Puerto Rico entre siglos: Historiografía y cultura

agosto 7, 2017

«Adiós! España”: crónicas de un cambio de soberanía

  • Mario Cancel Sepúlveda
  • Catedrático de Historia

La emoción manifestada por Albert E. Lee Basanta cuando observaba el despliegue de la bandera americana en San Juan en los primeros días de la ocupación llama la atención pero resulta comprensible. En cierto modo él también reconocía que con aquel acto comenzaba una nueva era, lo que eso significase, para su país. Desde mi punto de vista, la solidaridad de este sajón residente criollizado con los invadidos no puede ser puesta en entredicho. La lectura de sus memorias demuestra que aquel evento trascendental le producía sentimientos encontrados. Lo curioso es que el empresario ponceño suprimiese cualquier observación en torno a la ceremonia de traspaso de soberanía y fuera tan solícito en documentar los roces que entre la comunidad sanjuanera y los recién llegados. Su subjetividad ante aquella eventualidad se entiende por el hecho de que el eje de la narración de Lee es su vida, su lugar en el entramado que imagina como historia. Sus emociones son un componente inherente de esa mirada.

Para otros cronistas la situación era distinta. Lo que les interesaba era el giro geopolítico que la situación implicaba y el valor simbólico que conferían a la derrota de un imperio legendario como el español por un imperio adolescente como Estados Unidos. Ese fue el caso del escritor Albert Gardner Robinson (1855-1932) en su breve texto “Adiós! España”. El mismo ocupa el capítulo 16 del libro The Porto-Rico of To-Day. Pen Pictures of the People and the Country, publicado por la editorial Charles Scribner’s Sons, empresa con un largo historial en el mundo de los libros fundada en 1846 por Charles Scribner e Isaac D. Baker la cual, desde 1893, tenía su centro de operaciones en la 5ta Avenida de la ciudad de Nueva York.

La relación de Robinson con Porto Rico se concretó durante la campaña bélica. En 1898 acompañó al General Nelson A. Miles durante la travesía que sucedió al desembarco por Guánica y fungió como cronista de primera línea durante la misma. Luego de los hechos permaneció en la isla varios meses durante los cuales visitó y conversó con numerosos paisanos, itinerario que lo llevó de la costa oeste del país a la capital. Sus observaciones puntillosas e irónicas sobre las localidades de San Germán, Hormigueros y Mayagüez, poseen un interés particular que discutiré en otro momento.

Aparte de esa experiencia directa, su libro se basó en una serie de cartas redactadas para The Evening Post, diario de Nueva York, publicadas entre septiembre y octubre de 1898. El interés de Robinson por los asuntos ultramarinos no se redujo a Porto Rico y su bibliografía posterior incluye temas sobre Filipinas y Cuba. En ese sentido, Robinson era un “experto” en asuntos ultramarinos al cual había que hacerle caso cuando se expresaba sobre estos temas. En términos generales el genuino interés por “conocer” a los “nativos” se unía a esa voluntad burguesa, propia de quien se sabe dueño de algo, de “tasar” las posibilidades materiales del territorio con el fin de ilustrar posibles inversionistas de su país de origen.

 

Un “cambio de soberanía”

Lo que llama mi atención en este momento es otra cosa. Me refiero a la crónica cuidadosa que hizo este autor del acto protocolar del “cambio de soberanía”, concepto que se ha convertido a lo largo del tiempo es uno de los eufemismos más comunes a la hora de mirar el 1898 y evadir la metáfora de la guerra. Robinson parece sugerir que se interprete ese momento a la luz de un significado metafórico trascendental como un “nuevo descubrimiento”. Después de todo, el estandarte español que muchos imaginaban hundió en San Juan Bautista el descubridor en algún lugar de la costa oeste en 1493, desaparecía mientras se izaba la bandera de Estados Unidos en La Fortaleza y otros lugares emblemáticos de la ciudad capital. El meticuloso relato confirma la alegoría del “nuevo comienzo” que los voceros de los invasores aspiraban significase su arribo.

Lo primero que hace Robinson es llamar la atención sobre el escenario. La sobriedad de la fachada de La Fortaleza, una “imposing structure (…) of no impressive style of architecture” se instituye como fondo. La asistencia a un acto de aquella relevancia asombra por lo exiguo de la misma. El registro es preciso: un par de oficiales del ejército y la marina, algunos 6 a 8 civiles, los cónsules extranjeros entre lo cuáles probablemente se encontraba Lee, y un puñado de miembros del gobierno insular muchos de los cuáles habían militado en Unión Autonomista y habían pactado con los invasores. La presencia de los representantes de las elites locales no debe sorprender a nadie. En Mayagüez, como ya aclaré en un artículo publicado en 1998, el autonomista y pensador heterodoxo Santiago R. Palmer quien se merecía toda la confianza de la ciudadanía bajo el dominio español, sirvió de intermediario de buena fe entre la vieja y la nueva soberanía aliviando las tensiones de un proceso que podía producir roces inesperados.

Frente a la antigua estructura capitalina, la banda de 11mo de Infantería junto a dos batallones del mismo, y la Tropa H del 6to de Caballería hicieron acto de presencia. En el balcón del palacio de gobierno se reunieron otros de los protagonistas del acto: los miembros de la Comisión estadounidense que había negociado los términos. Es curioso que Robinson destaque que la Comisión española se ausentó de los actos. Aunque no ofrece una explicación para el desplante, la lectura de su texto sugiere que el orgullo hispano o una inapropiada concepción del honor habían mediado en la decisión. Los reparos vertidos por Martha Blackford en su texto de 1828 a la concepción de la dignidad que dominaba a los españoles, volvían de un modo solapado en la retórica de Robinson. Los españoles no sabían aceptar con dignidad su derrota.

El relato del cronista es limpio y sobrio, distante de cualquier barroquismo o exuberancia.  La arquitectura textual, atada a los procedimientos descriptivos que ralentizan la narración, insiste en la representación de los uniformes de los soldados. Después de todo, el acto que le ocupa es el resultado de una guerra, pequeña y espléndida, pero guerra al fin. Aquella tropa “presented no brilliant spectacle”, es cierto. Parecían poca cosa, puntualiza, pero habían puesto a correr a los huestes hispanas en la región oeste. La campaña del oeste de la cual había sido testigo posee valores contradictorios para los cronistas estadounidenses. En una visita a Hormigueros Robinson se burlaba de las exageraciones de un interlocutor, el conducto anónimo del coche en que viajaba, quien recordaba con pasión el combate de la Bajura en la frontera entre aquel pueblo y Cabo Rojo.

