más detalle. En el recuento no olvida señalar las fidelidades político-ideológicas y partidistas de uno y otro bando, así como tampoco la forma en que aquellas incidieron en la toma de posición ante el proyecto. Esta parte de la discusión ilustra al lector sobre otro registro de discrepancias en cuanto a la representación de lo “puertorriqueño” y su “futuro” que han marcado a los defensores de cada proyecto de estatus con posterioridad a la Segunda Guerra Mundial.

En alguna medida la discusión de esta sección demuestra que el Puerto Rico moderno y económicamente exitoso que soñaban restituir los ideólogos populares en la década de 1970, precisaba recurrir al azar, a la suerte o a la Diosa Fortuna, a fin de asegurar su supervivencia. La racionalidad a la que se había apelado desde los primeros momentos del proyecto desarrollista asociado al novotratismo ya no era suficientes para los fines propuestos. El proceder también ratificaba que el liderato popular de 1974, el cual se había formado en medio de la crisis iniciada en 1971, había recalibrado los lentes con los cuales oteaba un mañana para el Estado Libre Asociado. La representación de la meta hacia la que conducía el camino “jalda arriba” era por completo distinta a la forma en que el liderato popular había imaginado las posibilidades del país en 1948 cuando se podían depositar todas las esperanzas de crecimiento material y espiritual en el mito de la “planificación” sostenido sobre la idea de la racionalidad. La clase política vinculada al PPD no estaba dispuesta a aceptar que el “jalda arriba” se había transformado en un “cuesta abajo”. Todavía hoy hay quienes no son capaces de verlo.

En la “Conclusión” Ramos Méndez contextualiza la situación de las tragamonedas o traganíqueles y los casinos en el marco de la revolución tecnológica que irrumpió en el mercado desde la década de 1990 en adelante.  

Una lectura cultural

Este breve trabajo de Ramos Méndez  ilustra al investigador en torno a aspectos poco problematizados que formaron parte del proyecto modernizador impuesto durante la segunda parte del siglo 20 en Puerto Rico. En torno al juego y la industria de los casinos y otros temas relacionados, el lector apenas cuenta con algún trabajo del Dr. Luis López Rojas en torno a la mafia y la industria del turismo durante el dominio del PPD, y a algún trabajo esclarecedor de la Dra. Mayra Rosario Urrutia en relación con el popular juego de la bolita. Se trata de aproximaciones y ámbitos distintos pero los autores citados convergen en la intención de aclarar el lugar de esta práctica polémica a la hora de mirar el largo periodo de control del PPD sobre el gobierno de Puerto Rico. En su conjunto el interés señalado parece ser un elemento propio de un puñado de investigadores de los últimos 20 años. Valdría la pena mirar en esa dirección y estimular una revisión más sistemática y detallada del fenómeno y su impacto en la transición de la modernidad a la posmodernidad en el país, en especial por el hecho de que el turismo se fue convirtiendo después de 1976 en uno de los nichos económicos en el que más esperanzas se depositaron en el marco de la era de las industrias 936.  

Los juegos de azar poseen un pasado nebuloso documentable en las fuentes más diversas, asunto que ningún investigador se ha propuesto aclarar todavía. En general se les proyecta como una serie de prácticas caracterizadas por su pasado “cuestionable”. El desinterés puede deberse a la  complejidad ínsita de la práctica, pero tampoco se puede descartar la ambigüedad moral que siempre genera su ejecución en un entorno cultural, histórico, social y moral como el puertorriqueño.  Esta observación me parece aplicable tanto para la evolución cultural del país antes del 1898 cómo después de esa fecha. El sentido que se le ha dado a ese pasado “cuestionable” no ha sido formulado de manera apropiada. Las pistas sin embargo están allí, como se verá de inmediato. El ejercicio no es exhaustivo. Se trata a lo sumo de un muestreo con la intención de sugerir pistas respecto a la percepción cambiante de esta práctica en el imaginario puertorriqueño moderno a ambos lados de 1898.

El juego  fue  condenado por la moral católica y la jurisprudencia civil como un nicho de subversión propio de gente inconveniente al orden público. Por un lado, fue en medio de un juego de naipes celebrado en San Juan en 1795 donde se identificó la que ha sido considerada la primera conjura señalada como separatista en la historia de Puerto Rico. Los hallazgos hablaban por sí solos: la efigie de un rey en una moneda mutilada con letras diminutas a la altura del cuello del monarca recordaba la amenazante guillotina.  El detalle fue suficiente para que se levantara una investigación e interrogatorio a la gente que ocupaba la mesa. En el proceso investigativo el pintor José Campeche actuó como perito ilustrando el hecho subversivo en un dibujo.

Por otro lado, una de las acusaciones que con más intensidad esgrimió el periodista José  Pérez Moris en su Historia de la Insurrección de Lares (1872) a la hora de representar las personalidades de Ramón E. Betances Alacán y el licenciado segundo Ruiz Belvis tenía que ver con su propensión a la bebida, las mujeres y al juego en garitos propios para conjurarse contra el orden establecido. El hecho de que en otra parte del volumen equiparaba el separatismo a un virus ofrece al historiador cultural una imagen precisa de la idea que se tenía de aquellos espacios.

Todo sugiere que la condena del juego y el azar fue esgrimida lo mismo por el poder instituido y las fuerzas conservadoras como por la oposición crítica y educada de los liberales. Para ambos extremos se trataba de una práctica degradante y deshumanizadora indigna.  El conservadurismo moral integrista y el liberalismo racionalista recurrieron a la censura del juego como una práctica impropia de la condición moderna. Uno de los textos narrativos autobiográficos del joven  Eugenio María de Hostos escrito en 1859, el relato “La última carta de un jugador”, presenta una imagen atroz del jugador compulsivo. Hostos describía un comportamiento rayano en lo antisocial y la locura. El registro de citas podría ampliarse a numerosos observaciones de la intelectualidad criolla desde las estampas  de Manuel Alonso Pacheco hasta la observación social de Salvador Brau Asencio.

En términos generales el juego, la fortuna, el azar, se percibían como un atentado contra cualquier presunción de “orden” ya fuese teológico, natural o social. La idea de un “orden universal” era puesta en  entredicho cada vez que se tiraban los dados o se repartían los naipes. Aquellos actos proyectaban una discursividad que llamaba la atención sobre la contingencia, el acaso y la casualidad: de allí su carácter subversivo. En aquel escenario sin “orden” solo quedaba  lugar para la veleidad y la inconstancia. La feminización de la suerte parece haber jugado un papel en todo ello. Nicolás Maquiavelo, al discutir la Rueda de la Fortuna, identificaba aquel fenómeno con el culto a la popular Diosa Fortuna de origen latino, entidad que chocaba con el estricto ordenamiento patriarcal y masculino dominante. En cierto modo, el patriarcalismo del culto al orden estaba agazapado detrás de todo ataque o censura al juego. Resultaba innegable que el poder subversivo y desordenador estaba siendo asociado al femenino azar.

El juego también fue un entorno cuya praxis generó opiniones discordantes durante el siglo 20 en el marco de la presencia estadounidense. La situación se hizo más tensa en el contexto de la Gran Depresión desde 1929, condiciones que pusieron a prueba la relación entre las elites puertorriqueñas y el poder colonial. Los argumentos morales tradicionales y los económicos modernizadores pujaban en direcciones opuestas. Los primeros pugnaban para, con el fin de proteger  una  tradición y herencia comprendida de modo peculiar, oponerse a su legitimación. Los segundos para, con el fin de respaldar una modernidad comprendida de modo peculiar, favorecer su legitimación.

Aquella ambigüedad explica por qué en 1930 Muñoz Marín, un activista que se movía entre las izquierdas y el nacionalismo moderado, se opusiese a las tragamonedas o traganíqueles. Permite también comprender por qué mediante la Ley 11 del 22 de agosto de 1933 se ilegalizó aquellos artefactos hasta el punto de que, en un simbólico espectáculo, las máquinas existentes confiscadas fueron “destruidas y lanzadas al mar frente al Morro”. Era como si la tradición se hubiese impuesto ante un signo modernizador que se despreciaba:  la presunción de que Puerto Rico podía ser moderno sin apelar a la “suerte”, es decir, dependiendo sólo de la razón instrumental, estaba allí. Las posturas reflejaban valores culturales distintos.

La legitimación del juego de azar en 1948 puso frente a frente el conjunto de los valores tradicionales y modernos. El dualismo maniqueo de la oposición no me sorprende. Puerto Rico se encontraba entre dos aguas, al garete quizá,  si pienso en la metáfora de Antonio S. Pedreira. El país se movía por las aguas inseguras de su modernización material y espiritual dependiente. En aquel momento daba sus primeros pasos dentro del proceso de industrialización por invitación conocido como Operación Manos a la Obra (1947-1976).  Los opositores al juego se apoyaban en los parámetros de un idealismo abstracto y en el culto a la limpieza moral y al valor del trabajo propios de la ética burguesa. Los defensores del juego se apoyaban en los parámetros de un realismo pragmático y en el culto a la necesidad de un hipotético acceso a los bienes materiales a cualquier costo.

A nadie debería extrañar que la revisión del estatuto de 1948 se diese en 1974, momento en que la crisis del proyecto económico de 1947 era evidente y se cuajaba su reformulación en el marco de Era de las Empresas 936 (1976- 2005). La garantía de que los juegos de azar no desembocaran en la disolución moral correspondía el Estado. Estatalizadas las traganíqueles se presumía que cumplirían una función sanadora en un mercado que se asomaba al colapso. De igual manera los avatares del mercado, revisión que debe hacerse con sumo cuidado, justificaron la privatización del recurso y estimularon su multiplicación en el año 1996 bajo una administración PNP, la de Pedro Rosselló González (1944- ).

