Puerto Rico entre siglos: Historiografía y cultura

enero 21, 2020

Modernidad y nacionalismo: El sueño que no cesa de José Juan Rodríguez Vázquez

  • Mario R. Cancel Sepúlveda
  • Historiador y escritor

Comentario en torno a José Juan Rodríguez Vázquez. El Sueño que No Cesa: La Nación Deseada en el Debate Intelectual y Político Puertorriqueño: 1920-1940.  Editorial Callejón, San Juan, 2004.

En un país como este, cualquier discusión seria sobre al asunto de la nacionalidad resulta enriquecedora. Los últimos 25 años han estado llenos de voces que han coincidido en este tema. El país de cuatro pisos de José Luis González, publicado en 1980, estuvo en el centro del referido proceso. Aquel texto abrió una serie de discursos alternos cardinales para los creadores del presente.

Alrededor del espacio abierto por la metáfora de los pisos, Juan Flores y Arcadio Díaz Quiñones, dos ensayistas de la diáspora; Carlos Gil y María Elena Rodríguez Castro, dos pensadores asociados a las vanguardias postmodernas; Luis Ángel Ferrao, Carlos Pabón y Silvia Álvarez Curbelo, tres historiadores postestructurales; y Juan Gelpí, desde la literatura, han ido marcando el debate. Las respuestas desde la tradición y desde el materialismo histórico han sido igualmente incisivas.

Como en los años treinta, considerado un momento de crisis en todos los órdenes, los ensayistas se animaron a elaborar un diagnóstico. En los ochenta la crítica literaria y la historiografía establecieron los parámetros generales de la discusión. Los fundamentos radicaban en la crítica dura del esencialismo y la reconsideración de la nacionalidad como una construcción social y un artefacto.

La figura de Antonio S. Pedreira, el pensador por antonomasia de la generación del treinta, fue uno de los lugares comunes del debate. Después de todo Insularismo, publicado en 1934, se había constituido al amparo del populismo en uno de los manuales instructivos para ser un “buen puertorriqueño.” El populismo convirtió a Pedreira en algo así como el Teodoro Moscoso del imaginario nacional puertorriqueño. Su fachada de augur y profeta de una fórmula de la convivencia entre el pasado hispano y el presente sajón ha resultado de un valor incalculable para el centro político y cultural en Puerto Rico. No creo que sea necesario aclarar que tanto Pedreira como Moscoso debían mucho a la tradición de las llamadas derechas y que la construcción de sus percepciones de mundo dejaba un sabor profundamente conservador.

Sueno_que_no_cesaEn la primera parte de El sueño que no cesa de José Juan Rodríguez Vázquez, se pasa revista sobre buena parte del referido debate en el proceso de exposición del nacionalismo racialista que perfilaba la nación problemática que, de acuerdo con Pedreira, era Puerto Rico. Rodríguez Vázquez codifica aquel momento ideológico como una manifestación del nacionalismo de la “fase de arranque” siguiendo el modelo teórico de Partha Chatterjee. La forma en que pone a dialogar a Pedreira con Luis Palés Matos, José de Diego Padró, Tomás Blanco, entre otros, permite al lector percibir parte de la dinámica de la discusión cultural de la década del 30. El pasado común de Palés Matos y de Diego Padró en el marco de la vanguardia diepálica me parece crucial.

Desde 1950 hasta el presente las representaciones de la nación se han polarizado dramáticamente. En gran medida, la crisis material e ideológica del populismo, hecho que se afirma desde 1980, ha animado la discusión en torno a la imagen que el populismo triunfalista elaboró de sí mismo como máscara en la década de 1950. Las instituciones culturales del populismo, el Instituto de Cultura Puertorriqueña, el Departamento de Instrucción Pública y la Universidad de Puerto Rico, jugaron con una forma de “nacionalismo cultural” que continúa reproduciéndose hoy en el caldo de cultivo de los medios masivos de comunicación y la publicidad.

Se trata de una forma mercadeable, tolerable y domesticada de “ser puertorriqueño” sin los apremios del nacionalismo radical, el de la “fase de maniobra” de acuerdo con Rodríguez Vázquez. Ese “nacionalismo cultural” tomaba distancia de la tradición de otro nacionalismo, el detestable, el que infectó a los pueblos europeos que no recibieron lo que pensaban les correspondía en la partición de África a partir de 1870. Después de todo, no era difícil establecer puentes entre los dos nacionalismos que se desecharon en el proceso. Los relatos comunes entre el nacionalismo radical albizuista y el fascismo están allí y una lectura cuidadosa del volumen de Luis Ángel Ferrao no deja lugar a dudas al respecto.

Una consecuencia inesperada fue que la discusión teórica sobre el nacionalismo exacerbó los ánimos de los esencialistas y estimuló simplificaciones ideológicas entre los que lo rechazaban. La reiterada discusión en torno al idioma español es un ejemplo. En 1991 se consultó al electorado si apoyaba la defensa del idioma y la cultura puertorriqueña y el “no” obtuvo mayoría. La proclama formal del gobernador Pedro Roselló González en 1996 de que Puerto Rico no era una nación, es otra. En aquella ocasión se organizó la protesta pública conocida como “La nación en marcha” pero Roselló González volvió a ganar las elecciones.

Pedreira está, a pesar del tiempo, en la médula de todo este asunto. Rodríguez Vázquez diagnostica a lo largo del primer capítulo los (pre)juicios del pensador treintista de una manera precisa. Para Pedreira Puerto Rico es una nación que se afirma llena de tensiones y de una manera problemática, y que se caracteriza por su carácter inconcluso. El ensayista hallaba sus esferas fundacionales en una España interpretada como manifestación del paradigma cultural occidental y que se revelaba al mundo a través del cristal brumoso de un criollismo idealizado.

