Puerto Rico entre siglos: Historiografía y cultura

agosto 27, 2017

“Adiós! España”: aquel 18 de octubre de 1898…

  • Mario  Cancel Sepúlveda
  • Catedrático de Historia

El episodio que Robinson conserva para cerrar su volumen lo utiliza William Dinwiddie (1867-1934) para iniciar el suyo en Puerto Rico. Its Conditions and Posibilities, volumen que también se difundió en 1899. La posición del narrador ante los hechos varía. Si el primero usa el 1898 para reflexionar sobre el pasado puertorriqueño al lado de España y ubica la ceremonia como un fin esperado, el segundo lo usa para sugerir el comienzo de un futuro deseado al lado de Estados Unidos. La obra de Dinwiddie también contó con respaldo oficial. Las autoridades militares dieron al autor acceso a los archivos administrativos para que este pudiese documentar sus conclusiones. En la breve introducción el escritor agradece a los generales Guy V. Henry y John R. Brooke el respaldo a su empresa. El carácter oficial no se redujo a ello. John Russell Young, bibliotecario de la Biblioteca del Congreso, puso a su disposición una amplia bibliografía en torno a la isla ubicada en los anaqueles de aquella y otras instituciones estadounidenses. El hecho es relevante porque, aunque la afirmación de Dinwiddie se autorizó en marzo de 1899, no fue hasta el 1901 cuando aquella institución publicó un panfleto titulado A list of books (with references to periodicals) on Porto Rico, a cargo del bibliotecario y jefe de la división de bibliografía de la institución, Appleton Prentiss Clark Griffin (1852-1926) quien realizó un trabajo similar sobre Cuba. Los recursos bibliográficos sobre Puerto Rico en aquella época eran escasos. La bibliografía de Manuel María Sama, premiada en 1886 en un certamen del Ateneo e impresa en Mayagüez en 1887, y esta de Griffin son con toda probabilidad las dos compilaciones de referencias más remotas con las que cuenta la historiografía puertorriqueña.

Dinwiddie, nacido en Virginia no poseía formación universitaria y se dedicaba al periodismo como Robinson. A su condición de cronista añadía un vivo interés por la fotografía, uno de los recursos tecnológicos innovadores que tanto sirvió para documentar con precisión el conflicto del 1898. Durante los años 1886 y 1895 había trabajado para el Bureau of American Ethnology del Smithsonian Institute, organización que había mostrado un vivo interés en la cultura y la sociedad de los nativo-americanos. Los tiempos de expansionismo continental y los del expansionismo ultramarino fueron escenarios apropiados para el desarrollo de una “etnología del conquistador” que, a la larga, enriqueció el acervo de saber de los sectores intelectuales de los imperios cuyas burocracias coloniales las aprovecharon para fines prácticos.

El batallón «Patria»

Igual que Robinson, Dinwiddie estuvo en el campo de guerra actuando como corresponsal del Harper Weekly. A Journal of Civilization, una publicación fundada en 1857 por los hermanos James, John, Wesley y Fletcher Harper, asignado a las tropas de Cuba y Puerto Rico. Aquel semanario también había cubierto otro de los iconos de la identidad nacional estadounidense en su momento: la Guerra Civil (1861-1864). Dinwiddie incluso fungió como funcionario colonial en Filipinas, posesión ultramarina en la cual las cosas no resultaron tan sencillas para los invasores estadounidenses como lo fueron en las dos Antillas españolas. El cronista, acorde con su testimonio, permaneció en Puerto Rico entre octubre y diciembre de 1898 y fue testigo del protocolo de cambio de soberanía que Robinson sintetizó en la lapidaria frase “Adios! España” en su volumen.

En Puerto Rico Its Conditions and Possibilities, producido por la prestigiosa Harper & Brothers Publishers que también poseía el Harper Weekley, Dinwiddie se movió con suma confianza entre el testimonio y la investigación formal. Su interés era hacer una tasación confiable de las posibilidades materiales del territorio recién ocupado. El lenguaje de los negocios dominaría su retórica de manera indiscutible. El capítulo que me interesa, el primero titulado “The evacuation of Puerto Rico”, es otra interesante crónica de aquel 18 de octubre de 1898 en la cual todos los observadores habían visto la marca de un antes y un después. El cuidado y la emoción con los que el autor redactó el mismo expresaba su percepción de que el cambio de soberanía debía ser interpretado como un nuevo comienzo para un pueblo que había vivido al margen del progreso o de la historia misma, o como un campo de posibilidades plausibles para las “American business enterprises”.

 

El 18 de octubre: “the black cloud of Spanish cruelty had passed away…”

La lógica dualista domina la textualidad de Dinwiddie. Puerto Rico, “the easternmost fertile isle of the western hemisfere”, salía de las manos del “galling yoke of tyranny and taxation” que significaba España, para pasar a manos de un imperio liberal y progresista.  El rechazo al pasado hispano era palmario: el 1898 tenía que ser interpretado como la sentencia de muerte de la supremacía española. No se puede pasar por alto que aquellas protestas, la de los impuestos y la tiranía, eran las mismas que expresaba la generación rebelde del 1860 y sintetizaban el reclamo del liberalismo económico y político puertorriqueño. La diferencia entre la utopía independentista y la de los invasores del 1898 era que los rebeldes del 1868, al menos los que circulaban alrededor de la figura de Betances Alacán, se habían alzado por la independencia.  Dinwiddie está seguro de que esas metas se conseguirían bajo el control colonial benévolo de Estados Unidos. El discurso modernizador manifestaba una plasticidad extraordinaria cuyos polos tenderían a chocar tras la imposición de la soberanía estadounidense.

Aquel mediodía de martes 18 de octubre fue apropiado por el autor como un “memorable day in Puerto Rican history”. Todo se conjuró para que así fuese. Un cielo claro, “not a cloud dotted the sky”, anticipaba un futuro promisorio para el territorio antillano. El despliegue de confianza y optimismo en la retórica del cronista no debería sorprender a nadie. El orgullo de aquel país con el paso dado, comenzar la creación de un imperio ultramarino con miras a expandir su hegemonía hemisférica, no era poca cosa.

¡Igual que en “Adios! España” de Robinson, el tono de “The evacuation of Puerto Rico” de Dinwiddie es solemne y cuidadoso.  La ceremonia de cambio de banderas no había dejado de llamar la atención de numerosos curiosos. Los hoteles de la ciudad estaban llenos a capacidad hasta el punto de que, en la víspera del acto protocolar, hasta tres y cuatro extraños tuvieron que dormir apiñados en los pequeños y oscuros cuartos “suffering all night long from an infestation o humming, insatiable mosquitoes”. El detalle de la agresividad del trópico contrasta con la grandilocuencia de la introducción del tema. El ambiente tenebroso y sórdido de las habitaciones de hotel en la colonia fue un tópico que se repitió de diversos modos en varios textos redactados por aquellos días. De igual manera, la vinculación del mosquito con los ambientes amenazantes para la salud del recién llegado ha sido un lugar común en la invención del trópico húmedo como una ecología peligrosa que era preciso domeñar con las armas de la civilización.

La percepción de que las tensiones entre España y Estados Unidos estaban superadas se expresaba en el hecho de que el General John R. Brooke había permitido que las fuerzas hispanas que todavía aguardaban por su salida de Puerto Rico permanecieran en sus barracas desarmados en tanto llegaban sus transportes, en lugar de trasladarse a un campamento temporero ubicado en Santurce que les habían asignado pare ese fin.