Este libro de Ramos Méndez ratifica la importancia de la historia de las tragamonedas o traganíqueles y la industria de los casino como un indicador  más de la evolución de un mercado dependiente y anómalo desde el periodo entreguerras y la Gran Depresión hasta la fractura del orden de posguerra y la intrusión del neoliberalismo colonial. El autor hace un esfuerzo loable por comprender el papel de aquel giro, la intolerancia o la tolerancia a los juegos de azar por cuenta de las fuerzas del Estado, en el contexto mayor de la transición de una economía liberal moderna desarrollada en medio de la segunda posguerra mundial, a una economía neoliberal posmoderna en medio de la transición al fin de la guerra fría y el inicio de la posguerra fría, siempre en el marco de la dependencia colonial. Tampoco pasa por alto las transformaciones del productor directo y el ciudadano de consumidores moderados a consumidores neuróticos o gente que “vive para consumir” como sugería el sociólogo Zygmund Bauman. La transición de un estadio a otro, fases siempre superpuestas e imposibles de separar,  requería acorde con este volumen,  una mayor confianza en la alea o la suerte y el liderato del PPD estuvo dispuesto a negociar en esa dirección.

Notas en torno al libro de Mario Ramos Méndez (2020) La modernización de la suerte: la legalización de las máquinas tragamonedas en 1974. (San Juan): Editorial Las Marías. 87 págs.

noviembre 15, 2020

Reescritura y divertimento: pensar el panorama electoral

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  • Mario R. Cancel Sepúlveda
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Fragmentos del panfleto Memoria e Historia: monólogos en torno a la historia reciente (inédito). Publicado originalmente en 80 Grados-Historia 31 de octubre de 2020

Primera estación: 1960

La década de 1960 fue crucial en el deterioro del poder electoral del Partido Popular Democrático (PPD). Esa es una afirmación por demás generalizada. Su hegemonía estaba bajo amenaza como si la magia de la segunda posguerra hubiese perdido eficacia al comenzar aquella década inquieta. Los procesos de industrialización y urbanización que le mantuvieron en el poder desde 1940 y estimularon la confianza irracional en los populares crearon las condiciones para el cuestionamiento de su poder. Una serie de circunstancias propiciaron el desprestigio del proyecto desarrollista dependiente que favorecían y, claro está, del Estado Libre Asociado como una entidad “soberana”. Aquel conjunto de factores facilitó el triunfo del estadoísmo en 1968 a través del recién fundado Partido Nuevo Progresista (PNP).

Lo primero que llama la atención del observador de los sesentas es el desarrollo de una confrontación “generacional” dentro del PPD. La denominada “vieja guardia”, representada por el liderato que había dado vida al partido en 1938, fue retada por una “nueva generación” encabezada por un conjunto de  líderes que habían crecido en medio del proceso de industrialización y urbanización al que los hombres y mujeres de Luis Muñoz Marín (1898-1980) , menos mujeres por cierto, había animado desde 1940. El choque entre ambas tendencias  maduró a principios de los sesentas y coincidió con el último cuatrienio de Muñoz Marín como gobernador.

La reacción inicial de la “vieja guardia”, como era de esperarse, fue oponer una resistencia cautelosa. Todo sugiere que una de las pocas figuras de poder que se identificó con la “nueva generación” fue el ingeniero mayagüezano Roberto Sánchez Vilella (1913-1997). Sánchez Vilella no solo poseía un “estilo” distinto al de Muñoz Marín sino que se había proyectado como uno de posibles sucesores del vate para las elecciones de 1964. Su alianza con la “nueva generación” se profundizó cuando sus choques con Muñoz Marín se hicieron más intensos.

La “nueva generación” se organizó alrededor del llamado “Grupo de los 22”, asociación fundada en Manatí. Algunas de las figuras, entre los ya fallecidos, que llaman la atención de aquel colectivo fueron el abogado y profesor Juan Manuel García Passalacqua (1937-2010),  el legislador Severo Colberg Ramírez (1924-1990) y el gobernador Rafael Hernández Colón (1936-2019). Entre los que aún viven habría que destacar a Victoria Muñoz Mendoza (1940- ), una  personalidad que sigue siendo uno de los pilares simbólicos del PPD a pesar de su silencio, el abogado Marcos A. Rigau (1946- ), el historiador y profesor Samuel Silva Gotay (1935- ), el profesor y abogado José Arsenio Torres (1926- ) y el abogado independentista Noel Colón Martínez, entre otros. El grupo fundó el periódico Foro libre para expresar sus ideas.

Las críticas del “Grupo de los 22” a la “Vieja Guardia” al PPD fueron incisivas. En términos generales se quejaban de la poca participación que tenían los jóvenes en el partido y del  distanciamiento del pueblo común que la organización había desarrollado. El pueblo, alegaban con cierta nostalgia, había sido reducido a la condición de votante. Para algunos militantes del grupo, Muñoz Marín era ya un líder obsoleto que había cumplido su función histórica y debía abrir paso a los más jóvenes.

Visto desde la distancia, de lo que se trataba era de una lucha abierta por el control de una maquinaria política exitosa. La confrontación se justificada sobre la base del reconocimiento de que la política práctica en la era industrial y urbana ya no podía hacerse con las tácticas que habían sido exitosas en el Puerto Rico agrario y rural que produjo la experiencia del primer PPD, el de las elecciones de 1940, una lógica por demás comprensible. Claro está, la racionalidad no era el mejor aliado cuando en medio de una competencia por el control de una maquinaria y el acceso al poder.

Los efectos de las críticas fueron diversos. Por una parte, promovieron la discusión ideológica y llamaron la atención sobre la necesidad de revisar no solo al partido sino el ELA, su obra más acabada,  en busca de “más soberanía”. Aquella había sido también una preocupación de Muñoz Marín, por cierto, pero en la década del 1960 el lenguaje se tornó más exigente y miró en otra dirección. Lo cierto es que algunos ideólogos de la juventud del PPD reconocían los rasgos coloniales del ELA y confiaban en la buena voluntad de las autoridades estadounidenses respecto al país, actitud que recordaba la de la clase política de principios del siglo 20. Uno de los críticos fue el abogado y escritor Vicente Géigel Polanco (1904-1979) quien acabó militando en el Partido Independentista Puertorriqueño (PIP). Otro fue el historiador y jurista,  José Trías Monge (1920-2003) quien llegó a ser Juez Presidente del Tribunal Supremo.

Un segmento significativo de la intelligentsia del PPD, favorecía la idea de “culminar” el ELA sobre la base de una mayor soberanía respecto al gobierno federal, pero temían que en ese proceso se les confundiera con los nacionalistas y los independentistas a quienes tanto y con tanta pasión habían atacado. Otros buscaban la profundizar la  identidad del ELA con los demás Estados de la unión sin que tuviera que serlo. Al PPD le resultaba más llevadero buscar aliados en el estadoísmo que en el independentismo. El atasco más importante en el proceso de revisión del ELA, aparte del desinterés del Congreso de Estados Unidos, ha sido ese.

La “vieja guardia” se organizó alrededor del “Grupo de Jájome”, localidad de Cayey donde ubica la residencia veraniega del gobernador. La tropa de Jájome estuvo encabezado por los abogados Santiago Polanco Abreu (1920-1988) y Luis Negrón López (1909-1991), personas de la confianza de Muñoz Marín. En medio de aquella pugna se decidió el retiro político de Muñoz Marín. El anuncio se realizó en una Asamblea celebrada en Mayagüez (1964) donde se impuso la candidatura de Sánchez Vilella a pesar de las protestas intensas de una multitud que no estaba en condición de desprenderse de su caudillo político. El fenómeno Luis Muñoz Marín en los 1960 y el fenómeno Pedro Rosselló González (1944- ) en los 2000 poseen interesantes paralelos en el renglón de las pasiones. Lo cierto es que el retiro de Muñoz Marín fue un giro histórico pero no inesperado. El líder o no quería o no se sentía capaz de gobernar con la “nueva generación” y abandonaba sus aspiraciones por el bien de la unidad del partido.

¿Qué había cambiado? En 1964 Puerto Rico era otro -urbano e industrial- y se reconocía que Muñoz Marín representaba un pasado dejado atrás. Las campañas políticas directas con el pueblo que habían caracterizado al PPD desde su fundación en 1938, apoyadas en el micro y el macro mitin, habían cumplido la función de comprometer emocionalmente a la gente con unas estructuras político-partidistas en las que antes había desconfiado desde mucho antes de los “tiempos de la Coalición”. El “poder moral” y el “carisma” del caudillo fueron claves en la recuperación de aquella confianza.

La evolución de los medios de comunicación masiva alteró el panorama. Aquellos escenarios artificiales del mercado se convirtiendo en el espacio ideal para el rediseño de la opinión pública. La radio estaba accesible en Puerto Rico desde 1922 -WKAQ en San Juan fue la primera de ellas-, y entre 1934 y 1937 se inauguraron la WNEL también en la capital, la WPRP en Ponce y la WPRA en Mayagüez. En 1954 apareció la televisión y ya en 1958 había radio y televisión del Estado. Aquellos fenómenos tecnológicos innovadores, junto con el desarrollo de la prensa diaria masiva, afectaron la formas de hacer política militante en el país. La despersonalización del liderato político no dejó de avanzar hasta el presente y, por el contrario se profundizó en el marco de la revolución digital: el líder se ha reducido a la condición de un avatar y el compromiso a la de un icono.

A la altura del 1968 la sátira política televisada, “Se alquilan habitaciones” ligada a la actriz y escritora Gilda Galán (1917-2009) que se transmitía por el Canal 11, llamaba mucho la atención. La sátira fue tan intensa que el programa fue sacado del aire varias veces por presiones políticas del Partido Nuevo Progresista cuando aquel accedió al poder. Ese mismo año se fundó el grupo musical satírico “Los Rayos Gamma”,  obra del ingenio del periodista y comediante Eddie López (1940-1971), quien falleció víctima del cáncer en plena juventud. Y en 1969 ya se difundía la serie de pasos de comedia y crítica, “Esto no tiene nombre”, producido por Tommy Muñiz (1922-2009) para el Canal 4. La mordacidad inteligente y seductora de la sátira se unió con la crítica seria de programas como “Cara a cara ante el país”. Aquellos esfuerzos democratizaron la relación entre la gente, el Gobierno y el Estado y estimularon la desacralización de la figura del líder. El humor y la sorna en torno a los actos de la clase política siempre habían estado allí, es cierto, pero el poder de los medios multiplicó sus efectos. El 1968 puertorriqueño tuvo un carácter distinto al de París y el México pero allí está, esperando que se le mire de manera atrevida y se le desmenuce.