Se trata de un discurso culturalista, como el del nacionalismo de la década del veinte que Albizu Campos criticó. Aquel discurso culturalista se percibía como dueño de una alta cultura que reflejaba con fidelidad la referida tradición hispano-occidental. Las elites culturales, la casa letrada, se apropiaba del papel protagónico en la estructuración de la nación. La nación pedreirana era una comunidad esencial preestatal compuesta de razas puras y mixturas que podían ser jerarquizadas como superiores (los blancos criollos fundadores y portadores de la nacionalidad) o inferiores (los negros y mestizos con su indecisión y conflictividad natural).

En ese sentido las tensiones dentro de la personalidad nacional inconclusa de la nación se debían a la mixtura racial y tenían su lenitivo en el blanqueamiento cultural de aquellas que no lo eran a través de la educación formal. El carácter problemático de la nación se reforzaba con argumentos del determinismo geográfico y climatológico como la pequeñez, el clima inhóspito y el aislamiento o insularismo. No tengo que recordar que quien decía estas cosas era un universitario respetado.

El protagonismo de las elites en la configuración de la nacionalidad se legitimaba ante las masas a través de la imagen retocada del jíbaro, el pequeño propietario blanco que servía de contrapeso a la negrada y la mulatería costera de tradición esclava y asalariada. “El puertorriqueño” de Manuel Alonso y “La puertorriqueña” de Pablo Sáez de 1844, código letrado esencial de la historiografía literaria nacional, era evidente. El jíbaro además de su función legitimadora servía para justificar las debilidades de la nación en evolución. En efecto, el racismo y el elitismo están en la médula de la concepción pedreiriana de la nación.

La imagen que recoge el lector de la lectura de Pedreira y del juicio que del pensador hace Rodríguez Vázquez no me sorprende. La hispanofilia, que requería como decía Ernst Renan una dosis de memoria y otra mayor de olvido, el occidentalismo y el eurocentrismo del hispanista ofrecen una radiografía de sus pretextos teóricos. Pedreira elaboró un sistema especulativo animado por el tempo intelectual de su época. Rodríguez Vázquez comenta sus influencias más notables a lo largo de las notas eruditas del volumen.

El impacto de las teorías de la elite de principios del siglo 20, que el historiador cultural George L. Mosse marca como la desembocadura de un proceso de disolución de las certidumbres de fines del siglo 19, es evidente. El imaginario de las filosofías de la crisis y las propuestas esteticistas ante una presumible decadencia cultural  que propone el sociólogo Pitirim A. Sorokin también. Rodríguez Vázquez valida con precisión la presencia de la lectura de José Enrique Rodó, Oswald Spengler, José Ortega y Gasset y Jorge Mañach, entre otros. Naturalmente, el universo de las lecturas de Pedreira es mucho más abierto.

La reflexión sobre el pensamiento de Pedreira sugiere, en efecto, que los planteamientos historiográficos especulativos elaborados en épocas de crisis están presentes en el sustrato de su discurso. La deuda con el lenguaje spengleriano y su dialéctica cultura / civilización era obvia. Pero no creo que deba recordar que eso que llamamos occidente se ha imaginado en crisis (en lucha o en agonía) en diversos momentos a través de su camino a la construcción de la conciencia moderna. El romanticismo, espacio del cual se nutre Pedreira, es uno de esos lugares de angustia.

La queja de Pedreira respecto a la ausencia de un “renacimiento” nacional por causa del 1898, recuerda la lógica del providencialista cívico Giambattista Vico, autor de La ciencia nueva en 1637. El organicismo de su concepción del metarrelato nacional lo ubica en la tradición de las especulaciones típicas de la ilustración que tuvieron en Iñigo Abbad y Lasierra la manifestación más cercana a Puerto Rico. El fraile era una lectura obligada desde que José Julián Acosta la anotara en 1866. De igual modo, su noción de la relación reto-respuesta en el contexto de las percepciones deterministas geográficas nos conducen directamente a la relectura de Arnold Toynbee y su Estudio de historia que comenzó a publicarse hacia 1934.

Un comentario final. Las teorías de la elite fueron heterogéneas en cuanto a quién correspondía la jefatura o el papel de hombre egregio. La elite esteticista había evolucionado a través del héroe decimonónico (el prócer por antonomasia) hasta convertirse en un ser aséptico e incontaminado por las influencias populares. En el primer tercio del siglo 20 Romain Rolland,  Julien Benda (1927) y Stefan George (1914) llamaron la atención a los intelectuales de que debían cumplir con su deber como elites a fin de transmitir los valores humanísticos y culturales en una era de hierro. Aquella elite no solo se definía antes las masas vacías de contenido sino ante la elite técnica del poder que rechazaba lo bello y rendía culto al poder por el poder. Ariel y Calibán estaban allí definidos. Se trataba de una protesta contra la modernidad material desde la modernidad cultural que implicaba, en el caso de Thomas Mann (1913), un rechazo de la política a favor del geist o el espíritu. El deber de la elite esteticista y su apoliticismo puritano programático estaba claro.

El parentesco entre aquellas posturas, el nazismo y el fascismo, tan poco discutido en general, me parece incuestionable. La propuesta nacionalista racialista de Antonio S. Pedreira aparece en una encrucijada muy particular. Los comentarios de El sueño que no cesa de José Juan Rodríguez Vázquez son un excelente espacio para volver a discutir el asunto desde perspectivas abiertas.

julio 12, 2015

Miradas al treinta: del Aliancismo al Nacionalismo

  • Mario R. Cancel Sepúlveda
  • Historiador escritor

El otro lugar de esta genealogía es el 1930, la coyuntura que marca la radicalización del Partido Nacionalista y que se ha vinculado a la gestión presidencial de Pedro Albizu Campos. Muchas de las fisuras de la Generación del 1930 se pueden leer en el albizuísmo de aquellos años. La radicalización del Partido Nacionalista ha sido reducida a su disposición, cada vez más visible, al uso de la violencia. La justificación moral de Albizu Campos era que ya se habían agotado todos los recursos de negociación diplomática y se imponía dar el frente al invasor de una manera franca y sin dobleces. El abogado estaba convencido de que estaba inventando un «Nacionalismo de Verdad» sobre las cenizas de otro «Nacionalismo de Cartón». Se trataba de una fuerte acusación a la historia política del país. Entre los imputados se encontraban desde José De Diego hasta Antonio R. Barceló. Pero su comentario también incluía a universitarios y ateneístas de todo tipo a los que, me parece, veía como las virtuales «lenguas sin manos» del Cid.