Lo que para la memoria local era un evento fenomenal para Robinson no pasaba de ser una pobre escaramuza. El destino de la batalla de Hormigueros en la mentalidad estadunidense fue muy parecido al de la Insurrección de Lares en la de los liberales reformistas y autonomistas puertorriqueños. Devaluar la resistencia al enemigo parece ser una regla no escrita en la constitución de la memoria en historia en especial cuando la manejan las voces de los vencedores. En el momento en que observa a los opacos y deslucidos soldados yanquis, sin embargo, Robinson apela a aquella experiencia de un modo distinto. La alusión le sirve para resaltar la superioridad y la moderación ante el triunfo las huestes invasoras, por anteposición a la falta de dignidad de los españoles quienes no son capaces de aceptar su derrota. Cuando el lector evalúa esa situación y recuerda que la Comisión española se ausentó de los actos, el efecto se completa.

La lentificación del relato es un recurso que Robinson utiliza para mantener la sensación de suspenso o tensión que el episodio merece. Los actos que narra y describe suceden poco antes de las 12 del mediodía del 18 de octubre, cuando se formalizará el cambio de soberanía, la marca de un “antes” y un “después” definitivos. En breve tiempo las campanas de la vieja Catedral y las del Ayuntamiento de la ciudad marcarían las 12 y con ello el “nuevo comienzo”. Aquellos acordes se combinaron, con un cañonazo disparado desde el castillo de San Felipe del Morro por el Mayor Day del 5to de Artillería. Selden A. Day, como tantos otros, había estado activo en la Guerra Civil y había ganado el rango de Mayor en mayo de 1898 cuando ya el conflicto hispano estadounidense había comenzado. Ambos “ruidos”, no eran nada más que eso, sirvieron de preámbulo a los acordes de “The Star-Spangled Banner” mientras la “Stars and Stripes” ascendía con calculada parsimonia por un mastelero o asta ubicado en el tope del palacio de gobierno. Cuando los pocos soldados presentes rugieron su presencia, “…the ceremony is over”. En menos de una hora todo había vuelto a la normalidad.

Era como si nada grandioso hubiese acaecido. La pulcritud del acto, su sosería e inocuidad, poseía el sentido de un entierro o una inhumación: “Into the grave of the past there fall four centuries of History o Spanish power in the sea-girt Porto Rico”. Para Robinson, como para para tantos otros observadores, el pasado hispano era “tiempo perdido” que, de golpe y porrazo, “moría”. La insistencia en que España significaba el aislamiento insular, eso sugiere el concepto “sea-girt”, también subsistió en la retórica cultural puertorriqueña en la forma del “insularismo”. Puerto Rico se asume como un error de la naturaleza o como un margen de la historia que, sin embargo, podía ser salvado y devuelto a la corriente del progreso.

Los testigos del acto estaban en un estado de negación. Un detalle interesante de este testimonio es que confirma que las autoridades estadounidenses temían por su seguridad durante los actos de cambio de soberanía. Los peligros eran dos. Por una parte manifestaban recelos en torno a posibles manifestaciones por el “anti-Spanish element” y, por otro lado, les preocupaba el “danger of rowdysm on the part of our soldiers”. Ambas aprensiones tenían su fundamento. Por un lado, el bandolerismo rural ejecutado por elementos antiespañoles locales, los sediciosos o tiznados, ocupó a una parte de las fuerzas armadas en la Isla Grande. Por otra parte, los choques entre los soldados borrachos y la ciudadanía fueron comunes tal y como lo demuestra el testimonio de Lee Basanta citado en otra parte de esta serie. La tranquilidad con que todo transcurrió lo desengañaría.

Robinson estaba preocupado por la seguridad de las minorías españolas que vivían en la capital, concepto que distingue entre insulares y peninsulares porque Puerto Rico es España. El habitante de la capital era un fantasma incapaz de mostrar emociones: “no excitement”, “little enthusiasm”. Todo se había alterado pero nada se había alterado. Después de todo, las variaciones eran cosméticas. El cambio se reducía a la presencia de los “bright colors of the red, white, and blue, instead of the red and yellow of Spain”; al hecho de que el Krag-Jorgensen abrirá paso al Mauser o el Remington”; o acaso al detalle de que algunos vecinos y comerciantes adoptaron los colores nacionales (estadounidenses) en sus casas o sus negocios con el fin de expresar su fidelidad al invasor o atraer a un cliente con dólares para gastar. Algo análogo sucedió en Ponce por aquellos días. En los comercios de la ciudad comenzaron a aparecer anuncios y ofertas en inglés con el fin de seducir a los soldados-clientes que pululaban con curiosidad por el “París de Puerto Rico”, según confirman las memorias de Paoli de Braschi.

 

“Well! Here to — whatever it might be”

El inmovilismo y la vacilación se impusieron en la siquis de la gente de la capital. Los conquistados no imaginaban qué sería de ellos. Pero los dos o trescientos civiles americanos que arribaron al territorio detrás de la soldadesca, los aventureros o “camp followers” que describió Lee Basanta ocupando la ciudad con una voluntad carnavalesca, tampoco estaban seguros de lo que les esperaba. Según Robinson celebraban el cambio pero, de paso, especulaban: “Well! Here to —  whatever it might be”. La sensación dominante era, como quien dice, ¿y ahora qué?

La incertidumbre manifiesta por Robinson estaba relacionada con el hecho de que para este cronista la conquista de Porto Rico no era un logro significativo del cual Estados Unidos pudiese sentirse orgullosos. Una metáfora agraria difícil de traducir le sirve de apoyo: “We have hardly laid a big enough egg to warrant our doing any great amount of cackling”. En cierto modo tenía razón, no valía la pena cacarear en exceso porque el huevo que se había puesto no era muy grande. Los hechos de Puerto Rico, comparados con los de Cuba y Filipinas, siempre fueron vistos como “poca cosa” por aquel grupo de testigos de primera mano. Pero Robinson, como para Edward S. Wilson en un volumen publicado en 1905, no estaba del todo desesperanzado respecto a las posibilidades de la nueva posesión ultramarina. Robinson confiaba en que “the coming years should be a time of sure and steady growth and development for this spot for which a beneficient Creator has done so much.” La rama de olivo estaba extendida.

Una interesante observación de Robinson ante el proceso de invasión y ocupación es la comparación que hizo de la reacción de la gente en distintas regiones del país. Su interés se centraba en las ciudades, escenario que los recién llegados observaron con gran intensidad desde el primer momento. En Ponce y Mayagüez, aseguraba, “was an affair of some abruptness”. La gente no esperaba un desenlace tan rápido de los acontecimientos por lo que la reacción española de retroceder ante el avance de las tropas estadounidense sorprendió a muchos. El carácter abrupto y la reacción de retroceso es explicada sobre la base de que el elemento hispano que se oponía al conquistador era en aquellas ciudades minoritario ante el elemento criollo que, en general, lo favorecía. Los sectores criollos habían visto en los invasores un aliado legítimo ante su enemigo común, situación que también se había manifestado en los casos cubano y filipino.