Segunda estación 1990

La expresión de las preferencias electorales en Puerto Rico nunca ha sido un acto racional y pensado. Ser elector “flotante” o del “corazón del rollo” no es resultado de la reflexión sino de la pasión. La presunción de que el primero es “crítico” y el segundo es “acrítico” simplifica un problema complejo. En los entresijos del bipartidismo insano post 1968, ser “flotante” no ha sido otra cosa que votar a veces por el PNP y otra por el PPD. Con ello no se resolvía nada sino que se entraba en un círculo vicioso de locura. En la década de 1990 la situación se hizo más patente: votar significaba “comprar” una “imagen” metamorfoseada en “promesa” de “progreso” una y otra vez. Los fracasos que acumulase aquel objeto del deseo o las concepciones que representase, nada tenía que ver con la elección: el elector, como el consumidor conspicuo, no leía las letras pequeñas de la etiqueta del candidato. Tampoco lo hace hoy.

Las cicatrices de la partidocracia bipartidista ya eran visibles. La campaña de 1992, en especial el debate de los candidatos a la gobernación, un espectáculo de medios más; y la de 1996, centrada en “Espectacular 1996”  en la cual el PNP apeló al lema “Lo mejor está por venir”, fueron cruciales. Rosselló González, el  top model político criollo teorizado por el sociólogo Paul Virilio, se impuso.

La mediatización y espectacularización del espacio electoral, de la discusión pública y del tema del estatus, tendencia que había comenzado en los 1960, redundó en la simplificación del debate público y en que ninguno de los asuntos bajo discusión fuese visto como un “problema intelectual”. Aquel antiintelectualismo, que tantos buenos ejemplos tiene en la politología comercial del presente, limitaba la victoria electoral a factores como la “publicidad” y la “imagen”. Si usted quiere ser otra persona, postúlese para un puerto público por cualquiera de los partidos políticos existentes y a la larga no podrá reconocerse ante el espejo.

Las elecciones  se convirtieron en un acto de “consumo” de objetos del deseo que podían ser descartados cuando no alcanzaban la mayoría. El giro transformó al “sondeo” y la “encuesta” de opinión en una clave del proceso electoral pero, en la realidad de las cosas, esos recursos de mercado no “medían” la opinión. Más bien la “creaban” y la “timoneaban” a la vez que favorecían su “liquidez”, concepto que tomo del sociólogo Sygmunt Bauman. Cuando se observa detenidamente el proceso de mediatización y espectacularización de la política electoral y, claro está estatutaria, que comenzó durante la campaña plebiscitaria de 1967 y los comicios de 1968, y se vuelve la mirada hacia la década de 1990, tengo que aceptar que la tendencia había alcanzado un extremo insospechado. El candidato con posibilidades no era otro el top model político. ¿Qué decir de las de 2020 cuando se cuenta con el primer top model político independentista? Prefiero el silencio más respetuoso y cínico en torno a ello.

De modo paralelo,  la discusión se hizo más superficial hasta imponerse una discursividad kitsch caracterizada por la frivolidad y, en ocasiones, la vulgaridad. A fines de la década de 1990, ya era posible la imagen distorsionada, absurda y cómica de Edwin Rivera Sierra, alias “El amolao”, ingiriendo “palmolives” o cervezas Heineken. El hecho de que en el 1998, cosas de la alegre post Guerra Fría, ese funcionario viajara a Rusia a fin de adquirir una estatua gigantesca de Cristóbal Colón producto del artista Zurab Tsereteli (1934- ) es, quizá, el mejor modelo de lo que llevo dicho. La vida pública de Antonio “El Chuchin” Soto Díaz (1949-2016) y el episodio del auto Bentley de lujo en 2011 que alegó le habían obsequiado, ratifican que la tendencia se ha radicalizado dejando la discusión política en el campo del entretenimiento.

El fenómeno del “político vociferante”, cuánto no gritan desde el atril del capitolio,  fue poblando la praxis administrativa local e invadiendo los medios de comunicación masiva. De modo paralelo la sátira como expresión teatral seria que repuntó en la década de 1960 y 1970, evolucionó en la dirección de la industria del chisme y el cotilleo más o menos profesional. La distancia entre el programa televisivo “Se alquilan habitaciones” encabezado por Gilda Galán en 1968, y  la discursividad irritante de Antulio “Kobbo” Santarrosa y el personaje de la “La Comay” en SuperXclusivo entre 2000 y 2013, es enorme. El contrate demuestra que el gusto de la teleaudiencia también ha cambiado en los últimos 40 años. La sátira política seria hoy, parece desviarse hacia los espacios de comunicación innovadores generados por la revolución tecnológica: la internet y las comunidades virtuales de imágenes fijas o en movimiento, son un lugar preciado para la expresión de este arte social en tiempos de crisis.

Y el futuro de Puerto Rico… ¿qué? La opinión sobre el futuro político de Puerto Rico, es decir, del Estado Libre Asociado colonial, no cambió entre 1993 y 1998. Las consultas de aquellos dos años tan emblemáticos fueron administradas por el PNP en el poder durante la larga administración Rosselló González. La finalidad de aquellas parece haber sido auscultar el crecimiento del estadoísmo mediante la estadística infalible: la consulta directa al electorado pagada con fondos públicos. El hecho de que el fin de la Guerra Fría hubiese promovido la imagen de que la década de 1990 sería adecuada para la “descolonización” y la popularidad frenética con la personalidad del gobernador, justificó los dos procesos.

Los resultados no fueron los que los estadoístas esperaban. El ritmo de crecimiento del estadoísmo, que había sido acelerado entre los años 1968 y 1984, se lentificó al final de los 1990 y hoy parece en franco retroceso. Todo conduce a concluir que la división del PNP y la aparición del Partido Renovación Puertorriqueña (PRP) tras el conflicto entre Romero Barceló y Hernán Padilla (1938- ) fue  responsable en parte del fenómeno. Los efectos de la división de 1984 en el largo plazo no han sido estudiados todavía pero las heridas que produjo nunca sanaron del todo. Las  probabilidades reales de que el estadoísmo superara el 50 % de las preferencias de los votantes en las consultas de 1990 eran pocas. Para aquellos que observaban ese desarrollo desde afuera del estadoísmo resultaba evidente que no todos los votantes del PNP estaban comprometidos con la estadidad. Los expertos comenzaron a denominar ese fenómeno, como se sabe, como un electorado “flotante”.

El plebiscito de 1993 trató de aprovechar la “ola rossellista” surgida de la contienda electoral en la cual se derrotó a una débil candidata popular: Muñoz Mendoza. Los resultados de esta no dejan de ser sorprendentes:

  • ELA 826,326 (48.6%)
  • Estadidad 788,296 (46.3%)
  • Independencia 75,620 (4.4%)

En un contexto amplio los porcentajes no dejaban de ser halagadores para el estadoísmo. Comparado con los resultados del plebiscito de 1967 -el 38.9 %-, el avance de la opción de la estadidad era significativo pero no decisivo. Para el PPD no se trataba de buenas noticias. En 1967 la “montaña” estadolibrista había alcanzado el 60.4 % de las preferencias, hasta caer al 48.6 % en 1993. Las potencias de la partidocracia bipartidista estaban balanceadas.

El problema era que  en la década de 1990 se sabía que el Congreso no aceptaría una mayoría plural para autorizar la incorporación y la estadidad. Lo más probable era que se le requiriera una  supermayoría, es decir, hasta  dos terceras partes de las preferencias. La exigencia de una supermayoría tuvo el efecto de fomentar el inmovilismo o la desesperación. El debate sobre la cuestión de la supermayoría se articuló de una manera predecible y reflejó las aspiraciones y prejuicios políticos subyacentes en cada uno de los casos. El PPD y Hernández Colón tuvieron algo que celebrar porque veían en ello una garantía de que para los estadoístas era una meta inalcanzable. El PNP y Carlos Romero Barceló (1932- ) evaluaba la condición como un acto “injusto” y hasta antidemocrático. Y el  PIP y Rubén Berríos Martínez (1939- ) la rechazaban porque la independencia era un derecho que no dependía “de la imposición de mayoría alguna”, expresión con la que reconocían su poca visibilidad en la preferencia de los electores puertorriqueños.

Lo cierto que en 1993 el PNP y la estadidad no tenían siquiera la mitad más uno del apoyo electoral y muchos pensaban que nunca lo conseguiría. No lo ha conseguido, de hecho, a la altura del 2020. La cuestión del estatus se “empantanó” por una diversidad de razones. La debilidad del independentismo electoral que sólo consiguió el 4.4 % en la consulta de 1993, es una de ellas. El balance de fuerzas entre el Estado 51 y el  ELA, y el escollo que ponía el Congreso al hablar en términos de una  supermayoría completaban el cuadro. En el “arriba social” no había voluntad para el cambio. En el “abajo social” se imponía la apatía y el desinterés producto del desconocimiento de la situación real del país y los avances de una sociedad de consumo de nuevo cuño en el contexto de la revolución digital, entre otros asuntos. La virtualización e irrealización, los tiempos del slacktivismo o la militancia de sillón, estaban a la vuelta de la esquina.

Tercera estación:  2010

En 2012 los observadores del proceso electoral pensaban que el PNP iba a revalidar en los comicios. Yo era uno de ellos, lo confieso. La victoria de Alejandro García Padilla (1971- ) sorprendió, pero el hecho era comprensible a la luz de la erosión de la imagen de la administración Luis Fortuño Burset (1960- ). Varios elementos favorecieron su triunfo.

Uno fue su recurso a un lenguaje (neo)populista que recordaba al PPD de los años 1938 y 1940. El 25 de julio de 2012 García Padilla ofreció un discurso en la conmemoración del ELA en la ciudad de Mayagüez vestido de impecable blanco como Muñoz Marín en sus mejores años. En tiempos de crisis la nostalgia podía desarticular la desconfianza de mucha gente. Otro recurso fue la promoción de una  imagen de líder cercano a la gente que desarrolló cuando ejerció como Secretario de Departamento de Asuntos del Consumidor entre el 2005 y el 2007. Parece que en Puerto Rico esos índices emocionales son suficientes para movilizar al electorado popular e indeciso. Los pilares de la victoria fueron varios.