En términos simbólicos y mediáticos, Albizu Campos había echado a «los mercaderes del templo», según La Democracia. En términos tácticos y de praxis, apelaba a la «acción inmediata», una traducción de la urgencia que, de acuerdo con los periódicos El Tiempo y El Mundo, imponía una era de crisis. Otra vez en El Mundo de agosto de 1930, Albizu Campos fue más gráfico cuando aseveró: «si no nos oye, recurriremos entonces a las armas». Albizu Campos es el síntoma político de un aspecto del 1930 que se ha olvidado: la irascibilidad y la desesperación. La actitud lo condujo a cuestionar varios pilares de la cultura del treinta, hecho que lo convirtió en una figura marginal de la época en la que se formó.

1930Aquella agresividad era contraria a la sobriedad y moderación que caracterizó la generalidad de los intelectuales de la Generación del 1930. Lo que me interesa ahora es mirar aquellos pilares del treinta que no le conmovieron, sus diferendos y choques con varios iconos del pensamiento del treinta. Se trata de temas fundamentales: la democracia electoral, el socialismo y los obreros, la mujer y la universidad. Son cuatro asuntos consustanciales con la filosofía de la Generación del 1930 y que fueron esenciales para la Modernización que vivió el país después de la Segunda Guerra Mundial. En todos los casos, Albizu Campos manifestaba con pasión posturas antitéticas y, por lo tanto, inesperadas. El núcleo de todas ellas radicaba en una concepción exclusivista de la Nacionalidad.

Lo que más se recuerda es su opinión sobre la democracia electoral. A Albizu Campos le molestó la Ley Electoral que facultó la legalización de la anómala Alianza Puertorriqueña pero, a pesar de ello, concurrió a las elecciones de 1932. El resultado de las elecciones le condujo a aconsejar a los electores «a no recurrir a las urnas». El boicot que nació como un acto de protesta, se convirtió en cuestión de principios, dejando todo el espacio a la táctica de la «acción inmediata». La idea de producir una «crisis» a Estados Unidos en Puerto Rico, no dependía de la «acción inmediata» o de la violencia solamente. Lo cierto es que también se le podía crear una «crisis» a través de la contienda electoral. Bastaba que el Partido Nacionalista ganara los comicios, reclamara la Convención Constituyente y se le negara la petición. La paradoja consistía en que el antielectoralismo contradecía la lógica dominante desde el 1930, periodo en el cual las «elecciones limpias» fueron vistas como un logro excepcional del Popularismo.

El otro punto deriva de las opiniones de Albizu Campos respecto al socialismo y los obreros. El Novotratismo fue un tipo de Populismo Providencialista y Benefactor que ganó para Franklyn Delano Roosevelt y el gobernador Rexford Guy Tugwell, el mote de comunistas y radicales. El Popularismo se montó en el carro sin problemas sobre la base de su idea de la Independencia con Justicia Social. El Partido Nacionalista se negó. En junio de 1923, en una entrevista para El Mundo, Albizu Campos, casi como un lamento, reconocía en el socialismo «una actitud que va in crescendo» en todas partes. Su relación con el Partido Socialista siempre fue problemática por el hecho de que aquella organización fundada en 1915, favorecía de facto al Estadoísmo. El abogado los acusaba de ignorar lo que defendían: «desconoce (n) las teorías políticas filosóficas y religiosas que inspiraron el socialismo» y sugiere que «debe desarmársele con concesiones económicas». Sin embargo, a pesar de que el arma para detener el socialismo era el Novotratismo, en 1932 condenó las ayudas federales de ese tipo como un acto de inmoral mendicidad. Sobre bases tan frágiles, descartó cualquier posibilidad de alianzas con los socialistas puertorriqueños. La contradicción radica en que todos los investigadores reconocen hoy el papel que cumplieron numerosos socialistas y comunistas en la consolidación del Popularismo entre 1936 y 1938.

El tercer nudo tiene que ver con las mujeres y con la proyección del Partido Nacionalista como una organización masculina y patriarcalista. La virtud, en una organización presumiblemente combatiente, era una posesión viril: las mujeres servían al soldado pero no peleaban. Sin embargo, debo aclarar que la cuestión femenina siempre fue una prioridad para los socialistas y los republicanos los cuales, una vez en el poder en 1932, favorecieron la institucionalización del sufragio femenino. La reticencia venía de antiguo: en una entrevista para El Mundo en mayo de 1924, Albizu Campos criticaba la promesa de Partido Unión de legalizar el sufragio femenino, acusando a aquella organización de que se valía «de la falda de una mujer como escudo» para defenderse de las críticas. Todavía en 1930, cuando advino a la presidencia del Partido Nacionalista, acusó a las mujeres de «flojedad cívica» y aseguraba que «las mujeres no pueden entrar en el juego ridículo y suicida de nuestra política partidista». Lo que estaba detrás de aquellas palabras era el hecho de muchas de las sufragistas puertorriqueñas apoyaban el estadoísmo de cara a las elecciones de 1932, hecho que Albizu Campos tildaba como un acto de desorientación propio del género. Albizu Campos entró en un debate sordo con las sufragistas que, a la larga, afectó su imagen ante aquel sector social. La feminidad vista como ausencia de valor, traducía bien su rancio catolicismo. Pero en un orden social que, bien o mal, comenzaba a reevaluar la cuestión femenina a la luz de la secularización de los valores colectivos, resultaba chocante.