En San Juan la situación era contraria. La predominancia del elemento español en el entramado urbano era notable por lo que las tropas estadounidenses suponían más expresiones de oposición.  Por eso la pasividad ante el acto del cambio de soberanía le sorprende: “But I saw nothing of the sort”. Con alguna ironía el autor señala que el rechazo se redujo a alguna inofensiva mala mirada o descortesía casual. La reflexión de Robinson posterior a los hechos es interesante: el periodista sinceramente temía una respuesta violenta que nunca sucedió. La situación era propicia para ello. La caballería estadounidense estaba estacionada a 15 millas en Río Piedras y los estadounidenses que pululaban por la isleta eran apenas un puñado.

No se equivocaba a ese respecto. La presencia estadounidense en San Juan se reducía a la Comisión oficial, y a algunos periodistas, comerciantes y civiles que estaban alojados en los hoteles “Inglaterra” y “Francia”, hospederías de las cuáles se burlaría por su vulgaridad. La situación era apropiada para que una turbamulta los agrediera con furia, pero nada pasó. Aquella pasividad le resultaba incomprensible como también lo era para otros observadores más interesados y distantes como fue el caso del doctor Betances Alacán. San Juan había visto pasar la historia por encima de su cuerpo moribundo sin hacer nada para evitarlo o siquiera manifestar su ira. ¿Lo hacía por honor o por civilidad? ¿Lo hacía por fatalismo o por miedo? Robinson prefiere la segunda respuesta. El juego retórico de Robinson vuelve a inventar una imagen convencional del descubrimiento: igual que el natural en Guanahani había actuado con cautela y temor ante el extraño que llegó a sus costas en 1492, el habitante de la ciudad lo hacía ante el invasor en 1898. La apelación al miedo le permite volver a alabar el poder de la civilización que representa. Después de todo, afirma, cualquier resistencia hubiese sido una locura. El La Puntilla “…lay a Little bunch of graceful, but grim-looking, slate color vessels showing the bright fold of the American flag”. La nueva situación era el producto de una guerra por lo que la garantía era la fuerza y, aparte de ello, el recuerdo del bombardeo del 12 de mayo en horas de la mañana seguía fresco en la memoria de los habitantes de la capital.

Su apreciación del bombardeo manifiesta un extraordinario contraste con el de Lee Basanta en sus memorias. Devalúa la devastación y el horror que pudo producir el mismo. Los daños fueron pocos y se ciñeron a la banda norte de la isla para al cabo con algún cinismo, afirmar que “(the) city generally shows but little sign of having been used as an object of target-practice”. La Marina de Guerra, aunque podía haberlo hecho, no hubiera querido demoler una ciudad que sabía iba a caer en su posesión para luego tener que reconstruirla. El fantasma de la ucrónica devastación de Seva narrada por el narrador Luis López Nieves en la década de 1980 atravesó por la mente de este escritor en algún momento como un acto posible. Al cabo, el bombardeo iba dirigido a la banda sur y la bahía interior donde se presumía podía estar acuartelada una parte de la marina hispana, y a la línea de castillos de la banda norte. El objetivo no eran los vecinos. El orgullo con el poderío militar de su país invadía a Robinson en este breve fragmento. La alusión a los refugiados que salían rumbo a Bayamón se atenúa, el que habla es un militar, a una anécdota sin importancia aunque, en general, valida las observaciones de Lee.

 

En San Juan “all quite and peaceful”

La vida de la ciudad tomada se sintetiza en la frase “all quite and peaceful”. Pero San Juan tiene un “sonido” que molesta:  los “cries of street venders” que le resultan más ofensivos que los ruidos de las calles de Nueva York. La idea del San Juan “ruidoso” e “inarmónico” no era solo suya. El juicio también era compartido por observadores entrenados de Puerto Rico como era el caso de Salvador Brau Asencio. La incomodidad con la ciudad murada, sin murallas ya en la parte de tierra desde 1897, también fue una de las quejas de Alejandro Tapia y Rivera en alguno de sus textos tardíos. Para Robinson aquel “sonido” carecía de la resonancia de los carros de bueyes, los carros del ejército, los carruajes y tranvías tan visibles en Ponce, por ejemplo.

En última instancia, el único lugar que mostraba cierta actividad eran los cafés en especial “La Mallorquina…the best and most fashionable of these”, en donde convergían soldados y civiles de todos los orígenes sin problema. El tema de las borracheras vuelve: “there was little drunkenness, and such as there was, I regret to say, was American”. El problema no parecía ser que los estadounidenses bebieran más que los locales sino que se emborrachaban con más facilidad. El “soldado borracho” parece ser un icono común de aquellos primeros días de la presencia estadounidense en nuestro país.

 

¿Y ahora qué?

San Juan había sido era un adversario débil para la marina de Estados Unidos, sin duda, pero si sus fortalezas se modernizaban “the forts of San Juan could be made extremely offensive and dangerous to an attacking fleet”. Robinson pensaba que incluso, pudo haberlo sido durante los combates navales que Lee Basanta registra con minuciosidad y admiración en sus memorias. La observación no impide que concluya que la confrontación se convirtió en una “semi-comedy” para los invasores. Para Robinson “we had no real battles with them”. Ni lo que sucedió en la Bajura de Hormigueros ni los combates en la banda norte de San Juan eran suficientes para acreditar una verdadera guerra en este observador.

El retrato del soldado hispano es curioso. En los días del conflicto las autoridades reales le habían adelantado el sueldo de dos meses. Tenían dinero para gastar en lo que quisieran antes de ser repatriados. A pesar de ello, nunca vio a uno borracho. La imagen del militar ordenado, morigerado y respetuoso contrasta con la de los suyos. El cronista de guerra veía en aquellos hombres signos contradictorios. Algunos militares hispanos lamentaban las condiciones en que se iban, otros prometían volver porque aquí tenían familia, pero muy adentro, a pocos parecía importarle el futuro político del país que dejaban atrás. Entre el 3 y el 4 de octubre zarparon los últimos ante la indiferencia de la ciudadanía en el “Isla de Panay” y el “Satrustegui”, amontonados e incómodos. El “Adiós! España” se había completado. Lo que quedaba de ella en la recién adquirida colonia parecía tan poca cosa que pronto se disolvería en la forma de un recuerdo borroso. Me temo que se equivocaba.