  • Primero, la promesa de enfrentar el asunto del estatus o de iniciar una discusión serena sobre el mismo.
  • Segundo, enfrentar de la crisis fiscal poniendo el pueblo por delante de los acreedores. Se trataba de dos artificios que no podía cumplir pero de eso precisamente se ha tratado la política colonial desde hacía mucho tiempo. Eduardo Bhatia Gautier (1964- ) y su reclamo para que el pueblo hablara fue importante en aquel tenso momento.
  • Tercero, su compromiso de afrontar la crisis económica que se había acelerado desde 2005. La oferta de crear 60,000 empleos y el hoy olvidado proyecto económico del Dr. Ángel Rosa, eran parte de sus municiones.

Un elemento importante de todo ello fue la seducción que provocaba su confianza inocente en la capacidad del país para enfrentar las contrariedades más complejas. El estancamiento y el decrecimiento de la economía ha sido uno de los ejes de la crisis fiscal, la relación entre ambos componentes es dialéctica. El otro elemento fue el tema del estatus colonial que ha servido de entramado para aquellas crisis. La interrelación de esos tres componentes es innegable y no se puede resolver la una sin resolver las otras y viceversa. En ello radica la dificultad de la situación del país.

La devaluación el crédito y el cierre de los mercados financieros minaron el poco prestigio que le quedaba al ELA y minaron la unidad del PPD: el país era gobernable pero el PPD no. El debate al interior del partido por el asunto de IVA y la rebelión de los soberanistas encabezados por Carmen Yulín Cruz (1957- ) lo ratifican. El fracaso de esta figura en la primarias de 2020 no se podía vislumbrar en aquel momento. Me parece que la unidad perdida en 2013 no pudo ser recuperada a la altura de las elecciones de 2016. En 2020 aquella unidad no es sino otro elemento de la nostalgia que habita esa organización. La crisis de grande proporciones que se vive silenció a las voces más confiables y le dio voz a los acólitos. La imagen de que el PPD se derrumbaba era precisa.

Un último punto: la tolerancia, a pesar de todo, ganó terreno durante aquel cuatrienio de García Padilla. La discusión, atropellada y superficial en ocasiones, de algunos asuntos ambientales, tocantes al género, al cannabis medicinal y recreativo y a las minorías legales o ilegales, resultó refrescante. El problema, me parece, es que su utilización para fines político-partidistas era muy obvia y generó contradicciones. El liderato PPD quería rejuvenecer su imagen de organización liberal y abierta. No funcionó: el tono de Charlie delgado Altieri (1960 – ) dramatiza un retroceso en ese sentido en 2020.

En cierto modo, la justicia y el partidismo son asuntos que chocan. Los discursos por sí solos no subsanan los defectos de una cultura dominada por el prejuicio, el discrimen y el conservadurismo. La elecciones de 2016 dramatizaron un retorno que fue en realidad un regresión. Eso me consta desde, en medio de la calle de la Fortaleza bajo una refrescante y pertinaz llovizna acompañado de mis dos hijos, fui testigo de los primeros momentos del verano del 2019.

Cuarta estación: hoy

¿Y ahora qué? Bienvenido 2020. Miraré con calma la fisonomía de este abismo ante el cual me encuentro previo a emitir cualquier opinión. El vértigo puede ser un aliado.

Fuentes de las reescrituras

Mario R. Cancel-Sepúlveda, notas (15 de noviembre de 2009) “Vicente Géigel Polanco y la Ley 600” en Puerto Rico entre siglos

Mario R. Cancel-Sepúlveda, notas (15 de noviembre de 2009) “José Trías Monge y el ELA” en  Puerto Rico entre siglos

Mario R. Cancel-Sepúlveda (7 de mayo de 2013) , “La crisis del PPD (1960-1980): la política nacional en Puerto Rico entre siglos

Mario R. Cancel-Sepúlveda (26 de enero de 2016) “Reflexiones: Puerto Rico desde 1990 al presente XI” en Puerto Rico entre siglos

Mario R. Cancel-Sepúlveda (10 de noviembre de 2016)  “Cuatrienio de grandes retos para Alejandro García Padilla y el PPD: una mirada retrospectiva” en Puerto Rico entre siglos

julio 19, 2020

Apuntes y reacciones sobre “¿Qué pasa en la historiografía puertorriqueña?” Retornos…

  • Rodney Lebrón Rivera
  • Historiador
Sobre el autor:  Posee una maestría en Historia de América Latina y el Caribe de la Universidad de Puerto Rico, Recinto de Río Piedras. Ha trabajado como investigador en el Centro de Acción Urbana, Comunitaria, y Empresarial de Río Piedras (CAUCE), como Oficial de enlace comunitario en la Oficina de Alianzas del Municipio de San Juan y como profesor del Departamento de Humanidades en la Universidad de Puerto Rico, Recinto de Humacao. Actualmente es estudiante graduado a nivel doctoral del Departamento de Spanish and Portuguese de Princeton University.
Publicado originalmente em 80 Grados-Historia el 3 de julio de 2020

Dedicado a Pedro L. San Miguel,
por el diálogo historiográfico, la risa y el humor…

¿Qué pasa en la historiografía puertorriqueña? Es una interrogante clave que ha estado presente desde el año 2011. Recuerdo exactamente el espacio y la coyuntura cuando me encontré por primera vez con el ensayo de Mario Cancel Sepúlveda. Me iniciaba como estudiante de bachillerato y descubría la plataforma de 80grados; simultáneamente, laboraba como estudiante asistente de bibliotecario en la Biblioteca Gerardo Sellés Solá de la Facultad de Educación, de la Universidad de Puerto Rico, Recinto de Río Piedras. En esos momentos, entre el frío de la biblioteca, la espera por los estudiantes en el mostrador, y la lectura asidua de la revista que invita a pensar sin prisa, la interrogante planteada por Cancel Sepúlveda me inquietaba, pero no sabía con exactitud por qué cautivaba mi atención. A partir de ese momento, ¿Qué pasa en la historiografía puertorriqueña? quedó codificado en mi formación como historiador y provocó diversas inquietudes, hasta el punto de que escribiera una tesis para obtener el grado de maestría cuyo tema principal es la historiografía puertorriqueña. Ricardo Piglia indica en sus Formas Breves: “La crítica es la forma moderna de la autobiografía. Uno escribe su vida cuando cree escribir sus lecturas. ¿No es la inversa del Quijote? El crítico es aquel que encuentra su vida en el interior de los textos que lee.[1]

Me parece que el retorno de Mario Cancel Sepúlveda a esa interrogante nos invita a reflexionar la labor historiográfica en Puerto Rico. Ensayos como el de Cancel Sepúlveda son inquietantes ya que inducen a pensar y reflexionar en tiempos en que prevalecen sentidos comunes historiográficos que han monopolizado la discusión en torno a la imaginación y la escritura histórica. Al autor de “¿Qué pasa en la historiografía puertorriqueña?” Retornos… mis más sinceros agradecimientos, tanto por su provocación analítica como también por su producción historiográfica en los últimos años. Sin embargo, me parece que algunas de las consideraciones a las interrogantes que plantea el autor en su ensayo son unas muy abstractas o generales, por lo que no atienden debidamente las particularidades del campo intelectual puertorriqueño y, por consiguiente, de su historiografía.

Reconozco, como acertadamente indica Cancel Sepúlveda, que: “El trabajo de los historiadores profesionales en el siglo 21 se da en el marco de un conjunto de complejos procesos materiales e inmateriales que comenzaron a gestarse desde la década de 1990. En un contexto global, condiciones tales como la revolución informática, la proliferación de fuentes de información, la difusión de las redes sociales, todos ellos recursos accesibles tanto al investigador como al curioso, han impactado la relación del historiador profesional con los archivos, la comunidad intelectual y con sus interlocutores, sean estos estudiantes, colegas o lectores”. Resalto específicamente estas líneas por el hecho de que la historiografía puertorriqueña reciente ha estado en un constante diálogo con la aludida revolución informática. Afortunadamente, el internet y diversos medios digitales han seducido y cautivado la imaginación del historiador puertorriqueño. Cabría mirar algunos de las investigaciones de Iván Chaar-López, que abordan la plataforma Facebook como lugar de memoria, o las potencialidades de Youtube para la investigación histórica, entre otros tópicos relacionados con la revolución informática, a la cual nos remite el ensayo de Cancel Sepúlveda.

Por otro lado, me parece problemático afirmar, como hace Cancel Sepúlveda: “debo insistir en que en Puerto Rico nunca ha habido una ‘comunidad de saber’ estable y los debates disciplinares y teóricos, por lo regular, poseen una naturaleza particular y aislada según se ha sugerido”. Me gustaría señalar que en el campo intelectual puertorriqueño sí han existido comunidades de saber estables, una de cuyas manifestaciones podría encontrarse en ese mítico Primer Seminario de Investigación del Centro de Estudios de la Realidad Puertorriqueña (CEREP), celebrado en el año de 1983. El mencionado seminario contribuyó a estructura e institucionalizar una concepción historiográfica que sería la base de una “comunidad de saber” –la Nueva Historia Puertorriqueña– que sí ha tenido una estabilidad y que Cancel Sepúlveda no reconoce en su escrito. En el seminario auspiciado por CEREP tomó forma una concepción político-instrumental de la historiografía puertorriqueña, que podría rastrearse en diversos ensayos de interpretación histórica, como también por medio de procesos de transdiscursividad, en el sentido de Michel Foucault, en diversas revistas, como Anales de Investigación Histórica y Op.Cit. del Centro de Investigaciones Históricas de la Universidad de Puerto Rico, Recinto de Río Piedras.