El último nudo tiene que ver con la universidad y los universitarios, otro de los signos de la Generación del 1930. En 1930, ya presidente de su colectividad, criticaba el colaboracionismo de la Universidad de Puerto Rico con el régimen colonial. En marzo de ese año, otra vez en El Mundo, descartaba el activismo estudiantil como una opción política cuando alegaba que «los jóvenes que actualmente estudian en la universidad no deben hacer política activa. Ellos necesitan sus energías para el estudio». En 1935 tuvo su mayor choque con la Universidad. En un discurso público en Maunabo, acusó a la institución de producir «traidores», «cobardes» y «afeminados» y recordaba a la institución la necesidad producir «patriotas viriles». En la práctica, le reclamaba a la Universidad Territorial y Colonial, los deberes de una Universidad Nacional. Albizu Campos siempre consideró al Canciller Carlos Chardón, uno de los artífices del Novotratismo y de la Modernización Populista, como un enemigo de la Nacionalidad. La contradicción radica en que en esa universidad se gestó la Generación del Treinta.

Mal llamadas conclusiones

Ahora retorno a las premisas iniciales:

  1. La década del 1930 se caracteriza por la peor crisis económica del siglo 20.
  2. La Generación del 1930 interpretó y apropió la crisis, la enfrentó con eficacia y salvó la Identidad y la Nacionalidad Puertorriqueña.
  3. Los intelectuales universitarios fueron los responsables de aquel proceso de recuperación económica y cultural.

La deriva es que la primera conduce a la otra, la crisis a la síntesis original. Todo esto me parece una simpleza que evade la complejidad y las contradicciones. El Partido Nacionalista y el Nacionalismo de «acción inmediata» representan un contrapunto generacional, si cabe el concepto. No compartieron todos los valores de la Generación del 1930. A pesar de ello, todavía se les proclama como el rostro político más emblemático de aquel momento.

La tendencia a la racialización de la historia en la que insistió el Nacionalismo Treintista, no condujo a la confrontación con el otro. Pesó más la idea de la hibridación o del mestizaje articulado por los aliancistas y que luego maduró en el contexto de Novotratismo y el Popularismo. La concepción exclusivista de la Nacionalidad -una Nación sin socialistas, sin obreros, sin mujeres y sin universitarios colonizados-, en lugar de favorecer la victoria del Partido Nacionalista, vigorizó a la Coalición Puertorriqueña de tendencias estadoístas en 1932 y 1936.

Lo cierto es que el Nacionalismo de Albizu Campos, representó un fenómeno único de su tiempo, fue una cuña interesante en la década y en la Generación de 1930. Hubo otras igualmente originales. El Independentismo con Justicia Social, luego Popularismo, fue otra de ellas. La conciencia del 1930 fue el escenario de dos nacionalismos o bien de populismos. Una serie de condiciones como el Nuevo Trato y la Segunda Guerra Mundial, movieron la balanza a favor del Popularismo y forzaron la cancelación del sueño de la independencia. Lo que se salvó para la cultura no fue poca cosa: una versión de la Identidad y la Nacionalidad Puertorriqueña que transgredía numerosas tradiciones. Se trataba de un collage que garantizaba la renovación del ideal de la Modernidad que muchos consideraban perdida en tiempos de la Gran Depresión.

Publicado originalmente en 80 Grados-Historia el 11 de Mayo de 2012.

julio 10, 2015

Miradas al treinta: del Unionismo al Aliancismo

  • Mario R. Cancel Sepúlveda
  • Historiador y escritor

Uno de los problemas historiográficos que más han ocupado la atención del canon ha sido la denominada Generación del 1930. La vigencia de aquel discurso cultural solo comenzó a ser revisada en la década de 1990. La supervivencia de aquella discursividad hasta la frontera de la postmodernidad, ratifica su poder de convicción, y ese hecho no puede ser descartado mediante simplezas.

La opinión dominante sobre aquel proceso se apoya en dos premisas sencillas. La primera identifica la década del 1930 con la peor crisis económica mundial del siglo 20. Las posibilidades reales de la Independencia o de la Estadidad, que habían sido pocas en la década de 1920 como ya se ha comentado en otras columnas, eran nulas en aquel contexto. Los efectos de la crisis sobre el país fueron tan devastadores que la idea progresista de que «todo tiempo pasado fue peor», se impuso tras la avasallante victoria del Partido Popular Democrático en las elecciones de 1944. Sobre aquella base se levantó el edificio de la confianza en el Popularismo y el progreso hasta la década del 1960. La crisis, surgida de las grietas del mercado de valores en 1929, no se solventó del todo sino después de 1945. Antes y después de ese periodo crítico, Puerto Rico dejó de ser lo que era. Aquellos 16 años dejaron un amargo sabor en los puertorriqueños en la medida en polarizaron a la intelectualidad del país. Visto desde esta perspectiva, la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), fue una consecuencia y una solución a la Gran Depresión de 1929.

1898Una segunda premisa presume que la Generación del 1930 interpretó y apropió la crisis, la enfrentó con eficacia y que salvó la Identidad y la Nacionalidad Puertorriqueña. Desde mi punto de vista, no se trataba de salvar un producto terminado, sino más bien de re-fundar un discurso que había que ajustar a la innovación de la presencia sajona en el país. Esto significa que la crisis del 1930 no fue solo material: el aspecto espiritual y cultural planteó un reto a la intelectualidad puertorriqueña muy similar al que presentó el 1898 a la intelectualidad española e hispanoamericana. El proyecto hegemónico del Imperialismo Plutocrático estadounidense, tenía en Porto Rico, un espacio primado. Para la Generación de 1930, la reevaluación del pasado histórico era fundamental. La intelectualidad, antes y después de la literatura del 1930, dejó también de ser lo que era. El 1930 sintetiza con vigor la idea del trauma y la ruptura que, por tradición, se ha adjudicado al 1898.

La tercera premisa tiene que ver con la presunción de que los intelectuales universitarios fueron los responsables de aquel proceso de recuperación material y espiritual. La afirmación de poder de la cultura logocéntrica y universitaria resultó convincente, dada la debilidad de ambos espacios en el pasado hispánico. El elemento que más se ha destacado, ha sido la afirmación de una hispanidad reinventada, y el cuestionamiento de la sajonidad que caracterizó a ciertos intelectuales. El Nacionalismo Puertorriqueño y la Universidad de Puerto Rico cumplieron un papel cardinal en aquel proceso. Pero el camino de la redención no estuvo exento de fisuras.