Publicado originalmente en 80 Grados-Historia el 28 de julio de 2017

julio 5, 2017

El residente y el visitante: dos crónicas sajonas sobre la invasión. Parte 2

  • Mario R Cancel Sepúlveda
  • Catedrático de Historia

Dos batallas navales en la banda norte

Con los elementos del bombardeo puestos en escena, Lee dejaba el escenario preparado para el relato de la confrontación naval entre quienes articulaban el bloqueo de la ciudad y los sitiados. El bombardeo del 12 de mayo había sido una agresión amenazante por lo sorpresiva de modo que afectó de manera profunda la psicología de la comunidad sanjuanera. La respuesta de las fuerzas navales hispanas a aquel acto no se hizo esperar. La subnarración de “naval engagement” entre el destructor “Terror” y el “Saint Paul” el 22 de junio temprano en la tarde; y el enfrentamiento del “Yossemite” y el “New Orleans” con el trasatlántico  “Antonio López” y su protector el “Ponce de León” cerca de Punta Salinas el 28 de junio en horas de la mañana, es por demás interesante. El “Antonio López” venía  cargado de armas y municiones para los españoles.

El sinsabor de la derrota de las fuerzas hispanas predomina al final de uno y otro episodio. En el primer caso, el “Terror” regresó al puerto con el maquinista y un marinero muertos exhibiendo un enorme hoyo en el costado;  y el “Antonio López” fue destruido por completo pero su carga pudo ser rescatada. Para Lee, haber sido testigo de aquellos combates produjo una emoción sin par: “I had witnessed a naval engagement”, “I also witnessed that action”, son las afirmaciones que cierran una y otra subnarración.

Las huellas resultado de aquellas batallas navales, combinadas con el cercano recuerdo del bombardeo del 12 de mayo, provocaron en la maltrecha y atemorizada comunidad sanjuanera una profunda sensación de desasosiego. “(The) city was almost desert” afirmaba. Los elementos básicos para la subsistencia comenzaron a escasear hasta el punto de que no se conseguía ni siquiera leche para los niños.  La guerra había detenido la marcha del tiempo en la medida en que había alterado todas y cada una de las rutinas de la ciudad murada. Los cónsules de Francia, Gran Bretaña, Holanda y Dinamarca, presionaron al gobernador Manuel Macías para que estableciera zonas neutrales en las cuales se pudiera garantizar la seguridad de los extranjeros. La hacienda del francés Gerónimo Landrau en Pueblo Viejo, y la “Hacienda Progreso” en Carolina, sirvieron para esos fines. Los extranjeros no tuvieron que pasar las mismas angustias que atenazaron a los ciudadanos de la capital. Lee, que fue parte de aquel selecto grupo, asegura que disfrutaron de una “pleasant vacation there for several weeks”.

Tropa de la compañía “D” de la 5ta Caballería del ejército estadounidense esperando en fila para recibir su cena en Mayagüez, Puerto Rico (1898).

El Porto Rico americano

Las noticias del desembarco del 25 de julio y del armisticio llegaron a oídos de Lee estando en aquel seguro refugio. La incertidumbre era notable por aquellos días. Nadie podía imaginar cual sería el futuro de Puerto Rico después de los hechos.  Las noticias respecto a la actitud indulgente mostrada por las elites de Ponce con los invasores  tras la toma de aquella población del sur ofrecían algunas pistas: los encabezamientos de la correspondencia oficial de los portavoces de la ciudad parecían aceptar el trauma sin embarazo alguno mediante la inscripción “Ponce, Porto Rico, U.S.A.” Aquella urbe conocida como el París de Puerto Rico se había entregado con regocijo y sin resistencia. Era la misma actitud condescendiente de Olivia Paoli que he destacado en otras ocasiones, o la de Waldemar, hermano de Edward, quien de inmediato se conectó con los representantes de los conquistadores en la ciudad de Ponce. La percepción dominante era que los recién llegados representaban una garantía de progreso que la vieja y autoritaria España no era capaz de garantizar. La reflexión intelectual de las elites económicas ponceñas sentía una manifiesta afinidad con los estilos de aquel mercado.

En cierto modo, ese fue también el tono dominante en la reflexión de Lee cuando presenció el arribo del Mayor General John R. Brooke y su séquito a un campamento castrense en Río Piedras, mientras un cuerpo de artillería se acuartelaba en Santurce en un local de la Parada 19.  Es importante volver a llamar la atención en torno al hecho de que Lee no era un ciudadano cualquiera en el momento de cambio de soberanía imperial. Fungía como Cónsul de Holanda desde los días de la “pleasant vacation” en las zonas neutrales organizadas por Macías. Pero ante el hecho de que una historia termina y comienza otra, en esa frontera que representa la ocupación de la colonia por unos nuevos dueños, Lee cambia el ritmo y el tono de la narración. El alegato de  un funcionario extranjero de origen anglo-ponceño que reside en la capital, posee un valor incalculable para producir una contra-imagen o una anti-figuración, como denominé a ese procedimiento en un volumen de 2003, de los hechos del 1898. Entre la anécdota, la impresión, la micronarración y la microhistoria este escritor ofrece una imagen desconocida de los hechos.

“A disagreeable experience…”

La misma noche del día que empezamos a ser estadounidenses, Lee pasó una desagradable experiencia mientras aguardaba  por su hermano Waldemar, quien ya había comenzado a trabajar con el Servicio Postal Militar en Ponce. Cuando salía de su casa ubicada en la calle Dos Hermanos, se encontró con una situación extraña: un hombre negro a quien conocía corría despavorido como si temiera por su vida. Huía de dos soldados borrachos que le habían amenazado. Lee cerró con llave la puerta principal de su residencia para garantizar la seguridad de su esposa Catalina Concepción de las Mercedes, encendió un cigarrillo quizá para darse confianza en el trance y siguió su camino hacia la estación postal. Para su sorpresa,  aquellos individuos se le acercaron, lo tomaron por los hombros y lo amenazaron con un cuchillo y un arma de fuego. Lee, un hombre refinado de las clases altas y de calculado lenguaje, confiesa en sus memorias que se sorprende de su agresiva reacción:  “I gave them the choisest selection of bad language I have ever used in English, shaking myself  free as I call them the vilest names I could think of.” Lo inesperado de la reacción verbal y, con toda probabilidad, el hecho de que se vertiera en el lenguaje de los invasores, provocó que los agresores quisieran reducirlo todo a una broma. Cuando los soldados borrachos le extendieron la mano para resarcirse, Lee los mandó al infierno y les gritó que no le daba la mano a “dirty bums”. Lee reconocía e imponía el orgullo propio de su condición de clase. El problema podía ser más grave para los soldados. Waldemar, su hermano trabajaba para el servicio postal, y el agredido representaba al gobierno holandés en la ciudad.