Los discursos historiográficos, desde la perspectiva político-instrumental impulsada en el seminario de CEREP, van atados al proyecto de un cambio en las estructuras políticas y sociales, desde la óptica de lo que Gervasio García nombró, en su ensayo Nuevos enfoques, viejos problemas: reflexión crítica sobre la nueva historia, como el “marxismo creador”.[2] Es desde este marco explicativo del pasado que el concepto “historiografía puertorriqueña” toma forma mediante lo “nuevo” en contraposición a lo “viejo”. Es decir, el análisis generacional “vieja historia/nueva historia” comienza su transcripción, cuya modalidad posee dos funciones programáticas: la primera radica en legitimar el autoproclamado grupo de la “nueva historia” como colectivo portador de una novedosa concepción historiográfica; la segunda estriba en reducir la complejidad de los análisis historiográficos por medio del prisma de lo dual, según el cual lo novedoso se contrapone a lo anticuado. Con la utilización del análisis generacional como herramienta de estudio en la historiografía puertorriqueña logramos obtener una óptica limitante donde se observa una “nueva historia” contraponiéndose a una “vieja historia”. Esto se debe a que los “nuevos” historiadores, desde un posicionamiento de “intelectuales orgánicos” de un nuevo proyecto político, buscaban, en el sentido de Edward Said, “hablarle claro al poder”.[3] Los “nuevos” historiadores se presentaron, por medio de un discurso, como: “la figura clara e individual de una universalidad de la que el proletariado sería la forma oscura y colectiva”.[4]

Por otro lado, en la actualidad, pareciera que la historiografía puertorriqueña es un campo consensual en el cual todos sus componentes –historiadores, científicos sociales, críticos literarios y otros colaboradores del campo intelectual– comparten una adhesión inquebrantable a determinadas concepciones e interpretaciones. Algunos dirán o especularán que lo indicado en este texto tiene validez, pero otros podrían preguntarse: ¿En qué se basa el autor para cuestionar el estado de la historiografía puertorriqueña? ¿Será éste otro texto de corte “posmoderno”, que no tiene nada que aportar al entendimiento histórico de la nación puertorriqueña? ¿Por qué preguntar de forma “perversa” sobre cuál es el status actual de la historiografía puertorriqueña? Ante tales interrogantes, me pregunto: ¿Hoy en día, todos los historiadores puertorriqueños, constituyen una “gran familia”, concepto que se articuló en las décadas de 1940 y 1960 como baluarte de capital social y cultural?

Resulta interesante, en su provocador ensayo, la mención que realiza Cancel Sepúlveda a la Asociación Puertorriqueña de Historiadores (APH). Tal mención invita a pensar en esa afirmación que realiza el autor respecto a que “nunca ha habido una ‘comunidad de saber’ estable”, por el hecho de que, por medio de una observación crítica de los carteles de las asambleas celebradas por esa Asociación, podemos rastrear la presencia de una comunidad, al parecer inalterable, cuyo sentido unitario y formativo radica en la concepción política-instrumental que venimos señalando.

A propósito de lo indicado por Cancel Sepúlveda de que “nunca ha habido una ‘comunidad de saber’ estable”, comencemos a examinar la APH. Según su blog en el internet, la APH tiene como objetivo 12 puntos cardinales, sustentados en su meta de “fomentar la cooperación entre los profesionales de la Historia en Puerto Rico”.[5] Entre los puntos principales antes mencionados, se encuentra “fomentar la comunicación, la cooperación y la solidaridad entre los historiadores”, “organizar y promover la difusión y debate sobre el saber histórico”, y “promover la eliminación del discrimen contra personas por razón de sexo, raza, condición social, fe religiosa, ideología política u orientación sexual en el quehacer histórico”.[6] Me pregunto: ¿Los tres puntos antes señalados, los estará cumpliendo la mencionada asociación? ¿Será que los únicos eventos que se organizan y cuya difusión se promueven giran en torno a un tipo de saber historiográfico determinado? Se busca promover la eliminación del discrimen contra personas por razón de sexo, raza, condición social, fe religiosa, ideología política u orientación sexual, pero, ¿no conlleva una exclusión historiográfica palpable en el modo de operar la mencionada organización en el campo intelectual puertorriqueño? Puedo mencionar, por ejemplo, que desde el año 1995 esta asociación de historiadores no ha auspiciado un espacio para la historia intelectual ni para los debates sobre las propuestas y las problemáticas del giro lingüístico. Tampoco le ha dado continuación al crucial diálogo entre la literatura y la disciplina de la historia.

Para insistir en el diálogo historiográfico con el campo de la literatura, creo que deberíamos revisitar el libro publicado en el año de 1995 por la APH titulado historia y literatura, en el cual aparecen escritos de Ana Lydia Vega, Fernando Picó, Juan G. Gelpí y Mario R. Cancel Sepúlveda. Según Antonio Gaztambide Géigel, presidente en aquel entonces de la APH: “El tema de la relación de la historia y la literatura nos coloca en las fronteras de la profesión; zona de convergencia en la cual se están produciendo trabajos muy novedosos y fecundos. El foro y esta publicación acogen una reflexión sobre el diálogo y la intersección creativa de nuestras disciplinas. Este diálogo y sus críticos han venido desdibujando las fronteras tradicionales de los saberes”.[7]

Además, la misma APH publicó Historias vivas: Historiografía puertorriqueña contemporánea, editado por Silvia Álvarez Curbelo y Antonio Gaztambide Géigel. Partiendo del postulado de desdibujar las fronteras tradicionales del campo de la historia, Fernando Picó escribió en la introducción de esta obra colectiva que los ensayos reunidos en ese volumen: “son índice de la creciente democratización y profesionalización de la práctica historiográfica en Puerto Rico”.[8]  En los dos libros citados, se palpa que las premisas posmodernistas y literarias podían coexistir con perspectivas historiográficas “tradicionalistas” y “neotradicionalistas”, sin que tales puntos de vista se concibieran como peyorativos. Gracias a la democratización de la práctica historiográfica impulsada por la APH y otros historiadores en esos momentos, se comenzó a reflexionar acerca de cómo la historiografía puertorriqueña expandía sus fronteras imaginativas.[9]

Pero eso fue entonces: ahora es ahora. Cabe preguntarnos: ¿hasta dónde ha llegado esta frontera imaginativa, en el ámbito historiográfico, en Puerto Rico? ¿Cuáles son las diferencias entre las concepciones de la APH en la década de 1990 y las prevalecientes actualmente? ¿Cómo tales divergencias inciden sobre las concepciones acerca de la historiografía, de la “comunidad de saberes” y las funciones intelectuales y sociales de los historiadores?  Me parece que ha habido un retraso respecto a la frontera imaginativa que propulsó la APH en aquel entonces por el hecho de que la actual APH ha relegado la historia intelectual, así como los debates sobre el giro lingüístico, y del diálogo entre la literatura y la disciplina de la historia. En síntesis, se han obviado totalmente las discusiones recientes en torno a la epistemología de la historia. Lo que, a mi juicio, ha auspiciado la APH son proyectos historiográficos de carácter político-instrumental. Cabría observar las asambleas realizadas a partir del año 2015, en las cuales prevalecen las temáticas que estudian la “colonia” desde marcos analíticos en los que prevalece la noción de la “crisis”, ya sea económica, política o social. Ante tal panorama, ¿dónde quedó esa “creciente democratización y profesionalización de la práctica historiográfica en Puerto Rico” que muy bien puntualizó Fernando Picó?

Lo señalado respecto a la APH tiene como propósito demostrar que, mal que bien, ha existido y prevalecido una comunidad de saber estable en la historiografía puertorriqueña. Una comunidad que ha gozado de una estabilidad desde el año 1983 y que ha mantenido una hegemonía conceptual donde el concepto de la nación ha acaparado el protagonismo en la discursiva de la historiografía puertorriqueña. Esa misma comunidad de saber, en vez de debatir el giro lingüístico y las premisas de la posmodernidad desde los márgenes de lo conceptual, lo teórico, y lo metodológico, ha realizado más bien una apología de la concepción político instrumental de la historiografía puertorriqueña. Por lo tanto, me parece irónico que Cancel Sepúlveda alegue que “nunca ha habido una ‘comunidad de saber’ estable”, cuando en el mismo ensayo el autor versa sobre la comunidad a la que estoy aludiendo:

[…] en ocasiones, el debate reveló una superficialidad notable resultado del hecho de que el intercambio intelectual era propenso a circunscribirse a la argumentación ideológica y política tradicional. Para algunos de los interlocutores todo parecía reducirse a impugnar la situación de Puerto Rico en el marco del relato del progreso y su narración en el cual, por su condición colonial, el país no encajaba. El diálogo patinaba asido de la cuestión del estatus y su solución futura, razón por la cual era proclive a pasar por alto los efectos concretos que las nuevas condiciones materiales e inmateriales tenían para el trabajo de los historiadores. El asunto del posicionamiento del investigador ante los problemas, los imaginarios, el instrumentario y las metodologías cambiantes, no llamaba tanto la atención como los asuntos políticos.[10]

Cabría preguntarse: ¿La crisis raptó la imaginación intelectual de los académicos puertorriqueños? ¿La colonia es una especie de agujero negro que impide novedosas formas de crear discursividades históricas alternas? ¿Cuándo comenzaremos a pensar la historiografía puertorriqueña desde una postura crítica y no devota? Afortunadamente, en la actual coyuntura de crisis imaginativa, la Ediciones Laberinto publicó dos obras que muestran que es posible pensar a Puerto Rico desde la historia intelectual y que patentizan que el discurso acerca de “la crisis de la colonia” no tiene por qué monopolizar una nueva discursividad histórica. El primer texto se titula Intempestivas sobre Clío (Puerto Rico, el Caribe y América Latina) de Pedro L. San Miguel y, el segundo, La historia de los derrotados: Americanización y romanticismo en Puerto Rico, 1898-1917 de Rubén Nazario Velasco.[11]

El libro de Nazario es una historia intelectual que examina críticamente el discurso de lo que el autor llama “la conjura colonial” (todo es culpa de la colonia), predominante dicha discursividad entre los sectores hegemónicos del campo intelectual y cultural puertorriqueño, que se conciben como herederos simbólicos de la elite letrada de principios del siglo XX. El autor interroga, por medio de una lectura rigurosa de textos legales, literarios e históricos, el discurso de la elite letrada y el devenir político de Puerto Rico a comienzos del siglo pasado.[12]

Por otro lado, el texto de San Miguel es una compilación de ensayos que se conglomeran bajo el principio rector de hurgar los relatos como una forma de acceder a la dimensión metahistórica del conocimiento histórico. En el texto de San Miguel, encontramos ensayos que atienden la historiografía puertorriqueña, los campos intelectuales caribeño, mexicano y estadounidense, y, por último, los letrados y la esfera pública del Puerto Rico contemporáneo. Ambos trabajos son una muestra de una historia intelectual que no se adhiere al entendido político instrumental de la historiografía y que buscan superar los sentidos comunes historiográficos desde una postura crítica y no devota.