Abrir la discusión del 1930

El balance de lo que se recuerda y lo que se olvida en un relato histórico, influye en la imagen que se consagra del pasado. La tendencia de la historiografía social y literaria hasta la década de 1990, fue mostrar la discursividad del 1930 como un hecho esencial, sin antecedentes. Con ello se aspiraba a sacralizar el lenguaje de una generación de intelectuales con el fin de inmunizarla para la crítica. El dilema interpretativo radica en que ese aserto dependía de presumir el periodo de 1898 a 1928 como uno en «blanco». La investigación de aquellos tres decenios no representaba una prioridad. Aislar el treinta de sus contextos representó un problema. Hoy se sabe que la miseria que se vivió durante la Gran Depresión, no difería mucho de la que se experimentó entre 1898 y 1928: los decenios de ajuste que cimentaron la relación colonial de Puerto Rico y Estados Unidos debían ser visitados.

La pregunta es, ¿y en qué dirección se puede abrir la discusión del 1930? La primera ruta es dejar de mirar la Gran Depresión de 1929 como un fenómeno inédito y único en la historia de occidente capitalista. Estructura y efectos análogos tuvo, en un contexto global, la Gran Depresión de 1873 al 1896. En Puerto Rico, abrió con la Abolición Jurídica de la Esclavitud Negra, profundizó la crisis de la Economía de Hacienda Azucarera y dejó al país, después de la Guerra de la Tarifas entre Estados Unidos y España, en el proemio de la invasión de 1898. También en aquel entonces el revisionismo y la polarización política se impusieron, y la apuesta por la Autonomía Radical, la Anexión a Estados Unidos y la Confederación de la Antillas, se generalizó. Para los observadores europeos, aquella Gran Depresión justificó la puesta en entredicho de la fe en el Progreso y en las virtudes del Mercado Libre.

El fin del librecambismo clásico en el modelo de Adam Smith, y la situación de anarquía social que produjo la resistencia popular y obrera en los países industriales, justificó la necesidad de regular la producción y el mercado. La posibilidad de una Economía Planificada por el Estado, y no por las fuerzas del Mercado, se afirmó. Aquella fue una época dominada por la incertidumbre económica, pero también por la incertidumbre cultural. George L. Mosse ha distinguido aquel periodo con la lapidaria frase «las certezas estaban disolviéndose». En Europa, la crisis material justificó la desconfianza en los valores heredados. Las Vanguardias, el Bolchevismo, el Fascismo y el Imperialismo, fueron algunas de las respuestas a la situación.

¿Cómo nos informa esto sobre Puerto Rico? En los aspectos materiales, la Gran Depresión de 1929 también condujo al cuestionamiento de las virtudes del librecambismo clásico y colocó al país en el camino de la Economía Planificada. Sin embargo, no se trató de un decisión libre sino de una impostura colonial al amparo del Nuevo Trato. En el plano cultural, condujo a todo lo contrario. En lugar de disolverse las certezas, la crisis estimuló la voluntad de determinar nuevas certezas. Esa fue la tarea de la Generación del 1930 y del Nacionalismo Puertorriqueño.

Para ello se realizó un balance de la situación del país a la luz de su historia mediata: la que emanaba del 1898. Las opciones extremas eran dos. O se restituía la confianza en Estados Unidos, en quiebra desde 1910. O se rehabilitaba la confianza en España, en quiebra hasta 1898. Los puntos medios probables eran infinitos. La consolidación de esas miradas alternas a Estados Unidos y España, condensaron la discusión intelectual. La naturaleza contradictoria del 1930 se materializó en las preguntas respecto a qué somos, cómo somos y dónde vamos los puertorriqueños.

La segunda ruta para abrir esa discusión es aceptar que las contestaciones a aquellas cuestiones tenían el carácter de una hipótesis. Al cabo generaron un relato polémico pero funcional sobre la puertorriqueñidad. El problema ha sido sacralizarlas y canonizarlas. Lo más indicado sería apropiar el discurso de la Generación del 1930 no como el discurso, sino como un discurso más sobre la cuestión de la identidad. Para ello habría que desobstruir la imagen de pasado que se inventó y, sobre esa base, reelaborar una genealogía del 1930 partiendo de la premisa de la difidencia o la sospecha.

Lugares de la genealogía: unas (anti)figuraciones

Dos lugares me parecen críticos en ese sentido. Los lugares no son una fecha y su situación solamente. Se trata de espacios de la genealogía del 1930 y sus circunstantes, que dejaron su impronta sobre aquella estética de la crisis. Uno de ellos es el 1922, coyuntura que relaciono con la consolidación del Partido Nacionalista ante el colapso del Nacionalismo Dieguista en el Partido Unión. El otro es 1930, coyuntura que marca la radicalización del Partido Nacionalista. Son dos lugares vinculados a la praxis política pero, dado que antes como hoy, la cultura se disuelve en la política, no veo problema alguno en el asunto. Mi tesis es que buena parte de los argumentos que se esgrimieron en el debate cultural del 1930, ya se había diseñado en 1920 e, incluso, antes de esa fecha Respecto al 1922, debo recordar que aquella década inició un ciclo revisionista de alcances extraordinarios en el Nacionalismo Puertorriqueño. Un detonante fue la gestión pública del Gobernador Emmet Montgomery Reily (1921-1923). Reily venía a Puerto Rico con el objetivo expreso de «matar el empuje de la independencia», según recojo de una carta de José Celso Barbosa a Roberto H. Todd de 1921, quien celebraba el hecho. Imposibilitado de gobernar por medio de las mayorías Unionistas, tildadas por los estadoístas de radicales e independentistas, se asoció con el maltrecho Partido Republicano Puertorriqueño que no obtenía un triunfo electoral desde 1902. La postura agrió al extremo las relaciones entre estadoístas e independentistas.