La idea de que el cambio de soberanía significaría el desarraigo y la destrucción de numerosos lazos que excedían las consideraciones políticas llama mucho la atención. Los milicianos españoles no era simples soldados estacionados en una plaza ultramarina. Durante siglos se habían integrado a las comunidades en las que estaban los campamentos que servían. La salida de Puerto Rico significaba dejara atrás mujeres e hijos y, claro está, imponía la posibilidad de un retorno en cuanto la situación se normalizase entre ambos países. Para Dinwiddie ese era el resultado inevitable de la guerra: el soldado victorioso y expresivo y el soldado derrotado y huraño significaban ese tránsito de un pasado ominoso y oscuro a un futuro halagüeño y luminoso: el costo humano era tolerable. Una simple expresión metafórica cargada de maniqueísmo confirma la concepción de la ruptura benéfica que el autor ha ido construyendo a través de sus observaciones. Entonces el relato se detiene en la crónica del acto.

Se acercaban las 12 del mediodía y los invasores eran puntuales. Un conjunto de soldados se estacionó en el patio de La Fortaleza y otro en la Plaza de Armas frente a la Alcaldía de la ciudad. Las distancias en la isleta son pequeñas: entre una y otra no median más de dos calles marcadas por el declive de la colina, la San Justo y la Del Cristo. El acto se repite a las puertas del castillo de San Felipe y el San Cristóbal. Entre los testigos de los hechos destacaba un conjunto abigarrado de “American tourists and newspapermen, of well-dressed Spanish and Puerto Rican merchants and landholders, and of the dark-colored, ragged, and tattered natives”. La mirada del cronista se emite desde una “noble posición de ventaja”, la que le da su vinculación a los invasores victoriosos. Desde allí clasifica a los testigos mediante el establecimiento de una jerarquía en la cual el origen nacional, la posición social y el color de la piel resultan ser los criterios clasificatorios utilizados. Los testigos, unos u otros, no dejan de ofrecer la impresión de un conjunto de seres sin voluntad. Zombificados en la espera del acto magno, se limitan a mirar en silencio hacia el asta vacía por donde ascenderá la bandera de las muchas estrellas a la vez que nerviosamente consultan los relojes. El tiempo se ha detenido y la tensión de relato llega a su clímax.

Al grito de “atención” todo salen de la inmovilidad: los soldados se ponen rígidos para presenciar el acto y los fotoperiodistas apuntan sus cámaras al objetivo. En un detalle que disminuye la tensión ceremonial, Dinwiddie reconoce que algunos militares, débiles y sofocados por el amenazante trópico, “lay uncaring beneath the shaded walls”. El tópico de clima, la fiereza del sol y los peligros que ello implicaba para un visitante del norte templado estaba bien presente en este y otros autores. La voluntad de domesticar esas condiciones con los instrumentos del progreso y la civilización que ellos representaban estaba sugerida. En su juego retórico el cronista imagina la incertidumbre que debía sentir el oficial, el Mayor J. T. Dean ubicado en lo alto de La Fortaleza, de que al tirar de la driza con la que se elevaba la bandera estadounidense esta se zafara, el gallardete cayera y el ritual se mutilara. En la Intendencia la labor correspondió al Coronel Goethals, en la Alcaldía al Mayor Carson y en el Morro al Mayor Day quien también lo había hecho en Ponce. Los procesos debían ocurrir con precisión cronométrica. Después de todo, el acto se visualizaba como la expresión de una génesis mágica, los hechos ocurrían in illo tempore por lo que redactar la crónica de los mismos significaba estructurar un ritual que debía ser repetido de algún modo en el futuro

El arribo de la enseña al tope de la asta de La Fortaleza debía coincidir con las campanadas que marcaban el mediodía, las de la Catedral y las de la Alcaldía, y una salva 21 cañonazos. Para Dinwiddie el conjunto representaba una melodía: el “sweet-tone” de la institución religiosa, el “Deep-bellowing clang” de la casa de gobierno, ambos signos de los vencidos, contrastaban con las “rowring guns…as they boomed out the twenty-one shots of honor and of freedom”. La gradación de los sonidos sugiere también una jerarquía concreta llena de significados.

Lo ocurrido el 18 de octubre era un acto iniciático único que debía ser recordado siempre y que, sin embargo, ha pasado inadvertido en la medida en que se ha reducido al mero dato. La agitación del cronista, invisible para los historiadores como toda emoción, no debe sorprender a nadie. A pesar de que Puerto Rico era tratado como “poca cosa”, una conquista era una conquista. Sin duda, “it was a deeply impressive ceremony”, concluye. De un modo u otro el protocolo y la historia les jugaban una broma a los recién llegados. La salve de una cantidad siempre impar de cañonazos era una tradición militar impuesta, de acuerdo con Fernando Ramos Fernández, por la misma España. La tradición comenzó en la ciudad alemana de Augsburgo durante la celebración de los actos de recepción del Emperador Carlos V.

Las virtudes inmateriales y materiales atribuidas a la nueva posesión son contrapuestas. Por un lado, Estados Unidos obtiene “a veritable Garden of Eden”, un lugar prístino en que todo está por hacerse; de otra parte, gana “a vast amount of government property”. La presencia física de la monarquía en las urbes coloniales era masiva en términos de infraestructura civil y militar. Si la valoración del carácter edénico se limita a la metáfora, la de la propiedad se pormenoriza con precisión. Aquel conjunto de viejos castillos no habían sido del todo inútiles según había demostrado el bombardeo del 12 de mayo anterior.

Las breves observaciones de Dinwiddie sobre el sentido histórico del llamado “cambio de soberanía” impusieron un tono que penetró la retórica de los puertorriqueños de todas las ideologías. Socialistas, anarcosindicalistas, federales, unionistas republicanos y nacionalistas moderados o ateneístas, como les calificaba Pedro Albizu Campos, no ponían en duda que su afirmación de que “our attitude was not that of a dictator, but of a protector” era cierta. El hecho de que aquel 18 de octubre no se dictarán discursos grandilocuentes ni se abusara de la pompa militar era una demostración de la sensibilidad del bando victorioso ante la España derrotada. La necesidad de que los paisanos aceptaran de buena fe aquella situación era imperiosa. Tras los actos los “hombres de azul” quedaron por dueños mientras la tropa española se convirtió en una presencia extranjera. El ciclo se había cerrado. La caída del sol tropical completó el escenario. Para Dinwiddie aquel 18 de octubre implicaba un meandro crucial: “the black cloud of Spanish cruelty had passed away, and in its stead had dawned the pearl -and rose- colored promise of future happiness for Puerto Rico”.

Publicado originalmente en 80 Grados-Historia el 11 de agosto de 2017.

agosto 7, 2017

«Adiós! España”: crónicas de un cambio de soberanía

  • Mario Cancel Sepúlveda
  • Catedrático de Historia

La emoción manifestada por Albert E. Lee Basanta cuando observaba el despliegue de la bandera americana en San Juan en los primeros días de la ocupación llama la atención pero resulta comprensible. En cierto modo él también reconocía que con aquel acto comenzaba una nueva era, lo que eso significase, para su país. Desde mi punto de vista, la solidaridad de este sajón residente criollizado con los invadidos no puede ser puesta en entredicho. La lectura de sus memorias demuestra que aquel evento trascendental le producía sentimientos encontrados. Lo curioso es que el empresario ponceño suprimiese cualquier observación en torno a la ceremonia de traspaso de soberanía y fuera tan solícito en documentar los roces que entre la comunidad sanjuanera y los recién llegados. Su subjetividad ante aquella eventualidad se entiende por el hecho de que el eje de la narración de Lee es su vida, su lugar en el entramado que imagina como historia. Sus emociones son un componente inherente de esa mirada.

Para otros cronistas la situación era distinta. Lo que les interesaba era el giro geopolítico que la situación implicaba y el valor simbólico que conferían a la derrota de un imperio legendario como el español por un imperio adolescente como Estados Unidos. Ese fue el caso del escritor Albert Gardner Robinson (1855-1932) en su breve texto “Adiós! España”. El mismo ocupa el capítulo 16 del libro The Porto-Rico of To-Day. Pen Pictures of the People and the Country, publicado por la editorial Charles Scribner’s Sons, empresa con un largo historial en el mundo de los libros fundada en 1846 por Charles Scribner e Isaac D. Baker la cual, desde 1893, tenía su centro de operaciones en la 5ta Avenida de la ciudad de Nueva York.