Gracias, Mario Cancel Sepúlveda, por invitar a reflexionar y pensar la practica historiográfica en un Puerto Rico carente de dialogo, debates y polémicas, por lo que deseo cerrar este escrito con unas palabras de Carlos Pabón Ortega que nos invita a reflexionar sobre lo discutido: “la polémica no es bienvenida y se evita a toda costa porque polemizar se considera dañino, se asocia con el ataque personal, con tonos agresivos, con disquisiciones improductivas o con lo que no es constructivo; se asocia, en fin, con el disenso y el desacuerdo, y no ayudan a ‘resolver los problemas del país’. Lo que importa en nuestro campo intelectual es el consenso, no la polémica que divide”.[13]

______________

[1] Ricardo Piglia, Formas breves. Barcelona, Editorial Anagrama, 2000, p. 141.

[2] Gervasio L. García, “Nuevos enfoques, viejos problemas: reflexión crítica sobre la nueva historia” en Historia crítica, historia sin coartadas. Algunos problemas de la historia en Puerto Rico. Río Piedras, Ediciones Huracán, 1985.

[3] “La formación de los intelectuales” en Antonio Gramsci, Antología. Selección, traducción y notas de Manuel Sacristán.  México, Siglo XXI, 1988. Edward Said, Representaciones del intelectual. Barcelona, Paidós, 1996. Se puede apreciar lo expuesto sobre la visión político-instrumental del concepto historiografía puertorriqueña por Gervasio L. García con su reseña sobre el libro: Puerto Rico: una interpretación histórica-social de Manuel Maldonado Denis. En esta reseña García expone: “Sin embargo, Puerto Rico: una interpretación histórico-social no añade ningún arma nueva al arsenal ideológico e intelectual de la lucha independentista y de la historiografía puertorriqueña”. En Gervasio L. García, “Apuntes sobre una interpretación de la realidad puertorriqueña”, en Historia crítica, historia sin coartadas: Algunos problemas de la historia en Puerto Rico. Río Piedras, Ediciones Huracán, 1985, p. 107. Manuel Maldonado Denis, Puerto Rico: una interpretación histórico-social. México, Siglo XXI Editores, 1969.

[4] Michel Foucault, “Verdad y poder” en Estrategias del poder. Barcelona, Paidós, 1999, p. 49.

[5] Sobre lo indicado, puede visitarse la página de internet: https://historiadoresaph.wordpress.com/acerca-de/.

[6] Ibíd.

[7] Antonio, Gaztambide, “A manera de presentación” en Ana Lydia Vega, Fernando Picó, Juan G. Gelpí y Mario R. Cancel. historia y literatura. San Juan, Editorial Postdata, 1995.

[8] Fernando Picó, “Ser historiador en Puerto Rico hoy” en Antonio Gaztambide y Silvia Álvarez, historias vivas: Historiografía puertorriqueña contemporánea. San Juan, Editorial Postdata, 1996, p. 12.

[9]Sobre lo indicado, véase la disertación para el grado de Maestría disponible en el Centro de Investigaciones Históricas de la Universidad de Puerto Rico, Recinto de Río Piedras: Creación, Control y Disputas: Los debates sobre la significación del concepto historiografía puertorriqueña, 1983-2010 de Rodney Lebrón Rivera, pp. 111-112.

[10] https://www.80grados.net/que-pasa-en-la-historiografia-puertorriquena-retornos/

[11] Pedro L. San Miguel, Intempestivas sobre Clío (Puerto Rico, el Caribe y América Latina). San Juan, Ediciones Laberinto, 2019; y Rubén Nazario Velasco, La historia de los derrotados: Americanización y romanticismo, 1898-1917. San Juan, Ediciones Laberinto, 2019.

[12] Sobre el trabajo de Rubén Nazario Velasco véase: La historia de los derrotados o el conjuro colonial de Carlos Pabón Ortega en https://www.80grados.net/la-historia-de-los-derrotados-o-el-conjuro-colonial/

[13] Carlos Pabón Ortega, Polémicas: política, intelectuales, violencia. San Juan Ediciones Callejón, 2014, p. 12.

 

 

julio 7, 2020

“¿Qué pasa en la historiografía puertorriqueña? Retornos…

  • Mario R. Cancel Sepúlveda
  • Historiador

El 19 de agosto de 2011 publiqué en la sección de historia de 80 Grados la columna  “¿Qué pasa en la historiografía puertorriqueña?”. Aquella fue mi primera colaboración con este proyecto intelectual al cual tanto debo. Recuerdo que el texto fue ilustrado con la imagen de la cabeza de un poderoso y masivo Karl Marx y, como contraparte, la portada del volumen Posmodernismo para principiantes (2004) de Richard Appignanesi y Chris Garratt sobre una mesa. Aquel Marx me recordaba el busto de plástico de alta resistencia creado por Lev Kerbel ubicada en Chemnitz desde 1971. El ilustrador(a), parecía ver en aquellas imágenes los extremos de un debate. Lo cierto era que aquellos objetos sugerían con precisión la tónica de una disputa que había tenido lugar en Puerto Rico a mediados de la década de 1990 la cual, a la altura del 2011, había quedado en el olvido.

Preludio

La referida discusión en torno al postmodernismo involucró, de un lado, a historiadores socioeconómicos así como a marxistas ortodoxos y revisionistas, nacionalistas e,  incluso, tradicionales; y del otro a historiadores del giro cultural y lingüístico que se identificaban como novísimos historiadores. No todas las voces participantes provenían de la historiografía: antropólogos, sociólogos y economistas hicieron acto de presencia. Uno de los  registros más enriquecedores de aquel intercambio fue la experiencia intelectual y editorial de la Asociación Puertorriqueña de Historiadores (APH). El amplio temario de las conferencias de sus asambleas anuales, que entonces se celebraban a lo largo de todo el país como parte de su compromiso de descentralización del saber, y su producción editorial, sirvieron para difundir un conjunto de problemas pertinentes al debate posmodernista que, de otro modo, nunca hubieran salido a flote. El Centro de Investigaciones Históricas y la revista Op. Cit., adscritas a la Universidad de Puerto Rico en Río Piedras, y un pequeño conjunto de publicaciones tales como Posdata, Bordes y Nómada, entre otras, completaron el cuadro de aquel instante polémico e inspirador. En la literatura creativa también se debatía pero ese es un asunto que discutí en un volumen de 2008.

Tomada de Left Voice

Es lamentable que, dada la carencia de una historiografía del tiempo presente, inmediata o actual,  aquella experiencia  no haya sido objeto de un estudio sistemático al día de hoy. Tampoco lo ha sido desde la crítica literaria a pesar de que para un historiador joven, como era mi caso, una de las lecciones que se podía obtener del proceso de transición del siglo 20 al 21 era que el ensayo interpretativo denso y profundo había vuelto por sus fueros. La ensayística había sido una expresión protagónica durante las décadas del 1930 al 1960 y, al filo del cambio de siglo, había regresado para convertirse  en uno de los pilares de la imaginación y la creatividad entre los intelectuales del país.

Es cierto que, en ocasiones, el debate reveló una superficialidad notable resultado del hecho de que el intercambio intelectual era propenso a circunscribirse a la argumentación ideológica y política tradicional. Para algunos de los interlocutores todo parecía reducirse a impugnar la situación de Puerto Rico en el marco del relato del progreso y su narración en el cual, por su condición colonial, el país no encajaba. El diálogo patinaba asido de la cuestión del estatus y su solución futura, razón por la cual era proclive a pasar por alto los efectos concretos que las nuevas condiciones materiales e inmateriales tenían para el trabajo de los historiadores. El asunto del posicionamiento del investigador ante los problemas, los imaginarios, el instrumentario y las metodologías cambiantes, no llamaba tanto la atención como los asuntos políticos.

A muchos les seducía la devaluación del marxismo y el nacionalismo como instrumentos hermenéuticos ante los retos de una aproximación cultural y discursiva. Una crítica que había sido formulada contra el marxismo ortodoxo y el nacionalismo de derecha que representaban el totalitarismo de izquierda y derecha históricos, se hacía extensiva con torpeza y mala fe a cualquier expresión de aquellos sistemas de pensamiento y acción. La politización simplista del debate traducía actitudes que recordaban, desde mi punto de vista, los de un conflicto teológico, confesional, partisano o faccioso y producían un mal sabor que truncó muchas de las posibilidades que la situación ofrecía. “Posmoderno” se convirtió en un insulto o una broma de pasillo de mal gusto para los “marxistas” y “nacionalistas”… y viceversa. Entre la reflexión y la irreflexión siempre ha habido puentes que no cobran peaje.

Los intercambios, por último, no superaron los circuitos limitados de los participantes. El sistema universitario, dominado por una educación bancaria, por la racionalidad instrumental y los apetitos del mercado según avanzaba el orden neoliberal, nunca fue un espacio apropiado para ese fin a pesar de que una parte significativa de los contendientes provenía de la universidad. Así lo señalé en un volumen de historia de Puerto Rico que se hizo público en 2008. La conmemoración del 1898 en el 1998, el centenario reflexivo de la invasión de 1898, como antes la recordación del 1873 en 1973, tuvo un efecto inquietante que habría  que explorar con más serenidad. Aquellos dos signos de la modernidad puertorriqueña habían ocurrido en el marco del coloniaje más atroz. El tema del 1898 era oportuno para echar una ojeada al dístico moderno/posmoderno. Por eso muchos de los componentes de la porfía en torno al posmodernismo se materializaron en la producción intelectual alrededor del 1898. Después de ello las aguas volvieron a su nivel en medio de un proceso en el cual el derrumbe de lo que había sido la promesa de progreso de la segunda posguerra mundial en 1947 se hizo patente entre 2001 y 2005.