En febrero de 1922, una tradición radical se vino al suelo. El Partido Unión, revisó la alternativa de estatus de su programa y, aunque reafirmó su compromiso con una «Patria Libre», aceptó que para conseguirla había que reconocer la necesidad de garantizar una «noble Asociación de carácter permanente e indestructible» con Estados Unidos. Esa fue la primera vez que se optó por un Free Associated State o Estado Libre Asociado para Puerto Rico. «Libre» y «Asociado», el país advendría a la libertad soñada. El acto implicaba un reconocimiento de que Estados Unidos no concedería la Independencia a su colonia bajo las condiciones dominantes. El Unionismo se sometía a la agresividad de Reily. Con aquel lenguaje moderado, esperaba convencer al atrabiliario gobernador de que confiase en ellos.

El Partido Nacionalista se consolidó sobre la base de aquel desliz. El Unionismo se encontró en la situación de que, al someterse a Reily, vendría forzado a atacar a los nacionalistas con el fin de demostrar la sinceridad de su reconciliación con el Imperio. En septiembre de 1922, la jefatura unionista acusó de «traición» a los nacionalistas, con el argumento de que su separación del Partido Unión equivalía a favorecer al estadoísmo y a Reily. Los traidores acusaban de traidores a los refractarios. Cuando el resbalón de 1922 se reconfiguró en 1924 en el Club Deportivo de Ponce en la llamada Alianza Puertorriqueña, la «tercera vía» o el «estadolibrismo» adquirieron carta de natalidad.

Aquel debate dejó al 1930 la posibilidad de un aurea mediocritas innovador que evadía los extremos del estadoísmo y el independentismo. ¿Cómo justificó el Unionismo la huída al punto medio? Los argumentos fueron culturales. Aquellos líderes concebían a Puerto Rico como un punto de encuentro donde «las dos razas y las dos civilizaciones que pueblan el mundo de Colón pueden encontrarse fraternalmente». La situación demandaba proclamar una «tregua de Dios» para conseguir el equilibrio y la armonía entre latinos y sajones. El Partido Nacionalista de 1922, que era una organización novel, quedaba excluido de aquella Santa Alianza inventada por el unionismo con el fin de congraciarse con un sector colaboracionista del estadoísmo republicano. Una lógica distinta se aplicó al Partido Socialista.

La racialización de la historia que hacían los Unionistas / Aliancistas, coincidía con la lógica de los Nacionalistas. El carácter central del análisis racial marcó a la Generación de 1930. Para el Partido Nacionalista de los años 1922 a 1924, la Historia era el lugar de la confrontación de diversas Razas. La idea de la raza tenía sus complejidades. Para aquellos pensadores, se trataba de un complejo etnocultural que se distinguía por su civilización, concepto que a su vez apelaba a la noción de pureza, es decir, al carácter unívoco de la identidad. El catarismo identitario dominaba. La visión maniquea de los teóricos nacionalistas, les impedía aceptar la posibilidad del equilibrio y la armonía entre latinos y sajones. La Civilización Católica Latina que representaban los puertorriqueños, no podría tranzar con la Barbarie Evangélica Sajona: lo superior no podía someterse a lo inferior.

Aquel debate explica el dominio de la hispanofilia y la defensa del castellano en el 1930, a la vez que llena de contenido la concepción de la Liberación por la Cultura que marcó a los intelectuales universitarios treintistas. El problema fue que la imagen de España heredada del siglo 19 tuvo que ser revisada de una manera total. La invención de la España Benévola, que es a la vez Madre y Cuna, que había sido insostenible para el Separatismo del siglo 19, se impuso. Una respuesta a ese conflicto fue la radicalización del Partido Nacionalista.

Publicado originalmente en 80 Grados-Historia el 13 de Abril de 2012.

enero 26, 2011

La Universidad y la Generación del 30: ¿una historia del presente? (Segunda parte)

  • Mario R. Cancel Sepúlveda
  • Historiador

 

Incertidumbres

El Lcdo. Pedro Albizu Campos, producto de la Ponce High y de las Universidades de Vermont y Harvard, no aceptó un puesto en la Universidad de Puerto Rico por consideraciones de principios. Albizu Campos compartía la visión de Belaval de que la entidad atentaba contra la Nación. Por el contrario, el Partido Nacionalista que Albizu Campos reinventó desde mayo de 1930, aspiró a tomar por asalto la Universidad. Su táctica para enfrentar el proyecto de la concientización y politización de la juventud, se diseñó sobre la bases de la tradición anterior a  la escisión de la juventud puertorriqueña  en 1930. En 1931 ayudó a fundar la Asociación Patriótica de Jóvenes Puertorriqueños (APJP) cuya meta era organizar y politizar a los estudiantes de la Escuela Superior y la Universidad. Y en 1932 promovió la creación de la Federación Nacional de Estudiantes Puertorriqueños (FENEP) que se proponía organizar y politizar jóvenes muchos de los cuales solo votarían después de graduarse.

Pedro Albizu Campos (1934)

En 1935 Albizu Campos tuvo su mayor choque con la Universidad. En un discurso público en Maunabo, el caudillo acusó a la institución de producir traidores cobardes y afeminados. Albizu Campos le recordaba la necesidad producir patriotas valientes y viriles, es decir le reclamaba a la Universidad Territorial los deberes de una Universidad Nacional. Declarado Persona Non Grata por inspiración de un segmento anexionista del estudiantado, la disputa desembocó en la conocida Masacre de Río Piedras del 24 de octubre. Si a ello se añade que Albizu Campos siempre consideró al Canciller Carlos Chardón (1931-1936), quien fuera uno de los artífices del New Deal y de la Modernización Criolla asociada al Populismo y al nuevo colonialismo, como un enemigo declarado de la Nacionalidad, se comprenderá lo volatilidad de aquella relación.

En cierto modo, el retorno de Albizu Campos de la cárcel de Atlanta, representó la posibilidad de una revancha.  En diciembre de 1947, la situación era otra. Estaba el país al borde de la Ley del Gobernador Electivo y de la Ley de la Mordaza que facultó el silencio colectivo forzado de muchos radicales.  Impedido de hablar en el Recinto de Río Piedras por ser un “terrorista”, se decretó una huelga encabezada por el fenecido Juan Mari Brás en protesta contra aquella anomalía. El Rector desde 1942 era el Lcdo. Jaime Benítez, la figura más emblemática y más contradictoria de la Universidad de Puerto Rico en todo el siglo 20. Si la década del 1930 dejó a Puerto Rico una Universidad Nacional, en 1947 la misma dormía el sueño de los justos.