La relación de Robinson con Porto Rico se concretó durante la campaña bélica. En 1898 acompañó al General Nelson A. Miles durante la travesía que sucedió al desembarco por Guánica y fungió como cronista de primera línea durante la misma. Luego de los hechos permaneció en la isla varios meses durante los cuales visitó y conversó con numerosos paisanos, itinerario que lo llevó de la costa oeste del país a la capital. Sus observaciones puntillosas e irónicas sobre las localidades de San Germán, Hormigueros y Mayagüez, poseen un interés particular que discutiré en otro momento.

Aparte de esa experiencia directa, su libro se basó en una serie de cartas redactadas para The Evening Post, diario de Nueva York, publicadas entre septiembre y octubre de 1898. El interés de Robinson por los asuntos ultramarinos no se redujo a Porto Rico y su bibliografía posterior incluye temas sobre Filipinas y Cuba. En ese sentido, Robinson era un “experto” en asuntos ultramarinos al cual había que hacerle caso cuando se expresaba sobre estos temas. En términos generales el genuino interés por “conocer” a los “nativos” se unía a esa voluntad burguesa, propia de quien se sabe dueño de algo, de “tasar” las posibilidades materiales del territorio con el fin de ilustrar posibles inversionistas de su país de origen.

 

Un “cambio de soberanía”

Lo que llama mi atención en este momento es otra cosa. Me refiero a la crónica cuidadosa que hizo este autor del acto protocolar del “cambio de soberanía”, concepto que se ha convertido a lo largo del tiempo es uno de los eufemismos más comunes a la hora de mirar el 1898 y evadir la metáfora de la guerra. Robinson parece sugerir que se interprete ese momento a la luz de un significado metafórico trascendental como un “nuevo descubrimiento”. Después de todo, el estandarte español que muchos imaginaban hundió en San Juan Bautista el descubridor en algún lugar de la costa oeste en 1493, desaparecía mientras se izaba la bandera de Estados Unidos en La Fortaleza y otros lugares emblemáticos de la ciudad capital. El meticuloso relato confirma la alegoría del “nuevo comienzo” que los voceros de los invasores aspiraban significase su arribo.

Lo primero que hace Robinson es llamar la atención sobre el escenario. La sobriedad de la fachada de La Fortaleza, una “imposing structure (…) of no impressive style of architecture” se instituye como fondo. La asistencia a un acto de aquella relevancia asombra por lo exiguo de la misma. El registro es preciso: un par de oficiales del ejército y la marina, algunos 6 a 8 civiles, los cónsules extranjeros entre lo cuáles probablemente se encontraba Lee, y un puñado de miembros del gobierno insular muchos de los cuáles habían militado en Unión Autonomista y habían pactado con los invasores. La presencia de los representantes de las elites locales no debe sorprender a nadie. En Mayagüez, como ya aclaré en un artículo publicado en 1998, el autonomista y pensador heterodoxo Santiago R. Palmer quien se merecía toda la confianza de la ciudadanía bajo el dominio español, sirvió de intermediario de buena fe entre la vieja y la nueva soberanía aliviando las tensiones de un proceso que podía producir roces inesperados.

Frente a la antigua estructura capitalina, la banda de 11mo de Infantería junto a dos batallones del mismo, y la Tropa H del 6to de Caballería hicieron acto de presencia. En el balcón del palacio de gobierno se reunieron otros de los protagonistas del acto: los miembros de la Comisión estadounidense que había negociado los términos. Es curioso que Robinson destaque que la Comisión española se ausentó de los actos. Aunque no ofrece una explicación para el desplante, la lectura de su texto sugiere que el orgullo hispano o una inapropiada concepción del honor habían mediado en la decisión. Los reparos vertidos por Martha Blackford en su texto de 1828 a la concepción de la dignidad que dominaba a los españoles, volvían de un modo solapado en la retórica de Robinson. Los españoles no sabían aceptar con dignidad su derrota.

El relato del cronista es limpio y sobrio, distante de cualquier barroquismo o exuberancia.  La arquitectura textual, atada a los procedimientos descriptivos que ralentizan la narración, insiste en la representación de los uniformes de los soldados. Después de todo, el acto que le ocupa es el resultado de una guerra, pequeña y espléndida, pero guerra al fin. Aquella tropa “presented no brilliant spectacle”, es cierto. Parecían poca cosa, puntualiza, pero habían puesto a correr a los huestes hispanas en la región oeste. La campaña del oeste de la cual había sido testigo posee valores contradictorios para los cronistas estadounidenses. En una visita a Hormigueros Robinson se burlaba de las exageraciones de un interlocutor, el conducto anónimo del coche en que viajaba, quien recordaba con pasión el combate de la Bajura en la frontera entre aquel pueblo y Cabo Rojo.

Lo que para la memoria local era un evento fenomenal para Robinson no pasaba de ser una pobre escaramuza. El destino de la batalla de Hormigueros en la mentalidad estadunidense fue muy parecido al de la Insurrección de Lares en la de los liberales reformistas y autonomistas puertorriqueños. Devaluar la resistencia al enemigo parece ser una regla no escrita en la constitución de la memoria en historia en especial cuando la manejan las voces de los vencedores. En el momento en que observa a los opacos y deslucidos soldados yanquis, sin embargo, Robinson apela a aquella experiencia de un modo distinto. La alusión le sirve para resaltar la superioridad y la moderación ante el triunfo las huestes invasoras, por anteposición a la falta de dignidad de los españoles quienes no son capaces de aceptar su derrota. Cuando el lector evalúa esa situación y recuerda que la Comisión española se ausentó de los actos, el efecto se completa.

La lentificación del relato es un recurso que Robinson utiliza para mantener la sensación de suspenso o tensión que el episodio merece. Los actos que narra y describe suceden poco antes de las 12 del mediodía del 18 de octubre, cuando se formalizará el cambio de soberanía, la marca de un “antes” y un “después” definitivos. En breve tiempo las campanas de la vieja Catedral y las del Ayuntamiento de la ciudad marcarían las 12 y con ello el “nuevo comienzo”. Aquellos acordes se combinaron, con un cañonazo disparado desde el castillo de San Felipe del Morro por el Mayor Day del 5to de Artillería. Selden A. Day, como tantos otros, había estado activo en la Guerra Civil y había ganado el rango de Mayor en mayo de 1898 cuando ya el conflicto hispano estadounidense había comenzado. Ambos “ruidos”, no eran nada más que eso, sirvieron de preámbulo a los acordes de “The Star-Spangled Banner” mientras la “Stars and Stripes” ascendía con calculada parsimonia por un mastelero o asta ubicado en el tope del palacio de gobierno. Cuando los pocos soldados presentes rugieron su presencia, “…the ceremony is over”. En menos de una hora todo había vuelto a la normalidad.

Era como si nada grandioso hubiese acaecido. La pulcritud del acto, su sosería e inocuidad, poseía el sentido de un entierro o una inhumación: “Into the grave of the past there fall four centuries of History o Spanish power in the sea-girt Porto Rico”. Para Robinson, como para para tantos otros observadores, el pasado hispano era “tiempo perdido” que, de golpe y porrazo, “moría”. La insistencia en que España significaba el aislamiento insular, eso sugiere el concepto “sea-girt”, también subsistió en la retórica cultural puertorriqueña en la forma del “insularismo”. Puerto Rico se asume como un error de la naturaleza o como un margen de la historia que, sin embargo, podía ser salvado y devuelto a la corriente del progreso.