En aquellos diálogos del 1990 al 2005, muchos de los cuáles se redujeron al monólogo o el soliloquio,  participaron un puñado de académicos que al cabo del tiempo nunca elaboraron un balance en torno a las nuevas condiciones en que el pensamiento histórico y social se desarrollarían a partir de entonces. Tampoco ejecutaron ese ejercicio los historiadores sociales y económicos: la reflexión sobre la reflexión  no ha sido una práctica común en el territorio de la historiografía y las ciencias sociales.

El giro cultural y su convocatoria a la redefinición de la disciplina a la luz de la cultura, la literatura, el lenguaje y la narración, cambió poco las condiciones del saber en esos campos. La afirmación de que la historia cultural no poseía los atributos o instrumentos para explicar, como la historia social y económica, un problema de orden material, es aceptable. Pero ello nunca ha significado que no sea posible ni pertinente producir una interpretación cultural de lo social y lo económico o de la apropiación inmaterial de lo material. El 2020 parece un buen momento para retornar a ese tipo de deliberaciones: los momentos de crisis, aquellos que propician el derrumbe de órdenes que habían sido tenidos durante largo tiempo como estables,  siempre son fértiles para meditaciones de esta naturaleza. Tal vez no se trate de la caída del Imperio Romano o de la disolución del orden señorial, pero algo de ello posee metamorfoseado este presente. Claro está, los historiadores saben desde tiempos inmemoriales que las “caídas” nunca son totales y que las  “disoluciones” no borran toda huella del pasado.La evolución de la historiografía no es una excepción.

Una de las razones para el silenciamiento de estos procesos y la mitigación de sus efectos ha sido el quietismo que ha caracteriza a la tradición universitaria en este país desde la segunda posguerra mundial. Esta ha sido una institución demasiado inclinada, desde mi punto de vista, a la conservación y renuente a la revisión por consideraciones que no estoy en condiciones de explicar ahora. Si ello se combina con el hecho de que paralelamente las ciencias sociales y humanas han sufrido un visible retroceso en el ámbito de los saberes en Puerto Rico neoliberal y postindustrial, tendremos un cuadro más completo del problema.

Y ahora ¿qué?

El trabajo de los historiadores profesionales en el siglo 21 se da en el marco de un conjunto de complejos procesos materiales e inmateriales que comenzaron a gestarse desde la década de 1990. En un contexto global, condiciones tales como la revolución informática, la proliferación de fuentes de información, la difusión de las redes sociales, todos ellos recursos accesibles  tanto al investigador como al curioso, han impactado la relación del historiador profesional con los archivos, la comunidad intelectual y con sus interlocutores, sean estos estudiantes, colegas o lectores. El hecho de que la sociabilidad y el contacto virtual parezcan querer imponerse a las forman convencionales de socializar y relacionarse con el resto de la humanidad, es indicativo de ello.

En lo que incumbe a este campo de trabajo, una de las secuelas más visibles de todo ello ha sido que la universidad ha dejado de ser la única institución en condición de emitir juicios, confiables o no, con respecto a la representación del pasado. Aunque la competencia entre una variedad de emisores de saber no es un asunto nuevo, las tensiones entre ambos extremos se han multiplicado hasta el presente minando la confiabilidad que poseía el intelectual académico. El debate posmoderno de la década de 1990 fue uno de los componentes de ese problema en la medida en que articuló un inteligente cuestionamiento en torno a la solidez y la confiabilidad de la Historia Relato según la había formulado la tradición occidental moderna amparada en la racionalidad instrumental, sugiriendo de modo convincente su condición de mera ficción al servicio del poder de una ideología, una veces vinculada al capital y otras a todo lo contrario.

El nuevo orden capitalista neoliberal y la globalización, han provocado un cambio profundo que ha tenido efectos precisos en la práctica de la reflexión histórica mundial.

  • En lo que incumbe a la concepción de eso que llamamos historia, ha conducido a la revisión de la tácticas (métodos) y estrategias (teorías) para representar el pasado. Una parte significativa de los instrumentos interpretativos de la época de la Guerra Fría perdieron toda utilidad en la pos Guerra Fría.
  • En lo que concierne a la figura de historiador, ha estimulado la reflexión sobre su condición como productor de conocimiento y ha justificado la revisión de las metodologías y las fuentes de información legítimas a la hora de formular sus conclusiones.
  • Y en lo que atañe a la historiografía como un campo profesional y académico ha viabilizado, y a veces forzado, la revisión de los procedimientos para su reproducción, es decir, la educación y difusión del saber, sin excluir los artefactos de su difusión editorial en donde texto e hipertexto compiten espacios. Todo ello ha reconfigurado lo que antes se consideraba una “comunidad de saber” más o menos estable.

Ninguno de los tres casos pueden ser considerados problemas “menores”. Las transformaciones generaron una “conmoción” en la medida en que alteraron unas condiciones de vida del historiador que, en el marco europeo, habían alcanzado estabilidad institucional desde fines del siglo 19, y en el puertorriqueño desde 1950. El tema de la educación a distancia en medio de la pandemia de Covid19 de 2020, un indicador global, es sólo la expresión más reciente de un dilema más hondo que viene exteriorizándose desde la década de 1990. Si a ello se añade la degradación de la situación laboral de los profesionales de la historia, asunto que también afecta a las demás disciplinas del saber, y las dificultades que los costos de estudio imponen a los interesados en ese campo, se tendrá una idea de la situación crítica que vive la disciplina hoy en día.

En cuanto a los primeros dos casos, la concepción de la historia y la figura del historiador, debe reconocerse que en el escenario puertorriqueño ha habido en ciertos núcleos una revisión intensa. La representación del pasado ha cambiado y, vinculado a  ello, algunos historiadores ha sido capaces de revisar sus herramientas de trabajo de manera creativa. Ello no debe sorprender a nadie: la práctica de la historiografía no escapa a la historicidad y en 2020 no serviría de mucho imaginar el pasado con los instrumentos que se invirtieron a ese fin en las  décadas de 1850, 1880, 1930, 1950 o 1970.

La práctica historiográfica puertorriqueña ha seguido girando en torno a unos núcleos temáticos concretos, apelando a tradiciones interpretativas de uno y otro origen sin que en realidad se haya dado una revolución intelectual como la que muchos imaginaban en la década del 1990. La polémica de entonces no tuvo un efecto profundo sobre el imaginario histórico y social puertorriqueño. El hecho de que las revoluciones intelectuales, como las revoluciones políticas,  nunca hayan sido totales ni hayan conseguido efectos homogéneos sobre sus testigos, explica la heterogeneidad del hacer historiográfico durante los primeros dos decenios del siglo 21. Lo que sí ha cambiado ha sido el observador que siempre es otro. El hecho es importante porque las crisis, si bien se parecen, no poseen siempre el mismo sabor.

Debe reconocerse que una reflexión historiográfica confiable se puede elaborar desde una variedad de perspectivas, siempre y cuando las artes y las destrezas básicas de la profesión sean bien invertidas. Siempre habrá problemas concretos que será pertinente interpretar recurriendo a las herramientas de la historia social económica, el marxismo o, incluso, la historiografía tradicional, miradas que algunos presumen han sido “dejadas atrás”. La hibrides de la producción historiográfica de los últimos 20 años así lo demuestra porque, después de todo, una historiografía respetable depende más del trabajo cuidadoso del historiador que de los contextos teóricos de vanguardia o de moda a los cuáles apele: también estos pueden generar un producto defectuoso. En última instancia, la garantía de la innovación no se encuentra en los parámetros ideológicos que se inviertan en una interpretación sino en el intérprete, en el pensador que propone, como un artista, una meditación. Pensar históricamente sigue siendo un campo abierto y un reto en especial en tiempos tan atroces como los que se viven. 

En cuanto al tercero de los casos relacionado con la reproducción del saber, debo insistir en que en Puerto Rico nunca ha habido una “comunidad de saber” estable y los debates disciplinares y teóricos, por lo regular, poseen una naturaleza particular y aislada según se ha sugerido. En ese sentido, es realmente poco lo que se pierde en este aspecto. Si a ello se suma el hecho de que esas condiciones deben ser vividas, comprendidas y apropiadas desde la multiplicidad de las crisis -económica, política, cultural, administrativa, financiera, jurídica, moral, ambiental y salubrista acompañada de un largo etcétera- el riesgo que se corre aquel que se ubique como historiador en el presente es de un rango superior. El camino de los historiógrafos del 1990 al 2020 ha estado lleno de entuertos. Habrá que mirarlos con calma a ver cómo se desenredan.

Publicada originalmente en 80 Grados-Historia  el 12 de junio de 2020.

marzo 17, 2020

Apuntes al margen de La pasión de vivir… de Sylvia T . Domenech

Comentario a Sylvia T. Domenech (2018) La pasión de vivir: Alfredo Ramírez de Arellano y Bártoli. San Juan: ERA International Corporation.

Preámbulo

En primer lugar quisiera hacer unos comentarios generales sobre la naturaleza de esta obra de Sylvia T.  Domenech. Quien se aventure a leer La pasión de vivir: Alfredo Ramírez de Arellano y Bártoli (1915-2011) debe partir de la premisa de que tiene en sus manos un texto bien escrito, elegante y cuidadoso. A lo largo del mismo, el balance entre la investigadora acuciosa y la escritora creativa alcanzan un magnífico balance. Esto significa que el trabajo técnico con los recursos de archivo, que son por lo regular una guía incompleta del objeto de estudio, y la imaginación de la autora, han conseguido una integración admirable. Los que hacemos historiografía profesional y académica, como es mi caso, reconocemos los límites que imponen los registros archivísticos para responder todas las interrogantes que nos provocan los temas que tratamos. La imaginación del investigador tiene que hacer unas apuestas a la hora de la elaboración del texto a fin de que el producto resulte comprensible para quien se acerque al mismo una vez hecho público. La autora posee sin duda esa capacidad.