El periodista y gobernador Luis Muñoz Marín, un fracasado de Georgetown University, mantuvo siempre una relación muy tensa con el mundo universitario. Los testimonios de dos personas muy cercanas al Vate, Juan Manuel García Passalacqua y José Trías Monje, ambos fallecidos, parecen corroborarlo. En 1941, Muñoz Marín metió la pata con la Universidad cuando era Presidente del Senado, la posición de más poder e influencia política cuando todavía la gobernación se llenaba por el mandato del Presidente y el visto bueno del Congreso de Estados Unidos. El Senador, perdido entre la inocencia y el cálculo, insistió en que el Gobernador Rexford G. Tugwell, un novotratista radical, fuese a la vez Canciller de la Universidad colonial. La Ley Universitaria de 1942 fue, en cierto modo, un intento de domesticar a la Universidad de la mano de Benítez.

Las reservas no eran tantas. Muñoz Marín, cuidadoso de los ambientes universitarios por mor de su practicismo político y su carácter acomodaticio, cuando fungió como Senador y Gobernador, siempre  se rodeó de Universitarios de alto calibre. Sus cerebros fueron Vicente Géigel Polanco, Ernesto Ramos Antonini, Roberto Sánchez Vilella, entre otros. La relación fue funcional hasta el momento en que alguno de ellos amenazó su nicho de poder. Para Muñoz Marín los Universitarios servían para pensar los problemas del país pero no para resolverlos eficazmente.

La utopía de la Universidad Nacional en la década del 1930

El proyectó de  una Universidad Nacional maduró en el contexto de la Depresión Económica y el Nuevo Trato. En la arquitectura de la Universidad Nacional,  los Hispanistas de la Generación del 30 cumplieron una función crucial. Los protagonistas de aquel proceso, hay que decirlo, sobrepujan el ambiente puramente literario y exceden la hispanofilia. Entre ellos habría que contar a Muñoz Marín, a Chardón, a Benítez, a Tugwell y, con este, al mismo presidente Franklyn D. Roosevelt, cuyo nombre recuerda la Torre de Río Piedras. Los antagonistas, como era de esperarse, siempre han sido invisibles y lo serán aún más en tiempos de nostalgia centenaria y pasatismo romántico y trasnochado.

De ese modo, la Universidad re-nació en medio de una situación catastrófica. El pensador Carlos Gil ha sugerido en su ensayo  “Pedreira o el parricidio” una verdad: la añorada Universidad Nacional se creó sobre las cenizas de la problemática Universidad Territorial. El proceso resulta pueril y poco épico. La multiplicación de las  transferencias del Nuevo Trato, sentó las bases de un drama maniqueo en el estilo del clásico caso del Dr. Jeckyll y Mr. Hyde. Aquellos dineros ofrecidos por el Otro, se usaron para construir un signo de resistencia a la Americanización y de afirmación de la Identidad Nacional más o menos coherente. En gran medida, se  trató de algo así como una suerte de Venganza de los Intelectuales por el desprecio evidente en las actitudes del Otro.

Pero el arma que se usó en aquel proceso, la invención de un pasado feliz con España o el mito de la Gran Familia que requirió e instituyó el discurso hispanófilo, significó el olvido de que aquel había sido un pasado sin Universidad: se conmemoraba un pasado que, en lo tocante a nosotros los universitarios, nunca había sido. Renan no se equivocaba cuando decía que la Nación es un cúmulo bizarro de recuerdos y de olvidos. Aquel pasado era una eutopía frágil como toda ensoñación perfecta. La eutopia era más bien una outopia: el sitio perfecto del pasado era un territorio inexistente, o un tipo enfermizo de nostalgia de nada.

La presunta Universidad Nacional inventada por la generación del 30, vertió y filtró sus rebeldías en un Nacionalismo Cultural inofensivo y doméstico. Después de 1942 se pudo expatriar el Nacionalismo Político de la Universidad. Lo que hicieron fue vestir la discusión de la Nacionalidad con los trapos de la más cándida imparcialidad académica. De ese modo, la Universidad Nacional del 1930 pudo alinearse otra vez al lado del poder y medrar como uno más de los proyectos fracasados que carga el país. La Universidad Nacional retornó a su cauce y volvió a ser una Universidad Colonial con toga doctoral.

El 30 y el presente

Del 30 acá han pasado 80 años. En efecto, hay cosas por recordar y que justifican la reflexión. Una universidad murió y otra nació en aquel entonces. Pero ¿podremos decir en 80 años más que la Universidad de Puerto Rico re-nació en este otro momento de crisis dramática? No lo sé. Tal vez ya ni siquiera se parezca a lo que fue y haya que fijarle otros orígenes.

Segunda parte de la síntesis de la presentación del autor en el foro La Universidad y la Generación del 30: ¿una historia del presente? celebrado el 14 de Octubre de 2010 Sala A de la Biblioteca General del Recinto Universitario de Mayagüez.

 

La Universidad y la Generación del 30: ¿una historia del presente? (Primera parte)

  • Mario R. Cancel Sepúlveda
  • Historiador

 

Puerto Rico y la Universidad

Puerto Rico no tuvo Universidad en el siglo 19. Esa fue una de las quejas más persistentes de la clase criolla en aquel momento. Las implicaciones de aquella situación fueron enormes.  El producto de la Universidades Modernas –los intelectuales y los profesionales- se formó en el extranjero. Los que no fueron capaces de financiar una educación superior, tuvieron que educarse por su cuenta. Los autodidactos del siglo 19 fueron tan capaces y tan competitivos como los universitarios. La situación, me parece, no debería interpretarse en el sentido de que el Imperio Español se oponía a la educación universitaria. En la práctica, la Corona sólo fue selectiva: reservó la Universidad para las ciudades de los grandes Virreinatos y de las Antillas. Dos de las fundaciones más antiguas y productivas disfrutaron de la educación superior: Santo Domingo y La Habana. San Juan de Puerto Rico fue marginado de aquella experiencia: la idea de que la educación popular y superior podía resultar lesiva a la Integridad Nacional fue muy poderosa en el país que, como se sabe, siempre fue una clave para la defensa de los intereses geoestratégicos hispanos.