Los testigos del acto estaban en un estado de negación. Un detalle interesante de este testimonio es que confirma que las autoridades estadounidenses temían por su seguridad durante los actos de cambio de soberanía. Los peligros eran dos. Por una parte manifestaban recelos en torno a posibles manifestaciones por el “anti-Spanish element” y, por otro lado, les preocupaba el “danger of rowdysm on the part of our soldiers”. Ambas aprensiones tenían su fundamento. Por un lado, el bandolerismo rural ejecutado por elementos antiespañoles locales, los sediciosos o tiznados, ocupó a una parte de las fuerzas armadas en la Isla Grande. Por otra parte, los choques entre los soldados borrachos y la ciudadanía fueron comunes tal y como lo demuestra el testimonio de Lee Basanta citado en otra parte de esta serie. La tranquilidad con que todo transcurrió lo desengañaría.

Robinson estaba preocupado por la seguridad de las minorías españolas que vivían en la capital, concepto que distingue entre insulares y peninsulares porque Puerto Rico es España. El habitante de la capital era un fantasma incapaz de mostrar emociones: “no excitement”, “little enthusiasm”. Todo se había alterado pero nada se había alterado. Después de todo, las variaciones eran cosméticas. El cambio se reducía a la presencia de los “bright colors of the red, white, and blue, instead of the red and yellow of Spain”; al hecho de que el Krag-Jorgensen abrirá paso al Mauser o el Remington”; o acaso al detalle de que algunos vecinos y comerciantes adoptaron los colores nacionales (estadounidenses) en sus casas o sus negocios con el fin de expresar su fidelidad al invasor o atraer a un cliente con dólares para gastar. Algo análogo sucedió en Ponce por aquellos días. En los comercios de la ciudad comenzaron a aparecer anuncios y ofertas en inglés con el fin de seducir a los soldados-clientes que pululaban con curiosidad por el “París de Puerto Rico”, según confirman las memorias de Paoli de Braschi.

 

“Well! Here to — whatever it might be”

El inmovilismo y la vacilación se impusieron en la siquis de la gente de la capital. Los conquistados no imaginaban qué sería de ellos. Pero los dos o trescientos civiles americanos que arribaron al territorio detrás de la soldadesca, los aventureros o “camp followers” que describió Lee Basanta ocupando la ciudad con una voluntad carnavalesca, tampoco estaban seguros de lo que les esperaba. Según Robinson celebraban el cambio pero, de paso, especulaban: “Well! Here to —  whatever it might be”. La sensación dominante era, como quien dice, ¿y ahora qué?

La incertidumbre manifiesta por Robinson estaba relacionada con el hecho de que para este cronista la conquista de Porto Rico no era un logro significativo del cual Estados Unidos pudiese sentirse orgullosos. Una metáfora agraria difícil de traducir le sirve de apoyo: “We have hardly laid a big enough egg to warrant our doing any great amount of cackling”. En cierto modo tenía razón, no valía la pena cacarear en exceso porque el huevo que se había puesto no era muy grande. Los hechos de Puerto Rico, comparados con los de Cuba y Filipinas, siempre fueron vistos como “poca cosa” por aquel grupo de testigos de primera mano. Pero Robinson, como para Edward S. Wilson en un volumen publicado en 1905, no estaba del todo desesperanzado respecto a las posibilidades de la nueva posesión ultramarina. Robinson confiaba en que “the coming years should be a time of sure and steady growth and development for this spot for which a beneficient Creator has done so much.” La rama de olivo estaba extendida.

Una interesante observación de Robinson ante el proceso de invasión y ocupación es la comparación que hizo de la reacción de la gente en distintas regiones del país. Su interés se centraba en las ciudades, escenario que los recién llegados observaron con gran intensidad desde el primer momento. En Ponce y Mayagüez, aseguraba, “was an affair of some abruptness”. La gente no esperaba un desenlace tan rápido de los acontecimientos por lo que la reacción española de retroceder ante el avance de las tropas estadounidense sorprendió a muchos. El carácter abrupto y la reacción de retroceso es explicada sobre la base de que el elemento hispano que se oponía al conquistador era en aquellas ciudades minoritario ante el elemento criollo que, en general, lo favorecía. Los sectores criollos habían visto en los invasores un aliado legítimo ante su enemigo común, situación que también se había manifestado en los casos cubano y filipino.

En San Juan la situación era contraria. La predominancia del elemento español en el entramado urbano era notable por lo que las tropas estadounidenses suponían más expresiones de oposición.  Por eso la pasividad ante el acto del cambio de soberanía le sorprende: “But I saw nothing of the sort”. Con alguna ironía el autor señala que el rechazo se redujo a alguna inofensiva mala mirada o descortesía casual. La reflexión de Robinson posterior a los hechos es interesante: el periodista sinceramente temía una respuesta violenta que nunca sucedió. La situación era propicia para ello. La caballería estadounidense estaba estacionada a 15 millas en Río Piedras y los estadounidenses que pululaban por la isleta eran apenas un puñado.

No se equivocaba a ese respecto. La presencia estadounidense en San Juan se reducía a la Comisión oficial, y a algunos periodistas, comerciantes y civiles que estaban alojados en los hoteles “Inglaterra” y “Francia”, hospederías de las cuáles se burlaría por su vulgaridad. La situación era apropiada para que una turbamulta los agrediera con furia, pero nada pasó. Aquella pasividad le resultaba incomprensible como también lo era para otros observadores más interesados y distantes como fue el caso del doctor Betances Alacán. San Juan había visto pasar la historia por encima de su cuerpo moribundo sin hacer nada para evitarlo o siquiera manifestar su ira. ¿Lo hacía por honor o por civilidad? ¿Lo hacía por fatalismo o por miedo? Robinson prefiere la segunda respuesta. El juego retórico de Robinson vuelve a inventar una imagen convencional del descubrimiento: igual que el natural en Guanahani había actuado con cautela y temor ante el extraño que llegó a sus costas en 1492, el habitante de la ciudad lo hacía ante el invasor en 1898. La apelación al miedo le permite volver a alabar el poder de la civilización que representa. Después de todo, afirma, cualquier resistencia hubiese sido una locura. El La Puntilla “…lay a Little bunch of graceful, but grim-looking, slate color vessels showing the bright fold of the American flag”. La nueva situación era el producto de una guerra por lo que la garantía era la fuerza y, aparte de ello, el recuerdo del bombardeo del 12 de mayo en horas de la mañana seguía fresco en la memoria de los habitantes de la capital.

Su apreciación del bombardeo manifiesta un extraordinario contraste con el de Lee Basanta en sus memorias. Devalúa la devastación y el horror que pudo producir el mismo. Los daños fueron pocos y se ciñeron a la banda norte de la isla para al cabo con algún cinismo, afirmar que “(the) city generally shows but little sign of having been used as an object of target-practice”. La Marina de Guerra, aunque podía haberlo hecho, no hubiera querido demoler una ciudad que sabía iba a caer en su posesión para luego tener que reconstruirla. El fantasma de la ucrónica devastación de Seva narrada por el narrador Luis López Nieves en la década de 1980 atravesó por la mente de este escritor en algún momento como un acto posible. Al cabo, el bombardeo iba dirigido a la banda sur y la bahía interior donde se presumía podía estar acuartelada una parte de la marina hispana, y a la línea de castillos de la banda norte. El objetivo no eran los vecinos. El orgullo con el poderío militar de su país invadía a Robinson en este breve fragmento. La alusión a los refugiados que salían rumbo a Bayamón se atenúa, el que habla es un militar, a una anécdota sin importancia aunque, en general, valida las observaciones de Lee.