En segundo lugar quisiera llamar la atención sobre la relación entre las discursividades de la historiografía y la biografía.  Ambas no solo nacieron a la par y se dedican al mismo trabajo: la formalización de la memoria de una parte del pasado. Pero si la historiografía enfrenta el problema subsumiendo al individuo excepcional u ordinario en el colectivo y sus contextos; la biografía lo resuelve haciendo todo lo contrario, es decir, concentrando el esfuerzo interpretativo de lo colectivo y lo contextual en la elucidación de la mirada del individuo excepcional u ordinario. Se trata de dos modos de representar el pasado que, siendo contrapuestas, no son excluyentes y más bien se enriquecen mutuamente. La biografía ha sido interpretada como un género que se mueve entre los intersticios de la literatura, la retórica y la historiografía. La única garantía de éxito para ambos procedimientos es el talento de investigador.

La lectura del libro en torno a Alfredo Ramírez de Arellano y Bártoli me remite al sabor ancestral de la biografía clásica latina. Aquel era un género que se movía entre la historiografía y la literatura con el fin de rescatar a las figuras públicas que ostentaban virtu, concepto que en la antigüedad sugería la posesión de “carácter” y, en el medievo, la idea de la “madurez” y la “excelencia” que acreditaban su “distinción” y su protagonismo social. En términos técnicos la obra de Domenech posee los rasgos de lo que conocemos como la “Biografía Alejandrina”, un medio proclive a esbozar la vida pública de la figura adornándola con un selecto anecdotario de su vida pública y privada todo ello de la mano de un lenguaje accesible e incluso coloquial pero elegante. No empece también comparte elementos de la “Biografía Peripatética” que buscaba definir al “Individuo Excepcional” o a la figura procera proyectándolo como “Motor de la Historia” de su tiempo con el objetivo de transformar su vida en un modelo pedagógico y moralizante, en una figura a imitar. Domenech deja con su libro el modelo de una “Biografía Laudatoria” con una finalidad moral bien urdida, estilo que en el siglo 19 y en el contexto del Romanticismo y el Krausopositivismo, cultivaron entre otros Thomas de Carlyle, Alejandro Tapia y Rivera y Eugenio María de Hostos Bonilla, este último en la forma del perfil sociológico como parte de su “Moral Social Objetiva” en 1888.

En tercer lugar, debo reconocer el papel protagónico que la biografía laudatoria y la biografía crítica, ha adquirido en el contexto de la reflexión sobre el pasado desde 1990 al presente. En cierto modo, la producción de ese género de obras está supliendo una necesidad intelectual que he reiterado a mis estudiantes de historia de todos los niveles: me refiero al estudio sistemático de las “fuerzas vivas”, las clases altas y de la burguesía criolla o puertorriqueña a lo largo de la historia de Puerto Rico, aspecto tan necesario para desarrollar una visión holística del yo colectivo.

La naturaleza de un libro

No cabe duda de que la autora tiene una gran pericia a la hora de adecuar la etapas vitales de esta figura con los capítulos de su libro. El volumen puede ser separado en dos partes. La primera incluye los capítulos uno al cuatro que ofrecen un panorama puntual de la fisonomía del personaje: su genealogía y ascendencia hispana, su desarrollo sociocultural temprano en San Germán y Mayagüez, dos signos contrapuestos de la modernidad puertorriqueña, y su formación profesional y militar en Puerto Rico y Estados Unidos.  El niño nacido en San Germán en 1915 creció en los tiempos aciagos de la Gran Depresión y la Segunda Guerra Mundial, periodo en que acaecen dos momentos determinantes de su vida: se recibió de ingeniero químico del  CAAM en 1937 y se casó en 1939. En el capítulo cuatro, “La hora del amor y de la guerra”, se explora el periodo de 1942 al 1945 cuando la conflagración mundial lo sacó del nicho familiar y lo llevó de Panamá a Washington. La elaborada imagen del conflicto entre el desarraigo personal y el reclamo de cumplir con un deber colectivo ineludible es evidente en esa parte de la narración.

No debe pasarse por alto que en medio de aquellos años inició un proceso de cambio profundo e irreversible no solo en la relación política y económica de Puerto Rico con Estados Unidos, sino en la relaciones internacionales todas. Las marcas más visibles de ese fenómeno fueron, en el caso de Puerto Rico, las gobernaciones del Gen. Blanton Winship (1934-1939) y el Alm. William Leahy (1939-1940), y el ascenso meteórico de la figura de Luis Muñoz Marín y su populismo exigente al poder, con el visto bueno de las autoridades estadounidenses controladas por Franklyn D. Roosevelt y sus “Think Tanks” de tradición keynesiana. Todos los debates internos -tanto políticos, económicos o filosóficos- que atenazaron a Ramírez de Arellano y Bártoli desde su regreso a Puerto Rico en 1945,  poseían raíces profundas en los complejos procesos que habían afectado al país entre 1934 y 1945.

La segunda parte compuesta por los capítulos cinco al nueve, muestra el desenvolvimiento del empresario de la caña de azúcar en el marco del derrumbe del enclave agrario que fue Puerto Rico hasta 1947; su papel en el desarrollo y difusión de los medios de comunicación masiva emergentes durante la segunda posguerra tanto en el territorio de la radio como en el de la televisión aspecto en el cual WORA radio y televisión son su mayor emblema; así como su desempeño en la industria de la publicidad de la que dependía la subsistencia de aquellas. Su instinto empresarial terminó por interesarlo en la banca de afirmación puertorriqueña y regionalista e, incluso, en la ganadería y la agricultura alternativa tras la disolución del universo azucarero que había sido el país antes de la guerra. Cada escenario estipulado ofrece al investigador académico una lección histórica transcendental que la autora sugiere pero no elabora porque ese no es su propósito. El discurso de Domenech se complace en construir la imagen moral del exitoso empresario.

El libro documenta, por una parte, los choques entre los intereses del Estado y los del Capital  en el contexto del Nuevo Trato y la Segunda Posguerra: Ramírez de Arellano resintió como tantos otros miembros de la “fuerzas vivas” el tránsito del orden liberal tradicional de entreguerras al orden keynesiano y fordista de la segunda posguerra y la Guerra Fría. La transición de una economía agraria dependiente y tradicional a otra industrial dependiente habían cambiado las reglas de juego de modo dramático hecho que representaba un reto extraordinario para gente como él. Aunque el asunto ha sido ampliamente revisado desde la historiografía social y económica, la experiencia concreta de sus protagonistas sigue siendo un misterio. El acercamiento de Domenech ofrece pistas en torno a los efectos del cambio en el seno de una figura concreta de las “fuerzas vivas” puertorriqueñas con la ventaja de que, gracias al rico registro de documentos que se insertan entre un capítulo y otro, los argumentos se expresan en sus propias palabras.

Mario R. Cancel y Sylvia T. Domenech (2019)

Por otro lado, el libro también patentiza la capacidad de Ramírez de Arellano y Bártoli para transitar con éxito del orbe agrario al industrial tomando la ruta de vanguardia de las comunicaciones, la publicidad y la banca. Para el historiador profesional eso significa que su lectura de hacia dónde conducían los aires de la época había sido acertada. En ese sentido, el orden keynesiano y fordista de la segunda posguerra y la Guerra Fría, no lo tomó desprevenido como a otros. Hay, por último, dos valores que me parecen significativos y que quisiera señalar brevemente. Uno es su regionalismo económico, una actitud de las “fuerzas vivas” del país cuyos antecedentes se pueden documentar hasta principios del siglo 19 y que voy a bautizar con el  neologismo de “mayagüezanismo”. Mirar al mundo, al mercado, a la humanidad desde el locus amenus de la región sin que ello significase una desconexión con el resto del orbe es una destreza que todos deberíamos aprender y practicar. El otro valor  tiene que ver con el hecho de que, a pesar del acelerado proceso de industrialización de Puerto Rico desde 1947 en adelante al palio de “Operación Manos a la Obra” y de su condición de empresario de vanguardia que compartía los valores del capitalismo de la segunda posguerra, Ramírez de Arellano y Bártoli nunca olvidó sus vínculos con la tierra ni dejó atrás el agrarismo que había heredado de la generación de su padre.  Su compromiso con la Central Igualdad y con los proyectos innovadores de alguno de sus nietos así lo certifica.

El conjunto de los nueve capítulos se fundamenta en una esmerada mirada microscópica propia de la biografía, que privilegia el lenguaje testimonial mediante el recurso de “dejar hablar al personaje”. Las largas citas de los documentos y la referida práctica de insertar una muestra significativa del “archivo personal” entre uno y oro capítulo, invitan al lector a dialogar con la figura histórica que la autora delinea. La ausencia de un bagaje bibliográfico o referencial aparte de las fuentes que emanan de los actos del protagonista, otro rasgo distintivo de la “Biografía Laudatoria”, ha forzado a la autora a llenar los vacíos factuales con narraciones imaginarias bien articuladas y, a la vez, cargadas de emoción que robustecen la imagen procera del sujeto bajo estudio. Ese elemento imaginativo y el rico anecdotario sustraído de la obra literaria de Ramírez de Arellano y Bártoli, nos dejan ante un texto equilibrado que lo busca afirmar la humanidad de esta figura compleja como todas. Para un biógrafo crítico como yo, que he aceptado que el sujeto biografiado “en sí” es inatrapable y que la biografía laudatoria o crítica es siempre una apuesta o una aproximación,  las destrezas de Domenech no dejan de impresionarme.

El placer de la lectura del volumen La pasión de vivir: Alfredo Ramírez de Arellano y Bártoli se sostiene, es cierto, sobre la pericia de la palabra. Pero es inescapable afirmar que también se apoya en lo significativo de la figura a la cual invoca y construye: un signo inequívoco de las complejidades de la segunda parte del siglo veinte: Alfredo Ramírez de Arellano y Bártoli.

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