Al otro día, el Teniente Arnold de las fuerzas armadas estadounidenses le informó que los agresores estaban bajo arresto y solicitó un informe sobre los hechos. Lee se negó a registrar cargo alguno contra los alborotadores. Otra  vez su orgullo de clase se impuso. Las autoridades militares los condenaron a estar dos meses en las barracas y a la suspensión de su sueldo. Lo interesante es que la agresión al negro anónimo durante la noche de los hechos no parece preocuparle a nadie. En el relato se reduce a un mero “cabo suelto” sin relevancia al cual el autor no regresa. Cuando los soldados cumplieron la pena impuesta por el Teniente Arnold, uno de ellos, el más joven, fue sumisamente a su casa a agradecerle el gesto. Pocos días después Lee se enteró de que aquel había vendido por 10 centavos  el cuchillo de ocho pulgadas con que lo  había amenazado cerca de su casa. El carpintero que lo había comprado se lo obsequió a Lee como un gesto de curiosa amistad.

El episodio en el cual se detiene Lee es un laboratorio de la cotidianidad conflictiva que generó la invasión asunto que, en cuanto al 1898 puertorriqueño, no ha llamado la atención de los historiadores tanto como se merece. Lo cierto es que en Aguadilla, en Mayagüez, en Ponce y en San Juan, las investigaciones han registrado interesantes confrontaciones entre aquella soldadesca orgullosa e irracional y los miembros de aquellas comunidades que, en términos generales, les estaban ofreciendo una bienvenida decorosa. Las tensiones emocionales que generó el momento que se vivía es un asunto que excede las posibilidades de la historia social y económica pero también las de la interpretación geopolítica.

Lo cierto es que la incertidumbre respecto al futuro de Puerto Rico seguía presente. Lee afirmó en sus notas que el interés de Estados Unidos en quedarse con la isla sorprendió a muchos de sus contemporáneos. Quedarse con la isla ¿por qué? ¿para qué? Algunos esperaban que estados Unidos, con una nobleza in esperada, la dejara en manos de España al menos “for sentimentals reasons”. La expresión me confirma la imagen de aquel país como un imperio benévolo, Pero también confirma que  el encono con la dureza del coloniaje español comenzaba a ablandarse y a transformarse en nostalgia sosa desde que se supo que todo estaba perdido. La disolución de la relación con España, si uso un sugestivo planteamiento del historiador alemán Jörn Rüsen, “mejoraba” de manera significativa el “pasado”.

La rigurosidad del calendario de la desocupación y la urgencia por cambiar las banderas, hizo necesario el acuartelamiento de las últimas fuerzas hispanas que se retiraban en el Arsenal de la Puntilla bajo incómodas condiciones. La gestión estuvo a cargo del nuevo gobernador Ricardo Ortega, el último de la hispanidad, y el Capitán Ángel Rivero Méndez, autor de una famosa crónica de aquella invasión desde la perspectiva hispano-puertorriqueña. Aquel día se arriaron las enseñas españolas en la mañana, mientras que por la tarde se izaron las estadounidenses con el propósito de no hacer sentir mal a los derrotados.

Viejo San Juan/ New San Juan

Cuando en agosto después del armisticio entraron al puerto de la capital los cruceros “Cincinnatti” y “New Orleans” al mando de los capitanes Colby M. Chester y William M. Folger, la emoción vuelve a invadir a Lee: “The beauty of the American flag has never thrilled me more than it did that morning”. Sin embargo, tras el traspaso del 18 de octubre, su actitud fue otra. Aquel día atracaron entre otras compañías, el “47th New York Volunteers” compuesto, según su fama, por “Brooklyn wharf rats”. La figura fuerte en la capital sería la del General Fred D. Grant al cual Lee no menciona por su nombre en su texto. El arribo del primer regimiento de ocupación al territorio produjo un efecto desesperanzador. El discurso de la armonía de la invasión afirmado por ciertos sectores se hizo sal y agua de inmediato.

El San Juan de los primeros días después del traspaso ofrecía una imagen patética y perturbadora. El episodio con los soldados borrachos en casa de Lee comenzó a convertirse en un asunto común de acuerdo con su testimonio. “Many disagreeable incidents caused by drunken soldiers from their regiment (el “47th New York Volunteers”) led to the first of serious anti-American reactions through the island”. La ilusoria luna de miel entre invasores e invadidos duró poco en la vieja ciudad. El exhibicionismo marcial de las fuerzas armadas cuando se movilizaron hacia la calle de la Fortaleza al choque de tambores, hizo que un español que se  cruzó con Lee le dijera: “parece que van a ajusticiar a uno”. La ironía de la expresión de aquel ciudadano resentido por un espectáculo que representaba una historia que se dejaba atrás hizo que Lee, quien ya simpatizaba con el cambio, le respondiera: “no es mala la justicia que van a aplicar”.

Los meses que siguieron a la  salida del país de los últimos funcionarios españoles fueron de acuerdo con Lee, “an interesting and often a wild time”. Detrás de los soldados vinieron aventureros, “camp-followers”, los medianos inversionistas y numerosos curiosos del norte. Aquella avanzadilla de saltimbanquis, pícaros y  gente con dólares en un escenario que, por el cambio de moneda y la devaluación de la riqueza local desde arriba, favorecía a aquel que los poseía, representaba la ansiedad imperialista de conocer/poseer la colonia ultramarina de un modo distinto, agresivo e inusitado. La presencia de trotamundos y bohemios  impactó tanto la fisonomía urbana de la ciudad colonial que algunas áreas “came to resemble pictures of the early westerns settlements”. La asimilación de los espacios al gusto de los “hombres de la frontera” esta vez ultramarina, tomó un carácter carnavalesco  y esperpéntico según lo describe Lee. Las casas de apuestas y los tiroteos se hicieron comunes por aquellos predios. La descripción de Lee se ajusta a la imagen de un arquetípico pueblo del lejano oeste con su cantina, sus nichos de pecado y sus contradicciones en donde la violencia machista vaga por doquier. En sus palabras es visible el pre-texto inventado por una cinematografía que ya había madurado cuando el autor daba forma final a sus recuerdos en su autobiografía. La agresión cultural del otro posee, como se verá de inmediato, numerosos y originales rostros

El bar de Charlie Pohl, ubicado donde luego se construyó el Banco Nova Scotia entre las calles San Justo y Tetuán, poseía un  anuncio eléctrico que cruzaba la calle. La imagen de aquellas letras luminiscentes se insertó en el fugaz folclor citadino. En el bar de Charlie que ocupaba dos pisos completos, todo era exuberante y kitsch. La barra, según su dueño, había sido propiedad del boxeador del peso completo  Jim Corbett o de algún otro campeón del popular deporte de las narices chatas. En la planta alta las mesas de apuestas dominaban: “roulette, monte, and faro were kept going full swing from noon until daylight”. Las alusiones de cuáquero y moralista extremo que manifestaba José Pérez Moris cuando acusaba a Betances de noctámbulo, aventurero y de irse a jugar cartas y apostar a los garitos del área oeste eran poco comparadas con el panorama de los bajos urbanos de San Juan por aquellos días. El abarrocamiento del local se convirtió en sinónimo del exceso por lo que, cada vez que algún contertulio exageraba en sus afirmaciones, su interlocutor le decía: “Son anuncios de Mr. Charles, much as later one said: Es buche y pluma”. Los “americanos”  como Charlie pasaban por altaneros, petulantes y soberbios que movían más a la risa que al respeto que debía merecer un “libertador”.