Las consecuencias de aquella actitud eran visibles a la altura de la invasión de 1898. El Informe Henry K. Carroll de 1899, ofrece un cuadro de retraso cultural difícil de atribuir solo a los prejuicios anti españoles  del reverendo y sus investigadores. La contradicción más interesante de aquel siglo fue que la Colonia, aunque no contó con una Universidad, tuvo educación universitaria y universitarios que marcaron su historia cultural y política hasta el presente.

Escuela Normal

Puerto Rico tuvo una Universidad en el siglo 20. En 1900 se abrió en Fajardo una  Escuela Normal Industrial. La misma fue trasladada en 1901 al pueblo de Río Piedras. En 1903, bajo la dirección del Dr. Paul G. Miller y el cuidado del Comisionado de Educación, nació la Universidad de Puerto Rico. La Universidad tenía el encargo de producir maestros y se desarrolló vinculada al ideal de la educación popular masiva por oposición a la tradición hispánica. Por eso resultó ser uno de los signos más distintivos y apreciados del nuevo régimen colonial.

Tal vez no satisfizo a todos. Se trataba de una Universidad Territorial, un instituto que debería servir a la Nación que la autorizó y, en consecuencia, facilitar el proceso colonial re-iniciado en el 1898. Su papel fue servir de caja de herramientas para el proyecto modernizador impuesto por Estados Unidos y, valga decirlo, tan celebrado por los puertorriqueños. Pero, dado que la Modernización apelaba en aquel entonces a la Americanización, la Universidad se convirtió de inmediato en un nido de contradicciones. La Modernización propuesta en aquellos términos, exigía un giro radical en la cultura colectiva. El anhelado sueño tocaba espacios sensitivos como el idioma, la religión, las costumbres, la praxis social y política. Hoy se sabe que asimilar y aceptar el dólar y las prácticas democráticas, fue más fácil que aprender  inglés y convertirse a los Evangelismos.

La naturaleza de la Universidad antes del 1930

Entonces la Universidad era otra cosa. La institución dependía de un sistema de Instrucción Pública recién inaugurado.  Las condiciones de la educación eran únicas. La frontera material y simbólica entre la High School americana, y la Universidad, era prácticamente nula. Hasta el 1917, momento crucial para la revisión de la relación entre los invasores y los invadidos, el requisito de ingreso para las facultades universitarias era un diploma de octavo grado. La universidad cumplía la función de una escuela preparatoria inexistente: el camino hacia la educación subgraduada,  lo garantizaba las destrezas adquiridas en la escuela intermedia. La Universidad era otra forma de la High School y la situación no era sencilla. Dado que la edad de registro en el sistema escolar no estaba perfectamente controlada, aquellos chicos de intermedia que ingresaban a la Normal, tampoco se parecían a chicos del presente. Se trata de otro mundo que ha sido echado al olvido.

Las expresiones concretas del fenómeno eran muchas. Las Justas Atléticas y las Competencias de Talento entre ambas formas de la High School eran la orden del día. En las décadas del 1910 y el1920, la Justas Interescolares reunían atletas lo mismo de la Universidad pública o privada, que de las Escuelas Superiores. En 1924, la pasión de la competencia generó actos de violencia callejera que dieron un giro nuevo a la situación. Todo parece indicar que desde entonces la distancia entre la Universidad y la Escuela Superior se profundizó y se institucionalizó. Hacia el año 1930, la Universidad estaba separada del sistema de Instrucción Pública. La escisión en el seno de la juventud puertorriqueña  se dio en el momento en que se afianzaba la peor crisis económica de toda la historia colectiva del capitalismo: la Gran Depresión.

Huelga de 1981

Cuando la Universidad tomó  distancia de un segmento de la juventud adolescente,  se ganó la imagen de ambiente apropiado para los jóvenes maduros, los que estaban en camino a la adultez y al mercado laboral. La juventud fue segmentada y encajonada, y la discontinuidad entre los estudios pre-universitarios y universitarios se legitimó. Valga apuntar que en aquel entonces ni los jóvenes adolescentes ni los maduros, poseían mecanismos que facultaran su participación en la vida política nacional en tiempo de crisis, ni siquiera el débil instrumento del sufragio. En 1930, las mujeres todavía no participaban de los procesos electorales y el debate sobre esa posibilidad era sumamente agrio.

Esa misma crisis transformó a la Universidad en un espacio apropiado para la construcción de una Identidad Nacional alternativa que equipara mejor al país con el fin de enfrentar los malos momentos que se vivían. Ello representaba otra interesante contradicción. La Universidad había sido diseñada como uno de los artefactos idóneos para promover el Proyecto de Modernización Americano desde 1900.  Treinta años después, la situación la había convertido en un espacio que atentaba contra aquel propósito  a la vez que inventaba un discurso identitario agresivo: el Nacionalismo Cultural y Político florecieron en la Universidad Territorial.

La relación entre el Nacionalismo de todo tipo y la Universidad siempre fue complicada. Los ejemplos son numerosos. El jurista y escritor Emilio. S. Belaval, documentó bien esa complejidad en sus Cuentos de la Universidad, escritos entre 1923 y 1929, cuando era estudiante de Derecho en Río Piedras. Sus textos narrativos delataron la doble vida de los estudiantes, las visibles desigualdades sociales que surgían como aristas entre ellos y la ramplonería y artificialidad de muchos de los universitarios. Tras la lectura de aquellos textos, la idealización del pasado institucional resulta ridícula.

Primera parte de la síntesis de la presentación del autor en el foro La Universidad y la Generación del 30: ¿una historia del presente? celebrado el 14 de Octubre de 2010 Sala A de la Biblioteca General del Recinto Universitario de Mayagüez.

 

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