 

En San Juan “all quite and peaceful”

La vida de la ciudad tomada se sintetiza en la frase “all quite and peaceful”. Pero San Juan tiene un “sonido” que molesta:  los “cries of street venders” que le resultan más ofensivos que los ruidos de las calles de Nueva York. La idea del San Juan “ruidoso” e “inarmónico” no era solo suya. El juicio también era compartido por observadores entrenados de Puerto Rico como era el caso de Salvador Brau Asencio. La incomodidad con la ciudad murada, sin murallas ya en la parte de tierra desde 1897, también fue una de las quejas de Alejandro Tapia y Rivera en alguno de sus textos tardíos. Para Robinson aquel “sonido” carecía de la resonancia de los carros de bueyes, los carros del ejército, los carruajes y tranvías tan visibles en Ponce, por ejemplo.

En última instancia, el único lugar que mostraba cierta actividad eran los cafés en especial “La Mallorquina…the best and most fashionable of these”, en donde convergían soldados y civiles de todos los orígenes sin problema. El tema de las borracheras vuelve: “there was little drunkenness, and such as there was, I regret to say, was American”. El problema no parecía ser que los estadounidenses bebieran más que los locales sino que se emborrachaban con más facilidad. El “soldado borracho” parece ser un icono común de aquellos primeros días de la presencia estadounidense en nuestro país.

 

¿Y ahora qué?

San Juan había sido era un adversario débil para la marina de Estados Unidos, sin duda, pero si sus fortalezas se modernizaban “the forts of San Juan could be made extremely offensive and dangerous to an attacking fleet”. Robinson pensaba que incluso, pudo haberlo sido durante los combates navales que Lee Basanta registra con minuciosidad y admiración en sus memorias. La observación no impide que concluya que la confrontación se convirtió en una “semi-comedy” para los invasores. Para Robinson “we had no real battles with them”. Ni lo que sucedió en la Bajura de Hormigueros ni los combates en la banda norte de San Juan eran suficientes para acreditar una verdadera guerra en este observador.

El retrato del soldado hispano es curioso. En los días del conflicto las autoridades reales le habían adelantado el sueldo de dos meses. Tenían dinero para gastar en lo que quisieran antes de ser repatriados. A pesar de ello, nunca vio a uno borracho. La imagen del militar ordenado, morigerado y respetuoso contrasta con la de los suyos. El cronista de guerra veía en aquellos hombres signos contradictorios. Algunos militares hispanos lamentaban las condiciones en que se iban, otros prometían volver porque aquí tenían familia, pero muy adentro, a pocos parecía importarle el futuro político del país que dejaban atrás. Entre el 3 y el 4 de octubre zarparon los últimos ante la indiferencia de la ciudadanía en el “Isla de Panay” y el “Satrustegui”, amontonados e incómodos. El “Adiós! España” se había completado. Lo que quedaba de ella en la recién adquirida colonia parecía tan poca cosa que pronto se disolvería en la forma de un recuerdo borroso. Me temo que se equivocaba.

Publicado originalmente en 80 Grados-Historia el 28 de julio de 2017

julio 5, 2017

El residente y el visitante: dos crónicas sajonas sobre la invasión. Parte 2

  • Mario R Cancel Sepúlveda
  • Catedrático de Historia

Dos batallas navales en la banda norte

Con los elementos del bombardeo puestos en escena, Lee dejaba el escenario preparado para el relato de la confrontación naval entre quienes articulaban el bloqueo de la ciudad y los sitiados. El bombardeo del 12 de mayo había sido una agresión amenazante por lo sorpresiva de modo que afectó de manera profunda la psicología de la comunidad sanjuanera. La respuesta de las fuerzas navales hispanas a aquel acto no se hizo esperar. La subnarración de “naval engagement” entre el destructor “Terror” y el “Saint Paul” el 22 de junio temprano en la tarde; y el enfrentamiento del “Yossemite” y el “New Orleans” con el trasatlántico  “Antonio López” y su protector el “Ponce de León” cerca de Punta Salinas el 28 de junio en horas de la mañana, es por demás interesante. El “Antonio López” venía  cargado de armas y municiones para los españoles.

El sinsabor de la derrota de las fuerzas hispanas predomina al final de uno y otro episodio. En el primer caso, el “Terror” regresó al puerto con el maquinista y un marinero muertos exhibiendo un enorme hoyo en el costado;  y el “Antonio López” fue destruido por completo pero su carga pudo ser rescatada. Para Lee, haber sido testigo de aquellos combates produjo una emoción sin par: “I had witnessed a naval engagement”, “I also witnessed that action”, son las afirmaciones que cierran una y otra subnarración.

Las huellas resultado de aquellas batallas navales, combinadas con el cercano recuerdo del bombardeo del 12 de mayo, provocaron en la maltrecha y atemorizada comunidad sanjuanera una profunda sensación de desasosiego. “(The) city was almost desert” afirmaba. Los elementos básicos para la subsistencia comenzaron a escasear hasta el punto de que no se conseguía ni siquiera leche para los niños.  La guerra había detenido la marcha del tiempo en la medida en que había alterado todas y cada una de las rutinas de la ciudad murada. Los cónsules de Francia, Gran Bretaña, Holanda y Dinamarca, presionaron al gobernador Manuel Macías para que estableciera zonas neutrales en las cuales se pudiera garantizar la seguridad de los extranjeros. La hacienda del francés Gerónimo Landrau en Pueblo Viejo, y la “Hacienda Progreso” en Carolina, sirvieron para esos fines. Los extranjeros no tuvieron que pasar las mismas angustias que atenazaron a los ciudadanos de la capital. Lee, que fue parte de aquel selecto grupo, asegura que disfrutaron de una “pleasant vacation there for several weeks”.

Tropa de la compañía “D” de la 5ta Caballería del ejército estadounidense esperando en fila para recibir su cena en Mayagüez, Puerto Rico (1898).

El Porto Rico americano

Las noticias del desembarco del 25 de julio y del armisticio llegaron a oídos de Lee estando en aquel seguro refugio. La incertidumbre era notable por aquellos días. Nadie podía imaginar cual sería el futuro de Puerto Rico después de los hechos.  Las noticias respecto a la actitud indulgente mostrada por las elites de Ponce con los invasores  tras la toma de aquella población del sur ofrecían algunas pistas: los encabezamientos de la correspondencia oficial de los portavoces de la ciudad parecían aceptar el trauma sin embarazo alguno mediante la inscripción “Ponce, Porto Rico, U.S.A.” Aquella urbe conocida como el París de Puerto Rico se había entregado con regocijo y sin resistencia. Era la misma actitud condescendiente de Olivia Paoli que he destacado en otras ocasiones, o la de Waldemar, hermano de Edward, quien de inmediato se conectó con los representantes de los conquistadores en la ciudad de Ponce. La percepción dominante era que los recién llegados representaban una garantía de progreso que la vieja y autoritaria España no era capaz de garantizar. La reflexión intelectual de las elites económicas ponceñas sentía una manifiesta afinidad con los estilos de aquel mercado.

En cierto modo, ese fue también el tono dominante en la reflexión de Lee cuando presenció el arribo del Mayor General John R. Brooke y su séquito a un campamento castrense en Río Piedras, mientras un cuerpo de artillería se acuartelaba en Santurce en un local de la Parada 19.  Es importante volver a llamar la atención en torno al hecho de que Lee no era un ciudadano cualquiera en el momento de cambio de soberanía imperial. Fungía como Cónsul de Holanda desde los días de la “pleasant vacation” en las zonas neutrales organizadas por Macías. Pero ante el hecho de que una historia termina y comienza otra, en esa frontera que representa la ocupación de la colonia por unos nuevos dueños, Lee cambia el ritmo y el tono de la narración. El alegato de  un funcionario extranjero de origen anglo-ponceño que reside en la capital, posee un valor incalculable para producir una contra-imagen o una anti-figuración, como denominé a ese procedimiento en un volumen de 2003, de los hechos del 1898. Entre la anécdota, la impresión, la micronarración y la microhistoria este escritor ofrece una imagen desconocida de los hechos.