El otro elemento señalado por Lee tiene que ver con la vida disoluta que se permitía en aquellos lugares: “As with gambling, so it was with drinking”.  Le llamaba la atención el favor del paladar estadounidense por el whisky  y la cerveza fría y las incomodidades que ello imponía en un país de ron y cerveza con poca producción de hielo al momento de la toma de posesión.  La cultura popular de los invasores se refleja en la anécdota de Padre John P. Chidwick (1863-1935), el capellán del acorazado “Maine” accidentado en La Habana quien se convirtió en un héroe nacional por su sacrificada labor de rescate después del incidente. Lee relata que cuando Chadwick arribó a Ponce señaló con emoción hacia el almacén de Ramón Cortada & Compañía y le dijo a los soldados: “Boys, this is a civilized community”. ¿La razón para ello? En la pared divisó un rótulo que leía “Canadian Club Whisky”, marca fundada en 1858. El representante y distribuidor de esa marca en Puerto Rico era la compañía de Lee por lo que disponía en almacén de 45 cajas desde hacía varios años.  Con su peculiar desenfado, Lee afirma que esas 45 cajas fueron vendidas en 45 segundos tras el desembarco de las tropas. Las órdenes por cable o telegrama del Canadian Club Whisky aumentaron dramáticamente hasta el extremo de que en un solo cargamento tuvieron que ordenar 1,500  al productor en Walkerville, Ontario. La invasión también abrió las puertas a la Anheuser-Busch fundada en 1852 en Misuri, a la Budweiser, al Distiller Company Limited Scotch, a la champaña Mumm’s, al borbón, al whiskey de centeno y la ginebra Old Tom y Holland, bebidas que también penetraron de la mano de las armas los resquicios del mercado y del paladar.

Lee atenúa aquel escenario de aparente disolución moral con la fugaz presencia en la capital de la filántropa y activista humanitaria Margaret Livingston Chandler quien vino a establecer un hospital militar para oficiales en la esquina suroeste de las calles Fortaleza y Cruz. Lee se quedó a cargo del local cuando aquella abandonó el proyecto por considerarlo innecesario. Igual que aquella troupe de recién llegados quería poseer la ciudad, los ciudadanos aspiraban apropiar a los invasores. “The desire to learn english became an obsession”, afirma,  por lo que Lee comenzó a dar clases en horas de la tarde en su casa. Su juicio al final de este capítulo es muy significativo por lo que lo cito completo:  “If the teaching  of English had been kept up on the same scale as during the first ten years of the American occupation, it would soon have become the Island’s general language, though I believe that Spanish will always be the vernacular”.

Otro tanto sucedió en la ciudad de Ponce acorde con las memorias de Paoli de Braschi. En su caso, Olivia y dos de sus hijas, Estela y Aida quienes leían y hablaban perfectamente el inglés, se prestaron para ser maestras de español de algunos de los soldados estadounidenses que se fueron radicando en la ciudad. El atractivo de inglés para los puertorriqueños era visible y viceversa. Para aquellos que soñaban con la asimilación cultural o la mutua asimilación en bien de ambas partes, se había perdido un gran momento. No se puede pasar por alto que la voluntad popular y el liderato político local era, en su mayoría, abierta y sinceramente estadoísta durante aquellos primeros aciagos días. En aquel apretado momento se reconocía que, en verdad, habían llegado los “americanos”. Al menos así me lo contaba  mi abuelo que fue testigo del paso de las tropas entre San Germán y Mayagüez  desde su pequeña casa en Hormigueros. Pero del mismo modo que llegaban, comenzaban a irse mientras la gente común olvidaba y era olvidada.

Publicado originalmente en 80 Grados-Historia el 23 de junio de 2017

junio 9, 2017

El circunstante, el visitante, el residente: tres miradas sajonas sobre Puerto Rico. Parte 2

  • Mario Cancel Sepúlveda
  • Historiador y escritor

El circunstante y el visitante expresaron esa mirada despreciativa apoyada en una serie de prejuicios que traducía más su tirria hacia la hispanidad que hacia el portorriqueño. Este resultaba invisible para una mentalidad cosmopolita como la de aquellos. Los aludidos no tenían que sentir ninguna molestia con su invisibilidad.  Después de todo, los más eminentes exponentes de las elites criollas y la casa letrada insular pretendían que se les viese de ese modo, como especímenes o facsímiles razonables de la hispanidad. El integrismo tuvo muchas gradaciones durante el siglo 19 por lo que su presencia se hizo sentir desde los extremos del incondicionalismo hasta el autonomismo radical más exigente: todos aspiraban a ser españoles porque ello era parte integrante de sus particulares proyectos modernizadores. La única excepción parece haber sido los separatistas independentistas y anexionistas que eran partidarios de la desolidarización con España y de la desespañolización radical.  El atractivo del polo imperial ha sido seductor para aquellos sectores lo mismo en el siglo 19 que en el siglo 20 y el 21.

Pero la mirada sajona no se reducía a la experiencia estadounidense. El Puerto Rico decimonónico se había ido abriendo como resultado de su timoneado proceso de  inserción en las redes del mercado internacional en especial desde 1815. El intervencionismo mercantilista y ciertos avances del mercado libre convivieron con numerosas tensiones en aquel complejo tablero. Las urbes comerciales de la colonia mostraban una interesante pluralidad. La presencia de elementos sajones en el entramado social y económico colonial también incluyó británicos como sabemos. Resulta curioso que ciertos sectores del separatismo independentista en la década de 1860 y el 1890, manifestaran tácitamente más confianza en la probabilidad de elaborar alianzas concretas con sajones británicos que con sajones estadounidenses. Ciertos detalles presentes en la discursividad conspirativa del Gran Club de Borinquen encabezado por Andrés Vizcarrondo, y en la del Delegado General del Partido Revolucionario Cubano en Francia, Ramón E. Betances Alacán, así lo demuestran

 

Ya estábamos por aquí: la mirada de residente

En ese sentido, la personalidad de Albert Edward Lee Basanta (1873-1942) puede representar un contrapunto valioso y aclarador. Para los propósitos de esta reflexión Lee es el residente, el que nos mira desde “adentro” poseído por la familiaridad producto de una larga vida en la isla cerca de distinguidas figuras de las elites criollas y la casa letrada. Un sajón de ascendencia británica nacido en el seno de una familia de comerciantes en la ciudad de Ponce y que combinaba las tareas mercantiles con la actividad consular y diplomática quien, a la vez, es capaz de desenvolverse con  los gestos de un criollo legítimo en las redes materiales y espirituales de la ciudad de San Juan, es un fenómeno excepcional. En cierto modo su vida me confirma que la cultura criolla poseía una porosidad fuera de lo común y que las condiciones materiales eran capaces de atenuar los reparos que  la circunstancia de la extranjería podía generar.