“A disagreeable experience…”

La misma noche del día que empezamos a ser estadounidenses, Lee pasó una desagradable experiencia mientras aguardaba  por su hermano Waldemar, quien ya había comenzado a trabajar con el Servicio Postal Militar en Ponce. Cuando salía de su casa ubicada en la calle Dos Hermanos, se encontró con una situación extraña: un hombre negro a quien conocía corría despavorido como si temiera por su vida. Huía de dos soldados borrachos que le habían amenazado. Lee cerró con llave la puerta principal de su residencia para garantizar la seguridad de su esposa Catalina Concepción de las Mercedes, encendió un cigarrillo quizá para darse confianza en el trance y siguió su camino hacia la estación postal. Para su sorpresa,  aquellos individuos se le acercaron, lo tomaron por los hombros y lo amenazaron con un cuchillo y un arma de fuego. Lee, un hombre refinado de las clases altas y de calculado lenguaje, confiesa en sus memorias que se sorprende de su agresiva reacción:  “I gave them the choisest selection of bad language I have ever used in English, shaking myself  free as I call them the vilest names I could think of.” Lo inesperado de la reacción verbal y, con toda probabilidad, el hecho de que se vertiera en el lenguaje de los invasores, provocó que los agresores quisieran reducirlo todo a una broma. Cuando los soldados borrachos le extendieron la mano para resarcirse, Lee los mandó al infierno y les gritó que no le daba la mano a “dirty bums”. Lee reconocía e imponía el orgullo propio de su condición de clase. El problema podía ser más grave para los soldados. Waldemar, su hermano trabajaba para el servicio postal, y el agredido representaba al gobierno holandés en la ciudad.

Al otro día, el Teniente Arnold de las fuerzas armadas estadounidenses le informó que los agresores estaban bajo arresto y solicitó un informe sobre los hechos. Lee se negó a registrar cargo alguno contra los alborotadores. Otra  vez su orgullo de clase se impuso. Las autoridades militares los condenaron a estar dos meses en las barracas y a la suspensión de su sueldo. Lo interesante es que la agresión al negro anónimo durante la noche de los hechos no parece preocuparle a nadie. En el relato se reduce a un mero “cabo suelto” sin relevancia al cual el autor no regresa. Cuando los soldados cumplieron la pena impuesta por el Teniente Arnold, uno de ellos, el más joven, fue sumisamente a su casa a agradecerle el gesto. Pocos días después Lee se enteró de que aquel había vendido por 10 centavos  el cuchillo de ocho pulgadas con que lo  había amenazado cerca de su casa. El carpintero que lo había comprado se lo obsequió a Lee como un gesto de curiosa amistad.

El episodio en el cual se detiene Lee es un laboratorio de la cotidianidad conflictiva que generó la invasión asunto que, en cuanto al 1898 puertorriqueño, no ha llamado la atención de los historiadores tanto como se merece. Lo cierto es que en Aguadilla, en Mayagüez, en Ponce y en San Juan, las investigaciones han registrado interesantes confrontaciones entre aquella soldadesca orgullosa e irracional y los miembros de aquellas comunidades que, en términos generales, les estaban ofreciendo una bienvenida decorosa. Las tensiones emocionales que generó el momento que se vivía es un asunto que excede las posibilidades de la historia social y económica pero también las de la interpretación geopolítica.

Lo cierto es que la incertidumbre respecto al futuro de Puerto Rico seguía presente. Lee afirmó en sus notas que el interés de Estados Unidos en quedarse con la isla sorprendió a muchos de sus contemporáneos. Quedarse con la isla ¿por qué? ¿para qué? Algunos esperaban que estados Unidos, con una nobleza in esperada, la dejara en manos de España al menos “for sentimentals reasons”. La expresión me confirma la imagen de aquel país como un imperio benévolo, Pero también confirma que  el encono con la dureza del coloniaje español comenzaba a ablandarse y a transformarse en nostalgia sosa desde que se supo que todo estaba perdido. La disolución de la relación con España, si uso un sugestivo planteamiento del historiador alemán Jörn Rüsen, “mejoraba” de manera significativa el “pasado”.

La rigurosidad del calendario de la desocupación y la urgencia por cambiar las banderas, hizo necesario el acuartelamiento de las últimas fuerzas hispanas que se retiraban en el Arsenal de la Puntilla bajo incómodas condiciones. La gestión estuvo a cargo del nuevo gobernador Ricardo Ortega, el último de la hispanidad, y el Capitán Ángel Rivero Méndez, autor de una famosa crónica de aquella invasión desde la perspectiva hispano-puertorriqueña. Aquel día se arriaron las enseñas españolas en la mañana, mientras que por la tarde se izaron las estadounidenses con el propósito de no hacer sentir mal a los derrotados.

Viejo San Juan/ New San Juan

Cuando en agosto después del armisticio entraron al puerto de la capital los cruceros “Cincinnatti” y “New Orleans” al mando de los capitanes Colby M. Chester y William M. Folger, la emoción vuelve a invadir a Lee: “The beauty of the American flag has never thrilled me more than it did that morning”. Sin embargo, tras el traspaso del 18 de octubre, su actitud fue otra. Aquel día atracaron entre otras compañías, el “47th New York Volunteers” compuesto, según su fama, por “Brooklyn wharf rats”. La figura fuerte en la capital sería la del General Fred D. Grant al cual Lee no menciona por su nombre en su texto. El arribo del primer regimiento de ocupación al territorio produjo un efecto desesperanzador. El discurso de la armonía de la invasión afirmado por ciertos sectores se hizo sal y agua de inmediato.

El San Juan de los primeros días después del traspaso ofrecía una imagen patética y perturbadora. El episodio con los soldados borrachos en casa de Lee comenzó a convertirse en un asunto común de acuerdo con su testimonio. “Many disagreeable incidents caused by drunken soldiers from their regiment (el “47th New York Volunteers”) led to the first of serious anti-American reactions through the island”. La ilusoria luna de miel entre invasores e invadidos duró poco en la vieja ciudad. El exhibicionismo marcial de las fuerzas armadas cuando se movilizaron hacia la calle de la Fortaleza al choque de tambores, hizo que un español que se  cruzó con Lee le dijera: “parece que van a ajusticiar a uno”. La ironía de la expresión de aquel ciudadano resentido por un espectáculo que representaba una historia que se dejaba atrás hizo que Lee, quien ya simpatizaba con el cambio, le respondiera: “no es mala la justicia que van a aplicar”.

Los meses que siguieron a la  salida del país de los últimos funcionarios españoles fueron de acuerdo con Lee, “an interesting and often a wild time”. Detrás de los soldados vinieron aventureros, “camp-followers”, los medianos inversionistas y numerosos curiosos del norte. Aquella avanzadilla de saltimbanquis, pícaros y  gente con dólares en un escenario que, por el cambio de moneda y la devaluación de la riqueza local desde arriba, favorecía a aquel que los poseía, representaba la ansiedad imperialista de conocer/poseer la colonia ultramarina de un modo distinto, agresivo e inusitado. La presencia de trotamundos y bohemios  impactó tanto la fisonomía urbana de la ciudad colonial que algunas áreas “came to resemble pictures of the early westerns settlements”. La asimilación de los espacios al gusto de los “hombres de la frontera” esta vez ultramarina, tomó un carácter carnavalesco  y esperpéntico según lo describe Lee. Las casas de apuestas y los tiroteos se hicieron comunes por aquellos predios. La descripción de Lee se ajusta a la imagen de un arquetípico pueblo del lejano oeste con su cantina, sus nichos de pecado y sus contradicciones en donde la violencia machista vaga por doquier. En sus palabras es visible el pre-texto inventado por una cinematografía que ya había madurado cuando el autor daba forma final a sus recuerdos en su autobiografía. La agresión cultural del otro posee, como se verá de inmediato, numerosos y originales rostros

El bar de Charlie Pohl, ubicado donde luego se construyó el Banco Nova Scotia entre las calles San Justo y Tetuán, poseía un  anuncio eléctrico que cruzaba la calle. La imagen de aquellas letras luminiscentes se insertó en el fugaz folclor citadino. En el bar de Charlie que ocupaba dos pisos completos, todo era exuberante y kitsch. La barra, según su dueño, había sido propiedad del boxeador del peso completo  Jim Corbett o de algún otro campeón del popular deporte de las narices chatas. En la planta alta las mesas de apuestas dominaban: “roulette, monte, and faro were kept going full swing from noon until daylight”. Las alusiones de cuáquero y moralista extremo que manifestaba José Pérez Moris cuando acusaba a Betances de noctámbulo, aventurero y de irse a jugar cartas y apostar a los garitos del área oeste eran poco comparadas con el panorama de los bajos urbanos de San Juan por aquellos días. El abarrocamiento del local se convirtió en sinónimo del exceso por lo que, cada vez que algún contertulio exageraba en sus afirmaciones, su interlocutor le decía: “Son anuncios de Mr. Charles, much as later one said: Es buche y pluma”. Los “americanos”  como Charlie pasaban por altaneros, petulantes y soberbios que movían más a la risa que al respeto que debía merecer un “libertador”.

El otro elemento señalado por Lee tiene que ver con la vida disoluta que se permitía en aquellos lugares: “As with gambling, so it was with drinking”.  Le llamaba la atención el favor del paladar estadounidense por el whisky  y la cerveza fría y las incomodidades que ello imponía en un país de ron y cerveza con poca producción de hielo al momento de la toma de posesión.  La cultura popular de los invasores se refleja en la anécdota de Padre John P. Chidwick (1863-1935), el capellán del acorazado “Maine” accidentado en La Habana quien se convirtió en un héroe nacional por su sacrificada labor de rescate después del incidente. Lee relata que cuando Chadwick arribó a Ponce señaló con emoción hacia el almacén de Ramón Cortada & Compañía y le dijo a los soldados: “Boys, this is a civilized community”. ¿La razón para ello? En la pared divisó un rótulo que leía “Canadian Club Whisky”, marca fundada en 1858. El representante y distribuidor de esa marca en Puerto Rico era la compañía de Lee por lo que disponía en almacén de 45 cajas desde hacía varios años.  Con su peculiar desenfado, Lee afirma que esas 45 cajas fueron vendidas en 45 segundos tras el desembarco de las tropas. Las órdenes por cable o telegrama del Canadian Club Whisky aumentaron dramáticamente hasta el extremo de que en un solo cargamento tuvieron que ordenar 1,500  al productor en Walkerville, Ontario. La invasión también abrió las puertas a la Anheuser-Busch fundada en 1852 en Misuri, a la Budweiser, al Distiller Company Limited Scotch, a la champaña Mumm’s, al borbón, al whiskey de centeno y la ginebra Old Tom y Holland, bebidas que también penetraron de la mano de las armas los resquicios del mercado y del paladar.

Lee atenúa aquel escenario de aparente disolución moral con la fugaz presencia en la capital de la filántropa y activista humanitaria Margaret Livingston Chandler quien vino a establecer un hospital militar para oficiales en la esquina suroeste de las calles Fortaleza y Cruz. Lee se quedó a cargo del local cuando aquella abandonó el proyecto por considerarlo innecesario. Igual que aquella troupe de recién llegados quería poseer la ciudad, los ciudadanos aspiraban apropiar a los invasores. “The desire to learn english became an obsession”, afirma,  por lo que Lee comenzó a dar clases en horas de la tarde en su casa. Su juicio al final de este capítulo es muy significativo por lo que lo cito completo:  “If the teaching  of English had been kept up on the same scale as during the first ten years of the American occupation, it would soon have become the Island’s general language, though I believe that Spanish will always be the vernacular”.

Otro tanto sucedió en la ciudad de Ponce acorde con las memorias de Paoli de Braschi. En su caso, Olivia y dos de sus hijas, Estela y Aida quienes leían y hablaban perfectamente el inglés, se prestaron para ser maestras de español de algunos de los soldados estadounidenses que se fueron radicando en la ciudad. El atractivo de inglés para los puertorriqueños era visible y viceversa. Para aquellos que soñaban con la asimilación cultural o la mutua asimilación en bien de ambas partes, se había perdido un gran momento. No se puede pasar por alto que la voluntad popular y el liderato político local era, en su mayoría, abierta y sinceramente estadoísta durante aquellos primeros aciagos días. En aquel apretado momento se reconocía que, en verdad, habían llegado los “americanos”. Al menos así me lo contaba  mi abuelo que fue testigo del paso de las tropas entre San Germán y Mayagüez  desde su pequeña casa en Hormigueros. Pero del mismo modo que llegaban, comenzaban a irse mientras la gente común olvidaba y era olvidada.

Publicado originalmente en 80 Grados-Historia el 23 de junio de 2017

diciembre 21, 2015

Reflexiones: Puerto Rico desde 1990 al presente V

  • Mario R. Cancel Sepúlveda
  • Catedrático de Historia

 

Un contexto ideológico

El triunfo de Rosselló González y el inicio de la era neoliberal demostró dos cosas. Por un lado, para el estadoísmo de la que, se esperaba, fuese la década de la descolonización, el ideal de Luis A. Ferré Aguayo y Carlos Romero Barceló articulado a fines del decenio de 1960 y principios del 1970 era parte del pasado. Aquel liderato que forjó el estadoísmo pujante tal y como se conoce hoy sobre las cenizas del lento proceso de derrumbe del PPD había sido producto de la Era de la Posguerra y la Guerra Fría. Ambos confiaban en el Estado interventor y benefactor,  eran parte de la ola de pluralismo que marcó a la sociedad estadounidense en los 60’s y compartían la experiencia del tránsito de Puerto Rico de una sociedad agraria a una industrial en el marco de la dependencia colonial.

Ese conjunto de condicionamientos explica el carácter de la estadidad que buscaban. Ferré Aguayo confiaba en la posibilidad de una “estadidad jíbara” y que nuestra identidad encajara en el pluriculturalismo estadounidense. No solo eso. Su discurso estaba profundamente vinculado a los “humildes” acorde con las posturas democristianas y humanistas cristianas que se articularon con el fin de frenar la amenaza del materialismo y el comunismo en una década llena de tensiones finalistas por motivo del conflicto este-oeste. Romero Barceló continuó aquel discurso atenuando su complejidad: la estadidad era una opción para los “pobres” que buscaba la “igualdad” contravenida por el orden colonial. La idea de que el burgués y el abogado miraban hacia el “abajo social” con propósitos redentores dominaba aquel discurso que, por cierto, resultaba convincente en un país colonial marcado por la disparidad y la pobreza a pesar de los avances de la industrialización.

Pedro Rosselló González: campaña de 1998

Pedro Rosselló González: campaña de 1998

Es importante reconocer, por otro lado, que el “populismo estadoísta” de Ferré Aguayo y Romero Barceló era una postura ética tan cargada de “pietismo” como el “populismo estadolibrista”. La diferencia era de énfasis: el estadolibrista todavía estaba marcado por su trasfondo rural, mientras que el estadoísta traducía la ansiedad de los “nuevos pobres” de la urbe. La meta utópica de Ferré Aguayo y Romero Barceló era “bajar” simbólicamente hasta los pobres y ayudarlos a “subir” a su nivel. Rosselló González significó una revolución en ese ámbito. El “neopopulismo estadoísta” de de la década de 1990 era un ejercicio distinto. La utopía de Rosselló González era “bajar” simbólicamente hasta el lugar de los “pobres” y conversar con ellos en sus términos como quien comparte la faena diaria como un igual. El “mercado” se encargaría de satisfacer sus necesidades básicas y “neuróticas”, como las llamaba Erich Fromm, pero dejándolos en el “abajo” social: la era del consumo conspicuo había iniciado ya. El elemento común del “populismo estadolibrista”  (1938-1947), el “populismo estadoísta” (1967-1972) y el “neopopulismo estadoísta” (1993-2000) siempre ha sido el mesianismo, el paternalismo y la subsecuente infantilización de las clases populares, a fin de garantizar su alianza con el poder.