En sus memorias tituladas An Island Grows, terminadas en 1942 y publicadas en 1963  por “Albert E. Lee and Son”, Lee se proyecta como el prototipo del sajón criollizado que ha hecho suyos muchos de los hábitos culturales y aristocráticos de elites criollas y la casa letrada hasta el extremo de manifestar una genuina solidaridad con el país en el cual se mueve. En 1905, en un libro titulado Political Development of Porto Rico, Edward Stansbury Wilson, otro residente nacido en Newark que fungía como Alguacil de la Corte Federal en la capital, tras aceptar que los portorriqueños eran inasimilables, admitía la posibilidad de una “mutual assimilation” en la  cual ambas partes, invasores e invadidos, saldrían ganando algo. Lee es un modelo de hasta dónde podían llegar esas transacciones durante el último tercio del siglo 19. Ese curioso problema identitario lo convierte en un testigo de primer rango en el contexto del meandro del 1898.

A diferencia del circunstante y el visitante, este residente es un testigo vinculado emocionalmente a Puerto Rico. Albert Edward Lee Basanta, hijo de Thomas Edward Lee Baggs procedente de Saint Thomas, y de Josefina Basanta Wainwright de Ponce,  casó con una hija de Alejandro Tapia y Rivera, Catalina Concepción de las Mercedes Tapia (1874-1932). Entre sus hijos se encuentra Consuelo Lee Tapia (1904-1989) esposa del poeta Juan Antonio Corretjer. Yerno del “padre” de letras, el teatro y la historia en el país, An Island Grows (1963) un texto invisible en la historiografía puertorriqueña,  aspiraba continuar la tarea de su suegro en Mis memorias.

El texto de Lee es toda una aventura. Fue revisado y editado por Earl Parker Hanson (1899-1978),  uno de los cerebros del “desarrollismo dependiente” de Puerto Rico durante  la era de “Operación Manos a la Obra”. Su producción estuvo al cuidado de sus hijos, Waldemar Fernando y Consuelo. El diseño del volumen estuvo a cargo de Irene, esposa de Jack Delano, y Margarita Ashford de Lee, hija de Bailey K. Ashford quien a la sazón era la esposa de Waldemar,  redactó una cronología histórica que serviría de marco de referencia para la vida de Albert. Se trata de un libro bien cuidado que materializa el esfuerzo de una elite sajona “amiga” de Puerto Rico y que puede informar al investigador sobre la imagen de Puerto Rico y los puertorriqueños en ese grupo de observadores. La autobiografía de Lee merecería una lectura incisiva de cara a la de Tapia para determinar las continuidades y las discontinuidades entre las miradas de estos dos intelectuales criollos tan cercanos el uno del otro.

Para los propósitos de esta reflexión voy a referirme a los apuntes de Lee en torno a los últimos días de España y los primeros de Estados Unidos. La década de 1890 en su conjunto y el 1898 en particular, llamaron mucho su atención. El irregular y asimétrico proceso de modernización puertorriqueña en aquel decenio sigue siendo un asunto por trabajar desde la perspectiva de la historia cultural y de las representaciones que las elites y la casa letrada se hicieron de los personajes presentes en aquel complejo juego.

En el capítulo “The Gay Nineties”, metáfora que recreaba la de los “Gay Twenties” estadounidenses,  Lee parecía afirmar el derecho a la nostalgia. Sus apuntes sobre la década de 1990, dejan en el lector una imagen distinta a la de los textos estadounidenses producidos entre 1898 y 1926 que el Dr. José Anazagasty Rodríguez y yo junto a otros especialistas discutíamos en dos colecciones de ensayos publicadas en 2008 y 2011. Aquellos visitantes y residentes, empecinados en devaluar el pasado hispano, parecían haberse impuesto la tarea de degradar el pasado español con una retórica que, lejos de aspirar a la comprensión empática del Otro en el sentido en que le daba a ese concepto Marc Bloch, hacían todo lo contrario: afirmaba las diferencias y, por medio de una distribución desigual del valor, degradaban a los “nativos” con el efecto de enaltecer a los invasores. En su conjunto aquellos textos, como los de Blackford y Mixer, invisibilizaban al portorriqueño y sólo veían el español y sus vestigios. La negación de la posibilidad de una identidad era por lo demás ostensible.

El texto de Lee va en otra dirección: la nostalgia romántica marcada por el embeleso se impone. El San Juan, ya viejo/provecto/antiguo, cuyos callejones a veces te recuerdan el Madrid artesano medieval que se respira en la calle de Cuchilleros de la capital española, se despliega como una ciudad moderna, con espacios cosmopolitas accesibles para las clases altas que él representa. Distinto a los sajones que llegan en el 1898 con las fuerzas armadas, Lee celebra una ciudad progresista en donde la elites urbanas no tenían mucho que envidiarle a las de cualquier otra capital europea. Su descripción de la vida capitalina recuerda la imagen de la ciudad moderna articulada en un extraordinario estudio sobre el tema por Jacques Dugast, La vida cultural en Europa entre los siglos XIX y XX, volumen publicado en 2001 en francés y en 2003 en castellano. Vivir como cualquier otro europeo, es decir ser moderno, no era sólo la ansiedad de los ciudadanos.  La aristocracia rural, si vuelvo sobre la lectura de ciertas estampas de Manuel  Alonso Pacheco en El Gíbaro de  1849, también pretendía lo mismo.

Es cierto que Lee habla desde un nicho privilegiado. Sus observaciones hubiesen significado  poco o nada, a lo sumo una pretensión de clase, para el liberto, el artesano o el vagabundo que (sobre) vivía en medio de un orden autoritario y un mercado degradado que lo rechazaban. Sus afirmaciones tampoco hubiesen sido convincentes para un exilio político, pienso en Betances Alacán, que no celebraba la desigual relación política que sufría el país. Lo interesante es como a través de este texto se ratifica el principio interpretativo marxista de que la producción de ideas y representaciones es una “emanación”  de la actividad material y la posición de clase de los individuos que la formulan. El otro dato relevante de este fragmento es el efecto que genera la observación de las estrechas calles de la ciudad en dos observadores: donde el citado Mixer encuentra “aglomeración urbana”, Lee encuentra “armonía”. Lo apretado de una ciudad con resabios tardo medievales produce emociones distintas en uno de otro: de rechazo en el visitante, de atracción en el residente. Lo que cambia es la “mirada”, no lo “observado”.

Lo que desde la perspectiva de Lee enriquecía a San Juan  era la presencia de los mismos  elementos que las evaluaciones estadounidenses de 1898 a 1926 alegan que falta: la complejidad, la sofisticación y la aceleración de la vida urbana propia de una ciudad moderna. Los observadores estadounidenses no fueron, por cierto, los únicos en quejarse de esas ausencias. Muchos miembros de la elites criollas y la casa letrada, lo mismo liberales reformistas, autonomistas o separatistas se quejaban de lo mismo. Los estudiosos de este tipo de asuntos deben recordar las observaciones por ejemplo de Carlos Peñaranda en sus Cartas puertorriqueñas redactadas entre 1880 y 1887, o las de Tapia y Rivera en su autobiografía terminada en 1882 antes citada. Betances mismo, refiriéndose a Tapia en una carta a Lola Rodríguez afirmaba con pesar que “en otro país, en otras circunstancias ¿qué cosas no hubiera dado ese cerebro?» La idea de que no éramos “modernos” producía una visible ansiedad a los sectores educados del país.

La situación privilegiada de Lee, su refinamiento, los lugares sociales en los cuales se mueve le  autorizaban a emitir una opinión distinta. Todo parece indicar que para la gente de su clase los indicadores de la modernidad estaban accesibles. El registro de las obras de teatro clásico, las zarzuelas y los conciertos públicos semanales en la Plaza de Armas, tan relevantes para el diseño de lo moderno en aquel entonces, no faltan. La visita del actor español Paulino Delgado y su troupe y la presencia del dramaturgo y poeta Leopoldo Cano, conmovía a la juventud educada

Los deportes competitivos que llaman la atención de los jóvenes pudientes tampoco: la equitación, el ciclismo y las regatas eran parte de la atractiva oferta. El “Club Neptuno”, luego “Club de Regatas” y más tarde “Union Club” ubicado en La Puntilla, era la sede de las diversiones marina. Pero no hay que olvidar que un buen caballo, una bicicleta o un velero no eran accesibles a todos los jóvenes de la capital para fines de diversión. El gusto de las clases altas por los deportes competitivos era reforzado por el sistema educativo elitista en el cual se formaban fuese en Europa, Estados Unidos o Hispanoamérica. Estando en Toulouse Betances obtuvo algún premio en el deporte de la esgrima y que también tomó clases de gimnasia. Todas las leyendas urbanas que conozco de Segundo Ruiz Belvis ratifican que era un excelente jinete y un buen esgrimista.

La memoria de Lee demuestra que existía toda una red de espacios y multiplicidad de rituales complejos y ostentosos que alimentan la solidaridad de las clases altas. La imagen pública se constituía en las actividades de Casino Español, donde la presencia de puertorriqueños era muy poca,  y el rival “Liceo Militar” al parece más exclusivo que aquel. Ello junto al ritual cortesano del “Besa Manos” auspiciado por La Fortaleza y sus  “carreras de cintas”,  parecían llamar la atención de los “chicos bien”. Las “carreras de cintas” eran un ritual de apareamiento con retazos de justa medieval. Las citas tenía las iniciales de los nombre de las jóvenes solteras y los varones debía demostrar su habilidad tomándolas al galope.

Pero Lee “mira” desde un lugar de “excluyente” y en una sola dirección: desde las clases altas y hacia las clases altas. En una parte de su memoria, refiriéndose a los conciertos públicos, afirma que “since each class knew its alloted place in the scheme of things, police intervention was never necessary”. La plebe o la canalla, como se refería al común de la gente Voltaire en algún texto, es una sombra  que apenas se esboza cuando relata el episodio de lo “quintos” o los reclutas recién llegados. El episodio, que recuerda algunas de las quejas de Alejando O’Reilly en su informe de 1765 con su frío lenguaje administrativo, es de erotismo tropical sugerente en el criollo sajón: las “mulatas” están allí dispuestas para seducirlos expresando su disposición a someterse a ellos. La metáfora es interesante. Los conscriptos las perciben como mujeres “willing to take them in and slave for the, doing their washing and other chores”

En medio de su reflexión, Lee hace una afirmación que llama la atención sobre la diferencia entre un peninsular y un insular que completa, en cierto modo, las reflexiones de Iñigo Abbad y Lasierra de 1788: “Spanish could have anything they want in Puerto Rico except Spanish children”. Por otro lado, el planteamiento parece una paráfrasis de una afirmación de  Betances escrita en 1876 quien afirmaba que “trescientos años” de coloniaje no han podido crear “españoles” en América.

 

¿Qué significa la hispanidad? Un contraste

En suma, el San Juan de Lee conserva “The Old World Flavor”, un rasgo que Mixer también había anotado  en sus observaciones de 1926. Lee, el romántico, “siente” el placer del viejo mundo cuando se extasía ante el castillo de San Felipe del Morro y rememora los “old days of the buccaneers and the Inquisition”. La sensación es que reconoce que los castillos no dejan de ser sino los vestigios de una “(falsa) Edad Media boricua” y que representan un pasado que ya se dejó atrás y al cual no se quiere regresar. Mixer, el pragmático, entiende que “The Old World Flavor” posee otras potencialidades. Mirando el paisaje del distante y sencillo pueblo de Isabela, descubre las reminiscencias de “La Mancha, the land of Don Quixote” y, afirma, “the old world flavor which gives the Island its chief charm to the American traveller” Para este observador Puerto Rico es España y está congelado en el tiempo y así podría venderse.

Isabela y el Morro eran  España en Puerto Rico. La sensación es análoga. La actitud de uno y otro ante ese fenómeno es la que cambia. Se trata de dos formas distintas de posesión. La discrepancia radica en  que, lo que para Lee es un espacio vital, formativo y cercano porque es memoria cumplida; para Mixer es exotismo, atractivo empresarial y distancia porque es futuro potencial. El pasado hispano como  mercancía capaz de ser consumido por el viajero o el turista estadounidense replantea la asimilación del territorio colonial como un problema. Para que ese engranaje funcione debe ser protegido, domesticado, etiquetado y estandarizado. De ese modo, dejará de resultar amenazante. La modernidad, bajo el imperio estadounidense, se molestaba con las cicatrices de hispanidad presentes, es cierto. Capitalizarlas les devolvería valor.

Publicada originalmente en 80 Grados-Historia

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