Por último, el estadoísmo de la década de 1990, el de la era neoliberal y de la Posguerra Fría, no solo miraba en otra dirección sino que miraba con otros ojos. La administración Roselló González favorecía la reinvención de la relación del estado con el mercado en un sentido distinto. El estado interventor y benefactor tendría que abrir paso al estado facilitador. El compromiso prioritario de la esfera pública ya no sería  con el “abajo social” o el pueblo sino con el capital. En las tensiones entre el pueblo,  el mercado y el capital, el estado se convertiría en un aliado del mercado y el capital

 

La cultura y el poder

Como era de esperarse, la batalla cultural de la década de 1990 tuvo un carácter particular. No se debe pasar por alto que la década de 1990-1999 abrió y cerró con una reflexión oficial o institucional sobre dos momentos determinantes del pasado colectivo formal de Puerto Rico. La primera de ellas fue la que llevó a cabo entre 1992 y 1993 en torno al descubrimiento/encuentro de 1492 y 1493. Los 500 años de la hispanidad fueron el signo cultural más emblemático de la administración Hernández Colón y un momento de presumible reavivamiento hispanófilo. La revisita al pasado español no podía producir el efecto que había generado en 1910 o en 1930 en el momento del fin de la Guerra Fría pero había quien confiaba en que todavía podía ser eficaz contra la americanización y la estadidad como lo había sido en aquellos contextos.

La efeméride se combinó con otras acciones concretas con el fin de afirmar la identidad puertorriqueña según la había configurado el nacionalismo cultural del 1950 y el 1960. En 1991 se aprobó la Ley # 4  que establecía el español como idioma oficial del ELA, y Puerto Rico recibió el Premio Príncipe de Asturias de letras por su voluntad de afirmar la lengua española.  La imagen de la colonia caribeña como un símbolo de la más castiza hispanidad estaba completa. Aquel fue el último gesto cultural del gobernador Hernández Colón a fin de  testimoniar la resistencia del país a la estadidad y la absorción por el otro. Su proyecto se apoyaba en una concepción de la puertorriqueñidad que emanaba de la discusión cultural modernista (1920) y que se había reformulado en la Generación de 1930 y en la de 1950. Las ideas culturales del establecimiento cultural no comenzaron a erosionarse hasta que la llamada Generación de 1970 y los intelectuales del 1980 y el 1990, apoyados en las posturas contraculturales del 1968, el socialismo y la crítica a la modernidad, la minaron en el debate académico y en la praxis social.

1898El esfuerzo de afirmación de los valores hispanos emanado del poder fue reproducido desde otros escenarios de modo alternativo. Entre 1991 y 1993, una junta local de Ponce auspició la conmemoración del primer centenario del natalicio de  Pedro Albizu Campos como respuesta contracultural. Lo cierto es que entre el discurso de los populares y el de los nacionalistas, el único diferendo era el de la independencia. Albizu Campos y el nacionalismo compartían la afinidad hispanófila con la misma pasión. El triunfo de Rosselló González organizó una respuesta agresiva al nacionalismo cultural de Hernández Colón. Ante la hispanofilia romántica que reverdecía se antepuso la anglofilia esperanzada y modernizante de las primeros estadoístas republicanos surgidos en el contexto del 1898. Por eso, una vez obtuvo el poder y en cumplimiento de una promesa de campaña, firmó en 1993 firma la Ley #1 que establecía la oficialidad tanto del inglés como del español y que derogaba la Ley # 4 de 1991. Una nueva batalla por la lengua comenzaba en el escenario puertorriqueño. Para el nacionalismo cultural y político la cuestión del idioma seguía teniendo poder de convocatoria en los ’90.

Rosselló González no se limitó a la táctica de anteponer la anglofilia a la hispanofilia. En 1995 autorizó la conmemoración del día de la bandera puertorriqueña pero, a fin de producir el efecto deseado, en 1996 se hizo lo propio con la bandera estadounidense. El hecho de que la bandera de 1895 hubiese sido diseñada en Nueva York por una organización, la Sección de Puerto Rico del Partido Revolucionario Cubano en donde separatistas independentistas y anexionistas compartían tareas, creaba la suficiente incertidumbre en cuanto al sentido político que se le daba a  aquella enseña en la cultura popular. Del mismo modo que el nacionalismo apelaba a ella para la independencia, el estadoísmo podía recurrir a ella para su causa. El efecto simbólico de aquella bien pensada campaña era, por un lado, que afirmaba que ya no éramos puertorriqueños-españoles sino puertorriqueños-estadounidenses en el sentido en que los estadoístas republicanos de las primeras décadas del siglo 20 habían afirmado. Por otro lado, descriminalizaba el uso de la bandera puertorriqueña cuya sola posesión, durante la efectividad de la Ley # 53 o de la Mordaza (1948-1956) había sido considerada un delito punible. El “presente” acusaba al “pasado” y reivindicaba una práctica que señalaba a los populares por sus antecedentes autoritarios.

Ese mismo año 1995 se firmó la Resolución # 2283 que autorizaría la celebración de un acto de conmemoración de la invasión de Estados Unidos en 1898. La ofensiva mediática cultural estadoísta continuó en 1996 cuando, en enero, Rosselló González proclamó que Puerto Rico no era, ni ha sido nunca, una nación. El entonces senador Kenneth McClintock Hernández, recomendó que se eliminase el vocablo “nacional” del lenguaje oficial y el exgobernador Ferré Aguayo, apoyó la postura de ambos. La ofensiva cultural pro-estadidad estaba completa. Aquellas decisiones político-culturales de la administración Rosselló González favorecieron  una imagen de integración entre Puerto Rico y Estados Unidos que la oposición, popular o no, resintió.

En  1998 se realizó la conmemoración de la invasión estadounidense, evento en el cual el Historiador Oficial Luis González Vales, fue una figura esencial. El resultado de un proyecto intelectual oficial de aquella envergadura debía ser una reflexión colectiva seria en torno a un  siglo, el 20, que se había caracterizado por la profundización de las relaciones entre Puerto Rico y Estados Unidos. Sin embargo, el  balance crítico del centenario de 1898, como el del 1492 y el 1493 fue, como era de esperarse, desigual. Lo cierto es que no todos los que participaron de la recordación de las dos “invasiones” -yo fui parte de ambos procesos-  “celebraron” las mismas. De igual manera, no todos “conmemoraron” del mismo modo.

El forcejeo cultural desde “arriba”, que fue intenso, no puede ser comprendido del todo sin tomar en cuenta que la hispanofilia y la anglofilia no eran sólo discursos culturales, historiográficos y jurídicos o meras presunciones teóricas sin conexión con la materialidad. El laboratorio más eficiente  de la anglofilia (antes americanización) era el mercado, la dependencia, el hecho de que al cabo de 100 años el puertorriqueño común podía seguir siendo católico y hablar bien o mal el idioma español pero, como consumidor, no era muy distinto de cualquier otro estadounidense. En el marco del neoliberalismo, eso era más importante que cualquier otro asunto. El sentido que se había adjudicado a la identidad en el Puerto Rico del siglo 20 también había cambiado. A pesar del nacionalismo cultural la asimilación se había impuesto y seguía profundizándose en el puertorriqueño común.

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